CAPITULO XII

Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.

—¡Pero si están todos aquí, esperándote! —Que esperen —dijo la voz, ahogada por la puerta.

—Sabes de sobra, John —¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en grito!—, que los invité, que los invité precisamente para que te conocieran.

—Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.

—Hasta ahora siempre viniste, John. —Precisamente por esto no quiero volver. —Hazlo sólo por complacerme

—imploró Bernard.

—No.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

Desesperado, Bernard baló:

—Pero, ¿qué voy a hacer?

—¡Vete al infierno! —gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.

—Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!

Bernard casi lloraba.

Ai yaa tákwa! —Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del Archíchantre de Canterbury—. Háni! —agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó—: Sons éso tse-ná.

Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.

Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.

—¡Jugarme a mí esta mala pasada! —repetía el Archichantre una y otra vez—. ¡A mí !

En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el propio de un Gama—Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.

Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.

Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos minutos —se había dicho, al entrar en la estancia —lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él dirá…

¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.

¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del sensorama?

¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura…

En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.

Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.

—Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando pienso que he llegado a…

—Sí —decía la voz de Fanny Crowne—, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí…

—Una pena, una pena —decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal—. Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.

Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.

—Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento…

Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.

Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. —¿De verdad debe marcharse, Reconcentre…? Es muy temprano todavía. Yo esperaba que…

¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y Mr. Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse—ná! Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su máxima humillación.

—Había confiado tanto en que… —repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.

—Mi joven amigo —dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. —Su voz se hizo sepulcral—. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.

Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.

—Lenina, querida —dijo en otro tono—. Ven conmigo.

Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.

Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.

—Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina —la llamó el Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.

Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.

Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.

Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:

¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!

Y parece pender sobre la mejilla de la noche como una rica joya en la oreja de un etíope;

belleza excesiva para ser usada;

demasiada para la tierra.

La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.

Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:

—Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.

A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.

El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.

—Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.

—Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.

—Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.

—¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.

Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.

El otro amigo—víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.

En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.

—Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además —agregó, con más gravedad—, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Ford! —Volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.

—Pero, ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.

—Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. —Si quieres, te los recito. Y Helmholtz empezó:

El comité de ayer,

bastones, pero un tambor roto,

medianoche en la City,

flautas en el vacío

labios cerrados, caras dormidas,

todas las máquinas paradas,

mudos los lugares

donde se apiñaba la gente...

Todos los silencios se regocijan,

lloran (en voz alta o baja)

hablan, pero ignoro

con la voz de quién.

La ausencia de los brazos.

los senos y los labios

y los traseros de Susan

y de Egeria forman lentamente

una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,

¿de qué esencia tan absurda

que algo que no es

puebla, sin embargo,

la noche desierta más sólidamente

que es otra con la cual copulamos

y que tan escuálida nos parece?

—Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.

—No me sorprende —dijo Bernard—. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.

—Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.

—Bueno, pues ya lo has visto.

Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.

Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.

En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.

—¿Qué te parecen? —le preguntó luego.

El Salvaje movió la cabeza.

—Escucha esto —dijo por toda respuesta.

Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó:

Que el pájaro de voz más sonora

pasado en el solitario árbol de Arabia

sea el triste heraldo y trompeta…

Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.

La propiedad se asustó

al ver que el yo no era ya el mismo;

dos nombres para una sola naturaleza,

que ni dos ni una podía llamarse.

La razón, en sí misma confundida,

veía unirse la división ...

—¡Orgía-Porfía! —gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable—. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.

Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.

El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!

—Ese viejo escritor —dijo— hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.

El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes

que lea en el fondo de mi dolor?

¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!

Aplaza esta boda por un mes, por una semana,

o, si no quieres, prepara el lecho de bodas

en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...

cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.

—Y sin embargo —dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones—, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero..., ¡padres y madres! —Movió la cabeza—. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?

El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.

—No —concluyó—, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero,

¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? —permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin—: No lo sé; no lo sé.

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