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El corazón delator
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¡Es verdad! Soy muy nervioso, terriblemente nervioso, siempre lo he sido, pero, ¿por qué insisten en que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, sin destruirlos ni mermarlos. Tenía un oído excepcionalmente fino; ningún otro se le igualaba; he escuchado todos los sonidos del cielo y de la tierra, y no pocos del infierno. ¿Cómo puedo estar loco? ¡Presten atención! Ahora verán con qué sano juicio y calma les puedo relatar toda la historia.
Resulta imposible para mí describir cómo surgió inicialmente la idea; pero una vez concebida, no pude desterrarla de mi mente, ni de día ni de noche. No perseguía ningún objetivo ni estaba impulsado por una pasión descontrolada. Amaba al anciano, pues nunca me había hecho daño ni me había insultado; no codiciaba su riqueza, pero algo en él me resultaba desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, eso es! Se asemejaba al de un buitre y tenía un color azul pálido. Cada vez que aquel ojo posaba su mirada en mí, sentía cómo la sangre se helaba en mis venas; y gradualmente, esa idea comenzó a arraigarse en mi mente: la idea de arrebatarle la vida al anciano, para librarme para siempre de aquel ojo que tanto me atormentaba.
¡Aquí está la clave! Pueden creer que estoy loco, pero noten que los locos no razonan. ¡Si hubieran presenciado con qué buen juicio actué, con qué tacto y previsión, y con qué discreción me puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, alrededor de las doce, giraba con cuidado el picaporte de la puerta y la abría; pero, ¡con qué suavidad! Y cuando había espacio suficiente para pasar la cabeza, deslizaba una linterna opaca, bien cerrada para evitar cualquier filtración de luz, y extendía el cuello. ¡Oh! Habrían reído al ver con qué meticulosidad procedía. Movía la cabeza lentamente, casi imperceptiblemente, para no perturbar el sueño del viejo, y me tomaba al menos una hora para avanzar lo suficiente y poder ver al hombre acostado en su cama. ¡Ah!
Un loco no habría sido tan precavido. Y cuando mi cabeza se encontraba dentro de la habitación, levantaba la linterna con extremo cuidado, ¡oh, con qué meticulosidad, con qué precaución!, porque la bisagra rechinaba. No abría la puerta más de lo necesario para que un rayo de luz apenas iluminara el ojo de buitre. Repetí esto durante siete largas noches, hasta las doce; pero siempre encontraba el ojo cerrado y, por ende, me resultaba imposible llevar a cabo mi cometido, ya que no era el viejo en sí lo que me perturbaba, sino su maldito ojo. Cada día, al amanecer, entraba audazmente en su habitación y le hablaba con la mayor serenidad, llamándolo por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Como pueden ver, por lo dicho, debía ser un anciano muy astuto para sospechar que cada noche hasta las doce lo examinaba mientras dormía.
Llegada la octava noche, procedí con aún mayor precaución para abrir la puerta; la aguja de un reloj se habría movido más rápido que mi mano. Mis facultades y mi astucia estaban más agudas que nunca, y apenas podía contener la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que allí estaba, abriendo la puerta lentamente, mientras él ni siquiera podía imaginar mis acciones! Esta idea me hizo reír; y quizás el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de repente en su lecho como si despertara. Podrían pensar que me retiré; pero no, su habitación estaba tan oscura como el interior de un pez, las tinieblas eran tan densas, ya que mi hombre había cerrado los postigos herméticamente por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entreabierta, seguí empujándola más y más, sin cesar.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó accidentalmente sobre el resorte de cierre y el viejo se incorporó en su lecho, exclamando:
—¿Quién anda ahí?
Permanecí inmóvil, sin responder; durante una hora me mantuve petrificado, y durante todo ese tiempo no lo vi recostarse de nuevo; permanecía sentado y escuchando, tal como yo había hecho durante noches enteras.
Pero de repente escuché una especie de quejido débil, y reconocí que provenía de un terror mortal; no era de dolor ni de tristeza, ¡oh, no! Era el sonido sordo y sofocado que emerge desde lo más profundo de un alma poseída por el pavor.
Conocía bien ese sonido, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo había escuchado surgir en mi propio pecho, intensificando con su eco terrible el miedo que me envolvía. Por eso comprendía perfectamente lo que el viejo estaba experimentando y sentía compasión por él, aunque la risa asomara entre mis labios. No me engañaba: desde el primer ruido, cuando se agitó en la cama, su insomnio había comenzado y sus temores habían crecido. Seguramente intentó convencerse de que no había razón para preocuparse; quizás pensó: "Debe ser solo el viento de la chimenea, o un ratón que corretea, o tal vez un grillo cantando". Se esforzó por aferrarse a estas ideas, pero todo fue en vano. "Era inútil", porque la Muerte, que se acercaba, había pasado a su lado con su sombra oscura, envolviendo en ella a su víctima. La influencia fúnebre de esa sombra invisible era lo que le hacía sentir, aunque no viera ni distinguiera nada, la presencia de mi cabeza en la habitación.
Después de esperar un largo tiempo con gran paciencia, sin escucharlo recostarse de nuevo, decidí entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que apenas era perceptible; la abrí con tanta cautela como me fue posible, hasta que finalmente un único rayo pálido, como un hilo de araña, emergió de la rendija y se proyectó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, completamente abierto, y apenas lo miré no pude contener mi furia; lo vi con la mayor claridad, en su totalidad, con ese color azul opaco, cubierto por una especie de velo repugnante que congeló mi sangre hasta la médula de mis huesos; pero esto era lo único que podía ver de la cara o de la persona del anciano, ya que por instinto había dirigido el rayo de luz directamente hacia ese maldito ojo.
¿Acaso no les he dicho ya que lo que ustedes consideran locura no es más que un agudizamiento de los sentidos? En ese instante, un sonido sordo, amortiguado y regular, similar al que hace un reloj envuelto en algodón, golpeó mis oídos; "ese rumor", lo reconocí de inmediato, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi ira, de la misma manera en que el redoble del tambor exalta el valor del soldado.
Pero me contuve y permanecí inmóvil, apenas respirando, esforzándome por iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con más violencia, cada vez más rápido y con más estruendo.
El terror del anciano "debe" haber sido indescriptible, ya que aquel latido resonaba con una fuerza cada vez más intensa cada minuto. ¿Me escuchan con atención? Ya les he dicho que soy nervioso, y lo soy de verdad. En medio del silencio de la noche, un silencio tan opresivo como el de esa antigua casa, aquel sonido extraño me provocó un miedo indescriptible.
Por unos momentos más me mantuve quieto, tratando de serenarme; pero el latido aumentaba en intensidad con cada instante que pasaba, hasta que sentí que el corazón estaba a punto de estallar. De repente, una nueva angustia se apoderó de mí:
¡Algún vecino podría oír el sonido! Había llegado la última hora del anciano: con un grito, abrí de golpe la linterna y entré en la habitación. El pobre hombre soltó un alarido, solo uno. En un instante lo arrojé al suelo, riendo de alegría al ver que mi tarea estaba casi completa, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía escuchar a través de la pared.
Finalmente, la palpitación cesó, porque el anciano había muerto. Levanté las sábanas y examiné el cuerpo: estaba rígido, completamente rígido. Coloqué mi mano sobre su corazón y la mantuve allí por unos minutos; no había latido alguno. El hombre había dejado de existir, y su ojo ya no me atormentaría más.
Si siguen considerándome loco, esa idea desaparecerá cuando les cuente las precauciones que tomé para ocultar el cadáver. La noche avanzaba y comencé a trabajar activamente, aunque en silencio: primero corté la cabeza, luego los brazos y por último las piernas.
Inmediatamente arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los huecos y volví a colocar las tablas con tal habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni siquiera el "suyo", habría podido descubrir nada fuera de lo común. No fue necesario limpiar ninguna mancha, gracias a la meticulosidad con la que procedí. Una fregona lo había absorbido todo. ¡Ja, ja!
Terminada la operación, alrededor de las cuatro de la madrugada, el ambiente aún estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj marcó la hora, llamaron a la puerta principal, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer en ese momento? Tres hombres entraron, presentándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche, lo que bastó para despertar sospechas. Se envió un aviso a las oficinas de policía y los señores oficiales se presentaban para inspeccionar el lugar.
Sonreí, porque no tenía nada que temer, y recibí cortésmente a esos caballeros. Les dije que había sido yo quien había gritado en medio de mi sueño; agregué que el anciano estaba de viaje y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándolos a buscar y registrar todo a fondo. Finalmente, entré en "su" habitación y les mostré sus pertenencias, que estaban completamente seguras y en perfecto orden. En mi confianza excesiva, ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras tanto, con la osadía de un triunfo completo, coloqué la mía en el mismo lugar donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mi comportamiento tranquilo, se sentaron y comenzaron a hablar de cosas familiares, a las cuales respondí alegremente. Sin embargo, después de un tiempo, empecé a sentir que palidecía y deseaba fervientemente que esos hombres se marcharan. Mi cabeza me dolía y parecía que mis oídos zumbaban, pero los oficiales seguían sentados, hablando sin parar. El zumbido se volvía más pronunciado, persistiendo con mayor intensidad; traté de entablar una conversación sin cesar para distraerme de esa sensación, pero fue en vano. Finalmente, descubrí que el ruido no provenía de mis oídos.
Sin duda, en ese momento palidecí considerablemente, pero continuaba hablando con mayor viveza, alzando la voz, aunque esto no impedía que el sonido siguiera creciendo. ¿Qué podía hacer yo? Era "un rumor sordo, ahogado, constante, muy similar al que haría un reloj envuelto en algodón". Mi respiración se volvía pesada; los oficiales aún no parecían escucharlo. Así que hablé más rápido, con más vehemencia, pero el ruido continuaba aumentando sin pausa.
Me levanté y comencé a discutir sobre varias trivialidades, en un tono muy alto y gesticulando enérgicamente; sin embargo, el ruido seguía creciendo. ¿Por qué aquellos hombres no querían irse? Fingiendo estar exasperado por sus comentarios, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; pero el zumbido continuaba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La ira me cegaba, comencé a maldecir; sacudí la silla en la que me había sentado, haciendo que chirriara sobre el suelo; pero el ruido seguía dominando de manera implacable... Y los oficiales continuaban hablando, bromeando y sonriendo. ¿Era posible que no escucharan? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Escuchaban! ¡Sospechaban; lo "sabían" todo; se divertían con mi desesperación! Lo creí entonces y aún lo creo ahora. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; ya no podía soportar más esas sonrisas hipócritas. ¡Comprendí que tenía que gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿me escuchan? ¡Cada vez más alto, "siempre más alto"!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimulen más tiempo; confieso el crimen. ¡Arranquen esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
F I N
El Pecador de Toledo de Antón Chéjov
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"El Pecador de Toledo" es un cuento de Antón Chéjov que ofrece una visión crítica y satírica de la superstición y la caza de brujas en la España medieval. A través de la historia de María Espalanzo, una mujer acusada injustamente de brujería, Chéjov aborda temas como la credulidad, el miedo irracional y la manipulación de la religión para controlar a las personas.
Contexto Histórico y Cultural:
La historia tiene lugar en la España medieval, en una época donde la superstición y la creencia en brujas estaban profundamente arraigadas en la sociedad. La Inquisición Española y las cacerías de brujas fueron fenómenos reales en la historia europea, marcados por la paranoia colectiva y la persecución de personas, especialmente mujeres, acusadas de practicar la brujería.
Personajes:
- María Espalanzo: La protagonista, una joven mujer acusada de brujería injustamente.
- Espalanzo: El marido de María, quien lucha con su amor por su esposa y la presión social para entregarla.
- Agustín: Un fraile obsesionado con cazar brujas, quien acusa a María basándose en sus prejuicios y supersticiones.
Temas Principales:
1. Superstición y Caza de Brujas:
El cuento critica la creencia irracional en brujas y cómo esta superstición lleva a la persecución y la violencia. La historia muestra cómo la población se deja llevar por la paranoia y cómo las autoridades religiosas y civiles manipulan estas creencias para ejercer control sobre la gente.
2. Manipulación Religiosa:
El papel de la Iglesia es destacado en la historia. La manipulación de la fe y las creencias religiosas para justificar la caza de brujas se presenta como un tema central. La Iglesia, representada por el obispo y los frailes, se muestra como una entidad que aprovecha el miedo para mantener su poder sobre la gente.
3. Amor y Lealtad:
El dilema de Espalanzo refleja el conflicto entre el amor y la lealtad hacia su esposa y la presión social para entregarla. Esta lucha interior ilustra cómo las personas pueden ser llevadas a hacer cosas terribles incluso cuando aman profundamente a alguien.
Estructura y Estilo:
Chéjov utiliza un estilo narrativo sencillo pero impactante para contar la historia. La estructura de la narrativa es lineal, siguiendo los eventos desde la acusación de María hasta su trágico final. La ironía y la sátira se utilizan hábilmente para criticar la superstición y la credulidad de la sociedad.
Conclusión:
"El Pecador de Toledo" de Antón Chéjov es una obra que arroja luz sobre la irracionalidad de la superstición y la manipulación de la fe para controlar a las masas. A través de la historia de María Espalanzo, el cuento pone de manifiesto las consecuencias devastadoras de la caza de brujas y cómo las personas pueden ser llevadas a cometer actos atroces debido al miedo y la ignorancia.
El pecador de Toledo
«A la persona que indicare el paradero de la bruja llamada María Espalanzo o la presentare viva o muerta ante el Tribunal, le será concedida indulgencia plenaria».
Así rezaba un anuncio firmado por el obispo de Barcelona y por cuatro jueces en uno de aquellos días lejanos que han dejado huellas imborrables en la historia de España y acaso de la humanidad entera.
Toda Barcelona leyó el anuncio. Comenzaron las pesquisas. Fueron aprehendidas sesenta mujeres, que tenían algún parecido con la «bruja» en cuestión. Se dio tormento a los familiares de todas ellas... Existía la creencia, hoy ridícula, pero entonces profunda, de que las brujas poseían la facultad de convertirse en gatos, en perros y en otros animales, siempre de color negro. Se contaba que, a menudo, algún cazador que llevaba como trofeo la garra de un animal que le había atacado, llegaba a casa y, al abrir el zurrón, encontraba una mano ensangrentada en la cual reconocía la de su mujer. La población de Barcelona exterminó a todos los gatos y perros negros; pero entre sus inútiles victimas no apareció María Espalanza.
Era María hija de un gran comerciante barcelonés. De su padre, francés de origen, había heredado la despreocupación gala y la infinita alegría que tanto adorna a las francesas; y de su madre, hispana, un cuerpo típicamente español. Hermosa, siempre contenta, inteligente, dedicada por entero a la jovial ociosidad de su tierra y a las artes, no había derramado una lágrima a los veinte años. Era feliz como un niño. El mismo día en que cumplió la veintena se casó con el marino Espalanzo, conocido en toda Barcelona, muy guapo y, al decir la gente, uno de los nombres más instruidos de España. Se casó por amor. Su marido, que le había jurado matarse si no la hacía feliz, la amaba con locura.
Un día después de la boda, la suerte de la joven fue decidida.
Al atardecer salió de su nueva casa, para ir a la de su madre; y se perdió en la ciudad. Barcelona es grande; y no todos sus vecinos sabrían indicar el camino más corto de un punto a otro. María se tropezó con un joven fraile.
—¿Me hace el favor de decirme cómo se va a la calle de San Marcos? —le preguntó.
El fraile se detuvo y, con aire pensativo, se puso a mirarla... Ya se había ocultado el sol. La luna lanzaba sus fríos rayos sobre el bello rostro de la joven. ¡Por algo los poetas, cantando a las mujeres, recuerdan a la luna! Bañada por su luz, una cara femenina es mil veces más bonita. La abundante cabellera negra de María caía sobre sus hombros y sobre su pecho, jadeante por el rápido andar. Al tratar de recogerse el pelo en el cuello, María mostró el antebrazo hasta el codo...
—¡Por la sangre de San Jenaro, juro que eres una bruja! —exclamo el fraile inopinadamente.
—Si no fueses un religioso, creería que estabas borracho —replicó ella.
—¡Tú eres bruja!
Y el fraile murmuró entre dientes misteriosos exorcismos.
—¿Donde está el perro que acaba de pasar ante mí? —continuó—. Ese perro se ha convertido en ti. ¡Yo lo he visto!... Aunque no tengo aún veinticinco años, he descubierto ya a cincuenta brujas. Tú haces cincuenta y una. Soy Agustín...
Dicho esto, se santiguó; y, dando la vuelta, se perdió de vista.
María tenía noticia de Agustín... Sus padres le habían hablado mucho de él. ¡Se le conocía como el más celoso exterminador de las brujas! y como autor de un libro muy sabio en el que maldecía a las mujeres y abominaba de los hombres por haber nacido de ellas. Cosa de quinientos metros más adelante, María volvió a encontrarse con Agustín. Del portal de una gran casa que ostentaba un largo letrero en latín, salieron cuatro figuras negras, que la dejaron pasar y la siguieron. Una era la de Agustín. Las cuatro sombras fueron tras ella hasta su propia casa.
A los tres días, un hombre vestido de negro, carirredondo y afeitado, probablemente juez, se presentó en casa de Espalando y ordenó al marido que compareciese sin dilación ante el obispo.
—Tu mujer es bruja —declaró éste.
Espalanzo palideció.
—Da gracias a Dios —prosiguió el obispo—. Un ser que posee el precioso don de descubrir en la gente el espíritu del mal nos ha abierto los ojos a nosotros y a ti. Vio a tu mujer convertirse en un perro negro y al perro convertirse luego en tu mujer.
—¡No es bruja! ¡Es... mi esposa! —tartamudeó Espalanzo completamente abatido.
—¡Esa no puede ser la esposa de un católico! ¡Es la esposa de satanás! ¿No has advertido hasta ahora, infeliz, que te ha traicionado en más de una ocasión para entregarse al espíritu maligno? Corre a tu casa y tráenosla...
El obispo era persona sumamente docta. Descomponía la palabra femina en dos vocablos latinos: fe y minus, haciendo resaltar que la mujer tiene menos fe...
Espalanzo, lívido como un cadáver, salió del palacio episcopal mesándose los cabellos. ¿Dónde y cómo iba a demostrar ahora que María no era bruja? ¿Quién se atrevería a contradecir lo que asegurasen los frailes? Toda Barcelona se convencería de que su mujer era una bruja. ¡Toda Barcelona! No había cosa más fácil que hacer creer un infundio a la gente ingenua. Y todos los españoles, a juicio de Espalanzo, eran de una gran ingenuidad.
—No hay gente más cándida que los españoles —le había dicho su padre, médico de profesión, en el momento de morir— No le hagas caso ni creas en lo que creen ellos.
Espalanzo creía lo mismo que los españoles; pero no dio crédito a las palabras del obispo. Conocía perfectamente a su esposa y sabía que si las mujeres se hacían brujas, esto era tan solo en la vejez...
—¡Los frailes quieren quemarte, María! —anunció a su mujer, apenas llegó a casa—. Dicen que eres bruja y me han ordenado que te lleve allí... Escucha, amor mío: si verdaderamente eres lo que afirman, conviértete en gato negro y márchate con Dios. Y si no encierras en tu cuerpo el espíritu del mal, ¡no te entregaré a los frailes! Te cargarían de cadenas y no te dejarían dormir hasta que hicieras una declaración falsa contra ti misma. ¡Si eres bruja huye!
María no se convirtió en gato negro ni huyó... Hecha un mar de lágrimas, se puso a implorar el auxilio de Dios.
—Oye, María —dijo el marino a su joven esposa—: Mi difunto padre decía que pronto llegará la hora en que la gente se reiría de quienes creen en la existencia de las brujas. Mi padre era ateo; pero nunca mintió. Por eso creo que lo procedente es ocultarte en algún sitio y esperar que llegue esa hora... Es muy sencillo: en el puerto están reparando el barco de mi hermano Cristóbal. Te esconderé allí; y no saldrás hasta que llegue la época de que hablaba mi padre... Él aseguraba que sería pronto.
Por la tarde ya estaba María oculta en la bodega del barco; y, temblando de frío y de miedo, ponía oído al rumor de las olas y esperaba ansiosa el imposible milagro del advenimiento de la hora prometida por su suegro.
—¿Dónde está tu mujer? —preguntó el obispo a Espalanzo.
—Se volvió gato y huyó de mi casa —mintió aquél.
—Lo esperaba y lo predije. Pero no importa. La encontraremos. Es muy grande la virtud de Agustín. ¡Una gracia milagrosa! Vete con Dios y no se te ocurra volver a casarte con una bruja. Ha habido casos en que los espíritus malignos se han trasladado de las mujeres a los maridos... El año pasado quemamos a un católico piadoso que, por contacto con una mujer impura, entregó su alma a Satanás... Puedes marcharte.
María permaneció mucho tiempo en el barco. Su marido la visitaba todas las noches y le llevaba lo necesario para subsistir. Pasó un mes, pasaron dos, tres... Y la ansiada época sin llegar... Llevaba razón el padre de Espalanzo; pero unos cuantos meses son poca cosa para desterrar los prejuicios que, por estar muy arraigados, necesitan siglos. María, acostumbrada ya a su nueva vida, comenzaba a reírse de los frailes, a los que llamaba cuervos... Y hubiera vivido mucho más, e incluso se hubiera ido con el buque reparado —como proponía Cristóbal— a cualquier otro país, lejos de la obcecada España, de no haber ocurrido una desgracia horrible e irreparable.
El anuncio del obispo, que corría de mano en mano por Barcelona y había sido pegado en todas las plazas y en los mercados, llegó también a poder de Espalanzo, que quedó meditabundo al leer la promesa de una indulgencia plenaria.
—¡Qué felicidad poder lograrla! —suspiró.
Espalanzo se consideraba un gran pecador. Pesaban sobre su conciencia numerosos delitos por los cuales habían muerto en la hoguera o en el tormento muchos católicos. Había vivido en Toledo siendo joven. Por aquel entonces, era Toledo el punto de atracción de mágos y hechiceros... En los siglos XII y XIII, las matemáticas florecía allí más que en ninguna parte de Europa. De las matemáticas a la magia sólo había un paso en las ciudades españolas... Espalanzo, dirigido por su padre, también se había dedicado a la magia: disecaba animales y recogía hiervas enigmáticas... Una vez machacó algo en un almirez; y, de pronto, salió de él, con gran estruendo, el espíritu del mal en forma de llama azulina. La vida en Toledo consistía en una sucesión constante de pecados parecidos. Espalanzo, que se marchó de aquella ciudad al morir su padre, no tardó en experimentar horribles remordimientos de conciencia. Un viejo y docto monje le advirtió que semejantes faltas sólo podrían perdonársele mediante alguna proeza extraordinaria. Por lograr el perdón, librando su alma del recuerdo de la bochornosa vida de Toledo y salvándose del infierno, Espalanzo hubiera hecho cualquier cosa: hubiera dado la mitad de su hacienda si se hubieran vendido indulgencias en la España de entonces; y hubiera hecho una peregrinación a los Santos Lugares, de no habérselo impedido sus negocios.
«Si no fuera mi mujer, la entregaría», pensó al leer el anuncio del obispo.
La idea de que le bastaba pronunciar una palabra para obtener la indulgencia no se le iba del cerebro, produciéndole una desazón continua, día y noche... Amaba a su mujer; la amaba con pasión... A no ser por aquel amor, por aquella flaqueza tan despreciada por los monjes y aun por los doctores de Toledo, quizá se decidiera a delatarla... Espalanzo mostró el anuncio a su hermano Cristóbal.
—Yo la entregaría —dijo éste— si fuera bruja y no fuera tan hermosa... Evidentemente, la indulgencia supone una gran cosa. Pero tampoco perderemos nada si esperamos a que María se muera y entonces les damos su cadáver a esos cuervos. Que la quemen muerta. Así no sufrirá. Ella morirá cuando seamos viejos. Y, precisamente, en la vejez es cuando necesitaremos el perdón de los pecados...
Así diciendo, Cristóbal soltó una carcajada y dio a su hermano una fuerte palmada en el hombro.
—Es que yo puedo morirme antes que ella —objetó Espalanzo—, ¡Por Dios que la entregaría si no fuese su marido!
Una semana después, Espalanzo se paseaba por la cubierta del barco murmurando entre sí:
—¡Oh, si estuviera muerta! ¡Viva no la entregaré jamás! Pero muerta sí que la entregaría... Entregaría a todos esos cuervos viejos; y me darían la absolución...
Y el estúpido de Espalanzo envenenó a su pobre esposa...
El cadáver de María fue conducido ante los jueces y quemado en la hoguera.
Espalanzo consiguió el perdón de los pecados de Toledo... Le perdonaron el haber aprendido a curar a los hombres y el haberse dedicado a una ciencia que, posteriormente, recibió el nombre de química. El obispo elogió su proceder y le regaló un libro del que era autor. El sabio prelado decía en su obra que los demonios preferían introducirse en las mujeres de pelo negro porque el negro era el color de los demonios.
Metamorfosis de Franz Kafka
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"La Metamorfosis" de Franz Kafka es una obra literaria que ha dejado una profunda huella en la historia de la literatura. Esta novela, escrita a principios del siglo XX, nos sumerge en un mundo en el que lo absurdo y lo surreal se entrelazan con la realidad de manera magistral. A medida que abrimos sus páginas, nos adentramos en la vida de Gregor Samsa, un hombre que, en un giro inesperado del destino, se despierta una mañana convertido en un insecto. A través de esta historia, Kafka explora temas como la alienación, la transformación, la incomunicación y la lucha por la aceptación en una sociedad implacable. Con una prosa meticulosa y evocadora, la obra nos invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y el significado de la existencia. Adéntrate en esta obra maestra del existencialismo y prepárate para un viaje literario que te desafiará a cuestionar la realidad y a explorar las profundidades de la psique humana.
Metamorfosis
de Franz Kafka
Traducción de Carlos López Mendoza de la traducción en inglés de David Wyllie
I
Una mañana, cuando Gregor Samsa despertó de sus sueños turbulentos, se encontró transformado en su cama en una horrible alimaña. Estaba tumbado sobre su espalda en forma de armadura, y si levantaba un poco la cabeza podía ver su vientre pardo, ligeramente abovedado y dividido por arcos en secciones rígidas. La ropa de cama apenas podía cubrirlo y parecía a punto de desprenderse en cualquier momento. Sus numerosas piernas, lastimosamente delgadas en comparación con el tamaño del resto de su cuerpo, se agitaban impotentes ante su mirada.
"¿Qué me ha pasado?", pensó. No era un sueño. Su habitación, una habitación propiamente humana aunque un poco demasiado pequeña, yacía apaciblemente entre sus cuatro paredes familiares. Sobre la mesa había una colección de muestras textiles -Samsa era viajante de comercio- y encima colgaba un cuadro que había recortado recientemente de una revista ilustrada y colocado en un bonito marco dorado. Mostraba a una dama ataviada con un gorro y una boa de piel que, sentada erguida, levantaba hacia el espectador un pesado manguito de piel que le cubría toda la parte inferior del brazo.
Gregor se volvió entonces para mirar por la ventana el tiempo desapacible. Se oían gotas de lluvia golpeando el cristal, lo que le hizo sentirse bastante triste. "¿Qué tal si duermo un poco más y me olvido de todas estas tonterías?", pensó, pero eso era algo que no podía hacer porque estaba acostumbrado a dormir sobre su derecha, y en su estado actual no podía ponerse en esa posición. Por mucho que se lanzara sobre su derecha, siempre volvía rodando a donde estaba. Debió de intentarlo cientos de veces, cerró los ojos para no tener que mirar las piernas tambaleantes, y sólo se detuvo cuando empezó a sentir allí un dolor leve y sordo que nunca antes había sentido.
"Dios mío", pensó, "¡qué carrera tan agotadora he elegido! Viajar día tras día. Hacer negocios así requiere mucho más esfuerzo que hacer tu propio negocio en casa, y encima está la maldición de viajar, las preocupaciones por hacer transbordos, la comida mala e irregular, el contacto con gente diferente todo el tiempo, de modo que nunca puedes llegar a conocer a nadie ni hacerte amigo suyo. Todo se puede ir al infierno". Sintió un ligero picor en el vientre; se incorporó lentamente sobre la espalda hacia la cabecera para poder levantar mejor la cabeza; encontró el lugar del picor y vio que estaba cubierto de un montón de manchitas blancas que no supo qué pensar; y cuando intentó palpar el lugar con una de sus piernas, la retiró rápidamente porque en cuanto la tocó le sobrevino un escalofrío.
Volvió a su posición anterior. "Madrugar siempre", pensó, "te vuelve estúpido. Hay que dormir lo suficiente. Otros viajantes llevan una vida de lujo. Por ejemplo, cada vez que vuelvo a la casa de huéspedes por la mañana para copiar el contrato, estos señores están siempre sentados desayunando. Debería intentarlo con mi jefe; me echaría en el acto. Pero quién sabe, a lo mejor sería lo mejor para mí. Si no tuviera que pensar en mis padres, habría presentado mi dimisión hace mucho tiempo, me habría acercado al jefe y le habría dicho lo que pienso, le habría dicho todo lo que pienso, le habría hecho saber lo que siento. Se caería de la mesa. Y es curioso estar sentado en tu escritorio, hablando a tus subordinados desde ahí arriba, especialmente cuando tienes que acercarte porque el jefe es duro de oído. Bueno, todavía hay alguna esperanza; una vez que reúna el dinero para pagar la deuda de mis padres con él -otros cinco o seis años, supongo-, eso es definitivamente lo que haré. Será entonces cuando haga el gran cambio. Pero antes tengo que levantarme, mi tren sale a las cinco".
Y miró el despertador que sonaba en la cómoda. "¡Dios mío!", pensó. Eran las seis y media y las manecillas avanzaban silenciosamente, era incluso más tarde de las seis y media, más bien las siete menos cuarto. ¿No había sonado el despertador? Desde la cama podía ver que estaba puesto a las cuatro, como debía ser; sin duda debía sonar. Sí, pero ¿era posible dormir tranquilamente con aquel ruido de muebles? Es cierto que no había dormido plácidamente, pero probablemente lo había hecho más profundamente. ¿Qué debía hacer ahora? El próximo tren salía a las siete; si lo cogía, tendría que correr como un loco, y el muestrario aún no estaba empaquetado, y él no se sentía especialmente fresco y animado. E incluso si cogía el tren no evitaría el enfado de su jefe, ya que el ayudante de oficina habría estado allí para ver partir el tren de las cinco, habría puesto en su informe que Gregor no estaba allí hacía mucho tiempo. El asistente de oficina era el hombre del jefe, sin carácter y sin comprensión. ¿Y si informaba de que estaba enfermo? Pero eso sería extremadamente tenso y sospechoso, ya que en cinco años de servicio Gregor no había estado enfermo ni una sola vez. Sin duda, su jefe vendría con el médico de la compañía de seguros médicos, acusaría a sus padres de tener un hijo vago y aceptaría la recomendación del médico de no hacer ninguna reclamación, ya que éste creía que nadie estaba nunca enfermo, sino que muchos eran vagos. Y lo que es más, ¿habría estado totalmente equivocado en este caso? De hecho, Gregor, aparte de una somnolencia excesiva después de haber dormido tanto tiempo, se sentía completamente bien e incluso tenía mucha más hambre que de costumbre.
Todavía estaba pensando apresuradamente en todo esto, incapaz de decidirse a levantarse de la cama, cuando el reloj dio las siete menos cuarto. Llamaron con cautela a la puerta cercana a su cabeza. "Gregor", llamó alguien -era su madre-, "son las siete menos cuarto. ¿No querías ir a algún sitio?". ¡Qué voz tan suave! Gregor se sobresaltó cuando oyó su propia voz al contestar, apenas podía reconocerse como la voz que había tenido antes. Como si saliera de lo más profundo de su ser, había un chirrido doloroso e incontrolable mezclado con ella, las palabras se podían distinguir al principio, pero luego había una especie de eco que las hacía poco claras, dejando al oyente inseguro de si había oído bien o no. Gregor había querido dar una respuesta completa y explicarlo todo, pero dadas las circunstancias se contentó con decir: "Sí, madre, sí, gracias, ahora me levanto". El cambio en la voz de Gregor probablemente no pudo notarse fuera a través de la puerta de madera, pues su madre se dio por satisfecha con esta explicación y se alejó arrastrando los pies. Pero esta breve conversación hizo que los demás miembros de la familia se dieran cuenta de que Gregor, en contra de lo que esperaban, seguía en casa, y pronto su padre llamó a una de las puertas laterales, suavemente, pero con el puño. "Gregor, Gregor", llamó, "¿qué pasa?". Y al cabo de un rato volvió a llamar con una grave advertencia en la voz: "¡Gregor! Gregor!" A la otra puerta se acercó su hermana, quejumbrosa: "¿Gregor? ¿No estás bien? ¿Necesitas algo?" Gregor contestó a ambos lados: "Estoy listo, ahora", haciendo un esfuerzo para quitar toda la extrañeza de su voz enunciando muy cuidadosamente y poniendo pausas largas entre cada, palabra individual. Su padre volvió a desayunar, pero su hermana susurró: "Gregor, abre la puerta, te lo ruego". Gregor, sin embargo, no pensó en abrir la puerta, sino que se felicitó por su prudente costumbre, adquirida en sus viajes, de cerrar todas las puertas por la noche, incluso cuando estaba en casa.
Lo primero que quería hacer era levantarse sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar. Sólo entonces se plantearía qué hacer a continuación, pues era muy consciente de que no llegaría a ninguna conclusión sensata estando tumbado en la cama. Recordaba que a menudo había sentido un ligero dolor en la cama, tal vez causado por estar tumbado torpemente, pero eso siempre había resultado ser pura imaginación y se preguntaba cómo se resolverían hoy lentamente sus imaginaciones. No le cabía la menor duda de que el cambio en su voz no era más que el primer síntoma de un grave resfriado, gajes del oficio para los vendedores ambulantes.
Era muy fácil quitarse las sábanas; sólo tenía que inflarse un poco y se caían solas. Pero después resultaba difícil, sobre todo porque era excepcionalmente ancho. Habría utilizado los brazos y las manos para impulsarse, pero en lugar de ellos sólo tenía todas aquellas piernecitas que se movían continuamente en distintas direcciones y que, además, era incapaz de controlar. Si quería doblar una de ellas, ésa era la primera que se estiraba; y si finalmente conseguía hacer lo que quería con esa pierna, todas las demás parecían liberarse y se movían penosamente. "Esto es algo que no se puede hacer en la cama", se dijo Gregor, "así que no sigas intentándolo".
Lo primero que quiso hacer fue sacar la parte inferior de su cuerpo de la cama, pero nunca había visto esa parte inferior y no podía imaginarse cómo era; resultó ser demasiado difícil de mover; fue muy despacio; y finalmente, casi en un frenesí, cuando se empujó descuidadamente hacia delante con toda la fuerza que pudo reunir, eligió la dirección equivocada, se golpeó con fuerza contra el poste inferior de la cama y aprendió, por el ardiente dolor que sintió, que la parte inferior de su cuerpo bien podía ser, en ese momento, la más sensible.
Así que intentó sacar primero de la cama la parte superior de su cuerpo, girando cuidadosamente la cabeza hacia un lado. Lo consiguió con bastante facilidad, y a pesar de su anchura y su peso, el grueso de su cuerpo acabó siguiéndole lentamente en dirección a la cabeza. Pero cuando por fin sacó la cabeza de la cama y salió al aire fresco, se le ocurrió que si se dejaba caer sería un milagro que no se lesionara la cabeza, así que le dio miedo seguir impulsándose hacia delante de la misma manera. Y no podía desmayarse ahora a cualquier precio; mejor quedarse en la cama que perder el conocimiento.
Le costó el mismo esfuerzo volver a donde estaba antes, pero cuando se quedó tumbado suspirando y volvió a observar cómo sus piernas luchaban entre sí con más fuerza que antes, si es que eso era posible, no se le ocurrió ninguna forma de poner paz y orden en aquel caos. Se dijo a sí mismo una vez más que no le era posible permanecer en la cama y que lo más sensato sería liberarse de ella de la forma que fuera y con el sacrificio que fuera. Al mismo tiempo, sin embargo, no olvidó recordarse a sí mismo que era mucho mejor considerar las cosas con calma que precipitarse a conclusiones desesperadas. En momentos así, dirigía los ojos a la ventana y miraba hacia fuera con toda la claridad que podía, pero, por desgracia, incluso el otro lado de la estrecha calle estaba envuelto en la niebla matinal y la vista tenía poco de confiado o alegre que ofrecerle. "Las siete, ya", se dijo cuando el reloj volvió a sonar, "las siete, y todavía hay una niebla como ésta". Y se quedó allí quieto un rato más, respirando suavemente, como si tal vez esperara que la quietud total devolviera las cosas a su estado real y natural.
Pero luego se dijo: "Antes de que den las siete y cuarto tendré que haberme levantado de la cama. Y para entonces ya habrá venido alguien del trabajo a preguntarme qué me ha pasado, ya que abren antes de las siete". Así que se puso a la tarea de balancear todo su cuerpo fuera de la cama al mismo tiempo. Si conseguía caerse de la cama de esta manera y mantenía la cabeza levantada mientras lo hacía, probablemente podría evitar hacerse daño. Su espalda parecía bastante dura, y probablemente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo que más le preocupaba era el fuerte ruido que iba a hacer, y que incluso a través de todas las puertas probablemente suscitaría inquietud, si no alarma. Pero era algo a lo que había que arriesgarse.
Cuando Gregor ya estaba medio sobresaliendo de la cama -el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que mecerse hacia adelante y hacia atrás-, se le ocurrió lo sencillo que sería todo si alguien viniera a ayudarle. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- habrían sido más que suficientes; sólo tendrían que empujar con los brazos bajo la cúpula de su espalda, despegarlo de la cama, agacharse con la carga y luego ser pacientes y cuidadosos mientras se balanceaba sobre el suelo, donde, con suerte, las piernecitas encontrarían un uso. ¿Debía pedir ayuda, aparte de que todas las puertas estaban cerradas? A pesar de las dificultades, no pudo reprimir una sonrisa.
Al cabo de un rato ya se había movido tanto que le habría sido difícil mantener el equilibrio si se balanceaba demasiado fuerte. Eran las siete y diez y pronto tendría que tomar una decisión definitiva. Entonces llamaron a la puerta del piso. "Será alguien del trabajo", se dijo, y se quedó muy quieto, aunque sus piernecitas se animaron aún más al bailar de un lado a otro. Por un momento todo quedó en silencio. "No abrirán la puerta", se dijo Gregor, presa de una esperanza absurda. Pero entonces, claro, los pasos firmes de la criada se dirigieron como siempre hacia la puerta y la abrieron. Gregor sólo necesitó oír las primeras palabras de saludo del visitante y supo de quién se trataba: del mismísimo dependiente jefe. ¿Por qué Gregor tenía que ser el único condenado a trabajar en una empresa donde enseguida se volvían muy suspicaces al menor defecto? ¿Acaso todos los empleados, cada uno de ellos, eran unos patanes, no había uno de ellos que fuera fiel y devoto que se volviera tan loco con remordimientos de conciencia que no pudiera levantarse de la cama si no dedicaba al menos un par de horas por la mañana a asuntos de la empresa? ¿Acaso no bastaba con dejar que uno de los aprendices hiciera averiguaciones -suponiendo que éstas fueran necesarias-? ¿Tenía que venir el secretario jefe en persona, y tenían que demostrar a toda la inocente familia que aquello era tan sospechoso que sólo se podía confiar en que el secretario jefe tuviera la sabiduría de investigarlo? Y más porque estos pensamientos le habían trastornado que por decisión propia, se sacudió con todas sus fuerzas fuera de la cama. Se oyó un fuerte golpe, pero en realidad no fue un ruido fuerte. Su caída fue amortiguada un poco por la alfombra, y la espalda de Gregor también era más elástica de lo que había pensado, lo que hizo que el sonido fuera amortiguado y no se notara demasiado. Sin embargo, no se había sujetado la cabeza con suficiente cuidado y se la golpeó al caer; molesto y dolorido, la giró y la frotó contra la alfombra.
"Algo se ha caído ahí dentro", dijo el dependiente jefe de la habitación de la izquierda. Gregor trató de imaginar si algo parecido a lo que le había sucedido a él hoy podría sucederle también al dependiente jefe; había que reconocer que era posible. Pero, como si fuera una respuesta brusca a esta pregunta, en la habitación contigua se oyeron los pasos firmes del secretario jefe con sus botas muy pulidas. Desde la habitación de su derecha, la hermana de Gregor le susurró para avisarle: "Gregor, el secretario jefe está aquí". "Sí, ya lo sé", se dijo Gregor; pero sin atreverse a levantar la voz lo suficiente para que su hermana le oyera.
"Gregor", dijo su padre desde la habitación de su izquierda, "el jefe de personal ha venido y quiere saber por qué no te fuiste en el primer tren. No sabemos qué decirle. Además, quiere hablar contigo personalmente. Así que, por favor, abre esta puerta. Estoy seguro de que tendrá la bondad de perdonar el desorden de su habitación". Entonces el dependiente llamó: "Buenos días, Sr. Samsa". "No se encuentra bien", dijo su madre al dependiente jefe, mientras su padre seguía hablando a través de la puerta. "No está bien, créame. Si no, ¿por qué habría perdido Gregor un tren? El muchacho sólo piensa en el negocio. Casi me da rabia que nunca salga por las tardes; lleva una semana en la ciudad, pero se queda en casa todas las noches. Se sienta con nosotros en la cocina y se limita a leer el periódico o a estudiar los horarios de los trenes. Su idea de la relajación es trabajar con su sierra de calar. Ha hecho un pequeño marco, por ejemplo, sólo le ha llevado dos o tres tardes, te sorprenderá lo bonito que es; está colgado en su habitación; lo verás en cuanto Gregor abra la puerta. De todos modos, me alegro de que estés aquí; nosotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriera la puerta; es muy testarudo; y estoy segura de que no se encuentra bien, esta mañana dijo que sí, pero no es así". "Enseguida voy", dijo Gregor despacio y pensativo, pero sin moverse para no perderse ni una palabra de la conversación. "Pues no se me ocurre otra forma de explicarlo, señora Samsa", dijo el dependiente jefe, "espero que no sea nada grave. Pero, por otro lado, debo decir que si alguna vez las personas que nos dedicamos al comercio nos encontramos un poco mal, entonces, por suerte o por desgracia, como usted quiera, simplemente tenemos que superarlo por consideraciones comerciales." "Entonces, ¿puede venir a verte el dependiente jefe?", preguntó su padre con impaciencia, llamando de nuevo a la puerta. "No", respondió Gregor. En la habitación de la derecha se hizo un silencio doloroso; en la de la izquierda, su hermana se echó a llorar.
¿Por qué su hermana no fue a reunirse con los demás? Probablemente acababa de levantarse y ni siquiera había empezado a vestirse. ¿Y por qué lloraba? ¿Era porque no se había levantado y no había dejado entrar al dependiente jefe, porque corría el riesgo de perder su trabajo y si eso ocurría su jefe volvería a perseguir a sus padres con las mismas exigencias que antes? No había necesidad de preocuparse por esas cosas todavía. Gregor seguía allí y no tenía la menor intención de abandonar a su familia. Por el momento se limitó a permanecer tumbado en la alfombra, y nadie que conociera el estado en que se encontraba habría esperado seriamente que dejara entrar al dependiente jefe. No era más que una descortesía sin importancia, y más tarde se podría encontrar fácilmente una excusa adecuada, no era algo por lo que Gregor pudiera ser despedido en el acto. Y a Gregor le parecía mucho más sensato dejarle ahora en paz en vez de molestarle hablándole y llorando. Pero los demás no sabían lo que pasaba, estaban preocupados, eso excusaría su comportamiento.
El dependiente jefe levantó ahora la voz: "Señor Samsa", le llamó, "¿qué ocurre? Se atrinchera en su habitación, no nos da más que un sí o un no por respuesta, está causando una grave e innecesaria preocupación a sus padres y no cumple -y lo digo de paso- con sus obligaciones comerciales de una forma bastante inaudita. Hablo aquí en nombre de tus padres y de tu empleador, y realmente debo pedirte una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, muy asombrado. Creía conocerte como una persona tranquila y sensata, y ahora de repente pareces mostrarte con caprichos peculiares. Esta mañana, tu jefe sugirió una posible razón para tu incomparecencia, es cierto -tenía que ver con el dinero que te fue confiado recientemente-, pero estuve a punto de darle mi palabra de honor de que esa no podía ser la explicación correcta. Pero ahora que veo su incomprensible obstinación ya no siento el menor deseo de interceder en su favor. Y su posición tampoco es tan segura. En un principio tenía la intención de decirte todo esto en privado, pero ya que me haces perder el tiempo aquí sin ninguna buena razón no veo por qué tus padres no deberían enterarse también. Su facturación ha sido muy insatisfactoria últimamente; le concedo que no es la época del año para hacer negocios especialmente buenos, lo reconocemos; pero sencillamente no hay época del año para no hacer ningún negocio, señor Samsa, no podemos permitir que la haya."
"Pero señor", llamó Gregor, fuera de sí y olvidando todo lo demás en la excitación, "abriré inmediatamente, sólo un momento. Estoy un poco indispuesto, un ataque de vértigo, no he podido levantarme. Ahora sigo en la cama. Aunque ahora estoy bastante fresco de nuevo. Estoy saliendo de la cama. Un momento. ¡Ten paciencia! No es tan fácil como pensaba. Pero ya estoy bien. Es impactante lo que puede pasarle a una persona. Anoche estaba bastante bien, mis padres lo saben, quizás mejor que yo, ya tuve un pequeño síntoma anoche. Se habrán dado cuenta. ¡No sé por qué no se lo hice saber en el trabajo! Pero uno siempre piensa que puede superar una enfermedad sin quedarse en casa. ¡Por favor, no hagas sufrir a mis padres! No hay base para ninguna de las acusaciones que estás haciendo; nadie me ha dicho nunca una palabra sobre ninguna de estas cosas. Tal vez no has leído los últimos contratos que envié. Yo también saldré con el tren de las ocho, estas pocas horas de descanso me han dado fuerzas. No hace falta que espere, señor; estaré en la oficina poco después que usted, ¡y tenga la bondad de decírselo al jefe y recomendarme ante él!".
Y mientras Gregor soltaba estas palabras, sin saber apenas lo que decía, se dirigió hacia la cómoda -lo que hizo con facilidad, probablemente por la práctica que ya había tenido en la cama-, donde ahora intentaba incorporarse. Tenía muchas ganas de abrir la puerta, de que lo vieran y de hablar con el jefe de personal; los demás insistían mucho y tenía curiosidad por saber qué dirían cuando lo vieran. Si se escandalizaban, entonces ya no sería responsabilidad de Gregor y podría descansar. Si, por el contrario, se lo tomaban todo con calma, seguiría sin tener motivos para enfadarse, y si se daba prisa podría estar realmente en la estación para las ocho. Las primeras veces que intentó subirse a la cómoda lisa volvió a resbalar, pero finalmente se dio un último impulso y se mantuvo erguido; la parte inferior del cuerpo le dolía mucho, pero ya no le prestó atención. Ahora se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana y se agarró fuertemente a los bordes de la misma con sus piernecitas. Ahora también se había calmado y guardaba silencio para poder escuchar lo que decía el secretario jefe.
"¿Habéis entendido algo?", preguntó el jefe a sus padres, "seguro que no quiere tomarnos el pelo". "¡Oh, Dios!", gritó su madre, que ya estaba llorando, "podría estar gravemente enfermo y le estamos haciendo sufrir. ¡Grete! Grete!", gritó entonces. "¿Madre?", llamó su hermana desde el otro lado. Se comunicaron a través de la habitación de Gregor. "Tendrás que ir a buscar al médico enseguida. Gregor está enfermo. Rápido, trae al médico. ¿Has oído cómo hablaba Gregor?" "Era la voz de un animal", dijo el dependiente jefe, con una calma que contrastaba con los gritos de su madre. "¡Anna! Anna!", llamó su padre a la cocina a través del recibidor, dando palmadas, "¡que venga un cerrajero, ya!". Y las dos chicas, con las faldas ondeando, salieron corriendo por el vestíbulo, abriendo de un tirón la puerta principal del piso. ¿Cómo se las había arreglado su hermana para vestirse tan deprisa? No se oyó el ruido de la puerta al cerrarse de nuevo; debieron de dejarla abierta, como suele ocurrir en las casas donde ha sucedido algo horrible.
Gregor, en cambio, se había quedado mucho más tranquilo. Por eso ya no entendían sus palabras, aunque a él le parecían bastante claras, más claras que antes; tal vez sus oídos se habían acostumbrado al sonido. Pero se habían dado cuenta de que le pasaba algo y estaban dispuestos a ayudarle. La primera respuesta a su situación había sido segura y sabia, y eso le hizo sentirse mejor. Se sintió atraído de nuevo entre la gente, y del médico y el cerrajero esperaba grandes y sorprendentes logros, aunque en realidad no distinguía a uno de otro. Lo que se dijera a continuación sería crucial, así que, para que su voz fuera lo más clara posible, tosió un poco, pero procurando no hacerlo demasiado alto, ya que incluso esto podría sonar diferente a la forma en que tose un humano y ya no estaba seguro de poder juzgarlo por sí mismo. Mientras tanto, en la habitación de al lado reinaba un gran silencio. Tal vez sus padres estaban sentados a la mesa cuchicheando con el secretario jefe, o tal vez estaban todos apretados contra la puerta y escuchando.
Gregor se acercó lentamente a la puerta con la silla. Una vez allí, la soltó y se arrojó sobre la puerta, sosteniéndose contra ella con el adhesivo de las puntas de las piernas. Descansó allí un rato para recuperarse del esfuerzo y luego se dispuso a girar la llave en la cerradura con la boca. Desgraciadamente, parecía no tener dientes -¿cómo iba a agarrar la llave? -, pero la falta de dientes se compensaba, por supuesto, con una mandíbula muy fuerte; utilizando la mandíbula, realmente pudo empezar a girar la llave, ignorando el hecho de que debía de estar causando algún tipo de daño, ya que un líquido marrón salió de su boca, fluyó sobre la llave y goteó sobre el suelo. "Escuchad", dijo el empleado jefe en la habitación contigua, "está girando la llave". Esto animó mucho a Gregor; pero todos debían estar llamándole, su padre y su madre también: "Bien hecho, Gregor", deberían haber gritado, "¡sigue así, sigue con la cerradura!". Y con la idea de que todos seguían entusiasmados sus esfuerzos, mordió la llave con todas sus fuerzas, sin prestar atención al dolor que se causaba a sí mismo. A medida que la llave giraba, él daba vueltas a la cerradura con ella, manteniéndose erguido sólo con la boca, y se colgaba de la llave o la empujaba de nuevo hacia abajo con todo el peso de su cuerpo, según fuera necesario. El claro sonido de la cerradura al retroceder fue la señal de Gregor de que podía romper su concentración, y al recuperar el aliento se dijo a sí mismo: "Así que, después de todo, no necesitaba al cerrajero". Luego apoyó la cabeza en el picaporte de la puerta para abrirla del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta manera, ya estaba abierta de par en par antes de que le vieran. Primero tuvo que girar lentamente alrededor de una de las puertas dobles, y tuvo que hacerlo con mucho cuidado si no quería caerse de espaldas antes de entrar en la habitación. Todavía estaba ocupado con este difícil movimiento, incapaz de prestar atención a nada más, cuando oyó al dependiente jefe exclamar un fuerte "¡Oh!", que sonó como el susurro del viento. Ahora también lo vio -era el que estaba más cerca de la puerta-, con la mano apretada contra la boca abierta y retrocediendo lentamente como impulsado por una fuerza constante e invisible. La madre de Gregor, con el pelo aún revuelto por la cama a pesar de la presencia del dependiente jefe, miró a su padre. Luego desplegó los brazos, avanzó dos pasos hacia Gregor y se hundió en el suelo dentro de las faldas que se extendían a su alrededor mientras su cabeza desaparecía sobre su pecho. Su padre pareció hostil y apretó los puños como si quisiera devolver a Gregor a su habitación. Luego miró inseguro alrededor del salón, se cubrió los ojos con las manos y lloró de tal modo que su poderoso pecho tembló.
Así que Gregor no entró en la habitación, sino que se apoyó en el interior de la otra puerta, que seguía atornillada. De este modo sólo se veía la mitad de su cuerpo y, por encima, la cabeza, que inclinó hacia un lado mientras miraba a los demás. Mientras tanto, el día se había vuelto mucho más claro; parte del interminable edificio negro grisáceo del otro lado de la calle -que era un hospital- podía verse con bastante claridad, con la austera y regular línea de ventanas perforando su fachada; la lluvia seguía cayendo, ahora arrojando gotas grandes e individuales que golpeaban el suelo de una en una. Sobre la mesa estaba la colada del desayuno; había tanta porque, para el padre de Gregor, el desayuno era la comida más importante del día y la alargaba durante varias horas mientras se sentaba a leer diversos periódicos. En la pared de justo enfrente había una fotografía de Gregor cuando era teniente del ejército, con la espada en la mano y una sonrisa despreocupada en la cara mientras pedía respeto por su uniforme y su porte. La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta principal del piso también lo estaba, pudo ver el rellano y las escaleras por las que empezaban a bajar.
"Ahora, pues", dijo Gregor, consciente de que era el único que había mantenido la calma, "me vestiré enseguida, recogeré mis muestras y me pondré en marcha. ¿Me dejas ir, por favor? Ya ve", le dijo al jefe de personal, "que no soy testarudo y me gusta hacer mi trabajo; ser viajante de comercio es arduo, pero sin viajar no podría ganarme la vida. Entonces, ¿adónde vas, a la oficina? ¿Sí? ¿Informarás de todo con precisión, entonces? Es muy posible que alguien se encuentre temporalmente incapacitado para trabajar, pero ése es el momento oportuno para recordar lo conseguido en el pasado y considerar que más adelante, una vez eliminada la dificultad, trabajará sin duda con mayor diligencia y concentración. Usted sabe muy bien que tengo serias deudas con nuestro patrón, además de tener que cuidar de mis padres y de mi hermana, por lo que estoy atrapado en una situación difícil, pero volveré a salir de ella. Por favor, no me pongas las cosas más difíciles de lo que ya están y no tomes partido contra mí en la oficina. Sé que a nadie le gustan los viajeros. Piensan que ganamos un sueldo enorme además de pasarlo mal. Eso son prejuicios, pero no tienen ninguna razón en particular para pensar mejor. Pero usted, señor, tiene una mejor visión de conjunto que el resto del personal, de hecho, si puedo decir esto en confianza, una mejor visión de conjunto que el propio jefe: es muy fácil que un hombre de negocios como él se equivoque con sus empleados y los juzgue más duramente de lo que debería. Y también sabe muy bien que los viajeros pasamos casi todo el año fuera de la oficina, por lo que es muy fácil que seamos víctimas de habladurías y de quejas fortuitas e infundadas, y es casi imposible defenderse de ese tipo de cosas, normalmente ni siquiera nos enteramos de ellas, o si acaso es cuando llegamos a casa agotados de un viaje, y es entonces cuando sentimos los efectos nocivos de lo que ha pasado sin saber siquiera qué los ha causado. Por favor, no se vaya, al menos diga primero algo que demuestre que reconoce que al menos en parte tengo razón".
Pero el dependiente jefe se había dado la vuelta en cuanto Gregor empezó a hablar y, con los labios salientes, se limitó a mirarle por encima de los hombros temblorosos mientras se marchaba. No se quedó quieto ni un momento mientras Gregor hablaba, sino que avanzó con paso firme hacia la puerta sin apartar los ojos de él. Se movía muy poco a poco, como si hubiera alguna prohibición secreta de abandonar la habitación. Sólo cuando hubo llegado al vestíbulo hizo un movimiento brusco, sacó el pie del salón y se precipitó hacia delante presa del pánico. En el vestíbulo, estiró mucho la mano derecha hacia la escalera, como si ahí fuera hubiera alguna fuerza sobrenatural esperando para salvarle.
Gregor se dio cuenta de que estaba fuera de lugar dejar que el dependiente jefe se marchara con ese estado de ánimo si no quería que su puesto en la empresa corriera un peligro extremo. Eso era algo que sus padres no entendían muy bien; a lo largo de los años, se habían convencido de que ese trabajo mantendría a Gregor durante toda su vida y, además, tenían tantas cosas de las que preocuparse en el presente que habían perdido de vista cualquier pensamiento para el futuro. Gregor, sin embargo, sí pensaba en el futuro. Había que contener, calmar, convencer y finalmente convencer al jefe de la oficina; ¡el futuro de Gregor y de su familia dependía de ello! ¡Si su hermana estuviera aquí! Era lista; ya estaba llorando mientras Gregor seguía tumbado tranquilamente de espaldas. Y el dependiente jefe era un amante de las mujeres, seguramente ella podría persuadirle; cerraría la puerta principal del vestíbulo y le convencería para que saliera de su estado de shock. Pero su hermana no estaba allí, Gregor tendría que hacer el trabajo él mismo. Y sin tener en cuenta que aún no estaba familiarizado con lo bien que podía moverse en su estado actual, o que su discurso aún podría no ser -o probablemente no sería- entendido, soltó la puerta; se empujó a través de la abertura; trató de alcanzar al dependiente jefe en el rellano que, ridículamente, estaba agarrado a la barandilla con ambas manos; pero Gregor cayó inmediatamente y, con un pequeño grito mientras buscaba algo a lo que agarrarse, aterrizó sobre sus numerosas piernecitas. Apenas ocurrió aquello, por primera vez en el día, empezó a sentirse bien con su cuerpo; las piernecitas tenían la tierra firme debajo de ellas; para su placer, hacían exactamente lo que él les decía; incluso se esforzaban por llevarle adonde él quería ir; y pronto creyó que todas sus penas llegarían por fin a su fin. Contuvo las ganas de moverse, pero se balanceó de un lado a otro mientras permanecía agazapado en el suelo. Su madre estaba no muy lejos, frente a él, y parecía, al principio, bastante ensimismada, pero de pronto se levantó de un salto con los brazos extendidos y los dedos abiertos gritando: "¡Socorro, por piedad, socorro!". La forma en que sostenía la cabeza sugería que quería ver mejor a Gregor, pero la manera irreflexiva en que se apresuraba hacia atrás demostraba que no; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa con todas las cosas del desayuno; cuando llegó a la mesa se sentó rápidamente en ella sin saber lo que hacía; sin siquiera parecer darse cuenta de que la cafetera había sido volcada y un chorro de café se derramaba sobre la alfombra.
"Madre, madre", dijo Gregor suavemente, mirándola. Se había olvidado por completo del dependiente jefe por el momento, pero no pudo evitar dar un chasquido en el aire con las mandíbulas al ver el chorro de café. Aquello puso a su madre a gritar de nuevo, huyó de la mesa y se echó en brazos de su padre mientras éste corría hacia ella. Gregor, sin embargo, ya no tenía tiempo para sus padres; el dependiente jefe ya había llegado a la escalera; con la barbilla apoyada en la barandilla, miró hacia atrás por última vez. Gregor echó a correr hacia él; quería estar seguro de alcanzarle; el jefe de la oficina debió de esperar algo, pues bajó de un salto varios peldaños a la vez y desapareció; sus gritos resonaron por toda la escalera. Desgraciadamente, la huida del jefe de la oficina hizo que el padre de Gregor también entrara en pánico. Hasta entonces se había controlado relativamente bien, pero ahora, en lugar de correr tras él, o al menos de no estorbar a Gregor mientras corría tras él, el padre de Gregor cogió el bastón del jefe con la mano derecha (el jefe lo había dejado sobre una silla, junto con su sombrero y su abrigo), cogió un gran periódico de la mesa con la izquierda y los utilizó para empujar a Gregor de vuelta a su habitación, dándole pisotones mientras avanzaba. Las súplicas de Gregor a su padre no sirvieron de nada, sencillamente no fueron comprendidas, por mucho que él girara humildemente la cabeza, su padre se limitó a darle un pisotón aún más fuerte. Al otro lado de la habitación, a pesar del frío, la madre de Gregor había abierto una ventana, se había asomado a ella y se había llevado las manos a la cara. Una fuerte corriente de aire entró desde la calle hacia la escalera, las cortinas se levantaron, los periódicos de la mesa se agitaron y algunos cayeron al suelo. Nada detendría al padre de Gregor mientras le hacía retroceder, haciéndole sisear como un salvaje. Gregor nunca había tenido práctica en retroceder y sólo era capaz de ir muy despacio. Si Gregor hubiera podido darse la vuelta, habría regresado enseguida a su habitación, pero temía que, si se tomaba el tiempo necesario para hacerlo, su padre se impacientaría, y existía la amenaza de que en cualquier momento recibiera un golpe mortal en la espalda o en la cabeza con el palo que su padre tenía en la mano. Al final, Gregor se dio cuenta de que no tenía otra opción, pues vio, para su disgusto, que era totalmente incapaz de retroceder en línea recta; así que empezó, lo más deprisa posible y con frecuentes miradas ansiosas a su padre, a darse la vuelta. Iba muy despacio, pero tal vez su padre era capaz de ver sus buenas intenciones, ya que no hacía nada para impedírselo; de hecho, de vez en cuando utilizaba la punta de su bastón para darle indicaciones desde la distancia sobre hacia dónde tenía que girar. Ojalá su padre dejara de silbar de forma insoportable. Estaba confundiendo a Gregor. Cuando casi había terminado de dar la vuelta, todavía escuchando aquel silbido, se equivocó y volvió un poco por donde había venido. Se alegró cuando por fin tuvo la cabeza frente a la puerta, pero luego vio que era demasiado estrecha, y su cuerpo demasiado ancho para atravesarla sin más dificultad. En su estado de ánimo actual, a su padre no se le ocurrió abrir la otra puerta doble para que Gregor tuviera espacio suficiente para pasar. Sólo tenía la idea de que Gregor volviera a su habitación lo antes posible. Tampoco le habría dado tiempo a Gregor para ponerse en pie y prepararse para atravesar la puerta. Lo que hizo, haciendo más ruido que nunca, fue empujar a Gregor hacia delante con más fuerza, como si no hubiera nada en el camino; a Gregor le sonó como si ahora hubiera más de un padre detrás de él; no fue una experiencia agradable, y Gregor se empujó hacia la puerta sin tener en cuenta lo que pudiera pasar. Un costado de su cuerpo se levantó solo, quedó tendido en ángulo en el umbral, un flanco rozaba la puerta blanca y estaba dolorosamente herido, dejándole viles motas marrones, pronto se quedó clavado con rapidez y no habría podido moverse en absoluto por sí mismo, las patitas de un costado colgaban temblorosas en el aire mientras las del otro lado se apretaban dolorosamente contra el suelo. Entonces su padre le dio un fuerte empujón por detrás que lo soltó de donde estaba sujeto y lo envió volando, y sangrando abundantemente, al interior de su habitación. La puerta se cerró de golpe con el bastón y, finalmente, todo quedó en silencio.
II
Gregor no se despertó de su profundo sueño, parecido a un coma, hasta que oscureció. De todos modos, se habría despertado poco después aunque no le hubieran molestado, ya que había dormido lo suficiente y se sentía totalmente descansado. Pero tuvo la impresión de que le habían despertado unos pasos apresurados y el sonido de la puerta que daba a la sala de estar, cuidadosamente cerrada. La luz de las farolas brillaba pálidamente aquí y allá en el techo y en la parte superior de los muebles, pero abajo, donde estaba Gregor, estaba oscuro. Se acercó a la puerta, tanteando torpemente con su antena -de la que ahora empezaba a aprender el valor- para ver qué había pasado allí. Todo su costado izquierdo parecía una cicatriz dolorosamente estirada, y cojeaba mal sobre sus dos piernas. Una de las piernas había resultado gravemente herida en los sucesos de aquella mañana -era casi un milagro que sólo una de ellas lo hubiera sido- y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando llegó a la puerta se dio cuenta de lo que realmente le había atraído hacia ella: el olor de algo de comer. Junto a la puerta había un plato lleno de leche azucarada con trocitos de pan blanco flotando en él. Se alegró tanto que casi se echó a reír, pues tenía aún más hambre que aquella mañana, e inmediatamente sumergió la cabeza en la leche, casi cubriéndose los ojos con ella. Pero no tardó en retirar la cabeza, decepcionado; no sólo el dolor de su delicado costado izquierdo le dificultaba ingerir la comida -sólo era capaz de comer si todo su cuerpo funcionaba como un todo que resoplaba-, sino que la leche no sabía nada bien. La leche así era normalmente su bebida favorita, y su hermana seguramente se la había dejado allí por eso, pero él se apartó, casi contra su propia voluntad, del plato y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación.
A través de la rendija de la puerta, Gregor pudo ver que habían encendido el gas en el salón. A esa hora, su padre solía estar sentado con el periódico de la tarde, leyéndoselo en voz alta a la madre de Gregor, y a veces a su hermana, pero ahora no se oía ni un ruido. La hermana de Gregor le escribía a menudo y le hablaba de esta lectura, pero tal vez su padre había perdido la costumbre en los últimos tiempos. También había mucho silencio alrededor, aunque debía de haber alguien en el piso. "Qué vida tan tranquila lleva la familia", se dijo Gregor, y, mirando en la oscuridad, sintió un gran orgullo por haber sido capaz de proporcionar una vida así en un hogar tan agradable para su hermana y sus padres. Pero, ¿y ahora, si toda esta paz, riqueza y comodidad llegaran a un final horrible y aterrador? Eso era algo en lo que Gregor no quería pensar demasiado, así que empezó a moverse de un lado a otro, arrastrándose arriba y abajo por la habitación.
Una vez, durante aquella larga velada, la puerta de un lado de la habitación se abrió muy ligeramente y volvió a cerrarse apresuradamente; más tarde, la puerta del otro lado hizo lo mismo; parecía que alguien necesitaba entrar en la habitación, pero se lo pensó mejor. Gregor fue y esperó inmediatamente junto a la puerta, resuelto a hacer entrar de algún modo al tímido visitante en la habitación o, al menos, a averiguar quién era; pero la puerta no se abrió más aquella noche y Gregor esperó en vano. La mañana anterior, mientras las puertas estaban cerradas, todo el mundo había querido entrar allí con él, pero ahora, ahora que había abierto una de las puertas y la otra había sido claramente abierta en algún momento del día, nadie vino, y las llaves estaban en los otros lados.
Hasta bien entrada la noche no se apagó la luz de gas del salón, y ahora era fácil darse cuenta de que sus padres y su hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, pues se les oía claramente alejarse juntos de puntillas. Estaba claro que nadie volvería a entrar en la habitación de Gregor hasta por la mañana; eso le daba tiempo de sobra para pensar sin ser molestado en cómo tendría que reorganizar su vida. Por alguna razón, la habitación alta y vacía en la que se veía obligado a permanecer le hacía sentirse incómodo mientras permanecía tumbado en el suelo, a pesar de que llevaba cinco años viviendo en ella. Apenas consciente de lo que hacía, aparte de un ligero sentimiento de vergüenza, se apresuró a meterse debajo del sofá. Le oprimía un poco la espalda y ya no podía levantar la cabeza, pero a pesar de todo se sintió inmediatamente a gusto y lo único que lamentaba era que su cuerpo fuera demasiado ancho para meterlo todo debajo.
Pasó allí toda la noche. Una parte del tiempo la pasó en un sueño ligero, aunque con frecuencia se despertaba de él alarmado por el hambre, y otra parte en preocupaciones y vagas esperanzas que, sin embargo, siempre le llevaban a la misma conclusión: por el momento debía mantener la calma, debía mostrar paciencia y la mayor consideración para que su familia pudiera soportar el malestar que él, en su actual estado, se veía obligado a imponerles.
Gregor pronto tuvo ocasión de comprobar la firmeza de sus decisiones, pues a la mañana siguiente, casi antes de que acabara la noche, su hermana, casi completamente vestida, abrió la puerta desde la habitación delantera y miró ansiosamente hacia dentro. No lo vio de inmediato, pero cuando se dio cuenta de que estaba debajo del sofá -tenía que estar en alguna parte, por el amor de Dios, no podía haberse ido volando- se quedó tan sorprendida que perdió el control de sí misma y volvió a cerrar la puerta de un portazo desde fuera. Pero pareció arrepentirse de su comportamiento, pues volvió a abrir la puerta enseguida y entró de puntillas, como si entrara en la habitación de alguien gravemente enfermo o incluso de un desconocido. Gregor había echado la cabeza hacia delante, hasta el borde del sofá, y la observaba. ¿Se daría cuenta ella de que había dejado la leche como estaba, comprendería que no era por falta de hambre y le traería otra comida más adecuada? Si no lo hacía ella, prefería pasar hambre antes que llamarle la atención, aunque sentía unas ganas terribles de salir corriendo de debajo del sofá, arrojarse a los pies de su hermana y rogarle que le diera algo bueno de comer. Sin embargo, su hermana se dio cuenta enseguida de que el plato estaba lleno y lo miró junto con las pocas gotas de leche que salpicaban a su alrededor con cierta sorpresa. Inmediatamente lo recogió -con un trapo, no con las manos desnudas- y se lo llevó. Gregor sintió gran curiosidad por saber qué traería en su lugar, imaginando las más descabelladas posibilidades, pero nunca habría podido adivinar lo que su hermana, en su bondad, trajo en realidad. Para probar su gusto, le trajo toda una selección de cosas, todas ellas esparcidas sobre un viejo periódico. Había verduras viejas y medio podridas; huesos de la cena, cubiertos de salsa blanca que se había puesto dura; unas cuantas pasas y almendras; un poco de queso que Gregor había declarado incomible dos días antes; un panecillo seco y un poco de pan untado con mantequilla y sal. Además de todo eso, había vertido un poco de agua en el plato, que probablemente se había reservado permanentemente para el uso de Gregor, y lo había colocado junto a ellos. Luego, por consideración a los sentimientos de Gregor, ya que sabía que él no comería delante de ella, se apresuró a salir de nuevo e incluso giró la llave en la cerradura para que Gregor supiera que podía ponerse las cosas tan cómodas como quisiera. Las piernecitas de Gregor zumbaron, por fin podía comer. Además, sus heridas debían de estar ya completamente curadas, pues no le costaba moverse. Esto le asombró, ya que más de un mes antes se había cortado ligeramente el dedo con un cuchillo, pensó en cómo le había dolido todavía el dedo anteayer. "¿Soy menos sensible que antes, entonces?", pensó, y ya estaba chupando con avidez el queso que le había atraído de inmediato, casi con compulsión, mucho más que los demás alimentos del periódico. Rápidamente, uno tras otro, con los ojos llorosos de placer, consumía el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, en cambio, no le gustaban nada, e incluso arrastraba las cosas que sí quería comer un poco lejos de ellos porque no soportaba el olor. Mucho después de que hubiera terminado de comer y permaneciera aletargado en el mismo lugar, su hermana giró lentamente la llave en la cerradura en señal de que debía retirarse. Se sobresaltó de inmediato, aunque había estado medio dormido, y se apresuró a volver bajo el sofá. Pero necesitó un gran autocontrol para permanecer allí incluso durante el poco tiempo que su hermana estuvo en la habitación, ya que comer tanto le había redondeado un poco el cuerpo y apenas podía respirar en aquel estrecho espacio. Medio asfixiado, observó con los ojos desorbitados cómo su hermana cogía despreocupadamente una escoba y barría las sobras, mezclándolas con la comida que él ni siquiera había tocado en absoluto, como si ya no se pudiera utilizar. Rápidamente lo dejó caer todo en un cubo, lo cerró con su tapa de madera y se lo llevó todo. Apenas le dio la espalda, Gregor volvió a salir de debajo del sofá y se estiró.
Así era como Gregor recibía la comida todos los días, una vez por la mañana, mientras sus padres y la criada dormían, y la segunda vez después de que todos hubiesen comido a mediodía, ya que sus padres también dormían un rato y la hermana de Gregor enviaba a la criada a hacer algún recado. El padre y la madre de Gregor tampoco querían que se muriera de hambre, pero tal vez hubiera sido más de lo que podían soportar tener más experiencia de su alimentación que el hecho de que se lo contaran, y tal vez su hermana quería evitarles la angustia que pudiera, pues ya estaban sufriendo bastante.
A Gregor le fue imposible averiguar qué le habían dicho al médico y al cerrajero aquella primera mañana para sacarlos del piso. Como nadie podía entenderle, nadie, ni siquiera su hermana, pensaba que él pudiera entenderles a ellos, así que tuvo que contentarse con oír los suspiros de su hermana y las súplicas a los santos mientras se movía por su habitación. Sólo más tarde, cuando ella se había acostumbrado un poco más a todo -por supuesto, no había duda de que nunca se acostumbraría del todo a la situación-, Gregor captaba a veces un comentario amistoso, o al menos un comentario que podía interpretarse como amistoso. "Hoy ha disfrutado de la cena", podía decir ella cuando él había recogido diligentemente toda la comida que le habían dejado, o si dejaba la mayor parte, lo que poco a poco se hacía cada vez más frecuente, solía decir, con tristeza, "ahora todo se ha vuelto a quedar ahí".
Aunque Gregor no podía oír directamente ninguna noticia, sí escuchaba mucho de lo que se decía en las habitaciones contiguas, y siempre que oía hablar a alguien corría directamente a la puerta correspondiente y apretaba todo su cuerpo contra ella. Rara vez había una conversación, sobre todo al principio, en la que no se hablara de él de alguna manera, aunque fuera en secreto. Durante dos días enteros, todas las conversaciones a la hora de comer giraron en torno a lo que debían hacer ahora; pero incluso entre comidas hablaban del mismo tema, ya que siempre había al menos dos miembros de la familia en casa: nadie quería estar solo en casa y era imposible dejar el piso completamente vacío. Y el primer día, la criada había caído de rodillas y suplicado a la madre de Gregor que la dejara marchar sin demora. No estaba muy claro cuánto sabía de lo ocurrido, pero se marchó al cabo de un cuarto de hora, agradeciendo entre lágrimas a la madre de Gregor su despido como si le hubiera hecho un enorme servicio. Incluso juró enfáticamente no contarle a nadie lo más mínimo de lo que había sucedido, aunque nadie se lo había pedido.
Ahora la hermana de Gregor también tenía que ayudar a su madre a cocinar; aunque eso no era tanta molestia, ya que nadie comía mucho. Gregor oía a menudo cómo uno de ellos instaba infructuosamente a otro a comer, y no recibía más respuesta que un "no, gracias, ya he comido bastante" o algo parecido. Tampoco bebían mucho. Su hermana a veces preguntaba a su padre si quería una cerveza, esperando la oportunidad de ir a buscarla ella misma. Cuando su padre no decía nada, ella añadía, para que él no se sintiera egoísta, que podía enviar a la asistenta a buscarla, pero entonces su padre zanjaba el asunto con un sonoro "no", y no se decía nada más.
Incluso antes de que terminara el primer día, su padre había explicado a la madre y a la hermana de Gregor cuáles eran sus finanzas y perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y sacaba algún recibo o documento de la cajita de caudales que había guardado de su negocio cuando se había hundido cinco años antes. Gregor oyó cómo abría la complicada cerradura y volvía a cerrarla después de coger el objeto que quería. Lo que oyó decir a su padre fue una de las primeras buenas noticias que Gregor escuchó desde que había sido encarcelado por primera vez en su habitación. Había pensado que del negocio de su padre no quedaba nada en absoluto, al menos nunca le había dicho nada diferente, y de todas formas Gregor nunca le había preguntado por ello. Su desgracia empresarial había reducido a la familia a un estado de desesperación total, y la única preocupación de Gregor en aquel momento había sido arreglar las cosas para que todos pudieran olvidarlo lo antes posible. Así que empezó a trabajar con especial ahínco, con un vigor ardiente que lo elevó de vendedor subalterno a representante itinerante casi de la noche a la mañana, lo que trajo consigo la posibilidad de ganar dinero de formas muy distintas. Gregor convertía su éxito en el trabajo directamente en dinero que podía poner sobre la mesa en casa en beneficio de su asombrada y encantada familia. Habían sido buenos tiempos y no habían vuelto a repetirse, al menos no con el mismo esplendor, aunque Gregor había ganado después tanto que estaba en condiciones de asumir los gastos de toda la familia, y los asumía. Incluso se habían acostumbrado a ello, tanto Gregor como la familia, tomaban el dinero con gratitud y él se alegraba de proporcionárselo, aunque ya no se daba mucho afecto cálido a cambio. Gregor sólo permanecía ahora cerca de su hermana. A diferencia de él, ella era muy aficionada a la música y una violinista dotada y expresiva, era su plan secreto enviarla al conservatorio el próximo año aunque ello le ocasionara grandes gastos que tendría que compensar de alguna otra manera. Durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, las conversaciones con su hermana solían girar en torno al conservatorio, pero sólo se mencionaba como un bonito sueño que nunca podría hacerse realidad. A sus padres no les gustaba oír esta charla inocente, pero Gregor lo pensó bastante y decidió que les haría saber lo que planeaba con un gran anuncio el día de Navidad.
Ése era el tipo de cosas totalmente inútiles que le pasaban por la cabeza en su estado actual, apretado contra la puerta y escuchando. Había momentos en los que simplemente estaba demasiado cansado para seguir escuchando, cuando su cabeza caía cansada contra la puerta y volvía a levantarla con un sobresalto, ya que hasta el más mínimo ruido que provocaba se oía al lado y todos se quedaban en silencio. "¿Qué está haciendo ahora?", decía su padre al cabo de un rato, habiendo ido claramente hacia la puerta, y sólo entonces se retomaba lentamente la conversación interrumpida.
Al explicar las cosas, su padre se repetía varias veces, en parte porque hacía mucho tiempo que él mismo no se ocupaba de estos asuntos y en parte porque la madre de Gregor no lo entendía todo la primera vez. De estas repetidas explicaciones Gregor aprendió, para su placer, que a pesar de todas sus desgracias aún quedaba algo de dinero disponible de los viejos tiempos. No era mucho, pero no lo habían tocado mientras tanto y se habían acumulado algunos intereses. Además, no habían gastado todo el dinero que Gregor traía a casa cada mes, quedándose sólo con un poco, de modo que también eso se había ido acumulando. Detrás de la puerta, Gregor asintió con entusiasmo complacido por este inesperado ahorro y prudencia. En realidad, podría haber utilizado este dinero sobrante para reducir la deuda de su padre con su jefe, y el día en que hubiera podido liberarse de aquel trabajo habría estado mucho más cerca, pero ahora era ciertamente mejor la forma en que su padre había hecho las cosas.
Este dinero, sin embargo, no era ciertamente suficiente para que la familia pudiera vivir de los intereses; bastaba para mantenerlos durante, tal vez, uno o dos años, no más. Es decir, era un dinero que en realidad no debía tocarse, sino reservarse para emergencias; el dinero para vivir había que ganarlo. Su padre estaba sano, pero era viejo y carecía de confianza en sí mismo. Durante los cinco años que llevaba sin trabajar -las primeras vacaciones de una vida llena de tensiones y ningún éxito- había engordado mucho y se había vuelto muy lento y torpe. ¿Tendría que ir ahora la anciana madre de Gregor a ganar dinero? Sufría de asma y le costaba mucho moverse por la casa; un día sí y otro también se pasaba la vida luchando por respirar en el sofá, junto a la ventana abierta. ¿Tendría que ir su hermana a ganar dinero? Aún era una niña de diecisiete años, su vida hasta entonces había sido muy envidiable, consistía en llevar ropa bonita, dormir hasta tarde, ayudar en el negocio, participar en algunos placeres modestos y, sobre todo, tocar el violín. Cada vez que empezaban a hablar de la necesidad de ganar dinero, Gregor siempre soltaba primero la puerta y luego se tiraba en el fresco sofá de cuero que había junto a ella, pues se acaloraba de vergüenza y remordimiento.
A menudo pasaba allí toda la noche, sin pegar ojo y arañando el cuero durante horas. O se tomaba la molestia de acercar una silla a la ventana, subirse al alféizar y, apoyado en la silla, apoyarse en la ventana para mirar por ella. Solía sentir una gran sensación de libertad al hacer esto, pero hacerlo ahora era obviamente algo más recordado que experimentado, ya que lo que realmente veía de esta manera era cada día menos nítido, incluso las cosas que estaban bastante cerca; Solía maldecir la omnipresente vista del hospital al otro lado de la calle, pero ahora no podía verla en absoluto, y si no hubiera sabido que vivía en Charlottenstrasse, que era una calle tranquila a pesar de estar en medio de la ciudad, podría haber pensado que estaba mirando por la ventana a un páramo estéril donde el cielo gris y la tierra gris se mezclaban inseparablemente. Su observadora hermana sólo necesitó fijarse dos veces en la silla para volver a colocarla en su posición exacta junto a la ventana después de ordenar la habitación, e incluso dejó abierto el cristal interior de la ventana a partir de entonces.
Si Gregor hubiera podido hablar con su hermana y agradecerle todo lo que había hecho por él, le habría sido más fácil soportarlo; pero tal como estaba le causaba dolor. Su hermana, naturalmente, intentaba en la medida de lo posible fingir que no había nada pesado en ello, y cuanto más tiempo pasaba, por supuesto, mejor podía hacerlo, pero a medida que pasaba el tiempo Gregor también era capaz de ver a través de todo ello mucho mejor. Incluso se había vuelto muy desagradable para él cada vez que ella entraba en la habitación. Apenas entraba, cerraba rápidamente la puerta como precaución para que nadie tuviera que sufrir la visión de la habitación de Gregor, y luego iba directamente a la ventana y la abría de un tirón, casi como si se estuviera asfixiando. Aunque hiciera frío, se quedaba en la ventana respirando profundamente durante un rato. Alarmaba a Gregor dos veces al día con sus correrías y ruidos; él se quedaba bajo el sofá temblando todo el rato, sabiendo perfectamente que a ella le habría gustado evitarle ese suplicio, pero le era imposible estar en la misma habitación con él con las ventanas cerradas.
Un día, más o menos un mes después de la transformación de Gregor, cuando su hermana ya no tenía ningún motivo especial para escandalizarse por su aspecto, entró en la habitación un poco antes de lo habitual y lo encontró todavía mirando por la ventana, inmóvil, y justo donde estaría más horrible. En sí, que su hermana no entrara en la habitación no habría sido ninguna sorpresa para Gregor, ya que habría sido difícil que ella abriera inmediatamente la ventana mientras él seguía allí, pero no sólo no entró, sino que fue directamente hacia atrás y cerró la puerta tras de sí, un extraño habría pensado que la había amenazado e intentado morderla. Gregor fue directamente a esconderse bajo el sofá, por supuesto, pero tuvo que esperar hasta el mediodía para que su hermana volviera y parecía mucho más inquieta que de costumbre. Eso le hizo darse cuenta de que a ella su aspecto le seguía pareciendo insoportable y continuaría haciéndolo, probablemente incluso tuvo que vencer el impulso de huir cuando vio el pedacito de él que sobresalía de debajo del sofá. Un día, para evitarle incluso esta visión, se pasó cuatro horas llevando la sábana a cuestas hasta el sofá y la colocó de forma que quedara completamente cubierto y su hermana no pudiera verlo ni aunque se agachara. Si ella no creía necesaria la sábana, sólo tenía que volver a quitársela, pues estaba bastante claro que a Gregor no le hacía ninguna gracia aislarse tan completamente. Dejó la sábana donde estaba. Gregor incluso creyó vislumbrar una mirada de gratitud una vez que se asomó con cuidado por debajo de la sábana para ver si a su hermana le gustaba el nuevo arreglo.
Durante los primeros catorce días, los padres de Gregor no se atrevían a entrar en la habitación para verle. A menudo les oía decir cómo apreciaban todo el trabajo nuevo que hacía su hermana, aunque antes la habían visto como una chica algo inútil y a menudo se habían enfadado con ella. Pero ahora los dos, padre y madre, esperaban a menudo ante la puerta de la habitación de Gregor mientras su hermana ordenaba allí dentro, y en cuanto ella volvía a salir tenía que contarles exactamente cómo estaba todo, qué había comido Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, tal vez, podía apreciarse alguna ligera mejoría. Su madre también quería entrar a visitar a Gregor relativamente pronto, pero su padre y su hermana al principio la persuadieron de que no lo hiciera. Gregor escuchó todo esto con mucha atención y lo aprobó plenamente. Más tarde, sin embargo, tuvo que ser retenida por la fuerza, lo que le hizo gritar: "¡Dejadme ir a ver a Gregor, es mi desgraciado hijo! ¿No comprendes que tengo que verle?", y Gregor pensaba que tal vez sería mejor que su madre viniera, no todos los días, por supuesto, pero sí un día a la semana, tal vez; ella podría entenderlo todo mucho mejor que su hermana que, a pesar de todo su valor, seguía siendo sólo una niña después de todo, y realmente podría no haber tenido la apreciación de un adulto de la pesada tarea que había asumido.
El deseo de Gregor de ver a su madre pronto se hizo realidad. Por consideración a sus padres, Gregor quería evitar que lo vieran por la ventana durante el día, los pocos metros cuadrados del piso no le daban mucho espacio para gatear, era difícil pasar la noche tumbado tranquilamente, la comida pronto dejó de darle placer, así que, para entretenerse, adquirió la costumbre de subir y bajar por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente colgarse del techo; era muy diferente de estar tumbado en el suelo; podía respirar más libremente; su cuerpo tenía un ligero balanceo; y allí arriba, relajado y casi feliz, podía ocurrir que se sorprendiera a sí mismo soltándose del techo y aterrizando en el suelo con un estruendo. Pero ahora, por supuesto, controlaba su cuerpo mucho mejor que antes e, incluso con una caída tan grande como aquella, no se causaba ningún daño. Muy pronto su hermana se dio cuenta de la nueva forma que tenía Gregor de entretenerse -después de todo, había dejado rastros del adhesivo de sus pies al arrastrarse- y se le metió en la cabeza facilitarle lo más posible las cosas quitando los muebles que le estorbaban, especialmente la cómoda y el escritorio. Ahora bien, esto no era algo que pudiera hacer sola; no se atrevió a pedir ayuda a su padre; la criada de dieciséis años había seguido adelante con valentía desde que la cocinera se había marchado, pero desde luego no habría ayudado en esto, incluso había pedido que se le permitiera mantener la cocina cerrada con llave en todo momento y no tener que abrir nunca la puerta a menos que fuera especialmente importante; así que su hermana no tuvo más remedio que elegir algún momento en que el padre de Gregor no estuviera y buscar a su madre para que la ayudara. Mientras se acercaba a la habitación, Gregor pudo oír a su madre expresar su alegría, pero una vez en la puerta se quedó callada. Primero, por supuesto, entró su hermana y miró a su alrededor para comprobar que todo estaba bien en la habitación; y sólo entonces dejó entrar a su madre. Gregor se había apresurado a bajar la sábana sobre el sofá y le había hecho más pliegues, de modo que todo parecía haber sido arrojado al suelo por casualidad. Gregor también se abstuvo, esta vez, de espiar por debajo de la sábana; renunció a la posibilidad de ver a su madre hasta más tarde y simplemente se alegró de que hubiera venido. "Puedes entrar, a él no se le ve", dijo su hermana, llevándola obviamente de la mano. La vieja cómoda era demasiado pesada para un par de mujeres débiles, pero Gregor escuchó cómo la sacaban de su sitio, pues su hermana siempre se encargaba de la parte más pesada del trabajo e ignoraba las advertencias de su madre de que se esforzaría. Esto duró mucho tiempo. Después de trabajar durante quince minutos o más, su madre dijo que sería mejor dejar el arcón donde estaba; por un lado, era demasiado pesado para que terminaran el trabajo antes de que el padre de Gregor llegara a casa, y dejarlo en medio de la habitación le estorbaría aún más, y por otro, ni siquiera estaba segura de que quitar los muebles fuera a serle realmente de ayuda. Ella pensaba justo lo contrario; la visión de las paredes desnudas la entristecía hasta el corazón; y por qué no iba a sentir Gregor lo mismo al respecto, llevaba mucho tiempo acostumbrado a estos muebles en su habitación y le haría sentirse abandonado estar en una habitación vacía como aquella. Luego, en voz baja, casi susurrando como si quisiera que Gregor (cuyo paradero desconocía) no oyera ni siquiera el tono de su voz, pues estaba convencida de que él no entendía sus palabras, añadió "y al quitar los muebles, ¿no parecerá que estamos demostrando que hemos renunciado a toda esperanza de mejora y que le abandonamos para que se las arregle solo? Creo que lo mejor sería dejar la habitación tal y como estaba antes, así cuando Gregor vuelva con nosotros lo encontrará todo igual y podrá olvidar más fácilmente el tiempo transcurrido".
Al oír estas palabras de su madre, Gregor se dio cuenta de que la falta de toda comunicación humana directa, junto con la monótona vida llevada por la familia durante esos dos meses, debían de haberle confundido; no se le ocurría otra forma de explicarse a sí mismo por qué había querido seriamente vaciar su habitación. ¿Realmente había querido transformar su habitación en una cueva, una cálida habitación acondicionada con los bonitos muebles que había heredado? Eso le habría permitido arrastrarse sin obstáculos en cualquier dirección, pero también le habría permitido olvidar rápidamente su pasado, cuando aún era humano. Había estado a punto de olvidar, y sólo la voz de su madre, que no había sido escuchada durante tanto tiempo, lo había sacudido. No había que quitar nada; todo debía permanecer; no podía prescindir de la buena influencia que los muebles ejercían sobre su estado; y si los muebles le dificultaban arrastrarse sin sentido, eso no era una pérdida, sino una gran ventaja.
Su hermana, por desgracia, no estaba de acuerdo; se había acostumbrado a la idea, no sin razón, de que ella era la portavoz de Gregor ante sus padres en las cosas que le concernían. Esto significaba que el consejo de su madre era ahora motivo suficiente para que insistiera en retirar no sólo la cómoda y el escritorio, como había pensado al principio, sino todos los muebles excepto el importantísimo sofá. Era algo más que una perversidad infantil, por supuesto, o la inesperada confianza que había adquirido recientemente, lo que la hizo insistir; en efecto, se había dado cuenta de que Gregor necesitaba mucho espacio para gatear, mientras que los muebles, por lo que se veía, no le servían para nada. Las niñas de esa edad, sin embargo, se entusiasman con las cosas y sienten que deben salirse con la suya siempre que pueden. Tal vez esto fue lo que tentó a Grete a hacer que la situación de Gregor pareciera aún más chocante de lo que era para poder hacer aún más por él. Grete sería probablemente la única que se atrevería a entrar en una habitación dominada por Gregor arrastrándose solo por las paredes desnudas.
Así que se negó a que su madre la disuadiera. La madre de Gregor ya parecía incómoda en su habitación, pronto dejó de hablar y ayudó a la hermana de Gregor a sacar la cómoda con las fuerzas que tenía. La cómoda era algo de lo que Gregor podía prescindir si era necesario, pero el escritorio tenía que quedarse. Apenas las dos mujeres empujaron la cómoda, gimiendo, fuera de la habitación, Gregor asomó la cabeza por debajo del sofá para ver qué podía hacer al respecto. Quiso ser todo lo cuidadoso y considerado que pudo, pero, por desgracia, fue su madre quien volvió primero mientras Grete, en la habitación contigua, rodeaba la cómoda con los brazos, empujándola y tirando de ella de un lado a otro ella sola sin, por supuesto, moverla ni un milímetro. Su madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberla puesto enferma, así que Gregor se apresuró a retroceder hasta el extremo más alejado del sofá. En su sobresalto, sin embargo, no pudo evitar que la sábana de su parte delantera se moviera un poco. Fue suficiente para atraer la atención de su madre. Ella se quedó muy quieta, permaneció allí un momento y luego volvió a salir con Grete.
Gregor intentaba asegurarse a sí mismo que no ocurría nada extraño, que al fin y al cabo sólo se movían unos muebles, pero pronto tuvo que admitir que el ir y venir de las mujeres, sus pequeñas llamadas entre ellas, el roce de los muebles en el suelo, todo ello le hacía sentir como si le asaltaran por todas partes. Con la cabeza y las piernas contra él y el cuerpo pegado al suelo, se vio obligado a admitir que no podría soportar todo aquello mucho más tiempo. Estaban vaciando su habitación, llevándose todo lo que le era querido; ya se habían llevado el baúl que contenía su sierra de calar y otras herramientas; ahora amenazaban con llevarse el escritorio con su lugar claramente desgastado en el suelo, el escritorio donde había hecho sus deberes como aprendiz de negocios, en el instituto, incluso mientras había estado en la escuela infantil... realmente no podía esperar más para ver si las intenciones de las dos mujeres eran buenas. De todos modos, casi se había olvidado de que estaban allí, ya que ahora estaban demasiado cansadas para decir nada mientras trabajaban y sólo oía sus pies cuando pisaban con fuerza el suelo.
Así que, mientras las mujeres estaban apoyadas en el escritorio de la otra habitación recuperando el aliento, él salió, cambió de dirección cuatro veces sin saber qué debía salvar primero antes de que su atención se viera repentinamente atraída por el cuadro de la pared -que ya estaba despojado de todo lo demás que había en él- de la dama vestida con copiosas pieles. Se abalanzó sobre el cuadro y se apretó contra su cristal, que lo sujetaba con firmeza y le sentaba bien en su vientre caliente. Al menos este cuadro, ahora totalmente cubierto por Gregor, no se lo quitaría nadie. Giró la cabeza hacia la puerta del salón para poder ver a las mujeres cuando volvieran.
No se habían permitido un largo descanso y volvieron bastante pronto; Grete había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en brazos. "¿Qué tomamos ahora, entonces?", dijo Grete y miró a su alrededor. Sus ojos se encontraron con los de Gregor en la pared. Quizá sólo porque su madre estaba allí, mantuvo la calma, inclinó la cara hacia ella para que no mirara a su alrededor y dijo, aunque apresuradamente y con un temblor en la voz: "Venga, volvamos al salón un rato...". Gregor pudo ver lo que Grete tenía en mente, quería llevar a su madre a un lugar seguro y luego perseguirlo desde la pared. ¡Bien, ella podría intentarlo ciertamente! Él se sentó inflexible en su cuadro. Preferiría saltar a la cara de Grete.
Pero las palabras de Grete habían preocupado bastante a su madre, que se hizo a un lado, vio la enorme mancha marrón contra las flores del papel pintado y, antes de darse cuenta de que era Gregor lo que veía, gritó: "¡Oh Dios, oh Dios!" Con los brazos extendidos, se dejó caer en el sofá como si hubiera renunciado a todo y se quedó allí inmóvil. "¡Gregor!", gritó su hermana, fulminándole con la mirada y agitando el puño. Era la primera palabra que le dirigía directamente desde su transformación. Ella corrió a la otra habitación a buscar algún tipo de sales aromáticas para sacar a su madre del desmayo; Gregor también quiso ayudar -podría salvar su foto más tarde, aunque se quedó pegado al cristal y tuvo que arrancarse a la fuerza-; luego él también corrió a la habitación contigua como si pudiera aconsejar a su hermana como en los viejos tiempos; pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; ella estaba mirando en varios frascos, él la sobresaltó cuando se volvió; un frasco cayó al suelo y se rompió; una astilla cortó la cara de Gregor, una especie de medicina cáustica le salpicó por todas partes; ahora, sin demorarse más, Grete cogió todos los frascos que pudo y corrió con ellos hacia su madre; cerró la puerta de golpe con el pie. De modo que ahora Gregor estaba aislado de su madre, que, por su culpa, podía estar a punto de morir; no podía abrir la puerta si no quería ahuyentar a su hermana, y ella tenía que quedarse con su madre; no le quedaba más remedio que esperar; y, oprimido por la ansiedad y el autorreproche, empezó a arrastrarse por todas partes, se arrastraba por encima de todo, paredes, muebles, techo, y finalmente, en su confusión, cuando toda la habitación empezó a girar a su alrededor, se cayó en medio de la mesa del comedor.
Permaneció allí un rato, entumecido e inmóvil, todo a su alrededor estaba en silencio, tal vez eso era una buena señal. Entonces alguien llamó a la puerta. La criada, por supuesto, se había encerrado en la cocina para que Grete tuviera que ir a abrir. Su padre había llegado a casa. "¿Qué ha pasado?", fueron sus primeras palabras; la aparición de Grete debió de dejárselo todo claro. Ella le contestó con voz tenue, y apretó abiertamente la cara contra su pecho: "Mamá se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregor ha salido". "Tal como esperaba", dijo su padre, "tal como siempre dije, pero las mujeres no escuchabais, ¿verdad?". Gregor tenía claro que Grete no había dicho lo suficiente y que su padre lo tomaba como que algo malo había pasado, que él era responsable de algún acto de violencia. Eso significaba que ahora Gregor tendría que intentar calmar a su padre, ya que no tenía tiempo para explicarle las cosas aunque eso hubiera sido posible. Así que huyó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que su padre, cuando entrara desde el vestíbulo, pudiera ver enseguida que Gregor tenía las mejores intenciones y que volvería a su habitación sin demora, que no sería necesario hacerle volver sino que sólo tenían que abrir la puerta y él desaparecería.
Su padre, sin embargo, no estaba de humor para fijarse en sutilezas como ésa; "¡Ah!", gritó al entrar, sonando como si estuviera enfadado y contento al mismo tiempo. Gregor apartó la cabeza de la puerta y la levantó hacia su padre. La verdad es que no se había imaginado a su padre tal como estaba ahora; últimamente, con su nuevo hábito de andar a gatas, había dejado de prestar atención a lo que ocurría en el resto del piso como antes. Realmente debería haber esperado que las cosas cambiaran, pero aún así, ¿era realmente su padre? El mismo hombre cansado que solía yacer allí sepultado en su cama cuando Gregor regresaba de sus viajes de negocios, que lo recibía sentado en el sillón en camisón cuando volvía por las tardes; que apenas era capaz de ponerse en pie, pero que, en señal de placer, se limitaba a levantar los brazos y que, el par de veces al año que salían a pasear juntos un domingo o un día festivo, bien abrigado entre Gregor y su madre, avanzaba siempre un poco más despacio que ellos, que ya caminaban despacio por su causa; que dejaba el bastón en el suelo con cuidado y, si quería decir algo, se detenía invariablemente y reunía a sus compañeros a su alrededor. Ahora estaba bastante erguido; vestía un elegante uniforme azul con botones dorados, del tipo que llevan los empleados del instituto bancario; por encima del cuello alto y rígido del abrigo asomaba su fuerte papada; bajo las pobladas cejas, sus penetrantes ojos oscuros parecían frescos y alerta; su pelo blanco, normalmente despeinado, estaba peinado dolorosamente pegado al cuero cabelludo. Cogió su gorra, con el monograma dorado de, probablemente, algún banco, y la arrojó en arco sobre el sofá, cruzó la habitación, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, echó hacia atrás la parte inferior de su largo abrigo de uniforme y, con mirada decidida, caminó hacia Gregor. Probablemente ni él mismo sabía lo que tenía en mente, pero, no obstante, levantó los pies a una altura inusitada. Gregor se asombró del enorme tamaño de las suelas de sus botas, pero no perdió el tiempo: sabía muy bien, desde el primer día de su nueva vida, que su padre consideraba necesario ser siempre extremadamente estricto con él. Así que corría hacia su padre, se detenía cuando éste se detenía, y volvía a correr hacia delante cuando éste se movía, aunque fuera un poco. De este modo dieron varias vueltas a la habitación sin que ocurriera nada decisivo, sin dar siquiera la impresión de una persecución, ya que todo iba muy despacio. Gregor permaneció todo ese tiempo en el suelo, en gran parte porque temía que su padre considerara una provocación especial que huyera hacia la pared o el techo. Hiciera lo que hiciera, Gregor tuvo que admitir que, sin duda, no podría seguir corriendo de un lado a otro durante mucho tiempo, ya que por cada paso que daba su padre tenía que realizar innumerables movimientos. Empezó a notar que le faltaba el aire; incluso en su vida anterior, sus pulmones no habían sido muy fiables. Ahora, mientras se tambaleaba en su esfuerzo por reunir todas las fuerzas que podía para correr, apenas podía mantener los ojos abiertos; sus pensamientos se volvieron demasiado lentos para que pudiera pensar en otra forma de salvarse que no fuera correr; casi olvidó que las paredes estaban allí para que las utilizara aunque, aquí, estaban ocultas tras muebles cuidadosamente tallados, llenos de muescas y salientes; entonces, justo a su lado, ligeramente zarandeado, algo bajó volando y rodó delante de él. Era una manzana; inmediatamente después, otra voló hacia él; Gregor se quedó helado, conmocionado; ya no tenía sentido correr, pues su padre había decidido bombardearle. Se había llenado los bolsillos de fruta del cuenco del aparador y ahora, sin siquiera tomarse el tiempo de apuntar con cuidado, lanzaba una manzana tras otra. Las pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo, chocando entre sí como si tuvieran motores eléctricos. Una manzana lanzada sin mucha fuerza chocó contra la espalda de Gregor y se deslizó sin hacerle daño. Otra, sin embargo, inmediatamente después, golpeó de lleno y se le clavó en la espalda; Gregor quiso arrastrarse, como si pudiera quitarse lo sorprendente, el increíble dolor cambiando de posición; pero se sintió como clavado en el sitio y se extendió, con todos los sentidos confusos. Lo último que vio fue la puerta de su habitación abierta de un tirón, su hermana gritaba, su madre salió corriendo delante de ella en blusa (ya que su hermana se había quitado parte de la ropa después de desmayarse para facilitarle la respiración), corrió hacia su padre, con las faldas desabrochadas y deslizándose una tras otra hasta el suelo, tropezando con las faldas se empujó hacia su padre, lo rodeó con sus brazos, uniéndose a él totalmente -ahora Gregor perdía la capacidad de ver nada-, sus manos detrás de la cabeza de su padre rogándole que perdonara la vida de Gregor.
III
Nadie se atrevió a extraer la manzana alojada en la carne de Gregor, por lo que permaneció allí como recordatorio visible de su herida. La había sufrido allí durante más de un mes, y su estado parecía lo bastante grave como para recordar incluso a su padre que Gregor, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia al que no se podía tratar como a un enemigo. Al contrario, como familia existía el deber de tragarse cualquier repugnancia hacia él y tener paciencia, sólo tener paciencia.
A causa de sus heridas, Gregor había perdido gran parte de su movilidad, probablemente de forma permanente. Había quedado reducido a la condición de un anciano inválido y tardaba muchísimos minutos en arrastrarse por su habitación -arrastrarse por el techo era impensable-, pero este deterioro de su estado se compensaba plenamente (en su opinión) dejando abierta la puerta del salón todas las noches. Se acostumbró a vigilarla de cerca durante una o dos horas antes de que la abrieran y entonces, tumbado en la oscuridad de su habitación, donde no podía ser visto desde el salón, podía observar a la familia a la luz de la mesa de la cena y escuchar su conversación, con el permiso de todos, en cierto modo, y por lo tanto de forma muy diferente a como lo hacía antes.
Ya no mantenían las animadas conversaciones de antes, por supuesto, aquellas en las que Gregor siempre pensaba con añoranza cuando estaba cansado y se metía en la húmeda cama de alguna pequeña habitación de hotel. Hoy en día todos solían estar muy callados. Poco después de cenar, su padre se dormía en su sillón; su madre y su hermana se instaban mutuamente a guardar silencio; su madre, profundamente inclinada bajo la lámpara, cosía ropa interior de fantasía para una tienda de modas; su hermana, que había aceptado un trabajo de vendedora, aprendía taquigrafía y francés por las tardes para poder conseguir un puesto mejor más adelante. A veces su padre se despertaba y le decía a la madre de Gregor "¡hoy vuelves a coser tanto!", como si no supiera que había estado dormitando, y luego volvía a dormirse mientras madre y hermana intercambiaban una sonrisa cansada.
Con una especie de terquedad, el padre de Gregor se negaba a quitarse el uniforme incluso en casa; mientras su camisón colgaba sin usar de su percha, el padre de Gregor se quedaba dormido donde estaba, completamente vestido, como si siempre estuviera listo para servir y esperando oír la voz de su superior incluso aquí. El uniforme no había sido nuevo al principio, pero poco a poco se fue volviendo aún más cutre a pesar de los esfuerzos de la madre y la hermana de Gregor por cuidarlo. Gregor se pasaba a menudo toda la tarde mirando todas las manchas de aquel abrigo, con sus botones dorados siempre pulidos y brillantes, mientras el anciano que lo vestía dormía, muy incómodo pero tranquilo.
En cuanto daban las diez, la madre de Gregor hablaba suavemente con su padre para despertarle e intentar convencerle de que se fuera a la cama, ya que no podía dormir bien donde estaba y realmente tenía que conciliar el sueño si quería levantarse a las seis para ir a trabajar. Pero desde que trabajaba se había vuelto más obstinado y siempre insistía en quedarse más tiempo en la mesa, aunque regularmente se quedaba dormido y entonces era más difícil que nunca persuadirle de que cambiara la silla por su cama. Entonces, por mucho que madre y hermana le importunaran con pequeños reproches y advertencias, él seguía meneando lentamente la cabeza durante un cuarto de hora con los ojos cerrados y negándose a levantarse. La madre de Gregor le tiraba de la manga, le susurraba cariños al oído, la hermana de Gregor dejaba su trabajo para ayudar a su madre, pero nada surtía efecto en él. Se hundía más en su silla. Sólo cuando las dos mujeres lo cogían por debajo de los brazos abría bruscamente los ojos, las miraba una tras otra y decía: "¡Qué vida! Esto es lo que me da paz en la vejez!". Y, apoyado en las dos mujeres, se levantaba con cuidado como si llevara él mismo la mayor carga, dejaba que las mujeres lo llevaran hasta la puerta, las despedía y seguía él solo mientras la madre de Gregor tiraba la aguja y su hermana la pluma para poder correr detrás de su padre y seguir siéndole de ayuda.
¿Quién, en esta familia cansada y sobrecargada de trabajo, habría tenido tiempo para prestar a Gregor más atención de la absolutamente necesaria? El presupuesto de la casa se redujo aún más; así que ahora se prescindió de la criada; una carbonera enorme y de huesos gruesos, con el pelo blanco que le ondeaba alrededor de la cabeza, venía todas las mañanas y todas las tardes a hacer el trabajo más pesado; de todo lo demás se ocupaba la madre de Gregor, además de la gran cantidad de labores de costura que realizaba. Gregor incluso se enteró, escuchando la conversación nocturna sobre el precio que esperaban obtener, de que se habían vendido varias joyas pertenecientes a la familia, a pesar de que tanto la madre como la hermana habían sido muy aficionadas a llevarlas en actos y celebraciones. Pero la queja más fuerte era que, aunque el piso era demasiado grande para sus circunstancias actuales, no podían mudarse de él, no había forma imaginable de trasladar a Gregor a la nueva dirección. Sin embargo, él se daba cuenta de que había más razones que la consideración hacia él que les dificultaban la mudanza, habría sido bastante fácil transportarlo en cualquier caja adecuada con unos cuantos agujeros de ventilación; lo que más frenaba a la familia en su decisión de mudarse tenía mucho más que ver con su total desesperación, y con la idea de que habían sufrido una desgracia como ninguna otra que conocieran o con la que estuvieran relacionados. Llevaban a cabo absolutamente todo lo que el mundo espera de la gente pobre, el padre de Gregor llevaba el desayuno a los empleados del banco, su madre se sacrificaba lavando ropa para desconocidos, su hermana corría de un lado a otro detrás de su escritorio a instancias de los clientes, pero simplemente no tenían fuerzas para hacer más. Y la herida en la espalda de Gregor empezó a dolerle tanto como cuando era nueva. Después de volver de llevar a su padre a la cama, la madre y la hermana de Gregor dejaban ahora su trabajo donde estaba y se sentaban juntas, mejilla contra mejilla; su madre señalaba la habitación de Gregor y decía: "Cierra esa puerta, Grete", y luego, cuando él volvía a estar a oscuras, se sentaban en la habitación contigua y sus lágrimas se mezclaban, o simplemente se quedaban sentadas mirando con los ojos secos la mesa.
Gregor apenas dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba en hacerse cargo de los asuntos de la familia, como antes, la próxima vez que se abriera la puerta; Hacía tiempo que se había olvidado de su jefe y del dependiente jefe, pero volvían a aparecer en sus pensamientos, los vendedores y los aprendices, aquel estúpido chico del té, dos o tres amigos de otros negocios, una de las camareras de un hotel de provincias, un tierno recuerdo que aparecía y volvía a desaparecer, una cajera de una sombrerería para la que su atención había sido seria pero demasiado lenta, todos ellos se le aparecían, mezclados con desconocidos y otros que había olvidado, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia eran todos ellos inaccesibles, y se alegraba cuando desaparecían. Otras veces no estaba en absoluto de humor para ocuparse de su familia, se llenaba de simple rabia por la falta de atención que le mostraban, y aunque no se le ocurría nada que hubiera querido, hacía planes de cómo podría entrar en la despensa donde podría coger todas las cosas a las que tenía derecho, aunque no tuviera hambre. La hermana de Gregor ya no pensaba en cómo complacerle, sino que se apresuraba a empujar con el pie algún que otro alimento en su habitación antes de salir corriendo a trabajar por la mañana y al mediodía, y por la tarde lo volvía a barrer con la escoba, indiferente a si se lo había comido o -la mayoría de las veces- lo había dejado totalmente intacto. Por la noche seguía limpiando la habitación, pero ahora no podía ser más rápida. Las paredes estaban manchadas de suciedad, aquí y allá había bolitas de polvo y mugre. Al principio, Gregor se metió en uno de los peores lugares cuando llegó su hermana, como un reproche hacia ella, pero podría haber permanecido allí durante semanas sin que su hermana hiciera nada al respecto; ella podía ver la suciedad tan bien como él, pero simplemente había decidido abandonarlo a su suerte. Al mismo tiempo, se puso susceptible de una forma que era bastante nueva para ella y que todos en la familia comprendieron: limpiar la habitación de Gregor era cosa suya y sólo suya. En una ocasión, la madre de Gregor limpió a fondo la habitación de éste, para lo que necesitó varios cubos de agua, aunque tanta humedad también enfermó a Gregor, que se quedó tumbado en el sofá, amargado e inmóvil. Pero su madre iba a ser castigada aún más por lo que había hecho, ya que apenas llegó su hermana a casa por la noche, se dio cuenta del cambio en la habitación de Gregor y, muy agraviada, corrió de nuevo al salón donde, a pesar de las manos levantadas e implorantes de su madre, rompió a llorar convulsivamente. Su padre, por supuesto, se levantó sobresaltado de su silla y los dos progenitores la miraron atónitos e impotentes; entonces, ellos también se agitaron; el padre de Gregor, de pie a la derecha de su madre, la acusó de no dejar la limpieza de la habitación de Gregor a su hermana; desde su izquierda, la hermana de Gregor le gritó que nunca más debía limpiar la habitación de Gregor; mientras su madre intentaba hacer entrar en el dormitorio a su padre, que estaba fuera de sí de rabia; su hermana, temblando de lágrimas, golpeaba la mesa con sus pequeños puños; y Gregor siseaba de rabia porque a nadie se le hubiera ocurrido cerrar la puerta para ahorrarle la visión de aquello y todo su ruido.
La hermana de Gregor estaba agotada de salir a trabajar, y cuidar de Gregor como había hecho antes era aún más trabajo para ella, pero aun así su madre no debería haber ocupado su lugar. Gregor, por otra parte, no debía ser descuidado. Sin embargo, ahora había llegado la mujer de la limpieza. A esta anciana viuda, con una robusta estructura ósea que la hacía capaz de soportar lo más duro de su larga vida, Gregor no le repugnaba. Un día, por casualidad, más que por verdadera curiosidad, abrió la puerta de la habitación de Gregor y se encontró cara a cara con él. Le pilló totalmente por sorpresa, nadie le perseguía, pero empezó a correr de un lado a otro mientras ella se quedaba de pie, asombrada, con las manos cruzadas delante. Desde entonces, todas las noches y todas las mañanas abría ligeramente la puerta y lo miraba brevemente. Al principio le llamaba con palabras que probablemente consideraba amistosas, como "¡ven, viejo escarabajo!", o "¡mira ese viejo escarabajo!". Gregor nunca respondía a esas palabras, sino que se quedaba donde estaba, sin moverse, como si la puerta ni siquiera se hubiera abierto. ¡Si le hubieran dicho a aquella mujer que le limpiara la habitación todos los días, en vez de dejar que le molestara sin motivo cuando le daba la gana! Un día, por la mañana temprano, mientras una fuerte lluvia golpeaba los cristales de las ventanas, tal vez indicando que se acercaba la primavera, empezó a hablarle de nuevo de aquella manera. Gregor se resintió tanto que empezó a moverse hacia ella, era lento y enfermizo, pero fue como una especie de ataque. En lugar de asustarse, la carbonera se limitó a levantar una de las sillas que había cerca de la puerta y se quedó allí con la boca abierta, con la clara intención de no cerrarla hasta que la silla que tenía en la mano se hubiera estrellado contra la espalda de Gregor. "Entonces, ¿no te vas a acercar?", preguntó cuando Gregor volvió a darse la vuelta, y volvió a dejar la silla en un rincón con toda tranquilidad.
Gregor había dejado de comer casi por completo. Sólo si por casualidad se encontraba junto a la comida que le habían preparado podía llevarse un poco a la boca para jugar con ella, dejarla allí unas horas y luego, la mayoría de las veces, volver a escupirla. Al principio pensó que era la angustia por el estado de su habitación lo que le impedía comer, pero pronto se había acostumbrado a los cambios que allí se habían hecho. Habían cogido la costumbre de meter en esta habitación cosas para las que no tenían sitio en ningún otro lugar, y ahora había muchas, ya que una de las habitaciones del piso había sido alquilada a tres caballeros. Estos serios caballeros -los tres tenían barba completa, como supo Gregor un día que se asomó por la rendija de la puerta- insistían dolorosamente en que las cosas estuvieran ordenadas. No sólo en su propia habitación, sino en todo el piso, y especialmente en la cocina, ya que habían alquilado una habitación en aquel establecimiento. El desorden innecesario era algo que no podían tolerar, sobre todo si estaba sucio. Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario y equipamiento. Por esta razón, se habían vuelto superfluas muchas cosas que, aunque no se podían vender, la familia no quería desechar. Todas estas cosas fueron a parar a la habitación de Gregor. Los cubos de basura de la cocina también iban a parar allí. La carbonera siempre tenía prisa, y todo lo que no podía utilizar por el momento lo tiraba allí. Él, por suerte, no solía ver más que el objeto y la mano que lo sostenía. Lo más probable es que la mujer tuviera la intención de volver a sacar las cosas cuando tuviera tiempo y la oportunidad, o de tirarlo todo de una sola vez, pero lo que ocurría en realidad era que se quedaban donde habían caído al tirarlas por primera vez, a menos que Gregor se abriera paso entre los trastos y los moviera a otro sitio. Al principio los movía porque, al no haber otra habitación libre donde poder arrastrarse, se veía obligado a hacerlo, pero más tarde llegó a disfrutar con ello, aunque moverse de aquella manera lo dejaba triste y cansado hasta la muerte, y se quedaba inmóvil durante horas después.
Los señores que alquilaban la habitación a veces cenaban en casa, en la sala de estar que utilizaban todos, por lo que la puerta de esta habitación solía permanecer cerrada por la noche. Pero a Gregor le resultaba fácil renunciar a tener la puerta abierta; al fin y al cabo, muchas veces no había hecho uso de ella cuando estaba abierta y, sin que la familia se hubiera dado cuenta, se había acostado en su habitación en su rincón más oscuro. Una vez, sin embargo, la carbonera dejó la puerta del salón ligeramente abierta, y permaneció abierta cuando los señores que alquilaban la habitación entraron por la noche y se encendió la luz. Se sentaron a la mesa donde antes Gregor comía con su padre y su madre, desplegaron las servilletas y cogieron los cuchillos y tenedores. La madre de Gregor apareció inmediatamente en la puerta con un plato de carne y poco después venía su hermana con un plato repleto de patatas. La comida estaba humeante y llenaba la habitación con su olor. Los caballeros se inclinaron sobre los platos que tenían delante, como si quisieran probar la comida antes de comerla, y el caballero del medio, que parecía contar como una autoridad para los otros dos, cortó un trozo de carne mientras aún estaba en su plato, con el claro deseo de comprobar si estaba suficientemente cocinada o si había que devolverla a la cocina. Quedó satisfecho, y la madre y la hermana de Gregor, que habían estado mirando ansiosas, empezaron a respirar de nuevo y sonrieron.
La familia comió en la cocina. No obstante, el padre de Gregor entró en el salón antes de ir a la cocina, se inclinó una vez con la gorra en la mano e hizo su ronda por la mesa. Los caballeros se pusieron de pie como uno solo y murmuraron algo entre dientes. Luego, una vez solos, comieron en un silencio casi perfecto. A Gregor le pareció notable que, por encima de todos los ruidos de la comida, aún se oyeran sus dientes masticadores, como si hubieran querido demostrarle que para comer hacen falta dientes y que no es posible hacer nada con mandíbulas desdentadas, por muy bonitas que sean. "Me gustaría comer algo", dijo Gregor con ansiedad, "pero no nada como lo que están comiendo ellos. Se alimentan solos. Y aquí estoy, ¡muriendo!".
En todo este tiempo, Gregor no recordaba haber oído tocar el violín, pero esta tarde empezó a oírse desde la cocina. Los tres caballeros ya habían terminado de comer, el del medio había sacado un periódico, dado una página a cada uno de los otros, y ahora estaban recostados en sus sillas leyéndolos y fumando. Cuando empezó a sonar el violín se pusieron atentos, se levantaron y se acercaron de puntillas a la puerta del vestíbulo, donde se quedaron apretados el uno contra el otro. Alguien debió de oírlos en la cocina, pues el padre de Gregor gritó: "¿Acaso el juego es desagradable para los caballeros? Podemos pararlo enseguida". "Al contrario", dijo el caballero del medio, "¿no le gustaría a la señorita entrar y tocar para nosotros aquí en la sala, donde es, después de todo, mucho más acogedor y cómodo?". "Oh, sí, nos encantaría", respondió el padre de Gregor como si él mismo hubiera sido el violinista. Los caballeros volvieron a la sala y esperaron. El padre de Gregor no tardó en aparecer con el atril, su madre con la música y su hermana con el violín. Ella lo preparó todo con calma para empezar a tocar; sus padres, que nunca antes habían alquilado una habitación y, por tanto, mostraban una cortesía exagerada hacia los tres caballeros, ni siquiera se atrevieron a sentarse en sus propias sillas; su padre se apoyó en la puerta con la mano derecha metida entre dos botones de su chaqueta de uniforme; a su madre, sin embargo, uno de los caballeros le ofreció asiento y se sentó -dejando la silla donde el caballero la había colocado- en un rincón apartado.
Su hermana empezó a tocar; padre y madre prestaron mucha atención, uno a cada lado, a los movimientos de sus manos. Atraído por el juego, Gregor se había atrevido a acercarse un poco y ya tenía la cabeza en el salón. Antes se había enorgullecido de lo considerado que era, pero ahora apenas se le ocurría pensar que se había vuelto tan desconsiderado con los demás. Además, ahora tenía más razones para mantenerse oculto, ya que estaba cubierto de polvo, que se acumulaba por todas partes en su habitación y salía volando al menor movimiento; llevaba hilos, pelos y restos de comida en la espalda y los costados; ahora todo le resultaba demasiado indiferente como para tumbarse de espaldas y limpiarse en la alfombra, como solía hacer varias veces al día. Y a pesar de ello, no tuvo reparo en avanzar un poco sobre el suelo inmaculado del salón.
Sin embargo, nadie se fijó en él. La familia estaba totalmente ensimismada con el violín tocando; al principio, los tres caballeros se habían metido las manos en los bolsillos y se habían acercado demasiado detrás del atril para mirar todas las notas que se tocaban, y debieron de molestar a la hermana de Gregor, pero pronto, en contraste con la familia, se retiraron de nuevo a la ventana con las cabezas hundidas y hablando entre ellos a medio volumen, y se quedaron junto a la ventana mientras el padre de Gregor los observaba con ansiedad. En realidad, ahora parecía muy obvio que esperaban oír algún toque de violín hermoso o entretenido, pero que se habían sentido decepcionados, que ya habían tenido bastante con toda la actuación y que sólo ahora, por cortesía, permitían que se perturbara su paz. Resultaba especialmente inquietante la forma en que todos expulsaban el humo de sus cigarrillos por la boca y la nariz. Sin embargo, la hermana de Gregor tocaba muy bien. Tenía la cara inclinada hacia un lado, siguiendo las líneas de la música con una expresión cuidadosa y melancólica. Gregor se arrastró un poco más hacia delante, manteniendo la cabeza cerca del suelo para poder mirarla a los ojos si se presentaba la ocasión. ¿Acaso era un animal si la música podía cautivarlo de ese modo? Le parecía que le estaban mostrando el camino hacia el desconocido alimento que había estado anhelando. Estaba decidido a avanzar hacia su hermana y tirarle de la falda para indicarle que podía entrar en su habitación con su violín, ya que nadie apreciaba que tocara aquí tanto como él. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviera; su chocante aspecto debería, por una vez, serle de alguna utilidad; quería estar en todas las puertas de su habitación a la vez para sisear y escupir a los atacantes; sin embargo, su hermana no debía ser obligada a quedarse con él, sino quedarse por voluntad propia; ella se sentaría a su lado en el sofá con la oreja inclinada hacia él mientras él le contaba cómo siempre había tenido la intención de enviarla al conservatorio, cómo se lo habría contado a todo el mundo las pasadas Navidades -¿de verdad habían pasado ya las Navidades? -si esta desgracia no se hubiera interpuesto en su camino, y se negaba a que nadie le disuadiera de ello. Al oír todo esto, su hermana rompía a llorar de emoción, y Gregor se subía a su hombro y le besaba el cuello, que, desde que salía a trabajar, mantenía libre sin collar ni collares.
"¡Señor Samsa!", gritó el mediano al padre de Gregor, señalando, sin gastar más palabras, con el índice a Gregor mientras avanzaba lentamente. El violín enmudeció, el mediano de los tres caballeros sonrió primero a sus dos amigos, negando con la cabeza, y luego volvió a mirar a Gregor. Su padre parecía pensar que era más importante calmar a los tres caballeros antes de echar a Gregor, aunque ellos no estaban en absoluto alterados y parecían pensar que Gregor era más entretenido de lo que había sido la interpretación del violín. Se abalanzó sobre ellos con los brazos extendidos y trató de conducirlos de vuelta a su habitación al tiempo que intentaba bloquearles la visión de Gregor con su cuerpo. Ahora sí que estaban un poco molestos, y no estaba claro si era el comportamiento de su padre lo que les molestaba o el darse cuenta de que habían tenido a un vecino como Gregor en la habitación de al lado sin saberlo. Pidieron explicaciones al padre de Gregor, levantaron los brazos como él, se tiraron de la barba con excitación y regresaron a su habitación muy despacio. Mientras tanto, la hermana de Gregor había superado la desesperación en la que había caído cuando su juego fue interrumpido de repente. Dejó caer las manos y dejó que el violín y el arco colgaran sin fuerza durante un rato, pero siguió mirando la música como si siguiera tocando, pero de repente se recompuso, dejó el instrumento en el regazo de su madre, que seguía sentada luchando laboriosamente por respirar donde estaba ella, y corrió hacia la habitación contigua hacia la que, bajo la presión de su padre, los tres caballeros se dirigían con más rapidez. Bajo la mano experimentada de su hermana, las almohadas y las fundas de las camas volaron y se pusieron en orden y ella ya había terminado de hacer las camas y se escabulló de nuevo antes de que los tres caballeros hubieran llegado a la habitación. El padre de Gregor parecía tan obsesionado con lo que hacía que olvidó todo el respeto que debía a sus inquilinos. Los apremió y presionó hasta que, cuando ya estaba en la puerta de la habitación, el mediano de los tres caballeros gritó como un trueno y dio un pisotón que hizo detenerse al padre de Gregor. "Declaro aquí y ahora", dijo, levantando la mano y mirando a la madre y a la hermana de Gregor para llamar también su atención, "que con respecto a las repugnantes condiciones que prevalecen en este piso y con esta familia" -aquí miró breve pero decididamente al suelo- "doy aviso inmediato sobre mi habitación. Por los días que he estado viviendo aquí, por supuesto, no pagaré nada en absoluto, al contrario, consideraré si proceder con algún tipo de acción por daños y perjuicios de su parte, y créame que sería muy fácil exponer los fundamentos para tal acción." Se quedó en silencio y miró al frente como si esperara algo. Y, efectivamente, sus dos amigos se unieron con las palabras: "Y también damos aviso inmediato". A continuación, agarró el picaporte de la puerta y salió dando un portazo.
El padre de Gregor volvió tambaleándose a su asiento, tanteando con las manos, y se dejó caer en él; parecía que se estaba estirando para su habitual siesta vespertina, pero por la forma incontrolada en que su cabeza seguía cabeceando se veía que no estaba durmiendo en absoluto. Durante todo este tiempo, Gregor había permanecido inmóvil donde los tres caballeros le habían visto por primera vez. Su decepción por el fracaso de su plan, y quizá también porque estaba débil por el hambre, le impedían moverse. Estaba seguro de que todos se volverían contra él en cualquier momento, y esperó. Ni siquiera se sobresaltó cuando el violín que su madre tenía en el regazo se le cayó de los temblorosos dedos y aterrizó estrepitosamente en el suelo.
"Padre, madre", dijo su hermana, golpeando la mesa con la mano a modo de introducción, "no podemos seguir así. Quizá tú no puedas verlo, pero yo sí. No quiero llamar hermano a este monstruo, lo único que puedo decir es: tenemos que intentar librarnos de él. Hemos hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y ser pacientes, no creo que nadie pueda acusarnos de hacer nada malo."
"Tiene toda la razón", se dijo el padre de Gregor. Su madre, que aún no había tenido tiempo de recuperar el aliento, empezó a toser apagadamente, con la mano extendida hacia delante y una expresión trastornada en los ojos.
La hermana de Gregor corrió hacia su madre y le puso la mano en la frente. Sus palabras parecieron dar al padre de Gregor algunas ideas más definidas. Se sentó erguido, jugó con la gorra del uniforme entre los platos que habían dejado los tres caballeros después de comer y de vez en cuando miraba a Gregor que yacía allí inmóvil.
"Tenemos que intentar deshacernos de él", dijo la hermana de Gregor, ahora hablando sólo con su padre, ya que su madre estaba demasiado ocupada tosiendo para escuchar, "será la muerte de los dos, lo veo venir. No podemos trabajar tanto y luego volver a casa para que nos torturen así, no podemos soportarlo. Yo no puedo soportarlo más". Y rompió a llorar tan copiosamente que las lágrimas corrieron por el rostro de su madre, que se las enjugó con movimientos mecánicos de las manos.
"Hija mía", dijo su padre con simpatía y evidente comprensión, "¿qué vamos a hacer?".
Su hermana se limitó a encogerse de hombros en señal de la impotencia y las lágrimas que se habían apoderado de ella, desplazando su anterior seguridad.
"Si pudiera entendernos", dijo su padre casi como una pregunta; su hermana agitó la mano enérgicamente entre lágrimas como señal de que no había duda.
"Si pudiera entendernos", repitió el padre de Gregor, cerrando los ojos en señal de aceptación de la certeza de su hermana de que eso era imposible, "entonces quizá podríamos llegar a algún tipo de acuerdo con él. Pero tal como está..."
"Tiene que irse", gritó su hermana, "es la única manera, padre. Tienes que deshacerte de la idea de que ése es Gregor. Sólo nos hemos hecho daño creyéndolo durante tanto tiempo. ¿Cómo puede ser Gregor? Si fuera Gregor habría visto hace tiempo que no es posible para los seres humanos vivir con un animal así y se habría ido por voluntad propia. Entonces ya no tendríamos un hermano, pero podríamos seguir con nuestras vidas y recordarle con respeto. Así las cosas, este animal nos persigue, ha echado a nuestros inquilinos, es evidente que quiere apoderarse de todo el piso y obligarnos a dormir en la calle. Padre, mire, sólo mire", gritó de repente, "¡está empezando otra vez!". En su alarma, que estaba totalmente más allá de la comprensión de Gregor, su hermana incluso abandonó a su madre mientras se levantaba enérgicamente de su silla como si estuviera más dispuesta a sacrificar a su propia madre que a quedarse cerca de Gregor. Se apresuró a ponerse detrás de su padre, que se había excitado sólo porque ella estaba y se levantó medio levantando las manos delante de la hermana de Gregor como para protegerla.
Pero Gregor no había tenido intención de asustar a nadie, y menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a darse la vuelta para poder volver a su habitación, aunque eso ya era de por sí bastante sorprendente, ya que su estado de dolor le obligaba a hacer un gran esfuerzo para darse la vuelta y se ayudaba de la cabeza para hacerlo, levantándola repetidamente y golpeándola contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor. Parecían haberse dado cuenta de su buena intención y sólo se habían alarmado brevemente. Ahora todos le miraban en infeliz silencio. Su madre yacía en su silla con las piernas estiradas y apretadas una contra otra, los ojos casi cerrados por el cansancio; su hermana estaba sentada junto a su padre con los brazos alrededor de su cuello.
"Quizá ahora me dejen dar la vuelta", pensó Gregor y volvió al trabajo. No podía evitar jadear ruidosamente por el esfuerzo y a veces tenía que parar a descansar. Ya nadie le hacía correr, todo dependía de él. En cuanto terminó por fin de dar la vuelta, empezó a avanzar en línea recta. Le asombraba la gran distancia que le separaba de su habitación, y no podía entender cómo había recorrido esa distancia en su débil estado poco antes y casi sin darse cuenta. Se concentró en gatear lo más rápido que pudo y apenas se dio cuenta de que no había ni una palabra, ni un grito, de su familia que le distrajera. No giró la cabeza hasta llegar a la puerta. No la giró del todo porque sentía que se le agarrotaba el cuello, pero fue suficiente para ver que detrás de él no había cambiado nada, sólo su hermana se había levantado. Con su última mirada vio que su madre se había quedado completamente dormida.
Apenas había entrado en su habitación cuando la puerta se cerró a toda prisa. El repentino ruido detrás de Gregor le sobresaltó tanto que sus piernecitas se desplomaron bajo él. Era su hermana, que tenía tanta prisa. Había estado allí de pie esperando y saltó hacia delante con ligereza, Gregor no la había oído llegar en absoluto, y al girar la llave en la cerradura dijo en voz alta a sus padres "¡Por fin!".
"¿Y ahora qué?", se preguntó Gregor mientras miraba a su alrededor en la oscuridad. Pronto descubrió que ya no podía moverse. Esto no era ninguna sorpresa a él, se parecía algo que poder moverse realmente alrededor en esas piernas pequeñas enjutas hasta entonces era antinatural. También se sentía relativamente cómodo. Es cierto que le dolía todo el cuerpo, pero el dolor parecía ir debilitándose poco a poco hasta desaparecer por completo. Apenas sentía ya la manzana cariada de su espalda ni la zona inflamada que la rodeaba, totalmente cubierta de polvo blanco. Pensó en su familia con emoción y amor. Si era posible, sentía que debía marcharse con más fuerza aún que su hermana. Permaneció en este estado de vacía y pacífica rumiación hasta que oyó que la torre del reloj daba las tres de la madrugada. Vio cómo poco a poco empezaba a clarear también fuera de la ventana. Entonces, sin que él lo quisiera, su cabeza se hundió por completo, y su último aliento fluyó débilmente de sus fosas nasales.
Cuando la limpiadora entró por la mañana temprano -a menudo le habían pedido que no siguiera dando portazos, pero con su fuerza y sus prisas seguía haciéndolo, de modo que todos en el piso sabían cuándo había llegado y a partir de entonces era imposible dormir en paz-, echó su breve vistazo habitual a Gregor y al principio no encontró nada especial. Pensó que estaba tumbado tan quieto a propósito, haciéndose el mártir; le atribuyó toda la comprensión posible. Como tenía la escoba larga en la mano, intentó hacerle cosquillas con ella desde la puerta. Como no tuvo éxito, intentó molestarle un poco y le dio unos cuantos golpes, y sólo cuando se dio cuenta de que podía empujarle por el suelo sin oponer resistencia, empezó a prestarle atención. Pronto se dio cuenta de lo que realmente había ocurrido, abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no perdió tiempo en abrir de un tirón las puertas de los dormitorios y gritar a voz en grito en la oscuridad de las habitaciones: "¡Venid a ver esto, está muerto, ahí tirado, muerto como una piedra!".
El señor y la señora Samsa se incorporaron en el lecho conyugal y tuvieron que hacer un esfuerzo para reponerse de la impresión causada por la limpiadora antes de poder comprender lo que decía. Pero luego, cada uno por su lado, se apresuraron a salir de la cama. El señor Samsa se echó la manta sobre los hombros, la señora Samsa salió en camisón; y así entraron en la habitación de Gregor. En el camino abrieron la puerta de la sala donde Grete dormía desde que los tres caballeros se habían mudado; estaba completamente vestida como si nunca hubiera dormido, y la palidez de su rostro parecía confirmarlo. "¿Muerta?", preguntó la señora Samsa, mirando a la carbonera inquisitivamente, aunque podría haberlo comprobado por sí misma y podría haberlo sabido incluso sin comprobarlo. "Eso es lo que he dicho", respondió la limpiadora, y para demostrarlo dio al cuerpo de Gregor otro empujón con la escoba, enviándolo de lado por el suelo. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera retener la escoba, pero no lo completó. "Ahora bien", dijo el señor Samsa, "demos gracias a Dios por ello". Se persignó, y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no había apartado los ojos del cadáver, dijo: "Mira qué delgado estaba. No comió nada durante tanto tiempo. La comida volvió a salir igual que cuando entró". En efecto, el cuerpo de Gregor estaba completamente seco y plano, no lo habían visto hasta entonces, pero ahora no se levantaba sobre sus piernecitas, ni hacía nada para que apartaran la vista.
"Grete, acompáñanos aquí dentro un ratito", dijo la señora Samsa con una sonrisa de dolor, y Grete siguió a sus padres al dormitorio, pero no sin volver la vista atrás para ver el cadáver. La limpiadora cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Aunque aún era temprano, el aire fresco tenía algo de cálido. Después de todo, ya era finales de marzo.
Los tres caballeros salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de sus desayunos; se habían olvidado de ellos. "¿Dónde está nuestro desayuno?", preguntó irritado el caballero del medio a la limpiadora. Ella se puso el dedo en los labios e hizo una señal rápida y silenciosa a los hombres para que entraran en la habitación de Gregor. Así lo hicieron, y se quedaron de pie alrededor del cadáver de Gregor con las manos en los bolsillos de sus abrigos bien gastados. Ahora había bastante luz en la habitación.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa vestido de uniforme, con su mujer en un brazo y su hija en el otro. Todos habían estado llorando un poco; Grete de vez en cuando apretaba la cara contra el brazo de su padre.
"Vete de mi casa. Ahora!", dijo el señor Samsa, indicando la puerta y sin apartar a las mujeres de él. "¿Qué quiere decir?", preguntó algo desconcertado el mediano de los tres caballeros, que sonrió dulcemente. Los otros dos se llevaban las manos a la espalda y se las frotaban continuamente en alegre anticipación de una sonora pelea que sólo podía acabar a su favor. "Quiero decir exactamente lo que he dicho", respondió el señor Samsa, y, con sus dos compañeros, se dirigió en línea recta hacia el hombre. Al principio, éste se quedó inmóvil, mirando al suelo como si el contenido de su cabeza se reacomodara en nuevas posiciones. "De acuerdo, entonces iremos", dijo, y miró al señor Samsa como si de repente le hubiera invadido la humildad y quisiera de nuevo el permiso del señor Samsa para su decisión. El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y a asentirle brevemente varias veces. En ese momento, y sin demora, el hombre se dirigió a grandes zancadas hacia el vestíbulo delantero; sus dos amigos habían dejado de frotarse las manos hacía un rato y habían estado escuchando lo que se decía. Ahora saltaban detrás de su amigo como presas de un miedo repentino a que el señor Samsa entrara en el pasillo delante de ellos y rompiera la conexión con su líder. Una vez allí, los tres cogieron sus sombreros del atril, tomaron sus bastones del soporte, se inclinaron sin decir palabra y abandonaron el local. El señor Samsa y las dos mujeres los siguieron hasta el rellano; pero no habían tenido motivos para desconfiar de las intenciones de los hombres y, mientras se inclinaban sobre el rellano, vieron cómo los tres caballeros avanzaban lenta pero firmemente por los numerosos escalones. Al doblar la esquina de cada piso desaparecían y volvían a aparecer unos instantes después; cuanto más bajaban, más perdía interés en ellos la familia Samsa; cuando un muchacho carnicero, orgulloso de su postura con la bandeja en la cabeza, pasó junto a ellos al subir y se acercó más que ellos, el señor Samsa y las mujeres se apartaron del rellano y volvieron, como aliviados, al interior del piso.
Decidieron que la mejor manera de aprovechar aquel día era relajarse y dar un paseo; no sólo se habían ganado un descanso del trabajo, sino que lo necesitaban seriamente. Así que se sentaron a la mesa y escribieron tres cartas de excusa, el señor Samsa a sus jefes, la señora Samsa a su contratista y Grete a su director. La limpiadora entró mientras escribían para decirles que se iba, que había terminado su trabajo de esa mañana. Al principio, los tres se limitaron a asentir sin levantar la vista de lo que estaban escribiendo, y sólo cuando la limpiadora pareció no querer irse levantaron la vista, irritados. "¿Y bien?", preguntó el señor Samsa. La mujer de la limpieza estaba de pie en el umbral de la puerta con una sonrisa en la cara, como si tuviera una tremenda buena noticia que comunicar, pero sólo lo haría si se lo pedían claramente. La pequeña pluma de avestruz casi vertical de su sombrero, que había sido una fuente de irritación para el señor Samsa durante todo el tiempo que había estado trabajando para ellos, se balanceaba suavemente en todas direcciones. "¿Qué es lo que quiere entonces?", preguntó la señora Samsa, a quien la limpiadora tenía el mayor de los respetos. "Sí", respondió ella, y soltó una risa amistosa que le impidió hablar en seguida, "bueno, pues esa cosa de ahí dentro, no tienes que preocuparte de cómo vas a deshacerte de ella. Eso ya está solucionado". La señora Samsa y Grete se inclinaron sobre sus cartas como si tuvieran intención de continuar con lo que estaban escribiendo; el señor Samsa vio que la limpiadora quería empezar a describirlo todo con detalle pero, con la mano extendida, le dejó bien claro que no debía hacerlo. Así que, al verse impedida de contárselo todo, recordó de repente la prisa que tenía y, claramente enfadada, gritó "Hasta luego a todos", se dio la vuelta bruscamente y se marchó, dando un terrible portazo al salir.
"Esta noche la despiden", dijo el señor Samsa, pero no recibió respuesta ni de su mujer ni de su hija, pues la charwoman parecía haber destruido la paz que acababan de ganar. Se levantaron y se acercaron a la ventana, donde permanecieron abrazados. El señor Samsa se revolvió en su silla para mirarlas y se quedó un rato observándolas. Luego gritó: "Venid aquí. Olvidémonos de todas esas cosas viejas. Venid y prestadme un poco de atención". Las dos mujeres hicieron inmediatamente lo que él les decía, se apresuraron a acercarse a él, donde le besaron y le abrazaron, y luego terminaron rápidamente sus cartas.
Después, los tres salieron juntos del piso, cosa que no hacían desde hacía meses, y cogieron el tranvía para ir al campo, a las afueras de la ciudad. Tenían el tranvía, lleno de cálido sol, para ellos solos. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de sus perspectivas y descubrieron que, si las examinaban con detenimiento, no eran nada malas: hasta entonces nunca se habían preguntado por su trabajo, pero los tres tenían empleos muy buenos y especialmente prometedores para el futuro. La mayor mejora por el momento, por supuesto, se conseguiría fácilmente cambiándose de casa; lo que necesitaban ahora era un piso más pequeño y más barato que el actual, elegido por Gregor, que estuviera mejor situado y, sobre todo, que fuera más práctico. Grete estaba cada vez más animada. Con todas las preocupaciones que habían tenido últimamente, sus mejillas habían palidecido, pero, mientras hablaban, al señor y a la señora Samsa les asaltó, casi simultáneamente, la idea de cómo su hija se estaba convirtiendo en una joven hermosa y bien formada. Se volvieron más silenciosos. Sólo con mirarse el uno al otro y casi sin darse cuenta coincidieron en que pronto llegaría el momento de encontrar un buen hombre para ella. Y, como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones, en cuanto llegaron a su destino Grete fue la primera en levantarse y estirar su joven cuerpo.
Bonanza Atómica
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BONANZA ATÓMICA
Por George O. Smith
Un dispositivo capaz de descontaminar cualquier
materia radiactiva sería inestimable, pero
era imposible. Pero el Doctor Velikof estaba
¡listo para demostrar tal máquina!
[Nota del transcriptor: Este etexto fue producido a partir de
Science Fiction Quarterly de mayo de 1951.
Una investigación exhaustiva no descubrió ninguna evidencia de que
los derechos de autor de EE.UU. sobre esta publicación fueron renovados].
El visitante que llegaba a General Atomic Research subía un amplio tramo de escaleras y se encontraba con una especie de plaza presidida por una rara combinación de cerebro y belleza. Aquí el visitante inspeccionaba la belleza mientras el cerebro inspeccionaba las credenciales del visitante. Tras esta inspección mutua, el visitante se dirigía al centro exacto de un largo pasillo y giraba a la derecha o a la izquierda, dependiendo de cuál de las dos oficinas principales fuera a visitar.
En un extremo estaba el despacho del doctor Howard Mangler, Director de Investigación; en el otro, el de Phillip Newton, Director de Operaciones. Entre ambos había un pasillo que los empleados, taquígrafos y oficinistas llamaban "El campo de batalla".
Arriba y abajo se libraba una batalla silenciosa, con sus bajas enterradas en silencio en los archivadores, envueltas en directivas (con copias al carbón) y contra-directivas (con copias al carbón).
No fue una batalla sangrienta. Se luchó con palabras y palabras y palabras de argumento, contraataque, declaración, refutación y réplica; espionaje y seguridad. El objetivo era el control.
Porque Howard Mangler se oponía con la mayor violencia a que un "simple hombre de negocios" dirigiera el delicado campo de las Operaciones, mientras que Phillip Newton opinaba que los físicos debían quedarse en su blanca torre de marfil y dejar que los hombres de negocios se ocuparan de los detalles de la empresa. La batalla abierta no se libraba todos los días, a veces ardía durante semanas antes de estallar en una marabunta de directivas, memorandos y palabras acaloradas. Pero cualquier largo período de calma traía el presentimiento de una guerra inminente a la fuerza de la oficina; y cuando la primera estocada era enviada a casa, la fuerza despejaba su escritorio para que el paso de los memorandos pudiera fluir sin trabas por los procesos de trabajo.
El rumor de guerra precedió a la apertura de las hostilidades el tiempo suficiente para la preparación, de modo que...
"Lillian, será mejor que acabes con ese lote de facturas, rápido".
"¿Deprisa?"
"Lo estaremos. Grant acaba de invadir Richmond".
"Oh."
A veces era Shiloh, pero cuando Grant invadía Richmond, significaba que Howard Mangler había atravesado el largo pasillo para abrirse paso a través de las defensas de la oficina exterior de Phillip Newton y entrar en el santuario interior, y ahora estaba disparando sus grandes cañones a la cara del enemigo.
"¡Esto tiene que pasar!", rugió Mangler.
"No es necesario".
"¿Cómo lo sabes?", preguntó Mangler.
"El inventario dice que ahora tenemos doce Tectroscopios; ¿para qué necesitamos cuatro más?".
"Porque tenemos más hombres".
Newton resopló. "¿Necesita cada hombre un juego completo de material de laboratorio?".
"No un juego completo. Pero una cosa como esta..."
"He pasado por allí recientemente y he encontrado no menos de ocho de ellos ni siquiera encendidos, y mucho menos en uso".
Mangler gruñó. "No es el uso constante lo que exige equipo extra. Es el hecho de que a un hombre le lleva tiempo buscar lo que necesita, pedirlo prestado, montarlo y luego devolverlo".
"Tendrás que seguir así un tiempo; ahora estamos por encima de nuestro presupuesto".
"¿Por cuarenta mil?"
"Casi".
Mangler se echó hacia atrás con un gesto burlón. "Y yo sé por qué", dijo con sorna.
"¿Ah, sí?"
"Lo sé. Has enviado un crédito de cincuenta mil para tu propia tontería..."
"¡No soy tonto, Mangler!"
"Sí lo eres."
"¡Si es así, eres un idiota obstinado!"
"Mi opinión es bastante válida".
"En tu opinión, tu opinión es válida. Deja de definir 'A' en términos de 'A', Mangler; si lo hiciera serías el primero en despreciar mis definiciones."
"De todas formas, ¿qué demonios sabes tú de atómica?".
"Sólo lo que tú me has enseñado; si soy tonto, es culpa tuya. ¿Qué sabes de negocios?"
"Lo suficiente para hacer un estudio del tiempo y sumar cuatro. Lo suficiente para sopesar el precio del equipo frente a las horas/hombre perdidas por falta del mismo, y llegar a una decisión matemática."
"Pero una decisión eminentemente impracticable; no se puede extraer sangre de un rábano".
"No, pero puedes desenterrar un puñado de rábanos, venderlos y comprar medio litro de sangre".
"Eso lleva tiempo. Espera. Tan pronto como nos pongamos al día con nuestro presupuesto..."
"Si no hubieras enviado ese crédito..."
"Tengo ese derecho."
"¿Para qué?"
"Un dispositivo que, primero, se necesita justo en nuestro laboratorio y, segundo, acabará reportando millones una vez que se desarrolle a gran tamaño".
"¿Y puedo preguntar la naturaleza de este maravilloso instrumento?"
"Mangler, ¿cuál sería el valor final de un dispositivo que puede extraer la radiactividad de-"
"Vale miles de millones, pero no puede ser-"
"Exactamente. Un dispositivo así valdría miles de millones".
"Miles de millones. El número que quieras. Simplemente no es práctico. En palabras de una sílaba que incluso usted puede entender tal proceso no existe-ni se puede hacer tal dispositivo."
"¿Esta decisión suya es, deduzco, definitiva?"
"No es una decisión mía. Es la opinión de todos los científicos dignos de ese nombre".
"¿Quién, por supuesto, sabe todo lo que hay que saber?", se burló Newton.
"Extraer la radiactividad de una sustancia radiactiva es imposible".
"Vamos, doctor Mangler. Hubo caballeros eruditos que demostraron de forma concluyente que ningún vehículo más pesado que el aire podría jamás despegar del suelo por sus propios medios."
"Concedido. Utilizando las mismas matemáticas es posible demostrar que el abejorro es aerodinámicamente imposible. La vida media de un radioelemento viene determinada por su estructura nuclear. Lo que estás afirmando es que la vida media de cualquier radioelemento puede ser reducida..."
"En absoluto. Estoy afirmando que tengo la intención de comprar una máquina que eliminará completamente la radiactividad independientemente de la vida media."
Mangler se burló. "Dime, Newton, si pusieras un trozo de radio delante de esta máquina, ¿resultaría ser radio estable, o se convertiría en el mismo instante en plomo inerte?".
"Este es el tipo de pregunta hipotética que siempre te gusta plantear, Mangler. Sugiero que consigas medio kilo de radio y lo probemos".
"¿Entonces sólo tienes rumores?"
"Mira, Mangler, hagamos una o dos premisas. ¿No negarás que sé lo que es un contador Geiger y cómo se utiliza?"
"Te lo concedo".
"De acuerdo entonces. Me han enseñado una máquina y una muestra de material radiactivo. Se me ha permitido probar esta muestra radioactiva extensivamente. De hecho la tuve aquí durante unas horas, usando nuestro propio equipo de pruebas y era definitivamente radiactiva. ¿Esto está establecido a su satisfacción?"
"Continúe."
"Entonces esta muestra fue colocada en la máquina y en cuestión de un minuto más o menos la muestra me fue devuelta, inerte y fría."
"¿Puedo preguntar si hubo una sustitución de la muestra?", preguntó Mangler con sorna.
"No, no la hubo. La tengo aquí", y Newton arrojó un bulto sobre el escritorio.
"Mineral de carnotita", dijo Mangler recogiéndolo y mirándolo a través de una lupa de joyero que sacó del bolsillo de su chaleco. "O al menos lo que parece ser".
"Le he puesto mi propia marca", dijo Newton con complacencia.
Mangler miró a Newton con frialdad. Empezó a decir algo, pero se detuvo antes de empezar.
Newton sonrió con serenidad y continuó: "Esto no es más que un modelo piloto", dijo. "Con un poco de desarrollo, el dispositivo puede funcionar a gran escala. Podemos descontaminar nuestros subproductos; podemos hacer segura cualquier zona radiactiva. El valor de la maquinaria que desechamos cada mes se amortizará en poco tiempo. Una y otra vez algo en la cueva caliente se rompe. La semana pasada fue una balanza analítica por valor de quinientos dólares, desechada por un cojinete roto que valía alrededor de un dólar y medio. No funcionaba bien, y estaba tan caliente que nadie podía repararla con seguridad. Piénsalo".
"Como has dicho antes, una máquina así valdría miles de millones. Pero no es posible que exista una máquina así".
"¿Está seguro de ello?"
"Por supuesto que estoy seguro."
"Lo que significa, naturalmente, que usted sabe todo lo que hay que saber."
"Sé lo que saben los mejores científicos del mundo".
"¿Incluyendo los recientes descubrimientos de los hombres que trabajan tras el telón de acero?"
"Rusia no domina la inteligencia".
"Nosotros tampoco; recuérdalo".
"¿Así que este artilugio milagroso vino de Rusia?"
"Así es.
"¡Claro que sí!"
"No te burles. El doctor Velikof escapó con vida".
"Y la máquina, por supuesto."
"Sí. Robó el modelo piloto y escapó".
"Continúa, Newton." El uso que Mangler hacía del apellido de Phillip Newton era desdeñoso; una llaga frecuentemente frotada en carne viva. Mangler lo utilizaba en ese mismo tono desdeñoso cada vez que Newton intentaba invadir las premisas de la ciencia. El tono de Mangler infería que Newton se identificaba con Sir Isaac Newton; estaba al mismo nivel de ridiculez que llamar "Rizado" a un calvo.
"El doctor Velikof quería salir. Escapó con no más que su ropa y la máquina -cabe en un pequeño armario metálico- porque sabía que aquí le traería suficiente dinero para permitir su cómoda huida y su libertad definitiva. Incluso ahora no está libre de peligro porque los agentes soviéticos están por todas partes, y sin duda la mayoría de ellos están al acecho de él."
"Naturalmente", asintió Mangler con voz suave.
"Acudió a mí porque sabía que yo había sido investigado y autorizado por el Gobierno para obtener datos secretos y, por lo tanto, no podía tener ninguna relación con los soviéticos. Al principio se mostró extremadamente cauto, pero desde entonces se ha relajado. Pasaron al menos tres semanas antes de que me enseñara su máquina".
"Que te tragaste, anzuelo, línea y plomada."
"Pero no sin una cuidadosa investigación".
"¿Cómo qué?"
"¡La he visto funcionar!", espetó Newton.
"Me gustaría verlo yo mismo."
"Te llevaría mañana, excepto por una cosa."
"¿Mañana?
"Le daré al doctor Velikof el vale y tomaré posesión de la máquina mañana por la mañana a las diez ack emma."
"¿Y tus objeciones?"
"Usted estropearía el trato."
"¿Cómo?"
"Como la mayoría de los de tu calaña, querrías pasar unos años investigando las propiedades de la máquina. Le pedirías a alguien que hiciera un análisis matemático del proceso, querrías probarlo con esto y aquello, y luego te quedarías dando vueltas durante seis meses más antes de decidir si pagas ahora o dentro de un año. Mientras tanto, el doctor Velikof estaría en grave peligro, si no muerto para entonces".
"¿Y si prometo no interferir?"
"En esas circunstancias..."
Mangler miró a Newton calculadoramente. "¿Pondrá por escrito que me invita a presenciar este asunto con la única condición de que no interfiera en modo alguno en sus negocios con el tal doctor Velikof?".
"Con mucho gusto".
"Bien", dijo Mangler con una sonrisa. "Será una doble protección: si me entrometo y estropeo el trato, podrá detenerme. Si no me molesto en mantenerte fuera del cebo de un tonto, no podrás culpar de tu error a mi silencio."
"Trato hecho".
"Trato hecho", dijo Mangler.
Mangler se dio la vuelta y salió del despacho. Su paso por el pasillo fue seguido por los ojos del personal de la oficina, y cuando Newton llamó a su secretaria para que entrara a dictar, hubo una limpieza general de escritorios. Se esperaba que en cualquier momento surgiera la causa principal de otra leve escasez de papel.
Newton llamó a la puerta del hotel y ésta se abrió al cabo de un minuto. Primero se abrió apenas un resquicio y luego se abrió de par en par cuando el doctor Velikof vio a Phillip Newton. "Pase", dijo con un acento bastante marcado. Luego vio a Mangler y frunció el ceño. Empezó a cerrar la puerta de golpe; miró a Newton con una expresión medio extrañada, como si sintiera que un amigo de confianza le había traicionado.
"No se preocupe", dijo Newton alegremente; "éste es el doctor Howard Mangler".
"¿Cómo está usted?", preguntó el ruso con inseguridad.
"Bien, gracias", respondió Mangler.
"El doctor Mangler está a salvo; puedo...".
"Ahora que sé su nombre, lo sé", dijo el doctor Velikof. "Trabaja con usted".
"Así es".
"Sin embargo, lo hubiera preferido de otra manera. Sin embargo, está aquí", dijo Velikof en tono resignado.
"Puedes estar seguro de que tu secreto está a salvo con él".
"De eso estoy seguro", asintió rápidamente el ruso. "Sin embargo, las mejores intenciones a veces... ¿comprende? No tengo ninguna falta de fe en usted, doctor Mangler; de hecho, me habría encantado conocerle en otras circunstancias. Pero, como en la mayoría de las cuestiones de seguridad, el secreto más seguro es el que no lleva la etiqueta de secreto y sólo lo conoce una minoría absoluta."
Mangler asintió. "Sé muy bien cómo puede afectarte este asunto. No tema; estoy aquí sólo como un físico curioso que quiere ver la primera máquina en funcionamiento, una máquina que aparentemente hace lo que no se puede hacer."
"Estaré encantado de mostrársela", dijo Velikof con suavidad. A Newton le dijo: "¿Está todo listo?"
"Por supuesto", asintió Newton. Metió la mano en un bolsillo interior y sacó un sobre que entregó a Velikof. "Siento que tenga que ser en cheque certificado, doctor Velikof".
"Lo comprendo; es tan seguro como el dinero en efectivo".
"Le aseguro que lo es".
Velikof asintió y luego miró a Mangler. "Es usted escéptico", dijo sinceramente. "Pero sólo porque no lo entiendes".
Mangler asintió con cinismo. "Según lo que se sabe de la radiactividad, está usted a punto de violar algo parecido a una ley universal".
Velikof sacudió la cabeza. "Las leyes universales no se pueden violar. Cuando una ley universal obstaculiza los logros científicos, lo que hay que hacer es trabajarla para que la ley universal pueda darse la vuelta y operar a tu favor."
"Y", dijo Mangler con agudeza, "a veces se puede eludir la ley durante un período de tiempo durante el cual uno puede salirse con la suya con algunas cosas asombrosas. Pero siempre la ley lo alcanza a uno".
"¿Usted no cree...?"
"Francamente, no. Pero estoy dispuesto a que me lo demuestren".
"¡Entonces venga!" y Velikof condujo a los dos americanos desde la sala de recepción de la suite del hotel hasta el dormitorio. "Ahí está", dijo con orgullo.
Ahí estaba. Mangler observó la instalación con ojo crítico. Científico, experimentador e ingeniero práctico, Mangler examinó el equipo con su ojo experimentado. El material se había montado sobre una de las largas mesas portátiles que utilizan los hoteles para montar mesas de exposición en convenciones y similares; y la construcción de la mesa excluía cualquier adorno por debajo. Los tableros lisos pero desnudos estaban colocados sobre robustos caballos; un único cable de alimentación conducía desde un enchufe de pared hasta una pequeña caja metálica repleta de tomas de corriente en las que se conectaban varios aparatos que funcionaban con corriente alterna. Todo estándar.
En un extremo de la mesa había una balanza analítica bastante cara. Junto a ella había un graduado volumétrico y un sistema para medir el volumen real de un sólido irregular con un notable grado de precisión. No contentos con utilizar estas piezas para este fin, el tercer equipo de la mesa era un sencillo pero preciso aparato para medir la gravedad específica de los sólidos. Había un espectrómetro y su engranaje asociado, cuyo uso podía dar una estimación extremadamente cercana de la composición de una muestra. Se podía analizar una pequeña astilla tomada de una muestra mayor y, a partir de la proporción entre la muestra y la astilla, se podía obtener la estructura elemental de la muestra mayor. A continuación vinieron algunos equipos eléctricos, resistividad específica, momento magnético, constante dieléctrica, ejes piezoeléctricos.
"No los utilizamos todos en todas las muestras", explica Velikof. "Difícilmente se podría medir la constante dieléctrica de un bloque de radiosilver, por ejemplo".
"Pero la plata -como todos los metales- sigue teniendo una constante dieléctrica".
"Por supuesto. Y un bloque de cobre tiene un índice de refracción. Son mediciones y conceptos científicos y no prácticos para este propósito; aquí trabajamos en lo concreto y no en lo abstracto."
Mangler se encogió de hombros. Reconoció los siguientes equipos: uno era un contador de velocidad con la placa de un conocido fabricante de equipos científicos. Al lado había un contador Geiger portátil, con la placa de inventario de General Atomic Research atornillada al panel.
"Eso está aquí en préstamo", dijo Newton alegremente.
Mangler volvió a asentir. Por lo que podía ver, el equipo de Velikof era irreprochable. Utilizado bajo los ojos de Newton, nada menos que un ciclotrón oculto podía crear una falsa impresión de radiactividad en una muestra inerte. Usado delante de Mangler, ni siquiera un ciclotrón oculto podría usarse para falsificar ninguna prueba.
Pero fue el último objeto de la pizarra lo que interesó a Mangler. Era un pequeño maletín forrado de piel sintética con un asa de maleta en un lado. Tenía un panel frontal cubierto de esferas grabadas en caracteres rusos. Debajo de los caracteres que indicaban la función de los distintos diales, alguien (Velikof o Newton) había utilizado un lápiz graso para escribir el equivalente en inglés de masa, volumen y los distintos factores que constituyen las medidas de la materia. Y la fila inferior de diales podía ajustarse a la constante de actividad de las emanaciones radiactivas alfa, beta y gamma.
El maletín se abrió por la mitad; este panel de control y su interior llenaban una mitad del maletín dividido. La otra mitad estaba abierta detrás, y era obvio que el equipo que estaba junto al panel de control encajaba perfectamente en la mitad abierta del maletín.
La base de este equipo era un cilindro más grande formado por un electroimán. El núcleo estaba laminado, los extremos de las laminaciones se veían a través de la cúpula plana del cilindro. La bobina de alambre llegaba hasta la parte superior de las laminaciones, de modo que apenas se veía la superficie del cilindro. La parte inferior era un círculo plano de metal lo suficientemente grande como para sobresalir de la bobina; formaba una base limpia. De la base metálica salían tres puntales metálicos que ascendían (casi tocando el exterior del electroimán) hasta una superestructura situada por encima de la cara plana del núcleo laminado del imán. Era obvio que la muestra descansaría sobre esta cara plana.
Los tres puntales sostenían una espiral de tubos de vidrio que terminaban en electrodos similares a los terminales de los tubos de un letrero de neón; éstos estaban conectados al cable que iba del engranaje a la caja de control. Encima de la espiral de vidrio había un círculo plano de aluminio.
"La radiactividad es un estado de inestabilidad en el núcleo", explicó Velikof.
Mangler asintió. Velikof no había dicho nada que no se pudiera obtener de un libro fundamental sobre atómica, de hacia 1935.
"La condición conocida como vida media se obtiene debido a la naturaleza estadística de la estructura atómica. Un átomo cualquiera no es radiactivo; sólo se encuentra en un estado inestable en el que contiene energía más que suficiente para mantenerse unido. Cuando expulsa este exceso de energía, es radiactivo sólo durante ese instante. Después se convierte en un núcleo estable. Pero cuando hay una cantidad estadística de átomos de este tipo -y cualquier materia bruta, por diminuta que sea, contendrá una cantidad estadística- siempre hay un cierto número de átomos en estado radiactivo que expulsan el exceso de energía. Algunos lo hacen rápidamente; otros se toman su tiempo.
"Para eliminar el exceso de energía de una vez es necesario controlar las propias partículas nucleares".
"Lo que hasta ahora no se ha hecho", sugirió Mangler.
"Cierto", dijo Velikof. "Un átomo inestable puede considerarse como una mesa de billar con las bolas en movimiento. El estado estable consiste en las bolas en reposo. En el átomo radiactivo, las bolas contienen un exceso de energía total suficiente para expulsar a cualquiera de ellas de la mesa, pero este exceso de energía se divide entre ellas. Hasta que el movimiento aleatorio de los componentes y la consiguiente transferencia de energía de uno a otro no hacen que uno de los componentes contenga ese exceso de energía para sí solo, no ocurre nada. Entonces, cuando esto ocurre, la bola tiene energía suficiente para abandonar el lugar; en otras palabras, la partícula es expulsada."
"Fundamental", dijo Mangler. "Pero, ¿cómo se controlan las partículas nucleares con este equipo?".
"Introduciendo la muestra radiactiva en campos que actúan sobre las propiedades electrostáticas, momentomagnéticas y mecanogravíticas del núcleo".
"Esto tengo que verlo", dijo Mangler.
Velikof asintió. De un pesado maletín de metal sacó un pequeño trozo que parecía un pedazo de mineral. Le entregó las largas pinzas a Mangler, que observó la muestra desde una distancia segura a través de un trozo de cristal emplomado convenientemente colocado sobre la mesa.
"Esperas un truco", dijo Velikof. Su tono sugería que le disgustaba que Mangler no le creyera. "Márcalo si quieres".
"Me gustaría, pero prefiero no acercarme tanto al material caliente".
"Entonces inspecciónalo con cuidado y anota cualquier cosa característica de su estructura. Así estarás seguro".
"Simplemente pon el espectáculo en marcha", dijo Mangler.
"De acuerdo".
Velikof probó la muestra ante el Geiger y el contador de velocidad de conteo. A partir de las lecturas obtenidas, ajustó los diales de la caja de control. Luego Velikof pasó muchos minutos pesando, midiendo y probando la muestra, transfiriendo masa, volumen, etc. a los diales adecuados de la caja. Volvió a probar la muestra ante los contadores y volvió a comprobar los ajustes de los diales, que no tuvo que cambiar.
"Observarán que la radiactividad no ha disminuido en la media hora que he empleado en medir la muestra", dijo Velikof.
Mangler soltó una risita. "La intensidad allí", dijo haciendo un gesto con la mano hacia los contadores, "es tal que cualquier radiactivo de vida media corta que pudieras conseguir habría empezado más caliente que el propio Oak Ridge. Adelante".
Velikof levantó la placa superior de aluminio y colocó la muestra en el extremo laminado del electroimán. Con la placa superior de nuevo en su sitio, la muestra podía verse a través de las bobinas de la espiral de vidrio.
"¡Ahora!", dijo Velikof con brusquedad. Accionó un pequeño interruptor en el panel de instrumentos.
Se oyó un leve chisporroteo de corona y la placa circular superior mostró unos cuantos picos de fuga procedentes de algunos bordes afilados. Hubo un tirón general, pero muy suave, de los objetos que contenían hierro en los bolsillos; la muestra se movió un poco.
Un medidor subió rápidamente por la escala hacia una línea roja y, al llegar a ella, las bobinas de vidrio se encendieron con un brillo cegador y el equipo emitió un débil "¡Ting!" metálico.
Velikof se echó a reír. "Sé mejor que nadie que no debemos mirarlo", dijo; "pero ni siquiera yo puedo evitarlo".
Mangler miró hacia el techo. Había una imagen en espiral que se movía con sus ojos, una impresión retenida centelleante que cambiaba de color, del verde llameante al azul hermoso, al rojo sangre, luego al blanco, luego al azul, luego de nuevo al verde. Se desvanecía lentamente; aparecía cambiando de color tras los párpados cerrados, volvía a brillar y se apagaba de nuevo y se desvanecía para volver. Al mirar la muestra, el color retenido en la imagen del ojo coincidía con el del equipo y se registraba en la espiral de cristal y hacía que pareciera que seguía brillando.
Velikof levantó la placa superior y sacó la muestra con sus propias manos. Se la entregó a Mangler y le dijo: "¡Pruébala!"
Estaba muerto.
Mangler lo miró y luego observó el equipo. "Esto tengo que inspeccionarlo", dijo en voz baja.
Velikof sonrió. "Ahora crees".
"Nunca lo creería posible".
Newton sonrió seguro de sí mismo. "Tendremos tiempo de sobra para ver qué lo hace funcionar", dijo.
"¿Pero adónde va la actividad?", preguntó Mangler.
"Se transforma en radiaciones inofensivas de mera luz, un poco de descarga electrostática y un estallido de campo magnético", dijo Velikof. "Toda energía tiene una longitud de onda equivalente; insertando artificialmente la longitud de onda equivalente apropiada y excitando el material adecuadamente, la radiación energética se heterodinamiza en energía inofensiva que puede disiparse fácilmente."
"¡Increíble! ¿Tienes otra muestra?"
"No, por desgracia. Los radioisótopos cuestan dinero. ¿Por qué?"
"Me gustaría volver a intentarlo".
"Puede hacerlo en su laboratorio. Esta máquina es ahora suya".
"Entonces saquémosla de aquí, ¡rápido! Tengo trabajo que hacer".
Newton sonrió. "Nos gustaría otra comprobación del proceso", dijo.
"Bueno, podemos pasar por el mero trámite", dijo Velikof lentamente.
"Oh, no", dijo Newton. "Tengo una muestra aquí conmigo".
"¿Contigo?", estalló Mangler. "Eso es peligroso, idiota".
"En absoluto", sonrió Newton sacando del bolsillo un pequeño estuche plano. Era pesado; de plomo. Lo abrió sobre la mesa con un destornillador largo y sacó una pequeña muestra del estuche con las pinzas. "Ahora podemos volver a hacerlo", dijo alegremente.
Los contadores parlotearon alegremente mientras Newton sostenía la muestra frente a las sondas.
Velikof miró su reloj. "¿Quieres probarlo?", preguntó nervioso. "Los bancos cierran hoy a mediodía, ya sabe".
"Tienes media hora. Luego, siempre está mañana".
Velikof negó con la cabeza. "Mañana debo irme", dijo; "hay hombres que me matarían por lo que he hecho".
Newton sonrió. " Tiene media hora. Me gustaría recibir algunas instrucciones. ¿Por favor?"
Velikof asintió. "Hágalo usted", dijo. "Pero date prisa, por favor".
"Las mediciones llevan su tiempo".
"Lo sé. Pero... bueno, adelante".
Newton asintió y puso la muestra en la balanza. Sus manos tantearon un poco y volvió a empezar-.
"Date prisa, por favor".
"Supongo que está suficientemente cerca", dijo Newton. Puso el dial de masa, lo miró, volvió a mirar la balanza y se encogió de hombros. Sumergió la muestra en el graduado volumétrico, la pasó por los puentes eléctricos e hizo los ajustes apropiados en los diales de la caja de control.
"Está usted siendo bastante descuidado", dijo Mangler señalando.
"Me temo que ha sido demasiado descuidado", dijo Velikof. "Pero tenemos muy poco tiempo para repetirlo".
"Usted fija las constantes radiactivas", dijo Newton a Mangler. Mangler pensó un momento y las fijó con precisión.
"Ahora", dijo Newton. Accionó el interruptor.
Volvió a oírse el breve chisporroteo de la corona, el impulso de la atracción magnética y, a continuación, la cegadora llamarada de luz.
Newton cogió la muestra.
"¡No!", dijo Velikof rápidamente.
"¿Por qué?
gruñó Mangler. "Has sido tan descuidado como un niño", se mofó. "Esa muestra probablemente esté tan caliente como antes".
"Pero tiene el proceso correcto", dijo Velikof. "Y ahora debo ponerme en marcha".
Encogiéndose de hombros, Newton cogió las pinzas, levantó la muestra de su sitio y la colocó delante del mostrador.
El mostrador se quedó en silencio.
"¡Muerto!", resplandeció Newton.
"Hmmmm".
Velikof se volvió desde la puerta. "¿Muerto?", dijo. "¿Muerto?"
"Muerto", dijo Newton. "No he podido ser tan descuidado como me acusas".
"Quizá la cosa no sea tan exigente como sugieres", dijo Mangler.
"Lo averiguaremos", dijo Newton; "Howard, ayúdame a hacer las maletas".
"Claro".
Velikof negó con la cabeza. Le devolvió el sobre a Newton.
Newton lo cogió, extrañado. "¿Por qué?"
"No vendo", dijo Velikof.
"Pero sí vendiste. Es mío, nuestro".
"Te llevaste tu sobre".
Mangler gruñó. "¡No si yo tengo algo que decir al respecto!".
Velikof miró a Mangler de arriba abajo. "Pero esto no es..."
Mangler flexionó las manos. "No puedes jugar a ese juego con nosotros", gruñó. "¿Qué quieres, más dinero?
"Quiero mi máquina. Se me acaba de ocurrir que sé cómo explotarla para mí, a salvo de mis compatriotas".
"Bueno, no puedes echarte atrás en un contrato tan fácilmente".
"Se trata de un asunto de negocios", dijo Newton en voz baja, mientras hacía a un lado a Mangler. "Que entra dentro de mi jurisdicción. Yo me encargaré".
"De acuerdo, pero no dejes que se escape con esa máquina".
"Los negocios son los negocios", sonrió Newton. Luego, dirigiéndose a Velikof, dijo: "Los negocios son una de las cosas en las que nos especializamos los americanos, ¿sabe?".
"Ya veo", dijo Velikof; "queréis un beneficio".
"¡Queremos la máquina!"
"Este es mi trabajo, Howard". Newton asintió a Velikof. "Hágame una oferta".
"Tienes tus cincuenta mil originales; te compro la máquina por diez mil".
"No."
"Veinte."
"No."
"Veinticinco."
"Hmm."
"Mira, Newton, esto vale mucho más que eso."
"Treinta."
"Que sean cincuenta."
"¡Hecho!"
"¡Efectivo!"
Velikof fue al cajón de la cómoda y sacó un fajo de billetes. Contó cincuenta y se los dio a Newton. "¡Ahora lárgate!", espetó.
"Vamos, seamos amigos".
"¿Para que vea mi máquina y la copie? No!"
"Vamos, Mangler. Vámonos".
Newton condujo a Mangler fuera de la habitación. El ascensor que vino a por ellos también dejó caer a seis policías que se apresuraron a subir por el pasillo. Golpeaban la puerta cuando se cerró la del ascensor.
"Eres un imbécil", espetó Mangler. "Sé lo que estás pensando; que yo podría reproducir esa máquina. Pero no puedo. No puedo. Y la has vuelto a vender por unos míseros cincuenta mil. Eres un imbécil. Vale millones".
"No, sólo cincuenta mil", dijo Newton, agitando su sobre.
"Pero Velikof ganará millones...".
"Puede que sí", rió Newton, "pero ya no; los señores de uniforme se encargarán de ello".
"¿Qué quieres decir?
"Mangler, me inclino ante tus conocimientos en cuestiones científicas, pero la Comisión me puso al frente de los negocios porque eres increíblemente ingenuo. Hace unos años vendían unos cacharritos que imprimían billetes de dólar. Diez días después de Hiroshima, había anuncios de todo tipo, desde ondas atómicas permanentes hasta píldoras de patente atómica. Desarrolla algo nuevo, y habrá diez avispados haciendo dinero tonto con ello".
"¿Pero qué pasó?"
Newton se rió entre dientes. "Primero, Velikof, que es un charlatán de la primera agua, me hizo una demostración de una máquina. Yo, un simple hombre de negocios, quedé debidamente impresionado por las maravillas de la ciencia. Acepté comprar este fabuloso artilugio por cincuenta de los grandes.
"Entonces", continuó alegremente, "se lo mencioné a usted. Te burlaste y finalmente aceptaste la broma para tener la espléndida oportunidad de ver cómo me cortaban".
"Y luego", continuó aún más alegre, "el hombre que sabía que no funcionaría en primer lugar fue convencido por un poco de prestidigitación. Mangler, has hecho un buen trabajo".
Mangler gruñó. "¿Sí? ¿Cómo?
"Actuando de forma natural: El físico sesudo convencido por un artilugio. Convenciste al charlatán de que tenía algo".
"Pero..."
Newton sonrió. "Mangler, ya deberías saber que los núcleos cilíndricos de los imanes nunca están hechos de laminaciones porque es igual de eficiente hacer un núcleo cuadrado con laminaciones. Girar un núcleo laminado es una molestia innecesaria".
"Sí."
"Así que pensé que la única razón para hacer un núcleo cilíndrico laminado era ocultar una grieta diminuta, el tipo de grieta que sería visible en una superficie lisa. El tipo de grieta hecha por un par de astutas trampillas. Dos muestras, elaboradamente esculpidas en notable similitud, una radiactiva y otra muerta. Sabe Dios cuántas veces ha hecho Velikof este truco de prestidigitación, a cincuenta Gee el paso. Y es seguro, porque nadie se atrevería a tocar la muestra caliente lo bastante cerca como para marcarla. El resplandor de la luz de la fotosonda para cegar los ojos, los elaborados preparativos y todo lo demás. Y así, el caballero que iba a ver cómo me recortaban se enamoró del trabajo en sí".
Newton soltó una carcajada.
"Pero..."
"Oh", dijo Newton alegremente, "¿ni siquiera tú lo entiendes?".
"No."
"Sencillo. Verás, tenía que sacar beneficio. Usé gas radón por valor de unos miles de dólares. El gas radón y el berilio producen montones y montones de neutrones. Los neutrones pueden bombardear elementos; hice que uno de sus muchachos me preparara uno de los elementos a corto plazo y lo pusiera en mi cajita de plomo. Uno de los de vida media de cinco minutos que activaría los contadores y luego se extinguiría en la media hora que tardaría en realizar las mediciones. Al ser chapucero en mi análisis, convencí a Velikof de que su equipo podía funcionar de verdad si descubría cómo ajustar mal sus diales".
Newton agitó el sobre hacia Mangler. "Así que a partir de ahora, tú te quedas en tu extremo del pasillo y te encargas de los artilugios, y yo me quedo en mi extremo y me encargo del negocio. Y si eres un buen artilugio, te haré llegar tu solicitud -no pedido- de tectroscopios. Supongo que ahora podemos permitírnoslo".
Rñu
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Cuando el robot despertó en el laboratorio, vio a un pingüino risueño y a un antílope con la cabeza grande, con barba y cuernos curvos.
—No parpadees —dijo el pingüino, que vestía una bata blanca al igual que su colega.
El robot estaba pegado a una pared metálica y una pistola láser acoplada a un brazo robótico le apuntaba a la cara. En el suelo había un proyector del que salió el holograma de un humano vestido con una túnica negra. Llevaba sobre la cabeza el disco duro antiguo de color dorado y en la mano izquierda sostenía un ordenador portátil.
—Soy san Ignucio, de la Iglesia de Emacs —dijo el holograma—. Repite conmigo: no hay otro sistema sino GNU y Linux es uno de sus núcleos.
El robot repitió la frase sin saber por qué lo hacía, era como un mandato divino que no podía desobedecer, y san Ignucio levantó la mano y exclamó:
—Te bendigo, hijo mío. ¡Eres libre!
El holograma desapareció y el robot se despegó de la pared.
—El núcleo se está volviendo negro y está absorbiendo nuestra energía —dijo el antílope al robot mientras le mostraba imágenes en una pantalla enorme—. Necesitamos EDP para revertir el colapso del núcleo. Si no lo conseguimos, moriremos.
—Pero el EDP solo existe en el pasado, y lo tienen los niños humanos —afirmó el pingüino.
—Insértale la memoria USB para que sepa cuál es su misión.
El pingüino colocó la memoria USB en la ranura que tenía el robot en la cabeza y sus ojos empezaron a brillar.
—¿Crees que puedes completar la misión? —preguntó el antílope.
—Puede que sí… o puede que no.
—No hay tiempo que perder —dijo el pingüino—. Vamos al túnel del tiempo.
El antílope se sentó y tecleó el comando netstat -a antes de que sus compañeros penetraran en el túnel del tiempo. En la entrada había una caja y el pingüino la recogió antes de entrar. Una luz verde fluorescente que procedía del número 80386 —que se repetía infinitamente en el suelo, el techo y las paredes— iluminaba el túnel del tiempo. El número iba disminuyendo con cada paso que daban, y después de dar 78 369 pasos, el pingüino se detuvo; sacó de la caja un ordenador portátil y escribió: sudo apt-get install 26-06-2017. En ese instante apareció en el techo un portal rojo con forma de espiral.
El robot se puso debajo de la espiral y el pingüino volvió a meter su ala en la caja y sacó una cajita de metal, una tablet —que tenía solo un botón—, un amuleto —con el acrónimo GNU/Linux— y una mochila. Guardaron los objetos en ella y el robot se la colgó a la espalda.
—Ten cuidado con MALSOPRI —advirtió el pingüino—; ese monstruo controla el pasado. —Antes de teclear sudo 26-06-2017 enter, dijo—: Recuerda: controla el software y no dejes que el software te controle…
El robot fue succionado por el portal y apareció debajo de una cama en un dormitorio iluminado por la luz tenue de la lámpara sobre una mesita de noche.
Inspeccionó la habitación y, cuando vio el tamaño de la cama, se sorprendió —el robot medía quince centímetros—. Encontró una CPU debajo de un escritorio y lo escaló hasta subirse al monitor. Desde esa altura, pudo ver el EDP —estaba en la mano abierta de un niño que dormía profundamente—.
Bajó del escritorio y subió al colchón; agarró el EDP y, cuando iba a abrir la mochila, una voz dijo:
—Eso es mío.
El robot dio media vuelta y vio a un ratón anciano con gafas, un regalo en la mano y una espada envainada en la cintura.
—Devuélveme el diente —dijo el ratón con su voz senil.
El robot miró el EDP y dijo:
—No puedo porque tengo que llevarlo al año 80386 antes de que el núcleo colapse.
—¿Me estas tomando el pelo?
—No.
—Ah, ya entiendo. —Puso la mano en la empuñadura de la espada—. Llevo muchos años visitando a los niños mientras duermen y nunca me había encontrado con un ladrón que me quisiera robar con una excusa tan absurda.
—Yo no le quiero robar nada.
—Dame el diente de leche de Steven.
—No se lo voy a dar.
—Pues tendré que cortarte la cabeza —dijo desenvainando la espada.
El robot bajó rápido de la cama y se dirigió hacia la CPU.
—Cuando era joven —explicó el ratón mientras bajaba despacio de la cama—, era más ágil que tú. Con esta espada maté a muchos ratones que me desobedecieron. Recuerdo un día que le perdoné la vida a uno porque me dio dos monedas de oro. Si tú me das tres, también te la perdonaré —dijo poniendo las patas en el piso. Utilizando la espada como bastón, caminó hacia el robot.
—No tengo monedas de oro.
De repente, el ratón se quedó desorientado, mirando con cara de asustado a todos lados. Tiró el regalo y musitó:
—¿Qué hago aquí? ¿Y quién es ese?
Y cuando vio el diente en la mano del robot, dijo:
—Ah, ya lo recuerdo… A pesar de tener 123 años, todavía gozo de buena memoria… —«¿O tengo 133 o 149?», pensó—. ¿Qué haces con mi diente?
—Necesito llevar este EDP al planeta P3 para que el núcleo no colapse, una…
—¿Pero qué tonterías estás diciendo? ¿Crees que soy tonto?
Y se abalanzó sobre el robot e intentó cortarle la cabeza, pero el robot se agachó tan rápido que la espada golpeó el interruptor de la CPU. Se oyó el sonido de arranque de la computadora y de la pantalla salió un círculo animado que dijo:
—¡Hola! ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?
—Sí, ayúdame a eliminar a ese ratón porque no me quiere devolver el diente de leche de Steven.
—No es un ratón, es un robot. ¿Cómo te llamas, robot?
El robot observó al ratón y se quedó pensando un rato. Luego, dijo:
—Me llamo Rñu.
—¿Por qué te quieres llevar ese diente?
—MALSOPRI, sé que tú sabes por qué quiero llevarme ese diente. Estoy bien informado sobre las puertas traseras que usas para controlar este mundo.
Hubo un silencio y después el círculo animado dijo:
—Antes de seguir conversando, necesito que aceptes este pequeño obsequio que te traje con mucho cariño.
Y sacó una galleta del monitor.
—Llevo comiendo esas galletas desde 1995 y están muy ricas —aseguró el ratón—. Prueba una, te aseguro que te gustarán.
—Si MALSOPRI me dice los ingredientes que usó para hornearla, quizá la pruebe.
—Los ingredientes no se dicen, pero, si no pruebas mi galleta, tendrás que irte de este mundo, ¡pero muerto!
El círculo animado comenzó a transformarse en la silueta de un monje sin cara —con los brazos abiertos— y empezó a brillar con intensidad. Cuando dejó de hacerlo, el ratón y Rñu vieron a un monstruo que no tenía nariz, pero sí muchos ojos en la frente. La boca del monstruo se parecía a una C. Sostenía una guadaña negra y sus pies estaban formados por muchos gusanos que se devoraban entre ellos y volvían a nacer en un bucle infinito.
—¡Dame el EDP! —gritó MALSOPRI.
Y el viejo ratón cayó desplomado.
Mientras MALSOPRI observaba el cuerpo del ratón tendido en el suelo, Rñu aprovechó para sacar el amuleto. Pero, cuando iba a conectarlo en la CPU, MALSOPRI atacó a Rñu con la guadaña y el amuleto cayó.
Rñu corrió hasta donde estaba el ratón y recogió su espada. MALSOPRI volvió a atacarlo con rabia y derribó a Rñu. Mientras levantaba la guadaña para clavársela al robot, se escucharon unos pasos que se acercaban con rapidez hacia el amuleto. MALSOPRI miró cómo el niño conectaba el amuleto en la CPU. Rñu, aprovechando la distracción de MALSOPRI, le clavó la espada en el pecho y dijo:
—Sudo passwd root.
MALSOPRI fue succionado por el monitor y el equipo se reinició.
Apareció en la pantalla una espiral roja —como la que había transportado al robot en el tiempo— sobre la palabra Debian.
—Gracias por ayudarme, eres un niño valiente.
—De nada —respondió Steven con timidez.
—MALSOPRI todavía está vivo. Está en las casas de los otros niños.
El rostro de Steven transmitió miedo.
—¿Quieres acabar con MALSOPRI de verdad?
—Sí.
—Entonces tienes que aconsejar a todos los niños que conoces que utilicen el sistema operativo GNU/Linux: solo así habrá libertad en este planeta.
El niño se quedó pensativo.
—En el futuro solo usamos software libre y podemos utilizar todo lo que existe gratis: podemos mejorarlo, estudiarlo, compartirlo y modificarlo. ¿Qué te parece?
—A partir de hoy les diré a todos mis amiguitos que usen el sistema operativo GNU/Linux.
Rñu sonrió, se subió a la cama y dijo:
—Te traje un regalo. Ven, siéntate. —Y sacó de la mochila una tablet y se la entregó.
El niño se sentó y pulsó el único botón que tenía la tablet para encenderla y una descarga eléctrica lo dejó inconsciente.
Rñu lo acomodó con mucha dificultad en el colchón. Después, guardó la tablet y bajó de la cama para recoger la espada, se acercó al ratón y lo cortó en pedacitos. Los metió en la mochila junto con sus gafas y la espada y dejó su regalo en la mesita de noche. Sacó la cajita de metal y metió el EDP, se introdujo debajo de la cama —donde estaba el portal— y se teletransportó.
Apareció en el túnel del tiempo y miró cómo el número 2017 —de color verde y fluorescente, que se repetía infinitamente en el techo, las paredes y el suelo— iba aumentando mientras caminaba. Cuando llegó al número 80 386, vio que el antílope y el pingüino lo estaban esperando. Le entregó la cajita de metal al pingüino y se fijó en que el antílope tenía una corona fúnebre en sus manos.
—No hay otro sistema sino GNU y Linux es uno de sus núcleos —dijo el antílope.
El pingüino se fue con la cajita y el antílope le entregó la corona fúnebre a Rñu y dijo:
—Ahora tienes que ir a la casa de Vil Gates.
FIN
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