XIV

LA JUSTICIA

La sombra que había seguido a Mantoux desde la villa Dandolo hasta el jardín de la señora Chermidy era el duque de La Tour de Embleuse.

Un instinto tan infalible como el razonamiento dijo al insensato que Mateo era esperado en casa de la bella arlesiana. Espió su partida; esperó la hora en el fondo de un corredor obscuro de la villa. Cuando oyó al ex presidiario abrir la puerta de su cuarto, supo ahogar su voz y reprimir la risa nerviosa que sacudía su viejo cuerpo desde la cabeza a los pies. Para descender la escalera en seguimiento de su guía, se quitó los zapatos e hizo todo el camino descalzo, entre los guijarros y las espinas que ensangrentaban sus pies a cada paso. No advirtió ni la longitud del camino, ni los rodeos interminables, ni la fatiga, ni el dolor. El imperio de una idea fija le hacía insensible a todo; su único temor era perder a su conductor o ser visto por él. Cuando Mantoux redoblaba el paso, el duque corría detrás de él, como si tuviese alas; cuando aquél volvía la cabeza, el duque se tendía sobre el vientre y se metía en los fosos o se replegaba adosado a un seto espinoso de cactus o de granados.

Se detuvo al fin junto a la valla. Una voz secreta le dijo que el único balcón donde se veía luz era el de la señora Chermidy. Vio a su guía detenerse a la puerta. Una mujer fue a abrirle, y su viejo corazón brincó con una alegría desordenada al reconocer a la criatura que le atraía.

¡No estaba, pues, muerta! ¡Podría verla, hablarle y quizá volver a hacerle amable la vida! Su primer impulso fue lanzarse hacia ella; pero se contuvo. Estaba seguro de que no se mataría en presencia del criado. Se prometió esperar a que estuviese sola para caer en su casa, sorprenderla y arrancarle el puñal de la mano.

Guardó su impaciencia durante una hora larga, sin advertirlo. Amaba a la señora Chermidy como no había amado a su mujer ni a su hija. Sentía germinar en su cerebro ideas de abnegación, de solicitud, de desinterés, de humilde esclavitud. Aquel amor irreflexivo, absoluto, sin medida ni restricción, no era un sentimiento nuevo para él; hacía sesenta años que se amaba a sí mismo de igual modo. Su egoísmo había cambiado de objeto sin cambiar de carácter. Hubiera inmolado el mundo entero al capricho de la señora Chermidy, como antes a su propio interés o a sus placeres.

Desde el día que la ingrata le abandonó, no vivía. Su corazón no podía latir más que a su lado; sus pulmones no respiraban más que el aire que ella había respirado. Iba a través del mundo como un cuerpo inerte lanzado en el vacío.

Algunas veces, un resto de razón descendía a su espíritu y se decía:

—Soy un viejo loco. ¿Por qué me he atrevido a hablarle de amor? El amor no sienta bien a un vejestorio como yo. Que me conceda un poco de amistad, será todo lo que yo merezca. Que me sufra en su casa como a un padre y yo encontraré en un rincón de mi corazón sentimientos paternales. Ella es desgraciada, llora el abandono de Villanera; yo la consolaré.

La esperanza de volver a verla le producía fiebre. Sus ojos fatigados por la fiebre le cosquilleaban dolorosamente, pero esperaba llorar cuando cayese a los pies de Honorina. En los grandes dolores de la vida, nuestros ojos se calman con las lágrimas. El señor de La Tour de Embleuse, sentado en un rincón del jardín, frente a la casa, se parecía al animal que ha corrido tres días por el desierto en busca de agua fresca y que se detiene con el último impulso ante el manantial deseado, con el ojo sangriento y la lengua colgando.

El último resplandor se extinguió en la habitación y el balcón del que él no separaba la mirada se confundió con todos los demás en la obscuridad. Pero la casa, invisible para los demás, no lo era para el duque, y el balcón brillaba como un sol a sus ojos iluminados. Vio a Mantoux salir de la casa, huir a través de los campos con una carrera desesperada, sin volver la cabeza hacia atrás. Entonces salió de su escondite y avanzó a paso de lobo hasta el balcón bien amado. Ni siquiera se fijó en si la puerta estaba abierta o cerrada, ¡tanto le atraía aquel balcón! Se apoyó en el borde, palpó los hierros y apoyó su nariz y su boca contra un vidrio, sintiendo una frescura consoladora con el contacto.

Dentro como fuera, reinaba una obscuridad grande, pero los enfermos sentidos del viejo loco creyeron ver a la señora Chermidy arrodillada al pie de su cama, con la cabeza hundida entre las manos y abriendo a la oración sus bellos labios rosados. Para llamarle la atención golpeó dulcemente el cristal, pero nadie le contestó. Entonces creyó verla dormida, porque las alucinaciones más contradictorias se sucedían en su espíritu. Reflexionó largamente sobre el medio de llegar hasta ella y despertarla sin asustarla. Para alcanzar su objeto se sentía capaz de todo, incluso de demoler un lienzo de pared sin otro auxilio que el de sus diez dedos. Al acariciar la vidriera advirtió que el vidrio estaba encerrado en un armazón de plomo. Entonces decidió arrancarlo con las manos, y tan valerosamente emprendió la tarea que acabó por conducirla a buen término. Sus uñas se retorcían alguna vez sobre el plomo o se quebraban sobre el vidrio; sus dedos sangraban, pero no hacía caso; si se detenía alguna vez, era para secarse la sangre, para escuchar los ruidos que podían venir de dentro y asegurarse de que Honorina continuaba durmiendo.

Cuando hubo casi arrancado el armazón, empezó a tirar del vidrio deteniéndose cada vez que se oía un crujido o que una sacudida demasiado violenta hacía resonar todo el balcón. Por fin su paciencia obtuvo la recompensa y la hoja transparente cayó en sus manos. La depositó sin hacer ruido sobre la arena de la alameda, dio un paso apoyando el índice sobre sus labios y fue a aspirar el vaho de la habitación por la abertura que había hecho. Su pecho se henchía con una ávida voluptuosidad. Era la primera vez que respiraba en diez días.

Alargó la mano hacia la habitación, palpó el interior, encontró la falleba y la cogió. Las vidrieras eran pequeñas, la abertura estrecha, por lo cual no podía mover el brazo con desahogo; no obstante, la puerta cedió rechinando sobre sus goznes. El duque se asustó ante aquel ruido y pensó que todo estaba perdido. Retrocedió hasta el fondo del jardín y trepó a un árbol, con los ojos fijos en la casa y el oído abierto a todos los ruidos. Escuchó largo tiempo y no oyó otra cosa que el lamento dulce y melancólico de los sapos que cantaban al borde del camino. Descendió de su observatorio y llegó a gatas hasta el balcón, tan pronto bajando la cabeza para no ser visto, tan pronto levantándola para ver y oír. Volvió al sitio de donde el miedo le había arrojado y se aseguró de que Honorina dormía aún.

Las dos puertas del balcón se abrieron sin ruido. El aire de la noche entró en la casa sin despertar a la bella dormida. El duque echó una pierna por encima de los hierros y se deslizó en la habitación. La alegría y el miedo le hacían temblar como un árbol sacudido por el viento. Vacilante, iba adelantando sin atreverse a apoyarse en los muebles. La habitación estaba llena de objetos de toda clase, de baúles abiertos y cerrados y aun de muebles derribados. El duque atravesó por todos aquellos obstáculos con precauciones infinitas. Marchaba a tientas, rozando todos los objetos sin tocarlos y paseando entre las sombras sus dedos destrozados. A cada paso murmuraba en voz baja:

—Honorina, ¿está usted ahí? ¿me oye usted? Soy yo, su viejo amigo, el más desgraciado, el más respetuoso de todos sus amigos. No tenga usted miedo; no tema nada, ni siquiera que le dirija ningún reproche. En París estaba loco, pero el viaje me ha cambiado. Soy un padre que viene a consolarla. No se mate usted; ¡yo me moriría!

Aquí se detuvo, se calló y escuchó. No oía más que los latidos de su corazón. Tuvo miedo y se sentó un momento para calmar su angustia.

—¡Honorina!—gritó levantándose—, ¿está usted muerta?

Fue la muerte en persona la que le respondió. Tropezó contra un mueble y sus manos nadaron en un mar de sangre.

Cayó arrodillado, apoyó los brazos en la cama y permaneció hasta que se hizo de día en la misma postura. No se preguntó siquiera cómo había podido ocurrir aquella desgracia. No experimentó ni sorpresa ni pesar. La sangre le subió hasta el cerebro y todo concluyó. Su cabeza no era más que una jaula abierta de la que la razón había volado. Pasó las últimas horas de la noche apoyado sobre un cadáver que se enfriaba gradualmente.

Cuando le Tas fue a ver si su hermosa prima se había despertado, oyó a través de la puerta un grito estridente como el canto del grajo. Al entrar vio un viejo ensangrentado que agitaba la cabeza en todas direcciones como para sacudir la sangre. El duque de La Tour de Embleuse gritaba: «¡Acá! ¡Acá! ¡Acá!» Era todo lo que le quedaba del don de la palabra, el más hermoso privilegio del hombre. Su cara era una mueca horrible, sus ojos se abrían y se cerraban automáticamente; sus piernas estaban paralizadas, su cuerpo hundido en el sillón, sus manos muertas.

Le Tas no había conocido más que un sentimiento humano: adoraba a Honorina. La monstruosa criatura se arrojó sobre el cuerpo de su dueña lanzando un grito como el que no es posible oírlos más que en el desierto. Lloró como las tigresas deben llorar a sus cachorros. Arrancó el cuchillo de una grande y profundida herida que ya no sangraba; cogió en brazos a aquel hermoso cuerpo inanimado y le colmó de caricias locas. Si las almas pudiesen partirse en dos, ella hubiera resucitado a sus expensas a su querida Honorina. La cólera sucedió bien pronto al dolor. No dudó ni un instante de que el duque fuese el asesino. Arrojó el cadáver sobre la cama y corrió con toda su masa hacia el viejo. Le golpeó, le mordió las manos y buscó sus ojos para arrancárselos, pero el duque era insensible y no respondía a aquellas violencias más que por un grito uniforme que debía ser en lo sucesivo su único lenguaje. Los animales tienen diferentes sonidos para expresar la alegría o el dolor; pero el paralítico yace en el último grado de la escala de los seres. Le Tas se cansó de golpearlo antes de que él sospechase que lo golpeaban.

Mientras tanto, Germana, bella y sonriente como la mañana, despertaba a su madre y a su marido, asistía al tocado de su hijo y bajaba al jardín para respirar el aire embalsamado del otoño. Los señores Le Bris y Stevens no tardaron en unirse a ellos. Todos contemplaban al pequeño Gómez que paseaba un galápago por el jardín. El único que faltaba era el duque. Sus balcones aun estaban cerrados, y respetaron su sueño. Mateo Mantoux, que había redoblado su celo desde que el doctor le mantuviera en su plaza, lavaba activamente su ropa al borde de un arroyuelo que corría hacia el mar.

El criado del señor Stevens acudió apresuradamente a llamar a su señor. En la vecindad se había cometido un crimen; todo el cantón estaba emocionado. El señor Stevens, al despedirse de sus amigos, pidió algunos detalles al mensajero.

—No sé nada—respondió éste—. Dicen que han encontrado a una francesa muerta en su cama.

—¿Cerca de aquí?—interrumpió el doctor.

—A un cuarto de legua.

—¿No dicen si es una recién llegada?

—Creo que sí; pero su criada no habla más que el francés y no han podido comprenderla.

—¿Usted ha visto a la criada? ¿Una mujer gruesa?

—Enorme.

—Vaya, no será nada—dijo el señor Le Bris—. Querido señor Stevens, es la hora del desayuno y usted hará muy bien en acompañarnos. La muerta está perfectamente, yo se lo aseguro.

El señor Stevens, hombre grave, no comprendió la ironía. El doctor añadió:

—¿La ley inglesa castiga a los que prometen suicidarse y no cumplen su palabra?

—No, pero castiga el suicidio cuando está probado.

—Vamos, no tengo suerte con la ley inglesa.

—Ahora en serio, doctor—continuó el magistrado—. ¿Cree usted verdaderamente que se trata de una falsa alarma?

—Le respondo de que la dama en cuestión no ha recibido ni un rasguño. La conozco bien y sé que está demasiado enamorada de su piel para agujereársela.

—Pero, ¿y si hubiese sido asesinada?

—No tenga usted cuidado, mi excelente amigo. ¿Conoce usted a los pájaros de jaula?

—No mucho.

—¿Entonces usted no sabe la diferencia que hay entre los pájaros de cabeza azul y los pájaros de cabeza negra?

—No.

—Los pájaros de cabeza azul son unos lindos animalitos que se dejan matar sin resistencia; los de cabeza negra son los que matan a los otros. ¡Pues bien! la dama en cuestión es un pájaro de cabeza negra. Ahora, vamos a desayunarnos.

—No comprendo. ¿Entonces por qué me harían llamar?

—Si le hace venir a buscar aquí, no es por el placer de hablar con usted. Es para atraer a otra persona. ¿Qué dice usted, querido conde?

—Tiene razón—dijo la viuda.

El conde no respondió. Estaba más emocionado de lo que quería aparentar. Germana le tendió la mano y le dijo:

—Vaya usted con el señor Stevens, amigo mío, y confírmese en que el doctor habrá dicho la verdad.

—¡Diablo!—dijo el señor Le Bris—, yo también voy; aunque no me ha invitado nadie, seré de la partida. Pero si esa señora no ha muerto irremisiblemente, juro por mi bonete de doctor que el conde no le dirá ni una palabra.

El señor Stevens, el conde y el doctor partieron en coche. Diez minutos después se detenían ante la casa de la señora Chermidy. El doctor ya había cambiado de pensamiento y presentía una desgracia. Una muchedumbre compacta rodeaba la valla y la policía maltesa no bastaba para contener la curiosidad pública.

—¡Diablo!—dijo el doctor—, ¿es que esa señora se habrá matado para jugarnos una mala partida? No la creía tan fuerte como todo eso.

El conde se mordía el bigote sin decir nada. Había amado a la señora Chermidy durante tres años y se había creído sinceramente correspondido. Se le destrozaba el corazón ante la idea de que se hubiese matado por él. Los recuerdos del pasado se revolvían contra las afirmaciones del doctor y defendían victoriosamente la causa de Honorina.

La multitud abrió paso al señor Stevens y a sus acompañantes. Guiados por los agentes llegaron a la cámara mortuoria. La señora Chermidy estaba en su cama con el mismo vestido que la víspera. Su linda cabeza colgaba horriblemente. Su boca entreabierta dejaba ver dos hileras de pequeños dientes apretados por las convulsiones de la agonía. Sus ojos, que una mano piadosa no había cerrado a tiempo, parecían mirar la muerte con espanto. El puñal estaba en medio de la pieza, en el sitio en que le Tas lo arrojara. La sangre lo había inundado todo. Un gran charco coagulado ante la chimenea anunciaba que la desgraciada se había herido allí. Un reguero de un rojo obscuro demostraba que había tenido fuerzas para arrastrarse hasta la cama.

La criada, que había llamado a la justicia y alarmado al vecindario, ya no gritaba. Acurrucada en un rincón, con los ojos fijos en el cadáver de su ama, miraba ir y venir a toda aquella gente maquinalmente. La llegada del conde y de Le Bris no la hizo salir tampoco de su sopor.

El señor Stevens, seguido del actuario, hizo la información ocular y dictó la descripción del cadáver con la impasibilidad de la justicia, rogando al doctor que declarase cuanto supiera. Le Bris contó todo lo ocurrido, lo que sabía él, y esto, junto con lo que él mismo vio, confirmó al magistrado en la idea del suicidio.

Esta palabra, pronunciada a media voz, produjo en le Tas como una conmoción eléctrica. Se levantó como una fiera y mirando fijamente al doctor, le dijo:

—¡Suicidio! Demasiado sabe usted que no era capaz de suicidarse. ¡Pobre ángel! ¡Tan hermosa y tan feliz que era! ¡Hubiera vivido cien años si no la hubiesen asesinado! Además, ¿es que ese viejo no estaba ahí? Vayan a verle y verán que está lleno de su sangre.

Entonces advirtió al conde de Villanera que se había dejado caer en un sillón y lloraba silenciosamente.

—¿Ha venido usted al fin?—le dijo—. ¡Tenía que haberlo hecho antes! ¡Ah, señor conde! ¡Paga usted muy mal sus deudas de amor!

Mientras el juez y el médico entraban en la pieza vecina, donde una dolorosa sorpresa les aguardaba, le Tas arrastró al conde hasta la cama, le obligó a mirar a su antigua amante y le hizo oír una oración fúnebre que le puso el cabello de punta.

—¡Vea usted, vea usted!—decía sollozando—, vea esos hermosos ojos que le sonreían tan tiernamente, esa linda boca que le ha besado tantas veces, esos cabellos tan negros que usted desataba con sus propias manos... ¿Se acuerda de la primera vez que fue usted a la calle del Circo? Cuando todos hubieron salido, usted se arrodilló para besar esa mano. ¡Y ahora qué fría está! ¡Usted le había jurado fidelidad eterna hasta la muerte! ¡Bésela, pues, caballero fiel!

El conde, inmóvil, rígido y más frío que el cadáver que tenía enfrente, expió en un minuto tres años de dicha ilegítima.

En esto trajeron al duque que también pagaba, y bien caro, una vida de egoísmo y de ingratitud.

La sangre de que estaba cubierto, su presencia en la casa, el vidrio arrancado, los arañazos de sus manos, y sobre todo la pérdida de su razón, hicieron creer un instante que él era el asesino. El doctor examinó la herida de la señora Chermidy y reconoció que el puñal había atravesado el corazón de parte a parte; la muerte debió de ser instantánea; era, pues, imposible, que la víctima hubiese podido llegar hasta la cama. El señor Stevens, comiendo la noche anterior con el duque, había podido observar el estado de sus facultades mentales. El señor Le Bris le explicó en pocas palabras cómo la manía homicida habría podido germinar en su cerebro desequilibrado. Si era verdad que había cometido el crimen, la justicia no podía hacer nada contra un loco. La Naturaleza le había condenado a una muerte próxima, después de algunos meses de una existencia peor que la misma muerte.

Pero, examinando más de cerca el cadáver, se encontró en su mano crispada algunos cabellos más cortos y más rudos que los de una mujer y de un color más natural que los del duque. El actuario, al levantar un mueble derribado, recogió un botón de librea con las armas de los Villanera. Finalmente el cajón donde la señora Chermidy había guardado cien mil francos, estaba vacío. Era, pues, necesario, buscar a otro asesino. Interrogaron a le Tas, pero no pudieron obtener nada. De pronto se golpeó en la frente diciendo:

—¡Bestia de mí! ¡es él! ¡El miserable! ¡Le haré despellejar vivo! pero, ¿para qué? Ya hablará. Enterrad a mi señora, echadme a mí a la basura y él que se vaya al diablo.

La justicia se trasladó el mismo día a la villa Dandolo donde se pudo comprobar que Mateo era el autor del crimen. Al ser detenido exclamó:

—¡Poca suerte!

El señor Stevens le hizo conducir al castillo de Guilfort, a orillas del mar. Fue bastante afortunado para escaparse durante la noche, pero cayó en una de esas grandes redes que los pescadores tienden por la tarde para levantarlas por la mañana.

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