XII

LA GUERRA

El día 8 de septiembre, Germana, que había sido condenada sin apelación por la ciencia, equivocó a los médicos y a sus amigos, y empezó a convalecer. La fiebre que la devoraba remitió en pocas horas como esas grandes tormentas de los trópicos que arrancan de raíz los árboles, derriban las casas, conmueven las montañas, y un rayo de sol detiene en medio de su carrera.

Esta feliz revolución se operó tan bruscamente, que el señor Gómez y la condesa no daban crédito a la realidad. Aunque el hombre se habitúa antes a la dicha que al dolor, sus corazones permanecieron varios días en suspenso. Temían ser víctimas de una ilusión; no se atrevían a felicitarse de un milagro tan poco esperado, y se preguntaban si esa apariencia de curación no era el supremo esfuerzo de un ser que se aferra a la vida, el postrer relámpago de una lámpara que se apaga.

Pero el doctor Le Bris y el señor Delviniotis comprobaron por señales inequívocas que los males de aquel pobre cuerpo habían terminado. La inflamación reparó en ocho días todos los destrozos de una larga enfermedad; la crisis había salvado a Germana; el terremoto había vuelto a poner la casa sobre su base.

A la joven le parecía naturalísimo vivir y haber curado. Gracias al delirio producido por la fiebre, pasó junto a la muerte sin darse cuenta, y la violencia del mal le había quitado la conciencia del peligro. Despertó como un niño sobre el brocal de un pozo, sin medir la profundidad del abismo. Cuando le dijeron que había estado a punto de morir y que sus amigos desconfiaban de salvarla, quedó muy sorprendida. No sabía de cuán lejos regresaba. Y al prometerle que viviría mucho tiempo y que ya no sufriría, miró con ternura al crucifijo de marfil que tenía sobre la cabecera de su cama y dijo con una alegría dulce y confiada:

—El Señor me debía eso; ya he pasado el purgatorio.

En poco tiempo recobró las fuerzas, y no tardó en florecer la juventud en sus mejillas. Se habría dicho que la Naturaleza se apresuraba en adornarla para la dicha. Entró en posesión de la vida con la alegría impetuosa de un pretendiente que de un salto se encarama sobre el trono de sus padres. Habría querido estar en un mismo momento en todos lados, gozar a un mismo tiempo de todos los placeres que le habían sido devueltos, del movimiento y del reposo, de la soledad y de la compañía, de la claridad deslumbradora de los días y del suave resplandor de las noches. Sus manecitas se aferraban con delicia a todo cuanto la rodeaba. Abrumaba con sus caricias a su marido, a su suegra, al niño, a sus amigos. Sentía la necesidad de manifestar su dicha en mil ternuras. A veces lloraba sin motivo. Pero eran lágrimas dulces. El pequeño Gómez con sus besos las enjugaba en el borde de sus ojos, como los pajaritos beben el rocío en el cáliz de una flor.

Todo es causa de placer para los convalecientes. Las funciones más indiferentes de la vida constituyen una fuente de delicias inefables para el que ha visto próxima la muerte. Todos sus sentidos vibran al menor contacto del mundo exterior. El calor del sol les parece más dulce que un manto de armiño; la luz alegra sus ojos como una caricia, el perfume de las flores le embriaga, los rumores de la Naturaleza llegan a su oído como una suave melodía, y el pan le parece bueno.

Los que habían compartido los sufrimientos de Germana, se sentían renacer con ella. Su convalecencia restableció prontamente a todos los que estuvieron asociados a sus dolores. A su alrededor ya no hubo señales de preocupación, y la alegría hizo palpitar a todos los corazones al unísono. Quedaron olvidadas todas las fatigas y todas las angustias; la dicha reinó en el hogar; el primer día bueno borró de todos los rostros la huella de las vigilias y de las lágrimas. Los huéspedes de la villa Dandolo no pensaban en regresar a sus casas. Unidos por la felicidad, como lo habían estado por la inquietud, se agrupaban alrededor de Germana, como una familia bien avenida alrededor de un niño mimado. El día en que le escribieron a la duquesa de La Tour de Embleuse, para comunicarle la salvación de su hija, cada uno quiso ponerle algo en la carta a la venturosa madre, y la pluma fue pasando de mano en mano. Esta carta llegó a París el 22 de septiembre, dos días después del eclipse del anciano duque.

La señora Chermidy y su inseparable le Tas desembarcaron el 24 por la noche en la ciudad de Corfú. La viuda del comandante había hecho las maletas a toda prisa. Apenas si tomó el tiempo preciso para reunir cien mil francos para el salario de Mantoux y gastos imprevistos. Le Tas le aconsejó que aguardase en París noticias más positivas; pero se cree con tanto gusto lo que se desea, que la señora Chermidy ya daba a Germana por enterrada.

De Trieste a Corfú hizo el viaje en el puente con los gemelos siempre en la mano, para ser la primera en anunciar la tierra. Hubiera querido detener a todos los barcos que pasaban a la vista, para preguntarles si no llevaban carta para ella. Se informó si llegarían por la mañana, pues no se sentía con fuerzas para pasar una noche más en la espera y tenía el propósito de dirigirse inmediatamente a la villa Dandolo. Su impaciencia se revelaba hasta el punto de que los pasajeros de primera la designaban con el nombre de la heredera, y en voz baja se decía que iba a Corfú a incautarse de una herencia cuantiosa.

Hizo bastante mala mar durante dos días, y todo el pasaje se mareó a excepción de la heredera de Germana, que no tenía tiempo para notar los vaivenes del barco. Quizás ni aun sus pies tocaban la cubierta del vapor. Tal era su ligereza que volaba en vez de marchar, y cuando por casualidad se dormía soñaba que nadaba en el aire.

Cuando el buque fondeó en el puerto era noche cerrada, y ya habían dado las nueve cuando los pasajeros y sus equipajes llegaron a tierra. La vista de las lucecitas diseminadas que brillaban aquí y acullá en la ciudad, produjo un efecto desagradable a la señora Chermidy. Al llegar al término de un viaje, la esperanza que nos había llevado hasta allí con sus alas nos falta, y caemos rudamente sobre la realidad. Lo que nos parecía más seguro queda velado por la duda; no contamos ya con nada y empezamos a esperarlo todo. Nos sobrecoge el frío, sea cual fuere el ardor de las pasiones que nos animan; nos sentimos inclinados a creer lo peor, nos pesa haber emprendido el viaje y quisiéramos retroceder.

La impresión es tanto más penosa cuando ya no estamos solos y llegamos a un país menos conocido. Si nadie nos espera en el puerto y nos vemos abandonados entre las garras de esos faquines políglotas que zumban alrededor de los viajeros, nuestro primer sentimiento es una mezcla de desprecio, repugnancia y desaliento. La señora Chermidy llegó muy disgustada al hotel de Trafalgar.

Esperaba enterarse a su llegada de la muerte de Germana, y lo primero de que se enteró fue de que la lengua francesa no está muy extendida en los hoteles de Corfú, y como entre la señora Chermidy y le Tas no poseían más lengua extranjera que el provenzal, no hay que decir que con ella tampoco adelantaban nada. Les fue preciso recurrir a un intérprete, y cenar mientras lo esperaban. El intérprete llegó cuando el dueño del hotel ya se había acostado, y hubo de levantarse gruñendo y protestando de que se le molestase para asuntos que nada le importaban. Le eran desconocidos los señores de Villanera, y le parecía dudoso que hubiesen estado en la isla, pues todos los viajeros distinguidos se hospedaban en Trafalgar Hotel. No se podía suponer que si los señores de Villanera eran «gente bien» se hubiesen ido a otra parte. El hotel de Inglaterra, el de Albión, el Victoria, eran establecimientos de último orden, indignos de hospedar a los señores de Villanera.

Dicho esto, el hotelero se acostó, y el intérprete ofreció ir en seguida en busca de informes. Estuvo ausente una gran parte de la noche, y le Tas se durmió esperándole. La señora Chermidy tascó el freno, no sin que más de una vez encontrara sorprendente que una persona que tenía cien mil francos en su poder no pudiese adquirir una noticia tan sencilla. Despertó a la pobre le Tas que ya no podía más, y ésta le aconsejó que durmiera y no se pudriera la sangre.

—Ya comprendes—le dijo—que si la pequeña ha emprendido el viaje al otro mundo, no se habrán entretenido en colgar la población de negro. No sabremos nada hasta que vayamos al campo. Todos deben conocer la villa Dandolo. Acuéstate tranquilamente, y mañana será otro día. ¿A qué te expones? Con seguridad que si ha muerto no resucitará esta noche.

Iba la señora Chermidy a seguir el consejo de su prima, cuando el comisionista del hotel llegó con gran alboroto a comunicarle que los señores de Villanera habían desembarcado en la isla en el mes de abril, con su médico y toda la servidumbre; que los habían llevado a la villa Dandolo, y que debía haber muerto hacía ya tiempo si es que no se encontraba mejor a estas horas. La viuda, impaciente, puso al empleado en la puerta, se echó luego sobre la cama y durmió bastante mal.

A la mañana siguiente tomó un coche y se hizo llevar a la villa Dandolo. El cochero no supo decirle lo que le interesaba, y los campesinos que encontró en el camino oyeron sus preguntas sin comprenderlas. Todas las casas que veía se le antojaban la villa Dandolo, pues en realidad se parecen mucho unas a otras en la isla. Cuando el cochero le señaló un tejado de pizarras oculto entre los árboles, se apretó el corazón con ambas manos. Consultaba con gran atención la fisonomía del paisaje para ver si le anunciaba la gran noticia que ardía en deseos de conocer. Desgraciadamente los jardines, los caminos y los bosques son testigos impasibles de nuestras alegrías y de nuestros dolores. Si se interesan por nuestra muerte, lo disimulan admirablemente, pues los árboles del parque no se visten de luto por la muerte de su dueño.

La señora Chermidy paladeaba la lentitud de los caballos. Habría querido subir al galope la escalinata que conducía a la villa. No podía contenerse; iba de una ventanilla a la otra, interrogando la casa y los campos y buscando una figura humana. Por fin saltó a tierra, corrió hacia la villa, encontró todas las puertas abiertas y no vio a nadie. Retrocedió y penetró en el jardín del Norte; estaba desierto. Una puertecita y una escalerilla llevaban al jardín del Mediodía. Se lanzó por ella y se aventuró por las avenidas.

A la sombra de un corpulento naranjo, por el lado de la playa, divisó a una mujer vestida de blanco, que se paseaba con un libro en la mano. Estaba demasiado lejos para reconocerla, pero el color del vestido le dio que pensar. No se llevan trajes blancos en una casa donde hay luto. Todas las observaciones que había hecho durante cinco minutos combatían en su espíritu. El abandono casi absoluto de la villa podía hacer creer en la muerte de Germana; las puertas abiertas, los criados ausentes, los dueños en viaje, pero, ¿para dónde? Quizás para París. Mas, ¿cómo no sabían nada en la ciudad? ¿Habría curado Germana? Imposible en tan poco tiempo. ¿Estaba todavía enferma? En ese caso la cuidarían y no dejarían las puertas abiertas. No se atrevía a aproximarse a la paseante blanca, cuando de pronto un niño entró corriendo en la avenida y se perdió entre los árboles, como un conejo asustado que atraviesa un sendero del bosque. Reconoció en aquel niño a su hijo y recobró su audacia.

—¿Qué es lo que temo?—pensó—. Nadie tiene derecho a echarme de aquí. Que esa mujer viva o que haya muerto, soy madre y vengo a ver a mi hijo.

Dirigiose rectamente hacia el niño. El pequeño Gómez sintió miedo al ver a aquella mujer enlutada, y escapó corriendo hacia su madre. La señora Chermidy dio algunos pasos tras él y se detuvo en seguida en presencia de Germana.

Germana se hallaba sola en el jardín con el marqués de los Montes de Hierro. Sus huéspedes acababan de despedirse de ella; la condesa y su hijo habían ido a acompañar a la señora de Vitré; el doctor se marchó a la ciudad con los Dandolo y Delviniotis. La casa estaba en poder de los criados, que dormían la siesta, según costumbre, donde el sueño los había sorprendido.

La señora Chermidy reconoció a la primera ojeada a la mujer que sólo una vez había visto, y a la que no esperaba encontrar en este mundo. No obstante su serenidad y estar dotada por la Naturaleza de un alma bien templada, retrocedió un paso largo, como el soldado que ve hundirse el puente que él iba a atravesar. No era mujer que se alimentase de quimeras; comprendió su posición y de un salto llegó hasta las últimas consecuencias. Vio a su rival curada y bien curada, a su amante confiscado, su hijo en manos de otra y su porvenir estropeado. La caída fue tanto más ruda cuanto que la hermosa ambiciosa caía de lo más alto. Después de haber amontonado montaña sobre montaña hasta las puertas del cielo, los titanes de la fábula no sintieron más duramente el rayo que los aniquilaba.

El odio que la viuda sentía por la joven condesa desde el día en que había empezado a temerla se elevó súbitamente a proporciones colosales, como esos árboles de teatro que el maquinista hace brotar del suelo y subir hasta los frisos. La primera idea que atravesó su mente fue la de un crimen. En sus músculos sintió estremecerse una fuerza centuplicada por la rabia. Preguntose por qué con sus manos no rompía el obstáculo tan sutil que la separaba de su dicha, y por un instante fue la hermana de aquellas Thyades que desgarraban en pedazos los leones y los tigres vivos. Se arrepintió de haber dejado olvidado en el hotel Trafalgar un puñal corso, joya terrible, que en todos lados colocaba sobre el ábaco de la chimenea. La hoja era azul como el muelle de un reloj, larga y flexible como la ballena de un corsé; la empuñadura era de ébano con incrustaciones de plata, y la vaina de platino grabado. Con el pensamiento corrió hasta esa arma familiar, la empuñó con la imaginación y la acarició. Pensó en seguida en el mar que batía muellemente la ladera del jardín. Nada más fácil ni más tentador que llevar hasta allí a Germana, como el águila se lleva a un cordero blanco por el aire, y tenderla bajo tres pies de agua, ahogar sus gritos bajo las olas y comprimir sus esfuerzos hasta el momento en que una convulsión postrera hiciera una nueva condesa de Villanera.

Afortunadamente la distancia es mayor entre el pensamiento y la acción que entre los brazos y la cabeza. Además el pequeño Gómez estaba allí y su presencia quizás salvó la vida de Germana. Más de una vez, para paralizar una mano criminal, basta la mirada límpida de un niño. Los seres más pervertidos experimentan un respeto involuntario ante esa edad sagrada y aun más augusta que la vejez. La vejez es como un agua en reposo que ha dejado caer al fondo todas las impurezas de la vida; la infamia es una fuente escapada de la montaña: se la agita sin enturbiarla, porque es pura hasta el fondo. Los ancianos poseen la ciencia del bien y del mal; la ignorancia de los niños es como la nieve inmaculada de la Jungfrau que nada ha mancillado, ni aun la huella del pie de un pájaro.

La señora Chermidy, concibió, acarició, debatió y rechazó la idea de un crimen mientras cerraba la sombrilla y saludaba a Germana, que no la conocía.

Germana la acogió con esa gracia y esa cordialidad que es privativa de los venturosos en el mundo. La visita de una desconocida no tenía para ella nada de sorprendente. Casi diariamente recibía personas de la vecindad que se habían interesado por su curación y que iban a felicitarla por haber recobrado la salud. La viuda inició la conversación con unas cuantas palabras incoherentes que daban idea del tumulto de sus pensamientos.

—Señora—le dijo—, usted no esperaba seguramente... yo tampoco esperaba... Si hubiese sabido... Acabo de llegar de París, señora. Su señor padre, el duque de La Tour de Embleuse, que me honra con su amistad...

—¿Usted conoce a mi padre, señora?—interrumpió vivamente Germana—. ¿Hace poco que lo ha visto usted?

—Hace ocho días.

—Permítame, pues, que la bese. ¡Mi pobre padre! ¿Cómo está? Nos escribe rara vez. Deme noticias de mi madre.

La señora Chermidy se mordió los labios.

—No esperaba, señora—dijo sin contestar a la pregunta—, encontrarla tan bien. La última carta que el señor duque recibió de Corfú...

—Sí, efectivamente, señora; había llegado ya al último extremo, pero no me han querido en el cielo. Pero siéntese a mi lado. A la hora presente mi padre y mi madre ya estarán tranquilos. ¡Oh, estoy completamente restablecida! Debe conocerse, ¿no es verdad? Míreme usted bien.

—Sí, señora. Por lo que en París nos dijeron, ha sido un milagro.

—Un milagro del cariño y del amor, señora. ¡La condesa, mi madre, es tan buena! ¡Mi marido me quiere tanto!

—¡Ah!... ¡Qué niño tan lindo ése que juega allí bajó! ¿Es de usted, señora?

Germana se levantó del banco, miró a la viuda y retrocedió atemorizada, como si hubiese pisado una serpiente.

—¡Señora!—dijo a la desconocida—, usted es la señora Chermidy.

Esta se levantó a su vez y avanzó hacia Germana como para pasar sobre su cuerpo y contestó:

—Sí, soy la madre del marqués y la esposa, ante Dios, de don Diego. ¿En qué me ha reconocido?

—Por el tono con que ha hablado del niño.

Fue dicho esto tan dulcemente, que la señora Chermidy se sintió sobrecogida por un sentimiento extraño. La cólera, la sorpresa y todas las emociones que la ahogaban, se resolvieron en un hondo sollozo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Germana ignoraba que se llorase de rabia. Compadeció a su enemiga y exclamó ingenuamente:

—¡Pobre mujer!

Las dos lágrimas se secaron instantáneamente, como las gotas de lluvia que caen en un cráter.

—¡Pobre mujer, yo!—replicó con dureza la señora Chermidy—. ¡Bueno, sí, soy digna de compasión porque he sido engañada, porque han abusado de mi buena fe, porque el cielo y la tierra unidos han conspirado para traicionarme, porque me han robado un nombre, una fortuna, al hombre que yo amaba y al hijo al que di vida entre dolores y sollozos!

Germana quedó sobrecogida de espanto ante aquella explosión de ira, y sus ojos se volvieron hacia la casa como en demanda de auxilio.

—Señora—dijo temblorosa—, si para eso ha venido usted a mi casa...

—¡A su casa! ¿No llama usted a sus criados para hacerme arrojar de su casa? ¡Realmente, es curioso que sea yo quien esté en su casa de usted! ¡Pero si usted no tiene nada que no proceda de mí! ¡Su marido, su hijo, su fortuna y hasta el mismo aire que respira, todo procede de mí, todo me pertenece, todo lo tiene usted en depósito porque yo se lo he confiado; me lo debe usted todo y nunca me reembolsará! Usted vegetaba en París sobre un mal camastro; los médicos la habían desahuciado, no le quedaban ni tres meses de vida, ¡así me lo habían prometido! ¡Su padre y su madre de usted se morían de hambre! Sin mí, la familia de La Tour de Embleuse no sería más que un montón de polvo en la fosa común. ¡Yo se lo he dado a usted todo, padre, madre, marido, hijo y la vida, y se atreve usted a decirme en mi cara que estoy en su casa! ¡Es preciso ser bien ingrata!

Era difícil contestar a esta elocuencia salvaje. Germana cruzó los brazos sobre el pecho y dijo:

—Señora, en vano sondeo mi conciencia; no me puedo encontrar culpable de nada como no sea de haber curado. Jamás he contraído ningún compromiso con usted, por la sencilla razón de que ésta es la primera vez que la veo. Cierto es que sin usted hace tiempo que me hubiese muerto; pero si usted me ha salvado ha sido sin querer, y la prueba mejor es que acaba de reprocharme el aire que respiro. ¿Ha sido usted la que me dio por esposa al conde de Villanera? Es posible. Pero me eligió usted porque me creía condenada a muerte sin remedio. Por eso no le debo ninguna gratitud. Ahora, ¿qué puedo hacer para serle útil? Estoy dispuesta a todo, menos a morir.

—Yo no le pido nada; no quiero nada; no espero nada.

—¿Entonces qué ha venido a hacer usted aquí?... ¡Dios mío! ¡Me creía usted enferma y esperaba encontrarme muerta!

—Estaba en mi derecho. Pero he debido tomar informes respecto a su familia: ¡los La Tour de Embleuse no han pagado nunca sus deudas!

Al oír esta grosería, Germana perdió la paciencia y replicó:

—Señora, ya está usted viendo que me encuentro bien. Puesto que únicamente había venido para enterrarme, su misión ha terminado, y nada tiene ya que hacer aquí.

La señora Chermidy se instaló resueltamente en el banco de piedra diciendo:

—No me iré sin haber visto a don Diego.

—¡Don Diego!—exclamó la convaleciente—. ¡No lo verá usted! No quiero que él la vea. Escúcheme atentamente, señora. Estoy aún muy débil, pero encontraré las fuerzas de las leonas para defender mi felicidad. No es que yo dude de él: es bueno, me quiere como a una hermana y no tardará en quererme como a esposa. Pero no quiero que su corazón se desgarre entre lo pasado y lo porvenir. Sería odioso obligarle a elegir entre nosotras. Además, usted debe de haber comprendido que ya ha hecho su elección, puesto que no le ha escrito más.

—¡Criatura! ¡No has podido conocer lo que es el amor en medio de las tisanas! ¡No sabes el imperio que tomamos sobre el hombre a fuerza de hacerlo dichoso! No has visto los hilos de oro, más finos y más tupidos que los de la tela de araña, que tejemos alrededor de su corazón! No he venido sin armas a declararte la guerra. Traigo conmigo el recuerdo de tres años de pasión satisfecha y nunca saciada. Eres libre de oponer a todo eso tus besos fraternales y tus caricias de colegiala. ¿Quizás crees que has apagado el fuego que yo encendí? ¡Espera que yo sople en él, y verás qué incendio!

—Usted no le hablará. Si él fuera bastante débil para acceder a esa fatal entrevista, su madre y yo sabríamos impedirlo.

—¡Bastante me preocupo yo de su madre! Tengo derechos sobre él yo también, y los haré valer.

—No sé qué derechos pueda alegar una mujer que se ha comportado como usted, pero sé que la Iglesia y la ley me han dado al conde de Villanera el día en que ellas me dieron a él.

—Oiga usted; le abandono el libre dominio de todos los bienes que usted posee. Viva, sea dichosa y rica; haga la felicidad de su familia, cuide de sus padres en sus últimos días, pero déjeme a don Diego. Nada es para usted todavía, según usted mismo me ha confesado. No ha sido su esposo, ha sido su médico, su enfermero, el ayudante del doctor Le Bris.

—Es todo para mí, señora, puesto que le amo.

—¡Ah, es así! Pues bien, cambiemos de nota. ¡Devuélvame a mi hijo! Es mío; y supongo que convendrá usted en ello. Cuando se lo cedí, puse condiciones. Como usted no ha cumplido su palabra yo retiro la mía.

—Señora—respondió Germana—, si usted quisiera a ese niño no pensaría en despojarlo de su nombre y su fortuna.

—¡No me importa! Lo quiero para mí, como todas las madres. Prefiero tener un bastardo a quien besar todas las mañanas, que oír a un marqués que le llame a usted mamá.

—Sé—repuso Germana—que el niño era de usted; pero usted lo dio. Ni usted puede reclamarlo ni menos yo entregárselo.

—Lo pediré ante los tribunales. Revelaré el misterio de su nacimiento. Nada arriesgo al presente: mi marido ha muerto, y ya no me matará.

—Perderá usted el pleito.

—Pero lograré armar un gran escándalo. ¡Ah, la señora de Villanera tiene en mucho su nombre! ¡Se han cometido infamias para el mayor lustre del apellido de los Villanera! Le aferraré por las orejas a ese título que Italia disputa a España! ¡Lo arrastraré del juzgado de primera instancia al más alto tribunal; haré que lo impriman en todos los periódicos; será la comidilla de las tabernas de París; lo haré publicar en las Pequeñas causas célebres, y la condesa vieja reventará de rabia! ¡Y ya pueden decir los abogados y sentenciar los jueces! Perderé el pleito, pero todos los futuros Villanera estarán tachados de Chermidy!

Hablaba con tal calor que su discurso llamó la atención del marqués. Se hallaba a diez pasos de distancia, gravemente ocupado en plantar ramas en la arena para hacer un jardincito. Abandonó su tarea y fue a colocarse delante de la señora Chermidy, con un bracito en jarras. Al verle aproximar, Germana dijo a la viuda:

—Preciso es, señora, que la pasión la extravíe, pues hace una hora que está reclamando al niño, y todavía no se le ha ocurrido besarlo.

El marqués presentole la mejilla sin el menor entusiasmo, y dijo a su terrible madre, en esa media lengua propia de los niños de su edad:

—Señora, ¿qué le dices a mamá?

—Marqués—respondió Germana—, esta señora quiere llevarte a París. ¿Quieres irte con ella?

Por toda contestación el niño se echó en brazos de Germana, y dirigió una mirada de recelo a la señora Chermidy.

—Le queremos todos—dijo Germana.

—Usted también, señora. Es una habilidad.

—Es natural. Se le parece mucho a su padre.

—Mírame bien—dijo la viuda a su hijo—. ¿No me reconoces?

—No.

—Soy tu madre.

—No.

—¡Tú eres mi hijo, mi hijo!

—No eres tú, es mamá Germana.

—¿No tienes otra madre?

—Sí; mamá Nera. Está en casa mamá Vitré.

—Para él todas son madres suyas menos yo. ¿No recuerdas haberme visto en París?

—¿Qué es París?

—Yo te daba bombones.

—¿Dónde están tus bombones?

—Vamos, los niños son hombres pequeños; la ingratitud les brota con los dientes. Marqués de los Montes de Hierro, escúchame bien. Todas esas mamás son las que te han criado. Yo soy tu verdadera madre, la única madre, la que te ha dado el ser.

El niño sólo comprendió que aquella señora le reñía, y se echó a llorar amargamente costando gran trabajo consolarlo a Germana.

—Ya ve usted, señora—dijo ésta a la viuda—, que nadie la retiene aquí, ni aun el marqués.

—He aquí mi ultimátum—respondió la señora Chermidy altivamente.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor Le Bris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en una ventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cochero de la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa, lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora. Recorrió la casa, puso en pie a todos los dormilones que hallaba en su camino y bajó las escaleras del jardín de cuatro en cuatro peldaños.

No pensaba el doctor que la señora Chermidy fuese capaz de cometer un crimen; pero, sin embargo, dejó escapar un suspiro de satisfacción al encontrar a Germana como la había dejado. Le tomó el pulso antes de decir palabra y luego habló.

—Condesa, está usted un poco agitada—manifestó—, y creo que la soledad le será conveniente. Descanse usted si le parece, mientras yo acompaño a la señora hasta su coche.

Dictó la orden sonriendo, pero con un tono tan autoritario que la señora Chermidy aceptó su brazo sin replicar.

Cuando hubieron dado juntos algunos pasos añadió el doctor:

—¡Cómo, mi linda cliente! ¡Supongo que no tiene usted la intención de estropear mi obra! ¿Qué diablo viene usted a hacer aquí?

—¿Qué carta es ésa, pues—contestó la viuda ingenuamente—, que ha escrito usted al duque?

—¡Ah, ya comprendo! Con efecto, pasamos una semana difícil; pero el buen tiempo ha reaparecido.

—¿No queda ningún recurso, llave de los corazones?

—Ninguno, como no me muera.

—¿Y qué va usted ganando?

—La satisfacción del deber cumplido. Es una hermosa curación; como ésa no se cuentan por docenas.

—Mi pobre amigo, dicen que usted hará carrera; yo me temo que no pasará de vegetar toda su vida. Las personas de talento son a veces bastante estúpidas.

—¡Qué se le va a hacer! No se puede contentar a todo el mundo. La Fontaine ha dicho eso en verso, no recuerdo dónde.

—¿Qué va a ser de mí? Lo pierdo todo.

—¿Cree usted?

—Sin duda.

—Los millones, pues, para usted no son nada. Usted es mujer precavida, y ha ido siempre a lo práctico.

—¿Esa opinión es la de usted?

—La mía y la de otros.

—¿La de don Diego, acaso?

—Es posible.

—Pues es bien injusto. Por nada le devolvería lo que me ha dado.

—Ya sabe usted que él no lo tomará. Adiós, señora.

—¿Sigue usted teniendo a ese Mateo que el duque le envió de París?

—Sí; ¿por qué?

—Porque ya le he dicho que desconfíe de él.

—Por mí no le han despedido.

La señora Chermidy regresó precipitadamente a la ciudad. Su retirada parecía una derrota, y le Tas, que esperaba noticias en la ventana, adivinó en seguida lo que ocurría. Así que la viuda llegó a su habitación exclamó:

—¡Maldita jornada!

—¿Se ha salvado?

—Está curada. No he podido ver al conde, ni creo verlo, y Le Bris casi me ha puesto en la calle.

—Si éste encuentra su clientela, pierdo el nombre que llevo. Ya puedes hacer, amigo, lo que quieras, pero nunca serás más que un imbécil.

—O un bribón. Nos ha engañado como todos los demás.

—¿De quién fiarse, gran Dios, si no se puede contar con un ex presidiario?... Después de esto, le habrán puesto quizás en la puerta.

—No, aun está en la casa.

—Entonces aun hay remedio. Yo le hablaré. Hay que jugarse el todo por el todo.

—¡Vamos, pues! Es necesario que vea a don Diego.

—¿Y cómo le verás?

—Alquilaré cualquier casa por allá.

—Vamos. Estoy segura de que si llegas a tenerle bajo tus ojos, harás de él lo que quieras. ¡Estás soberbia!

—Es la cólera. Le he reclamado el pequeño, y les he amenazado con un proceso. Tendrá miedo y vendrá.

—¡Si viene, lo robas!

—¡Como a una pluma!

—Quizás has hecho mal en hablar de proceso. Es demasiado orgulloso para ceder por ese procedimiento. Atacar a un español por las amenazas, es lo mismo que acariciar a un lobo a contrapelo.

—Si las amenazas no sirven para nada, tengo otra idea. Hago testamento en favor del marqués, le devuelvo sus millones hasta el último céntimo y después me mato.

—¡Vaya una idea! ¡Muy bonita! ¿Y qué habrás adelantado con eso?

—¡No seas tonta! Me mataré sin hacerme daño. El testamento demostrará que no tengo apego al dinero; el puñal, que tampoco se lo tengo a la vida, pero no me mataré hasta el momento en que vaya a abrir la puerta.

Le Tas encontró la invención excelente, aunque no fuese precisamente nueva.

—¡Bueno!—dijo—; es, únicamente, un caballero andante; no tolerará que la mujer a quien ha amado se dé muerte por sus hermosos ojos. ¡Son tan bestias los hombres! ¡Si yo fuese tan bonita como tú, los haría correr!

—Mientras tanto, hija mía, seremos nosotras las que corramos; y desde mañana mismo.

—¡Pues bien, sí! ¡en marcha!

Al día siguiente, las dos mujeres, escoltadas por un mozo de cuerda, se hicieron conducir al sur de la isla. Allí, en las inmediaciones de la villa Dandolo, encontraron una linda casita para vender o alquilar, con su verja y todo. Era la misma que la señora de Villanera había elegido para el señor de La Tour de Embleuse, en el caso en que éste se decidiese a pasar el verano en Corfú. Era el castillo en el aire del pobre Mantoux, llamado Poca Suerte. La casa fue alquilada el 24 de septiembre, amueblada el 25 y ocupada el 26 por la mañana. Así se lo hicieron saber a don Diego.

El conde pasaba un verdadero suplicio desde hacía tres días. Germana le contó la visita que había recibido. La pobre niña no sabía el efecto que le produciría aquella noticia y, sin embargo, quiso ser ella quien se la diese. Al anunciar a don Diego la noticia de la llegada de su antigua amante, se aseguraba en un instante de si estaba bien curado de su amor. Un hombre sorprendido no tiene tiempo de disimular y la primera impresión que se lee en su cara es la verdadera. Germana se jugaba el todo por el todo sometiendo a su marido a semejante prueba. Un relámpago de alegría en los ojos del conde la habría matado más seguramente que un pistoletazo. Pero las mujeres son así, y su amor heroico prefiere un peligro seguro a una dicha incierta.

El señor de Villanera estaba bien curado, porque se enteró de aquella noticia como el que recibe una impresión desagradable. Su frente se veló de una tristeza que no tenía nada de exagerada, porque era sincera. No se mostró ni indignado ni escandalizado, porque el paso de la señora Chermidy, impertinente a los ojos de todos, era bien excusable para él. No hizo el gesto de desagrado de un gobernador de provincia al que dicen que el enemigo ha hecho una incursión en su territorio; demostró el disgusto de un hombre al que un accidente previsto viene a turbar en su felicidad.

Germana no pudo repetirle sin un poco de cólera las palabras insolentes de aquella mujer y sus monstruosas pretensiones. El doctor hizo coro con ella y la anciana condesa lamentó altamente no haber estado allí para arrojar a aquella desvergonzada a la puerta o al mar; el mar era una de las puertas del jardín. Pero don Diego, en lugar de unirse a las protestas de toda la familia, se aplicó a calmar ánimos y a vendar heridas. Defendió a su antigua querida o, mejor dicho, la compadeció como un hombre galante que ya no ama, pero que se cree amado aún. Llenó este dulce deber con una tal delicadeza, que Germana aun quedó agradecida, porque apreció una vez más la rectitud y la firmeza de su alma. Además, si le permitía al conde dar su compasión a la señora Chermidy, es porque estaba bien segura de poseer todo su amor.

La condesa era bastante menos tolerante. La reivindicación del niño y la amenaza de un proceso escandaloso, la habían exasperado. No se conformaba con menos que entregar a la viuda a los magistrados de las siete islas y hacerla expulsar vergonzosamente como una aventurera.

—El señor Stevens—dijo—es amigo nuestro y no nos negará este pequeño servicio.

Para ella, la visita de la viuda a Germana tenía todos los caracteres de una tentativa de asesinato, porque, después de todo, la presencia de una mujer tan odiosa podía matar a una convaleciente. El doctor no encontró descabellada la idea.

El conde intentó calmar a su madre.

—No tema usted nada—dijo—, no intentará ningún proceso. No es tan desnaturalizada que quiera comprometer a su hijo al mismo tiempo que a nosotros. La cólera la ofuscó, sin duda. A nosotros, que somos dichosos, nos es fácil hablar sensatamente. Debe estar indignada contra mí y mirarme como a un gran culpable, porque yo la he abandonado sin tener nada que reprocharle; en ocho meses no le he escrito ni una sola carta; he dado mi alma a otra. Aun me odiaría más si supiera que los días más dichosos de mi vida son los que he pasado lejos de ella al lado de mi Germana y si yo le dijese que mi corazón está lleno de amor hasta los bordes, como esas copas que una gota más haría desbordar. Déjeme que la despida con buenas palabras. ¿Por qué no he de ir a abrirle mi corazón y a mostrarle que ya no queda sitio para ella? No hace falta más que una hora de dulzura y de firmeza para cambiar el amor despechado en una amistad pura y duradera. Yo le aseguro que no pensará más en el escándalo y será digna de encontrarse con nosotros sin embarazo y de enviar a buscar de cuando en cuando noticias de su hijo. Hay pocas mujeres que no estén expuestas a codearse en un salón con la antigua amante de su marido. Y no por eso se arrancan los ojos; el presente y el pasado viven en buena harmonía, una vez que la frontera que las separa está bien delimitada. Considere, además, que nuestra situación no es la corriente. Por mucho que hagamos nosotros, por mucho que haga ella misma, esa desgraciada será siempre, a los ojos de Dios, la madre de nuestro hijo. Aunque no hubiese sido más que su nodriza, nuestro deber sería asegurarla contra la miseria. No nos neguemos a una gestión inocente y prudente que puede salvarla de la desesperación y del crimen.

Don Diego hablaba de tan buena fe, que Germana le tendió la mano y le dijo:

—Amigo mío, yo había asegurado a esa mujer que no volvería a verle, pero si yo hubiese oído hablar a usted con tanta razón y experiencia, yo misma le hubiera conducido a usted a su casa. Tome el coche sin pérdida de tiempo, corra a despedirla y perdónela el mal que me ha hecho como yo la perdono.

—¡Muy bonito!—exclamó la señora de Villanera—. Si él sube al coche, yo misma desengancharé a los caballos. Don Diego, usted no me consultó para tomar una amante; no me escuchó usted cuando le dije que había caído en manos de una bribona; puesto que usted me consulta hoy, tendrá que escucharme hasta el fin. Soy yo quien le he casado. Yo le he dejado hacer, en el interés de nuestra raza, un tratado que sería odioso entre los burgueses; pero la grandeza de los intereses y el principio a salvar, excusan muchas cosas. Dios ha permitido que un asunto tan mal iniciado se haya convertido en la felicidad de todos. ¡Dios sea loado! Pero no se dirá, mientras viva yo, que usted ha salido de casa de su esposa santa y legítima para entrar en la de su antigua amante. Ya sé que usted no la ama ya, pero tampoco la desprecia lo bastante para que yo le crea curado. Esa Chermidy le ha tenido tres años en sus garras; no quiero exponerle a que caiga de nuevo en ellas. No diga usted que no con la cabeza. La carne es débil, hijo mío; lo sé por usted, ya que no por experiencia propia. Conozco a los hombres, aunque nunca me han hecho la corte. Pero cuando se asiste al teatro por espacio de cincuenta años se está un poco en el secreto de la comedia. Acuérdese bien de esto: el mejor de los hombres no vale nada. El mejor es usted, se lo concedo. Usted está curado de su amor; pero esos amores parásitos son de la familia de la acacia; se arranca el árbol, se queman las raíces y los retoños salen a millares. ¿Quién me asegura que la vista de esa mujer no le hará perder la cabeza? Usted no tiene el cerebro tan sólido para exponerlo a semejante sacudida. Quien ha bebido beberá; y usted ha bebido tanto que yo pensaba que se ahogaría. ¡Ah! si usted estuviese casado desde hace tres o cuatro años, si usted viviese como vivirá pronto, con la ayuda de Dios, si el marqués tuviese un hermano o una hermana, quizás entonces le dejaría suelta la brida. Pero suponga que su antigua locura vuelve, ¡habría hecho yo un bonito papel casándole con este ángel! Por eso es, mi querido conde, por lo que no irá usted a casa de la señora Chermidy, ni siquiera para despedirla, y si, a pesar de mi negativa, va usted, cuando vuelva no encontrará aquí ni a su mujer ni a su madre.

Don Diego se conformó, pero estuvo de mal humor por espacio de tres días. El doctor Le Bris había cambiado de enfermo y se dedicaba a curar el cerebro de su amigo y a desarraigar las ilusiones obstinadas que el conde guardaba sobre su amante. Desató implacablemente la tupida venda que el pobre hombre se había dejado colocar sobre los ojos. Le contó detalladamente todo lo que sabía del pasado de aquella mujer; le hizo ver que era ambiciosa, avariciosa, ladina y malvada.

—Me llaman la tumba de los secretos—pensaba, adivinando todas las maldiciones que sobre él caerían—, pero la justicia tiene derecho a abrir las tumbas.

Don Diego dudaba aún; le hizo leer la última carta que había recibido de la señora Chermidy. El conde se estremeció de horror viendo allí una provocación al asesinato con una recompensa de quinientos mil francos.

La llegada del duque fue una nueva prueba de la maldad de la señora Chermidy. El pobre anciano había hecho el viaje sin accidentes gracias a ese instinto de conservación que nos es común con los animales; pero su espíritu había desgranado todas sus ideas por el camino, como un collar cuyo hilo se rompe. Supo encontrar la villa Dandolo y cayó en medio de la familia extrañada, sin más emoción que la que experimentaría al salir de su habitación. Germana le saltó al cuello y le colmó de ternezas; él se dejaba acariciar como un perro que juega con un niño.

—¡Qué bueno es usted!—le dijo—. Ha sabido que yo estaba en peligro y ha corrido a verme.

—¡Toma! Es verdad—respondió—. ¿No has muerto, pues? ¿Cómo te las has arreglado? Estoy muy contento, es decir, no mucho; Honorina está furiosa contra ti. ¿No está aquí Honorina? Ha venido a casarse con el conde. ¡Mientras me perdone!

Nadie le pudo arrancar una palabra sobre la salud de la duquesa, pero en cambio habló de Honorina tanto como quiso. Contó todas las dichas y todos los pesares que le había dado. Todos sus discursos se referían a ella, así como todas sus preguntas: la quería a todo precio y empleó la astucia de una tribu india para descubrir su dirección.

La llegada inesperada de aquella ruina viviente fue un serio dolor para Germana y una cruel enseñanza para don Diego. La señora de Villanera, que nunca había sentido simpatía por el duque, se interesaba mediocremente por su estado, pero se consideraba triunfante al tener a mano a una víctima de la señora Chermidy. Dedicó los cuidados más asiduos al señor de La Tour de Embleuse y le arrancó todos los secretos de su miseria y de su decadencia.

El duque había fondeado en la casa desde hacía unas horas, cuando la señora Chermidy hizo saber a don Diego que era vecina suya y que le esperaba. El conde enseñó la carta al señor Le Bris.

—¿Qué le contestaría usted en mi lugar?—le preguntó con indiferencia.

—La ofrecería dinero. Ella ha venido aquí para apoderarse de su nombre, de su persona y de su fortuna. Cuando ha visto que la condesa aún vivía, ha renunciado al nombre y se ha hecho fuerte en lo demás. Cuando vea que su persona de usted se pasa fácilmente sin la suya, se contentará con el dinero.

—¿Y ese proceso, ese escándalo con que nos amenaza?

—Ofrézcala dinero.

—Pero, ¿y su hijo?

—Cuestión de dinero. Claro que habrá de ser mucho. Se dan dos sueldos a un mendigo de blusa, diez al que viste de americana, cien al de levita; calcule usted lo que conviene ofrecer a los que mendigan en coche de cuatro caballos.

—¿Quiere ir usted a ver lo que pide?

—¡Diablo! Usted me ha contratado por meses; no contábamos las visitas.

El doctor se hizo llevar a casa de la señora Chermidy. Cuando entró, estaba en escena. Sentada lánguidamente en un gran sillón, los brazos colgando, la cabellera suelta, dejaba errar sus ojos melancólicos, y Soñadora, miraba vagamente hacia el espacio.

—Buenos días, señora—dijo el doctor—. Puede usted sentarse a su comodidad, soy yo.

Se levantó sobresaltada, corrió a él y le dijo:

—¡Es usted, amigo mío! Me dio usted un disgusto el otro día. ¿Es así como debía acogerme después de una larga ausencia?

—No hablemos más de eso, ¿le parece a usted? Hoy no vengo como amigo, sino como embajador.

—¿No le veré a él, pues?

—No; pero, si tiene usted curiosidad por ver a alguien, puedo enseñarle al duque de La Tour de Embleuse.

—¿Está aquí?

—Sí, desde esta mañana. Una linda obra de usted, pero sin firma.

—No soy responsable de las necedades de todos los viejos locos que pierden la cabeza por mí.

—¿Ni de los millones que pierden en su casa? De acuerdo.

—¿Pero de buena fe me cree usted una mujer interesada, llave de los corazones?

—¡Caramba! ¿Cuánto quiere usted por volverse a París y permanecer tranquila allí?

—Nada.

—Le pagaremos el pasaje, aunque cueste un millón.

—Es que somos dos; he traído a le Tas.

—Doblaremos quizá la suma.

—¿Qué ganaría yo con eso? Si yo fuese lo que usted supone, podría tomar hoy el dinero y dar mañana el escándalo. Pero valgo más que todos ustedes.

—¡Muchas gracias!

—Tome usted, bello embajador, llévele esto al rey su señor y dígale que si quiere algo para el otro mundo, me lo puede enviar esta noche.

—¡Cómo! ¿Ya acudimos a los grandes efectos?

—Sí, amigo mío. Este es mi testamento y aquí está el acta de mis últimas voluntades. El paquete no está cerrado, puede usted leerlo.

—¡Efectivamente!

Y leyó:

«Este es mi testamento y el acta de mis últimas voluntades.

»En la víspera de dejar voluntariamente una vida que el abandono del señor conde de Villanera me ha hecho odiosa...»

—¡Desgraciada!—dijo el doctor interrumpiendo la lectura.

—Es la verdad pura.

—Borre esa frase. Está mal escrita.

—Las mujeres no escriben bien más que las cartas. No tienen la especialidad de los testamentos.

—Entonces, continúo:

«Yo, Honorina Lavenaze, viuda de Chermidy, sana de cuerpo y de espíritu, lego todos mis bienes muebles e inmuebles a Gómez, marqués de los Montes de Hierro, hijo único del conde de Villanera. (Firmado.)»

—Y mañana por la mañana quedará rubricado. ¡Vaya usted!

—Me parece que no.

—¿Lo duda usted?

—Sí.

—¿Y quiere usted decirme por qué no me mataré yo?

—Porque eso sería un gran placer para tres o cuatro honradas personas que yo conozco. Adiós, señora.

Aun no se había cerrado la puerta tras el doctor, cuando le Tas salió de una habitación inmediata en compañía de Mantoux.

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