VI

CARTAS DE CORFÚ

El doctor Le Bris a la señora Chermidy.

«Corfú, 20 abril 1853.

»Apreciable señora: Yo no podía prever, el día que me despedí de usted, que nuestra correspondencia sería tan larga. Don Diego tampoco lo esperaba. Si yo hubiese podido prevenirlo, no creo que él tomase la resolución heroica de privarse de sus cartas ni del placer de escribirle. Pero todos los hombres están sujetos al error, sobre todo los médicos. No enseñe usted esta frase a mis colegas.

»Hicimos un viaje bien tonto de Malta a Corfú, en un vapor muy sucio, cuya chimenea humeaba horriblemente. Teníamos el viento de proa; la lluvia nos privaba con frecuencia de subir al puente y la niebla invadía hasta nuestros camarotes. El mareo no perdonó más que al niño y a la enferma; y es que hay estados de gracia para los que entran en la vida y para los que se disponen a abandonarla. Teníamos por toda sociedad una familia inglesa que regresaba de las Indias: un coronel al servicio de la compañía y sus dos hijas, amarillas como la piel de Rusia. Unicamente el vino de Burdeos gana con un viaje tan largo. Esas señoritas no nos honraron ni con una palabra; lo que las excusa un poco es que no sabían el francés. A la menor claridad subían al puente con sus álbumes para dibujar unos paisajes que parecían plum-puddings. Después de una eterna travesía de cinco días, el vapor nos condujo por fin a buen puerto; no habíamos tenido siquiera la distracción de un naufragio. El camino de la vida está empedrado de decepciones.

»Mientras nos proporcionamos una casa en el campo, nos hemos alojado en la capital de la isla, en el hotel Victoria. Esperamos salir de aquí a fines de semana, pero no me atrevo a asegurar si lo haremos todos con nuestras piernas. Mi pobre enferma está cada vez peor; el viaje la ha fatigado más aún que si se hubiese mareado. La señora de Villanera no la abandona ni un instante; don Diego se porta admirablemente; en cuanto a mí, hago todo lo posible, es decir, muy poco. Es inútil ensayar un tratamiento que añadiría sufrimientos sin aumentar las probabilidades de curación. ¡Es usted muy dichosa, señora, de tener tanta belleza como salud!

»Si esta crisis no es la última, intentaré el amoníaco o el yodo. El yodo triunfa en algunos casos; los señores Piorry y Chartroule lo emplean con éxito. ¿Usted será tan amable que nos envíe el aparato del doctor Chartroule y una provisión de cigarrillos yodados? Todo lo encontrará en la farmacia Dublanc, calle del Temple, al lado del bulevar. El amoníaco también da buenos resultados; pero el único remedio con el que se pueda contar seriamente, es un milagro. Así, pues, viva usted en paz, ténganos un poco de cariño y ayúdenos a cumplir nuestro deber hasta el fin. El viejo Gil, que la condesa había traído para que le sirviese, ha caído enfermo de las fiebres de Italia, aunque ésta no sea la estación de las fiebres. Es un enfermo más y un servidor menos.

»La alegría y la salud tienen una magnífica representación en la casa: el pequeño Gómez. El día que lo vuelva usted a ver será bien dichosa. Se lo ve crecer y hasta creo ¡Dios me perdone! que está embellecido. Será menos Villanera de lo que me figuraba al principio. La verdad es que parecería cosa del diablo si no tuviese algo de su madre. Es menos huraño; se deja besar y besa; alarga los labios hacia todas las caras con una impetuosidad que sería inquietante en una niña.

»Don Diego está en negociaciones con un descendiente de un dux para alquilar una casa que le convendría mucho. La campiña está dividida en una multitud de propiedades agradables, adornadas con castillos ruinosos. Yo he visitado algunos jardines; son generalmente más habitables que las casas a que pertenecen. Esos chiribitiles aristocráticos que conservan un aire de grandeza en medio de su desolación, participan de granja, de castillo y de choza. Si conseguimos alquilar la villa Dandolo, quizá no estaremos del todo mal. Bastará con poner algunos vidrios en los balcones. La exposición es admirable, al Mediodía, sobre el mar. El jardín, muy hermoso. Los vecinos son nobles y dicen que algunos hablan el francés. ¿Pero quién sabe si tendremos tiempo de entablar conocimiento con ellos?

»No echaré de menos la estancia en la ciudad, aunque en ella se viva bien. Es muy linda y en ciertos aspectos me recuerda Nápoles. La explanada, el palacio del lord comisario y los alrededores forman una ciudad inglesa. Los ingleses han construido a expensas de los griegos fortificaciones gigantescas que hacen de la plaza un pequeño Gibraltar. Yo asisto todas las mañanas a las evoluciones de un regimiento de escoceses que me divierten mucho con sus cornamusas. La ciudad griega es antigua y curiosamente construida: casas altas, pequeñas arcadas y una linda cabeza en cada balcón. El barrio judío es repugnante, pero se encuentran perlas en aquel estercolero dignas del lápiz de Gavarni. La población se compone de griegos, italianos, judíos y malteses, pero todos hacen lo posible por parecer ingleses. Tenemos también un teatro en el que dan representaciones de Juana de Arco del maestro Verdi. Yo fui una noche, aprovechando que la enferma tenía menos de 120 pulsaciones por minuto. Al final del primer acto, toda la asamblea se levantó respetuosamente, mientras que la orquesta tocaba el God save the Queen. Es una costumbre establecida en todas las posesiones inglesas. No le extrañe a usted que se represente la muerte de Juana de Arco ante un público inglés; el autor del libreto ha tenido cuidado de modificar la historia. Juana de Arco defiende a Francia contra un enemigo cualquiera, los turcos, los abisinios o los chinos. Lleva una coraza de papel de plata y agita una bandera del tamaño de un abanico hasta el momento en que se presenta en escena un heraldo y dice al rey:

Rotto e'l nemico, e Giovanna e stinta.

»Llega la heroína sobre almohadones; una banda manchada de rojo indica que está mortalmente herida. Se incorpora con gran esfuerzo, canta una romanza con su voz más fuerte y expira entre los aplausos de la sala. Todos los habitantes de Corfú están convencidos de que Juana ha muerto a consecuencia, no sólo de una herida, sino también de una serie de gorgoritos.

»El conde me ha dejado ir solo al teatro; y no obstante, ya sabe usted si es apasionado de Verdi. ¿No fue en una representación del Hernani cuando su mirada se encontró por primera vez con la de usted? Pero el pobre muchacho se inmola materialmente a su deber. ¡Qué marido, señora, para aquella que sea su esposa definitiva!

»Los periódicos nos han traído noticias de la China que usted ha debido leer con tanto interés como nosotros. Parece que esa nación ha tratado ligeramente a dos misioneros franceses y que la Náyade se ha puesto en camino para castigar a los culpables. Si la Náyade no ha cambiado de comandante, esperaremos con impaciencia las noticias de la expedición. Cada uno para sí y Dios para todos. Yo deseo todas las prosperidades imaginables a mis amigos, sin desear, no obstante, la muerte de nadie. Se dice que los chinos son pésimos artilleros, aunque se alaben de haber inventado la pólvora. Sin embargo, no hace falta más que un obús clarividente para hacer la felicidad de muchas personas.

»Adiós, señora. Si yo le escribiese tanto como la amo, mi carta no tendría fin. Pero, después del placer de conversar con usted, es necesario que acuda al cumplimiento de mi deber, que me llama desde la habitación vecina. ¡Placer, deber! dos caballos muy difíciles de uncir juntos. Yo intento hacerlo lo mejor que puedo, y si no llego a conciliar todas las cosas, es porque un hombre no puede maniobrar libremente entre el yunque y el martillo. Aprécieme si puede, compadézcame si quiere, no me maldiga, ocurra lo que ocurra, y si en el próximo correo recibe un sobre orlado de negro, hágame el honor de creer firmemente que no tengo ningún derecho a su reconocimiento.

»Beso la mano más linda de París.

»Carlos le Bris.»

La condesa viuda de Villanera a la señora de La Tour de Embleuse.

«Villa Dandolo, 2 mayo 1853.

»Mi querida duquesa; No dudo ya de que Germana está mejor. Nos hemos cambiado de casa esta mañana, o, mejor dicho, he sido yo quien lo he tenido que hacer todo. Tenía que arreglar los baúles, envolver a la enferma en algodón, vigilar al pequeño, buscar el coche y casi enganchar los caballos. El conde no sirve para nada; es un talento de familia. En España se dice torpe como un Villanera. El doctor revoloteaba a mi alrededor como un moscardón; he tenido que hacerle sentar en un rincón. Cuando tengo prisa, no puedo sufrir que la tengan los demás; el que me ayuda me incomoda. ¡Y ese asno de Gil que se ha puesto enfermo en la mejor ocasión! Voy a enviarle a París para que se cure, y le ruego que me busque otro criado. Lo he hecho todo, prevenido todo y arreglado lo mejor que he podido; he encontrado el medio de estar dentro y fuera, en casa y en la calle. Afortunadamente las calles son magníficas; el afirmado no tiene nada que envidiar al del bulevar. Hemos salido a las diez, y ahora ya nos tiene usted instalados. He desembalado a mis gentes, abierto mis paquetes, hecho mis camas, preparado la comida con un cocinero indígena que quería echar pimienta en todo, incluso en las sopas de leche. Han comido todos, paseado, vuelto a comer; ahora ya duermen y yo le escribo sobre la almohada de Germana, como un soldado sobre un tambor cuando ha terminado la batalla.

»La victoria es nuestra, a fe de viejo capitán. Nuestra hija se curará, estoy segura. Me ha hecho pasar, no obstante, quince noches desagradables en esta ciudad de Corfú. No se decidía a dormir y tenía que mecerla como a un niño. Comía únicamente por darme gusto; nada le apetecía, y cuando no se come, se acaban las fuerzas. No le quedaba más que un soplo de vida presto a extinguirse a cada instante, pero yo no desesperaba nunca. Tenga usted valor; esta noche ha cenado, ha bebido dos dedos de vino de Chipre y ahora duerme.

»Había oído decir muchas veces que una madre quiere a sus hijos en razón de los disgustos que le dan; esto no lo sabía por experiencia. Todos los Villanera, de padre a hijo, son como los árboles que se plantan en el campo y crecen. Pero desde que usted me confió el pobre cuerpo de esa hermosa alma, desde que hago centinela alrededor de nuestra niña para impedir que la muerte se aproxime, desde que he aprendido a sufrir, a respirar y hasta a ahogarme con ella, siento latir mi corazón con una fuerza inusitada. Yo no era madre más que a medias, puesto que no había tenido ocasión de participar de los dolores de los otros. Ahora valgo más que antes, soy mejor, me encuentro en un plano superior. Es el dolor el que nos hace semejantes a la madre de Dios, ese modelo de todas las madres. ¡Ave María, mater dolorosa!

»No tema usted, mi pobre duquesa; Germana vivirá. Dios no me hubiera dado este profundo amor por ella, si hubiese resuelto arrancarla de este mundo. Aquel que gobierna los corazones mide la violencia de nuestros sentimientos con arreglo a la duración de lo que amamos, y yo amo a Germana como si hubiese de estar eternamente entre nosotros. La Providencia se burla de la ambición, de la avaricia y de todas las pasiones humanas, pero respeta los afectos legítimos y no separa nunca a los que se aman piadosamente en el seno de la familia. ¿Por qué me hubiera hecho conocer y amar a Germana si hubiese tenido el designio de arrebatármela de entre los brazos? Sería un juego cruel e indigno de la bondad de Dios. Además, el interés de nuestra raza está ligado a la vida de esa niña. Si tuviésemos la desgracia de perderla, un día u otro volvería a casarse don Diego. San Jaime, al que hemos dedicado dos iglesias, no permitirá que un nombre como el nuestro sea llevado por la señora Chermidy.

»No crea usted que espere nada del doctor Le Bris; los sabios no entienden de esas cosas. El verdadero médico, es Dios en el cielo y el amor en la tierra. Las consultas, los medicamentos y todo lo que compramos con dinero, no aumentan la suma de nuestros días. Ya verá usted lo que hemos imaginado para que viva. Todas las mañanas, mi hijo, mi nieto y yo, rogamos a Dios que tome algo de nuestras vidas para añadir a la de Germana. El pequeño une sus manos como nosotros; yo pronuncio la oración y ha de ser el Cielo muy sordo si no nos oye.

»Don Diego ama a su mujer; ya se lo había dicho a usted. La ama con un amor puro, desprovisto de todas las impurezas terrestres. Si la amase de otro modo, en el estado en que ella se encuentra, me produciría horror. Tiene por ella la adoración religiosa que un buen cristiano dedica a la santa de su iglesia, a la Virgen de su capilla, a la imagen casta y velada que resplandece en el fondo del santuario. Los españoles somos así. Sabemos amar simplemente, heroicamente, sin ninguna esperanza mundana, sin otra recompensa que el placer de caer de rodillas ante una imagen venerada. Para nosotros, Germana no es otra cosa: la perfecta imagen de las santas del Paraíso. Cuando San Ignacio y sus gloriosos compañeros se alistaron bajo el estandarte de María, dieron a todos los hombres el ejemplo caballeresco del amor puro.

»Cuando esté curada, ¡ah! entonces ya veremos. Espere usted solamente a que la pobre virgencita pálida haya recobrado los colores de la juventud. Su cuerpo, hoy, no es más que una urna de cristal transparente con un alma en el fondo. Pero cuando la sangre regenerada circule por sus venas, cuando el aire del cielo ensanche su pecho, cuando los perfumes generosos de la campiña hablen a su corazón y hagan latir sus sienes, cuando el pan y el vino, esos presentes de Dios, hayan reparado sus fuerzas, cuando un ardor impaciente la haga correr desalentada bajo los grandes naranjos del jardín, entonces entrará en una nueva belleza... y don Diego tiene ojos. Sabrá establecer una diferencia entre sus antiguos amores y su dicha presente. Seguramente no tendré que mostrarle en qué grado una belleza noble y casta, realzada por todo el brillo de la sangre y por todo el esplendor de la virtud, es superior a los halagos impúdicos de una bribona. Mientras tanto, ya está en buen camino. En casi cuatro meses que hemos abandonado París, no ha escrito ni recibido una carta; el olvido se hace en su corazón lejos de la indigna que le perdía. La ausencia que fortifica las pasiones honradas, mata en muy poco tiempo aquellas que sólo subsisten por el hábito del placer.

»Quizá también nuestra buena Germana llegue a participar de ese amor. Hasta el presente es sólo a mí, de toda la familia, a quien quiere. Claro está que no hablo del pequeño marqués: ya sabe usted que lo quiso desde el primer día. En cambio manifiesta a mi pobre hijo una indiferencia que se parece mucho al odio. También es verdad que ya no le maltrata como antes y soporta sus atenciones con una especie de resignación. Tolera su presencia, no se extraña de verle a su lado y se va acostumbrando a él. Mas no es necesario ser un lince para leer en su rostro una sorda impaciencia, un odio domado que se subleva a cada instante, quizás el desprecio de una muchacha honrada por un hombre que ha cometido faltas. ¡Ay, pobre amiga mía! la indulgencia es una virtud propia de nuestra edad; los jóvenes no la practican. No obstante, debo reconocer que Germana disimula con cuidado sus pequeños resentimientos. Su cortesía con don Diego es irreprochable. Conversa con él horas enteras sin dar muestras de cansancio; le escucha hasta con gusto; le responde algunas veces y acoge sus ternezas con una dulzura fría y resignada. Un hombre menos delicado no advertiría que es aborrecido; mi hijo lo sabe y la perdona. Ayer me decía: «Es imposible detestar a los amigos con más encanto y bondad. Es el ángel de la ingratitud.»

»¿Cómo acabará todo esto? Bien, créame usted. Tengo confianza en Dios, tengo fe en mi hijo y esperanza en Germana. Nosotros la curaremos, incluso de su ingratitud, sobre todo si usted viene a ayudarnos. Ya estoy enterada de que el duque camina como un buen muchacho por el sendero de la virtud y de que los padres lo ponen como ejemplo a sus hijos. Si usted pudiese dejarlo por uno o dos meses, sería recibida aquí con los brazos abiertos. En el caso en que el encantador convertido quisiera también tomar los aires del campo, le podríamos preparar un buen alojamiento.

»Hasta muy pronto, pues, mi excelente amiga, querida hermana de mis afectos y de mis dolores. La quiero cada vez más, a medida que su hija me va siendo más querida. La distancia que nos separa no podrá enfriar una tan buena amistad; nos hemos visto poco y no nos escribimos mucho, pero nuestras oraciones se confunden todos los días al pie del trono de Dios.

»Condesa de Villanera.

»P. S. No se olvide usted de mi criado y sobre todo que sea joven. Nuestros matusalenes del hotel Villanera no se aclimatarían aquí.»

Germana a su madre.

«Villa Dandolo, 7 mayo 1853.

»Mi querida mamá: El viejo Gil, que le entregará esta carta, le dirá lo bien que se está aquí. No es en Corfú donde ha cogido las fiebres; fue en la campiña de Roma; de modo que no tenga usted ningún cuidado.

»He estado bastante enferma después de mi última carta, pero mi segunda madre ha debido decirle que ya estoy mucho mejor. El señor de Villanera quizá también le ha escrito; no le pido cuenta de sus actos. En cuanto a mí, estoy lo suficientemente fuerte desde hace algún tiempo para emborronar cuatro carillas de papel; pero, ¿querrá usted creer que me falta tiempo? Paso mi vida respirando; es una ocupación muy agradable en la que empleo diez o doce horas diarias.

»Durante la crisis que he atravesado, he sufrido mucho. No recuerdo haber estado tan mal en París. Puede usted creer que muchas personas en mi lugar hubieran deseado la muerte. No obstante, yo me agarraba a la vida con una obstinación increíble. ¡Cómo se cambia! ¿Y en qué consiste que yo no vea las cosas con los mismos ojos?

»Indudablemente en que hubiera sido muy triste morir lejos de usted, sin que sus queridas manos me pudiesen cerrar los ojos. Por lo demás, no son cuidados los que me faltan. Si hubiese sucumbido, como el doctor casi esperaba, podía usted haber tenido un consuelo. Lo más triste cuando muere un ser querido lejos de nosotros debe ser el pensar que le habrán faltado los cuidados que nosotros le hubiéramos prodigado. A mí, en cambio, nada me falta y todos son muy buenos para mí, incluso el señor de Villanera. Espero, querida mamá, que se repita usted esto muchas veces si me ocurriese una desgracia.

»Quizá también la amistad y la compasión de los que me rodean han contribuido un poco a hacerme amar la vida. El día en que me despedí de usted y de mi padre, dije adiós a todo. Yo no sabía que los que me acompañaban habían de ser para mí una verdadera familia. El doctor es perfecto; me trata como si esperase curarme. La señora de Villanera (la auténtica) es como usted misma. El marqués es un excelente hombrecito; el viejo Gil me ha rodeado de atenciones. Yo no he querido entristecer a todas esas gentes con el espectáculo de mi agonía y ya ve usted cómo he salido del paso. Tanto peor para los que contaban con mi muerte; tendrán que esperar bastante tiempo.

»Usted me había recomendado que le describiese nuestra casa para que su pensamiento supiese dónde encontrarme cuando quisiera hacerme una visita. El señor de Villanera, que dibuja bastante bien para ser un gran señor, le enviará el plano del castillo y del jardín. Me he atrevido a pedirle esta gracia; era preciso que fuese cosa de usted para ello. Mientras tanto, conténtese usted con saber que habitamos unas ruinas sumamente pintorescas. Desde lejos, la casa parece una vieja iglesia demolida durante la Revolución. No hubiera podido creer nunca que se pudiese vivir en su interior. Se llega al vestíbulo por cinco o seis rampas practicables para los carruajes y con un piso desigual y accidentado, que, si se sostiene, es por la fuerza de la costumbre, porque el cemento hace mucho tiempo que falta. Los alelíes y las plantas trepadoras se deslizan por todas las grietas y perfuman el camino como un jardín. La casa está rodeada de árboles y a un cuarto de hora de la población más próxima. No sé aún con exactitud de cuántos pisos se compone; las habitaciones no están todas las unas encima de las otras; se diría que el segundo piso ha bajado hasta el nivel del suelo a causa de un temblor de tierra. Por un lado no hay que subir ni bajar escaleras; por el otro hay que descender con peligro de la cabeza. Es en este laberinto, querida mamá, donde tiene usted que buscar a su hija. Yo misma me busco algunas veces y no me encuentro siempre.

»Tenemos por lo menos veinte habitaciones inútiles y una magnífica sala de billar donde las golondrinas construyen sus nidos, pero no crea usted que las haya arrojado de allí. ¿Qué soy aquí yo misma? Un pajarillo lanzado de su nido por el frío. Mi habitación es la mejor acondicionada de toda la casa. Es grande como la Cámara de los diputados y está pintada al óleo de arriba abajo. Prefiero esto que el papel: es más limpio y sobre todo más fresco. El señor de Villanera me ha hecho traer de Corfú un mobiliario nuevo, de fabricación inglesa. Mi cama, mis sillas y mis sillones se pasean a sus anchas en esta inmensidad. La buena condesa duerme en una pieza inmediata, al lado del pequeño marqués. Cuando digo que duerme, es para que no se enfade. La veo a mi lado cuando me duermo, la encuentro en el mismo sitio al abrir los ojos, pero me guardaré muy bien de decirle que ha pasado la noche fuera de su cama. El doctor ocupa una habitación del mismo piso, pero más alejada. Se le ha instalado lo más cómodamente que se ha podido. Los que cuidan a los demás tienen la costumbre de cuidarse a sí mismos. El señor de Villanera campa no sé dónde, bajo el tejado. ¿Es que la casa tiene verdaderamente tejado? Nuestros criados griegos e italianos duermen al aire libre: es la costumbre del país.

»Mis balcones, en número de cuatro, dan al Levante y al Mediodía. Desde las nueve el aire y la luz inundan mi dormitorio. Me levantan, me visten y abren los balcones uno a uno para que el aire del mar no me sorprenda bruscamente. Hacia las diez, bajo a los jardines. Tengo dos a mi disposición: el uno al norte de la casa, limitado por un muro más complicado que la gran muralla de la China; el otro al Mediodía, bañado por el mar. El jardín del norte está plantado de olivos, de azufaifos y de nísperos del Japón. El otro es un enorme bosque de naranjos, de higueras, de limoneros, de áloes, de chumberas y de parras gigantescas que lo invaden todo, que trepan a todos los árboles y se encaraman en lo más alto. El señor de Villanera decía ayer que la vid es la cabra del reino vegetal. Es muy hermoso, mi pobre mamá, correr de un lado a otro, ir a todas partes con completa libertad. Yo nunca había gozado de semejante dicha. ¡Pero si viviese!...

»Comienzo ya a pasear valientemente por las alamedas. Hasta hace ocho días eran impracticables, porque el jardinero del conde Dandolo es un romántico puro, enamorado del hermoso desorden y de las gracias melenudas. Hemos cortado los árboles a hachazos, ni más ni menos que en una selva virgen. He pedido clemencia para los naranjos, porque ya sabrá usted que me he reconciliado con el olor de las flores. Sin embargo, no me las ponen en la habitación; sólo las tolero al aire libre. El perfume que las flores cortadas exhalan en un lugar cerrado me sube al cerebro como un olor de muerte, y esto me entristece. Pero cuando las plantas florecen al sol, bajo la brisa del mar, yo me regocijo con ellas, tomo parte en su dicha y se me ensancha el corazón. ¡Qué hermosa es la tierra! ¡Y qué feliz todo el que vive! ¡Sería muy triste abandonar este mundo delicioso que Dios ha creado para el placer del hombre! Y, sin embargo, hay gentes que se matan. ¡Qué locos!

»Decían en París que yo no vería brotar las hojas. No me hubiera consolado de morir tan pronto, sin haber podido ver la primavera. Han brotado esas queridas hojas de abril y yo estoy aquí para verlas. Las toco, las huelo, las estrujo entre mis manos y las digo: «Aun estoy entre vosotras. Quizá me será dado ver el estío bajo vuestra sombra. Si hemos de caer juntas, ¡ah! permaneced largo tiempo sobre esos hermosos árboles, asíos sólidamente a las ramas y vivid para que yo viva.»

»¿Habrá algo más alegre, más vivo, más variado que los brotes nuevos? Son blancos en los álamos y en los sauces, rojos en los granados, rubios como mis cabellos en la copa de las verdes encinas, de color violeta en las ramas de los limoneros. ¿De qué color serán dentro de seis meses? No pensemos en eso. Los pajarillos hacen sus nidos en los árboles; el mar azul acaricia dulcemente la arena de la orilla; el sol generoso deposita sus bienhechores rayos sobre mis pobres manos pálidas y enflaquecidas; siento circular en mis pulmones un aire dulce y penetrante como su voz de usted, mi buena mamá. Hay instantes en que me figuro que ese buen sol, esos árboles en flor, esos pájaros que cantan, son otros tantos amigos que piden gracia para mí y que no me dejarán morir. Quisiera tener amigos en toda la tierra, interesar a la Naturaleza entera en mi suerte, emocionar hasta a las mismas piedras y que de los cuatro puntos del mundo se elevase al cielo una tal lamentación y una tal plegaria, que Dios se conmoviese. El es bueno, es justo; yo no le he desobedecido jamás, nunca he hecho mal a nadie. No le costaría gran trabajo dejarme vivir con los demás, confundida entre la multitud de los seres que respiran. ¡Ocupo tan poco sitio! Y además, no soy muy cara de mantener.

»Por desgracia, hay gentes que se pondrían luto si yo curase y que no se consolarían jamás si me viesen viva. ¿Qué le vamos a hacer? Están en su derecho. He contraído una deuda y tengo el deber de pagarla.

»Mi querida mamá, ¿qué piensa usted del señor de Villanera? ¿Qué concepto tienen de él en París? ¿Es posible que un hombre tan sencillo, tan paciente y tan dulce, sea un mal hombre? Me he fijado en sus ojos por primera ver hace poco días; son unos hermosos ojos capaces de engañar al más listo.

»Adiós, mi buena madre; rece por mí y vea si puede obtener de mi padre que vaya un día a la iglesia con usted. Si él hiciera eso por su pequeña Germana, la conversión sería completa y yo quizá me salvaría. Debe haber una recompensa allá arriba para los que conducen un alma a Dios. ¿Pero quién podrá tener crédito en el cielo si no es usted, querida santa?

»Con una ternura infinita soy siempre su respetuosa hija

»Germana.

»P. S. Los besos para mi padre son los que hay a la derecha de la firma; los de usted son los de la izquierda.»

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