CAPITULO XI

Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el ex—director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.

Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta.

El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.

Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.

—Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.

Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.

—Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?

—En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según como lo mire, se la alargamos.

El joven lo miró sin comprenderle.

—El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal —explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.

John empezaba a comprender.

—La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos —murmuró.

—¿Cómo?

—Nada.

—Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…

—Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.

El doctor se encogió de hombros.

—Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…

Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allá permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…

—No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano —concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.

Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.

Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.

Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.

—Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles —anunció Fanny triunfalmente.

—Lo celebro —dijo Lenína—. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?

Fanny asintió con la cabeza.

—Y debo confesar —agregó— que me llevé una sorpresa muy agradable.

El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación... La lista de personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.

—Y la semana pasada fui con seis chicas —confió Bernard a Helmholtz Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando...

Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.

—Me envidias —dijo.

Helmholtz denegó con la cabeza.

—No, pero estoy muy triste; esto es todo —contestó.

Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a Helmholtz.

Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito. Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.

—Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.

Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.

…es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos, decían las instrucciones de Bernard.

En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing—T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más liviano que el aire.

El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.

—Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora —dijo solemnemente el Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?

John lo encontró magnífico.

—Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.

El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…

Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?

En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama "el alma", que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que ...

El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente extraordinarias.

…aunque debo reconocer —leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia…

La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él —a él— sobre el orden social, era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.

Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la fábrica.

—Cada proceso de fabricación —explicó el director de Elementos Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.

Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma—Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta—Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.

—¡Oh maravilloso nuevo mundo…!

Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:

—¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!

—Y le aseguro —concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos...

Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.

En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita—cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.

El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.

—¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.

—¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.

Y suspiró.

Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.

—Si está usted libre algún lunes, miércoles —a viernes por la noche —le decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.

Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).

—Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.

El Preboste abrió la puerta.

Cinco minutos en el aula de los Alfa—Doble Más dejaron a John un tanto confuso.

—¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.

Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.

Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta—Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:

—Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—: Como antes.

Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. —Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.

En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.

—Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.

—¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.

En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.

—Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keatte.

Y se dirigió hacia la puerta.

Un momento más tarde, el Preboste dijo:

—Ésta es la sala de Control Hipnopédico.

Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.

—Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney—, pulsar este botón...

—No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.

—O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…

—Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.

—¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela.

—Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.

—Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.

Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.

—Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.

—Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.

Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.

De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.

—¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? —preguntó Bernard.

El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.

Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:

—¿Qué hay en esas cajitas?

—La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que le había regalado Benito Hoover—. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.

Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.

Lenina entró canturreando en el Vestuario.

—Pareces encantada de la vida —dijo Fanny. —Lo estoy —contestó Lenina. ¡Zas!—. Bernard me llamó hace media hora—. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene un compromiso inesperado. —¡Zas!—. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.

Y se dirigió corriendo hacia el baño.

Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.

El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador—Diputado del Banco de Europa.

—Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo —había confesado Lenina a Fanny— tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no lo sé. —Lenina movió la cabeza—. La mayoría de ellos no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera —agregó, tristemente; y suspiró—. Es guapísimo, ¿no te parece?

—Pero ¿es que no le gustas? —preguntó Fanny.

—A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.

Sí, Fanny lo sabía.

—No llego a entenderlo —dijo Lenina.

No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.

—Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.

Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión excelente. Su buen humor se vertió en una canción: Abrázame hasta embriagarme de amor,

bésame hasta dejarme en coma;

abrázame, amor, arrímate a mí;

el amor es tan bueno como el soma.

Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.

Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.

—Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca —susurró Lenina—. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.

El salvaje obedeció sus instrucciones.

Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta—Más rubia y braquicéfala.

El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh…, oh…! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah…, aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah..., aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Oh…!

El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros —Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos —el Predestinador Ayudante tenía toda la razón—podía palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.

El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.

Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…

Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.

—Creo que no deberías ver cosas como ésas —dijo al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.

—¿Cosas como qué, John?

—Como esa horrible película.

—¿Horrible? —Lenina estaba sinceramente asombrada—. Yo la he encontrado estupenda.

—Era abyecto —dijo el Salvaje, indignado—, innoble...

—No te entiendo —contestó Lenina.

¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?

En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.

El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin —pensó ésta, llena de exultación, al apearse—. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard... Y sin embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin ... El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.

—Buenas noches —dijo una voz ahogada detrás de ella.

Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando —pero, ¿a qué?—, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.

—Buenas noches, Lenina —repitió el Salvaje. —Pero, Ojén… Creí que ibas a... Quiero decir que, ¿no vas a…?

El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.

Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.

Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.

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