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Bestiario
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BESTIARIO (1951)
Bestiario es la primera obra en la que Julio Cortázar dice sentirse "realmente seguro de lo que quería decir".
Se trata de ocho cuentos, en los que aparecen perfectamente entrelazados algunas características esenciales de la narrativa de Cortázar: el humor, el absurdo y lo fantástico.
Los cuentos de Bestiario son, según el propio autor, estructuras cerradas que no problematizan más allá de la literatura.
De Bestiario dice Cortázar: "Varios de los cuentos de Bestiario fueron, sin que yo lo supiera (de eso me di cuenta después) autoterapias de tipo psicoanalítico. Yo escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróticos que me molestaban".
En el caso concreto de uno de ellos "Circe" , lo escribí en un momento en que estaba excedido por los estudios que estaba haciendo para recibirme de traductor público en seis meses, cuando todo el mundo se recibe en tres años. Y lo hice. Pero a costa, evidentemente, de un desequilibrio psíquico que se traducía en neurosis muy extrañas, como la que dio origen al cuento.
Yo vivía con mi madre en esa época. Mi madre cocinaba, siempre me encantó la cocina de mi madre, que merecía toda mi confianza. Y de golpe, empecé a notar que al comer, antes de llevarme un bocado a la boca, lo miraba cuidadosamente porque temía que se hubiera caído una mosca. Eso me molestaba profundamente porque se repetía de manera malsana. Pero ¿cómo salir de eso? Claro, cada vez que iba a comer a un restaurante era peor. Y de golpe, un día, me acuerdo muy bien, era de noche, había vuelto del trabajo, me cayó encima la noción de una cosa que sucedía en Buenos Aires, en el barrio de Medrano: una mujer muy linda, muy joven, pero de la que todo el mundo desconfiaba porque la creían una especie de bruja porque dos de sus novios se habían suicidado.
Entonces empecé a escribir un cuento sin saber el final, como de costumbre. Avancé en el cuento y lo terminé. Lo terminé y pasaron cuatro o cinco días y de pronto me descubro a mí mismo comiéndome un puchero en mi casa y cortando una tortilla y comiendo todo como siempre, sin la menor desconfianza. Creo que es uno de los cuentos más horribles que he escrito. Pero ese cuento fue un exorcismo que me curó de encontrar una cucaracha en mi comida.
También pertenece a Bestiario el breve, pero intensísimo cuento de "La casa tomada", donde dos hermanos, peculiar pareja adánica, son expulsados de su pequeño y cerrado "paraíso" y arrojados a la vida, a un mundo desconocido. Significativamente lo único que consiguen "salvar" de la casa es un reloj, que les recuerda obsesivamente su temporalidad, su condición de mortales.
Cortázar explica así ese cuento: Ese cuento fue resultado de una pesadilla. Yo soñé ese cuento. Sólo que no estaban los hermanos. Había una sola persona que era yo. Algo que no se podía identificar me desplazaba poco a poco a lo largo de las habitaciones de una casa, hasta la calle.
Me dominaba esa sensación que tienes en las pesadillas: el espanto es total sin que nada se defina, miedo en estado puro. Había una cosa espantosa que avanzaba, una sensación de amenaza que avanzaba y se traducía en ruidos. Yo me iba creando barricadas, cerrando puertas, hasta la última puerta que era la puerta de la calle. En ese momento me desperté: antes de llegar a la calle. Me fui inmediatamente a la máquina de escribir y escribí el cuento de una sentada.
De "La casa tomada" se dijo que era una alegoría del Peronismo y de la situación de Argentina a final de los años cuarenta. Cortázar no rechaza totalmente esta tesis:
"Esa interpretación de que yo estaba traduciendo imaginativamente mi reacción como argentino ante lo que sucedía en el país, no es la mía, pero no se puede excluir. Es perfectamente posible que yo haya tenido esta sensación y que en el cuento se tradujera así, de manera fantástica y, simbólica"
Casa tomada
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.) Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Carta a una señorita en París
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.
Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza?
No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.
Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro.
Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta.
¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Julio Cortazar ¾ Bestiario Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio.
Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
Lejana
Diario de Alina Reyes
12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y la cara Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuciante, de retrato de Doran Gray a lo último.
Me acosté con gusto a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep...
Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una vocal(tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y tres alternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palíndromos. Los fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me delata; Anás usó tu auto Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes, es la reina y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no concluye. Porque la reina y...
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso fue otra vez, sentirla y el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M'hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con sordina. Votre âme est un paysage choisi... pero me veía las manos entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos.
Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado, no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de día en día, entonces es seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy... Pero solamente loca, solamente... ¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias...
Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos, hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Dobrina con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio. Este pensar de noche, tan noche... Quién sabe si no me perdería. Una inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple.
Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa Piaggio entre un Chopin y otro Chopin. pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y... en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi lado. es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos -no lo otro, no el sentirla tener frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé:
«Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro - o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y...
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo... Era peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontrar claves en cada palabra tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y los ruidos, y después... Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un diario, las dos cosas no marchan juntas - ya ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien mío). En el puente la hallaré y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo.
Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda.
Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro.
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa-anduvo por veinte lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque la nieve se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía como la pollera se le pegaba a los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las manos, negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y yéndose.
Ómnibus
—Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva —pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema.
Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero."
Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos.
Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara.
Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristilo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
—¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca, marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento de levantarse.—
Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportables —protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parpadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
— Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
— Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
— Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia.
Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
Cefalea
Debemos a la doctora Margaret L. Tyler las imágenes más hermosas del presente relato. Su admirable poema, Síntomas orientadores hacia los remedios más comunes del vértigo y cefaleas apareció en la revista Homeopatía (publicada por la Asociación Médica Homeopática Argentina), año XIV, n. 32, abril de 1946, páginas 33 y ss.
Asimismo agradecemos a Ireneo Fernando Cruz el habernos iniciado, durante un viaje a San Juan, en el conocimiento de las mancuspias.
Cuidamos las mancuspias hasta bastante tarde, ahora con el calor del verano se llenan de caprichos y versatilidades, las más atrasadas reclaman alimentación especial y les llevamos avena malteada en grandes fuentes de loza; las mayores están mudando el pelaje del lomo, de manera que es preciso ponerlas aparte, atarles una manta de abrigo y cuidar que no se junten de noche con las mancuspias que duermen en jaulas y reciben alimento cada ocho horas.
No nos sentimos bien. Esto viene desde la mañana, tal vez por el viento caliente que soplaba al amanecer, antes de que naciera este sol alquitranado que dio en la casa todo el día. Nos cuesta atender a los animales enfermos —esto se hace a las once— y revisar las crías después de la siesta. Nos parece cada vez más penoso andar, seguir la rutina; sospechamos que una sola noche de desatención sería funesta para las mancuspias, la ruina irreparable de nuestra vida. Andamos entonces sin reflexionar, cumpliendo uno tras otro los actos que el hábito escalona, deteniéndonos apenas para comer (hay trozos de pan en la mesa y sobre la repisa del living) o mirarnos en el espejo que duplica el dormitorio. De noche caemos repentinamente en la cama, y la tendencia a cepillarnos los dientes antes de dormir cede a la fatiga, alcanza apenas a sustituirse por un gesto hacia la lámpara o los remedios. Afuera se oye andar y andar en círculo a las mancuspias adultas.
No nos sentimos bien. Uno de nosotros es Aconitum, es decir que debe medicamentarse con aconitum en diluciones altas si, por ejemplo, el miedo le ocasiona vértigo. Aconitum es una violenta tormenta, que pasa pronto. De qué otro modo describir el contraataque a una ansiedad que nace de cualquier insignificancia, de la nada. Una mujer se enfrenta repentinamente con un perro y comienza a sentirse violentamente mareada.
Entonces aconitum, y al poco rato sólo queda un mareo dulce, con tendencia a marchar hacia atrás (esto nos ocurrió, pero era un caso Bryonia, lo mismo que sentir que nos hundíamos con, o a través de la cama).
El otro, en cambio, es marcadamente Nux Vómica. Después de llevar la avena malteada a las mancuspias, tal vez por agacharse demasiado al llenar la escudilla, siente de golpe como si le girara el cerebro, no que todo gire en torno —el vértigo en sí— sino que la visión es la que gira, dentro de él la conciencia gira como un giróscopo en su aro, y afuera todo está tremendamente inmóvil, sólo que huyendo e inasible. Hemos pensado si no será más bien un cuadro de Phosphorus, porque además lo aterra el perfume de las flores (o el de las mancuspias pequeñas, que huelen débilmente a lila) y coincide físicamente con el cuadro fosfórico: es alto, delgado, anhela bebidas frías, helados y sal.
De noche no es tanto, nos ayudan la fatiga y el silencio —porque el rondar de las mancuspias esconde dulcemente este silencio de la pampa— y a veces dormimos hasta el amanecer y nos despierta un esperanzado sentimiento de mejoría. Si uno de nosotros salta de la cama antes que el otro, puede ocurrir con todo que asistamos consternados a la repetición de un fenómeno Camphara monobromata, pues cree que marcha en una dirección cuando en realidad lo está haciendo en la opuesta. Es terrible, vamos con toda seguridad hacia el baño, y de improviso sentimos en la cara la piel desnuda del espejo alto.
Casi siempre lo tomamos a broma, porque hay que pensar en el trabajo que espera y de nada serviría desanimarnos tan pronto. Se buscan los glóbulos, se cumplen sin comentarios ni desalientos las instrucciones del doctor Harbín. (Tal vez en secreto seamos un poco Natrum muriaticum. Típicamente, un natrum llora, pero nadie debe observarlo. Es triste, es reservado; le gusta la sal).
¿Quién puede pensar en tantas vanidades si la tarea espera en los corrales, en el invernadero y en el tambo? Ya andan Leonor y el Chango alborotando fuera, y cuando salimos con los termómetros y las bateas para el baño, los dos se precipitan al trabajo como queriendo cansarse pronto, organizando su haraganeo de la tarde. Lo sabemos muy bien, por eso nos alegra tener salud para cumplir nosotros mismos con cada cosa. Mientras no pase de esto y no aparezcan las cefaleas, podemos seguir. Ahora es febrero, en mayo estarán vendidas las mancuspias y nosotros a salvo por todo el invierno. Se puede continuar todavía.
Las mancuspias nos entretienen mucho, en parte porque están llenas de sagacidad y malevolencia, en parte porque su cría es un trabajo sutil, necesitado de una precisión incesante y minuciosa. No tenemos por qué abundar, pero esto es un ejemplo: uno de nosotros saca las mancuspias madres de las jaulas de invernadero —son las 6.30 a.m.— y las reúne en el corral de pastos secos. Las deja retozar veinte minutos, mientras el otro retira los pichones de las casillas numeradas donde cada uno tiene su historia clínica, verifica rápidamente la temperatura rectal, devuelve a su casilla los que exceden los 37° C, y por una manga de hojalata trae el resto a reunirse con sus madres para la lactancia. Tal vez sea éste el momento más hermoso de la mañana, nos conmueve el alborozo de las pequeñas mancuspias y sus madres, su rumoroso parloteo sostenido. Apoyados en la baranda del corral olvidamos la figura del mediodía que se acerca, de la dura tarde inaplazable. Por momentos tenemos un poco de miedo a mirar hacia el suelo del corral —un cuadro Onosmodium marcadísimo—, pero pasa y la luz nos salva del síntoma complementario, de la cefalea que se agrava con la oscuridad.
A las ocho es hora del baño, uno de nosotros va echando puñados de sales Krüschen y afrecho en las bateas, la otra dirige al Chango que trae cubos de agua tibia. A las mancuspias madres no les agrada el baño, hay que tomarlas con cuidado de las orejas y las patas, sujetándolas como conejos, y sumergirlas muchas veces en la batea. Las mancuspias se desesperan y erizan, eso es lo que queremos para que las sales penetren hasta la piel tan delicada.
A Leonor le toca dar de comer a las madres, y lo hace muy bien; nunca vimos que errara en la distribución de porciones. Se les da avena malteada, y dos veces por semana leche con vino blanco. Desconfiamos un poco del Chango, nos parece que se bebe el vino; sería mejor guardar la bordalesa adentro, pero la casa es chica y luego ese olor dulzón que rezuma en las horas del sol alto.
Tal vez esto que decimos fuera monótono e inútil si no estuviese cambiando lentamente dentro de su repetición; en los últimos días —ahora que entramos en el periodo crítico del destete— uno de nosotros ha debido reconocer, con qué amargo asentimiento, el avance de un cuadro Silica. Empieza en el momento mismo en que nos domina el sueño, es un perder la estabilidad, un salto adentro, un vértigo que trepa por la columna vertebral hacia el interior de la cabeza; como el mismo trepar reptante (no hay otra descripción) de las pequeñas mancuspias por los postes de los corrales. Entonces, de repente, sobre el pozo negro del sueño donde ya caíamos deliciosamente, somos ese poste duro y ácido al que trepan jugando las mancuspias. Y es peor cerrando los ojos. Así se va el sueño, nadie duerme con ojos abiertos, nos morimos de cansancio pero basta un leve abandono para sentir el vértigo que repta, un vaivén en el cráneo, como si la cabeza estuviera llena de cosas vivas que giran a su alrededor. Como mancuspias.
Y es tan ridículo, se ha probado que a los enfermos silica les falta sílice, arena. Y
nosotros aquí, rodeados de médanos, en un pequeño valle amenazado de médanos inmensos, faltándonos arena cuando íbamos a dormirnos.
Contra la probabilidad de que esto avance, hemos preferido perder algún tiempo dosificándonos severamente; advertimos a las doce horas que la reacción es favorable, y la tarde de trabajo sucede sin obstáculos, apenas, quizá, un leve desacomodo de las cosas, de pronto como si los objetos se pararan delante nuestro, irguiéndose sin moverse; una sensación de arista viva en cada plano. Sospechamos un viraje a Dulcamara, pero no es fácil estar seguros.
En el aire flotan leves las pelusas de las mancuspias adultas, después de la siesta vamos con tijeras y unas bolsas de caucho al corral alambrado donde el Chango las reúne para la esquila. Ya en febrero hace fresco de noche, las mancuspias necesitan el pelo porque duermen estiradas y carecen de la protección que se dan a sí mismos los animales que se ovillan replegando las patas. Sin embargo, pierden el pelo del lomo, pelechan despacio y a pleno aire, el viento alza del corral una fina niebla de pelos que cosquillean en la nariz y nos hostigan hasta dentro de la casa. Entonces reunimos a las mancuspias y les tusamos el lomo a media altura, cuidando no privarlas de calor; cuando cae ese pelo, demasiado corto para flotar en el aire, va formando un polvillo amarillento que Leonor moja con la manguera y junta diariamente en una bola de pasta que se tira al pozo.
Uno de nosotros tiene entretanto que aparear los machos con las mancuspias jóvenes, pesar los pichones mientras el Chango lee en voz alta los pesos del día anterior, verificar el adelanto de cada mancuspia y apartar a las atrasadas para someterlas a la sobrealimentación. Esto nos lleva hasta el anochecer; sólo falta la avena de la segunda comida que Leonor reparte en un momento, y encerrar a las mancuspias madres mientras las pequeñas chillan y se obstinan en seguir a su lado. Es el Chango quien se ocupa del aparte, ya nosotros estamos en la veranda controlando. A las ocho se cierran las puertas y ventanas; a las ocho nos quedamos solos adentro.
Antes era un momento dulce, el recuento de episodios y de esperanzas. Pero desde que no nos sentimos bien parece como si esta hora fuese más pesada. Vanamente nos engañamos con el arreglo del botiquín —es frecuente que el orden alfabético de los remedios se altere por descuido—; siempre al final nos vamos quedando callados en la mesa, leyendo el manual de Álvarez de Toledo (Estúdiate a ti mismo) o el de Humphreys (Mentor Homeopático). Uno de nosotros ha tenido con intermitencias una fase Pulsatilla, vale decir que tiende a mostrarse voluble, llorona, exigente, irritable. Esto aflora al anochecer, y coincide con el cuadro Petroleum que afecta al otro, un estado en el que todo — cosas, voces, recuerdos— pasan por encima de él, entumeciéndolo y envarándolo. Así es que no hay choque, apenas un sufrir paralelo y tolerable. Después, a veces, viene el sueño.
Tampoco quisiéramos poner en estas notas un énfasis progresivo, un crecer articulándose hasta el estallido patético de la gran orquesta, tras la cual decrecen las voces y se reingresa a una calma de hartazgo. A veces estas cosas que inscribimos ya nos han ocurrido (como la gran cefalea Glonoinum el día en que nació la segunda camada de mancuspias), a veces es ahora o por la mañana. Creemos necesario documentar estas fases para que el doctor Harbín las agregue a nuestra historia clínica cuando volvamos a Buenos Aires. No somos hábiles, sabemos que de pronto nos salimos del tema, pero el doctor Harbín prefiere conocer los detalles circundantes de los cuadros. Ese roce contra la ventana del baño que oímos de noche puede ser importante. Puede ser un síntoma Cannabis indica; ya se sabe que un cannabis indica tiene sensaciones exaltadas, con exageración de tiempo y distancia. Puede ser una mancuspia que se ha escapado y viene como todas a la luz.
Al principio éramos optimistas, todavía no hemos perdido la esperanza de ganar una buena suma con la venta de las crías jóvenes. Nos levantamos temprano, midiendo el creciente valor del tiempo en la fase final, y al principio casi no nos afecta la fuga del Chango y Leonor. Sin preaviso, sin cumplir para nada el estatuto, se nos han ido anoche los muy hijos de puta, llevándose el caballo y el sulky, la manta de uno de nosotros, el farol de carburo, el último número de Mundo Argentino. Por el silencio en los corrales sospechamos su ausencia, hay que apurarse a soltar las crías para la lactancia, preparar los baños, la avena malteada. Todo el tiempo pensamos que no se debe pensar en lo ocurrido, trabajamos sin admitir que ahora estamos solos, sin caballo para salvar las seis leguas hasta Puan, con provisiones para una semana, y rondados por linyeras inútiles ahora que en las otras poblaciones se ha difundido el rumor estúpido de que criamos mancuspias y nadie se arrima por miedo a enfermedades. Sólo trabajando y con salud podemos tolerar una conjuración que nos agobia hacia mediodía, en el alto del almuerzo (uno de nosotros prepara bruscamente una lata de lenguas y otra de arvejas, fríe jamón con huevos), que rechaza la idea de no dormir la siesta, nos encierra en la sombra del dormitorio con más dureza que las puertas a doble cerrojo. Recién ahora recordamos con claridad el mal dormir de la noche, ese vértigo curioso, transparente, si se nos permite inventar esta expresión. Al despertar, al levantarnos, mirando hacia adelante, cualquier objeto —pongamos, por ejemplo, el ropero— es visto rotando a velocidad variable y desviándose en forma inconstante hacia un costado (lado derecho); mientras al mismo tiempo, a través del remolino, se observa el mismo ropero parado firmemente y sin moverse. No hay que pensar mucho para distinguir allí un cuadro Cydamen, de modo que el tratamiento actúa en pocos minutos y nos equilibra para la marcha y el trabajo. Mucho peor es advertir en plena siesta (cuando las cosas son tan ellas mismas, cuando el sol las repliega duramente en sus aristas) que en el corral de las mancuspias grandes hay agitación y parloteo, una renuncia súbita e inquietante al reposo que las engorda. No queremos salir, el sol alto sería la cefalea, cómo admitir ahora la posibilidad de cefalea cuando todo depende de nuestro trabajo. Pero habrá que hacerlo, crece la inquietud de las mancuspias y es imposible seguir en la casa cuando de los corrales llega un rumor nunca oído, entonces nos lanzamos fuera protegidos por cascos de corcho, nos separamos después de un precipitado conciliábulo, uno de nosotros corre a las jaulas de las madres en tanto que el otro verifica los cierres de portones, el nivel del agua en el tanque australiano, la posible irrupción de una zorra o un gato montes. Apenas llegamos a la entrada de los corrales y ya nos enceguece el sol, como albinos vacilamos entre las llamaradas blancas, quisiéramos continuar el trabajo pero es tarde, el cuadro Belladona nos arrasa hasta precipitarnos agotados en la hondura sombría del galpón. Congestionados, cara roja y caliente; pupilas dilatadas. Pulsación violenta en cerebro y carótidas. Violentas punzadas y lanzazos. Cefalea como sacudidas. A cada paso sacudida hacia abajo como si hubiera un peso en el occipital. Cuchilladas y punzadas. Dolor de estallido; como si se em-pujara el cerebro; peor agachándose, como si el cerebro cayera hacia afuera, como si fuera empujado hacia adelante, o los ojos estuvieran por salirse. (Como esto, como aquello; pero nunca como es de veras). Peor con los ruidos, sacudidas, movimiento, luz. Y de pronto cesa, la sombra y la frescura se la lleva en un instante, nos deja una maravillada gratitud, un deseo de correr y sacudir la cabeza, asombrarse de que un minuto antes... Pero está el trabajo, y ahora sospechamos que la inquietud de las mancuspias obedece a falta de agua fresca, a la ausencia de Leonor y el Chango —son tan sensibles que han de sentir de algún modo esa ausencia—, y un poco a que extrañan el cambio en las labores de la mañana, nuestra torpeza, nuestro apuro.
Como no es día de esquila, uno de nosotros se ocupa del apareo prefijado y del control de peso; es fácil advertir que de ayer a hoy las crías han desmejorado bruscamente.
Las madres comen mal, huelen prolongadamente la avena malteada antes de dignarse morder la tibia pasta alimenticia. Cumplimos silenciosos las últimas tareas, ahora la venida de la noche tiene otro sentido que no queremos examinar, ya no nos separamos como antes de un orden establecido y funcionando, de Leonor y el Chango y las mancuspias en sus sitios. Cerrar las puertas de la casa es dejar a solas un mundo sin legislación, librado a los sucesos de la noche y el alba. Entramos temerosos y prolijos, demorando el momento, incapaces de aplazarlo y por eso furtivos y esquivándonos, con toda la noche que espera como un ojo.
Por suerte tenemos sueño, la insolación y el trabajo pueden más que una inquietud incomunicada, nos vamos quedando dormidos sobre los restos fríos que masticamos penosamente, los recortes de huevo frito y pan mojado en leche. Algo rasca otra vez en la ventana del baño, en el techo parecen oírse corrimientos furtivos; no sopla viento, es noche de luna llena y los gallos cantarían antes de medianoche, si tuviéramos gallos. Vamos a la cama sin hablar, distribuyéndonos casi a tientas la última dosis del tratamiento. Con la luz apagada —pero no está bien dicho, no hay luz apagada, simplemente falta la luz, la casa es un fondo de tiniebla y por fuera todo luna llena— queremos decirnos algo y es apenas un preguntarse por mañana, por la forma de conseguir el alimento, llegar al pueblo. Y nos dormimos. Una hora, no más, el hilo ceniciento que tira la ventana apenas se ha movido hacia la cama. De pronto estamos sentados a oscuras, oyendo a oscuras porque se oye mejor. Algo les pasa a las mancuspias, el rumor es ahora un clamoreo rabioso o aterrado, se distingue el aullido afilado de las hembras y el ulular más bronco de los machos, se interrumpen de pronto y por la casa se mueve como una ráfaga de silencio, entonces otra vez el clamoreo crece contra la noche y la distancia. No pensamos en salir, demasiado es estar oyéndolas, uno de nosotros duda si los alaridos son fuera o aquí porque hay momentos en que nacen como desde dentro, y a lo largo de esa hora entramos en un cuadro Aconitttm donde todo se confunde y nada es menos cierto que su contrario. Sí, las cefaleas vienen con tal violencia que apenas se las puede describir. Sensación de desgarro, de quemazón en el cerebro, en el cuero cabelludo, con miedo, con fiebre, con angustia. Plenitud y pesadez en la frente, como si allí hubiera un peso que presionara hacia afuera: como si todo fuera arrancado por la frente. Aconitum es repentino; salvaje; peor por vientos fríos; con inquietud, angustia, miedo. Las mancuspias rondan la casa, inútil repetirnos que están en los corrales, que los candados resisten.
No advertimos el amanecer, hacia las cinco nos abate un sueño sin reposo del que salen nuestras manos a hora fija para llevar los glóbulos a la boca. Hace rato que golpean en la puerta del living, los golpes crecen con rabia hasta que uno de nosotros deja que las zapatillas se pongan sus pies y se arrastren hasta la llave. Es la policía con la noticia del arresto del Chango; nos traen de vuelta el sulky, allá sospecharon el robo y el abandono.
Hay que firmar una declaración, todo está bien, el sol alto y un gran silencio en los corrales.
Los policías miran los corrales, uno se tapa la nariz con el pañuelo, hace como que tose.
Decimos pronto lo que quieren, firmamos, y se van casi corriendo, pasan lejos de los corrales y los miran, también a nosotros nos han mirado, aventurando una ojeada al interior (sale un aire estancado por la puerta), y se van casi corriendo. Es muy curioso que estos brutos no quieran espiar más, huyen como apestados, ya pasan al galope por el camino del costado.
Uno de nosotros parece decidir personalmente que el otro irá enseguida a buscar alimento con el sulky, mientras se cumple la tarea matinal. Subimos sin ganas, el caballo está cansado poique lo han traído sin respiro, vamos saliendo de a poco y mirando atrás.
Todo está en orden, entonces no eran las mancuspias las que hacían ruidos en la casa, habrá que fumigar las ratas del tejado, asombra el ruido que una sola rata puede hacer de noche.
Abrimos los corrales, juntamos las madres pero apenas queda avena malteada y las mancuspias pelean ferozmente, se arrancan pedazos de lomo y de cuello, les salta la sangre y hay que separarlas a látigo y gritos. Después de eso la lactancia de las crías es penosa e imperfecta, se advierte que los pichones están hambrientos, algunos vacilan al correr o se apoyan en los alambrados. Hay un macho muerto a la entrada de su jaula, inexplicablemente. Y el caballo se resiste a trotar, ya estamos a diez cuadras de la casa y todavía al paso, con la cabeza caída y resollando. Desanimados emprendemos la vuelta, llegamos para ver cómo los últimos restos de alimento se pierden en un revuelo de pelea.
Volvemos sin obstinarnos a la veranda. En el primer peldaño hay un pichón de mancuspia muñéndose. Lo alzamos, lo ponemos en un canasto con paja, quisiéramos saber qué tiene pero se muere con la muerte oscura de los animales. Y los candados estaban intactos, no se sabe cómo pudo escapar esta mancuspia, si su muerte es la escapatoria o si ha escapado porque se estaba muriendo. Le echamos diez glóbulos de Nux Vómica en el pico, se quedan ahí como perlitas, ya no puede tragar. Desde donde estamos se ve a un macho caído sobre las manos; intenta alzarse con una sacudida, pero vuelve a caer como si rezara.
Nos parece oír gritos, tan cerca nuestro que miramos hasta debajo de las sillas de paja de la veranda; el doctor Harbín nos ha prevenido contra las reacciones animales que atacan de mañana, no habíamos pensado que pudiera ser una cefalea así. Dolor occipital, de tanto en tanto un grito: cuadro de Apis, dolores como picaduras de abejas. Doblamos la cabeza hacia atrás, o la hundimos contra la almohada (en algún momento hemos llegado a la cama). Sin sed, pero sudando; orina escasa, gritos penetrantes. Como magullados, sensibles al tacto; en un momento nos dimos la mano y fue terrible. Hasta que cesa, paulatina, dejándonos el temor de una repetición con variante animal, como ya una vez: tras de la abeja, el cuadro de la serpiente. Son las dos y media.
Preferimos completar estos informes mientras dura la luz y estamos bien. Uno de nosotros debería ir ahora al pueblo, si pasa la siesta se nos hará muy tarde para volver, y quedarnos solos toda la noche en la casa, quizá sin poder medicamentarnos... La siesta se estanca silenciosa, hace calor en las piezas, si vamos hasta la veranda nos rechaza el color de tiza de la tierra, los galpones, los tejados. Han muerto otras mancuspias pero el resto calla, sólo de cerca se las oiría jadear.
Uno de nosotros cree que alcanzaremos a venderlas, que debemos ir al pueblo. El otro hace estos apuntes y ya no cree en mucho. Que pase el calor, que sea de noche.
Salimos casi a las siete, todavía hay unos puñados de alimento en el galpón, sacudiendo las bolsas cae un polvillo de avena que juntamos preciosamente. Ellas lo olfatean y la agitación en las jaulas es violenta. No nos atrevemos a soltarlas, es mejor poner una cucharada de pasta en cada jaula, así parece que están más satisfechas, que es más justo. Ni siquiera sacamos las mancuspias muertas, no nos explicamos cómo hay diez jaulas vacías, cómo parte de las crías anda mezclada con los machos en el corral. Se ve apenas, ahora anochece de golpe y el Chango nos robó el farol de carburo.
Parece como si en el camino, contra el monte de sauces, hubiera gente. Sería el momento de llamar para que alguien fuese al pueblo; todavía hay tiempo. A veces pensamos si no nos espían, la gente es tan ignorante y nos tiene tan entre ojos. Preferimos no pensar y cerramos la puerta con delicia, replegados a la casa donde todo es más nuestro.
Quisiéramos consultar los manuales para precavernos de un nuevo Apis, o del otro.animal todavía peor; dejamos la cena y leemos en voz alta, casi sin oír. Algunas frases suben sobre las otras, y afuera es igual, algunas mancuspias aúllan más alto que el resto, perduran y repiten un ulular lancinante. «Crotalus cascavella tiene alucinaciones peculiares...». Uno de nosotros repite la mención, nos alegra comprender tan bien el latín, crótalo cascabel, pero es decir lo mismo porque cascabel equivale a crótalo. Quizá el manual no quiere impre-sionar a los enfermos comunes con la mención directa del animal. Y sin embargo, lo nombra, esta terrible serpiente... «cuyo veneno actúa con espantosa intensidad». Tenemos que forzar la voz para oírnos entre el clamor de las mancuspias, otra vez las sentimos cerca de la casa, en los techos, rascando las ventanas, contra los dinteles. De alguna manera no es ya raro, por la tarde vimos tantas jaulas abiertas, pero la casa está cerrada y la luz en el comedor nos envuelve en una fría protección mientras nos ilustramos a gritos. Todo está claro en el manual, un lenguaje directo para enfermos sin prejuicios, la descripción del cuadro: cefalea y gran excitación, causadas por comenzar a dormir. (Pero por suerte no tenemos sueño). El cráneo comprime el cerebro como un casco de acero —bien dicho—.
Algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza. (Entonces la casa es nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar de las mancuspias ahí afuera).
Cabeza y pecho comprimidos por una armadura de hierro. Un hierro al rojo hundido en el vértex. No estamos seguros sobre el vértex, hace un momento que la luz vacila, cede poco a poco, nos olvidamos de poner en marcha el molino por la tarde. Cuando ya no se puede leer encendemos una vela junto al manual para terminar de enterarnos de los síntomas, es mejor saber por si más tarde —dolores lancinantes agudos en sien derecha, esta terrible serpiente cuyo veneno actúa con espantosa intensidad (ya leímos eso, es difícil alumbrar el manual con una vela), algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza, también lo leímos y es así, algo viviente camina en círculo. No estamos inquietos, peor es afuera, si hay afuera.
Por sobre el manual nos estamos mirando, y si uno de nosotros alude con un gesto al aullar que crece más y más, volvemos a la lectura como seguros de que todo eso está ahora ahí, donde algo viviente camina en círculo aullando contra las ventanas, contra los oídos, el aullar de las mancuspias muriéndose de hambre.
Cirse
And one kiss I had of her mouth, as I took
the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet and saw the dead white fates that
welcomed me in the pit DANTE GABRIEL ROSSETTI, The Orchard-Pit
Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —«no porque yo lo crea, pero si fuese verdad qué horrible»— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal, a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: «La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo», y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, todos los animales se mostraban siempre sometidos a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara.
Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gestó de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una «visita», y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehuyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
«Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas pero perdóname, mamá». Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe. Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi en seguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba.
Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional.
Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. «A Héctor...», empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario.
Después se dieron cuenta de que a Mario no le molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
—Hiciste mal en comprar eso, pero andá, llévaselos, está en la sala —y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. «Tire ese bombón», hubiera querido decirle. «Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca porque está vivo, es un ratón vivo».
Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. «El tercer novio», pensó raramente. «Decirle así: su tercer novio, pero vivo».
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía —a veces, a solas— como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor queman-te. «Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso», dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: «Lo hice para vos». Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia. Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: «Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón». Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba —algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente—, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente —también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano— le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos, llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir —con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia— el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos 35
Julio Cortazar ¾ Bestiario pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario le divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón, y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor) como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
—El pez de color está tan triste —dijo Delia mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
—Hay que renovarle más seguido el agua —propuso.
—Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca —del velorio de Rolo— sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso, Delia parecía querer habituarse a pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
—Entonces sos mi novio —dijo—. Qué distinto me pareces, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.
Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara, y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto. Y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que los hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. «Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares». Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara) vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: «Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel». Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altes usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel vade claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
—Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
—Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
—Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
—Vos no la conoces a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
—Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja —atinó a decir indefenso Mario.
—No es por eso, sabes —bebía su cerveza como para que le tapara la voz—. Antes fue igual, yo la conozco bien.
—¿Antes de qué?
—Antes de que se le murieran, sonso. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora.
Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich, Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Mane y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría, tal vez el aceite le 37
Julio Cortazar ¾ Bestiario prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diarero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno al piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
—Mamá va a volver a despedirse. Espera que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adorno un poco cursis pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor.
Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones. Claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos —o era la sombra de la sala—, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trochos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto como la noche de Rolo, entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara, la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí, contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara que habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
Las puertas del cielo
A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi.
Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
—Anda velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina, hasta se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskys y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Ésa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido madre». Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido...
—Bueno, vos sabes que estaba muy mal del pulmón.
—Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo él doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la sonsa. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario.
Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos.
Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio.
Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo enseguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, 42
Julio Cortazar ¾ Bestiario al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno.
—Claro, precisas distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar —«los amigos se ven en estos trances»— y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté... —el índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino del baile.
—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos.
Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta.
Compartimientos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido). Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado...»—; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos; las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aislan y disfrazan). Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rímmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos.
Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y boy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí.
—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, filmándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
Bestiario
Entre la última cucharada de arroz con leche —poca canela, una lástima— y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en la rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela.
No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto ; pero la miraban.
— A mí, créeme que no me gusta que vaya — dijo Inés.— No tanto por el tigre, después de todo cuidan bien ese aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para jugar con ella...
— A mí tampoco me gusta — dijo la madre, e Isabel supo como desde un tobogán que la mandarían a lo de Funes a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes, lo de Funes, claro que ella mandaban. No les gustaba pero convenía.
Bronquios delicados, Mar del Plata carísima , difícil manejarse con una chica consentida, boba y conducta regular con lo buen que es la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos lados, preguntas, botones, rodillas ssucias. Sintió miedo, delicia, olor de sauces y la ú de Funes se le mezclaba con el arroz con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo a la cama.
Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes de Inés y su madre, no bien decididas pero ya decididas del todo a mandarla. Anteviviía la llegada en break, el primer ayuno, la alegría de Nino cazador de cucarachas, Nino sapo, Nino pescado (un recuerdo de tres años atrás, Nino mostrándole unas figuritas puestas con engrudo en un álbum , y diciéndole grave : "Este es un sapo y éste un pes — ca —do"). Ahora Nino en el parque esperándola con la red de mariposas, y las manos blandas de Rema — las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos abiertos y en vez de las cara de Nino zás las manos de Rema, la menor de los Funes. "Tía Rema me quiere tanto", y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados, otra vez vio a Nino desgajarse flotando en el aire confuso del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se durmió queriendo que la semana pasara esa misma noche, y las despedidas, el viaje en tren., la legua en break, el portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes de dormirse tuvo un momento de horror cuando pensó que podía estar soñando. Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en el comedor grande se oía hablar a su madre y a Inés, equipaje, ver al médico por lo de la erupciones, aceite de bacalao y hammaelis virgínica. No era un sueño, no era un sueño.
No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana ventosa, con banderitas en los puestos ambulantes de la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el andén.
Número catorce. La besaron tanto entre Inés y su madre que le quedó la cara como caminada, blanda y oliendo a rouge y polvo rache de Coty., húmeda alrededor de la boca, un asco que el viento le sacó de un manotazo. No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande, con nada menos que veinte pesos en la cartera, Compañía Sansinena de de Carnes Congeladas metiéndose por la ventanilla con un olor dulzón, el Riachuel amarillo e Isabel repuesta ya del llanto forzado, contenta, muerta de miedo, activa en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla, viajera casi única en un pedazo de coche donde se podía probar todos los lugares y verse en los espejitos. Pensó una o dos veces en su madre, en Inés —ya estarían en el 97, saliendo de Constitución—, leyó prohibido fumar, prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados, pasaban por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm ! campo más campo mezclado con el gusto de milkibar y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que fuera tejiendo la mañanita de lana verde., de manera que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín, pobre Inés con cada idea tan pava.
En la estación le vino un poco de miedo, porque si el break... Pero estaba Ahí, con don Nicasio florido y respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje bueno, si doña Elisa siempre guapa, claro que había llovido — Oh andar del break, vaivén para traerle el entero acuario de su anterior venida a los Horneros. Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre entonces, con don Nicanor menso canoso, apenas tres años atrás., Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente contra su cabeza, en una caricia casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida.
Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo. Un cuarto para grande (idea de Nino, todo rulos negros y ojos, bonito en su mono azul ; claro que de tarde Luis lo hacía vestir muy bien, de gris pizarra con corbata colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero internas, de modo que se podía ir sin averiguar antes dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales, aunque a Isabel no la engañaban fácil y ya en el baño se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas como en un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda mañana encontró un bicho de humedad paseando por el lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa, perdió pie y se fue por el agujero borboteante.
Querida mamá tomo la pluma para — Comían en el comedor de cristales , donde se estaba más fresco. El Nene se quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada pero poco a poco se le veía brotar el agua en la frente y la barba. Solamente rema estaba tranquila, pasaba los platos despacio y siempre como si la comida fuera de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. (Isabel aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir a las sirvientitas). Luis casi siempre leía, los puños en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le tocaba el brazo antes de pasarle el plato, y a veces el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel le dolía que Luis fuera filósofo, no por eso sino por el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo.
Comían así : Luis en la cabecera, Rema y Nino en un lado, el Nene e Isabel del otro, de manera que había un grande en la punta y a los lados un chico y un grande. Cuando Nino quería decirle algo de veras le daba con el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene se puso furioso y le dijo malcriada. Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló en su mirada y la sopa juliana.
Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si — Casi siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales. Al segundo día vino al living grande y les dijo que esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó que el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces rema tomó a los chicos de la mano y entraron todos a comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque solamente el Nene y Nino protestaron.
Vos me dijiste que no debo andar haciendo — Porque Rema parecía detener, con su tersa bondad, toda pregunta. Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por lo de las piezas. Una casa grandísima, y en el pero de los casos había que no entrar en una habitación; nunca más de una, de modo que no importaba. A los dos días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban de la mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se en el bosque de sauces le quedaba el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas y las costra del arroyo.
En la casa era lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor del medio, la biblioteca de abajo (salvo un jueves en que no se pudo ir ala biblioteca) y el comedor de cristales. Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras ; pero Nino los sacaba de ahí, se iban a mirarlos al living o al jardín de enfrente. No entraban nunca en el estudio del Nene porque tenían miedo de sus rabias.
Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como advirtiéndoles ; ellos ya sabían leer en sus silencios.
Al fin y al cabo era un vida triste. Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino, un juguete estival para alegrar a Nino. Sólo alcanzaba a advertir la casa triste, que rema estaba como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían, sin embargo, algo de húmedo y abandonado. Después de unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil disciplina de aquel verano en Los Horneros. Nino empezaba a comprender el microscopio que le regalar Luis, pasaron una semana espléndida criando bichos en una batea con agua estancada y hojas de cala, poniendo gotas en la placa de vidrio para mirar los microbios.
"Son larvas de mosquito, con ese microscopio no van a ver microbios", les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada y lejana. Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese un microbio. Rema les trajo un caleidoscopio que guardaba en su armario, pero siempre les gustó más descubrir microbios y numerarles las patas. Isabel llevaba una libreta con los apuntes de los experimentos, combinaba la biología con la química y la preparación de un botiquín. Hicieron el botiquín en el cuarto de Nino, después de requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se lo dijo a Luis : "Queremos de todo : cosas.". Luis les dio pastillas de Andréu, algodón rosado, un tubo de ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes con la etiqueta raspada. Rema fue a ver el botiquín, leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban aprendiendo cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le ocurrió montar un herbario.
Como esta mañana se podía ir al jardín de los tréboles, anduvieron sacando muestras y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno de hojas y flores sobre papeles, casi no quedaba donde pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó : "Hoja número 74 : verde, forma de corazón, con pintitas marrones". La fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.
El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los peones de la estancia. Al capataz y al mayordomo los conocía bien porque iban con las noticias a la casta. Peo estos otros peones, más jóvenes, estaban ahí del lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando a ratos y mirando jugar a los niños. Uno le dijo a Nino : "Pa que vaj a juntar tó esos bichos", y le dijo con dos dedos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera querido que Nino se enojara, que demostrase ser el hijo del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas y en la costa del arroyo dieron con un enorme cascarudo y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les prestó un largo y profundo cofre de cristal.. Cuando se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle a Rema : "Mejor que se estén así quietos en casa". También le pareció que rema suspiraba. Se acordó antes dormirse, a la hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y canturreando, a rema que le levaba el café y él que tomaba la taza equivocándose, tan torpe que apretó los dedos de rema al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor que Rema tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas la taza de caerse, y se reían con la confusión. Mejor hormigas negras que coloradas : más grandes, más feroces. Soltar después un montón de coloradas, seguir la guerra detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan. Dos hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio. Se consolarían estudiando las distintas costumbres, con una libreta especial para cada clase de hormigas. Pero casi seguro que se pelearían, guerra sin cuartel para mirar por los vidrios, y una sola libreta.
A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante de los dormitorios y los veía con el formicario al lado de la ventana, apasionados e importantes . Nino era especial para señalar en seguida las nuevas galerías, e Isabel ampliaba el plano trazado con tinta a doble página. Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas negras solamente, y el formicario ya era enorme, las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando y removiendo con mil órdenes y evoluciones, avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques de furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin causa visible.
Isabel ya no sabía que apuntar, dejó poco a poco la libreta, dejó poco a poco la libreta y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimientos. Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las hamacas y a los petisos. Isabel lo despreciaba un poco. El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando las galerías del formicario ; tal vez por eso los desbandes, las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal, ahora que se sentía un poco presa, ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que Rema les avisara.
Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta porque le gustaba que ella consideraran ; oyó a rema detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas las oía con tan nítida claridad cuando era Rema.
— ¿Por qué así sola ?
— Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe ser una reina, es grandísima.
El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel le vio una mano levemente alzada, con el reflejo en el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario, de pronto pensó en la misma mano dándole la taza de café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban por los dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano del Nene apretándole las yemas.
— Saque la mano, Rema — pidió
— ¿La mano ?
— Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas.
— Ah. Ya se puede bajar al comedor.
— Después. ¿El Nene está enojado con Ud., Rema ?.
La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una ventana. A Isabel le pareció que las hormigas se espantaban de veras, que huían de reflejo. Ahora ya no se veía nada, Rema se había ido, andaba por el corredor como escapando de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un miedo sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como se verla irse así a rema, del vidrio otra vez límpido donde las galerías desembocaban y se torcían como crispados dedos dentro de la tierra.
Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la red que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su precencia en Los Horneros, las vacaciones , Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire vaciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.
Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con los anchos anteojos negros.
— ¡Mocosos de porquería!
El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.
— Fue sin querer, tío.
— De veras, Nene, fue sin querer.
Ya no estaba.
Le había pedido a rema que se llevara el formicario y Rema se lo prometió. Después charlando mientras la ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron. Isabel sintió la cercanía de las hormigas cuando rema le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las buenas noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero no se animó a llamarla de nuevo, rema hubiera pensado que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose con un sonriente aire de cómplices y poniéndose unos guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino llorando, a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros violeta que les giraban y giraban en la cabeza, a Nino con ojos enormes y huecos — tal vez por haber llorado tanto — y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pro vio al Nene sin los anteojos, con la misma cara contraía que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino se iba echando atrás hasta quedar contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera, y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto y blando que sonaba a mojado, hasta que Rema se puso delante y él se rió con la cara casi tocando la de rema, y entonces se oyó volver a Luis y decir desde lejos que ya podían ir al comedor de adentro. Todo tan rápido, todo porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que no se movieran del living hasta que Luis verificara en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos jugar a las damas. Nino ganaba y Rema lo elogió, entonces Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por el talle y quiso besarla. Rema se había inclinándose riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, los dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos jugando así. No vieron acercarse al Nene, cuando estuvo a l lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del pelotazo al vidrio de su cuarto y empezó a pegar, miraba a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y ella lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada la vio que lo encaraba y se ponía delante para proteger a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por un porrazo, el nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora con la boca dura y hermosa, de labios rojísimos ; en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su madre con guantes amarillos ; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí y no se veía ; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno de los lados, tuvo miedo ; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza de salir.
Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre ; Luis le tenía la mayor confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio, no salía nunca no dejaba moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe. Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían todo, a Isabel menos porque era nueva y podía equivocarse.
Después, como andaba siempre con Nino pegado a sus polleras, terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde ; por la noche era el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver y a veces un bastón con puño de plata.
A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar en eso algo tan obvio y necesario ; preguntarle hubiera sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante de otra mujer. Nino era fácil, hablaba y refería. Todo tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por la noche, si quería repetirse esa claridad y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que la razones importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo que de veras importaba : verificar previamente si de veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de cristales, al estudio de Luis, a la biblioteca. "Hay que fiar en don Roberto", había dicho Rema. También en ella y en Nino. A Luis no le preguntaba porque pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba para Isabel con algunas obligaciones más del lado de los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa , de las comidas, la hora de dormir. Un veraneo de veras, como debería ser el año entero.
... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos un formicario y jugamos y llevamos un herbario muy grande. Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste, lo mismo a Luis que es muy bueno. Yo creo que Luis tiene algo, y eso que estuida tanto.
Rema me dio unos pañuelos de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto es lindo y yo me divierto con Nino y don Roberto, es el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde, una tarde casi se equivoca y nos manda a la costa del arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué afligido estaba don Roberto y después Rema, lo alcanzó a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto. Luis anduvo diciendo que la casa no era para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos y se rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el capataz.
Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías estar con rema y alegrarla.
Yo creo que ella....
Pero decirle a su madre que rema lloraba de noche, que la había oído llorar pasando por el corredor a pasos titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar la escalera (se estaría secando los ojos) y la voz de Luis, lejana : "¿Qué tenés Rema ? ¿No estás bien ?", un silencio, toda la casa como una inmensa oreja, después de un murmullo y otra vez la voz de Luis : "Es un miserable, un miserable...", casi como comprobando fríamente un hecho, una filiación, tal vez un de stino.
...está un poco enferma, le haría bien que vinieras y las acompañaras. Tengo que mostrarte el herbario y unas piedras del arroyo que me trajeron los peones. Decile a Inés...
Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad, pan recalentado y flan de sémola con pasas de corinto. Todo el tiempo ladraban los perros sobre las costa del arroyo, un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas.
— Tirá ese bicho — pidió rema—. Les tengo un asco.
— Es un buen ejemplar — admitió Luis—. Miren como sigue mi mano con los ojos.
El único insecto que gira la cabeza.
— Qué maldita noche — dijo el Nene detrás de su diario.
Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá , darle un tijeretazo y ver qué pasaba.
— Dejalo dentro del vaso — pidió Nino—. Mañana lo podríamos meter en el formicario y estudiarlo.
El calor subía, a las diez y media no se respiraba. Los chicos se quedaron con Rema en el comedir de adentro, los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero en decir que tenía sueño.
— Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo bien. — Y rema lo ceñía por la cintura, con un gesto que a él le gustaba tanto.
—¿Nos contás un cuento, tía Rema ?
— Otra noche.
Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba. Vino Luis a darles las buenas noches, murmuró algo sobre la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema les sonrió al besarlo.
— Oso gruñón — dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso del mamboretá pensó que nunca había visto a rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía un poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó para pedirle que fuera a dormir.
— Tirá ese bicho, es horrible..
— Mañana, rema.
Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene tenía entornada la puerta de su estudio y estaba paseándose en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó al pasar.
— Me voy a dormir, Nene.
— Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien fresca y me la traiga aquí.
Después subís no más a tu cuarto.
Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía él que mandárselo. Volvió al comedor para decirle a rema, vio que vacilaba.
— No subás todavía. Voy a a hacer la limonada y se la llevás vos misma.
— El dijo que ...
— Por favor.
Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había nubes de bichos girando bajo la lámpara de carburo, se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo : Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería, y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible, la voz de la tristeza. Por favor. Rema, Rema... Un calor de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los pies de Rema, de dejarse llevar en los brazos por rema, una voluntad de morirse mirándola y que Rema le tuviera lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo, por los párádos...
Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones partidos y hielo.
— Llevásela...
— Rema ...
Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a la mesa para que ella no le viese los ojos.
— Ya tiré el mamboretá, Rema.
Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de mosquitos. Dos veces estuvo a punto de levantarse, salir al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la cara.
Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba de un lado al otro del comedor, llegaba al pie de la escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados de Luis, no era el andar de rema. Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría bebido a sorbos la limonada. Isabel lo veía bebiendo de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara ; pero a la vez estaba segura de que el Nene no había bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra que ella le llevara hasta le mesa como alguien que mora una perversidad infinita. No quería pensar en la sonrisa del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor, su retorno lento.
— Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras a tu cuarto. Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota :
— Está bien fresca, Nene.
Y la jarra verde como el mamboretá.
Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar caracoles al arroyo. Isabel caso no había dormido, recordaba salones con flores, campanillas, corredores de clínica, hermanas de caridad, termómetros en bocales con bicloruro, imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta rota, el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años. Entre todo eso, como delgado aire entre hojas de álbum, se veía despierta , pensando en tantas cosas que no eran flores, campanillas, corredores de clínica. Se levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas. Nino dijo que eran las diez y que el tire estaba en la sala del piano, de modo que podía irse en seguida al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y al Nene que leían con las puertas abiertas. Los caracoles quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo quejándose de la distracción de Isabel, la trató de mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección. Ella lo veía de repente tan chico, tan un muchachito entre sus caracoles y su hojas.
Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera para el almuerzo. Don Roberto venía de inspeccionar e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba despacio, cargando la caja de los caracoles y los rastrillos, Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porch y entraron juntos. Rema estaba ahí, blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la mano..
— Para vos, el más lindo.
El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas sitio para apoyar el brazo. Luis vino el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía. Comieron, Nino hablaba de los caracoles, los huevos de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar contra una chapa de cinc. Después vino el café y Luis los miró con la pregunta usual, entonces Isabel se levantó la primera para buscar a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porch y cuando entró otra vez, Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles, estaban como en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella dijo : "Está en el estudio del Nene", se quedó viendo como el Nene alzaba los hombros, fastidiado, y rema que tocaba un caracol con la punta del dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol. Después Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta que volvieron riendo por una broma que habían cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó a Nino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y salieron juntos. Ganó Nino, volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdida, estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse, mirando de pronto a rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca, don Roberto que entraba con perros, y Luis repitiendo: "¡Pero si estaba en el estudio de él ! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él !", inclinada sobre los caracoles esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de rema, su alterada alegría, y rema pasándole la mano por el pelo, calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído, un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.
A través de las puertas de la llave de plata
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I
En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña, pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había desaparecido de este mundo.
Randolph Carter, que durante toda su vida había tratado de sustraerse al tedio y a las limitaciones de la realidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y fabulosos accesos a otras dimensiones, desapareció del mundo de los hombres el 7 de octubre de 1928, a la edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera había sido extraña y solitaria, y había quienes suponían, por sus extravagantes novelas, que habían debido sucederle cosas aún más extrañas que las que se conocían de él. Su asociación con Harley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos estudios sobre la primitiva lengua naakal de los sacerdotes himalayos tan atroces consecuencias tuvieron, fue muy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien -una noche enloquecedora y terrible, en un antiguo cementerio- vio descender a Warren a la cripta húmeda y salitrosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero todos sus antepasados procedían de esa región montañosa y agreste que se extiende tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí, entre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde, finalmente, había desaparecido él también.
Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930, se había referido a cierto cofrecillo de madera extrañamente aromática, cubierto de horribles adornos que había encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable, y a una llave de plata labrada con raros dibujos que contenía la arqueta. En torno a estos objetos, el propio Carter había mantenido correspondencia con otras personas. Carter, según dijo, le había contado que esta llave provenía de sus antepasados y que le ayudaría a abrir las puertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas regiones que hasta entonces había visitado sólo en sueños vagos, fugaces y evanescentes. Un día, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con su contenido, y se había marchado en su coche para no volver más.
Más tarde habían encontrado el coche al borde de una carretera vieja y cubierta de yerba que, a espaldas de la desolada ciudad de Arkham, atraviesa las colinas que habitaron un día los antepasados de Carter, de cuya gran residencia sólo queda el sótano ruinoso, abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de olmos inmensos había desaparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de la casita medio derruida donde la bruja Goody Fowler preparaba sus abominables pociones, tiempo atrás. En 1692, la región había sido colonizada por gentes que huían de la caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva una fama vagamente siniestra, aunque debida a unos hechos difíciles de determinar. Edmund Carter había logrado huir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde le querían llevar sus conciudadanos, pero todavía corrían muchos rumores acerca de sus hechizos y brujerías. ¡Y ahora, al parecer, su único descendiente había ido a reunirse con él!
En el coche habían encontrado el cofrecillo de horribles relieves y fragante madera, así como el pergamino indescifrable. La llave de plata no estaba. Se supone que Carter se la había llevado consigo. Y no se tenían referencias del caso. La policía de Boston había dicho que las vigas derrumbadas de la vieja morada de los Carter mostraban cierto desorden, y alguien había encontrado un pañuelo en la siniestra ladera rocosa cubierta de árboles que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de la terrible caverna llamada de las Serpientes.
Fue entonces cuando las leyendas que corrían por la región sobre la Caverna de las Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar en voz baja de las prácticas impías a las que el viejo Edmund Carter el brujo se había entregado en aquella horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse la extraordinaria afición que el propio Randolph Carter había mostrado de niño por ese lugar. Durante la infancia de Carter, la venerable mansión se había mantenido en pie, con su anticuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo por su tío abuelo Christopher. El la había visitado con frecuencia, y había hablado de modo especial sobre la Caverna de las Serpientes. Las gentes recordaban que más de una vez se había referido a una grieta que había en un rincón ignorado de la cueva, y hacían cábalas sobre el cambio que había experimentado a raíz de un día que pasó entero dentro de la caverna, a los nueve años de edad. Esto había sucedido en octubre, y desde entonces parecía haber adquirido una inusitada facultad de predecir acontecimientos futuros.
La noche en que desapareció Carter, había llovido, y nadie pudo encontrar la menor huella de los pasos que dio al bajar del coche. En el interior de la Caverna de las Serpientes se había formado un barro líquido y viscoso, debido a las grandes filtraciones de agua. Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellas que habían creído descubrir en el sitio donde los grandes olmos sobresalían por encima de la carretera y en la siniestra pendiente próxima a la Caverna de las Serpientes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de aquellos rumores, según los cuales esas huellas eran idénticas a las que dejaban las botas de puntera cuadrada que había usado Randolph Carter cuando era niño? Esa historia era tan insensata como aquella otra de que habían visto las huellas inconfundibles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban al encuentro de las huellas pequeñas de la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido el criado del señor Carter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treinta años que había muerto.
Debieron ser esos rumores -añadidos a las manifestaciones que el propio Carter había hecho a Parks y a otros sobre su suposición de que la labrada llave de plata le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infancia- los que indujeron a ciertos investigadores ocultistas a declarar que el desaparecido había conseguido dar la vuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través de cincuenta y cuatro años, a ese día de octubre de 1883 en que, siendo niño, había permanecido tantas horas en la Caverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salió aquella noche de la cueva, Carter había logrado de algún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía después las cosas que habrían de suceder más tarde? Y no obstante, jamás se había referido a suceso alguno posterior a 1928.
Uno de estos sabios -un viejo excéntrico de Providence, Rhode Island, que había mantenido una larga y estrecha correspondencia con Carter tenía una teoría aún más complicada: decía que no sólo había regresado a la niñez, sino que había alcanzado un grado de liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho los paisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña visión, este hombre publicó un relato sobre la desaparición de Carter, en el que insinuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad de innumerables torreones, asentada en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas criaturas provistas de aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos.
Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgicamente se opuso al reparto de los bienes de Carter entre sus herederos -todos ellos primos lejanos- alegando que éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiempo, y que muy bien podría ser que regresara un día. Contra este argumento se alzó uno de los primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, que era un abogado experto y combativo como un joven cuando se trataba de batallas forenses. Durante cuatro años la contienda había sido furiosa; pero la hora del reparto había sonado, y esta inmensa y extraña sala de Nueva Orleans iba a ser el escenario del acuerdo.
La casa pertenecía al albacea testamentario de Carter para los asuntos literarios y financieros: el distinguido erudito en misterios y antigüedades orientales, Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Carter había conocido a De Marigny durante la guerra, cuando ambos servían en la Legión Extranjera francesa, y en seguida se sintió atraído por él a causa de la similitud de gustos y pareceres. Cuando, durante un memorable permiso colectivo, el erudito y joven criollo condujo al ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Francia, y le enseñó ciertos secretos terribles que ocultaban las tenebrosas criptas inmemoriales excavadas bajo esa ciudad milenaria y henchida de misterios, la amistad entre ambos quedó sellada para siempre. El testamento de Carter nombraba como albacea a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable presidía de mala gana el reparto de la herencia. Era un triste deber para él porque, como le pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tampoco él creía que Carter hubiera muerto. Pero, ¿qué peso podían tener los sueños de dos místicos frente a la rígida ciencia mundana?
En aquella extraña habitación del viejo barrio francés, se habían sentado en torno a la mesa unos hombres que pretendían tener algún interés en el asunto. La reunión se había anunciado, como es de rigor en estos casos, en los periódicos de las ciudades donde se suponía que pudiera vivir alguno de los herederos de Carter. Sin embargo, sólo había allí cuatro personas reunidas escuchando el tic-tac singular de aquel reloj en forma de ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el rumor cristalino de la fuente del patio que se veía a través de las cortinas. A medida que pasaban las horas lentamente, los semblantes de los cuatro se iban borrando tras el humo ondulante de los trípodes que cada vez parecían necesitar menos los cuidados de aquel viejo negro de furtivos movimientos y creciente nerviosidad.
Los presentes eran el propio Etienne de Marigny, hombre enjuto de cuerpo, moreno, elegante, de grandes bigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de los herederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y con enormes patillas; Phillips, el místico de Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara afeitada y cargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida, delgado, rostro moreno y barbudo, absolutamente impasible, tocado de un turbante que denotaba su elevada casta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche, llenos de fuego, casi sin iris, y parecía mirar desde un abismo situado muy por detrás de su rostro. Se había presentado a sí mismo como el swami Chandraputra, un adepto venido de Benarés con cierta información de suma importancia. Tanto De Marigny como Phillips -que habían mantenido correspondencia con él- habían reconocido inmediatamente la autenticidad de sus pretensiones esotéricas. Su voz tenía un acento singular, un tanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del inglés resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante, su lenguaje era tan fluido, correcto y natural como el de cualquier anglosajón. Su indumentaria general era europea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraordinariamente mal, lo cual, sumado a su barba negra y espesa, su turbante oriental y sus blancos mitones, le daba un aire de exótica excentricidad.
De Marigny, manoseando el pergamino hallado en el coche de Carter, decía:
–No, no he podido descifrar una sola letra del pergamino. El señor Phillips, aquí presente, también ha desistido. El coronel Churchward afirma que no se trata de la lengua naakal, y que no tiene el menor parecido con los jeroglíficos de las mazas de guerra de la Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan muchísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más parecido a estos caracteres del pergamino (observen cómo todas las letras parecen colgar de las líneas horizontales) es la caligrafía de un libro que poseía el malogrado Harley Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente cuando Carter y yo habíamos ido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se trataba. Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada, y nos dio a entender que acaso su origen fuera extraterrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre en que bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él ni su libro volvieron a la superficie otra vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami Chandraputra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho de memoria, y una fotocopia del manuscrito de Carter. El cree que podrá aportar alguna luz sobre tales caracteres después de realizar ciertas investigaciones y consultas. En cuanto a la llave, Carter me envió una fotografía. Sus extraños arabescos no son letras, pero parece como si perteneciesen a la misma tradición cultural que el pergamino. Carter decía siempre que estaba a punto de resolver el misterio, aunque nunca llegó a darme detalles. Una vez casi se puso poético hablando de todo este asunto. Aquella antigua llave de plata, según decía, abriría las sucesivas puertas que impiden nuestro libre caminar por los imponentes corredores del espacio y del tiempo, hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasado jamás desde que Shaddad, empleando su genio terrible, construyó y ocultó en las arenas de la pétrea Arabia las prodigiosas cúpulas y los incontables alminares de Irem, la ciudad de los mil pilares. Según escribió Carter, han regresado santones hambrientos y nómadas enloquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monumental y de la mano esculpida sobre la clave del arco; pero ningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto después para decirnos que sus huellas atestiguan su paso por las arenas del interior. Carter suponía que la llave era precisamente lo que la mano ciclópea intentaba agarrar en vano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Carter el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo al recordar que su amigo llevaba consigo un libro de parecidos caracteres al descender a la cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que no tuviera nada que ver con la empresa que él pretendía llevar a cabo.
Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phillips dijo con voz áspera y chillona:
–Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carter por nuestros propios sueños. Yo he estado en lugares muy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy raras y significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece que el pergamino no debía de hacerle falta, ya que Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de los sueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.
El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y farfulló:
–¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Ya hemos tenido bastantes tonterías de ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que nos pongamos a ello.
Por primera vez habló el swami Chandraputra con su voz singularmente metálica y lejana:
–Señores, en todo este asunto hay algo más de lo que ustedes piensan. El señor Aspinwall no hace bien en burlarse de la veracidad de los sueños. El señor Phillips tiene una idea incompleta de la cuestión, quizá porque no ha soñado lo suficiente. Por mi parte, he soñado muchísimo. En la India soñamos todos mucho, y ésta parece ser también la costumbre de los Carter. Usted, señor Aspinwall, es primo suyo por parte de madre, y por lo tanto no es Carter. Mis propios sueños, y algunas otras fuentes de información, me han revelado ciertas cosas que todavía siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph Carter dejó olvidado ese pergamino que no pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente llevárselo. Como ven ustedes, he llegado a enterarme de muchas cosas que le sucedieron a Carter desde que, hace cuatro años, en el atardecer del siete de octubre, abandonó su coche y se fue con la llave de plata.
Aspinwall soltó una risotada, pero los demás quedaron en suspenso, presos de un renovado interés. El humo de los trípodes aumentaba, y el tic-tac extravagante de aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en los puntos y rayas de algún mensaje telegráfico remoto y terrible, procedente de los espacios exteriores. El hindú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió hablando en su tono ligeramente forzado, aunque con fluidez. Y a medida que hablaba, fue tomando forma ante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido a Randolph Carter.
II
«Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.
»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores rojizos, sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.
»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por él y que actuaban bajo su mandato?
»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.
»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos, y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo? El sólo sabía que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.
III
»Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedió entonces. Fue una sucesión de paradojas, de contradicciones, de anomalías que no tienen cabida en la vida vigil, pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, donde se aceptan como cosa corriente, hasta que regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido, encorsetado por los principios de una lógica tridimensional.»
Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar muchos escollos para no dar la impresión de delirios triviales y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de un hombre trasladado a su niñez a través de los años. El señor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y dejó prácticamente de escuchar.
«El ritual de la llave de plata, tal como lo había llevado a cabo Randolph Carter en aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un resultado inmediato. Desde el primer movimiento, desde la primera sílaba que había pronunciado, sintió el aura de una extraña y pavorosa mutación. Su percepción del espacio y del tiempo experimentó un trastorno profundísimo y perdió las nociones que conocemos nosotros como movimiento y duración. Imperceptiblemente, conceptos tales como el de edad o el de localización espacial dejaron de tener significado alguno. El día anterior, Randolph Carter había saltado milagrosamente un abismo de años. Ahora no había ya diferencia alguna entre niño y hombre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada de cierta cantidad de imágenes que habían perdido ya toda conexión con las escenas terrestres y las circunstancias con que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en el interior de una caverna, en cuya pared del fondo parecían destacarse vagamente los trazos de un arco monstruoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora no había ya ni caverna ni ausencia de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes. Había un fluir de sensaciones no tanto visuales como cerebrales, en medio de las cuales la entidad que era Randolph Carter captaba y archivaba todo lo que su espíritu percibía, aun sin tener clara conciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta él.
»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuenta de que no se hallaba en ninguna región descrita por los geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya fecha pudieran determinar los historiadores. Sin embargo, lo qué estaba sucediendo le era en cierto modo familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos figuraban alusiones a procesos análogos y, una vez descifrados los símbolos grabados en la llave de plata, todo un capítulo del Necronomicon, obra del árabe loco Abdul Alhazred, había adquirido significado. Acababa de abrir una puerta. No se trataba de la Ultima Puerta, desde luego, sino de la que daba acceso, desde el tiempo terrenal, a aquella extensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en la que, a su vez, se halla la Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos misterios del Vacío Final que se extiende más allá de todos los mundos, de todos los universos y de toda la materia.
»Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible, un Guía que había morado en la Tierra hace millones de años, cuando la existencia del hombre ni siquiera podía imaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban por el planeta cubierto todavía de vapores, construyendo extrañas ciudades entre cuyas ruinas retozaron más tarde los primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vaga con que el abominable Necronomicon describía a este Guía:
»Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro lado del Velo, y a aceptarle a El como guía -había escrito el árabe loco- mas habrían dado muestras de mayor prudencia no aceptando trato alguno con El; porque está en el Libro de Thoth cuán terrible es el precio de una simple mirada. Y aquellos que entraren no podrán volver jamás, porque en los espacios infinitos que transcienden nuestro mundo existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven. La Entidad que fluctúa en la noche, y la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Horda que vigila el portal secreto de cada tumba y medra con lo que se forma en los moradores de ésta… todos estos Horrores son inferiores al del que guarda el umbral, al de ESE que guiará al temerario, más allá de todos los mundos, hasta el Abismo de los devoradores innominados. Porque EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nombre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.
»En medio del caos, sus recuerdos y su imaginación presentaron ante él confusas imágenes de perfiles inciertos; pero Carter sabía que no tenían consistencia, puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente. Pero también se daba cuenta de que esas imágenes no habían aparecido en su conciencia por azar, sino más bien a causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensiones que le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse en los únicos símbolos que él podía comprender. Ningún espíritu de la Tierra es capaz de captar directamente -sino sólo por símbolos- las formas indecibles que se entrelazan en los tortuosos abismos exteriores al tiempo y a las dimensiones que conocemos.
»Delante de Carter se desplegó una vaporosa formación de siluetas y de escenas confusas que le sugirieron de algún modo las eras primordiales de la Tierra, sepultadas en un pasado de millones y millones de años. Monstruosas formas de vida se movían con lentitud a través de escenarios fantásticos como jamás han aparecido ni en los más delirantes sueños del hombre, en medio de vegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas y de edificios distintos en todo a los que el hombre construye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas; y había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban globos y cilindros, y también criaturas aladas, y regresaban a ellas después de cruzar los espacios. Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guardaban clara relación entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no poseía forma ni posición estables, sino sólo vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas por su imaginación en continuo movimiento.
»Carter habría deseado encontrar regiones encantadas de sus sueños infantiles, donde las galeras navegaban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban las doradas agujas de Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban por las junglas perfumadas de Kle, más allá de los palacios olvidados de columnas de marfil que duermen intactos y fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicado por visiones más vastas y profundas, apenas si sabía ahora lo que buscaba. En su mente despertaron pensamientos de infinito y blasfemo atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que le preguntaría cosas monstruosas y terribles.
»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pareció fijarse. Había grandes masas de enormes rocas erguidas, cubiertas de unos relieves extraños e incomprensibles que se ordenaban según las leyes de alguna geometría ignorada e invertida. La luz se filtraba de un cielo de color indeterminado, tomaba direcciones desconcertantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado de intencionalidad, jugaba por encima de algo que parecía una especie de semicírculo de pedestales hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unas formas veladas e indefinidas.
»Había, además, otra figura que no ocupaba ningún pedestal, sino que parecía cernerse o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal que parecía ser el suelo. No tenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces que sugerían remoto antepasado del hombre o acaso algún ser que hubiese seguido una evolución paralela a la humana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente el de la mitad de un hombre normal. Como las figuras de los pedestales, parecía pesadamente embozado en una especie de tejido de color neutro. Carter no descubrió en el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba la criatura embozada, ya que debía pertenecer a una clase de seres de estructuras y facultades totalmente ajenas al mundo físico que conocemos.
»Un momento después, Carter comprobó que así era, en efecto, ya que la Silueta había hablado directamente a su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni emitir un solo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a conocer era pavoroso y terrible, Randolph Carter no se dejó vencer por el miedo. Al contrario, contestó sin emplear tampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje que había aprendido del Necronomicon. Porque esta silueta era nada menos que la de Aquel ante quien ha temblado el mundo entero desde que Lomar emergió de las aguas y los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado a la Tierra para enseñarle al hombre la Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guardián del Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.
»El Guía estaba enterado, puesto que El todo lo sabe, del viaje y la llegada de Carter, y también de que éste buscador de sueños y secretos se mantenía sin miedo ante su presencia. De El no irradiaba horror ni malignidad alguna, y Carter comenzó a preguntarse si las alusiones horrendas y blasfemas del árabe loco no obedecerían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haber hecho lo que él estaba a punto de realizar. O acaso el Guía reservase su horror y su malignidad para aquellos que le temían. Como la comunicación telepática continuaba, Carter acabó finalmente por interpretar el mensaje en forma de palabras:
»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes -dijo el Guía-. Los Primigenios y Yo te hemos estado esperando. Aunque has tardado mucho, te doy la bienvenida. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora tienes que atravesar la Ultima Puerta, que ya está preparada para tu prueba. Si tienes miedo, no debes seguir. Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste Pero si decides proseguir… ’
»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación seguía siendo amistosa. Carter no dudó un segundo, porque ardía en deseos de seguir adelante.
»‘Continuaré replicó, y te acepto como Guía.’
»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un gesto, a juzgar por los movimientos del tejido en que se hallaba embozado, que podían obedecer al hecho de haber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a sus conocimientos de lo oculto, Carter entendió que estaba muy cerca de la Ultima Puerta. La luz adquirió entonces una coloración inexplicable y las siluetas de los pedestales hexagonales se hicieron más definidas. Al perfilarse más, tomaron un mayor parecido con el hombre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres. Sobre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas de inciertos colores que recordaban extrañamente a las de las abominables figuras talladas por algún escultor olvidado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta montaña inmensa y prohibida de Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos velos aparecían unos cetros largos cuyos pomos esculpidos representaban un misterio grotesco y arcaico.
»Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían, así como a Quién servían; y también sospechaba cuál era el precio de su servicio..Pero aún se consideraba dichoso, porque en una aventura tan extraordinaria, podría aprender todos los secretos del universo. La condenación -se dijo- es sólo una palabra que circula entre aquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos los que ven, aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa variedad de quienes hablaban sin ton ni son de los perversos Primigenios, como si Ellos pudieran abandonar sus sueños eternos para desatar su cólera sobre la humanidad. Esto sería tan absurdo -pensó- como imaginar un mamut ensañándose con una lombriz».
»Luego las figuras de los pedestales hexagonales le saludaron inclinando sus extraños cetros esculpidos e irradiando un mensaje telepático que él entendió:
»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, Randolph Carter, que por tu audacia te has convertido en uno de los nuestros.’
»Carter vio entonces que había un pedestal vacío que, con un gesto, El Más Antiguo le indicó que estaba reservado para él. Y vio también otro pedestal, más alto que los demás, en el centro de la fila -que no era semicírculo, ni elipse, ni parábola, ni hipérbola- que formaban todos ellos. ‘Este debe ser el trono del propio Guía’, pensó. Caminando y subiendo de manera singular e indefinible, Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio que el Guía se había sentado también.
»Gradualmente y como entre brumas, fue distinguiendo un objeto que El Más Antiguo sostenía entre los pliegues para que lo vieran, o lo captaran con un sentido equivalente, sus embozados compañeros. Era una gran esfera, o algo parecido, de un metal oscuramente iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda e intensa impresión de sonido comenzó a latir como un pulso que no se parecía a ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico, o lo que una imaginación humana podría haber interpretado como tal. Luego, el objeto parecido a una esfera comenzó a adquirir luminosidad, igual que si brillara con una luz fría y pulsátil de color indefinible, y Carter comprobó que sus destellos se acompasaban con el ritmo extraño de los cánticos. Entonces, todas las siluetas mitradas de los pedestales iniciaron un singular balanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mientras los nimbos de una luz indefinible -semejante a la de la esfera- envolvían sus cubiertas cabezas.
El hindú interrumpió su relato y miró con curiosidad el reloj de forma de ataúd, con su esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac desconcertante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.
»-A usted, señor De Marigny -dijo súbitamente a su sabio anfitrión- no es preciso hablarle del ritmo particularmente extraño que seguían las embozadas siluetas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balanceos. Además de Carter, es usted el único en América que ha sentido alguna premonición de la Dimensión Exterior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui de quien solía hablar el pobre Harvey Warren, el vidente que decía haber sido el único que había estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándose ciertas cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto qué objetos delicados conocerá usted de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudad fue construida por quienes conocían bastante bien la Primera Entrada. Pero seguiré mi relato.
»Por último -prosiguió el swami- el balanceo y los cánticos cesaron, los nimbos fosforescentes que rodeaban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles, palidecieron y las figuras se hundieron extrañamente en sus pedestales. La esfera, no obstante, continuó palpitando con inexplicable luz. Carter comprendió que los Primigenios dormían de nuevo como cuando los viera por primera vez, y se preguntó de qué sueños cósmicos les habría sacado su llegada. Lentamente, fue abriéndose camino en su espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extraños: había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguo había cantado para inducir en sus Compañeros una nueva categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrir la Ultima Puerta para pasar la cual la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió que en lo más hondo de ese sueño profundo, los Primigenios contemplaban las insondables inmensidades de las infinitas dimensiones exteriores, y que así cumplían lo que su presencia les había exigido. El Guía no compartía este sueño, sino que parecía seguir dándoles instrucciones mediante una irradiación sutil y sin palabras. Sin duda les imponía las imágenes de aquello que quería que soñaran sus Compañeros; y Carter comprendió que cuando cada Primigenio soñase el sueño ordenado, nacería el germen de una manifestación visible para sus ojos terrestres. Cuando los sueños de todas las Siluetas se fundieran en una unidad, surgiría esta manifestación, y todo lo que él desease se materializaría mediante concentración. El había visto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde la voluntad de un círculo de adeptos, combinada y proyectada, puede hacer que un pensamiento tome sustancia tangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocos se atreven a hablar.
»Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía la Ultima Puerta, ni cómo debía atravesarla; pero se sintió invadido por un sentimiento de tensa expectación. Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidad y de llevar la llave fatal en la mano. Las masas descollantes de roca que se alzaban frente a él parecían como una muralla informe, hacia el centro de la cual se sentían sus ojos irresistiblemente atraídos. Y entonces, de súbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguo había dejado de fluir.
»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terrible que puede ser el silencio mental y físico. Durante las primeras fases de su aventura percibía aún cierto ritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secreto de la extensión tridimensional de la Tierra. Pero, ahora, la quietud del abismo parecía haberlo inmovilizado todo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físico, no consiguió oír su propia respiración. El resplandor de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado inmóvil y petrificado. Un halo imponente, más resplandeciente aún que los nimbos que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba aterradoramente en torno al cráneo amortajado del espantoso Guía.
»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimiento de orientación había desaparecido por completo. Las luces extrañas parecían poseer la calidad de la más impenetrable negrura acumulada sobre las mismas tinieblas. En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera de la más pasmosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas profundidades inconmensurables, notando sobre su rostro los efluvios de un cálido perfume. Era como si flotara en un mar tórrido y rojizo, un mar de vino embriagador cuyas olas espumosas rompieran contra unas costas de bronce incandescente. Un gran temor le invadió al vislumbrar aquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía en costas lejanas. Pero el tiempo del silencio había terminado: las olas le hablaban con un lenguaje sin sonidos ni palabras articuladas:
»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá del bien y del mal -entonaba una voz que no era voz-. El Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido la identidad de lo Uno y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Unica y que la Sustancia es la Gran Impostora.’
»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones rocosas hacia las cuales se sentían sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arco semejante al que recordaba haber visto hacía muchísimo tiempo en aquella cueva oculta en el interior de otra cueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra tridimensional.
»Se dio cuenta de que había utilizado la llave de plata, de que la había movido instintivamente, sin previo aprendizaje, de acuerdo con un ritual muy semejante al que le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió que aquel mar rosado y embriagador que lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable de la sólida muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vórtice en que se habían concentrado los pensamientos de los Primigenios. Guiado aún por una instintiva y ciega determinación siguió avanzando en el vacío…, y atravesó la Ultima Puerta.
IV
»La progresión de Randolph Carter a través de aquel ciclópeo espesor de muralla era como un vertiginoso precipitarse a través de los insondables abismos interestelares. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante y celeste de dulzura mortal; después, un batir de alas enormes y como el gorjeo o murmullo de unos seres ignorados en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una entrada sólo, sino una multitud de puertas, en algunas de las cuales clamaban ciertas Formas que él procuró no recordar.
»Y, de repente, experimentó un terror más grande aún que el que le produjeron aquellas Formas, un terror del que no podía sustraerse porque radicaba en él mismo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algo de su propia consistencia, sumiéndose en dudas sobre la forma de su cuerpo y su afinidad con los objetos brumosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se había alterado su sentido de la propia unidad. Había seguido siendo Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidimensional. Ahora, una vez cruzada la Ultima Puerta, se dio cuenta, en un instante de miedo aniquilador, de que no era una persona, sino muchas personas a la vez.
»Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo. En la Tierra, a siete de octubre de mil ochocientos ochenta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba la Caverna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde, bajaba corriendo la ladera rocosa, cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y entraba en casa de tío Christopher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante, en ese mismo momento, que sin saber cómo también pertenecía a primeros de mil novecientos veintiocho, una sombra vaga que también era Randolph Carter se hallaba sentada sobre un pedestal entre los Primigenios, en la prolongación tridimensional de la Tierra. Al mismo tiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfo e ignorado abismo del cosmos que se extiende más allá de la Ultima Puerta. Y en otras zonas, en un caos de escenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversidad le arrastraban al borde de la locura, había una ilimitada confusión de seres que eran tan él mismo como la manifestación espacial que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta.
»Había docenas de Carter en cada época conocida o supuesta de la historia de la Tierra, y en aquellas edades del planeta, aún más remotas, que escapan a todo conocimiento y conjetura. Los había bajo forma humana y no humana, vertebrada e invertebrada, dotada de conciencia y desprovista de ella, animal y vegetal. Y más aún los había que no tenían nada en común con la vida terrestre, que se agitaban de manera repugnante en otros planetas, sistemas, galaxias y continuos cósmicos. Veía esporas de vida eterna que vagaban de mundo en mundo, de universo en universo, y todas eran igualmente él mismo. Alguna de estas visiones le recordaba ciertos sueños -confusos y vívidos a la vez, fugaces y duraderos- que había tenido durante muchos años desde que comenzó a soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas, fascinantes, casi horriblemente familiares, lo cual era inexplicable según la lógica terrestre.
»Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintió poseído por un supremo horror; horror que ni siquiera pudo sospechar aquella noche espantosa en que dos hombres se aventuraron, bajo la luna menguante, en cierta necrópolis horrenda y antigua, de la que sólo uno de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad. Sumergirse en la nada supone caer en un olvido apacible; pero tener conciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se es un ser definido, distinto de los demás seres, que ya no se posee la propia mismidad, es la indecible culminación del horror y de la angustia.
»Sabía que en Boston había existido un Randolph Carter, pero no estaba seguro de si él -el fragmento componente de la entidad que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta- había sido ése o algún otro. Su yo había sido aniquilado; y no obstante, él -si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de existencia individual, decir él con entera propiedad- tenía conciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas encarnaciones.
»En medio de estas espantosas reflexiones, el fragmento de Randolph Carter que había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmo del horror para ir a parar a los negros abismos de otro horror aún más profundo, que esta vez procedía del exterior. Era una fuerza personal que súbitamente apareció frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole. Además de poseer presencia concreta, parecía también formar parte de él mismo y coexistir asimismo con todo tiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna, pero la sensación de entidad y la horrible idea de una combinación de los conceptos de localización, identidad e infinidad, le causaron un terror paralizante que superaba cualquier experiencia que las personalidades de Carter fueran capaces de soportar en sus existencias.
»Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Carter olvidó la pérdida de su identidad. Ante él -y dentro de él- resplandecía una entidad que era Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre otros adoraban con nombres distintos; Aquel a quien los crustáceos de Yuggoth llaman El-del-Más-Allá, prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la nebulosa espiral representan con un signo intraducible. Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Carter comprendió cuán triviales y fraccionarias son todas estas concepciones.
»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter mediante unos efluvios prodigiosos que herían, quemaban y ensordecían mediante una concentración de energía que consumía al que la recibía, con su insospechable violencia, y que poseía un ritmo extraterrestre semejante al extraño balanceo de los Primigenios y al parpadeo de las monstruosas luces de aquella turbadora región situada detrás de la Primera Puerta. Era como si los soles y los mundos y los universos se hubieran concentrado en un punto cuya verdadera posición espacial se hubieran propuesto aniquilar con un impacto de irresistible furia. Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúan otros terrores menores: pareció como si aquellas oleadas aislasen de alguna manera al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-Ultima de toda la infinita multiplicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, por así decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto fue capaz de empezar a traducir aquellos efluvios en formas lingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensaciones de horror y opresión. El espanto se convirtió en sagrado pavor, y lo que le había parecido diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia de una rnajestad inefable.
»Randolph Carter -parecía decir-, mis manifestaciones en la extensión de tu planeta, que son los Primigenios, te han enviado a mí porque, aun cuando podías haber regresado a las regiones menores del sueño que perdiste con tu infancia, sin embargo, has alzado el vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses. Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de marfil de Kled, el país de las orquídeas, y ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres fabulosas e innumerables cúpulas se elevan poderosas hacia una única estrella roja que brilla en un firmamento extraño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después de haber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más elevadas aún. No huyes como un niño de una visión desagradable a un sueño placentero, sino que te sumerges como un hombre en el último y más recóndito de los secretos que yace detrás de todas las visiones y de todos los sueños.
»Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dispuesto a concederte lo que sólo he otorgado once veces a seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que tú llamas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto, a mostrarte el Ultimo Misterio, cuya contemplación aniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de contemplar el primero y último de los misterios, todavía eres libre de regresar, si quieres, por las dos Puertas, porque el Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».
V
«La brusca interrupción de aquellas ondas sumió a Carter en el silencio frío y espantoso de una absoluta desolación. Por todos lados sentía el agobio de la ilimitada inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba aún allí. Después, formuló mentalmente las palabras cuyo significado deseaba transmitir al vacío:
»‘Acepto. No retrocederé.’
»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió que el Ser le había oído. Y entonces emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente de sabiduría y comprensión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó para contemplar una visión del cosmos que jamás habría esperado llegar a tener. Le explicó cuán infantil y estrecha es la noción de un mundo tridimensional, y qué infinidad de direcciones existen además de las conocidas de abajo-arriba, delante-detrás y derecha-izquierda. Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dioses de la Tierra, con sus mezquinos intereses humanos y sus odios, cóleras, amores y vanidades ruines, sus apetencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de que se les tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.
»La mayor parte de estas revelaciones se traducían por sí mismas en palabras ante Carter, pero en cambio le llegaban otras a través de otros sentidos. Quizá con la vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta de que se hallaba en una región cuyas dimensiones eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento humano pueden concebir. En las sombras de lo que al principio había sido como una concentración de poder, y luego como un vacío ilimitado, percibía ahora un torbellino de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto de vista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama de formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones rebasaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que su entendimiento hubiera podido concebir hasta entonces, a pesar de haber consagrado su vida al estudio de lo misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender vagamente por qué podía existir a un tiempo un niño llamado Randolph Carter en una casa de campo de Arkham en el año mil ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa sobre un pedestal hexagonal al otro lado de la Primera Puerta, el fragmento que ahora se hallaba ante la Presencia del abismo ilimitado, y todos los demás Carter que percibía su imaginación o sus sentidos.
»Luego, las ondas más intensas trataron de aumentar su capacidad de comprensión, ajustándole a la multiforme entidad de la que el fragmento que actualmente era su yo constituía una parte infinitesimal. Le hicieron saber que cada figura espacial no es más que el resultado de la intersección, en un plano, de una figura correspondiente que posee además otra dimensión, como el cuadrado resulta de la sección de un cubo, o el círculo de la de una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres dimensiones, corresponden a su vez a la sección de otras figuras de cuatro dimensiones, que los hombres conocen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su vez, son sección de otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente, hasta remontarse a la inalcanzable infinitud arquetípica. El mundo de los hombres y de los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo: la fase tridimensional de la pequeña totalidad que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque los hombres la proclamen como única y auténtica realidad, y tachen de irreal todo pensamiento sobre la existencia de un universo original de dimensiones múltiples, la verdad consiste en todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad.
»El tiempo -siguieron informándole aquellas ondas- es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente.
»Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobrenatural solemnidad que le impedían toda duda. Aun cuando casi escapasen a su comprensión, sentía que eran ciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que desmiente toda perspectiva parcial y toda visión estrecha; por su parte, había ahondado en las más profundas cuestiones filosóficas como para liberarse de la servidumbre que impone toda concepción fragmentaria y parcelada. ¿Acaso no se había basado todo este viaje al trasmundo en una convicción de la irrealidad de lo fragmentario y parcial?
»Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que los habitantes de las regiones de menos dimensiones llaman cambio, no es más que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar un cono parecen variar según el ángulo del plano que lo secciona, engendrando el círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola, sin que el cono experimente cambio alguno; y del mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte alguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos seres versados en materias prohibidas han logrado una ínfima parte de ese dominio, conquistando de este modo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que habitan más allá de las Puertas dominan todos los ángulos. Y pueden contemplar a voluntad, ya las miríadas de facetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria y sometida al cambio, ya la inmutable totalidad no deformada por perspectiva alguna.
»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a comprender vagamente, preso de terror, el último sentido de aquella pérdida de la individualidad que al principio le había horrorizado. Su intuición fue articulando los datos de las distintas revelaciones, acercándose más y más a la comprensión del misterio. Comprendió que gran parte de esta espantosa revelación -la división de su yo en millares de duplicados terrestres- habría podido llegar a revelársele al atravesar la Primera Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con el fin de que pudiera utilizar con precisión la llave de plata para abrir la Ultima Puerta. Deseoso de una mayor claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar más detalles sobre la relación entre sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento que había traspasado la Ultima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexagonal detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ochocientos ochenta y tres, el hombre de mil novecientos veintiocho, las diversas formas primitivas de vida que constituían sus antepasados y que habían ido configurando su ego, y los abominables habitantes de remotísimas edades y universos perdidos que en su primer destello de percepción absoluta había identificado consigo mismo. Poco a poco, las ondas del Ser surgieron como respuesta, tratando de esclarecer lo que casi estaba fuera de la comprensión humana.
»Todas las estirpes de los seres pertenecientes a dimensiones limitadas prosiguieron las ondas y todas las fases evolutivas de cada uno de esos seres, son meras manifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada ser aislado -hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente- y cada fase evolutiva de un mismo ser -niño, muchacho, joven, hombre- es tan sólo una de las infinitas facetas de ese mismo ser arquetípico y eterno, originada por una variación del ángulo de la conciencia-plano que lo corta. Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Carter y todos sus antepasados, humanos y prehumanos, terrestres y preterrestres, no son sino meras facetas de un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo, proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente por el ángulo con que el plano de la conciencia había incidido en cada caso sobre el arquetipo eterno.
»Una ligera modificación del ángulo podría convertir al sabio de hoy en niño de ayer; a Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las montañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o en Pickman Carter, que empleó extraños procedimientos para rechazar a las hordas mongolas de Australia; al Carter humano en una de aquellas entidades primordiales que habitaron en la arcaica Hyperborea y adoraron al negro y pastoso Tsathoggua, después de huir de Kythamil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus; al Carter terrestre en un antepasado remotísimo y rudimentario, morador del propio Kythamil, o incluso en las criaturas aún más remotas de las transgalácticas Stronti, o en una conciencia etérea y tetradimensional de un continuo espacio-temporal aún más antiguo, o en una mente vegetal del futuro, habitante de un cometa radiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamente en infinitos ciclos cósmicos.
»Los arquetipos -vibraron las ondas-, son los pobladores del Ultimo Abismo; son informes, inefables, y en los mundos inferiores apenas los vislumbran, unos pocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mismo ser que comunica estas revelaciones, el cual, en verdad, es justamente el arquetipo del propio Carter. El insaciable deseo de Carter y de todos sus antepasados por descubrir los secretos cósmicos era el resultado natural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo. En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos los grandes pensadores, todos los grandes artistas, son facetas de El.
»Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vez de una alegría terrible, la conciencia de Randolph Carter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente de la cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, meditó en el silencio imponente, pensando en extraños tributos, en cuestiones aún más extrañas, y en ruegos aún mayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradictoriamente imágenes de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas. Se le ocurrió que, si aquellos descubrimientos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmente todas aquellas edades infinitamente lejanas y aquellas regiones del universo que hasta entonces sólo conocía en sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de cambiar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia la llave de plata? ¿No había transformado al principio a un hombre de mil novecientos veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta y tres, y después en algo absolutamente exterior al tiempo y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su aparente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llave consigo.
»Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emitió los pensamientos y dudas que le asaltaban. Sabía que, en este abismo final, se hallaba situado en un punto equidistante de cada una de las facetas de su arquetipo, humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres, galácticas o transgalácticas; y sentía una curiosidad febril por conocer las otras facetas de su ser, especialmente las más alejadas en tiempo y lugar del año terrestre de mil novecientos veintiocho, o las que más le habían obsesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta de que su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente, si quería, a cualquiera de esas fases de vida pasadas y lejanas con sólo modificar el plano de incidencia de su psique. Y así, pese a las maravillas que había presenciado, ardía en deseos de experimentar ese otro prodigio de caminar, en carne y hueso, por los escenarios increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas le habían mostrado de manera fragmentaria.
»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando a la Presencia que le trasladara a un mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco soles multicolores, ignoradas constelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habitados por seres con garras y hocico de tapir, extrañas torres metálicas, inexplicables túneles y misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado una y otra vez en sus sueños. Presentía vagamente que aquel mundo era el que sin duda estaría más en contacto con los demás universos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes que tan sólo había vislumbrado, y navegar por los espacios hacia aquellos mundos aún más remotos con los que traficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No había tiempo para el temor. Como en todas las crisis de su insólita vida, una aguda curiosidad cósmica se imponía por encima de toda otra consideración.
»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibraciones, Carter entendió que su terrible petición había sido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos abismos que tendría que atravesar, de la desconocida estrella quíntuple de cierta galaxia insospechada en torno a la cual gira ese mundo extraño, y de los horribles moradores de madrigueras contra los que perpetuamente lucha la raza de garras y hocico. Le habló también de cómo el ángulo del plano de su conciencia y la relación existente entre este ángulo y las coordenadas espacio-temporales del mundo deseado debían inclinarse simultáneamente con el fin de hacer retornar a ese mundo aquella faceta de Carter que ya había habitado allí.
»La Presencia le aconsejó que conservara los símbolos, por si alguna vez deseaba regresar de aquel mundo remoto y ajeno que había escogido, y él replicó con una afirmación impaciente, pues sentía que la llave de plata seguía en su poder, y sabía que en ella estaban grabados dichos símbolos, ya que con ella había logrado inclinar a la vez su plano personal y el universal cuando regresó a mil ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, comprendiendo su impaciencia, le hizo saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Las ondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante de tensa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.
»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y un batir de tambores que fueron en aumento hasta convertirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió Carter en el punto focal de una intensa concentración de energía que le abrasaba, que le destrozaba, que le desintegraba con aquel ritmo insoportable del espacio exterior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exactamente si tal energía era el fuego irresistible de una estrella fulgurante o el frío petrificador del abismo final. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramente ajenos a cualquier espectro luminoso de nuestro universo, trenzándose y entrelazándose mientras cobraba conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa velocidad. Y muy fugazmente, vislumbró una figura solitaria sentada sobre un trono de apariencia hexagonal.
VI
El hindú interrumpió su relato y observó que De Marigny y Phillips le miraban absortos. Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía los ojos ostensiblemente fijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd tomó un sentido nuevo y ominoso, en tanto que las vaharadas de los trípodes excesivamente recargados se entrelazaban componiendo siluetas fantásticas e inexplicables, combinándose de manera inquietante con las grotescas figuras de las tapicerías movidas por el viento. El viejo negro que los había llenado se había ido, tal vez porque la tensión creciente que reinaba le había asustado. El orador reanudó el monólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de una ligera vacilación.
–«Todo esto les habrá parecido difícil de creer -dijo-, pero aún más increíble les van a parecer las cosas materiales y tangibles que vienen a continuación. Esa es nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente increíble al trasladarlo de las regiones vagas de los sueños posibles a este mundo tridimensional. No me extenderé mucho en ello porque resultaría una historia muy distinta. Sólo les contaré lo que estrictamente deben saber.
»Carter, después de aquel torbellino de extraña y policroma cadencia, creyó hallarse por un momento en uno de sus sueños más antiguos y reiterativos. Como tantas veces en sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entre multitudes de seres con zarpas y hocico, y caminaba por las calles de un laberinto metálico inexplicablemente construido, bajo los fulgores de una luz solar de variados colores; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como el de los demás: rugoso, parcialmente cubierto de escamas y articulado de manera singular, muy semejante al de un insecto, aunque recordaba rudimentariamente la forma humana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahora la sujetaba con una zarpa repugnante.
»Un momento después desapareció la sensación de estar soñando, y se encontró más como si acabara de despertar. El abismo último, el Ser, la entidad llamada Randolph Carter y perteneciente a una absurda y remota raza aún no nacida en quién sabe qué mundo futuro, formaban parte de los sueños que insistentemente visitaban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran sueños tan persistentes que obstaculizaban el cumplimiento de sus deberes, consistentes en preparar hechizos para mantener a los dholes en sus madrigueras, y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadas de mundos que había visitado con su envoltura de luz. Y ahora parecían más reales que nunca. Esta llave de plata que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de una que había soñado, no indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar, y consultar las tablillas de Nhing para ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal por un callejón apartado de los lugares de gran afluencia, entró en su aposento y se acercó a los estantes donde se apilaban las tablillas grabadas.
»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acuclilló en su prisma, sobrecogido y desesperado, porque la verdad que. acababa de descubrir le había abierto un nuevo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer la paz de ser una unidad. Efectivamente, en todo tiempo y espacio se vería desdoblado: Zkauba, el hechicero de Yaddith, disgustado por la idea de que en el futuro sería un repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter, cosa que por otra parte ya había sido; y Randolph Carter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba de terror ante aquella criatura de zarpas y hocico que había sido él en el pasado y en la que se había convertido nuevamente.
»Durante las unidades de tiempo que transcurrieron en Yaddith -graznó el swami, cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras de cansancio- sucedieron cosas que constituyen en sí otra historia y no pueden relatarse en cuatro palabras. Hubo expediciones a Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las veintiocho galaxias accesibles a las envolturas luminosas de las criaturas de Yaddith, y viajes de ida y vuelta a través de millones y millones de años, realizados con ayuda de la llave de plata y de otros muchos símbolos que los hechiceros de Yaddith conocían. Hubo luchas tremendas con los pálidos y viscosos dholes que moran en las madrigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas sesiones de estudio en bibliotecas donde se acumulaba una ingente masa de sabiduría recogida de diez mil mundos vivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otros espíritus de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que le había sucedido a su personalidad, pero cuando en él predominaba el fragmento Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar todos los medios posibles para regresar a la Tierra, y a la humana forma, y practicaba desesperadamente el lenguaje humano con sus extraños órganos vocales tan poco aptos para ello.
»El fragmento Carter no tardó en comprobar con horror que la llave de plata no servía para regresar a la forma humana. Según dedujo demasiado tarde de cosas que recordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría de Yaddith, esta llave había sido forjada en Hyperborea, en la Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos de conciencia de los seres humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo planetario y enviar a su poseedor a través del tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación alguna. Había un hechizo adicional que confería a la llave ilimitados poderes, de los que de otro modo carecía; pero este hechizo también había sido descubierto por el hombre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamás podría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith. Se hallaba escrito en el pergamino indescifrable que acompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de horribles adornos, y Carter se lamentaba amargamente de habérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible del abismo ya le había advertido que debía conservar los símbolos, y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.
»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahondar más y más en la monstruosa ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un medio para regresar al abismo de la Entidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos, podría haber sacado mucho provecho del enigmático pergamino; pero ese otro poder, en las circunstancias presentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo, en que predominaba la faceta Zkauba, y entonces se esforzaba por borrar los turbadores recuerdos de Carter que tanto le angustiaban.
»Así transcurrieron períodos de tiempo más largos de lo que el cerebro humano puede concebir, ya que los seres de Yaddith mueren tras prolongados ciclos biológicos. Después de muchos centenares de revoluciones, el fragmento Carter se fue imponiendo sobre el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos calculando la distancia espacial y temporal que habría entre Yaddith y la Tierra habitada por los hombres. Las cifras eran inconcebibles -incalculables millones de años luz- pero la sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Carter comprender todas estas cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños hacia la Tierra, y aprendió muchas cosas acerca de nuestro planeta que jamás había sabido antes. Pero no podía soñar con la fórmula del pergamino que necesitaba.
»Finalmente concibió un plan insensato para huir de Yaddith y empezó a prepararlo tan pronto como descubrió una droga para mantener perpetuamente aletargado al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos y conocimientos de éste. Pensó que sus cálculos le permitirían realizar un viaje en una de las envolturas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo había realizado jamás: un viaje corporal, a través de innumerables millones de años de increíbles extensiones galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vez en la Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas y hocico, podría encontrar de algún modo el pergamino de extraños jeroglíficos que había dejado en su coche abandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su aspecto terrestre normal.
»No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía que cuando inclinara el ángulo planetario hacia el período requerido (cosa imposible de hacer durante su veloz trayectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muerto, dominado por los triunfantes dholes, y que su huida en la envoltura luminosa estaría expuesta a graves eventualidades. Sabía asimismo que habría de suspender su vida, a la manera de un iniciado, para soportar un viaje de millones de años a través de abismos insondables. Y sabía también que -en caso de rematar con éxito el viaje- debería inmunizarse contra las bacterias y demás condiciones terrestres hostiles a un cuerpo de Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fingir la forma humana de los habitantes de la Tierra, hasta que lograra encontrar y descifrar el pergamino, y recuperar de verdad esa forma. En caso contrario, sería descubierto probablemente por las gentes que le matarían, horrorizadas ante una criatura que les resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro -fácil de obtener en Yaddith- para desenvolverse durante su búsqueda.
»Los planes de Carter se fueron realizando lentamente. Se proveyó de una envoltura luminosa de dureza excepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosa transición temporal como un vuelo sin igual a través del espacio. Comprobó todos los cálculos y orientó una y otra vez sus sueños hacia la Tierra, tratando de aproximarse lo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó la suspensión de las funciones vitales. Descubrió los agentes bactericidas que necesitaba y logró calcular la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló con gran habilidad una máscara de cera y confeccionó un atuendo que le permitiera desenvolverse entre los hombres como un ser humano normal y corriente, e inventó un hechizo doblemente poderoso con el que podría contener a los dholes en el momento de su partida del negro y consumido planeta Yaddith de inconcebible futuro. Tuvo también la precaución de hacerse con una buena provisión de drogas -imposibles de obtener en la Tierra- para mantener aletargado al fragmento Zkauba, hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampoco dejó de hacer acopio de una pequeña reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.
»El día de la partida estaba hecho un mar de dudas y recelos. Subió a la plataforma de lanzamiento con el pretexto de trasladarse a la triple estrella Nython, y se metió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitio justo para llevar a cabo el ritual de la llave de plata y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente la envoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscureció la luz del día y sintió un dolor punzante e intolerable. El cosmos pareció tambalearse como gobernado por un dios loco, y en la negrura del firmamento danzaron constelaciones nuevas.
»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio. El frío de los abismos interestelares corroía el exterior de su envoltura, y pudo observar desde su interior que flotaba libremente en el espacio. El edificio de metal del que acababa de despegar se había hundido en ruinas años antes. Por debajo de él, el suelo estaba plagado de gigantescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó varios centenares de pies y tendió hacia él una extremidad blancuzca y viscosa. Pero sus hechizos surtieron efecto y un momento después se alejaba de Yaddith sin haber sido alcanzado.
VII
»En aquella rara habitación de Nueva Orleans, de la que había huido instintivamente el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra se hizo aún más ronca:
–»Señores -continuó-, no voy a pedirles que crean estas cosas hasta que no les haya mostrado una prueba irrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los millares de años de luz, de los millares de años de tiempo, y de los billones de kilómetros que Randolph Carter empleó en cruzar los espacios en su cuerpo abominable e inhumano, protegido por una envoltura de metal electroactivo, pueden considerarlo como pura fantasía. Carter había regulado cuidadosamente la duración de su suspensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos años antes de aterrizar en la Tierra en mil novecientos veintiocho.
»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores, que antes de provocarse aquel letargo de millones de siglos, había vívido conscientemente durante miles de años terrestres en medio de los prodigios extraños y horribles de Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesaron los sueños amenazadores, y se asomó por los portillos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, las nebulosas, se desparramaban por todo el firmamento… Y, finalmente, sus contornos adoptaron la majestad de las constelaciones de la Tierra que él conocía.
»Algún día podrá contarse su descenso al sistema solar. Vio Kynarth y Yuggoth en el borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos blancuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto secreto inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter, vio el horror que mora en uno de sus satélites, y contempló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco rojizo de Marte. Al aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue creciente que aumentaba de tamaño de manera alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresar le impulsara a no perder ni un instante. Pero no pretendo contarles esas sensaciones tal como yo las he sabido del propio Carter.
»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en las capas superiores de la atmósfera terrestre, en espera de que la luz del día iluminase el hemisferio occidental. Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde había partido: cerca de la Caverna de las Serpientes, en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes ha estado fuera de su hogar durante mucho tiempo -y sé que uno de ustedes sí lo ha estado-, que calcule lo que le tuvo que emocionar la visión de las ondulantes colinas de Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árboles nudosos y viejos cercados de piedra.
»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado extiende más abajo de la antigua propiedad de los Carter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la soledad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfume de las colinas fue como un bálsamo para su espíritu. Se las arregló para subir la envoltura por la ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes; pero no consiguió hacerla pasar por la grieta hasta la cueva interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño con las ropas humanas y la máscara de cera. La envoltura quedó en aquel lugar durante un año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron a buscarle otro escondite.
»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió para acostumbrarse a manejar su cuerpo en posturas humanas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y entró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizo también ciertas indagaciones haciéndose pasar por un extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió que estaba en mil novecientos treinta, sólo dos años después de la época a la que había pretendido llegar.
»Naturalmente, su situación era horrible. Le era imposible dar a conocer su identidad, estaba forzado a vivir en guardia en todo momento, tenía ciertas dificultades respecto a la alimentación, y necesitaba disponer de su droga extraña para mantener aletargado el fragmento Zkauba. Por todo ello se daba cuenta de que debía actuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston y tomó una habitación en el ruinoso barrio de West End, donde pudo vivir sin grandes gastos y en el más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indagaciones sobre los bienes y efectos de Randolph Carter. Fue entonces cuando se enteró de lo ansioso que estaba el señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el reparto de la herencia, y supo con cuánta valentía se empeñaban el señor De Marigny y el señor Phillips en conservarla intacta.
»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbudo, atezado e impasible no manifestó expresión alguna.
–»Por medios indirectos -prosiguió-, Carter consiguió al fin una copia del pergamino perdido, y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decir que he tenido la satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque efectivamente, recurrió muy pronto a mí, y por mediación mía entró en contacto con otros místicos repartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio de Chambers Street. En cuanto al pergamino, me complazco en poder sacar de dudas al señor De Marigny. Permítame que le diga que la lengua en que están escritos estos jeroglíficos no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra, hace innumerables eras geológicas, por los descendientes de Cthulhu. Naturalmente, se trata de la traducción de un original hyperbóreo, millones de años más antiguo, escrito en la primordial lengua Tsath-yo.
»Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Carter había calculado, pero en ningún momento se dio por vencido. A principios de este año hizo grandes progresos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda de que lo logrará antes que pase mucho tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido una dificultad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletargado al fragmento Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande como él temía. La personalidad de Carter domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba logra alcanzar cierta preponderancia, cosa que sucede durante períodos cada vez más breves y sólo cuando experimenta alguna inusitada excitación, se suele quedar demasiado confundido para contrarrestar el trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura de metal, que podría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo a punto de encontrarla, pero Carter, aprovechando que el fragmento Zkauba había vuelto a sumirse en su letargo, la escondió en otro lugar. El único daño que ha hecho Zkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y dar origen a ciertos rumores terroríficos que han circulado entre los polacos y los lituanos del barrio de West End, de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropear del todo el cuidadoso disfraz preparado por el fragmento Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera, que ha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo he visto lo que hay debajo de ese disfraz… y no resulta agradable de ver.
»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión, y comprendió que debía actuar rápidamente para salvar sus bienes. No podía esperar a terminar de descifrar el pergamino y recobrar su forma humana. Por esta razón, me ha enviado, para que yo actúe en su nombre.
»Señores, yo les aseguro formalmente que Randolph Carter no ha muerto; que se halla temporalmente en una situación excepcional, pero que dentro de dos o tres meses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, y exigir la restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a presentarles pruebas de ello si es necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan esta reunión por tiempo indefinido».
VIII
De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:
–¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor[*], y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter está vivo…,. ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?
De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:
–Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas del swami que concuerdan con el relato.
Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:
–El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?
Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su voz ronca:
–Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto familiar?
Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron escapar una exclamación.
–¡Eso es! – exclamó De Marigny-. La fotografía no miente. ¡No puede haber error!
Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:
–¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?
El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.
–Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.
Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror insuperable.
–La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura humana.
Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.
Aspinwall habló otra vez:
–Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?
–Aguarde todavía -contestó el anfitrión-. No considero necesario que intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole. Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.
Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogado soltó un grito gutural:
–¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esa cara… ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la voy a arrancar!…
–¡Alto! – la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno- le he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.
Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:
–¡No; no eres mi primo, ladrón… no me asustarás! Tus razones tendrás para no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!
Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando de la mano del abogado.
En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado, emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. El encanto se había roto… Pero cuando se acercaron al viejo, estaba muerto.
Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.
–¡No! – susurró-. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith…
La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.
De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.
Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por dinero cierta cantidad de barras de oro.
De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos… Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia…
En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de extraños jeroglíficos.
[*] Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostor y fakir, como religioso mendicante hindú (N. del T.).
La nariz de un notario
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Biblioteca de la NACION: Edmond About
La nariz de un notario
Traducción de: Carlos de Pineda
medallion
Buenos Aires
1916
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
A M. Aejandro Bixio BIXIO
Permitidme, señor, que encabece este humilde trabajo con el nombre ilustre y querido de un hombre que ha consagrado toda su vida a la causa del progreso; de un padre que ha ofrecido sus dos hijos a la liberación de Italia; de un amigo que se ha apresurado a darme una prueba de simpatía al siguiente día de Gaetana.
E. A.
Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba 32 años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (la parte más prominente de su cuerpo), se retorcía majestuosa en forma de pico de águila. Aunque alguno no me crea, su nítida corbata blanca le sentaba de maravilla. ¿Era debido esto a que la usaba desde su más tierna infancia, o porque se surtía de ellas en alguna tienda afamada? Yo opino que eran ambas razones a un tiempo.
Una cosa es atarse en torno del cuello un pañuelo de bolsillo blanco, hecho una torcida, y otra muy distinta formar, con arte y perfección, un espléndido nudo de inmaculada batista, cuyas puntas iguales, almidonadas sin exceso, se dirigen simétricamente a derecha e izquierda. Una corbata blanca elegida con acierto y anudada con esmero no es un adorno sin gracia; todas las mujeres os dirán lo mismo que yo. Pero no basta anudársela con maestría y con primor; es preciso, además, saberla llevar; esto es cuestión de práctica. ¿Por qué parecen los obreros tan torpes y desmañados el día que se casan? Porque suelen colocarse para el acto de la boda una corbata blanca sin previa preparación.
Se acostumbra uno en seguida a llevar los más exorbitantes tocados: una corona por ejemplo. El soldado Bonaparte recogió una que el rey de Francia había dejado caer en la plaza de Luis XV: colocósela él mismo, sin que nadie le hubiese dado lecciones, y Europa declaró que aquel tocado no le sentaba muy mal. Animado por el éxito, no tardó en introducir la moda de las coronas en el círculo de su familia y de sus íntimos. Todos los que le rodeaban se la encasquetaron, o así lo pretendieron por lo menos. Pero este hombre extraordinario no pasó nunca de ser un porta-corbatas mediocre. El vizconde de C***, autor de varios poemas en prosa, había estudiado bien la diplomacia, o sea el arte de ponerse la corbata con fruto.
Asistió, en 1815, a la revista de nuestro último ejército, algunos días antes de la campaña de Waterloo; y, ¿sabéis lo que más llamó su atención en aquella fiesta heroica en que se desbordó el entusiasmo desesperado de un gran pueblo? Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada.
Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia. Hacía más de 2 siglos que esta ilustre familia se transmitía, de varón en varón, el estudio de la calle de Verneuil con la más elevada clientela del faubourg Saint-Germain.
El cargo no había sido cotizado, toda vez que jamás había salido de la familia; pero, a juzgar por los beneficios de los cinco últimos años, no era posible evaluarlo en menos de trescientos mil escudos. Es decir, que producía un promedio anual de unas noventa mil libras. Desde hacía más de dos siglos todos los primogénitos de la familia habían sabido llevar la corbata blanca con tanta desenvoltura como llevan los cuervos sus mejores plumas negras, los borrachos su amoratada nariz, o los poetas sus raídas vestimentas. Heredero legítimo de un nombre y de una fortuna, el joven Alfredo había mamado en los pechos de su madre la elegancia y distinción, a la par que los buenos principios. Despreciaba tanto como se merecen las innovaciones políticas introducidas en Francia a partir de la catástrofe de 1879. A su juicio, la nación francesa componíase de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión respetable y compartida hoy aún por un reducido número de senadores. Se colocaba modestamente a sí mismo en uno de los primeros puestos del estado llano, no sin sustentar ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza. Sentía un profundo desprecio hacia el grueso de la nación francesa, ese hacinamiento de obreros y campesinos que recibe el nombre de pueblo, o de vil plebe. Procuraba rozarse con él todo lo menos posible, por respeto a su amable persona, a quien cuidaba y quería con pasión. Sano, esbelto y vigoroso como un sollo de río, estaba convencido de que aquella gentuza era una especie de morralla creada por la Providencia expresamente para nutrir a los señores sollos.
Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas; estimado en el Palacio, en el círculo, en la cámara de notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en la sala de armas; buen tirador de punta y de contrapunta; excelente bebedor y amante generoso, mientras tenía el corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango; acreedor bondadoso, mientras cobraba los intereses de su capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir, limpio como un luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los domingos a los oficios de Santo Tomás de Aquino, y los lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más perfecto gentleman de su época, así en lo físico como en lo moral, a no ser por una deplorable miopía que le condenaba a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de oro y las más finas, ligeras y elegantes que salieron jamás de los talleres del celebre Mateo Luna, del muelle de los Plateros?
No las llevaba siempre puestas, colocándoselas tan sólo en su despacho, o en casa de sus clientes, cuando tenía que leer alguna escritura. No es necesario decir que los lunes, miércoles y viernes, al entrar en el templo de la danza, tenía muy buen cuidado de desenmascarar sus bellos ojos. Ningún cristal bicóncavo velaba en semejantes ocasiones, el brillo encantador de sus pupilas. Es muy cierto que no veía gota, y que saludaba a veces a una figuranta tomándola por una estrella; pero marchaba siempre con el aire resuelto de un Alejandro al entrar en Babilonia. Por eso las muchachas del cuerpo de baile, que se complacen en poner remoquetes a las personas, lo habían bautizado con el sobrenombre de Vencedor. Un turco muy grueso, secretario de la embajada de su país, era conocido entre ellas por el mote de Tranquilo; un consejero de Estado se llamaba Melancólico; un secretario general del ministerio de***, muy vivo y bullidor, era conocido por M. Turlu, y por eso Elisita Champagne, conocida también por Champagne II, recibió el nombre de Turlurette cuando salió de los corifeos para elevarse al rango de sujeto.
El párrafo precedente va a dar mucho que pensar a mis lectores de provincias (si es que tengo la suerte de que este relato traspase alguna vez las fortificaciones de París). Oyendo estoy desde aquí las miles de preguntas que dirigen al autor mentalmente. «¿Qué se entiende por el templo de la danza? ¿Y por cuerpo de baile? ¿Y por estrellas de la Opera? ¿Y por corifeos? ¿Y por sujetos? ¿Y por figurantas? ¿Qué secretarios generales son esos que se codean con tales gentes, a trueque de que les pongan remoquetes? Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la danza?»
¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos principios. El templo de la danza era, en aquellos tiempos, un amplio salón cuadrado, rodeado de viejas banquetas de terciopelo rojo, en el que se daban cita los hombres más distinguidos de París. A él concurrían no solamente los banqueros, los secretarios generales y los consejeros de Estado, sino hasta duques y príncipes, diputados y prefectos, y los senadores más partidarios del poder temporal del Papa; sólo faltaban los prelados. Veíanse en él ministros casados, y hasta los más casados de todos los ministros. Al decir que se veían no quiero significar que los he visto yo mismo; desde luego comprenderéis que los pobres periodistas no entraban en aquel lugar como en el molino. Un ministro tenía en sus manos las llaves de aquel salón de las Hespéridos, y nadie podía penetrar en él sin la venia de Su Excelencia. ¡Por eso tenían que ver las rivalidades, los celos y las intrigas! ¡Cuántos gabinetes han sido derribados bajo los más diversos pretextos, pero, en el fondo, porque todos los hombres de Estado tenían la pretensión de reinar en el templo de la danza! ¡No os imaginéis, sin embargo, que todos estos personajes acudían a aquel lugar atraídos por el cebo de los placeres ilícitos! Su intención se limitaba a fomentar un arte eminentemente aristocrático y político.
El transcurso de los años es posible que haya hecho cambiar todo esto, porque las aventuras del señorito L'Ambert no datan de la semana pasada. No quiere decir esto, sin embargo, que se remonten a ninguna época antidiluviana; pero razones de alta conveniencia impídenme precisar la fecha exacta en que este funcionario ministerial cambió su nariz aguileña por una nariz recta. Por eso he dicho en aquellos tiempos, hablando de una manera vaga como los fabulistas. Contentaos con saber que la acción tiene lugar en cierta época de los anales del mundo, comprendida entre el incendio de Troya por los griegos y el del palacio de estío, de Pekín, por el ejército inglés: dos memorables etapas de la civilización europea.
Un contemporáneo y cliente del señorito L'Ambert, el marqués de Ombremule, decía en el Café Inglés cierta noche:
—Lo que nos distingue del común de los hombres es el fanatismo que sentimos por el baile. La canalla se desvive por la música. Se cansa de aplaudir cuando escucha las óperas de Rossini, de Donizetti y de Auber: diríase que un millón de notas, revueltas en sabrosa ensalada, tiene un no sé qué que halaga los oídos de esas gentes. Llevan su ridiculez hasta el extremo de cantar ellos mismos, con sus roncas y estridentes voces, y la policía les permite que se reúnan en ciertos anfiteatros para destrozar algunas arias. ¡Buen provecho les haga! En cuanto a mí, jamás me detengo a escuchar una ópera; me contento con mirarla; voy a ver la parte plástica, que es la única que me divierte, y me marcho después. Mi respetable abuela me ha contado que todas las damas encopetadas de su tiempo sólo iban a la Opera atraídas por el baile, y no regateaban sus aplausos a los bailadores. Nosotros, a nuestra vez, protegemos a las bailarinas: ¡maldito él que piense mal!
La duquesita de Biétry, joven, linda y olvidada, tuvo la debilidad de reprochar a su esposo los hábitos que había aprendido en la Opera:
—¿No os da vergüenza de abandonarme en un palco, con todos vuestros amigos, para correr no sé adónde?
—Señora—respondiole él,—cuando se tienen fundadas esperanzas de lograr una embajada, ¿no es lo más natural que estudiemos la política?
—Convenido; pero creo que habrá en París mejores escuelas para ello.
—Ninguna. Aprended, querida mía, que la danza y la política son hermanas gemelas. El tratar de agradar constantemente, el cortejar al público, y tener siempre el ojo fijo sobre el director de orquesta, y refrenar su propio semblante, y cambiar a cada instante de traje y de color, y saltar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y volverse con rapidez, y caer nuevamente de pie, y sonreír, en fin, con los ojos llenos de lágrimas, ¿no es, acaso, dicho en pocas palabras, el programa del baile y la política?
La duquesa sonrió, perdonó y se echó un amante.
Los grandes señores, como el duque de Biétry, los hombres de Estado como el barón de F..., los grandes millonarios como el diminuto señor St..., y los simples notarios como el héroe de esta historia, codeábanse en el templo de la danza y entre los bastidores del teatro. Ante la sencillez e ignorancia de estas ochenta ingenuas que componen el cuerpo de baile, son iguales todos ellos. Se les conoce con el nombre de abonados, se les sonríe gratuitamente, se cuchichea con ellos en los rincones, se aceptan sus confites, y hasta sus diamantes, como galanterías sin consecuencias y que a nada comprometen a las que los reciben. La gente se imagina sin razón que es la Opera un mercado de placeres y una escuela de libertinaje. Nada de eso: se encuentran allí virtudes en mayor número que en ningún otro teatro de París. ¿Por qué? porque la virtud es allí más apreciada que en ninguna otra parte.
¿No es cosa interesante el estudiar de cerca este pequeño pueblo de jóvenes, casi todas ellas de humildísima procedencia, y a quienes el talento o la belleza pueden elevar en un momento a las más encumbradas esferas del arte? Muchachitas de catorce a diez y seis años de edad, la mayor parte de ellas alimentadas con pan seco y con manzanas verdes en una buhardilla de obreros o en la garita de un portero, vienen al teatro con vestidos de tartán y con zapatos viejos, y su primer cuidado es correr a mudarse de traje, sin que nadie pueda notarlo. Un cuarto de hora después, bajan al templo de la danza esplendorosas, radiantes, cubiertas de seda, de gasas y de flores, todo a costa del Estado, y más brillantes que los ángeles, las hadas y las huríes de nuestros sueños. Los ministros y los príncipes les besan las manos y se manchan sus irreprochables trajes negros con el albayalde que ellas llevan en los brazos. Se recitan a sus oídos madrigales nuevos y viejos que sólo a veces comprenden. Algunas suelen tener talento natural y da gusto hablar con ellas. Estas no duran allí mucho tiempo.
Un campanillazo indiscreto llama a las hadas al teatro; la muchedumbre de abonados las acompaña la entrada del escenario, las retiene y entretiene detrás de los bastidores móviles. Hay virtuoso de estos que desafía la caída las decoraciones, las manchas de petróleo los quinqués y los más diversos miasmas por el placer de oír murmurar a una vocecita ronca estas encantadoras palabras:
—¡Demonio! ¿Cómo me duelen los pies!
Levántase el telón y las ochenta reinas efímeras mariposean gozosas bajo las ardientes miradas de un público entusiasmado. Cada una de ellas ve, o cree adivinar, dos, tres, diez adoradores más o menos conocidos. ¡Cuánto disfrutan mientras permanece levantado el telón! Se consideran hermosas, están ataviadas ricamente, ven todos los gemelos fijos en sus personas, sienten la admiración que producen y no tienen que temer los silbidos ni la crítica.
Por fin suenan las doce de la noche y cambia la decoración como en los cuentos de hadas. La Cenicienta sube con su hermana mayor, o con su madre, hacia las económicas cumbres de Batignolles o de Montmartre. ¡La pobre cojea un poquito! El lodo inmundo salpica sus medias grises. La excelente madre de familia que ha cifrado sus esperanzas todas en esta querida hija, no cesa, durante el camino, de inculcarle sabias máximas de moderación y moral.
—Marcha siempre derecha por el camino de la vida, hija mía—le dice,—¡cuidado con tropezar! Mas si el implacable destino te tiene deparada esa desgracia, ¡cuida mucho de caer sobre un lecho de rosas!
No siempre son escuchados estos prudentes consejos. A veces el corazón puede más que la cabeza, y se han visto bailarinas casadas con bailadores. Se dan casos de jóvenes, bellas como la Venus de Anadyomene, renunciar a cien mil francos en joyas por unirse ante el altar con un empleado de dos mil. Otras abandonan a la suerte el cuidado de su porvenir y labran la desesperación de sus familias. Unas esperan a que llegue el 10 de abril para disponer de su corazón, porque se han jurado a sí mismas a ser juiciosas hasta los 10 y 7 años. Otras encuentran un protector de su gusto y no se atreven a confesárselo: temen la venganza de un consejero refrendario que ha jurado matarla, y suicidarse en seguida, si ama a otro que no sea él. Claro que lo ha dicho en broma, como podréis comprender; pero en este mundo especial se toman las palabras en serio. ¡Qué supina ignorancia y sencillez es la de estas muchachas! Hay quien ha oído disputar a dos jóvenes de diez y seis años sobre la nobleza de su origen y la categoría social de sus respectivas familias.
—¡Miren la impertinente!—decía la mayor de ellas;—¡los aretes de su madre son de plata y los de mi padre de oro!
Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado mariposeando mucho tiempo de la morena a la rubia, había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos azules. La señorita Victorina Tompam era honesta, como se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de serlo. Excelentemente educada, por otra parte, era incapaz de adoptar una resolución extrema sin antes consultar a sus padres. De unos seis meses acá, se veía constantemente asediada muy de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-Bey, el corpulento turco de veinticinco años de edad, a quien hemos dicho que designaban con el remoquete de Tranquilo. Ambos le habían espetado muy razonados discursos, en los que su porvenir jugaba papel importante. La respetable señora Tompain había logrado, sin embargo, que su hija se conservase en un justo medio, esperando que uno de los rivales se decidiese a plantear el asunto en forma de negocio. El turco era un buen muchacho, honrado, decente y tímido. Esto no obstante, habló al fin, y fue escuchado.
Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño contecimiento, excepto el señorito L'Ambert, que había marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un tío suyo. Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina Tompain poseía un brazalete de brillantes, unas dormilonas de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente de su cuello a manera de araña de salón. Ya hemos dicho al principio que el notario era miope; así es que no pudo ver nada de lo que debía haber notado en seguida, ni aun siquiera las sonrisas picarescas con que fue acogido a su entrada. Anduvo dando vueltas de un lado para otro, charlando sin cesar alegremente, y deslumbrando a todo el mundo, como siempre, con su proverbial elegancia, esperando con impaciencia la terminación del baile y la salida de las jóvenes. Habíanse cumplido sus cálculos: el porvenir de la señorita Victorina se hallaba asegurado, gracias a su excelente tío de Poitiers, que había tenido la inmejorable idea de morirse en el momento más oportuno.
Lo que se conoce en París con el nombre de pasaje de la Opera es una red de galerías más o menos estrechas, más o menos alumbradas, de muy diversos niveles, que unen el bulevar, y las calles Lepeletier, Drouot y Rossini. Un largo corredor, descubierto en su mayor parte, se extiende, desde la calle Drouot a la calle Lepeletier, normalmente a las galerías del Barómetro y del Reloj. En su parte más baja, a dos pasos de la calle Drouot, ábrese la puerta falsa del teatro, la entrada nocturna de los artistas. Cada dos días, a eso de la media noche, una oleada de trescientas o cuatrocientas personas pasa tumultuosa ante los ojos vivarachos del digno papá Monge, conserje de este paraíso. Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados salen juntos a la calle en confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot, los otros suben la escalera que conduce, por una galería descubierta, a la calle Lepeletier.
A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería del Barómetro, Alfredo L'Ambert esperaba fumando un cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo, con un fez escarlata, aspiraba a intervalos iguales el humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de un dedo. Alrededor de ellos, más de veinte pisaverdes, unos paseando nerviosos, otros, con más calma, a pie firme, esperaban igualmente cada uno por su lado. Y los cantantes atravesaban tarareando, y las sílfides, arrastrando un poco el pie, pasaban cojeando, y, de minuto en minuto, una sombra femenina, negra, parda o marrón, deslizábase entre los escasos mecheros de gas, desconocida para todos, excepto para los ojos del amor.
Las parejas se reconocen, se abordan y se marchan sin despedirse de los otros. Pero, ¿qué ocurre? he aquí un ruido extraño y un tumulto inusitado. Dos sombras han pasado veloces, dos hombres han corrido, dos fuegos de cigarro se han aproximado uno a otro; se han oído dos voces exaltadas y el estruendo de una rápida querella. Los paseantes se han amontonado en un punto; mas no han encontrado a nadie. Maese Alfredo L'Ambert se dirige, completamente solo, hacia su carruaje, que le aguarda en el bulevar; y a la luz de un farol lee, encogiéndose de hombros, esta tarjeta de visita, salpicada de sangre:
AYVAZ-BEY
SECRETARIO DE LA EMBAJADA OTOMANA
Calle de Granelle Saint-Germain, 100.
Escuchad lo que iba diciendo entre dientes el atildado notario de la calle de Verneuil:
—¡Maldita aventura! ¡Que me lleve el diablo si sospechaba siquiera que le hubiese dado derechos a este animal de turco!... porque, ¡vaya si lo es!... Pero, ¿por qué no me habré puesto las gafas?... Parece que le he pegado un puñetazo en la nariz... Sí, sin duda: su tarjeta está manchada de sangre, y mi mano lo está también. Heme aquí frente a un turco por una imperdonable torpeza; porque yo no tengo motivos para querer mal a ese pobre muchacho... La chica, por otra parte, me es del todo indiferente... ¡Que se la quede en buen hora! ¡Degollarse dos personas decentes por la señorita Victorina Tompain!... El maldito puñetazo es lo que no tiene arreglo...
Esto decía entre dientes, entre sus treinta y dos dientes más blancos y afilados que los de un lobo. Ordenó a su cochero que se retirase a casa, y se dirigió, a paso lento, hacia el círculo de los Caminos de Hierro. Allí encontró dos amigos y les refirió su aventura. El anciano marqués de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Enrique Steimbourg, agente de cambio, juzgaron unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo.
Un filósofo turco ha dicho:
«No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables de todos.»
Y el mismo pensador, añadió con razón en el capítulo siguiente:
«Pegar a un enemigo delante de la mujer a quien ama, es pegarle dos veces: le hieres en el cuerpo y en el alma.»
He aquí por qué el paciente Ayvaz-Bey enrojecía de cólera mientras acompañaba a la señorita Tompain y a su madre al piso que les había amueblado. Despidiose de ellas a la puerta, subió con rapidez a un carruaje, y se hizo conducir, derramando abundante sangre, a casa de su colega y amigo Ahmed.
Ahmed se hallaba entregado al sueño, bajo la salvaguardia de un negro fiel; pero, si bien es verdad que está escrito: «No despertarás a tu amigo cuando duerma», escrito está también: «Pero despiértale si hay peligro para él o para ti», y se procedió a despertar al buen Ahmed.
Este era un turco de elevada estatura, de unos treinta y cinco años de edad, muy flaco y delicado, con largas piernas arqueadas; pero, por lo demás, un muchacho excelente, dotado de talento natural. Por más que digan, hay también gentes de mérito entre los turcos. Cuando descubrió la cara ensangrentada de su amigo, empezó por hacerle traer una gran aljofaina de agua fresca, porque está escrito: «No deliberes antes de haber lavado tu sangre: tus pensamientos serían confusos e impuros.»
Limpio ya, mas no tranquilo, contó Ayvaz a su amigo la aventura, ardiendo en santa cólera. El negro que escuchaba su relato, ofreciose en seguida a tomar su kandjar, e ir a matar a L'Ambert. Ahmed-Bey le dio las gracias por sus buenas intenciones, y lo echó a puntapiés de la estancia.
—¿Y qué haremos ahora?—preguntó el bueno de Ayvaz;—¿qué haremos, amigo mío?
—Una cosa muy sencilla—replicó el interrogado:—mañana por la mañana le cortaré la nariz. La ley del Talión está escrita: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por nariz.»
Advirtiole Ahmed que el Korán era, sin duda alguna, un buen libro; pero que estaba ya un poco anticuado. Los principios del honor han cambiado desde los tiempos de Mahoma. Aparte de que, aun queriendo, aplicar la ley al pie de la letra, Ayvaz sólo tendría que devolver un puñetazo al señor L'Ambert.
—¿Con qué derecho le cortarías la nariz si él no te ha cortado la tuya?
¿Pero quién sería capaz de hacer entrar en razón a un hombre joven a quien acaban de apabullar la nariz en presencia de su amante? Ayvaz sentía sed de sangre, y Ahmed tuvo que halagarle sus deseos.
—Sea—le dijo.—Representamos a nuestro país en el extranjero, y no debemos recibir una afrenta sin dar una gallarda prueba de valor. Pero, ¿cómo podrás batirte en duelo con el señor L'Ambert, con arreglo a la costumbre de este país? Jamás has manejado una espada.
—¿Qué haría yo con una espada? Quiero cortarle las narices, te repito, y una espada no me serviría para eso...
—Si al menos tirases bien con pistola...
—Pero, ¿estás loco? ¿cómo habría de cortar a ese insolente las narices con una pistola? Yo... ¡Sí, es cosa resuelta! Ve a entrevistarte con él, y concierta el duelo para mañana. ¡Nos batiremos a sable!
—Pero, desdichado, ¿qué harás tú con un sable? No dudo de tu valor, pero te digo, sin que mis palabras te ofendan, que no tienes la fuerza de Pons.
—¡Qué importa eso! Levántate y ve a decirle que tenga a mi disposición su nariz mañana por la mañana.
El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea, como al poder temporal los pontífices romanos? Vistiose, pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose conducir al hotel del señorito L'Ambert. La hora no podía ser menos oportuna, pero Ayvaz no quería desperdiciar un solo instante.
El dios de las batallas tampoco lo quería; por lo menos, todo induce a creerlo así. En el momento en que el primer secretario iba a llamar a la puerta de maese L'Ambert, tropezose con el enemigo en persona, que regresaba a pie, conversando con sus dos testigos.
Al divisar el señorito L'Ambert los bonetes encarnados de nuestros dos personajes, comprendió a qué habían venido, saludolos cortésmente y tomó la palabra con cierta altanería, no exenta de distinción.
—Caballeros—les dijo,—como soy el único habitante de este hotel, no temo equivocarme al suponer que me hacéis el honor de venir a mi domicilio. Soy L'Ambert, si me permitís que me presente yo mismo.
Llamó, empujó la puerta, atravesó el patio con sus cuatro acompañantes, y los condujo a su despacho. Allí dieron sus nombres los dos turcos, presentoles el notario a sus amigos, y se alejó para que pudiesen tratar el asunto con entera libertad.
En nuestro país no puede efectuarse ningún duelo sin contar con la voluntad, o por lo menos con el consentimiento, de seis personas. En el caso presente, sin embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una bailarina de la Opera, comprometería gravemente los prestigios de su bien acreditado bufete. El marqués de Villemaurin, anciano refinado y persona competentísima en materias de honor, dijo que el duelo es un acto noble en el que todo, desde el principio hasta el fin de la partida, debe ser extremadamente correcto. Ahora bien, un puñetazo en la nariz por una señorita Victorina Tompain constituía el más ridículo comienzo que se puede imaginar. Por otra parte, afirmó por su honor, que el señor Alfredo L'Ambert no había visto a Ayvaz-Bey, ni había tenido intención de pegarle a él ni a nadie. El señor L'Ambert había creído reconocer a dos señoras, y se había acercado con viveza a saludarlas.
Al llevarse la mano al sombrero, había dado un fuerte golpe, sin la menor intención, a una persona que venía en sentido opuesto. Se trataba, por lo tanto, de una imperdonable torpeza, de un incidente sencillo, sin la menor importancia, que no pueden jamás constituir una ofensa. Dada la posición social y educación de maese L'Ambert, no podía nadie suponerle capaz de dar un puñetazo a Ayvaz-Bey. Su bien conocida miopía y la semioscuridad del pasaje eran las culpables de todo. En fin, el señor L'Ambert, accediendo a los deseos de sus testigos, estaba dispuesto a declarar, en presencia de Ayvaz-Bey, que lamentaba muy de veras el haberle causado daño de una manera completamente involuntaria.
Este razonamiento, tan justo de por sí, acrecentó la autoridad, por todos reconocida, del orador. Era el señor de Villemaurin uno de esos caballerosos sujetos que parecen haber sido respetados por la muerte para recordarnos los usos de las edades históricas en estos tiempos de degeneración que atravesamos. Según su fe de bautismo, no contaba nada más que setenta y nueve abriles; pero, por los hábitos y costumbres de su cuerpo y de su espíritu, pertenecía sin duda al siglo xvi. Pensaba, hablaba y obraba como si hubiese servido en el ejército de la Liga y traído a mal traer al Bearnés. Realista convencido y católico austero, era tan implacable en sus odios como apasionado en sus afecciones. Su valor, su lealtad, su rectitud, y su caballerosidad hasta cierto punto exagerada, causaban la admiración de la juventud inconsciente de hoy. Nada le causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los chistes por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honrado de todos los ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después de las jornadas de julio; pero se alejó de Holy-Rood, al cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de Francia no tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó la absoluta, y se cortó para siempre los bigotes, que conservó en una especie de joyero, con la siguiente inscripción: Mis bigotes de la Guardia Real. Sus subordinados todos, oficiales y soldados, sentían por él gran estima, pero también gran terror. Referíase en secreto que este hombre inflexible había metido en el calabozo a su hijo único, joven militar de veintidós años de edad, por un acto de insubordinación. El muchacho, digno hijo de tal padre, negose resueltamente a ceder, cayó enfermo y murió en el calabozo. Este nuevo Bruto lloró a su hijo, erigiole una tumba suntuosa, y lo visitó con inconcebible regularidad diez veces por semana, sin olvidar este deber en ninguna época ni edad; pero no se encorvó bajo el peso de sus remordimientos. Marchaba derecho, erguido; ni la edad ni el dolor habían logrado doblar sus anchas y robustas espaldas.
Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que tenía más fe en el juego de pelota que en los médicos, para conservar imperturbable salud. A los setenta años habíase casado, en segundas nupcias, con una joven noble y pobre, que le había hecho padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo bien pronto. El amor a la vida, tan poderoso en los viejos de esta edad, sólo medianamente preocupábale, a pesar de ser dichoso en la tierra. Había tenido su último lance de honor a los setenta y dos años, con un bravo coronel de cinco pies y seis pulgadas de estatura, a consecuencia de una cuestión política, según unos, y de celos conyugales, según otros. Cuando un hombre de su rango y su carácter abrazaba la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre el notario y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y ordinario, la paz parecía firmada de antemano.
Tal fue el parecer de M. Enrique Steimbourg, que no era ni lo bastante joven, ni lo suficientemente curioso para desear a toda costa el espectáculo de un duelo; y los dos turcos, hombres de buen sentido, aceptaron, de un modo provisional, la reparación que se les ofrecía, pero pidieron que se les autorizara para ir a consultar con Ayvaz. Los otros dos, entretanto, esperaron allí mismo que regresasen de la embajada. Eran las cuatro de la madrugada; pero el marqués no quiso dormir, pues no se lo permitía su conciencia; estaba decidido a dejarlo todo arreglado antes de meterse en la cama.
Empero el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras de conciliación de sus amigos, sufrió un terrible acceso de cólera verdaderamente turca.
—¡Ni que estuviera yo loco!—exclamó, blandiendo el chibuquí de jazmín que le hiciera compañía,—¿Pretenderéis persuadirme de que he sido yo quien con la nariz ha dado un golpe en el puño a M. L'Ambert? Él fue quien me agredió, y la prueba es que se ofrece a presentarme sus excusas. ¿Pero a qué tanto hablar? ¿no es suficiente prueba la sangre que he derramado? ¿Puedo acaso olvidar que Victorina y su madre han sido testigos de mi afrenta?... ¡Oh, amigos míos! ¿no me queda otro remedio que morir, si no le corto hoy mismo la nariz a mi ofensor!
De mejor o peor grado, fue preciso reanudar las negociaciones sobre esta base algo ridícula. Ahmed y el intérprete tenían el espíritu lo bastante razonable para vituperar a su amigo, pero poseían también un corazón demasiado caballeresco para abandonarle en la mitad del camino. Si el embajador, Hamza-Bajá, se hubiese encontrado en París, hubiera zanjado la cuestión sin duda alguna, imponiendo su autoridad; pero, desgraciadamente, desempeñaba al mismo tiempo las embajadas de Francia y de Inglaterra, y se hallaba entonces en Londres. Los testigos del bueno de Ayvaz anduvieron yendo y viniendo, entre la calle de Granelle y la de Verneuil, sin lograr que el asunto avanzase lo debido, hasta las siete de la mañana. A esta hora, perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos:
—¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con haberme birlado a la Tompain, se complace en hacerme pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez pudiera creer que tengo miedo de cruzar con él mi acero. Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos de dejar zanjado el asunto esta misma mañana. Haré enganchar el carruaje en diez minutos, y nos marcharemos a dos leguas de París. Aplicaré a mi turco el correctivo merecido, en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y antes que los periodicuchos que viven del escándalo se den cuenta del lance, estaremos de vuelta en mi despacho.
Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones; pero acabó por confesar que M. L'Ambert se veía obligado a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto, y merecía una severa lección. Ninguno dudaba de que el belicoso notario, ventajosamente conocido en todas las salas de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía francesa.
—Amigo mío—decía el anciano Villemaurin a su cliente, dándole palmaditas sobre el hombro,—nuestra situación es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el derecho. ¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso: poseéis un corazón animoso, y una mano firme y rápida. Acordaos tan sólo de que no debemos tirarnos nunca a fondo; porque el duelo se ha hecho para corregir a los necios, mas no para destruirlos. Sólo los torpes matan a sus adversarios so pretexto de enseñarles a vivir.
La elección de armas correspondía en buen derecho al excelente Ayvaz; pero el notario y sus testigos pusieron mala cara al enterarse de que había escogido el sable.
—Es el arma predilecta de los militares—dijo el marqués,—o el arma de los burgueses que no quieren batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable!
Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se trajeron dos sables del cuartel del muelle de Orsay, y quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña aldea de Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux. Eran las ocho y media.
Todos los parisienses conocen este lindo grupo de doscientas casas cuyos habitantes son más ricos, más limpios y más instruidos que la generalidad de los aldeanos. Cultivan la tierra como jardineros, y no como campesinos, y los campos de su término parecen en primavera un pequeño paraíso terrenal. Un prado de fresas floridas se extiende, cual manto argentado, entre un prado de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele el perfume penetrante de la acacia, tan agradable al olfato de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar a paso lento, con una regadera en cada mano, son casi todos pequeños capitalistas.
Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina del puchero, y prefieren el pollo asado. Pagan el sueldo de un instituidor y un médico comunal, construyen, sin necesidad de levantar empréstitos, un ayuntamiento y una iglesia, y votan a mi espiritual amigo el doctor Veron, en las elecciones municipales. Sus muchachas son preciosas, si no me es infiel la memoria. El sabio arqueólogo Cubaudet, archivero de la subprefectura de Sceaux, asegura que Parthenay es una colonia griega, y que su nombre se deriva de la palabra Parthemos, virgen o mujer joven (expresiones sinónimas entre los pueblos cultos). Pero esta digresión nos aleja del bueno de Ayvaz.
Llegó el primero al lugar de la cita, todavía encolerizado. ¡Con qué furor paseaba por la plaza de la aldea, esperando al enemigo! Ocultaba bajo sus vestidos dos formidable yataganes, de finísimas hojas de Damasco. ¿Qué digo de Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan una barra de hierro con igual facilidad que si se tratase de un espárrago, con tal de que sean manejadas por un brazo vigoroso. Ahmed-Bey y el fiel intérprete seguían a su amigo y le daban los más sabios consejos: atacar con prudencia, descubrirse lo menos posible, comenzar la partida con un salto, en fin, cuantas recomendaciones pueden hacerse a un novicio que se presenta por primera vez en la liza, sin haber aprendido a tirar.
—Gracias por vuestros consejos—respondía el obstinado;—pero no necesito tantos requisitos para cortarle las narices a un notario.
El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre dos cristales de gafas, a la puerta de un carruaje. Pero M. L'Ambert no descendió, limitándose a saludar. El marqués echó pie a tierra, y vino a decir a Ahmed-Bey:
—Conozco un sitio excelente, a veinte minutos de aquí; tened la amabilidad de subir nuevamente al carruaje, con vuestros amigos, y seguirnos.
Tomaron los beligerantes un camino transversal, y descendieron a un kilómetro del caserío.
—Señores—dijo el marqués,—podemos ir a pie hasta aquel bosquecillo que allí veis. Los cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad.
El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar. El muy truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le mandaban detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo de las mantas.
—¡Buena suerte, caballero!—le dijo al valiente Ayvaz.—Nada tenéis que temer, porque yo doy la suerte a mis clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno que había muerto a su adversario. Por cierto que me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy refiriendo!
—Yo te daré cincuenta—respondiole Ayvaz,—si quiere Dios que realice la venganza que medito.
M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado conocido en las salas de esgrima de París para haber tenido jamás ninguna ocasión de batirse. Por eso, en el verdadero terreno del honor, era tan nuevo como Ayvaz: se comprende, por lo tanto, que aunque hubiese vencido en diferentes asaltos a los maestros y prebostes de varios regimientos de caballería, experimentase una sorda trepidación, que no era miedo, pero que producía efectos análogos a éste. La conversación durante el camino había sido animada: había hecho gala ante sus amigos de una alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido tres o cuatro cigarros, y arrojádolos al poco de empezados. Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso firme, demasiado firme tal vez. En el fondo de su alma sentía cierta aprensión completamente viril, completamente francesa: desconfiaba de su sistema nervioso, y temía no parecer todo lo valiente que era.
Parece que las facultades del alma se multiplican en los momentos críticos de la vida. Por eso a M. L'Ambert, a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el pequeño drama en que iba a representar tan importante papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior, los que hubieran pasado completamente inadvertidos para él en circunstancias ordinarias, atraían y retenían su atención con un poder irresistible. A sus ojos, la naturaleza se hallaba iluminada por una nueva luz, más clara, más transparente, más límpida, más cruda que la luz apagada del sol. Su preocupación subrayaba, por decirlo así, todo lo que sus ojos veían. En una revuelta del sendero, descubrió un gato que caminaba a paso lento por entre dos hileras de grosellas: uno de esos gatos tan comunes en las aldeas, largo, flaco, de piel blanca llena de manchas rojizas; uno de esos animales medio salvajes que a favor de los cuales hacen renuncia sus amos, con una esplendidez nada común, de todos los ratones que atrapan. El que atrajo la atención de L'Ambert había visto, sin duda, que la morada de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y buscaba en plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del señorito L'Ambert, después de haber errado algún tiempo a la ventura, sintiéronse atraídos y como fascinados por el gesto de aquel gato. Observolo atentamente, admiró la flexibilidad de sus músculos, el vigoroso perfil de sus mandíbulas, y creyó hacer un descubrimiento trascendental, digno de un naturalista, observando que el gato es un tigre en miniatura.
—¿Qué diablo miráis en ese punto?—preguntole el marqués, dándole, con cariño, una palmada en el hombro.
Volvió el notario a la realidad de la vida, y respondió con el tono más desenvuelto del mundo:
—Ese estúpido animal me ha distraído. No podéis imaginaros, marqués, los estragos que estas bestias ocasionan en la caza. Se comen más nidadas que perdigones tiramos nosotros. ¡Si tuviese una escopeta!...
Y acompañando el gesto a la palabra, hizo ademán de echarse la escopeta a la cara, señalando al animal con el dedo. El gato comprendió la intención, dio un salto atrás y fugose, para reaparecer doscientos pasos más lejos, lavándose la cara, entre unas matas de colsa, como si aguardase a los parisienses.
—¿Te has propuesto seguirnos?—exclamó el notario repitiendo la amenaza. La prudentísima bestia huyó de nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque donde iban a batirse. M. L'Ambert, con la superstición del jugador que va a exponer una suma importante, quiso ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra; mas, como errase el golpe, el gato trepó a un árbol, y allí se estuvo quedo.
Entretanto, los testigos habían elegido el terreno y echado a suerte los puestos. El mejor tocó a M. L'Ambert. La suerte quiso también que se empleasen sus armas, y no los yataganes japoneses, que tal vez le hubiesen impuesto.
A Ayvaz todo le tenía sin cuidado: cualquier arma era buena para él. Contemplaba la nariz de su enemigo como mira el pescador una trucha apetitosa suspendida del extremo de su caña. Despojose vivamente de la ropa que no consideró indispensable, arrojó sobre la hierba su fez rojo y su levita verde, y se arremangó hasta el codo las mangas de la camisa. Es de suponer que los turcos más dormidos se despierten al tintineo de las armas. Aquel grueso muchachote, cuya fisonomía no tenía nada de paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus ojos lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués, retrocedió dos pasos, y entonó en idioma turco una improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la amabilidad de anotar y traducirnos:
—Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al malvado que me ofende! La sangre se lava con sangre. Me heriste con la mano, yo te heriré con el sable. Tu rostro mutilado hará reír a las mujeres hermosas: Schelosser y Mercier, Thibert y Savile, te volverán la espalda con desprecio. Perderás para siempre el perfume de las rosas de Izmir. ¡Que Mahoma me dé fuerzas, que el valor no tengo que pedírselo a nadie! ¡Hurra! ¡que armado estoy para el combate!
Dicho esto, lanzose sobre su adversario, atacándole en tercia o en cuarta, pues no entiendo una palabra de estas andanzas, ni él, ni su adversario, ni los testigos tampoco. Pero una oleada de sangre brotó de la punta del sable, unas gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió aligerada su cabeza del peso de su nariz. Quedábale aún de ella una parte para muestra, mas, tan insignificante, que no merece la pena de que la mencionemos siquiera.
M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez en seguida para echar a correr, con la cabeza agachada, como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento, un cuerpo opaco cayó desde lo alto de una encina. Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay.
—¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros servicios con urgencia. Colocaos nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro cráneo pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre vuestros rojos carrillos, como el rocío sobre dos peonías en flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de vuestro respetable traje negro!
Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para entrar en funciones sin demora. Hablaba a tontas y a locas, con voz temblorosa y jadeante.
—¡Bondad divina!...—decía.—Dios os guarde, señores; reconózcanme como un nuevo servidor. ¿Acaso está permitido ponerse de esta manera? ¡Esto es una mutilación, demasiado bien lo veo! Decididamente, ya es tarde para tratar de reconciliaros: el mal no tiene remedio, ya está hecho. ¡Ah, señores, señores! ¡la juventud jamás dejará de ser joven! Yo también estuve a punto de dejarme arrastrar por el criminal deseo de mutilar o destruir a un semejante. Fue en 1820. ¿Y qué hice, señores míos? Pues darle toda clase de excusas. De excusas, sí, y me jacto mucho de ello, y con tanto más motivo cuanto que toda la razón estaba de mi parte. ¿No habéis leído, por ventura, las admirables páginas de Rousseau contra el duelo? Son verdaderamente irrefutables: un trozo admirable de crestomatía moral y literaria. Y observad que Rousseau no dijo todavía en este asunto la última palabra. Si hubiese estudiado el cuerpo humano, esta obra maestra de la creación, esta imagen admirable de Dios sobre la tierra, habría demostrado, sin duda, que es gran pecado destruir un conjunto tan perfecto. Y no lo digo, en verdad, por la persona que ha recibido el golpe. ¡Dios me libre de tal cosa! ¡Tendría, sin duda, razones poderosas que respeto! ¡Pero si se supiese cuánto trabajo nos cuesta a los pobrecitos médicos el curar la más insignificante herida! Cierto que de eso vivimos, y de las enfermedades; pero, a pesar de todo, preferiría privarme de muchas cosas y no comer nada más que una tajada de tocino y un trozo de pan moreno, a tener que ser testigo de los sufrimientos del prójimo.
El marqués interrumpió sus clamores.
—Vaya, doctor—le dijo,—que la ocasión no es la más oportuna para filosofar. Este hombre se desangra como un buey, y es preciso, ante todo, tratar de contener la hemorragia.
—Sí, señor—replicó vivamente el medicucho,—¡la hemorragia! esa es la verdadera palabra. Felizmente, todo lo tengo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática, preparada según la fórmula de Brocchieri; yo la prefiero a la de Lechelle.
Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert, que se había sentado al pie de un árbol y sangraba con tristeza.
—Caballero—le dijo entre profundas reverencias,—podéis creerme que lamento sinceramente el no haber tenido el honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento menos desagradable que este.
Levantó melancólicamente la cabeza el señorito L'Ambert, y contestole con acento dolorido:
—Doctor, ¿perderé la nariz?
—No, señor, no la perderéis. ¡Válgame Dios, caballero! ¿cómo podríais perderla de nuevo, si la habéis perdido ya?
Y mientras se expresaba de esta suerte, vertía el agua de Brocchieri sobre una compresa.
—¡Cielos!—exclamó de repente,—tengo una idea, caballero. Puedo responderos del órgano tan útil como agradable que acabáis de perder.
—¡Hablad pronto, por favor! Mi fortuna será entera para vos. ¡Ah, doctor! antes que vivir desfigurado de esta suerte, es preferible morir.
—Eso suele decirse... ¡pero vamos a ver! ¿dónde está el trozo de nariz que os han cortado? No soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver las cosas a su primitivo estado.
El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de M. Steimbourg. Los turcos, que se paseaban juntos y cariacontecidos, porque el fuego de Ayvaz-Bey habíase extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus antiguos enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los combatientes habían pisoteado la fresca y naciente hierba; recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario no hubo forma de encontrarlas. En cambio, vieron un gato, el horrible gato blanco con manchas rojizas, que se relamía con placer los labios ensangrentados.
—¡Maldición!—exclamó el marqués, señalando al animal.
Todo el mundo comprendió el gesto y la exclamación.
—¿Será tiempo todavía?—preguntó el notario.
—Tal vez—contestó el médico.
Y todos corrieron hacia el gato. Pero el astuto animal no estaba por dejarse cazar, y corrió a su vez como alma que lleva el diablo a sus talones.
Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni volverá a ver tampoco, una caza semejante. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de aldea, un lacayo con gran librea y un notario sangrando en su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras un miserable gato. Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas, y cuantos objetos encontraban al alcance de sus manos, atravesaron los caminos y los claros, y se internaron, bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque. Ya agrupados, ya dispersos; unas veces escalonados sobre una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la bestia; apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos, trepando a los árboles, destrozándose el calzado con las raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas de los arbustos, arrollábanlo todo como una tempestad; pero el gato endiablado corría más que el viento. En dos ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas logró escapar, forzando el cerco. Un momento pareció como rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer saltar de un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas. El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz sobre él, alcanzolo en pocos saltos y lo agarró por la cola. Pero el tigre en miniatura conquistó su libertad mediante un terrible zarpazo, y escapó fuera del bosque.
Entonces comenzó la persecución a través de la llanura. Si largo era el camino que llevaban ya recorrido, inmensa era la planicie que, en forma de tablero de ajedrez, se extendía delante de los cazadores y de su codiciada presa.
El calor era sofocante; gruesos nubarrones negros se amontonaban por occidente; el sudor corría copioso por todas las frentes; pero nada fue capaz de detener el furor de aquellos ocho hombres.
M. L'Ambert, lleno todo de sangre, no cesaba de animar a sus compañeros con el gesto y con la voz. Los que nunca han visto a un notario corriendo tras sus narices no podrán hacerse cargo de su ardor. ¡Adiós frambuesas y fresas! Por dondequiera que pasaba el alud, quedaba la cosecha apabullada, destruida, aniquilada; todo eran flores mustias, brotes rotos, ramas tronchadas, tallos pisoteados. Sorprendidos los campesinos por la invasión de aquel azote nunca visto, arrojaban las regaderas, llamaban a sus vecinos, reclamaban el auxilio de los guardias rurales, exigían que les indemnizasen los daños y perjuicios, y lanzábanse en persecución de los cazadores.
¡Victoria! ¡el gato ya está preso! Hase arrojado a un pozo. ¡Cubos! ¡cuerdas! ¡escalas! Todos abrigan la esperanza, la casi seguridad de recuperar las narices del señorito L'Ambert intactas o poco menos. Mas ¡ay! que este pozo no es un pozo como todos los demás. Es la boca de una cantera abandonada cuyas galerías forman una vasta red de más de diez leguas, y se extienden en todas direcciones, hallándose en comunicación con las catacumbas de París.
Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los campesinos las indemnizaciones que exigen, y se emprende el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial.
Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato, y ya recuperada la calma por completo, vino a ofrecer su mano a M. L'Ambert.
—Caballero—le dijo,—lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas hasta este extremo. La Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida por su culpa, y hoy mismo rompo con ella, pues no podría verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como asimismo estos señores, por devolveros lo perdido. Ahora, permitidme esperar que este accidente no sea del todo irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que existen en París cirujanos más hábiles que él; creo haber oído decir que la cirugía moderna poseía secretos infalibles para restaurar las partes del cuerpo humano mutiladas o perdidas. M. L'Ambert aceptó, con el humor que pueda suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain en compañía de sus dos amigos.
El cochero de Ayvaz-Bey era un hombre dichoso si los hay. Aquel bribón empedernido fue menos sensible a la propina de cincuenta francos que al placer de haber conducido a su cliente a la victoria.
—¡En verdad que me agrada la manera que tenéis de arreglar a las personas!—le dijo al bueno de Ayvaz.—Bueno es saber cómo las gastáis. Si alguna vez os piso un pie, me apresuraré a pediros mil perdones en el acto. Ese pobre señor se verá negro si quiere tomar rapé. ¡Vamos, vamos! si alguien vuelve alguna vez a sostener ante mí que los turcos son unos torpes, ya sabré qué responderle. ¿No os dije que os daría buena suerte? Eso me sucede siempre. Conozco, en cambio, un viejo que le ocurre lo contrario: da siempre la mala pata a sus clientes. Ni por casualidad conduce una vez sola al terreno del honor a nadie que salga ileso... ¡Arre, pajarita! ¡vamos, que conduces a un héroe! ¡Hoy te envidiarían los caballos de los césares de Roma!
Estas burlas crueles no lograron desarrugar el entrecejo de los turcos, y el cochero, en vista de que sus palabras no hacían gracia, adoptó el prudente partido de callarse.
En otro carruaje infinitamente más elegante y mucho mejor entroncado, lamentábase el notario en presencia de sus dos amigos.
—Todo concluyó para mí—les decía;—soy hombre muerto; no me queda otro recurso que saltarme la tapa de los sesos. ¿Cómo presentarme de nuevo en sociedad, en la Opera, ni en ningún otro teatro? ¿Queréis que comparezca ante el mundo con esta cara grotesca y lamentable, que excitará en unos la risa y en otros la compasión?
—¡Bah!—respondiole el marqués,—la gente se acostumbra a todo. Y, en último caso, si el mundo nos causa espanto, permanecemos en casa.
—¡Permanecer siempre en casa! ¡bonito porvenir! ¿Imagináis, por ventura, que han de venir las mujeres a buscarme a domicilio, en el estado en que me encuentro?
—¡Os casaréis! He conocido a un teniente de coraceros que había perdido un brazo, una pierna y un ojo. Cierto que no era el terror de los maridos, ni el ídolo de las mujeres; pero se casó con una buena muchacha, ni fea ni bonita, que lo quiso con toda su alma, y lo hizo dichoso por completo.
No debió de parecerle al notario demasiado consoladora semejante perspectiva, porque exclamó con acento desesperado:
—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! ¡las mujeres!
—¡Demontre!—exclamó el marqués,—¡qué importancia concedéis a las mujeres! ¡Ni que ellas lo fuesen todo! Hay en el mundo otras cosas agradables. ¡Se dedica uno a mirar por su salud, qué diablo! A encarrilar su alma, a cultivar su espíritu, a hacer bien a su prójimo, a llenar los deberes de su estado. ¡No es preciso poseer una nariz prominente para ser buen cristiano, buen padre de familia y buen notario!
—¡Notario!—replicó él con amargura poco disimulada,—¡notario! En efecto, eso aun lo soy. Ayer era un hombre de mundo, un verdadero gentleman, y, hasta puedo decirlo prescindiendo de falsas modestias, un caballero cuyo trato se disputaban todos. Hoy sólo soy un notario. ¿Y quién sabe si lo seguiré siendo mañana? Una indiscreción del lacayo bastaría para divulgar esta estúpida aventura. Con dos palabras que diga cualquier periódico, la justicia se verá obligada a perseguir a mi adversario, y a sus testigos, y a vosotros mismos, señores. Y heme entonces aquí conducido ante el tribunal correccional, y teniéndole que referir dónde, cuándo y por qué he perseguido a la señorita Victorina Tompain. Suponed un escándalo semejante, y decidme si el notario podrá sobrevivirle.
—Amigo mío—le dijo el marqués,—os asustáis de peligros imaginarios. Las gentes de nuestro mundo, de este mundo a que vos pertenecéis también, poseen el derecho de rebanarse el cuello impunemente. El ministerio público cierra los ojos cuando se trata de nuestras querellas, y no hay justicia que valga. Comprendo que se metan un poco con los periodistas, los artistas y otros seres de condición inferior cuando se permiten tirar de la espada: conviene recordar a esas gentes que tienen puños para batirse, y que basta con creces esta arma para vengar la clase de honor que poseen. Pero porque un caballero se conduzca y proceda como tal, la justicia no tiene nada que decir, y nada dice. Yo he tenido unos quince o veinte lances desde que dejé el servicio, y algunos, en verdad, bien desgraciados para mis adversarios; y, sin embargo, ¿habéis leído mi nombre alguna vez en la Gaceta de los Tribunales?
M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar. Pero era un buen muchacho y hombre de bastante talento, e hizo, a su vez, algunos razonamientos acertados al notario, para consolarle en su aflicción. A su entender, M. de Villemaurin ponía las cosas peor de lo que ya estaban: existían otros recursos. Decir a M. L'Ambert que quedaría desfigurado para toda su vida, era desesperar demasiado pronto de la ciencia.
—¿De qué nos serviría haber nacido en el siglo xix, si el menor accidente hubiera de ser, como antaño, un mal irreparable? ¿Qué superioridad tendríamos entonces sobre los hombres de la Edad de Oro? No blasfememos del nombre sacrosanto del progreso. La cirugía operatoria se halla, gracias a Dios, más floreciente que nunca en la patria de Ambrosio Paré. El buen doctor de Parthenay nos ha citado los nombres de ciertos ilustres maestros que descuellan por la habilidad con que reparan con éxito las injurias que sufre el cuerpo humano. Ya estamos a las puertas de París; enviaremos a preguntar a la farmacia más próxima, y en ella nos darán la dirección de Velpeau o de Huguier; vuestro lacayo irá a buscar en seguida a cualquiera de estas dos eminencias, y os lo traerá a vuestra casa. Tengo la seguridad de haber oído decir que los cirujanos rehacen un labio, un párpado o una oreja: ¿es acaso más difícil restaurar una nariz?
Por muy vaga que fuese esta esperanza, reanimó, sin embargo, al infeliz notario, que había dejado de sangrar hacía ya media hora. La idea de volver a ser lo que era y de reanudar el curso normal de su vida, prodújole una especie de delirio. ¡Qué verdad es que nadie sabe apreciar la dicha de estar completo hasta que no la ha perdido!
—¡Ah, amigos míos!—exclamó frotándose las manos de esperanza,—mi fortuna pertenece al hombre que me cure. Por grandes que sean los tormentos que me esperen, los sufriré gustoso si me garantizan el éxito. ¡Ni el dolor ni los gastos me harán retroceder!
Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de la calle de Verneuil, mientras buscaba su lacayo la dirección de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su mujer y a sus hijas, que no le habían vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.
Solo consigo mismo, ante un espejo de Venecia que le mostraba sin piedad su nueva imagen, cayó Alfredo L'Ambert en un abatimiento profundo. Aquel hombre fuerte, que no lloraba jamás en el teatro por ser cosa propia de las gentes del pueblo; aquel gentleman de frente bronceada, que había enterrado a sus padres con la impasibilidad más serena, lloró la mutilación de su bella persona, y se bañó en lágrimas de egoísmo.
Su lacayo vino a arrancarle de su amargo dolor prometiéndole la visita de M. Bernier, cirujano del Hospital, miembro de la Sociedad de Cirugía y de la Academia de Medicina, profesor de clínica, etc., etc. El criado había ido a buscar al más próximo, y no anduvo desacertado, porque M. Bernier, si bien no estaba a la altura de los Velpeau, los Manee y los Huguier, ocupaba un lugar muy honroso inmediatamente después de ellos.
—¡Que venga!—exclamó M. L'Ambert.—¿Por qué no está aquí ya? ¿Creen, por ventura, que me encuentro en situación de esperar?
Y se echó a llorar de nuevo. ¡Llorar en presencia de sus domésticos! ¿Es posible que un sablazo modifique en tales términos las costumbres de un hombre? Seguramente era preciso que el arma del buen Ayvaz, al cortar el canal nasal, hubiese conmovido el saco lagrimal y los tubérculos mismos.
Enjugose el notario los ojos para leer un grueso volumen en 12º, que le habían traído con urgencia de parte de M. Steimbourg. Era la Cirugía operatoria, de Ringuet, excelente manual enriquecido con unos trescientos grabados. M. Steimbourg había comprado el libro, al dirigirse a la Bolsa, y se lo enviaba a su cliente para tranquilizarle sin duda.
Pero el efecto que le produjo su lectura fue muy otro de lo que se había supuesto. Cuando hubo hojeado el notario las primeras doscientas páginas, y visto desfilar ante sus ojos la serie lamentable de ligaduras, amputaciones, resecciones y cauterizaciones, dejó caer el libro y se echó en una butaca, apretando los ojos con horror. Mas esta precaución no evitole seguir viendo pieles seccionadas, músculos separados por pinzas, miembros seccionados a grandes tajos, huesos aserrados por manos de operadores invisibles. Los rostros de los operados que se ven en los dibujos anatómicos, parecíanle tranquilos, resignados, insensibles al dolor, y preguntábase si tal dosis de valor podía ser compatible con la naturaleza de las almas humanas. Seguía viendo, sobre todo, al cirujano de la página 89, todo vestido de negro, con un cuello de terciopelo en su levita. Este fantástico ser tiene la cabeza redonda y algo grande, la frente despejada, y asierra con esmero y seriedad los dos huesos de una pierna viva.
—¡Monstruo!—exclamó, sin poder contenerse, M. L'Ambert.
Y en aquel mismo instante, vio entrar al monstruo en persona, y el criado anunció a M. Bernier.
El notario retrocedió, reculando, hasta el rincón más oscuro de su cuarto, con los ojos desmesuradamente abiertos, la mirada extraviada, y extendiendo hacia adelante los brazos, como para rechazar a un enemigo. Castañeteando los dientes, murmuró con voz sofocada, como en las novelas de Javier de Montepin:
—¡Él! ¡él! ¡él!
—Caballero—dijo el doctor,—siento haberos hecho aguardar, y os suplico que os calméis. Ya conozco el accidente de que acabáis de ser víctima, y me atrevo a esperar que el mal tenga remedio. Pero nada podremos hacer si tenéis miedo de mí.
La palabra miedo tiene siempre un sonido desagradable para los oídos franceses. M. L'Ambert descargó con el pie un fuerte golpe sobre el suelo, avanzó decididamente hacia el doctor, y le dijo con una risita demasiado nerviosa para ser natural.
—¡Vamos, doctor! tenéis, al parecer, ganas de broma. ¿Tengo cara, por ventura, de cobarde? Si lo fuese, no me hubiera puesto en el trance esta mañana de que me descompletasen mi pobre humanidad. Pero, mientras os estaba esperando, he hojeado un libro de cirugía, y acababa en este momento de ver en él la figura de un cirujano que tiene cierto parecido con vos, cuando, al entrar, me habéis hecho el efecto de un aparecido. Añadid a esta sorpresa las emociones sufridas esta mañana, y quién sabe si acaso también algún movimiento febril, y me perdonaréis lo que de raro hayáis notado en la acogida que os hice.
—¡En hora buena!—dijo M. Bernier, recogiendo el libro del suelo.—¡Ah! ¡leíais a Ringuet! Es muy amigo mío. Recuerdo, efectivamente, que me hizo representar en un grabado, con arreglo a un croquis de Leveillé. Pero sentaos, por favor.
Calmose un poco el notario y refirió al doctor los acontecimientos de la jornada, sin echar en olvido el incidente del gato que, por decirlo así, habíale hecho perder por segunda vez su tan llorada nariz.
—Es una gran desgracia—observó el cirujano,—pero es posible repararla en el término de un mes. Supuesto que tenéis en vuestro poder el libro de Ringuet, poseeréis seguramente algunas nociones de cirugía.
M. L'Ambert confesó que no había llegado aún a ese capítulo.
—Pues bien—replicó M. Bernier,—voy a condensároslo en cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer la nariz a los imprudentes que la han perdido.
—¿Pero es de veras, doctor?... ¿es posible ese milagro?... ¿Ha encontrado la cirugía la manera de...?
—Ha encontrado tres sistemas nada menos. Descartemos el método francés, pues no lo considero aplicable al caso vuestro. Si la pérdida de sustancia fuese menos considerable, podría despegar los bordes de la herida, avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos de primera intención. Mas no hay que pensar en esto.
—De lo que me alegro infinito—contestole el notario.—No podéis imaginaros, doctor, hasta qué punto la idea de heridas avivadas y de bordes suturados me descomponen los nervios. ¡Examinemos otros medios más suaves, yo os lo ruego!
—La cirugía raramente procede con dulzura; pero, en fin, os queda la elección entre el sistema indio y el italiano. El primero consiste en cortar en la piel de vuestra frente una especie de triángulo, con el vértice hacia abajo y la base hacia arriba, con el cual se fabrica la nueva nariz. Se despega este trozo de piel en toda su extensión, salvo el vértice inferior que debe permanecer adherido. Se le hace girar sobre este vértice, a fin de que me quede siempre hacia fuera la epidermis, se le rebate hacia abajo y se cosen sus bordes a los de la herida. En otros términos, puedo haceros otra nariz bastante presentable a expensas de vuestra frente. El éxito de la operación es casi cierto; pero siempre conservaréis en la frente una extensa cicatriz.
—No quiero cicatrices, doctor; no las quiero a ningún precio. Os digo más, doctor (y perdonadme esta debilidad), desearía que, a ser posible, no me hicieseis ninguna operación. Acabo de sufrir una hace poco, de manos de ese turco condenado, y, para prueba, ya basta. Se me hiela la sangre al recordar la sensación solamente. Tengo tanto valor como cualquier otro hombre, mas tengo nervios también. La muerte no me asusta, pero el sufrimiento me aterra. Matadme, si queréis, pero, ¡por Dios no me cortéis más nada!
—Caballero—replicole el doctor, con cierto dejo de ironía,—si tal prevención sentís contra las operaciones, hubierais debido llamar a un médico homeópata en vez de hacer venir a un cirujano.
—No os burléis de mí, doctor. No he sabido reprimirme ante la idea de la operación india. Los indios son salvajes y tienen una cirugía digna de ellos. ¿No habéis hablado también de un sistema italiano? No me agradan los italianos por su política. Son un pueblo ingrato, que ha observado la conducta más negra con sus legítimos amos; pero, en materia de ciencia, no siento ninguna prevención contra esos bribones.
—Muy bien—respondió el doctor,—optad, si os place, por el método italiano. Da a veces resultados excelentes, pero exige una inmovilidad y paciencia de la que tal vez no seáis capaz.
—Si sólo se trata de inmovilidad y paciencia, os respondo en absoluto de mí.
—¿Sois capaz de permanecer, por espacio de treinta días, en una posición extremadamente molesta?
—Sí.
—¿Con la nariz cosida al brazo derecho?
—Sí.
—En ese caso, os cortaré del brazo un trozo triangular de piel, de quince o diez y seis centímetros de longitud, por diez u once de anchura...
—¿Que me cortaréis a mí ese trozo de piel?
—Sin duda.
—¡Pero eso es espantoso, doctor! ¡desollarme vivo! ¡sacarme el pellejo a tiras! ¡eso es bárbaro, inhumano, propio de la Edad Media, digno sólo de Shiloock, el judío de Venecia!
—Lo de menos es la herida del brazo. Lo difícil es permanecer cosido a sí mismo por espacio de treinta días.
—A mí sólo me horroriza el corte del escalpelo. Cuando se ha sentido ya el frío de la hoja de acero al penetrar en la carne viva, se horripila uno al pensarlo. Una vez, y nada más, mi querido doctor.
—Siendo así, caballero, no hay nada que aquí exija mi presencia: Os quedaréis sin nariz para toda vuestra vida.
Esta especie de condena sumió al pobre notario en profunda consternación, que le hizo recorrer la estancia a grandes pasos, mesándose los cabellos de su hermosa y rubia cabellera como un loco.
—¡Mutilado!—exclamaba, llorando;—¡mutilado para siempre! ¡No hay remedio para mí! ¡Si existiese alguna droga, algún tópico misterioso cuya virtud devolviera la nariz a los que la han perdido, lo compraría a peso de oro! ¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! Hasta sería capaz de fletar para ello un buque si no hubiera otro remedio. ¡Pero nada! ¿de qué me sirve ser rico? ¿de qué sirve que seáis un cirujano ilustre, si toda vuestra habilidad y todos mis sacrificios no sirven absolutamente para nada? ¡Riqueza, ciencia! ¡he aquí dos palabras hueras!
Pero M. Bernier le respondía de vez en cuando, con imperturbable calma:
—Permitidme que os corte un trozo de piel del brazo, y os reconstruiré la nariz.
M. L'Ambert pareció decidirse un instante. Quitose la levita y arremangose la manga de la camisa; pero cuando vio abierto el estuche del cirujano, y brillaron ante sus aterrados ojos las hojas relumbrantes de treinta instrumentos de suplicio, palideció intensamente y se desplomó, desmayado, sobre una butaca. Algunas gotas de agua con vinagre le devolvieron el conocimiento, mas no la resolución.
—No pensemos más en esto—dijo recuperando la calma.—Nuestra generación posee toda clase de valores, mas se arredra ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos han criado envueltos entre nubes de algodón en rama.
Pocos instantes después, aquel joven, que profesaba los más religiosos principios, púsose a blasfemar de la Providencia.
—En realidad—exclamó,—el mundo es una gran trapisonda, ¡bendigamos por ello al Creador! Con mis doscientos mil francos de renta, me quedaré para el resto de mi vida tan chato como una calavera; en tanto que mi portero, que no tiene jamás en el bolsillo diez escudos, lucirá la nariz de un Apolo de Beldevere. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no acertó a prever que un turco me cortaría la cabeza por saludar a la señorita Victorina Tompain! Hay en Francia tres millones de pordioseros, todos los cuales juntos no valen medio franco, ¡y no puedo yo comprar a peso de oro la nariz de cualquiera de esos miserables!... Y, después de todo, ¿por qué?
Su rostro iluminose por un rayo de esperanza, y añadió, con tono más dulce:
—Mi anciano tío de Poitiers, en su última enfermedad, se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la vena cefálica mediana: un antiguo servidor prestose a suministrársela. Mi bella tía Giromagny, cuando aún conservaba su belleza, hizo arrancar un incisivo a una de sus doncellas más hermosas para reemplazar un diente que acababa de perder. Este expediente dio un resultado magnífico, y no costó arriba de tres luises. Doctor, vos me habéis dicho que, a no ser por la trastada de ese maldito gato, hubierais podido colocarme nuevamente la nariz en su sitio, cosiéndomela con cuidado. ¿Me lo habéis dicho, o no?
—Sin duda, y os lo repito.
—Y si lograse comprar la nariz de algún pobre diablo, ¿podríais también colocármela en reemplazo de la mía?
—Claro está que podría...
—¡Oh, magnífico!
—Pero no me prestaría a hacerlo, ni ninguno de mis colegas tampoco.
—¿Y por qué, queréis decirme?
—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea, o muy hambriento que se halle el paciente para consentir en ello.
—A la verdad, doctor, que confundís mis nociones relativas a lo justo y a lo injusto. Yo me hice reemplazar, cuando fui llamado a filas, mediante un centenar de luises, por una especie de alsaciano, de pelo alazán tostado. A mi hombre (porque era bien mío) hubo de llevarle la cabeza una bala de cañón, el 30 de abril de 1849. Y como dicha bala me estaba destinada a mí por la suerte, puedo decir con verdad que el alsaciano en cuestión vendiome su cabeza y toda su persona entera por un centenar de luises, o algo más. El Estado no sólo toleró, sino que aprobó esta combinación; vos tampoco tendréis nada que objetar; es muy posible que vos mismo hayáis comprado también al mismo precio un hombre entero, que se haya matado por vos. ¡Y sois capaz de escandalizaros porque ofrezco doble precio, al primer bribón que se presente, por sólo la punta de la nariz!
El doctor detúvose un momento a meditar una respuesta lógica. Pero, como no la encontrase, dijo al señorito L'Ambert:
—Si bien no permite mi conciencia desfigurar a otro hombre en beneficio vuestro, creo que podría, sin escrúpulo, cortar del brazo de cualquier perillán los pocos centímetros cuadrados de piel que os hacen falta.
—¡Vaya, doctor! ¡tomadlos de dónde mejor os plazca, con tal de que reparéis este estúpido accidente! Busquemos en seguida un hombre de buena voluntad, y ¡viva el método italiano!
—Os prevengo de nuevo, sin embargo, que tendréis que permanecer un mes entero en una situación bien molesta.
—¡Qué me importan todas las molestias del mundo, si al cabo de ese mes puedo presentarme de nuevo en el foyer de la Opera!
—Convenido. ¿Habéis pensado ya en alguien? ¿Acaso ese portero de quien ahora poco hablabais...?
—¡Me parece muy bien! Será fácil comprarlo, con su mujer y sus hijos, por un centenar de escudos. Cuando Barberau, su antecesor, se retiró no sé adónde, para vivir de sus rentas, un cliente recomendome a este, que se estaba literalmente muriendo de hambre.
Llamó M. L'Ambert, y ordenó al ayuda de cámara, que se presentó al instante, que hiciera subir a Singuet, el nuevo portero.
Acudió el hombre, y lanzó un grito de espanto al contemplar el rostro de su amo.
Era el verdadero tipo del pobre diablo parisiense, que es el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de treinta y cinco años de edad, al cual todos le hubieran echado sesenta, a juzgar por su aspecto flaco, amarillo y desmirriado.
M. Bernier examinolo atentamente y le mandó volver otra vez a la portería.
—La piel de este hombre—dijo—no sirve para nada. Acordaos que los jardineros toman las varas, para efectuar sus injertos, de los árboles más sanos y rollizos. Elegidme a un mozo fuerte y rebosando salud entre vuestra servidumbre; de sobra los tendréis.
—Sí, pero no será empresa fácil convencerlos. Mis criados son todos caballeros, que poseen capitales y valores en cartera, y especulan al alza y a la baja, como todos los criados de casa grande. No creo que haya ninguno entre ellos que quiera comprar con el precio de su sangre un dinero que se gana tan fácilmente en la Bolsa.
—Pero tal vez halléis alguno que por abnegación y cariño...
—¿Abnegación y cariño entre estas gentes? ¡Creo que os burláis, doctor! Nuestros padres tenían servidores abnegados: nosotros sólo poseemos unos grandísimos pillos que medran a nuestra costa, y, en el fondo, tal vez salgamos ganando. Nuestros padres, que se veían amados por estas gentes, creíanse obligados a pagarles en la misma moneda. Sufrían sus defectos, asistíanlos en sus enfermedades, alimentábanlos en su vejez: esto era insoportable. Yo pago a mis criados para que me sirvan bien, y, cuando no estoy satisfecho de ellos, los despido, sin meterme a averiguar si es falta de voluntad, vejez o indisposición lo que motiva su mal comportamiento.
—Entonces no encontraremos en vuestra casa el hombre que precisamos. ¿Tenéis alguno a la vista?
—¿Yo? Ninguno. Pero es igual; el primer advenedizo, el mozo de cordel de la esquina, el aguador que grita en este momento en la calle.
Sacó del bolsillo las gafas, levantó ligeramente la cortina, examinó, a través de aquéllas, la calle de Beaune, y dijo al doctor:
—He ahí a un muchacho que no tiene mala cara. Tened la bondad de hacerle señas, porque yo no me atrevo a mostrar a los transeúntes mi rostro.
M. Bernier abrió la ventana en el momento en que la víctima elegida gritaba a plenos pulmones:
—¡Agua muy fresca!
—¡Muchacho!—gritole el doctor,—dejad vuestro tonel y subid por la calle de Verneuil, si queréis ganar un buen puñado de luises.
Llamábase Romagné, por su padre. Sus padrinos le habían puesto, al bautizarle, Sebastián; pero, como era natural de Frognac-les-Mauriac, departamento de Cantal, invocaba a su patrón bajo el nombre de Chan Chebachtián. Todo hace presumir que había escrito su nombre con ch; pero, afortunadamente, no sabía escribir. Este hijo de la Auvernia contaba veinticuatro o veinticinco años de edad, y poseía la constitución de un verdadero Hércules: alto, grueso, rechoncho, colorado; fuerte como un buey de labor, dulce y fácil de conducir como un corderillo blanco. Imaginaos un hombre fabricado de la pasta mejor, al par que la más grosera.
Era el mayor de diez hijos, entre mujercitas y varones, que tragaban y bullían bajo el techo paternal. Su padre poseía una cabaña, un pedazo de tierra, algunos castaños en el monte, media docena de cerdos, y dos brazos para cavar el terreno. La madre hilaba cáñamo; los varones ayudaban al padre; las mujercitas arreglaban la casa y se cuidaban las unas a las otras, haciendo la mayor de niñera de la más pequeña, y así todas las otras, hasta terminar la escala.
El joven Sebastián jamás brilló por su inteligencia, ni por su memoria, ni por ningún don intelectual; pero, en cambio, poseía un corazón excelente. Le habían enseñado algunos capítulos del catecismo como se enseña a los mirlos a silbar cualquier tonadilla; pero siempre profesó los sentimientos más cristianos. Jamás abusó de sus fuerzas contra las personas ni contra los animales; evitaba las querellas y recibía con frecuencia coscorrones, sin devolverlos jamás. Si el subprefecto de Mauriac hubiese querido conceder una medalla de plata, no hubiera tenido más que escribir a París, porque Sebastián había salvado a muchas personas, con grave exposición de su propia vida, y en especial a dos gendarmes que estaban a punto de ahogarse, con sus caballos, en el torrente del Saumaise. Pero a todo el mundo le parecían sus actos meritorios la cosa más natural, ya que los ejecutaba por instinto, y a nadie se le ocurría concederle una recompensa, considerándolo casi como a un perro de Terranova.
A la edad de veinte años entró en quintas y obtuvo un número alto, gracias a una novena que hizo, en unión de su familia. Después de esto, resolvió marcharse a París, siguiendo los usos y costumbres de la Auvernia, para ahorrar algunos centenares de francos, y volver después a ayudar a sus padres. Le dieron un traje de pana y veinte francos, que en Mauriac constituyen una cantidad importante, y aprovechó la ocasión de marchar un camarada que conocía el camino de la capital. Hizo el camino a pie, invirtiendo en él diez jornadas, y llegó fresco y dispuesto a trabajar, con catorce francos y medio en el bolsillo, y los zapatos sin estrenar, en la mano.
Dos días más tarde, rodaba un tonel por el faubourg de Saint-Germain, en compañía de otro camarada que no podía ya subir las escaleras, porque se había relajado. En pago de sus servicios, recibió alojamiento, cama, manutención y ropa limpia, a razón de una camisa cada mes, sin contar el franco y medio semanal que le daba su patrón para sus gastos de soltero. Con sus economías, compró, al cabo del año, un tonel de lance, y se estableció por su cuenta.
El éxito que obtuvo fue asombroso, y superior a cuanto pudo esperarse. Su ingenua cortesía, su incansable amabilidad y su intachable honradez, captáronle la simpatía y protección de todo el barrio. De dos mil escalones que solía subir al principio, llegó a siete mil gradualmente. Por eso enviaba hasta sesenta francos mensuales a las buenas gentes de Frognac. La familia bendecía su nombre y lo encomendaba a Dios con fervor, mañana y tarde, en sus plegarias; sus hermanos menores tenían pantalones nuevos, y se pensaba nada menos que enviar a los dos más pequeños a la escuela.
Su vida, sin embargo, a pesar de soplarle la fortuna, en nada había cambiado: acostábase al lado de su tonel, en un mal bodegón, y renovaba la paja de su lecho sólo dos veces al mes. Su traje de pana estaba más remendado que el vestido de un arlequín. La verdad es que en vestir habría gastado bien poco, a no ser por los malditos zapatos que consumían cada mes un kilogramo de clavos. En el comer era donde no escatimaba lo más mínimo. Adquiría, sin regatear, diariamente cuatro libras de pan, y hasta, a veces, solía regalarse el estómago con un trozo de queso o de cebolla, o con media docena de manzanas, compradas en el puente nuevo. Los domingos y días festivos permitíase el lujo de comer sopa y carne, y el resto de la semana se chupaba los dedos recordándolo. Pero era demasiado buen hijo y buen hermano para permitirse jamás el despilfarro de tomar un vaso de vino. «El vino, el amor y el tabaco» eran para él artículos fabulosos, que sólo conocía de oídas. Con mucha mayor razón ignoraba los placeres del teatro, tan caros para los obreros de París. Nuestro hombre prefería acostarse a las siete, sin que le costara un céntimo, a aplaudir a M. Dumaine por medio franco.
Tal era, en lo moral y en lo físico, el hombre a quien M. Bernier llamó, en la calle de Beaune, para que cediese un buen trozo de su piel a M. L'Ambert.
Advertidos los criados, hiciéronle pasar en seguida.
Avanzó tímidamente, con el sombrero en la mano, levantando los pies cuanto podía, y no atreviéndose a sentarlos sobre la alfombra. La tormenta de aquella mañana lo había salpicado de lodo hasta las axilas.
—Si me llaman para que suministre agua a la casa—dijo saludando al doctor, y convirtiendo en ches cuantas eses tenía que pronunciar,—le...
M. Bernier cortole la palabra.
—No, amigo mío; no se trata de nada relacionado con vuestro comercio.
—¿De qué se trata, pues?
—De otra cosa completamente distinta. Al señor le han cortado la nariz esta mañana.
—¡Ah, demontre! ¡pobre hombre! ¿Quién ha hecho esa villanía?
—Un turco; pero esto es lo de menos.
—¡Un salvaje! Sabía ya de referencia que los turcos eran salvajes; pero no creí que les dejasen venir a París. Esperad un momento, que voy a avisar a un gendarme.
M. Bernier contuvo este alarde de celo del buen auvernés, y explicóle, en pocas palabras, la clase de servicio que se pretendía que prestase. Creyó, al principio, que se burlaban de él, porque se puede ser un excelente aguador sin tener la más pequeña noción de rinoplastia. Hízole comprender el doctor que se deseaba tenerle embargado durante un mes, y comprarle unos ciento cincuenta centímetros cuadrados de su piel.
—La operación no es nada en sí—le dijo,—y os garantizo que os hará sufrir bien poco; pero os advierto, en cambio, que tendréis que tener una paciencia enorme para permanecer un mes inmóvil, con el brazo cosido a la nariz del señor.
—Paciencia no me falta—respondió nuestro hombre;—para algo soy auvernés. Pero para que yo pase un mes en esta casa prestando a este señor un importante servicio, será necesario que me abonen los jornales de esos días.
—Desde luego. ¿Cuánto exigís? Sebastián meditó unos instantes.
—En conciencia—dijo al fin,—ese trabajo bien vale cuatro francos diarios.
—No, amigo mío—respondiole el notario;—ese trabajo vale mil francos al mes, o sea, treinta y tres francos diarios.
—No—replicó el doctor, con acento autoritario;—eso vale dos mil francos.
L'Ambert inclinó la cabeza, y no se atrevió a objetar.
Romagné pidió permiso para terminar aquel día su trabajo, dejar en el bodegón su tonel y buscar quien le reemplazase durante el mes.
—Por otra parte—dijo,—no vale la pena de comenzar hoy mismo, para sólo medio día.
Demostráronle que el caso era urgente, y tomó, en vista de ello, sus medidas. Mandaron a buscar a uno de sus amigos, el cual prometió reemplazarle por espacio de un mes.
—Tú me traerás el pan todas las noches—le dijo Romagné.
Pero se apresuraron a decirle que la precaución era inútil, pues le darían de comer en la casa.
—Eso dependerá de lo que me cueste—observó él.
—M. L'Ambert os dará de comer gratis.
—¡Gratis! eso ya es distinto. He aquí mi piel. Cortadmela cuanto antes.
Romagné soportó la operación como un valiente, sin pestañear siquiera.
—Esto es un placer—decía.—Me han contado de un auvernés de mi país que se hacía petrificar en una fuente mediante un franco por hora. Prefiero dejarme cortar a pedazos. No es tan molesto, y produce mucho más.
M. Bernier cosiole el brazo izquierdo al rostro del notario, y ambos hombres permanecieron, por espacio de un mes, encadenados uno al otro. Los dos hermanos siameses que excitaron un día la curiosidad de toda Europa no estaban tan indisolublemente unidos. Pero aquéllos eran hermanos, acostumbrados a soportarse mutuamente desde la más tierna infancia, y habían recibido la misma educación. Si uno hubiese sido aguador y el otro notario, tal vez no hubiesen dado el espectáculo de una amistad tan fraternal.
Romagné jamás se quejaba de nada, por muy extraña que la nueva situación le pareciese. Obedecía como un esclavo, o, por mejor decir, como un buen cristiano, todos los mandatos del hombre que le comprara su piel. Se levantaba, se sentaba, se acostaba, se volvía hacia la derecha o la izquierda, según el capricho de su señor. No obedece con tanta sumisión al Polo Norte la aguja imantada, como Romagné a M. L'Ambert.
Esta heroica mansedumbre enterneció el corazón del notario, que, a decir verdad, nada tenía de blando. Sintió por espacio de tres días una especie de gratitud por los buenos cuidados que le prodigaba su víctima; mas no tardó en cobrarle antipatía y hasta horror.
Un hombre joven, activo y lleno de salud, no se acostumbra nunca, sin trabajo, a la inmovilidad absoluta. ¿Qué no será cuando se trate de permanecer inmóvil al lado mismo de un ser inferior, sucio y sin educación? Pero lo había querido así la suerte. Era preciso vivir sin nariz o soportar al auvernés con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él, llenar al lado suyo, y en la situación más incómoda, todas las funciones de la vida animal.
Era Romagné un digno y excelente joven; pero roncaba como un órgano. Adoraba a su familia y amaba a su prójimo; pero jamás se había bañado en su vida por temor de malgastar el agua, objeto de su comercio. Poseía los sentimientos más delicados del mundo; pero no sabía imponerse los sacrificios más elementales que la civilización recomienda. ¡Pobre M. L'Ambert! ¡y pobre Romagné asimismo! ¡qué noches y qué días! ¡qué lluvia de puntapiés! Inútil es decir que Romagné los recibía sin quejarse, temeroso de que un falso movimiento diese al traste con el experimento del doctor Bernier.
El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle todos sus compañeros de aventuras, que se burlaban del auvernés. Enseñáronle a fumar cigarrillos, y a beber vino y aguardiente. El pobre diablo se entregaba a estos placeres con la ingenuidad de un piel roja. Lo emborracharon, lo ahitaron de manjares, le hicieron descender todos los escalones que separan al hombre de la bestia. Era preciso educarle nuevamente, y aquellos buenos señores acometieron esta difícil tarea con placer mefistofélico. ¿No era, por ventura, una cosa divertida y agradable la empresa de desmoralizar al auvernés?
Cierto día le preguntaron en qué pensaba emplear los cien luises de M. L'Ambert cuando acabase de ganarlos.
—Los emplearé en papel del cinco por ciento, y me producirán cien francos de renta—contestoles.
—¿Y después?—preguntole un emperejilado millonario de veinticinco años de edad.—¿Serás más rico con eso? ¿serás más dichoso acaso? ¡Tendrás treinta céntimos de renta diaria! Si te casas, lo cual es inevitable, pues eres de la madera de que se fabrican los imbéciles, tendrás doce hijos al menos.
—¡Es posible!—replicó el auvernés, riendo de buena gana.
—Y, en virtud del Código civil, linda invención del Imperio, le dejarás a cada uno de ellos un par de céntimos al día. En tanto que, con dos mil francos, puedes vivir un mes lo menos como un rico, conocer los placeres de la vida y elevarte muy por encima de tus semejantes.
Romagné se defendía como un gato panza arriba contra estas tentativas de corrupción; pero hubieron de descargar tantos golpes sobre su espeso cráneo, que acabaron por abrir en él un pequeño orificio por donde penetraron las ideas falsas, y se fueron apoderando de su cerebro.
También acudieron las damas, de las cuales conocía L'Ambert muchísimas en todas las capas sociales. Romagné presenció las escenas más diversas; escuchó numerosas protestas de amor y fidelidad que carecían de verosimilitud. M. L'Ambert no sólo no se recataba de mentir como un bellaco en su presencia, sino que, en ocasiones, se complacía, en la intimidad, en mostrarle todas las falsedades que forman, por decirlo así, el cañamazo donde se borda la vida elegante.
¡Y el mundo de los negocios! Romagné creyó descubrirlo, como Cristóbal Colón, porque no tenía de él noción alguna. Los clientes del notario no se recataban de él para tratar las mayores enormidades: hablaban en su presencia como pudieran hacerlo delante de una docena de ostras. Vio padres de familia que buscaban el modo de despojar a sus hijos en provecho de una amante o de alguna obra piadosa; jóvenes que estudiaban la manera de robar la dote a su futura esposa por medio de un contrato; prestamistas que exigen el diez por ciento sobre primeras hipotecas y prestatarios que hipotecaban fincas imaginarias.
Carecía de talento y su inteligencia no era muy superior a la de cualquier perro de aguas; pero su conciencia se le reveló.
—Vos no poseéis mi estima—le dijo un día al notario, creyendo hacerle un gran bien.
Y la repugnancia que L'Ambert sentía por él trocose en odio mortal.
En los últimos ocho días de su forzada intimidad sucediéronse las tempestades casi sin interrupción.
Al fin adquirió Bernier la plena convicción de que el trozo de piel había arraigado en la cara del notario, a pesar de los innumerables tirones que sufriera. Desunió a los dos enemigos, y modeló una nariz a L'Ambert con el trozo de piel que había cesado ya de pertenecer al auvernés. Y el acicalado millonario de la calle de Verneuil, arrojó dos billetes de a mil francos al rostro de su esclavo, diciéndole:
—¡Toma, infame! El dinero es lo de menos; pero me has hecho gastar lo menos cien mil escudos de paciencia. Vete ahora mismo de aquí; sal de mi casa para siempre, y haz de modo que nunca jamás, en mi vida, vuelva a oír pronunciar tu nombre.
Romagné diole las gracias, con gesto no desprovisto de altivez, se bebió una botella de vino en la cocina, tomó un par de copitas con Singuet, y marchó tambaleándose hacia su antiguo domicilio.
M. L'Ambert volvió a entrar en el mundo con éxito; casi podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más estricta justicia diciendo que se había batido como un león. Los viejos notarios sentíanse rejuvenecidos por su valor.
—¡Ved ahí—decían,—lo que somos cuando se nos pone en ciertos trances! ¡Los notarios son tan hombres como cualquier otro! La suerte de las armas hizo traición a maese L'Ambert; pero supo adoptar al caer un bello gesto: ha sido un Waterloo. ¡Aunque digan lo que quieran, somos gentes decididas!
De esta manera se expresaban el respetable maese Clopineau, y el digno maese Labrique, y el untuoso maese Bontoux, y todos los nestores del notariado. Los jóvenes hablaban en parecidos términos, con ciertas variantes inspiradas por los celos.
—No queremos renegar—decían,—de maese L'Ambert: ciertamente que nos honra, aun cuando nos compromete un poco; pero cada uno de nosotros hubiera procedido con el mismo valor, y quién sabe si con menos torpeza. Un funcionario público no debe dar estos escándalos. No se debiera ir nunca al terreno del honor más que por causas confesables. Si yo fuese padre de familia, preferiría confiar mis asuntos a un hombre prudente, y no a un héroe de aventuras dudosas, etc., etc.
Pero la opinión del bello sexo, que es la que prevalece, habíase declarado en favor del héroe de Parthenay. Tal vez no hubiera contado con tan rara unanimidad si se hubiese conocido el episodio del gato; quizás también ese sexo tan encantador como injusto habría condenado a L'Ambert si hubiese tenido la avilantez de reaparecer ante el mundo sin nariz. Pero todos los testigos habían guardado la mayor discreción acerca del ridículo incidente del gato, y M. L'Ambert, lejos de estar desfigurado, parecía haber ganado en el cambio.
Una baronesa observó que su fisonomía era más dulce desde que llevaba la nariz recta. Una vieja canonesa, dechado de malicia, preguntó al príncipe de B... si no haría bien en buscarle querella al turco. El aguileño príncipe gozaba de una reputación hiperbólica.
Alguno preguntará cómo las damas del gran mundo podían interesarse en peligros que no habían sido corridos por ellas. Los hábitos de maese L'Ambert eran bien conocidos, y se sabía que una gran parte de su corazón y de su tiempo los empleaba en la Opera. Pero el mundo perdona fácilmente estas distracciones a los hombres que no se entregan a ellas por completo. Representa el papel del fuego, y se contenta con lo poco que le dan. Se agradecía a M. L'Ambert que no estuviese perdido más que a medias, cuando tantos, a su edad, están perdidos del todo. No dejaba de frecuentar las casas honradas, conversaba con las viudas, bailaba con las solteras y tocaba en ocasiones el piano de una manera aceptable; no hablaba, en fin, de caballos a la moda. Estos méritos, bastante raros por cierto entre los jóvenes millonarios del faubourg, le concillaban la benevolencia de las damas. Una linda devota, la señora de L..., habíale demostrado durante tres meses que los placeres más vivos no consisten en la disipación y el escándalo.
No se crea por eso que había roto en absoluto con el cuerpo de baile; la severa lección recibida no le había hecho concebir el menor horror hacia aquella hidra de cien encantadoras cabezas. Una de sus primeras visitas fue para el templo donde brillaba la señorita Victorina Tompain. ¡Allí sí que se le tributó un recibimiento entusiasta! ¡Con qué amistosa curiosidad corrió todo el mundo a su encuentro! ¡Qué dulcísimos dictados! ¡qué apretones de manos tan cordiales! ¡Cuántos labios hechiceros se alargaron hacia él, en forma de tentador hocico, para recibir un beso amistoso, sin la menor consecuencia! El notario estaba radiante. Todos sus amigos de los días pares, todos los altos dignatarios de la francmasonería del placer, le dieron la enhorabuena por su curación milagrosa. Reinó durante todo un entreacto en aquel reino envidiable. Le hicieron referir su aventura y explicar el tratamiento del doctor Bernier, admirando todos la habilidad con que estaban dados los puntos de sutura, que apenas se conocían.
—Imaginaos que ese excelente Bernier ha completado mi persona con la piel de un auvernés. ¡Y qué auvernés, Dios mío! ¡El más estúpido y sucio de la Auvernia! Nadie lo diría al ver el trozo de piel que me ha vendido. ¡Qué horas tan desagradables me ha hecho pasar el muy burro!... Los mozos de cordel que veis por las esquinas son petimetres al lado suyo. Pero, gracias al cielo, ya me veo libre de él. El día en que le pagué sus servicios y lo puse de patitas en la calle, se me quitó de encima un peso inmenso. Se llama Romagné, ¡bonito nombre! Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si queréis que viva largos años, no me habléis jamás de Romagné!
La señorita Victorina Tompain no fue, por cierto, la última en cumplimentar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más dinero del que valía ella. El magnánimo L'Ambert hubo de mostrarse con ella dulce y clemente.
—No os guardo rencor—le dijo,—ni a ese bravo turco tampoco. Sólo tengo un enemigo en el mundo: un auvernés llamado Romagné.
Y pronunciaba su nombre con una entonación cómica que hizo gracia a todo el mundo. Creo que aun hoy día la mayor parte de aquellas señoritas dicen: «Mi Romagné, cuando hablan de su aguador.»
De esta suerte transcurrieron los tres meses de estío. La estación fue deliciosa y casi todas las familias se ausentaron de París. La Opera viose invadida por provincianos y extranjeros. M. L'Ambert frecuentola bastante menos que otras veces.
Casi todos los días, al sonar las seis de la tarde, despojábase de la gravedad del notario y partía para Maisons-Lafitte, donde había alquilado un chalet, y adonde acudían a verle sus amigos y hasta sus amiguitas. Jugaban en el jardín a toda clase de juegos campestres, y os garantizo que el columpio nunca holgaba.
Uno de los más asiduos y animados concurrentes era el agente de cambios, M. Steimbourg. La aventura de Parthenay habíale ligado a L'Ambert con lazos más estrechos. M. Steimbourg pertenecía a una buena familia de israelitas convertidos; su cargo valía dos millones y poseía una fortuna de medio millón, de suerte que ya se podía trabar amistad con él. Las amantes de los dos amigos se llevaban bastante bien, lo cual equivale a decir que sólo se peleaban una vez por semana. ¡Qué bello es contemplar cuatro corazones que laten al unísono! Los hombres montaban a caballo, leían el Fígaro, o comentaban los chismes de la ciudad; las damas se echaban mutuamente las cartas, con gracia sin igual: ¡una edad de oro en miniatura!
M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles. Por el contrario: tratábase de una familia moderna y perfeccionada. Padre e hijo eran dos buenos compañeros que se daban mutuas bromas acerca de sus calaveradas. Las muchachas habían visto cuanto se representaba en el teatro, y leído cuanto se ha escrito. Pocas personas conocían mejor que ellas la crónica elegante de París; les habían sido mostradas, en el teatro y en el bosque de Boloña, las más celebradas bellezas de todas las clases sociales; las habían llevado a presenciar las ventas de los mobiliarios más ricos, y disertaban de la manera más agradable sobre las esmeraldas de la señorita X... y las perlas de la señorita Z... La mayor, la señorita Irma Steimbourg, copiaba con verdadera pasión los trajes y sombreros de la señorita Fargueil; la menor, había enviado a uno de sus amigos a casa de la señorita Figeac para que le pidiese la dirección de su modista. Una y otra eran ricas y poseían buena dote. Irma le gustó más a L'Ambert. El apuesto notario pensaba de vez en cuando que medio millón de dote y una mujer que sabe llevar un traje no son cosas despreciables. Viéronse con frecuencia, casi una vez por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre.
Tras un otoño dulce y brillante, cayó como una teja el invierno. Es un hecho bastante conocido en nuestros climas, pero la nariz de L'Ambert dio pruebas, en esta ocasión, de una sensibilidad extraordinaria. Enrojeciose un poco al principio, después mucho; fuese hinchando por grados hasta tornarse deforme. Después de una partida de caza alegrada por el viento Norte, experimentó el notario intolerable comezón. Mirose en el espejo de un mesón, y desagradole en extremo el color de su nariz. A decir verdad, parecía un sabañón mal colocado.
Consolose pensando que un buen fuego le devolvería su figura natural, y, en efecto, el calor se la descongestionó y rebajó su color durante algunos momentos. Pero, al siguiente día, la comezón presentose nuevamente, los tejidos se inflamaron mucho más, y presentose de nuevo la coloración rojiza, acompañada de ciertos tintes violáceos. Ocho días sin salir de su casa, sentado delante del hogar, borraron tan fatales matices; pero reaparecieron, a pesar de las pieles de zorra azul, a la primera salida.
Muerto de susto L'Ambert, envió a buscar en seguida al doctor Bernier. Este acudió a toda prisa; diagnosticó una ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua helada. Sin embargo, la nariz no tuvo alivio, a pesar de la refrigeración, y el doctor no salía de su asombro al ver la persistencia del mal.
—Tal vez tenga razón Dieffembach—dijo al notario,—al asegurar que la piel puede morir por un exceso de sangre, y recomendar que se le apliquen sanguijuelas. ¡Ensayemos!
Aplicose a L'Ambert una sanguijuela en la punta de la nariz, y, cuando se desprendió, harta de sangre, reemplazósela por otra, y así sucesivamente, dos días y dos noches. La hinchazón y la coloración desaparecieron por algún tiempo; mas sus efectos no fueron de larga duración. Fue preciso recurrir a otro expediente. Pidió M. Bernier veinticuatro horas para reflexionar, y se tomó cuarenta y ocho.
Cuando volvió al hotel de M. L'Ambert, estaba preocupado y daba muestras de una timidez excesiva, y tuvo que realizar sobre sí mismo un gran esfuerzo para decidirse a hablar.
—La medicina—dijo al fin,—no explica satisfactoriamente todos los fenómenos naturales, y vengo a someteros una teoría que carece de todo fundamento científico. Mis colegas se burlarían de mí si les dijese que un pedazo de piel arrancada del cuerpo de un hombre puede permanecer sometida a la influencia de su primitivo poseedor. No cabe duda alguna de que es vuestra propia sangre, puesta en circulación por vuestro corazón, bajo la acción del cerebro, la que afluye a vuestra nariz; y, sin embargo, tentado estoy de creer que ese imbécil de auvernés no es extraño a estos sucesos.
M. L'Ambert lanzó una exclamación de disgusto y de sorpresa. ¡Decir que un vil mercenario, a quien había religiosamente pagado su servicio, podía ejercer una influencia oculta sobre la nariz de un funcionario público, era una impertinencia!
—Es mucho peor aun—replicó el doctor,—es un absurdo. Y, sin embargo, os pido autorización para buscar a Romagné. Tengo necesidad de verle hoy mismo, aunque no sea más que para convencerme de mi error. ¿Habéis conservado sus señas?
—¡No lo permita Dios!
—Pues bien, yo trataré de averiguarlas. Tened paciencia, no salgáis para nada de vuestra habitación, y suspended entre tanto toda medicación.
Buscó en vano durante quince días. Recurrió a la policía, que le tuvo despistado por espacio de tres semanas. Un agente sutil y lleno de experiencia descubrió todos los Romagnés de París, excepto el que se buscaba. Encontró un inválido, un tratante en pieles de conejo, un abogado, un ladrón, un corredor del ramo de mercería, un gendarme y un millonario, todos de este mismo apellido. M. L'Ambert se abrasaba de impaciencia al lado del hogar, y contemplaba con desesperación su nariz color de escarlata. Por fin se dio con el domicilio del aguador, pero éste ya no vivía en él. Los vecinos refirieron que había hecho fortuna y vendido su tonel para gozar de la vida.
M. Bernier dio una terrible batida por las tabernas y demás lugares de placer, en tanto que su enfermo permanecía sumido en la mayor melancolía.
El 2 de febrero, a las diez de la mañana, el atildado notario calentábase tristemente los pies y contemplaba horrorizado aquella peonía florida en medio de su rostro, cuando un alegre tumulto conmovió toda la casa. Abriéronse las puertas con estrépito, de los pechos de todos los criados escapáronse gritos de alegría, y se vio aparecer al doctor, trayendo de la mano a Romagné.
Era el verdadero Romagné; pero, ¡cuán cambiado estaba! Sucio, embrutecido, feo, con la mirada apagada, el aliento mal oliente, apestando a vino y tabaco, rojo de la cabeza a los pies como un cangrejo cocido, era el prototipo del erisipelatoso.
—¡Monstruo!—le dijo M. Bernier,—se te debería caer la cara de vergüenza. Has descendido a un nivel más bajo que el de los brutos. Conservas todavía la cara del hombre, pero no su color. ¡En qué has empleado la fortunita que te proporcionamos? Te has revolcado en el cieno de todos los vicios, y te he encontrado en las afueras de París, tirado como un cerdo en el suelo de la taberna más inmunda.
El auvernés elevó hasta el doctor su mirada, y le dijo con su amable acento, embellecido con este dejo propio del pueblo bajo parisiense:
—¡Y bien, qué! Que he empinado un poco el codo. ¿Es acaso una razón para decirme esa sarta de necedades?
—¿A qué llamas necedades, majadero? Te reprocho tus torpezas. ¿Por qué no colocaste tu dinero a interés en vez de bebértelo?
—¡Fue el señor quien me dijo que me divirtiese!
—¡Tunante!—exclamó el notario,—¿fui yo quien te aconsejó que te fueses a emborrachar fuera de las fortificaciones, con aguardiente y vino tinto?
—Cada uno se divierte como puede... He estado con mis camaradas.
—¡Vaya unos camaradas!—dijo el médico, no pudiendo reprimir un movimiento de cólera.—¿De manera, truhán, que llevo a cabo una cura maravillosa, que me llena de gloria y esparce por París mi bien ganada fama, y que acabará por abrirme las puertas del Instituto, y tú, en unión de unos cuantos borrachos de tu misma calaña, vais a hacer zozobrar la más divina de mi obras? ¡Si sólo se tratase de ti, grandísimo bellaco, te dejaríamos obrar como quisieses! Es un verdadero suicidio físico y moral; pero un auvernés más o menos poco importa a la sociedad. ¡Pero se trata de un hombre de mundo, de un rico, de tu bienhechor, de mi cliente! Tú lo has comprometido, desfigurado, asesinado con tu mala conducta. ¡Mira bien en qué estado lamentable has puesto al señor el rostro! El infeliz contempló la nariz que había contribuido a formar, y rompió en amargo llanto.
—Es una verdadera desgracia, señor Bernier; pero pongo a Dios por testigo de que no he tenido yo la culpa. Esa nariz se ha deteriorado ella sola. Yo soy un hombre honrado, y os juro que no he puesto mi mano en ella.
—¡Imbécil!—tronó M. L'Ambert,—jamás comprendes las cosas... por más que, en realidad, no es menester que comprendas. Se trata únicamente de que digas sin rodeos si quieres cambiar de conducta y renunciar a esa vida de crápula que me mata de rechazo. Te prevengo que tengo el brazo muy largo, y que, si persistes en tus vicios, sabré ponerte pronto a buen recaudo.
—¿Preso?
—Preso.
—¿Preso entre los criminales? ¡Gracias, señor L'Ambert! ¡Eso sería la deshonra de mi familia!
—¡Seguirás bebiendo, o no?
—¡Ah, Dios mío! ¿cómo beber cuando no se tiene dinero? Todo lo he gastado ya, señor L'Ambert. Me he bebido los dos mil francos íntegros; me he bebido mi tonel y cuánto poseía, y no hay un alma en la tierra que ya quiera abrirme crédito.
—Me alegro, perillán; hacen todos muy bien.
—Tendré que ser juicioso a la fuerza. La miseria me amenaza, señor L'Ambert.
—¡Te repito que me alegro!
—¡Señor L'Ambert!
—¿Qué?
—Si tuvieseis la bondad de comprarme un tonel nuevo para ganarme la vida honradamente, os juro que volvería a ser un buen sujeto.
—¡Buena fuera! Lo venderías al día siguiente para emborracharte.
—No, señor L'Ambert, ¡os lo juro por mi honor!—Esos son juramentos de borracho.
—¿Queréis entonces que me muera de hambre y sed? ¡Un centener de francos, mi buen señor L'Ambert!
—¡Ni un solo céntimo! La Providencia te puso en mi camino para devolver a mi rostro su aspecto natural. Bebe agua, come pan seco, prívate de lo más necesario, muérete de hambre, si puedes; sólo a ese precio podré recobrar mis facciones y volveré a ser el mismo.
Romagné inclinó la cabeza y retirose arrastrando los pies y saludando a los presentes.
El notario recuperó su alegría y el médico sus ensueños de gloria.
—No quiero alabarme a mí mismo—decía modestamente M. Bernier,—pero Leverrier descubriendo un planeta por la fuerza del cálculo, no ha realizado un milagro tan grande como yo. Adivinar, por el aspecto de vuestra nariz, que un auvernés ausente y perdido en la baraúnda de un París, se halla entregado a la crápula, es remontarse desde el efecto a la causa por caminos que la audacia del hombre no había intentado aún. En cuanto al tratamiento de vuestra enfermedad, se halla indicado por las circunstancias. La dieta aplicada a Romagné es el único remedio que puede curaros. La suerte ha venido a servirnos de un modo maravilloso, puesto que este animal se ha comido hasta su último céntimo. Habéis hecho perfectamente en negarle el socorro que os pedía: todos los esfuerzos del arte serán vanos mientras tenga que beber ese hombre.
—Pero, doctor—le interrumpió L'Ambert,—¿y si no fuera ese el origen de mi mal? ¿y si sólo se tratase de una coincidencia fortuita? ¿No habéis dicho vos mismo que a veces la teoría...?
—He dicho, y lo repito, que en el estado actual de los conocimientos humanos, vuestro caso no admite ninguna explicación lógica. Es un hecho cuya ley se desconoce. La relación que hoy hallamos entre vuestra nariz y la conducta de este auvernés, nos abre una perspectiva, engañosa tal vez, mas, sin duda alguna, inmensa. Esperemos algunos días: si vuestra nariz se cura a medida que Romagné se enmienda, se verá reforzada mi teoría por una nueva probabilidad. No respondo de nada; pero presiento una ley fisiológica, hasta aquí desconocida, y que me consideraré muy feliz si puedo formularla. El mundo de las ciencias se halla lleno de fenómenos visibles producidos por causas desconocidas. ¿Por qué la señora de L..., a quien conocéis como yo, tiene en el hombro izquierdo una cereza perfectamente pintada? ¿Es, acaso, como dicen, porque, hallándose encinta su madre, sintió ésta grandes deseos, que no pudo satisfacer, de comerse una cesta de cerezas expuestas en el escaparate de Chevet? ¿Qué artista invisible ha dibujado esta fruta sobre el cuerpo de un feto de seis semanas, del tamaño de un langostino mediano? ¿Cómo explicar esta acción especial de lo moral sobre lo físico? ¿Y por qué la cereza de la señora de L... adquiere cierta tumefacción y sensibilidad en el mes de abril de cada año, cuando están flor los cerezos? He aquí unos hechos ciertos, evidentes, palpables, y tan inexplicables como la hinchazón y rubicundez de vuestra nariz. ¡Pero tengamos paciencia!
Dos días después la hinchazón la nariz del notario cedía de un modo visible, pero su color rojo persistía. Al final de la semana, su volumen habíase reducido más de una tercera parte. Al cabo de quince días, perdió por completo la piel, crió seguida otra nueva, y recuperó su forma y color primitivos.
El triunfo del doctor era evidente.
—Mi único sentimiento—decía,—es que no hayamos guardado a Romagné en una jaula, para observar en él, al mismo tiempo que en vos, los efectos del tratamiento. Estoy seguro que ha estado, durante siete u ocho días, cubierto de escamas como un pez.
—¡Que el diablo cargue con él!—observó cristianamente el notario.
Este, a partir de aquel día reanudó su vida ordinaria: salió carruaje, a caballo, a pie; danzó los bailes del faubourg, y embelleció con su presencia el foyer de la Opera. Todas las mujeres lo acogieron perfectamente, en el mundo y fuera de él. Una de las que más tiernamente le felicitaron por su curación fue la hermana mayor de su amigo Steimbourg.
Esta amabilísima joven, que tenía costumbre de mirar a los hombres cara a cara, observó que M. L'Ambert había salido de la última crisis más hermoso que nunca. Y en realidad, parecía como si aquellos dos o tres meses de enfermedad hubiesen dado a su rostro un no sé qué de perfecto. La nariz, sobre todo, aquella nariz recta, que acababa de recuperar sus ordinarias dimensiones después de una dilatación excesiva, parecía más fina, más blanca y más aristocrática que nunca.
Esta era también la opinión del acicalado notario, que se contemplaba en todos los espejos con una creciente admiración de su persona. ¡Había que verlo frente a frente de su imagen, sonriendo, endiosado, a su propia nariz!
Pero a la vuelta de la primavera, en la segunda quincena de marzo, mientras la generosa savia hacía retoñar las lilas, llegó a creer M. L'Ambert que sólo a su nariz le eran negados los beneficios de la estación y las bondades de la naturaleza. En medio del renacimiento general de todas las cosas, palidecía como una hoja de otoño. Sus alas, adelgazadas y como desecadas por el viento del desierto, adosábanse cada vez más a su tabique central.
—¡Demontre!—decía el notario, haciéndole una mueca al espejo,—la distinción es cosa bella, lo mismo que la virtud; pero esto ya es demasiado. Mi nariz va adquiriendo una elegancia inquietante, y, si no trato de darle alguna fuerza y color, muy pronto no será que una sombra.
Diose en ella un poco de colorete; pero sólo logró hacer resaltar más aun finura increíble de aquella línea recta y sin espesor que dividía su rostro en dos mitades. La fantástica nariz del desesperado notario hacía recordar la varilla de hierro que proyecta su cortante sombra sobre la esfera de los relojes de sol.
En vano sometiose a un régimen más alimenticio el indignado millonario de la calle de Verneuil. Considerando que una buena alimentación, digerida por un estómago sólido, aprovecha por igual a todas las partes del cuerpo, se impuso la dulce ley de embaularse sendas tazas de caldo, sendos tajos de carne ensangrentada, regados con los más generosos vinos. Decir que estos manjares elegidos no le hicieron efecto, sería negar la evidencia y blasfemar de las comidas regaladas. M. L'Ambert adquirió en poco tiempo hermosos mofletes rojos, un pescuezo muy digno de cualquier ternero apoplético y una respetable panza. Pero la nariz parecía una especie de socio negligente o desinteresado, que no se ocupa en cobrar sus dividendos.
Cuando un enfermo no puede comer ni beber, se le sostiene a veces por medio de baños alimenticios, que penetran a través de los poros de la piel hasta los centros vitales. M. L'Ambert trató a su nariz como a un enfermo a quien es preciso alimentar por separado a cualquier precio. Adquirió una bañera de plata sobredorada, y, seis veces al día, introducíala en ella y la mantenía pacientemente sumergida en sendos baños de leche, de vino de Borgoña, de caldo substancioso y hasta de salsa de tomates. ¡Trabajo perdido! la enferma salía del baño tan pálida y delgada y en estado tan deplorable como estaba antes de entrar.
Todas las esperanzas parecían ya perdidas, cuando un día M. Bernier diose un golpe en la frente y exclamó:
—¡Pero si hemos cometido una falta imperdonable! ¡un error digno de colegiales! ¡y he sido yo! ¡yo mismo, cuando este hecho constituye una confirmación aplastante de mi teoría...! No lo dudéis, caballero: el auvernés está enfermo, y es preciso curarle a él para que sanéis vos.
El desdichado L'Ambert mesose los cabellos. ¡Cuánto se arrepintió de haber plantado a Romagné de patitas a la calle, y de haberse negado a socorrerle, y olvidado el quedarse con sus señas! Representábase al pobre diablo consumiéndose sobre un camastro, sin pan, sin rosbif y sin vino de Châteaux-Margaux. Esta idea destrozaba su corazón. Asociábase a los dolores del infeliz mercenario. Por primera vez en su vida compadeciose de los sufrimientos del prójimo.
—¡Doctor, querido doctor!—exclamó, estrechando la mano de Bernier,—¡daría toda mi fortuna por salvar a ese valiente muchacho!
Cinco días después, el mal había avanzado más aun. La nariz no era más que una película flexible, que se plegaba bajo el peso de las gafas, cuando M. Bernier vino a decirle que había encontrado al auvernés.
—¡Victoria!—exclamó entusiasmado el notario.
El cirujano encogiose de hombros y contestó que la victoria parecíale dudosa por lo menos.
—Mi teoría—añadió,—está plenamente confirmada, y, como fisiólogo, tengo que declararme satisfecho; pero, como médico, quisiera ante todo curaros, y el estado en que he visto a ese infeliz no me inspira demasiadas esperanzas.
—¡Vos le salvaréis, doctor!
—Por lo pronto, no me pertenece actualmente: se encuentra al servicio de un colega mío que le estudia con cierta curiosidad.
—Ya lograréis que os lo ceda. ¡Lo compraremos, si es preciso!
—¡No soñéis siquiera en eso! Un médico no vende nunca a sus enfermos. Los mata algunas veces, en interés de la ciencia, para ver qué tienen dentro; pero traficar con ellos... ¡jamás! Mi amigo Fogatier me cederá, tal vez, vuestro auvernés; pero el pobre está muy enfermo, y, para colmo de desgracia, se halla tan aburrido de la vida, que quiere a todo trance morirse. Rechaza las medicinas, y, en cuanto a los alimentos, tan pronto se queja de no tener suficiente, y reclama a grandes voces su ración entera, como rechaza cuanto le dan, y trata de matarse por hambre.
—¡Pero eso es un crimen! ¡Yo le hablaré! ¡yo le haré oír el lenguaje de la religión y la moral! ¿Dónde se encuentra?
—En el hospital, sala de San Pablo, número 10.
—¿Tenéis vuestro carruaje a la puerta?
—Sí.
—Pues partamos. ¡Ah, infame! ¡quiere morirse! ¿Ignora por ventura que todos los hombres son hermanos?
Jamás predicador alguno, jamás Bossuet ni Fenelón, jamás Massillon ni Fléchier, jamás el mismo Mermilliod, desplegaron desde su sagrada cátedra una elocuencia más persuasiva y untuosa que la empleada por M. Alfredo L'Ambert ante el lecho de Romagné. Dirigiose primero a la razón, después a la conciencia, y por último al corazón del enfermo. Recurrió a lo profano y lo sagrado, citó textos de filósofos y santos. Mostrose fuerte y benigno, severo y paternal, lógico, acariciador y hasta complaciente. Demostrole que el suicidio es el más bochornoso de los crímenes, y que era menester ser bien cobarde para afrontar voluntariamente la muerte. Hasta se atrevió a emplear una metáfora tan nueva como atrevida, comparando el suicida, al desertor que abandona su puesto sin permiso de su cabo.
El auvernés, que no había tomado nada en las últimas veinticuatro horas, parecía bien aferrado a su idea. Permanecía inmóvil y terco ante la muerte, como un asno ante un puente. A los argumentos más hábiles, respondía con impasible dolor:
—No vale la pena, señor L'Ambert; hay demasiada miseria en este mundo.
—¡Bah, amigo mío! la miseria fue instituida por Dios, que la creó para excitar la caridad de los ricos y la resignación de los pobres.
—¿Los ricos? He pedido trabajo a todo el mundo, y me ha sido negado en todas partes. ¡He pedido limosna y me han amenazado con la policía!
—¿Por qué no os dirigisteis a vuestros amigos? ¡A mí, por ejemplo! ¡a mí, que tanto os debo! ¡a mí, que tan agradecido os estoy! ¡a mí, que por mis venas corre vuestra propia sangre!
—¡En seguida! ¡para que me hicieseis poner nuevamente de patitas en la calle!
—¡Mis puertas estarán siempre abiertas para vos, lo mismo que mi bolsillo, igual que mi corazón!
—¡Si siquiera me hubieseis dado cincuenta francos para comprarme un tonel de ocasión!
—¡Pero, animal!... animal querido, quiero decir... ¡permíteme que te maltrate un poco, como en los tiempos en que compartía contigo mi mesa y mi lecho! no son ya cincuenta francos los que pienso darte, sino mil, dos mil, tres mil... ¡diez mil! mi fortuna entera deseo compartirla contigo... a prorrateo, naturalmente, de nuestras necesidades respectivas. ¡Es preciso que vivas! ¡es menester que seas feliz! He aquí la primavera que vuelve, con su cortejo de flores y la dulce melodía de las aves que trinan en la enramada. ¿Serás capaz de abandonar todo esto? ¡Piensa en el inmenso dolor que ocasionarías a tus infelices padres, que te aguardan en tu país! ¡piensa en tus pobres hermanos! ¡en tu madre, sobre todo, amigo mío, que no podría sobrevivirte! ¡Volverás a verlos a todos! O, mejor dicho, no: permanecerás en París bajo mi protección, conviviendo conmigo en la intimidad más estrecha. Quiero verte dichoso, casado con una mujer bonita y hacendosa, padre de dos o tres hermosas criaturas. ¡Sonríe, hombre, sonríe! ¡Toma este plato de sopas!
—¡Gracias, señor L'Ambert. Guardaos esas sopas; ¿para qué las he de tomar? ¡Hay tanta miseria en el mundo!
—Pero, hombre, ¿no te juro que se han acabado ya tus malos días para siempre? ¿que me encargo de tu porvenir, bajo mi fe de notario? Si accedes a vivir, se acabarán tus sufrimientos, no volverás a trabajar, ¡tus años constarán de trescientos sesenta y cinco domingos!
—¿Sin lunes?
—Y de lunes también, si lo prefieres. Comerás, beberás, fumarás buenos habanos. Serás mi comensal, mi amigo inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser un segundo yo?
—No, no; ya que he comenzado a morir, lo mejor es acabar cuanto antes.
—¡Ah, pedazo de alcornoque! ¡Voy a contarte, animal, el destino que te aguarda! No se trata ya solamente de las penas eternales que en tu obstinación endiablada acercas más a ti cada minuto; en este mundo, aquí mismo, mañana, quizás hoy, antes de ir a pudrirte a la fosa común, te llevarán al anfiteatro. Te tenderán sobre una mesa de piedra, y partirán tu cuerpo en pedazos. Uno henderá, a fuerza de hachazos, tu abultada cabeza de mulo; otro te abrirá el pecho en canal para ver si es posible que exista un corazón dentro de tan estúpida envuelta; otro...
—¡Por favor, señor L'Ambert, que no quiero que me corten a pedazos! ¡prefiero comer las sopas!
Tres días de sopas y su robusta constitución arrancáronle de aquel amargo trance, y fue posible transportarle en carruaje al hotel de la calle de Verneuil. El mismo M. L'Ambert lo instaló con solicitud maternal. Alojolo en la habitación de su propio ayuda de cámara, para tenerle más cerca. Por espacio de un mes ejerció con verdadera abnegación las funciones de enfermero, pasando bastantes noches en claro, a la cabecera de su lecho.
Estas fatigas, lejos de alterar su salud, devolvieron a su rostro su frescura y lozanía habituales. Cuanta mayor asiduidad desplegaba en el cuidado de su enfermo, más lozana y vigorosa tornábase su nariz. Repartía su vida entre el estudio, el auvernés y el espejo. En este período fue cuando escribió, distraídamente, sobre el borrador de una escritura de venta: «¡Qué dulce es hacer bien a su prójimo!» Máxima un poco vieja en sí misma, pero nueva en absoluto para él.
Cuando entró Romagné en el período de franca convalecencia, su huésped y salvador, que tantas veces le había trozado el pan y partido los biftecs, le dijo:
—A partir de este momento, comeremos siempre juntos. Sin embargo, si prefieres comer en la cocina, también serás allí perfectamente alimentado, y es posible, tal vez, que te encuentres más a gusto.
Romagné, a fuer de hombre juicioso, obtó por la cocina.
Supo conducirse en ella de tal suerte, que se captó la simpatía y el aprecio de todos. Lejos de prevalerse de la amistad que le unía con el amo, mostrose más humilde y más modesto que el último marmitón. Era un criado que M. L'Ambert había puesto a sus servidores. Todo el mundo utilizaba sus servicios, se burlaba de su acento y le daba palmadas amistosas a la espalda, sin que a nadie se le ocurriese darle nunca una propina. M. L'Ambert lo sorprendió varias veces sacando agua, cambiando de sitio los muebles más pesados, encerando los pisos de madera. En tales ocasiones le tiraba de la oreja aquel amo ideal, y le decía:
—Entretente, si quieres, no hay en ello inconveniente por mi parte; pero no te fatigues demasiado.
El infeliz muchacho, confundido por tantas bondades, se escondía en su habitación y lloraba de ternura.
Pero no pudo conservar por mucho tiempo aquel cuarto tan cómodo y aseado, contiguo a las habitaciones del amo. M. L'Ambert le hizo saber, de un modo delicado, que echaba mucho de menos la vecindad de su ayuda de cámara, y el mismo Romagné solicitó autorización para alojarse en las buhardillas, adjudicándosele entonces un cuartucho que las freganchinas no habían querido nunca.
«¡Dichosos los pueblos que no tienen historia!» ha dicho un sabio. Sebastián Romagné fue dichoso por espacio de tres meses; pero, al comenzar el verano, empezó a tener historia. Su corazón, largo tiempo invulnerable, fue herido por las flechas del amor. El antiguo aguador entregose, atado de pies y manos, al dios que perdió a Troya. Advirtió, mientras preparaba las legumbres, que la cocinera tenía unos ojillos grises muy bonitos, y unos mofletes rojos muy hermosos. Un suspiro, capaz de echar a rodar las mesas, fue la primera manifestación de su mal. Quiso explicarse, pero ahogó la emoción en su garganta las palabras. Apenas si, en su excesiva timidez, se atrevió a aprisionar a su Dulcinea por el talle, y a besarle los labios con pasión.
Esto bastó, sin embargo, para que lo comprendieran. Era la cocinera una persona capaz, que le llevaba a él siete u ocho años, y ya bastante ducha en las lides del amor.
—Ya me hago cargo—le dijo ella;—deseáis casaros conmigo. Perfectamente, amigo mío; podremos entendernos si traéis algo por delante.
Él respondió ingenuamente que traía por delante todo lo que puede exigirse a un hombre, es decir: dos brazos vigorosos y acostumbrados al trabajo. La señorita Juanita riósele en sus barbas y habló con más claridad; el a su vez soltó la carcajada, y le dijo, con la más amable confianza:
—¿Pero es dinero lo que deseáis? Deberíais haberlo dicho desde luego. ¡Tengo más dinero que peso! ¿Cuánto deseáis? Fijad vos misma la suma. ¿Os contentaríais, por ejemplo, con la mitad de la fortuna del señor L'Ambert?
—¿La mitad de la fortuna del amo?
—Ciertamente. Me lo ha dicho más de cien veces. Yo poseo la mitad de su fortuna; pero no hemos repartido el dinero todavía: me tiene guardada mi parte.
—¡Qué gran majadería!
—¿Majadería? Esperad, que ahora entra él. Voy a pedirle mi cuenta y os traeré a la cocina todo mi capital.
¡Pobre inocente! sólo obtuvo de su amo una buena lección de gramática parda. M. L'Ambert le enseñó que prometer y dar no son palabras sinónimas; dignose explicarle (porque estaba de buen humor) los méritos y peligros de la figura llamada hipérbole; y le dijo, por último, con, tono dulce, es verdad, pero tan firme que no admitía réplica:
—Romagné, he hecho mucho por vos, pero quiero hacer más todavía al alejaros de este hotel. El simple buen sentido os dice que no os halláis en él en calidad de dueño; quiero llevar mi bondad hasta el extremo de admitir que estéis en él como un ayuda de cámara; en fin, me parece que os haría un gran perjuicio manteniéndoos en una situación mal definida que pervertiría vuestros hábitos y falsearía vuestro espíritu. Llevando un año más esa vida parasitaria y ociosa, perderíais por completo el amor al trabajo. Os convertiríais en un vago, y los vagos, permitidme que os lo diga, son el azote de nuestra época. Poneos la mano sobre vuestra conciencia, y decidme si os agrada semejante perspectiva. ¡Pobre Romagné! ¿No habéis echado de menos muchas veces el título de obrero, que es vuestro más noble blasón? Porque vos sois de aquellos seres que la Providencia ha creado para ennoblecerse con el sudor de su frente; pertenecéis a la aristocracia del trabajo. Trabajad, pues; no ya como otras veces, entre privaciones y dudas, sino con una seguridad que yo garantizo y una abundancia proporcionada a vuestras modestas necesidades. Yo saldré a los gastos de la primera instalación; yo os procuraré trabajo. Si, lo que no considero posible, os faltasen los medios de existencia, acudid a mí en seguida, que siempre os acogeré con afecto paternal. Pero renunciad al absurdo proyecto de casaros con mi cocinera, porque no debéis enlazar vuestra suerte a la de una simple criada, y no quiero, por otra parte, chiquillos en mi casa.
El infeliz lloró copiosamente y se deshizo en protestas de sincero agradecimiento. Debo decir, en descargo de M. L'Ambert, que hizo las cosas con bastante generosidad. Vistió de pies a cabeza a Romagné, amueblole un quinto piso, en la calle del Cherche-Midi, y le dio quinientos francos para que fuese viviendo mientras le encontraba trabajo. Aún no habían transcurrido ocho días, cuando le hizo entrar, como peón de albañil, en una fábrica de espejos de la calle de Sèvres.
Transcurrió mucho tiempo, seis meses por lo menos, sin que la nariz del notario sufriese la menor novedad digna de especial mención. Pero un día en que nuestro funcionario descifraba, en compañía de su oficial mayor, los pergaminos de una noble y rica familia, rompiéronsele por la mitad las gafas, y cayeron sobre la mesa.
Este pequeño accidente no le causó grandes molestias. Púsose provisionalmente unos quevedos con resorte de acero, e hizo cambiar el armazón de sus gafas en el muelle de los Plateros. Su óptico, M. Luna, apresurose a pedirle mil perdones, enviándole unas gafas nuevas, que se rompieron también por igual sitio antes de transcurrir veinticuatro horas.
Otras terceras sufrieron la misma suerte; trajeron por cuarta vez otras nuevas, y les ocurrió en seguida otro tanto. El óptico no sabía ya cómo excusarse. En el fondo de su alma, hallábase persuadido de que M. L'Ambert tenía la culpa de todo.
—Este señor no es razonable—decía a su mujer, mostrándole los estragos de los cuatro últimos días;—usa gafas del número 4, que son forzosamente muy pesadas; quiere por coquetería una montura muy liviana, y tengo la seguridad de que trata a sus gafas como si fueran de hierro forjado. Si le hago la menor observación se enfadará; lo mejor será que le envíe otras nuevas con la montura más recia, sin decirle una palabra.
La señora de Luna encontró la idea excelente; pero las quintas gafas corrieron la misma suerte que las cuatro precedentes. Esta vez, M. L'Ambert montó en cólera, a pesar de no habérsele hecho ninguna observación, y mandó a buscar otras gafas a un establecimiento rival.
Pero hubiérase dicho que todos los ópticos de París se habían puesto de acuerdo para que se rompiesen sus gafas en la nariz del pobre millonario. Nada menos que doce sufrieron igual suerte, unas tras otras. Y lo más maravilloso del caso era que los lentes de resorte de acero, que reemplazaban a las gafas durante los interregnos, manteníanse vigorosos y firmes.
Ya sabéis que la paciencia no era la virtud favorita de M. Alfredo L'Ambert. Hallábase un día furioso, pateando sobre unas gafas, haciéndolas pedazos con sus tacones, cuando le anunciaron la visita del doctor Bernier.
—¡Demontre! llegáis a tiempo—exclamó el notario, colérico.—¡Estoy, por lo visto, hechizado! ¡el diablo ha tomado posesión de mi persona!
Las miradas del doctor fijáronse en seguida en la nariz de su cliente; pero encontrándola, al parecer, sana, de buen aspecto, y fresca como una rosa.
—Me parece—observó,—que marcha todo muy bien.
—De salud, sí, en efecto: me encuentro perfectamente; pero estas gafas endiabladas no hay forma de que se mantengan enteras.
Y refirió al doctor toda la historia.
Este se quedó pensativo, y dijo al cabo de un rato:
—El auvernés anda por medio. ¿Tenéis aquí alguna de las monturas rotas?
—Debajo de mis pies tengo la última.
Recogiola M. Bernier, examinola con una lente, y le pareció que el oro estaba como argentado en los alrededores del sitio de la rotura.
—¡Diablo!—exclamó.—¿Habrá hecho Romagné alguna calaverada?
—¿Qué calaveradas queréis que haya hecho?
—¿Le tenéis todavía en vuestra casa?
—No; el pillo me ha abandonado. Trabaja en la ciudad.
—Espero, sin embargo, que esta vez habréis conservado sus señas.
—Sin duda. ¿Queréis verle?
—Cuanto antes.
—¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente!
—Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné.
Un cuarto de hora después nuestros dos personajes descendían a la puerta de los señores Taillade y Compañía, en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con trozos de cristal azogado, indicaba claramente el género de industria a que se dedicaba la casa.
—Henos aquí—dijo el notario.
—¡Cómo! ¿está empleado el auvernés en este establecimiento?
—Sin duda alguna: yo mismo le he buscado esta colocación.
—Vamos, el mal no es tan grande como llegué a suponer. Pero, de todas maneras, habéis cometido una imprudencia imperdonable.
—¿Qué queréis decir?
—Entremos.
La primera persona que encontraron en el interior del edificio fue al auvernés, en mangas de camisa, los puños arremangados, azogando la luna de un espejo.
—¡Hola!—exclamó el doctor,—lo que yo había previsto.
—¿Pero qué?
—Que se azogan las lunas con una capa de mercurio aprisionada bajo una hoja de estaño, ¿comprendéis?
—Todavía no.
—Vuestro animal tiene los brazos embadurnados de mercurio hasta los codos; ¿qué digo? hasta las axilas.
—Mas no veo la relación...
—¿No veis que, siendo vuestra nariz una fracción de su brazo, y poseyendo el oro una deplorable tendencia a amalgamarse con el mercurio, jamás podréis evitar que se os rompan vuestras gafas?
—¡Demontre!
—Tenéis, sin embargo, el recurso de usar gafas con montura de acero.
—Me es lo mismo.
—En ese caso, no corréis peligro alguno, salvo, quizás, algunos accidentes mercuriales.
—¡Ah, no! Prefiero que Romagné trabaje en otra cosa. ¡Ven, Romagné! Deja lo que estás haciendo y vente con nosotros al instante. ¿Quieres acabar de una vez, pedazo de zopenco? ¿No sabes a lo que me expones?
Habiendo acudido el dueño del taller al escuchar el rumor de la conversación, dio el notario su nombre, con tono bastante infatuado, y recordó que él había recomendado a aquel hombre por mediación de su tapicero. M. Taillade respondió que lo recordaba muy bien, y explicole que, para hacerse agradable a M. L'Ambert, y captarse su benevolencia, había promovido al auvernés de peón de albañil a azogador.
—¿Hace quince días de eso?—preguntole el notario.
—Sí, señor, ¿lo sabíais ya?
—¡Demasiado, por desgracia! ¡Ah, señor! ¿cómo puede jugarse con cosas tan sagradas?
-¿Yo...?
—No, nada. Pero por mí, por vos, por la sociedad toda entera, ponedle nuevamente a trabajar de albañil; pero no, mejor será que me lo devolváis; me lo llevaré conmigo. Pagaré lo que sea necesario, pero el tiempo apremia. ¡Prescripción facultativa!... Romagné, amigo mío, es preciso que me sigáis. Habéis hecho vuestra fortuna; ¡cuanto tengo os pertenece!... ¡No! pero venid de todos modos; ¡os juro que no quedaréis descontento de mí!
Y sin dejarle apenas tiempo para cambiarse de traje, llevóselo como arrebata el ave de rapiña a su presa. M. Taillade y sus obreros tomáronle por un loco. El bueno de Romagné levantaba los ojos al cielo, y se preguntaba qué querrían de él otra vez.
Su destino fue decidido durante el camino, mientras él cazaba moscas al lado del cochero.
—Mi querido cliente—decía el doctor al millonario,—es preciso que no perdáis nunca de vista a ese muchacho. Comprendo que le hayáis arrojado de vuestra casa, porque, a decir verdad, su trato no debe ser muy agradable; pero no debisteis alejarle tanto, ni pasar tanto tiempo sin procuraros noticias de él. Alojadle en la calle de Beaune, o en la de la Universidad, próximo a vuestro hotel. Dedicadle a un oficio menos peligroso para vos, o mejor, si queréis, pasadle una pequeña pensión sin darle ningún oficio: si trabaja, se fatiga y se expone. No conozco oficio alguno en que el hombre no exponga su piel ¡es tan fácil, por desgracia, un accidente! Dadle lo suficiente para que pueda vivir sin hacer nada. ¡Guardaos bien, sin embargo, de tenerle en la abundancia! Volvería a beber, y ya sabéis las consecuencias fatales que os reporta a vos ese vicio. Con cien francos al mes, y la casa pagada, creo que tendrá suficiente.
—Tal vez sea demasiado... no porque me parezca la cantidad excesiva, sino porque preferiría darle de comer sin que pudiera emplear un solo céntimo en vino.
—Dadle, pues, cuatro luises, pagados en cuatro plazos: los martes de cada semana.
Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos mensuales, pero el auvernés respondió con desprecio, rascándose la oreja:
—¿Ochenta francos nada menos? ¡Para eso no valía la pena que me arrancaseis de la calle de Sèvres! Allí ganaba tres francos y medio diarios, y enviaba dinero a mi familia. Dejadme trabajar en los espejos, o dadme tres francos y medio.
Y no hubo más remedio que acceder, puesto que era el dueño de la situación.
Pronto comprendió el notario que había adoptado el partido más prudente. El año transcurrió sin accidente alguno. Se pagaba a Romagné todas las semanas, y se le vigilaba diariamente. Vivía honradamente, llevando una existencia tranquila, sin más pasión que el juego de bolos. Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del dichoso millonario.
Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.
—Y bien, amigo mío—le dijo,—¿cuándo celebráis vuestras bodas?
—Pero, señor marqués, si es la primera noticia que tengo sobre ese particular.
—¿Esperáis, por ventura, que os pidan vuestra mano? ¡Al hombre toca hablar, qué demontre! El joven duque de Lignant, un verdadero caballero y un excelente muchacho, no ha esperado a que yo le ofreciese mi hija: ha venido, ha agradado, y se acabó. De hoy en ocho días firmaremos el contrato. Ya sabéis, querido amigo, que es asunto que os atañe. Permitidme que acompañe a esas señoras hasta el coche, y nos acercaremos al círculo. Por el camino hablaremos. Pero cubríos, ¡qué diablo! No había visto que permanecíais con el sombrero en la mano. ¡Cuando menos se piensa se atrapa un resfriado!
El anciano y el joven caminaron del brazo hasta el bulevar, uno hablando y el otro prestándole atención. Y L'Ambert entró en su casa dispuesto a redactar el contrato de matrimonio de la señorita Carlota Augusta de Villemaurin. Pero había pillado un terrible constipado, que no le permitió hacer nada. El acta fue redactada por su oficial mayor, revisada por los encargados de los negocios de ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante cuaderno de papel timbrado, en el que no faltaban más que las firmas.
Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes, trasladose en persona al hotel de Villemaurin, a pesar de una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos de sus órbitas. Sonose las narices por última vez en la antecámara, y los lacayos temblaron en sus asientos cual si hubiesen oído la trompeta del juicio final.
Un criado anunció a M. L'Ambert. Llevaba puestas sus costosas gafas de oro, y sonreía gravemente, cual convenía en semejantes circunstancias.
Con su historiada corbata, sus guantes impecables, sus zapatos de baile, el sombrero debajo del brazo izquierdo, y el contrato en la mano derecha, fue a presentar sus respetos a la marquesa, atravesó con modestia el círculo formado por los que la rodeaban, inclinose ante ella, y le dijo:
—Cheñora marquecha, aquí teneich el contrato de boda de vuechtra cheñorita hija.
La señora de Villemaurin fijó en él sus ojos espantados. Un ligero murmullo elevose entre los circunstantes. M. L'Ambert saludó de nuevo, y añadió:
—¡Dioch mío! cheñora marquecha, que día tan felich va a cher echte para todoch!
Una mano vigorosa asiole por el brazo izquierdo, haciéndole girar sobre sí mismo. Volviose, y reconoció al marqués.
—Mi querido notario—le dijo éste, arrastrándole hasta un rincón,—el carnaval permite indudablemente muchas cosas; pero recordad quien sois, y cambiad de tono si os place.
—Pero, cheñor marquech...
—¡Otra vez!... Ya veis que soy paciente, pero os ruego no abuséis. Excusaos ante la marquesa, leednos el contrato de boda, y buenas noches.
—¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach buenach nochech? ¡Cualquiera diría que he cometido una torpecha, cheñor mío!
El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas a los criados que circulaban por el salón. Entreabriose la puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara:
—¡La servidumbre del señor L'Ambert! Aturdido, confuso, fuera de sí, el pobre millonario salió haciendo reverencias en todas direcciones y no tardó en encontrarse en su carruaje, sin saber por qué ni cómo. Se golpeaba la frente, se arrancaba los cabellos y se pegaba pellizcos en los brazos para despertarse a sí mismo, por si, como creía, era juguete de un sueño. Pero no; no dormía; veía la hora que marcaba su reloj, leía los nombres de las calles, a la claridad de las luces del gas, y reconocía las muestras de los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Qué conveniencias había violado? ¿Qué inconveniencia o qué majadería suya podía haber dado lugar a que le tratasen de aquel modo? Porque, en fin, la duda no era posible: en la casa del señor de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato de matrimonio estaba allí, en su mano! ¡aquel contrato redactado con tan singular esmero, en tan brillante estilo, y cuya lectura no había sido escuchada!
Sin haber podido dar con la solución a aquel problema, encontrose en el patio de su hotel. El rostro de su portero inspiróle una idea luminosa.
—¡Chinguet!—gritó.
El escuálido Singuet no se hizo llamar otra vez.
—Chinguet, te daré chien francoch chi me dichech la verdad; y chien puntapiech chi me ocultach alguna cocha.
Singuet le miró con sorpresa, y sonrió con timidez.
—¡Chonríech, dechalmado! ¿por qué? ¡Contechta encheguida!
—¡Dios mío!—dijo el pobre diablo;—el señor dispensará... que me haya permitido... pero el señor imita perfectamente el acento de Romagné.
—¡El achento de Romagné! ¿quién? ¡yo! ¿Hablo como un auvernech?
—Demasiado lo sabe el señor. Hace ya ocho días de esto.
—¿Pero qué echtach dichiendo, pollino? ¿cómo he de chaber yo una cocha chemejante?
Singuet elevó los ojos al cielo, pensando que su amo se había vuelto loco; pero M. L'Ambert, aparte de aquel maldito acento, gozaba de la plenitud de todas sus facultades. Interrogó por separado a toda su servidumbre, y se persuadió de su desgracia.
—¡Ah, infame aguador!—exclamaba,—¡ah, criminal! Echtoy cheguro de que habrá hecho alguna majadería. Que vayan a buchcarle; pero no, que voy a buchcarle yo michmo.
Corrió a pie hasta la casa de su protegido, subió a saltos hasta el quinto piso, llamó sin lograr despertarle, y, enfurecido y colérico, no encontrando otro expediente, forzó a empujones la puerta de la habitación.
—¡Cheñor L'Ambert!—exclamó Romagné.
—¡Tunante de auvernech!—respondiole el notario.
—¡Cheñor mío!
—¡Chinvergüencha!
Ya eran dos a destrozar el idioma.
La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto de hora, en medio de la mayor algarabía, sin que se aclarase el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima; el otro se defendía diciendo que era inocente.
—Echpérame aquí—dijo, para acabar M. L'Ambert.—M. Bernier, el médico, me dirá echta noche michma lo que hach hecho.
Despertó a M. Bernier, y le refirió, con la consabida che, cuanto le había ocurrido aquella noche.
—Mucho ruido y pocas nueces—le contestó el doctor, riendo de buena gana.
—Romagné es inocente; la culpa es toda vuestra. Permanecisteis con la cabeza descubierta a la salida de los Italianos: de ahí procede todo el mal. Padecéis un fuerte ataque de coriza, y habláis por la nariz: por eso os expresáis en auvernés. Esto es muy lógico. Volved a vuestra casa, aspirad bastante acónito, conservad los pies calientes y la cabeza abrigada y, en lo sucesivo, adoptad toda clase de precauciones contra los constipados, pues ya sabéis cuáles han de ser para vos sus consecuencias.
El desdichado notario regresó a su hotel maldiciendo como un condenado.
—De manera—pensaba;—que mis precauciones resultan infructuosas. Por mucho que me esmere en mantener y vigilar a ese bellaco de aguador, me jugará constantes trastadas, y seré siempre su víctima, sin poderle acusar nunca de nada; ¿a qué entonces, tantos gastos? Se acabó: ya estoy cansado: economizaré su pensión.
Y dicho y hecho. Al día siguiente, cuando el pobre Romagné vino, todavía aturdido, a cobrar la pensión de la semana, lo echó a la calle Singuet, y anunciole que no harían nada por él en lo sucesivo. Encogiose de hombros el auvernés, a fuer de hombre que, sin haber leído las epístolas de Horacio, practica el Nil admirari por instinto. Singuet, que lo quería bien, preguntole a qué pensaba dedicarse, contestándole él que buscaría trabajo. Al fin y al cabo, aquella forzada ociosidad le aburría demasiado.
M. L'Ambert sanó de su coriza y alegrose de haber borrado de su presupuesto la partida correspondiente a Romagné. Ningún otro accidente vino a interrumpir después el curso de su dicha. Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg. ¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban por completo. La bella y avisada muchacha tendiole la mano a la inglesa, y le dijo con desparpajo:
—Negocio concluido. Mis padres están de acuerdo conmigo; ya os daré mis instrucciones para la canastilla de boda. Procuremos abreviar todas las formalidades para poder marcharnos a Italia antes de que termine el invierno.
El amor prestole sus alas. Compró, sin regatear, la canastilla, encomendó a los tapiceros la tarea de alhajar el cuarto de su señora, encargó un coche nuevo, eligió dos caballos alazanes de la más rara belleza, y aligeró la publicación de las amonestaciones. El banquete de despedida de soltero que ofreció a sus camaradas, inscrito está con letras de oro en los fastos del Café Inglés. Sus amantes recibieron su postrer adiós, y sus correspondientes brazaletes, con mal contenida emoción.
Los partes de casamiento anunciaban que la bendición nupcial tendría efecto el día 3 de marzo, a la una en punto, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. Inútil parece advertir que se había colgado el altar y se había engalanado el templo como en las bodas de primera categoría.
El día 3 de marzo, a las ocho de la mañana, despertose espontáncamente L'Ambert, sonrió satisfecho a los primeros rayos del sol que penetraron alegres por su entreabierta ventana, tomó el pañuelo de debajo de la almohada, y se lo llevó a la nariz a fin de esclarecer sus ideas. Pero el pañuelo de batista sólo encontró el vacío: la nariz ya no existía.
El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y maldición! como dicen en las novelas de la antigua escuela. Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay. Correr a su lecho, registrar cobertores y sábanas, mirar por detrás de la cama, sondar los colchones y el somier, sacudir los muebles próximos, y poner patas arriba cuanta cosa había en el cuarto, fue obra de pocos instantes.
¡Pero nada! ¡nada! ¡nada!
Colgose del cordón de la campanilla, pidió auxilio a sus criados y juró echarlos a todos, como a perros, si no encontraban la nariz. ¡Inútil amenaza! La nariz era más imposible de encontrar que la Cámara de 1816.
Dos horas transcurrieron en medio de la agitación, el desorden y el ruido.
Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita gris con botones de oro; la señora de Steimbourg, en traje de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas, que iban y venían y giraban sin cesar en torno de la bella Irma. La blanca novia, embadurnada en polvos de arroz, como un pez antes de ser introducido en la sartén, temblaba de impaciencia y maltrataba a todo el mundo con admirable imparcialidad. Y el alcalde del distrito décimo, con su faja reglamentaria, paseábase por un gran salón vacío preparando una improvisación. Y los mendigos privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a cajas destempladas a dos o tres intrigantes, llegados de no sé dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M. Enrique Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya media hora, en el fumador de su padre, extrañábase de que su querido Alfredo no hubiese llegado aún.
Por fin perdió la paciencia, corrió a la calle de Sartine, y encontró a su futuro cuñado lleno de desesperación y de lágrimas. ¿Qué podía decirle, para consolarle, de semejante desgracia? Paseose largo rato en torno suyo, repitiendo sin cesar:
—¡Demonio! ¡demonio! ¡demonio!
Se hizo referir dos veces el fatal acontecimiento, e intercaló en la conversación algunas sentencias filosóficas.
¡Y el maldito cirujano sin venir! Habían ido a avisarle con urgencia, a su casa, al hospital, a todas partes. Llegó por fin, y comprendió a primera vista que Romagné había muerto.
—Lo sospechaba—exclamó el notario, llorando con mayor amargura, si es posible.—¡Bestia de Romagné! ¡Criminal!
Esta fue la oración fúnebre del desdichado auvernés.
—Y ahora, doctor, ¿qué haremos?
—Buscar otro Romagné, y repetir la operación; pero ya habéis experimentado los inconvenientes de este sistema, y, si queréis creerme, será mucho mejor que recurramos al método indio.
—¿A cortarme la piel de la frente? ¡eso jamás! Prefiero mandarme hacer una nariz de plata.
—Hoy día se fabrican bien elegantes, por cierto—dijo el doctor.
—Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano a un inválido con la nariz de plata. Enrique, amigo mío, ¿qué os parece?
Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió. Fuese a comunicar la noticia a su familia y a recibir órdenes de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la desgracia de su prometido.
—¿Os imagináis—exclamó,—que me caso con el notario por su cara? ¡Para eso me hubiera casado con mi primo Rodrigo, que, aunque menos rico, es mucho más guapo que él! Doy mi mano a M. L'Ambert porque es un hombre galante, que ocupa una posición envidiable en el gran mundo; por su carácter, sus caballos, su hotel, su talento, su sastre; todo en él me agrada y me encanta. Por otra parte, ya estoy vestida de novia, y, de no verificarse el matrimonio, padecería mi reputación. Corramos a su casa, madre mía; ¡lo aceptaré tal cual es!
Pero cuando se halló presencia del mutilado, cesaron sus entusiasmos. Desplomose desmayada, y, cuando recobró el conocimiento, rompió a llorar copiosamente.
En medio de sus sollozos, oyose un grito que parecía partir de lo más profundo del alma:
—¡Oh, Rodrigo!—exclamó,—¡que injusta he sido contigo!
M. L'Ambert permaneció soltero. Hízose fabricar una nariz de plata esmaltada, cedió su bufete a su oficial mayor, y compró una casita, de modesta apariencia, cerca de los Inválidos. Algunos buenos amigos alegraron su morada. Proveyose de una bodega abundante y bien surtida, y se consoló como pudo. Las botellas más preciadas de Château-Yquen, y las mejores cosechas de la hacienda Vougeot son para él.
—Poseo un privilegio sobre todos los demás hombres—suele decir a veces, bromeando;—¡puedo beber cuanto me venga en gana sin que se me enrojezca la nariz!
Ha permanecido fiel siempre a sus principios políticos: lee los buenos periódicos, y hace votos por el triunfo de Chiavone; pero no le envía dinero. El placer de amontonar luises le produce una dicha incalculable. Vive entre dos vinos y entre dos millones.
Una noche de la semana pasada, en que caminaba despacio, con el bastón en la mano, por una de las aceras de la calle de Eblé, lanzó inopinadamente un grito de sorpresa. ¡La sombra de Romagné, vestido de pana azul, habíase erguido ante él!
¿Era realmente su sombra? Las sombras no llevan nada, y ésta llevaba una cesta en la extremidad de un palo.
—¡Romagné!—gritole el notario.
El otro levantó la mirada, y respondió con su voz reposada y tranquila:
—¡Buenach nochech, cheñor L'Ambert!
—¡Hablas, luego vives!—dijo éste.
—Chiertamente que vivo.
—¡Miserable!... ¿qué has hecho de mi nariz?
Y, mientras se expresaba de este modo, habíale agarrado por el cuello, y lo sacudía bruscamente.
El auvernés desasiose con trabajo, y le dijo:
—¡Dejadme, por piedad, que no puedo defenderme! ¿No obchervaich que choy manco? Cuando me chuprimichteich la penchión, coloquéme en el taller de un mecánico, y hube de dejarme el brazo tomado en un engranaje!
FIN
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