Imagen de una mosca sobre una taza
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Metamorfosis de Franz Kafka

"La Metamorfosis" de Franz Kafka es una obra literaria que ha dejado una profunda huella en la historia de la literatura. Esta novela, escrita a principios del siglo XX, nos sumerge en un mundo en el que lo absurdo y lo surreal se entrelazan con la realidad de manera magistral. A medida que abrimos sus páginas, nos adentramos en la vida de Gregor Samsa, un hombre que, en un giro inesperado del destino, se despierta una mañana convertido en un insecto. A través de esta historia, Kafka explora temas como la alienación, la transformación, la incomunicación y la lucha por la aceptación en una sociedad implacable. Con una prosa meticulosa y evocadora, la obra nos invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y el significado de la existencia. Adéntrate en esta obra maestra del existencialismo y prepárate para un viaje literario que te desafiará a cuestionar la realidad y a explorar las profundidades de la psique humana.


Metamorfosis
de Franz Kafka
Traducción de Carlos López Mendoza de la traducción en inglés de David Wyllie

I

Una mañana, cuando Gregor Samsa despertó de sus sueños turbulentos, se encontró transformado en su cama en una horrible alimaña. Estaba tumbado sobre su espalda en forma de armadura, y si levantaba un poco la cabeza podía ver su vientre pardo, ligeramente abovedado y dividido por arcos en secciones rígidas. La ropa de cama apenas podía cubrirlo y parecía a punto de desprenderse en cualquier momento. Sus numerosas piernas, lastimosamente delgadas en comparación con el tamaño del resto de su cuerpo, se agitaban impotentes ante su mirada.

"¿Qué me ha pasado?", pensó. No era un sueño. Su habitación, una habitación propiamente humana aunque un poco demasiado pequeña, yacía apaciblemente entre sus cuatro paredes familiares. Sobre la mesa había una colección de muestras textiles -Samsa era viajante de comercio- y encima colgaba un cuadro que había recortado recientemente de una revista ilustrada y colocado en un bonito marco dorado. Mostraba a una dama ataviada con un gorro y una boa de piel que, sentada erguida, levantaba hacia el espectador un pesado manguito de piel que le cubría toda la parte inferior del brazo.

Gregor se volvió entonces para mirar por la ventana el tiempo desapacible. Se oían gotas de lluvia golpeando el cristal, lo que le hizo sentirse bastante triste. "¿Qué tal si duermo un poco más y me olvido de todas estas tonterías?", pensó, pero eso era algo que no podía hacer porque estaba acostumbrado a dormir sobre su derecha, y en su estado actual no podía ponerse en esa posición. Por mucho que se lanzara sobre su derecha, siempre volvía rodando a donde estaba. Debió de intentarlo cientos de veces, cerró los ojos para no tener que mirar las piernas tambaleantes, y sólo se detuvo cuando empezó a sentir allí un dolor leve y sordo que nunca antes había sentido.

"Dios mío", pensó, "¡qué carrera tan agotadora he elegido! Viajar día tras día. Hacer negocios así requiere mucho más esfuerzo que hacer tu propio negocio en casa, y encima está la maldición de viajar, las preocupaciones por hacer transbordos, la comida mala e irregular, el contacto con gente diferente todo el tiempo, de modo que nunca puedes llegar a conocer a nadie ni hacerte amigo suyo. Todo se puede ir al infierno". Sintió un ligero picor en el vientre; se incorporó lentamente sobre la espalda hacia la cabecera para poder levantar mejor la cabeza; encontró el lugar del picor y vio que estaba cubierto de un montón de manchitas blancas que no supo qué pensar; y cuando intentó palpar el lugar con una de sus piernas, la retiró rápidamente porque en cuanto la tocó le sobrevino un escalofrío.

Volvió a su posición anterior. "Madrugar siempre", pensó, "te vuelve estúpido. Hay que dormir lo suficiente. Otros viajantes llevan una vida de lujo. Por ejemplo, cada vez que vuelvo a la casa de huéspedes por la mañana para copiar el contrato, estos señores están siempre sentados desayunando. Debería intentarlo con mi jefe; me echaría en el acto. Pero quién sabe, a lo mejor sería lo mejor para mí. Si no tuviera que pensar en mis padres, habría presentado mi dimisión hace mucho tiempo, me habría acercado al jefe y le habría dicho lo que pienso, le habría dicho todo lo que pienso, le habría hecho saber lo que siento. Se caería de la mesa. Y es curioso estar sentado en tu escritorio, hablando a tus subordinados desde ahí arriba, especialmente cuando tienes que acercarte porque el jefe es duro de oído. Bueno, todavía hay alguna esperanza; una vez que reúna el dinero para pagar la deuda de mis padres con él -otros cinco o seis años, supongo-, eso es definitivamente lo que haré. Será entonces cuando haga el gran cambio. Pero antes tengo que levantarme, mi tren sale a las cinco".

Y miró el despertador que sonaba en la cómoda. "¡Dios mío!", pensó. Eran las seis y media y las manecillas avanzaban silenciosamente, era incluso más tarde de las seis y media, más bien las siete menos cuarto. ¿No había sonado el despertador? Desde la cama podía ver que estaba puesto a las cuatro, como debía ser; sin duda debía sonar. Sí, pero ¿era posible dormir tranquilamente con aquel ruido de muebles? Es cierto que no había dormido plácidamente, pero probablemente lo había hecho más profundamente. ¿Qué debía hacer ahora? El próximo tren salía a las siete; si lo cogía, tendría que correr como un loco, y el muestrario aún no estaba empaquetado, y él no se sentía especialmente fresco y animado. E incluso si cogía el tren no evitaría el enfado de su jefe, ya que el ayudante de oficina habría estado allí para ver partir el tren de las cinco, habría puesto en su informe que Gregor no estaba allí hacía mucho tiempo. El asistente de oficina era el hombre del jefe, sin carácter y sin comprensión. ¿Y si informaba de que estaba enfermo? Pero eso sería extremadamente tenso y sospechoso, ya que en cinco años de servicio Gregor no había estado enfermo ni una sola vez. Sin duda, su jefe vendría con el médico de la compañía de seguros médicos, acusaría a sus padres de tener un hijo vago y aceptaría la recomendación del médico de no hacer ninguna reclamación, ya que éste creía que nadie estaba nunca enfermo, sino que muchos eran vagos. Y lo que es más, ¿habría estado totalmente equivocado en este caso? De hecho, Gregor, aparte de una somnolencia excesiva después de haber dormido tanto tiempo, se sentía completamente bien e incluso tenía mucha más hambre que de costumbre.

Todavía estaba pensando apresuradamente en todo esto, incapaz de decidirse a levantarse de la cama, cuando el reloj dio las siete menos cuarto. Llamaron con cautela a la puerta cercana a su cabeza. "Gregor", llamó alguien -era su madre-, "son las siete menos cuarto. ¿No querías ir a algún sitio?". ¡Qué voz tan suave! Gregor se sobresaltó cuando oyó su propia voz al contestar, apenas podía reconocerse como la voz que había tenido antes. Como si saliera de lo más profundo de su ser, había un chirrido doloroso e incontrolable mezclado con ella, las palabras se podían distinguir al principio, pero luego había una especie de eco que las hacía poco claras, dejando al oyente inseguro de si había oído bien o no. Gregor había querido dar una respuesta completa y explicarlo todo, pero dadas las circunstancias se contentó con decir: "Sí, madre, sí, gracias, ahora me levanto". El cambio en la voz de Gregor probablemente no pudo notarse fuera a través de la puerta de madera, pues su madre se dio por satisfecha con esta explicación y se alejó arrastrando los pies. Pero esta breve conversación hizo que los demás miembros de la familia se dieran cuenta de que Gregor, en contra de lo que esperaban, seguía en casa, y pronto su padre llamó a una de las puertas laterales, suavemente, pero con el puño. "Gregor, Gregor", llamó, "¿qué pasa?". Y al cabo de un rato volvió a llamar con una grave advertencia en la voz: "¡Gregor! Gregor!" A la otra puerta se acercó su hermana, quejumbrosa: "¿Gregor? ¿No estás bien? ¿Necesitas algo?" Gregor contestó a ambos lados: "Estoy listo, ahora", haciendo un esfuerzo para quitar toda la extrañeza de su voz enunciando muy cuidadosamente y poniendo pausas largas entre cada, palabra individual. Su padre volvió a desayunar, pero su hermana susurró: "Gregor, abre la puerta, te lo ruego". Gregor, sin embargo, no pensó en abrir la puerta, sino que se felicitó por su prudente costumbre, adquirida en sus viajes, de cerrar todas las puertas por la noche, incluso cuando estaba en casa.

Lo primero que quería hacer era levantarse sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar. Sólo entonces se plantearía qué hacer a continuación, pues era muy consciente de que no llegaría a ninguna conclusión sensata estando tumbado en la cama. Recordaba que a menudo había sentido un ligero dolor en la cama, tal vez causado por estar tumbado torpemente, pero eso siempre había resultado ser pura imaginación y se preguntaba cómo se resolverían hoy lentamente sus imaginaciones. No le cabía la menor duda de que el cambio en su voz no era más que el primer síntoma de un grave resfriado, gajes del oficio para los vendedores ambulantes.

Era muy fácil quitarse las sábanas; sólo tenía que inflarse un poco y se caían solas. Pero después resultaba difícil, sobre todo porque era excepcionalmente ancho. Habría utilizado los brazos y las manos para impulsarse, pero en lugar de ellos sólo tenía todas aquellas piernecitas que se movían continuamente en distintas direcciones y que, además, era incapaz de controlar. Si quería doblar una de ellas, ésa era la primera que se estiraba; y si finalmente conseguía hacer lo que quería con esa pierna, todas las demás parecían liberarse y se movían penosamente. "Esto es algo que no se puede hacer en la cama", se dijo Gregor, "así que no sigas intentándolo".

Lo primero que quiso hacer fue sacar la parte inferior de su cuerpo de la cama, pero nunca había visto esa parte inferior y no podía imaginarse cómo era; resultó ser demasiado difícil de mover; fue muy despacio; y finalmente, casi en un frenesí, cuando se empujó descuidadamente hacia delante con toda la fuerza que pudo reunir, eligió la dirección equivocada, se golpeó con fuerza contra el poste inferior de la cama y aprendió, por el ardiente dolor que sintió, que la parte inferior de su cuerpo bien podía ser, en ese momento, la más sensible.

Así que intentó sacar primero de la cama la parte superior de su cuerpo, girando cuidadosamente la cabeza hacia un lado. Lo consiguió con bastante facilidad, y a pesar de su anchura y su peso, el grueso de su cuerpo acabó siguiéndole lentamente en dirección a la cabeza. Pero cuando por fin sacó la cabeza de la cama y salió al aire fresco, se le ocurrió que si se dejaba caer sería un milagro que no se lesionara la cabeza, así que le dio miedo seguir impulsándose hacia delante de la misma manera. Y no podía desmayarse ahora a cualquier precio; mejor quedarse en la cama que perder el conocimiento.

Le costó el mismo esfuerzo volver a donde estaba antes, pero cuando se quedó tumbado suspirando y volvió a observar cómo sus piernas luchaban entre sí con más fuerza que antes, si es que eso era posible, no se le ocurrió ninguna forma de poner paz y orden en aquel caos. Se dijo a sí mismo una vez más que no le era posible permanecer en la cama y que lo más sensato sería liberarse de ella de la forma que fuera y con el sacrificio que fuera. Al mismo tiempo, sin embargo, no olvidó recordarse a sí mismo que era mucho mejor considerar las cosas con calma que precipitarse a conclusiones desesperadas. En momentos así, dirigía los ojos a la ventana y miraba hacia fuera con toda la claridad que podía, pero, por desgracia, incluso el otro lado de la estrecha calle estaba envuelto en la niebla matinal y la vista tenía poco de confiado o alegre que ofrecerle. "Las siete, ya", se dijo cuando el reloj volvió a sonar, "las siete, y todavía hay una niebla como ésta". Y se quedó allí quieto un rato más, respirando suavemente, como si tal vez esperara que la quietud total devolviera las cosas a su estado real y natural.

Pero luego se dijo: "Antes de que den las siete y cuarto tendré que haberme levantado de la cama. Y para entonces ya habrá venido alguien del trabajo a preguntarme qué me ha pasado, ya que abren antes de las siete". Así que se puso a la tarea de balancear todo su cuerpo fuera de la cama al mismo tiempo. Si conseguía caerse de la cama de esta manera y mantenía la cabeza levantada mientras lo hacía, probablemente podría evitar hacerse daño. Su espalda parecía bastante dura, y probablemente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo que más le preocupaba era el fuerte ruido que iba a hacer, y que incluso a través de todas las puertas probablemente suscitaría inquietud, si no alarma. Pero era algo a lo que había que arriesgarse.

Cuando Gregor ya estaba medio sobresaliendo de la cama -el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que mecerse hacia adelante y hacia atrás-, se le ocurrió lo sencillo que sería todo si alguien viniera a ayudarle. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- habrían sido más que suficientes; sólo tendrían que empujar con los brazos bajo la cúpula de su espalda, despegarlo de la cama, agacharse con la carga y luego ser pacientes y cuidadosos mientras se balanceaba sobre el suelo, donde, con suerte, las piernecitas encontrarían un uso. ¿Debía pedir ayuda, aparte de que todas las puertas estaban cerradas? A pesar de las dificultades, no pudo reprimir una sonrisa.

Al cabo de un rato ya se había movido tanto que le habría sido difícil mantener el equilibrio si se balanceaba demasiado fuerte. Eran las siete y diez y pronto tendría que tomar una decisión definitiva. Entonces llamaron a la puerta del piso. "Será alguien del trabajo", se dijo, y se quedó muy quieto, aunque sus piernecitas se animaron aún más al bailar de un lado a otro. Por un momento todo quedó en silencio. "No abrirán la puerta", se dijo Gregor, presa de una esperanza absurda. Pero entonces, claro, los pasos firmes de la criada se dirigieron como siempre hacia la puerta y la abrieron. Gregor sólo necesitó oír las primeras palabras de saludo del visitante y supo de quién se trataba: del mismísimo dependiente jefe. ¿Por qué Gregor tenía que ser el único condenado a trabajar en una empresa donde enseguida se volvían muy suspicaces al menor defecto? ¿Acaso todos los empleados, cada uno de ellos, eran unos patanes, no había uno de ellos que fuera fiel y devoto que se volviera tan loco con remordimientos de conciencia que no pudiera levantarse de la cama si no dedicaba al menos un par de horas por la mañana a asuntos de la empresa? ¿Acaso no bastaba con dejar que uno de los aprendices hiciera averiguaciones -suponiendo que éstas fueran necesarias-? ¿Tenía que venir el secretario jefe en persona, y tenían que demostrar a toda la inocente familia que aquello era tan sospechoso que sólo se podía confiar en que el secretario jefe tuviera la sabiduría de investigarlo? Y más porque estos pensamientos le habían trastornado que por decisión propia, se sacudió con todas sus fuerzas fuera de la cama. Se oyó un fuerte golpe, pero en realidad no fue un ruido fuerte. Su caída fue amortiguada un poco por la alfombra, y la espalda de Gregor también era más elástica de lo que había pensado, lo que hizo que el sonido fuera amortiguado y no se notara demasiado. Sin embargo, no se había sujetado la cabeza con suficiente cuidado y se la golpeó al caer; molesto y dolorido, la giró y la frotó contra la alfombra.

"Algo se ha caído ahí dentro", dijo el dependiente jefe de la habitación de la izquierda. Gregor trató de imaginar si algo parecido a lo que le había sucedido a él hoy podría sucederle también al dependiente jefe; había que reconocer que era posible. Pero, como si fuera una respuesta brusca a esta pregunta, en la habitación contigua se oyeron los pasos firmes del secretario jefe con sus botas muy pulidas. Desde la habitación de su derecha, la hermana de Gregor le susurró para avisarle: "Gregor, el secretario jefe está aquí". "Sí, ya lo sé", se dijo Gregor; pero sin atreverse a levantar la voz lo suficiente para que su hermana le oyera.

"Gregor", dijo su padre desde la habitación de su izquierda, "el jefe de personal ha venido y quiere saber por qué no te fuiste en el primer tren. No sabemos qué decirle. Además, quiere hablar contigo personalmente. Así que, por favor, abre esta puerta. Estoy seguro de que tendrá la bondad de perdonar el desorden de su habitación". Entonces el dependiente llamó: "Buenos días, Sr. Samsa". "No se encuentra bien", dijo su madre al dependiente jefe, mientras su padre seguía hablando a través de la puerta. "No está bien, créame. Si no, ¿por qué habría perdido Gregor un tren? El muchacho sólo piensa en el negocio. Casi me da rabia que nunca salga por las tardes; lleva una semana en la ciudad, pero se queda en casa todas las noches. Se sienta con nosotros en la cocina y se limita a leer el periódico o a estudiar los horarios de los trenes. Su idea de la relajación es trabajar con su sierra de calar. Ha hecho un pequeño marco, por ejemplo, sólo le ha llevado dos o tres tardes, te sorprenderá lo bonito que es; está colgado en su habitación; lo verás en cuanto Gregor abra la puerta. De todos modos, me alegro de que estés aquí; nosotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriera la puerta; es muy testarudo; y estoy segura de que no se encuentra bien, esta mañana dijo que sí, pero no es así". "Enseguida voy", dijo Gregor despacio y pensativo, pero sin moverse para no perderse ni una palabra de la conversación. "Pues no se me ocurre otra forma de explicarlo, señora Samsa", dijo el dependiente jefe, "espero que no sea nada grave. Pero, por otro lado, debo decir que si alguna vez las personas que nos dedicamos al comercio nos encontramos un poco mal, entonces, por suerte o por desgracia, como usted quiera, simplemente tenemos que superarlo por consideraciones comerciales." "Entonces, ¿puede venir a verte el dependiente jefe?", preguntó su padre con impaciencia, llamando de nuevo a la puerta. "No", respondió Gregor. En la habitación de la derecha se hizo un silencio doloroso; en la de la izquierda, su hermana se echó a llorar.

¿Por qué su hermana no fue a reunirse con los demás? Probablemente acababa de levantarse y ni siquiera había empezado a vestirse. ¿Y por qué lloraba? ¿Era porque no se había levantado y no había dejado entrar al dependiente jefe, porque corría el riesgo de perder su trabajo y si eso ocurría su jefe volvería a perseguir a sus padres con las mismas exigencias que antes? No había necesidad de preocuparse por esas cosas todavía. Gregor seguía allí y no tenía la menor intención de abandonar a su familia. Por el momento se limitó a permanecer tumbado en la alfombra, y nadie que conociera el estado en que se encontraba habría esperado seriamente que dejara entrar al dependiente jefe. No era más que una descortesía sin importancia, y más tarde se podría encontrar fácilmente una excusa adecuada, no era algo por lo que Gregor pudiera ser despedido en el acto. Y a Gregor le parecía mucho más sensato dejarle ahora en paz en vez de molestarle hablándole y llorando. Pero los demás no sabían lo que pasaba, estaban preocupados, eso excusaría su comportamiento.

El dependiente jefe levantó ahora la voz: "Señor Samsa", le llamó, "¿qué ocurre? Se atrinchera en su habitación, no nos da más que un sí o un no por respuesta, está causando una grave e innecesaria preocupación a sus padres y no cumple -y lo digo de paso- con sus obligaciones comerciales de una forma bastante inaudita. Hablo aquí en nombre de tus padres y de tu empleador, y realmente debo pedirte una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, muy asombrado. Creía conocerte como una persona tranquila y sensata, y ahora de repente pareces mostrarte con caprichos peculiares. Esta mañana, tu jefe sugirió una posible razón para tu incomparecencia, es cierto -tenía que ver con el dinero que te fue confiado recientemente-, pero estuve a punto de darle mi palabra de honor de que esa no podía ser la explicación correcta. Pero ahora que veo su incomprensible obstinación ya no siento el menor deseo de interceder en su favor. Y su posición tampoco es tan segura. En un principio tenía la intención de decirte todo esto en privado, pero ya que me haces perder el tiempo aquí sin ninguna buena razón no veo por qué tus padres no deberían enterarse también. Su facturación ha sido muy insatisfactoria últimamente; le concedo que no es la época del año para hacer negocios especialmente buenos, lo reconocemos; pero sencillamente no hay época del año para no hacer ningún negocio, señor Samsa, no podemos permitir que la haya."

"Pero señor", llamó Gregor, fuera de sí y olvidando todo lo demás en la excitación, "abriré inmediatamente, sólo un momento. Estoy un poco indispuesto, un ataque de vértigo, no he podido levantarme. Ahora sigo en la cama. Aunque ahora estoy bastante fresco de nuevo. Estoy saliendo de la cama. Un momento. ¡Ten paciencia! No es tan fácil como pensaba. Pero ya estoy bien. Es impactante lo que puede pasarle a una persona. Anoche estaba bastante bien, mis padres lo saben, quizás mejor que yo, ya tuve un pequeño síntoma anoche. Se habrán dado cuenta. ¡No sé por qué no se lo hice saber en el trabajo! Pero uno siempre piensa que puede superar una enfermedad sin quedarse en casa. ¡Por favor, no hagas sufrir a mis padres! No hay base para ninguna de las acusaciones que estás haciendo; nadie me ha dicho nunca una palabra sobre ninguna de estas cosas. Tal vez no has leído los últimos contratos que envié. Yo también saldré con el tren de las ocho, estas pocas horas de descanso me han dado fuerzas. No hace falta que espere, señor; estaré en la oficina poco después que usted, ¡y tenga la bondad de decírselo al jefe y recomendarme ante él!".

Y mientras Gregor soltaba estas palabras, sin saber apenas lo que decía, se dirigió hacia la cómoda -lo que hizo con facilidad, probablemente por la práctica que ya había tenido en la cama-, donde ahora intentaba incorporarse. Tenía muchas ganas de abrir la puerta, de que lo vieran y de hablar con el jefe de personal; los demás insistían mucho y tenía curiosidad por saber qué dirían cuando lo vieran. Si se escandalizaban, entonces ya no sería responsabilidad de Gregor y podría descansar. Si, por el contrario, se lo tomaban todo con calma, seguiría sin tener motivos para enfadarse, y si se daba prisa podría estar realmente en la estación para las ocho. Las primeras veces que intentó subirse a la cómoda lisa volvió a resbalar, pero finalmente se dio un último impulso y se mantuvo erguido; la parte inferior del cuerpo le dolía mucho, pero ya no le prestó atención. Ahora se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana y se agarró fuertemente a los bordes de la misma con sus piernecitas. Ahora también se había calmado y guardaba silencio para poder escuchar lo que decía el secretario jefe.

"¿Habéis entendido algo?", preguntó el jefe a sus padres, "seguro que no quiere tomarnos el pelo". "¡Oh, Dios!", gritó su madre, que ya estaba llorando, "podría estar gravemente enfermo y le estamos haciendo sufrir. ¡Grete! Grete!", gritó entonces. "¿Madre?", llamó su hermana desde el otro lado. Se comunicaron a través de la habitación de Gregor. "Tendrás que ir a buscar al médico enseguida. Gregor está enfermo. Rápido, trae al médico. ¿Has oído cómo hablaba Gregor?" "Era la voz de un animal", dijo el dependiente jefe, con una calma que contrastaba con los gritos de su madre. "¡Anna! Anna!", llamó su padre a la cocina a través del recibidor, dando palmadas, "¡que venga un cerrajero, ya!". Y las dos chicas, con las faldas ondeando, salieron corriendo por el vestíbulo, abriendo de un tirón la puerta principal del piso. ¿Cómo se las había arreglado su hermana para vestirse tan deprisa? No se oyó el ruido de la puerta al cerrarse de nuevo; debieron de dejarla abierta, como suele ocurrir en las casas donde ha sucedido algo horrible.

Gregor, en cambio, se había quedado mucho más tranquilo. Por eso ya no entendían sus palabras, aunque a él le parecían bastante claras, más claras que antes; tal vez sus oídos se habían acostumbrado al sonido. Pero se habían dado cuenta de que le pasaba algo y estaban dispuestos a ayudarle. La primera respuesta a su situación había sido segura y sabia, y eso le hizo sentirse mejor. Se sintió atraído de nuevo entre la gente, y del médico y el cerrajero esperaba grandes y sorprendentes logros, aunque en realidad no distinguía a uno de otro. Lo que se dijera a continuación sería crucial, así que, para que su voz fuera lo más clara posible, tosió un poco, pero procurando no hacerlo demasiado alto, ya que incluso esto podría sonar diferente a la forma en que tose un humano y ya no estaba seguro de poder juzgarlo por sí mismo. Mientras tanto, en la habitación de al lado reinaba un gran silencio. Tal vez sus padres estaban sentados a la mesa cuchicheando con el secretario jefe, o tal vez estaban todos apretados contra la puerta y escuchando.

Gregor se acercó lentamente a la puerta con la silla. Una vez allí, la soltó y se arrojó sobre la puerta, sosteniéndose contra ella con el adhesivo de las puntas de las piernas. Descansó allí un rato para recuperarse del esfuerzo y luego se dispuso a girar la llave en la cerradura con la boca. Desgraciadamente, parecía no tener dientes -¿cómo iba a agarrar la llave? -, pero la falta de dientes se compensaba, por supuesto, con una mandíbula muy fuerte; utilizando la mandíbula, realmente pudo empezar a girar la llave, ignorando el hecho de que debía de estar causando algún tipo de daño, ya que un líquido marrón salió de su boca, fluyó sobre la llave y goteó sobre el suelo. "Escuchad", dijo el empleado jefe en la habitación contigua, "está girando la llave". Esto animó mucho a Gregor; pero todos debían estar llamándole, su padre y su madre también: "Bien hecho, Gregor", deberían haber gritado, "¡sigue así, sigue con la cerradura!". Y con la idea de que todos seguían entusiasmados sus esfuerzos, mordió la llave con todas sus fuerzas, sin prestar atención al dolor que se causaba a sí mismo. A medida que la llave giraba, él daba vueltas a la cerradura con ella, manteniéndose erguido sólo con la boca, y se colgaba de la llave o la empujaba de nuevo hacia abajo con todo el peso de su cuerpo, según fuera necesario. El claro sonido de la cerradura al retroceder fue la señal de Gregor de que podía romper su concentración, y al recuperar el aliento se dijo a sí mismo: "Así que, después de todo, no necesitaba al cerrajero". Luego apoyó la cabeza en el picaporte de la puerta para abrirla del todo.

Como tuvo que abrir la puerta de esta manera, ya estaba abierta de par en par antes de que le vieran. Primero tuvo que girar lentamente alrededor de una de las puertas dobles, y tuvo que hacerlo con mucho cuidado si no quería caerse de espaldas antes de entrar en la habitación. Todavía estaba ocupado con este difícil movimiento, incapaz de prestar atención a nada más, cuando oyó al dependiente jefe exclamar un fuerte "¡Oh!", que sonó como el susurro del viento. Ahora también lo vio -era el que estaba más cerca de la puerta-, con la mano apretada contra la boca abierta y retrocediendo lentamente como impulsado por una fuerza constante e invisible. La madre de Gregor, con el pelo aún revuelto por la cama a pesar de la presencia del dependiente jefe, miró a su padre. Luego desplegó los brazos, avanzó dos pasos hacia Gregor y se hundió en el suelo dentro de las faldas que se extendían a su alrededor mientras su cabeza desaparecía sobre su pecho. Su padre pareció hostil y apretó los puños como si quisiera devolver a Gregor a su habitación. Luego miró inseguro alrededor del salón, se cubrió los ojos con las manos y lloró de tal modo que su poderoso pecho tembló.

Así que Gregor no entró en la habitación, sino que se apoyó en el interior de la otra puerta, que seguía atornillada. De este modo sólo se veía la mitad de su cuerpo y, por encima, la cabeza, que inclinó hacia un lado mientras miraba a los demás. Mientras tanto, el día se había vuelto mucho más claro; parte del interminable edificio negro grisáceo del otro lado de la calle -que era un hospital- podía verse con bastante claridad, con la austera y regular línea de ventanas perforando su fachada; la lluvia seguía cayendo, ahora arrojando gotas grandes e individuales que golpeaban el suelo de una en una. Sobre la mesa estaba la colada del desayuno; había tanta porque, para el padre de Gregor, el desayuno era la comida más importante del día y la alargaba durante varias horas mientras se sentaba a leer diversos periódicos. En la pared de justo enfrente había una fotografía de Gregor cuando era teniente del ejército, con la espada en la mano y una sonrisa despreocupada en la cara mientras pedía respeto por su uniforme y su porte. La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta principal del piso también lo estaba, pudo ver el rellano y las escaleras por las que empezaban a bajar.

"Ahora, pues", dijo Gregor, consciente de que era el único que había mantenido la calma, "me vestiré enseguida, recogeré mis muestras y me pondré en marcha. ¿Me dejas ir, por favor? Ya ve", le dijo al jefe de personal, "que no soy testarudo y me gusta hacer mi trabajo; ser viajante de comercio es arduo, pero sin viajar no podría ganarme la vida. Entonces, ¿adónde vas, a la oficina? ¿Sí? ¿Informarás de todo con precisión, entonces? Es muy posible que alguien se encuentre temporalmente incapacitado para trabajar, pero ése es el momento oportuno para recordar lo conseguido en el pasado y considerar que más adelante, una vez eliminada la dificultad, trabajará sin duda con mayor diligencia y concentración. Usted sabe muy bien que tengo serias deudas con nuestro patrón, además de tener que cuidar de mis padres y de mi hermana, por lo que estoy atrapado en una situación difícil, pero volveré a salir de ella. Por favor, no me pongas las cosas más difíciles de lo que ya están y no tomes partido contra mí en la oficina. Sé que a nadie le gustan los viajeros. Piensan que ganamos un sueldo enorme además de pasarlo mal. Eso son prejuicios, pero no tienen ninguna razón en particular para pensar mejor. Pero usted, señor, tiene una mejor visión de conjunto que el resto del personal, de hecho, si puedo decir esto en confianza, una mejor visión de conjunto que el propio jefe: es muy fácil que un hombre de negocios como él se equivoque con sus empleados y los juzgue más duramente de lo que debería. Y también sabe muy bien que los viajeros pasamos casi todo el año fuera de la oficina, por lo que es muy fácil que seamos víctimas de habladurías y de quejas fortuitas e infundadas, y es casi imposible defenderse de ese tipo de cosas, normalmente ni siquiera nos enteramos de ellas, o si acaso es cuando llegamos a casa agotados de un viaje, y es entonces cuando sentimos los efectos nocivos de lo que ha pasado sin saber siquiera qué los ha causado. Por favor, no se vaya, al menos diga primero algo que demuestre que reconoce que al menos en parte tengo razón".

Pero el dependiente jefe se había dado la vuelta en cuanto Gregor empezó a hablar y, con los labios salientes, se limitó a mirarle por encima de los hombros temblorosos mientras se marchaba. No se quedó quieto ni un momento mientras Gregor hablaba, sino que avanzó con paso firme hacia la puerta sin apartar los ojos de él. Se movía muy poco a poco, como si hubiera alguna prohibición secreta de abandonar la habitación. Sólo cuando hubo llegado al vestíbulo hizo un movimiento brusco, sacó el pie del salón y se precipitó hacia delante presa del pánico. En el vestíbulo, estiró mucho la mano derecha hacia la escalera, como si ahí fuera hubiera alguna fuerza sobrenatural esperando para salvarle.

Gregor se dio cuenta de que estaba fuera de lugar dejar que el dependiente jefe se marchara con ese estado de ánimo si no quería que su puesto en la empresa corriera un peligro extremo. Eso era algo que sus padres no entendían muy bien; a lo largo de los años, se habían convencido de que ese trabajo mantendría a Gregor durante toda su vida y, además, tenían tantas cosas de las que preocuparse en el presente que habían perdido de vista cualquier pensamiento para el futuro. Gregor, sin embargo, sí pensaba en el futuro. Había que contener, calmar, convencer y finalmente convencer al jefe de la oficina; ¡el futuro de Gregor y de su familia dependía de ello! ¡Si su hermana estuviera aquí! Era lista; ya estaba llorando mientras Gregor seguía tumbado tranquilamente de espaldas. Y el dependiente jefe era un amante de las mujeres, seguramente ella podría persuadirle; cerraría la puerta principal del vestíbulo y le convencería para que saliera de su estado de shock. Pero su hermana no estaba allí, Gregor tendría que hacer el trabajo él mismo. Y sin tener en cuenta que aún no estaba familiarizado con lo bien que podía moverse en su estado actual, o que su discurso aún podría no ser -o probablemente no sería- entendido, soltó la puerta; se empujó a través de la abertura; trató de alcanzar al dependiente jefe en el rellano que, ridículamente, estaba agarrado a la barandilla con ambas manos; pero Gregor cayó inmediatamente y, con un pequeño grito mientras buscaba algo a lo que agarrarse, aterrizó sobre sus numerosas piernecitas. Apenas ocurrió aquello, por primera vez en el día, empezó a sentirse bien con su cuerpo; las piernecitas tenían la tierra firme debajo de ellas; para su placer, hacían exactamente lo que él les decía; incluso se esforzaban por llevarle adonde él quería ir; y pronto creyó que todas sus penas llegarían por fin a su fin. Contuvo las ganas de moverse, pero se balanceó de un lado a otro mientras permanecía agazapado en el suelo. Su madre estaba no muy lejos, frente a él, y parecía, al principio, bastante ensimismada, pero de pronto se levantó de un salto con los brazos extendidos y los dedos abiertos gritando: "¡Socorro, por piedad, socorro!". La forma en que sostenía la cabeza sugería que quería ver mejor a Gregor, pero la manera irreflexiva en que se apresuraba hacia atrás demostraba que no; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa con todas las cosas del desayuno; cuando llegó a la mesa se sentó rápidamente en ella sin saber lo que hacía; sin siquiera parecer darse cuenta de que la cafetera había sido volcada y un chorro de café se derramaba sobre la alfombra.

"Madre, madre", dijo Gregor suavemente, mirándola. Se había olvidado por completo del dependiente jefe por el momento, pero no pudo evitar dar un chasquido en el aire con las mandíbulas al ver el chorro de café. Aquello puso a su madre a gritar de nuevo, huyó de la mesa y se echó en brazos de su padre mientras éste corría hacia ella. Gregor, sin embargo, ya no tenía tiempo para sus padres; el dependiente jefe ya había llegado a la escalera; con la barbilla apoyada en la barandilla, miró hacia atrás por última vez. Gregor echó a correr hacia él; quería estar seguro de alcanzarle; el jefe de la oficina debió de esperar algo, pues bajó de un salto varios peldaños a la vez y desapareció; sus gritos resonaron por toda la escalera. Desgraciadamente, la huida del jefe de la oficina hizo que el padre de Gregor también entrara en pánico. Hasta entonces se había controlado relativamente bien, pero ahora, en lugar de correr tras él, o al menos de no estorbar a Gregor mientras corría tras él, el padre de Gregor cogió el bastón del jefe con la mano derecha (el jefe lo había dejado sobre una silla, junto con su sombrero y su abrigo), cogió un gran periódico de la mesa con la izquierda y los utilizó para empujar a Gregor de vuelta a su habitación, dándole pisotones mientras avanzaba. Las súplicas de Gregor a su padre no sirvieron de nada, sencillamente no fueron comprendidas, por mucho que él girara humildemente la cabeza, su padre se limitó a darle un pisotón aún más fuerte. Al otro lado de la habitación, a pesar del frío, la madre de Gregor había abierto una ventana, se había asomado a ella y se había llevado las manos a la cara. Una fuerte corriente de aire entró desde la calle hacia la escalera, las cortinas se levantaron, los periódicos de la mesa se agitaron y algunos cayeron al suelo. Nada detendría al padre de Gregor mientras le hacía retroceder, haciéndole sisear como un salvaje. Gregor nunca había tenido práctica en retroceder y sólo era capaz de ir muy despacio. Si Gregor hubiera podido darse la vuelta, habría regresado enseguida a su habitación, pero temía que, si se tomaba el tiempo necesario para hacerlo, su padre se impacientaría, y existía la amenaza de que en cualquier momento recibiera un golpe mortal en la espalda o en la cabeza con el palo que su padre tenía en la mano. Al final, Gregor se dio cuenta de que no tenía otra opción, pues vio, para su disgusto, que era totalmente incapaz de retroceder en línea recta; así que empezó, lo más deprisa posible y con frecuentes miradas ansiosas a su padre, a darse la vuelta. Iba muy despacio, pero tal vez su padre era capaz de ver sus buenas intenciones, ya que no hacía nada para impedírselo; de hecho, de vez en cuando utilizaba la punta de su bastón para darle indicaciones desde la distancia sobre hacia dónde tenía que girar. Ojalá su padre dejara de silbar de forma insoportable. Estaba confundiendo a Gregor. Cuando casi había terminado de dar la vuelta, todavía escuchando aquel silbido, se equivocó y volvió un poco por donde había venido. Se alegró cuando por fin tuvo la cabeza frente a la puerta, pero luego vio que era demasiado estrecha, y su cuerpo demasiado ancho para atravesarla sin más dificultad. En su estado de ánimo actual, a su padre no se le ocurrió abrir la otra puerta doble para que Gregor tuviera espacio suficiente para pasar. Sólo tenía la idea de que Gregor volviera a su habitación lo antes posible. Tampoco le habría dado tiempo a Gregor para ponerse en pie y prepararse para atravesar la puerta. Lo que hizo, haciendo más ruido que nunca, fue empujar a Gregor hacia delante con más fuerza, como si no hubiera nada en el camino; a Gregor le sonó como si ahora hubiera más de un padre detrás de él; no fue una experiencia agradable, y Gregor se empujó hacia la puerta sin tener en cuenta lo que pudiera pasar. Un costado de su cuerpo se levantó solo, quedó tendido en ángulo en el umbral, un flanco rozaba la puerta blanca y estaba dolorosamente herido, dejándole viles motas marrones, pronto se quedó clavado con rapidez y no habría podido moverse en absoluto por sí mismo, las patitas de un costado colgaban temblorosas en el aire mientras las del otro lado se apretaban dolorosamente contra el suelo. Entonces su padre le dio un fuerte empujón por detrás que lo soltó de donde estaba sujeto y lo envió volando, y sangrando abundantemente, al interior de su habitación. La puerta se cerró de golpe con el bastón y, finalmente, todo quedó en silencio.


II

Gregor no se despertó de su profundo sueño, parecido a un coma, hasta que oscureció. De todos modos, se habría despertado poco después aunque no le hubieran molestado, ya que había dormido lo suficiente y se sentía totalmente descansado. Pero tuvo la impresión de que le habían despertado unos pasos apresurados y el sonido de la puerta que daba a la sala de estar, cuidadosamente cerrada. La luz de las farolas brillaba pálidamente aquí y allá en el techo y en la parte superior de los muebles, pero abajo, donde estaba Gregor, estaba oscuro. Se acercó a la puerta, tanteando torpemente con su antena -de la que ahora empezaba a aprender el valor- para ver qué había pasado allí. Todo su costado izquierdo parecía una cicatriz dolorosamente estirada, y cojeaba mal sobre sus dos piernas. Una de las piernas había resultado gravemente herida en los sucesos de aquella mañana -era casi un milagro que sólo una de ellas lo hubiera sido- y se arrastraba sin vida.

Sólo cuando llegó a la puerta se dio cuenta de lo que realmente le había atraído hacia ella: el olor de algo de comer. Junto a la puerta había un plato lleno de leche azucarada con trocitos de pan blanco flotando en él. Se alegró tanto que casi se echó a reír, pues tenía aún más hambre que aquella mañana, e inmediatamente sumergió la cabeza en la leche, casi cubriéndose los ojos con ella. Pero no tardó en retirar la cabeza, decepcionado; no sólo el dolor de su delicado costado izquierdo le dificultaba ingerir la comida -sólo era capaz de comer si todo su cuerpo funcionaba como un todo que resoplaba-, sino que la leche no sabía nada bien. La leche así era normalmente su bebida favorita, y su hermana seguramente se la había dejado allí por eso, pero él se apartó, casi contra su propia voluntad, del plato y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación.

A través de la rendija de la puerta, Gregor pudo ver que habían encendido el gas en el salón. A esa hora, su padre solía estar sentado con el periódico de la tarde, leyéndoselo en voz alta a la madre de Gregor, y a veces a su hermana, pero ahora no se oía ni un ruido. La hermana de Gregor le escribía a menudo y le hablaba de esta lectura, pero tal vez su padre había perdido la costumbre en los últimos tiempos. También había mucho silencio alrededor, aunque debía de haber alguien en el piso. "Qué vida tan tranquila lleva la familia", se dijo Gregor, y, mirando en la oscuridad, sintió un gran orgullo por haber sido capaz de proporcionar una vida así en un hogar tan agradable para su hermana y sus padres. Pero, ¿y ahora, si toda esta paz, riqueza y comodidad llegaran a un final horrible y aterrador? Eso era algo en lo que Gregor no quería pensar demasiado, así que empezó a moverse de un lado a otro, arrastrándose arriba y abajo por la habitación.

Una vez, durante aquella larga velada, la puerta de un lado de la habitación se abrió muy ligeramente y volvió a cerrarse apresuradamente; más tarde, la puerta del otro lado hizo lo mismo; parecía que alguien necesitaba entrar en la habitación, pero se lo pensó mejor. Gregor fue y esperó inmediatamente junto a la puerta, resuelto a hacer entrar de algún modo al tímido visitante en la habitación o, al menos, a averiguar quién era; pero la puerta no se abrió más aquella noche y Gregor esperó en vano. La mañana anterior, mientras las puertas estaban cerradas, todo el mundo había querido entrar allí con él, pero ahora, ahora que había abierto una de las puertas y la otra había sido claramente abierta en algún momento del día, nadie vino, y las llaves estaban en los otros lados.

Hasta bien entrada la noche no se apagó la luz de gas del salón, y ahora era fácil darse cuenta de que sus padres y su hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, pues se les oía claramente alejarse juntos de puntillas. Estaba claro que nadie volvería a entrar en la habitación de Gregor hasta por la mañana; eso le daba tiempo de sobra para pensar sin ser molestado en cómo tendría que reorganizar su vida. Por alguna razón, la habitación alta y vacía en la que se veía obligado a permanecer le hacía sentirse incómodo mientras permanecía tumbado en el suelo, a pesar de que llevaba cinco años viviendo en ella. Apenas consciente de lo que hacía, aparte de un ligero sentimiento de vergüenza, se apresuró a meterse debajo del sofá. Le oprimía un poco la espalda y ya no podía levantar la cabeza, pero a pesar de todo se sintió inmediatamente a gusto y lo único que lamentaba era que su cuerpo fuera demasiado ancho para meterlo todo debajo.

Pasó allí toda la noche. Una parte del tiempo la pasó en un sueño ligero, aunque con frecuencia se despertaba de él alarmado por el hambre, y otra parte en preocupaciones y vagas esperanzas que, sin embargo, siempre le llevaban a la misma conclusión: por el momento debía mantener la calma, debía mostrar paciencia y la mayor consideración para que su familia pudiera soportar el malestar que él, en su actual estado, se veía obligado a imponerles.

Gregor pronto tuvo ocasión de comprobar la firmeza de sus decisiones, pues a la mañana siguiente, casi antes de que acabara la noche, su hermana, casi completamente vestida, abrió la puerta desde la habitación delantera y miró ansiosamente hacia dentro. No lo vio de inmediato, pero cuando se dio cuenta de que estaba debajo del sofá -tenía que estar en alguna parte, por el amor de Dios, no podía haberse ido volando- se quedó tan sorprendida que perdió el control de sí misma y volvió a cerrar la puerta de un portazo desde fuera. Pero pareció arrepentirse de su comportamiento, pues volvió a abrir la puerta enseguida y entró de puntillas, como si entrara en la habitación de alguien gravemente enfermo o incluso de un desconocido. Gregor había echado la cabeza hacia delante, hasta el borde del sofá, y la observaba. ¿Se daría cuenta ella de que había dejado la leche como estaba, comprendería que no era por falta de hambre y le traería otra comida más adecuada? Si no lo hacía ella, prefería pasar hambre antes que llamarle la atención, aunque sentía unas ganas terribles de salir corriendo de debajo del sofá, arrojarse a los pies de su hermana y rogarle que le diera algo bueno de comer. Sin embargo, su hermana se dio cuenta enseguida de que el plato estaba lleno y lo miró junto con las pocas gotas de leche que salpicaban a su alrededor con cierta sorpresa. Inmediatamente lo recogió -con un trapo, no con las manos desnudas- y se lo llevó. Gregor sintió gran curiosidad por saber qué traería en su lugar, imaginando las más descabelladas posibilidades, pero nunca habría podido adivinar lo que su hermana, en su bondad, trajo en realidad. Para probar su gusto, le trajo toda una selección de cosas, todas ellas esparcidas sobre un viejo periódico. Había verduras viejas y medio podridas; huesos de la cena, cubiertos de salsa blanca que se había puesto dura; unas cuantas pasas y almendras; un poco de queso que Gregor había declarado incomible dos días antes; un panecillo seco y un poco de pan untado con mantequilla y sal. Además de todo eso, había vertido un poco de agua en el plato, que probablemente se había reservado permanentemente para el uso de Gregor, y lo había colocado junto a ellos. Luego, por consideración a los sentimientos de Gregor, ya que sabía que él no comería delante de ella, se apresuró a salir de nuevo e incluso giró la llave en la cerradura para que Gregor supiera que podía ponerse las cosas tan cómodas como quisiera. Las piernecitas de Gregor zumbaron, por fin podía comer. Además, sus heridas debían de estar ya completamente curadas, pues no le costaba moverse. Esto le asombró, ya que más de un mes antes se había cortado ligeramente el dedo con un cuchillo, pensó en cómo le había dolido todavía el dedo anteayer. "¿Soy menos sensible que antes, entonces?", pensó, y ya estaba chupando con avidez el queso que le había atraído de inmediato, casi con compulsión, mucho más que los demás alimentos del periódico. Rápidamente, uno tras otro, con los ojos llorosos de placer, consumía el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, en cambio, no le gustaban nada, e incluso arrastraba las cosas que sí quería comer un poco lejos de ellos porque no soportaba el olor. Mucho después de que hubiera terminado de comer y permaneciera aletargado en el mismo lugar, su hermana giró lentamente la llave en la cerradura en señal de que debía retirarse. Se sobresaltó de inmediato, aunque había estado medio dormido, y se apresuró a volver bajo el sofá. Pero necesitó un gran autocontrol para permanecer allí incluso durante el poco tiempo que su hermana estuvo en la habitación, ya que comer tanto le había redondeado un poco el cuerpo y apenas podía respirar en aquel estrecho espacio. Medio asfixiado, observó con los ojos desorbitados cómo su hermana cogía despreocupadamente una escoba y barría las sobras, mezclándolas con la comida que él ni siquiera había tocado en absoluto, como si ya no se pudiera utilizar. Rápidamente lo dejó caer todo en un cubo, lo cerró con su tapa de madera y se lo llevó todo. Apenas le dio la espalda, Gregor volvió a salir de debajo del sofá y se estiró.

Así era como Gregor recibía la comida todos los días, una vez por la mañana, mientras sus padres y la criada dormían, y la segunda vez después de que todos hubiesen comido a mediodía, ya que sus padres también dormían un rato y la hermana de Gregor enviaba a la criada a hacer algún recado. El padre y la madre de Gregor tampoco querían que se muriera de hambre, pero tal vez hubiera sido más de lo que podían soportar tener más experiencia de su alimentación que el hecho de que se lo contaran, y tal vez su hermana quería evitarles la angustia que pudiera, pues ya estaban sufriendo bastante.

A Gregor le fue imposible averiguar qué le habían dicho al médico y al cerrajero aquella primera mañana para sacarlos del piso. Como nadie podía entenderle, nadie, ni siquiera su hermana, pensaba que él pudiera entenderles a ellos, así que tuvo que contentarse con oír los suspiros de su hermana y las súplicas a los santos mientras se movía por su habitación. Sólo más tarde, cuando ella se había acostumbrado un poco más a todo -por supuesto, no había duda de que nunca se acostumbraría del todo a la situación-, Gregor captaba a veces un comentario amistoso, o al menos un comentario que podía interpretarse como amistoso. "Hoy ha disfrutado de la cena", podía decir ella cuando él había recogido diligentemente toda la comida que le habían dejado, o si dejaba la mayor parte, lo que poco a poco se hacía cada vez más frecuente, solía decir, con tristeza, "ahora todo se ha vuelto a quedar ahí".

Aunque Gregor no podía oír directamente ninguna noticia, sí escuchaba mucho de lo que se decía en las habitaciones contiguas, y siempre que oía hablar a alguien corría directamente a la puerta correspondiente y apretaba todo su cuerpo contra ella. Rara vez había una conversación, sobre todo al principio, en la que no se hablara de él de alguna manera, aunque fuera en secreto. Durante dos días enteros, todas las conversaciones a la hora de comer giraron en torno a lo que debían hacer ahora; pero incluso entre comidas hablaban del mismo tema, ya que siempre había al menos dos miembros de la familia en casa: nadie quería estar solo en casa y era imposible dejar el piso completamente vacío. Y el primer día, la criada había caído de rodillas y suplicado a la madre de Gregor que la dejara marchar sin demora. No estaba muy claro cuánto sabía de lo ocurrido, pero se marchó al cabo de un cuarto de hora, agradeciendo entre lágrimas a la madre de Gregor su despido como si le hubiera hecho un enorme servicio. Incluso juró enfáticamente no contarle a nadie lo más mínimo de lo que había sucedido, aunque nadie se lo había pedido.

Ahora la hermana de Gregor también tenía que ayudar a su madre a cocinar; aunque eso no era tanta molestia, ya que nadie comía mucho. Gregor oía a menudo cómo uno de ellos instaba infructuosamente a otro a comer, y no recibía más respuesta que un "no, gracias, ya he comido bastante" o algo parecido. Tampoco bebían mucho. Su hermana a veces preguntaba a su padre si quería una cerveza, esperando la oportunidad de ir a buscarla ella misma. Cuando su padre no decía nada, ella añadía, para que él no se sintiera egoísta, que podía enviar a la asistenta a buscarla, pero entonces su padre zanjaba el asunto con un sonoro "no", y no se decía nada más.

Incluso antes de que terminara el primer día, su padre había explicado a la madre y a la hermana de Gregor cuáles eran sus finanzas y perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y sacaba algún recibo o documento de la cajita de caudales que había guardado de su negocio cuando se había hundido cinco años antes. Gregor oyó cómo abría la complicada cerradura y volvía a cerrarla después de coger el objeto que quería. Lo que oyó decir a su padre fue una de las primeras buenas noticias que Gregor escuchó desde que había sido encarcelado por primera vez en su habitación. Había pensado que del negocio de su padre no quedaba nada en absoluto, al menos nunca le había dicho nada diferente, y de todas formas Gregor nunca le había preguntado por ello. Su desgracia empresarial había reducido a la familia a un estado de desesperación total, y la única preocupación de Gregor en aquel momento había sido arreglar las cosas para que todos pudieran olvidarlo lo antes posible. Así que empezó a trabajar con especial ahínco, con un vigor ardiente que lo elevó de vendedor subalterno a representante itinerante casi de la noche a la mañana, lo que trajo consigo la posibilidad de ganar dinero de formas muy distintas. Gregor convertía su éxito en el trabajo directamente en dinero que podía poner sobre la mesa en casa en beneficio de su asombrada y encantada familia. Habían sido buenos tiempos y no habían vuelto a repetirse, al menos no con el mismo esplendor, aunque Gregor había ganado después tanto que estaba en condiciones de asumir los gastos de toda la familia, y los asumía. Incluso se habían acostumbrado a ello, tanto Gregor como la familia, tomaban el dinero con gratitud y él se alegraba de proporcionárselo, aunque ya no se daba mucho afecto cálido a cambio. Gregor sólo permanecía ahora cerca de su hermana. A diferencia de él, ella era muy aficionada a la música y una violinista dotada y expresiva, era su plan secreto enviarla al conservatorio el próximo año aunque ello le ocasionara grandes gastos que tendría que compensar de alguna otra manera. Durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, las conversaciones con su hermana solían girar en torno al conservatorio, pero sólo se mencionaba como un bonito sueño que nunca podría hacerse realidad. A sus padres no les gustaba oír esta charla inocente, pero Gregor lo pensó bastante y decidió que les haría saber lo que planeaba con un gran anuncio el día de Navidad.

Ése era el tipo de cosas totalmente inútiles que le pasaban por la cabeza en su estado actual, apretado contra la puerta y escuchando. Había momentos en los que simplemente estaba demasiado cansado para seguir escuchando, cuando su cabeza caía cansada contra la puerta y volvía a levantarla con un sobresalto, ya que hasta el más mínimo ruido que provocaba se oía al lado y todos se quedaban en silencio. "¿Qué está haciendo ahora?", decía su padre al cabo de un rato, habiendo ido claramente hacia la puerta, y sólo entonces se retomaba lentamente la conversación interrumpida.

Al explicar las cosas, su padre se repetía varias veces, en parte porque hacía mucho tiempo que él mismo no se ocupaba de estos asuntos y en parte porque la madre de Gregor no lo entendía todo la primera vez. De estas repetidas explicaciones Gregor aprendió, para su placer, que a pesar de todas sus desgracias aún quedaba algo de dinero disponible de los viejos tiempos. No era mucho, pero no lo habían tocado mientras tanto y se habían acumulado algunos intereses. Además, no habían gastado todo el dinero que Gregor traía a casa cada mes, quedándose sólo con un poco, de modo que también eso se había ido acumulando. Detrás de la puerta, Gregor asintió con entusiasmo complacido por este inesperado ahorro y prudencia. En realidad, podría haber utilizado este dinero sobrante para reducir la deuda de su padre con su jefe, y el día en que hubiera podido liberarse de aquel trabajo habría estado mucho más cerca, pero ahora era ciertamente mejor la forma en que su padre había hecho las cosas.

Este dinero, sin embargo, no era ciertamente suficiente para que la familia pudiera vivir de los intereses; bastaba para mantenerlos durante, tal vez, uno o dos años, no más. Es decir, era un dinero que en realidad no debía tocarse, sino reservarse para emergencias; el dinero para vivir había que ganarlo. Su padre estaba sano, pero era viejo y carecía de confianza en sí mismo. Durante los cinco años que llevaba sin trabajar -las primeras vacaciones de una vida llena de tensiones y ningún éxito- había engordado mucho y se había vuelto muy lento y torpe. ¿Tendría que ir ahora la anciana madre de Gregor a ganar dinero? Sufría de asma y le costaba mucho moverse por la casa; un día sí y otro también se pasaba la vida luchando por respirar en el sofá, junto a la ventana abierta. ¿Tendría que ir su hermana a ganar dinero? Aún era una niña de diecisiete años, su vida hasta entonces había sido muy envidiable, consistía en llevar ropa bonita, dormir hasta tarde, ayudar en el negocio, participar en algunos placeres modestos y, sobre todo, tocar el violín. Cada vez que empezaban a hablar de la necesidad de ganar dinero, Gregor siempre soltaba primero la puerta y luego se tiraba en el fresco sofá de cuero que había junto a ella, pues se acaloraba de vergüenza y remordimiento.

A menudo pasaba allí toda la noche, sin pegar ojo y arañando el cuero durante horas. O se tomaba la molestia de acercar una silla a la ventana, subirse al alféizar y, apoyado en la silla, apoyarse en la ventana para mirar por ella. Solía sentir una gran sensación de libertad al hacer esto, pero hacerlo ahora era obviamente algo más recordado que experimentado, ya que lo que realmente veía de esta manera era cada día menos nítido, incluso las cosas que estaban bastante cerca; Solía maldecir la omnipresente vista del hospital al otro lado de la calle, pero ahora no podía verla en absoluto, y si no hubiera sabido que vivía en Charlottenstrasse, que era una calle tranquila a pesar de estar en medio de la ciudad, podría haber pensado que estaba mirando por la ventana a un páramo estéril donde el cielo gris y la tierra gris se mezclaban inseparablemente. Su observadora hermana sólo necesitó fijarse dos veces en la silla para volver a colocarla en su posición exacta junto a la ventana después de ordenar la habitación, e incluso dejó abierto el cristal interior de la ventana a partir de entonces.

Si Gregor hubiera podido hablar con su hermana y agradecerle todo lo que había hecho por él, le habría sido más fácil soportarlo; pero tal como estaba le causaba dolor. Su hermana, naturalmente, intentaba en la medida de lo posible fingir que no había nada pesado en ello, y cuanto más tiempo pasaba, por supuesto, mejor podía hacerlo, pero a medida que pasaba el tiempo Gregor también era capaz de ver a través de todo ello mucho mejor. Incluso se había vuelto muy desagradable para él cada vez que ella entraba en la habitación. Apenas entraba, cerraba rápidamente la puerta como precaución para que nadie tuviera que sufrir la visión de la habitación de Gregor, y luego iba directamente a la ventana y la abría de un tirón, casi como si se estuviera asfixiando. Aunque hiciera frío, se quedaba en la ventana respirando profundamente durante un rato. Alarmaba a Gregor dos veces al día con sus correrías y ruidos; él se quedaba bajo el sofá temblando todo el rato, sabiendo perfectamente que a ella le habría gustado evitarle ese suplicio, pero le era imposible estar en la misma habitación con él con las ventanas cerradas.

Un día, más o menos un mes después de la transformación de Gregor, cuando su hermana ya no tenía ningún motivo especial para escandalizarse por su aspecto, entró en la habitación un poco antes de lo habitual y lo encontró todavía mirando por la ventana, inmóvil, y justo donde estaría más horrible. En sí, que su hermana no entrara en la habitación no habría sido ninguna sorpresa para Gregor, ya que habría sido difícil que ella abriera inmediatamente la ventana mientras él seguía allí, pero no sólo no entró, sino que fue directamente hacia atrás y cerró la puerta tras de sí, un extraño habría pensado que la había amenazado e intentado morderla. Gregor fue directamente a esconderse bajo el sofá, por supuesto, pero tuvo que esperar hasta el mediodía para que su hermana volviera y parecía mucho más inquieta que de costumbre. Eso le hizo darse cuenta de que a ella su aspecto le seguía pareciendo insoportable y continuaría haciéndolo, probablemente incluso tuvo que vencer el impulso de huir cuando vio el pedacito de él que sobresalía de debajo del sofá. Un día, para evitarle incluso esta visión, se pasó cuatro horas llevando la sábana a cuestas hasta el sofá y la colocó de forma que quedara completamente cubierto y su hermana no pudiera verlo ni aunque se agachara. Si ella no creía necesaria la sábana, sólo tenía que volver a quitársela, pues estaba bastante claro que a Gregor no le hacía ninguna gracia aislarse tan completamente. Dejó la sábana donde estaba. Gregor incluso creyó vislumbrar una mirada de gratitud una vez que se asomó con cuidado por debajo de la sábana para ver si a su hermana le gustaba el nuevo arreglo.

Durante los primeros catorce días, los padres de Gregor no se atrevían a entrar en la habitación para verle. A menudo les oía decir cómo apreciaban todo el trabajo nuevo que hacía su hermana, aunque antes la habían visto como una chica algo inútil y a menudo se habían enfadado con ella. Pero ahora los dos, padre y madre, esperaban a menudo ante la puerta de la habitación de Gregor mientras su hermana ordenaba allí dentro, y en cuanto ella volvía a salir tenía que contarles exactamente cómo estaba todo, qué había comido Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, tal vez, podía apreciarse alguna ligera mejoría. Su madre también quería entrar a visitar a Gregor relativamente pronto, pero su padre y su hermana al principio la persuadieron de que no lo hiciera. Gregor escuchó todo esto con mucha atención y lo aprobó plenamente. Más tarde, sin embargo, tuvo que ser retenida por la fuerza, lo que le hizo gritar: "¡Dejadme ir a ver a Gregor, es mi desgraciado hijo! ¿No comprendes que tengo que verle?", y Gregor pensaba que tal vez sería mejor que su madre viniera, no todos los días, por supuesto, pero sí un día a la semana, tal vez; ella podría entenderlo todo mucho mejor que su hermana que, a pesar de todo su valor, seguía siendo sólo una niña después de todo, y realmente podría no haber tenido la apreciación de un adulto de la pesada tarea que había asumido.

El deseo de Gregor de ver a su madre pronto se hizo realidad. Por consideración a sus padres, Gregor quería evitar que lo vieran por la ventana durante el día, los pocos metros cuadrados del piso no le daban mucho espacio para gatear, era difícil pasar la noche tumbado tranquilamente, la comida pronto dejó de darle placer, así que, para entretenerse, adquirió la costumbre de subir y bajar por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente colgarse del techo; era muy diferente de estar tumbado en el suelo; podía respirar más libremente; su cuerpo tenía un ligero balanceo; y allí arriba, relajado y casi feliz, podía ocurrir que se sorprendiera a sí mismo soltándose del techo y aterrizando en el suelo con un estruendo. Pero ahora, por supuesto, controlaba su cuerpo mucho mejor que antes e, incluso con una caída tan grande como aquella, no se causaba ningún daño. Muy pronto su hermana se dio cuenta de la nueva forma que tenía Gregor de entretenerse -después de todo, había dejado rastros del adhesivo de sus pies al arrastrarse- y se le metió en la cabeza facilitarle lo más posible las cosas quitando los muebles que le estorbaban, especialmente la cómoda y el escritorio. Ahora bien, esto no era algo que pudiera hacer sola; no se atrevió a pedir ayuda a su padre; la criada de dieciséis años había seguido adelante con valentía desde que la cocinera se había marchado, pero desde luego no habría ayudado en esto, incluso había pedido que se le permitiera mantener la cocina cerrada con llave en todo momento y no tener que abrir nunca la puerta a menos que fuera especialmente importante; así que su hermana no tuvo más remedio que elegir algún momento en que el padre de Gregor no estuviera y buscar a su madre para que la ayudara. Mientras se acercaba a la habitación, Gregor pudo oír a su madre expresar su alegría, pero una vez en la puerta se quedó callada. Primero, por supuesto, entró su hermana y miró a su alrededor para comprobar que todo estaba bien en la habitación; y sólo entonces dejó entrar a su madre. Gregor se había apresurado a bajar la sábana sobre el sofá y le había hecho más pliegues, de modo que todo parecía haber sido arrojado al suelo por casualidad. Gregor también se abstuvo, esta vez, de espiar por debajo de la sábana; renunció a la posibilidad de ver a su madre hasta más tarde y simplemente se alegró de que hubiera venido. "Puedes entrar, a él no se le ve", dijo su hermana, llevándola obviamente de la mano. La vieja cómoda era demasiado pesada para un par de mujeres débiles, pero Gregor escuchó cómo la sacaban de su sitio, pues su hermana siempre se encargaba de la parte más pesada del trabajo e ignoraba las advertencias de su madre de que se esforzaría. Esto duró mucho tiempo. Después de trabajar durante quince minutos o más, su madre dijo que sería mejor dejar el arcón donde estaba; por un lado, era demasiado pesado para que terminaran el trabajo antes de que el padre de Gregor llegara a casa, y dejarlo en medio de la habitación le estorbaría aún más, y por otro, ni siquiera estaba segura de que quitar los muebles fuera a serle realmente de ayuda. Ella pensaba justo lo contrario; la visión de las paredes desnudas la entristecía hasta el corazón; y por qué no iba a sentir Gregor lo mismo al respecto, llevaba mucho tiempo acostumbrado a estos muebles en su habitación y le haría sentirse abandonado estar en una habitación vacía como aquella. Luego, en voz baja, casi susurrando como si quisiera que Gregor (cuyo paradero desconocía) no oyera ni siquiera el tono de su voz, pues estaba convencida de que él no entendía sus palabras, añadió "y al quitar los muebles, ¿no parecerá que estamos demostrando que hemos renunciado a toda esperanza de mejora y que le abandonamos para que se las arregle solo? Creo que lo mejor sería dejar la habitación tal y como estaba antes, así cuando Gregor vuelva con nosotros lo encontrará todo igual y podrá olvidar más fácilmente el tiempo transcurrido".

Al oír estas palabras de su madre, Gregor se dio cuenta de que la falta de toda comunicación humana directa, junto con la monótona vida llevada por la familia durante esos dos meses, debían de haberle confundido; no se le ocurría otra forma de explicarse a sí mismo por qué había querido seriamente vaciar su habitación. ¿Realmente había querido transformar su habitación en una cueva, una cálida habitación acondicionada con los bonitos muebles que había heredado? Eso le habría permitido arrastrarse sin obstáculos en cualquier dirección, pero también le habría permitido olvidar rápidamente su pasado, cuando aún era humano. Había estado a punto de olvidar, y sólo la voz de su madre, que no había sido escuchada durante tanto tiempo, lo había sacudido. No había que quitar nada; todo debía permanecer; no podía prescindir de la buena influencia que los muebles ejercían sobre su estado; y si los muebles le dificultaban arrastrarse sin sentido, eso no era una pérdida, sino una gran ventaja.

Su hermana, por desgracia, no estaba de acuerdo; se había acostumbrado a la idea, no sin razón, de que ella era la portavoz de Gregor ante sus padres en las cosas que le concernían. Esto significaba que el consejo de su madre era ahora motivo suficiente para que insistiera en retirar no sólo la cómoda y el escritorio, como había pensado al principio, sino todos los muebles excepto el importantísimo sofá. Era algo más que una perversidad infantil, por supuesto, o la inesperada confianza que había adquirido recientemente, lo que la hizo insistir; en efecto, se había dado cuenta de que Gregor necesitaba mucho espacio para gatear, mientras que los muebles, por lo que se veía, no le servían para nada. Las niñas de esa edad, sin embargo, se entusiasman con las cosas y sienten que deben salirse con la suya siempre que pueden. Tal vez esto fue lo que tentó a Grete a hacer que la situación de Gregor pareciera aún más chocante de lo que era para poder hacer aún más por él. Grete sería probablemente la única que se atrevería a entrar en una habitación dominada por Gregor arrastrándose solo por las paredes desnudas.

Así que se negó a que su madre la disuadiera. La madre de Gregor ya parecía incómoda en su habitación, pronto dejó de hablar y ayudó a la hermana de Gregor a sacar la cómoda con las fuerzas que tenía. La cómoda era algo de lo que Gregor podía prescindir si era necesario, pero el escritorio tenía que quedarse. Apenas las dos mujeres empujaron la cómoda, gimiendo, fuera de la habitación, Gregor asomó la cabeza por debajo del sofá para ver qué podía hacer al respecto. Quiso ser todo lo cuidadoso y considerado que pudo, pero, por desgracia, fue su madre quien volvió primero mientras Grete, en la habitación contigua, rodeaba la cómoda con los brazos, empujándola y tirando de ella de un lado a otro ella sola sin, por supuesto, moverla ni un milímetro. Su madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberla puesto enferma, así que Gregor se apresuró a retroceder hasta el extremo más alejado del sofá. En su sobresalto, sin embargo, no pudo evitar que la sábana de su parte delantera se moviera un poco. Fue suficiente para atraer la atención de su madre. Ella se quedó muy quieta, permaneció allí un momento y luego volvió a salir con Grete.

Gregor intentaba asegurarse a sí mismo que no ocurría nada extraño, que al fin y al cabo sólo se movían unos muebles, pero pronto tuvo que admitir que el ir y venir de las mujeres, sus pequeñas llamadas entre ellas, el roce de los muebles en el suelo, todo ello le hacía sentir como si le asaltaran por todas partes. Con la cabeza y las piernas contra él y el cuerpo pegado al suelo, se vio obligado a admitir que no podría soportar todo aquello mucho más tiempo. Estaban vaciando su habitación, llevándose todo lo que le era querido; ya se habían llevado el baúl que contenía su sierra de calar y otras herramientas; ahora amenazaban con llevarse el escritorio con su lugar claramente desgastado en el suelo, el escritorio donde había hecho sus deberes como aprendiz de negocios, en el instituto, incluso mientras había estado en la escuela infantil... realmente no podía esperar más para ver si las intenciones de las dos mujeres eran buenas. De todos modos, casi se había olvidado de que estaban allí, ya que ahora estaban demasiado cansadas para decir nada mientras trabajaban y sólo oía sus pies cuando pisaban con fuerza el suelo.

Así que, mientras las mujeres estaban apoyadas en el escritorio de la otra habitación recuperando el aliento, él salió, cambió de dirección cuatro veces sin saber qué debía salvar primero antes de que su atención se viera repentinamente atraída por el cuadro de la pared -que ya estaba despojado de todo lo demás que había en él- de la dama vestida con copiosas pieles. Se abalanzó sobre el cuadro y se apretó contra su cristal, que lo sujetaba con firmeza y le sentaba bien en su vientre caliente. Al menos este cuadro, ahora totalmente cubierto por Gregor, no se lo quitaría nadie. Giró la cabeza hacia la puerta del salón para poder ver a las mujeres cuando volvieran.

No se habían permitido un largo descanso y volvieron bastante pronto; Grete había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en brazos. "¿Qué tomamos ahora, entonces?", dijo Grete y miró a su alrededor. Sus ojos se encontraron con los de Gregor en la pared. Quizá sólo porque su madre estaba allí, mantuvo la calma, inclinó la cara hacia ella para que no mirara a su alrededor y dijo, aunque apresuradamente y con un temblor en la voz: "Venga, volvamos al salón un rato...". Gregor pudo ver lo que Grete tenía en mente, quería llevar a su madre a un lugar seguro y luego perseguirlo desde la pared. ¡Bien, ella podría intentarlo ciertamente! Él se sentó inflexible en su cuadro. Preferiría saltar a la cara de Grete.

Pero las palabras de Grete habían preocupado bastante a su madre, que se hizo a un lado, vio la enorme mancha marrón contra las flores del papel pintado y, antes de darse cuenta de que era Gregor lo que veía, gritó: "¡Oh Dios, oh Dios!" Con los brazos extendidos, se dejó caer en el sofá como si hubiera renunciado a todo y se quedó allí inmóvil. "¡Gregor!", gritó su hermana, fulminándole con la mirada y agitando el puño. Era la primera palabra que le dirigía directamente desde su transformación. Ella corrió a la otra habitación a buscar algún tipo de sales aromáticas para sacar a su madre del desmayo; Gregor también quiso ayudar -podría salvar su foto más tarde, aunque se quedó pegado al cristal y tuvo que arrancarse a la fuerza-; luego él también corrió a la habitación contigua como si pudiera aconsejar a su hermana como en los viejos tiempos; pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; ella estaba mirando en varios frascos, él la sobresaltó cuando se volvió; un frasco cayó al suelo y se rompió; una astilla cortó la cara de Gregor, una especie de medicina cáustica le salpicó por todas partes; ahora, sin demorarse más, Grete cogió todos los frascos que pudo y corrió con ellos hacia su madre; cerró la puerta de golpe con el pie. De modo que ahora Gregor estaba aislado de su madre, que, por su culpa, podía estar a punto de morir; no podía abrir la puerta si no quería ahuyentar a su hermana, y ella tenía que quedarse con su madre; no le quedaba más remedio que esperar; y, oprimido por la ansiedad y el autorreproche, empezó a arrastrarse por todas partes, se arrastraba por encima de todo, paredes, muebles, techo, y finalmente, en su confusión, cuando toda la habitación empezó a girar a su alrededor, se cayó en medio de la mesa del comedor.

Permaneció allí un rato, entumecido e inmóvil, todo a su alrededor estaba en silencio, tal vez eso era una buena señal. Entonces alguien llamó a la puerta. La criada, por supuesto, se había encerrado en la cocina para que Grete tuviera que ir a abrir. Su padre había llegado a casa. "¿Qué ha pasado?", fueron sus primeras palabras; la aparición de Grete debió de dejárselo todo claro. Ella le contestó con voz tenue, y apretó abiertamente la cara contra su pecho: "Mamá se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregor ha salido". "Tal como esperaba", dijo su padre, "tal como siempre dije, pero las mujeres no escuchabais, ¿verdad?". Gregor tenía claro que Grete no había dicho lo suficiente y que su padre lo tomaba como que algo malo había pasado, que él era responsable de algún acto de violencia. Eso significaba que ahora Gregor tendría que intentar calmar a su padre, ya que no tenía tiempo para explicarle las cosas aunque eso hubiera sido posible. Así que huyó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que su padre, cuando entrara desde el vestíbulo, pudiera ver enseguida que Gregor tenía las mejores intenciones y que volvería a su habitación sin demora, que no sería necesario hacerle volver sino que sólo tenían que abrir la puerta y él desaparecería.

Su padre, sin embargo, no estaba de humor para fijarse en sutilezas como ésa; "¡Ah!", gritó al entrar, sonando como si estuviera enfadado y contento al mismo tiempo. Gregor apartó la cabeza de la puerta y la levantó hacia su padre. La verdad es que no se había imaginado a su padre tal como estaba ahora; últimamente, con su nuevo hábito de andar a gatas, había dejado de prestar atención a lo que ocurría en el resto del piso como antes. Realmente debería haber esperado que las cosas cambiaran, pero aún así, ¿era realmente su padre? El mismo hombre cansado que solía yacer allí sepultado en su cama cuando Gregor regresaba de sus viajes de negocios, que lo recibía sentado en el sillón en camisón cuando volvía por las tardes; que apenas era capaz de ponerse en pie, pero que, en señal de placer, se limitaba a levantar los brazos y que, el par de veces al año que salían a pasear juntos un domingo o un día festivo, bien abrigado entre Gregor y su madre, avanzaba siempre un poco más despacio que ellos, que ya caminaban despacio por su causa; que dejaba el bastón en el suelo con cuidado y, si quería decir algo, se detenía invariablemente y reunía a sus compañeros a su alrededor. Ahora estaba bastante erguido; vestía un elegante uniforme azul con botones dorados, del tipo que llevan los empleados del instituto bancario; por encima del cuello alto y rígido del abrigo asomaba su fuerte papada; bajo las pobladas cejas, sus penetrantes ojos oscuros parecían frescos y alerta; su pelo blanco, normalmente despeinado, estaba peinado dolorosamente pegado al cuero cabelludo. Cogió su gorra, con el monograma dorado de, probablemente, algún banco, y la arrojó en arco sobre el sofá, cruzó la habitación, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, echó hacia atrás la parte inferior de su largo abrigo de uniforme y, con mirada decidida, caminó hacia Gregor. Probablemente ni él mismo sabía lo que tenía en mente, pero, no obstante, levantó los pies a una altura inusitada. Gregor se asombró del enorme tamaño de las suelas de sus botas, pero no perdió el tiempo: sabía muy bien, desde el primer día de su nueva vida, que su padre consideraba necesario ser siempre extremadamente estricto con él. Así que corría hacia su padre, se detenía cuando éste se detenía, y volvía a correr hacia delante cuando éste se movía, aunque fuera un poco. De este modo dieron varias vueltas a la habitación sin que ocurriera nada decisivo, sin dar siquiera la impresión de una persecución, ya que todo iba muy despacio. Gregor permaneció todo ese tiempo en el suelo, en gran parte porque temía que su padre considerara una provocación especial que huyera hacia la pared o el techo. Hiciera lo que hiciera, Gregor tuvo que admitir que, sin duda, no podría seguir corriendo de un lado a otro durante mucho tiempo, ya que por cada paso que daba su padre tenía que realizar innumerables movimientos. Empezó a notar que le faltaba el aire; incluso en su vida anterior, sus pulmones no habían sido muy fiables. Ahora, mientras se tambaleaba en su esfuerzo por reunir todas las fuerzas que podía para correr, apenas podía mantener los ojos abiertos; sus pensamientos se volvieron demasiado lentos para que pudiera pensar en otra forma de salvarse que no fuera correr; casi olvidó que las paredes estaban allí para que las utilizara aunque, aquí, estaban ocultas tras muebles cuidadosamente tallados, llenos de muescas y salientes; entonces, justo a su lado, ligeramente zarandeado, algo bajó volando y rodó delante de él. Era una manzana; inmediatamente después, otra voló hacia él; Gregor se quedó helado, conmocionado; ya no tenía sentido correr, pues su padre había decidido bombardearle. Se había llenado los bolsillos de fruta del cuenco del aparador y ahora, sin siquiera tomarse el tiempo de apuntar con cuidado, lanzaba una manzana tras otra. Las pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo, chocando entre sí como si tuvieran motores eléctricos. Una manzana lanzada sin mucha fuerza chocó contra la espalda de Gregor y se deslizó sin hacerle daño. Otra, sin embargo, inmediatamente después, golpeó de lleno y se le clavó en la espalda; Gregor quiso arrastrarse, como si pudiera quitarse lo sorprendente, el increíble dolor cambiando de posición; pero se sintió como clavado en el sitio y se extendió, con todos los sentidos confusos. Lo último que vio fue la puerta de su habitación abierta de un tirón, su hermana gritaba, su madre salió corriendo delante de ella en blusa (ya que su hermana se había quitado parte de la ropa después de desmayarse para facilitarle la respiración), corrió hacia su padre, con las faldas desabrochadas y deslizándose una tras otra hasta el suelo, tropezando con las faldas se empujó hacia su padre, lo rodeó con sus brazos, uniéndose a él totalmente -ahora Gregor perdía la capacidad de ver nada-, sus manos detrás de la cabeza de su padre rogándole que perdonara la vida de Gregor.


III

Nadie se atrevió a extraer la manzana alojada en la carne de Gregor, por lo que permaneció allí como recordatorio visible de su herida. La había sufrido allí durante más de un mes, y su estado parecía lo bastante grave como para recordar incluso a su padre que Gregor, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia al que no se podía tratar como a un enemigo. Al contrario, como familia existía el deber de tragarse cualquier repugnancia hacia él y tener paciencia, sólo tener paciencia.

A causa de sus heridas, Gregor había perdido gran parte de su movilidad, probablemente de forma permanente. Había quedado reducido a la condición de un anciano inválido y tardaba muchísimos minutos en arrastrarse por su habitación -arrastrarse por el techo era impensable-, pero este deterioro de su estado se compensaba plenamente (en su opinión) dejando abierta la puerta del salón todas las noches. Se acostumbró a vigilarla de cerca durante una o dos horas antes de que la abrieran y entonces, tumbado en la oscuridad de su habitación, donde no podía ser visto desde el salón, podía observar a la familia a la luz de la mesa de la cena y escuchar su conversación, con el permiso de todos, en cierto modo, y por lo tanto de forma muy diferente a como lo hacía antes.

Ya no mantenían las animadas conversaciones de antes, por supuesto, aquellas en las que Gregor siempre pensaba con añoranza cuando estaba cansado y se metía en la húmeda cama de alguna pequeña habitación de hotel. Hoy en día todos solían estar muy callados. Poco después de cenar, su padre se dormía en su sillón; su madre y su hermana se instaban mutuamente a guardar silencio; su madre, profundamente inclinada bajo la lámpara, cosía ropa interior de fantasía para una tienda de modas; su hermana, que había aceptado un trabajo de vendedora, aprendía taquigrafía y francés por las tardes para poder conseguir un puesto mejor más adelante. A veces su padre se despertaba y le decía a la madre de Gregor "¡hoy vuelves a coser tanto!", como si no supiera que había estado dormitando, y luego volvía a dormirse mientras madre y hermana intercambiaban una sonrisa cansada.

Con una especie de terquedad, el padre de Gregor se negaba a quitarse el uniforme incluso en casa; mientras su camisón colgaba sin usar de su percha, el padre de Gregor se quedaba dormido donde estaba, completamente vestido, como si siempre estuviera listo para servir y esperando oír la voz de su superior incluso aquí. El uniforme no había sido nuevo al principio, pero poco a poco se fue volviendo aún más cutre a pesar de los esfuerzos de la madre y la hermana de Gregor por cuidarlo. Gregor se pasaba a menudo toda la tarde mirando todas las manchas de aquel abrigo, con sus botones dorados siempre pulidos y brillantes, mientras el anciano que lo vestía dormía, muy incómodo pero tranquilo.

En cuanto daban las diez, la madre de Gregor hablaba suavemente con su padre para despertarle e intentar convencerle de que se fuera a la cama, ya que no podía dormir bien donde estaba y realmente tenía que conciliar el sueño si quería levantarse a las seis para ir a trabajar. Pero desde que trabajaba se había vuelto más obstinado y siempre insistía en quedarse más tiempo en la mesa, aunque regularmente se quedaba dormido y entonces era más difícil que nunca persuadirle de que cambiara la silla por su cama. Entonces, por mucho que madre y hermana le importunaran con pequeños reproches y advertencias, él seguía meneando lentamente la cabeza durante un cuarto de hora con los ojos cerrados y negándose a levantarse. La madre de Gregor le tiraba de la manga, le susurraba cariños al oído, la hermana de Gregor dejaba su trabajo para ayudar a su madre, pero nada surtía efecto en él. Se hundía más en su silla. Sólo cuando las dos mujeres lo cogían por debajo de los brazos abría bruscamente los ojos, las miraba una tras otra y decía: "¡Qué vida! Esto es lo que me da paz en la vejez!". Y, apoyado en las dos mujeres, se levantaba con cuidado como si llevara él mismo la mayor carga, dejaba que las mujeres lo llevaran hasta la puerta, las despedía y seguía él solo mientras la madre de Gregor tiraba la aguja y su hermana la pluma para poder correr detrás de su padre y seguir siéndole de ayuda.

¿Quién, en esta familia cansada y sobrecargada de trabajo, habría tenido tiempo para prestar a Gregor más atención de la absolutamente necesaria? El presupuesto de la casa se redujo aún más; así que ahora se prescindió de la criada; una carbonera enorme y de huesos gruesos, con el pelo blanco que le ondeaba alrededor de la cabeza, venía todas las mañanas y todas las tardes a hacer el trabajo más pesado; de todo lo demás se ocupaba la madre de Gregor, además de la gran cantidad de labores de costura que realizaba. Gregor incluso se enteró, escuchando la conversación nocturna sobre el precio que esperaban obtener, de que se habían vendido varias joyas pertenecientes a la familia, a pesar de que tanto la madre como la hermana habían sido muy aficionadas a llevarlas en actos y celebraciones. Pero la queja más fuerte era que, aunque el piso era demasiado grande para sus circunstancias actuales, no podían mudarse de él, no había forma imaginable de trasladar a Gregor a la nueva dirección. Sin embargo, él se daba cuenta de que había más razones que la consideración hacia él que les dificultaban la mudanza, habría sido bastante fácil transportarlo en cualquier caja adecuada con unos cuantos agujeros de ventilación; lo que más frenaba a la familia en su decisión de mudarse tenía mucho más que ver con su total desesperación, y con la idea de que habían sufrido una desgracia como ninguna otra que conocieran o con la que estuvieran relacionados. Llevaban a cabo absolutamente todo lo que el mundo espera de la gente pobre, el padre de Gregor llevaba el desayuno a los empleados del banco, su madre se sacrificaba lavando ropa para desconocidos, su hermana corría de un lado a otro detrás de su escritorio a instancias de los clientes, pero simplemente no tenían fuerzas para hacer más. Y la herida en la espalda de Gregor empezó a dolerle tanto como cuando era nueva. Después de volver de llevar a su padre a la cama, la madre y la hermana de Gregor dejaban ahora su trabajo donde estaba y se sentaban juntas, mejilla contra mejilla; su madre señalaba la habitación de Gregor y decía: "Cierra esa puerta, Grete", y luego, cuando él volvía a estar a oscuras, se sentaban en la habitación contigua y sus lágrimas se mezclaban, o simplemente se quedaban sentadas mirando con los ojos secos la mesa.

Gregor apenas dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba en hacerse cargo de los asuntos de la familia, como antes, la próxima vez que se abriera la puerta; Hacía tiempo que se había olvidado de su jefe y del dependiente jefe, pero volvían a aparecer en sus pensamientos, los vendedores y los aprendices, aquel estúpido chico del té, dos o tres amigos de otros negocios, una de las camareras de un hotel de provincias, un tierno recuerdo que aparecía y volvía a desaparecer, una cajera de una sombrerería para la que su atención había sido seria pero demasiado lenta, todos ellos se le aparecían, mezclados con desconocidos y otros que había olvidado, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia eran todos ellos inaccesibles, y se alegraba cuando desaparecían. Otras veces no estaba en absoluto de humor para ocuparse de su familia, se llenaba de simple rabia por la falta de atención que le mostraban, y aunque no se le ocurría nada que hubiera querido, hacía planes de cómo podría entrar en la despensa donde podría coger todas las cosas a las que tenía derecho, aunque no tuviera hambre. La hermana de Gregor ya no pensaba en cómo complacerle, sino que se apresuraba a empujar con el pie algún que otro alimento en su habitación antes de salir corriendo a trabajar por la mañana y al mediodía, y por la tarde lo volvía a barrer con la escoba, indiferente a si se lo había comido o -la mayoría de las veces- lo había dejado totalmente intacto. Por la noche seguía limpiando la habitación, pero ahora no podía ser más rápida. Las paredes estaban manchadas de suciedad, aquí y allá había bolitas de polvo y mugre. Al principio, Gregor se metió en uno de los peores lugares cuando llegó su hermana, como un reproche hacia ella, pero podría haber permanecido allí durante semanas sin que su hermana hiciera nada al respecto; ella podía ver la suciedad tan bien como él, pero simplemente había decidido abandonarlo a su suerte. Al mismo tiempo, se puso susceptible de una forma que era bastante nueva para ella y que todos en la familia comprendieron: limpiar la habitación de Gregor era cosa suya y sólo suya. En una ocasión, la madre de Gregor limpió a fondo la habitación de éste, para lo que necesitó varios cubos de agua, aunque tanta humedad también enfermó a Gregor, que se quedó tumbado en el sofá, amargado e inmóvil. Pero su madre iba a ser castigada aún más por lo que había hecho, ya que apenas llegó su hermana a casa por la noche, se dio cuenta del cambio en la habitación de Gregor y, muy agraviada, corrió de nuevo al salón donde, a pesar de las manos levantadas e implorantes de su madre, rompió a llorar convulsivamente. Su padre, por supuesto, se levantó sobresaltado de su silla y los dos progenitores la miraron atónitos e impotentes; entonces, ellos también se agitaron; el padre de Gregor, de pie a la derecha de su madre, la acusó de no dejar la limpieza de la habitación de Gregor a su hermana; desde su izquierda, la hermana de Gregor le gritó que nunca más debía limpiar la habitación de Gregor; mientras su madre intentaba hacer entrar en el dormitorio a su padre, que estaba fuera de sí de rabia; su hermana, temblando de lágrimas, golpeaba la mesa con sus pequeños puños; y Gregor siseaba de rabia porque a nadie se le hubiera ocurrido cerrar la puerta para ahorrarle la visión de aquello y todo su ruido.

La hermana de Gregor estaba agotada de salir a trabajar, y cuidar de Gregor como había hecho antes era aún más trabajo para ella, pero aun así su madre no debería haber ocupado su lugar. Gregor, por otra parte, no debía ser descuidado. Sin embargo, ahora había llegado la mujer de la limpieza. A esta anciana viuda, con una robusta estructura ósea que la hacía capaz de soportar lo más duro de su larga vida, Gregor no le repugnaba. Un día, por casualidad, más que por verdadera curiosidad, abrió la puerta de la habitación de Gregor y se encontró cara a cara con él. Le pilló totalmente por sorpresa, nadie le perseguía, pero empezó a correr de un lado a otro mientras ella se quedaba de pie, asombrada, con las manos cruzadas delante. Desde entonces, todas las noches y todas las mañanas abría ligeramente la puerta y lo miraba brevemente. Al principio le llamaba con palabras que probablemente consideraba amistosas, como "¡ven, viejo escarabajo!", o "¡mira ese viejo escarabajo!". Gregor nunca respondía a esas palabras, sino que se quedaba donde estaba, sin moverse, como si la puerta ni siquiera se hubiera abierto. ¡Si le hubieran dicho a aquella mujer que le limpiara la habitación todos los días, en vez de dejar que le molestara sin motivo cuando le daba la gana! Un día, por la mañana temprano, mientras una fuerte lluvia golpeaba los cristales de las ventanas, tal vez indicando que se acercaba la primavera, empezó a hablarle de nuevo de aquella manera. Gregor se resintió tanto que empezó a moverse hacia ella, era lento y enfermizo, pero fue como una especie de ataque. En lugar de asustarse, la carbonera se limitó a levantar una de las sillas que había cerca de la puerta y se quedó allí con la boca abierta, con la clara intención de no cerrarla hasta que la silla que tenía en la mano se hubiera estrellado contra la espalda de Gregor. "Entonces, ¿no te vas a acercar?", preguntó cuando Gregor volvió a darse la vuelta, y volvió a dejar la silla en un rincón con toda tranquilidad.

Gregor había dejado de comer casi por completo. Sólo si por casualidad se encontraba junto a la comida que le habían preparado podía llevarse un poco a la boca para jugar con ella, dejarla allí unas horas y luego, la mayoría de las veces, volver a escupirla. Al principio pensó que era la angustia por el estado de su habitación lo que le impedía comer, pero pronto se había acostumbrado a los cambios que allí se habían hecho. Habían cogido la costumbre de meter en esta habitación cosas para las que no tenían sitio en ningún otro lugar, y ahora había muchas, ya que una de las habitaciones del piso había sido alquilada a tres caballeros. Estos serios caballeros -los tres tenían barba completa, como supo Gregor un día que se asomó por la rendija de la puerta- insistían dolorosamente en que las cosas estuvieran ordenadas. No sólo en su propia habitación, sino en todo el piso, y especialmente en la cocina, ya que habían alquilado una habitación en aquel establecimiento. El desorden innecesario era algo que no podían tolerar, sobre todo si estaba sucio. Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario y equipamiento. Por esta razón, se habían vuelto superfluas muchas cosas que, aunque no se podían vender, la familia no quería desechar. Todas estas cosas fueron a parar a la habitación de Gregor. Los cubos de basura de la cocina también iban a parar allí. La carbonera siempre tenía prisa, y todo lo que no podía utilizar por el momento lo tiraba allí. Él, por suerte, no solía ver más que el objeto y la mano que lo sostenía. Lo más probable es que la mujer tuviera la intención de volver a sacar las cosas cuando tuviera tiempo y la oportunidad, o de tirarlo todo de una sola vez, pero lo que ocurría en realidad era que se quedaban donde habían caído al tirarlas por primera vez, a menos que Gregor se abriera paso entre los trastos y los moviera a otro sitio. Al principio los movía porque, al no haber otra habitación libre donde poder arrastrarse, se veía obligado a hacerlo, pero más tarde llegó a disfrutar con ello, aunque moverse de aquella manera lo dejaba triste y cansado hasta la muerte, y se quedaba inmóvil durante horas después.

Los señores que alquilaban la habitación a veces cenaban en casa, en la sala de estar que utilizaban todos, por lo que la puerta de esta habitación solía permanecer cerrada por la noche. Pero a Gregor le resultaba fácil renunciar a tener la puerta abierta; al fin y al cabo, muchas veces no había hecho uso de ella cuando estaba abierta y, sin que la familia se hubiera dado cuenta, se había acostado en su habitación en su rincón más oscuro. Una vez, sin embargo, la carbonera dejó la puerta del salón ligeramente abierta, y permaneció abierta cuando los señores que alquilaban la habitación entraron por la noche y se encendió la luz. Se sentaron a la mesa donde antes Gregor comía con su padre y su madre, desplegaron las servilletas y cogieron los cuchillos y tenedores. La madre de Gregor apareció inmediatamente en la puerta con un plato de carne y poco después venía su hermana con un plato repleto de patatas. La comida estaba humeante y llenaba la habitación con su olor. Los caballeros se inclinaron sobre los platos que tenían delante, como si quisieran probar la comida antes de comerla, y el caballero del medio, que parecía contar como una autoridad para los otros dos, cortó un trozo de carne mientras aún estaba en su plato, con el claro deseo de comprobar si estaba suficientemente cocinada o si había que devolverla a la cocina. Quedó satisfecho, y la madre y la hermana de Gregor, que habían estado mirando ansiosas, empezaron a respirar de nuevo y sonrieron.

La familia comió en la cocina. No obstante, el padre de Gregor entró en el salón antes de ir a la cocina, se inclinó una vez con la gorra en la mano e hizo su ronda por la mesa. Los caballeros se pusieron de pie como uno solo y murmuraron algo entre dientes. Luego, una vez solos, comieron en un silencio casi perfecto. A Gregor le pareció notable que, por encima de todos los ruidos de la comida, aún se oyeran sus dientes masticadores, como si hubieran querido demostrarle que para comer hacen falta dientes y que no es posible hacer nada con mandíbulas desdentadas, por muy bonitas que sean. "Me gustaría comer algo", dijo Gregor con ansiedad, "pero no nada como lo que están comiendo ellos. Se alimentan solos. Y aquí estoy, ¡muriendo!".

En todo este tiempo, Gregor no recordaba haber oído tocar el violín, pero esta tarde empezó a oírse desde la cocina. Los tres caballeros ya habían terminado de comer, el del medio había sacado un periódico, dado una página a cada uno de los otros, y ahora estaban recostados en sus sillas leyéndolos y fumando. Cuando empezó a sonar el violín se pusieron atentos, se levantaron y se acercaron de puntillas a la puerta del vestíbulo, donde se quedaron apretados el uno contra el otro. Alguien debió de oírlos en la cocina, pues el padre de Gregor gritó: "¿Acaso el juego es desagradable para los caballeros? Podemos pararlo enseguida". "Al contrario", dijo el caballero del medio, "¿no le gustaría a la señorita entrar y tocar para nosotros aquí en la sala, donde es, después de todo, mucho más acogedor y cómodo?". "Oh, sí, nos encantaría", respondió el padre de Gregor como si él mismo hubiera sido el violinista. Los caballeros volvieron a la sala y esperaron. El padre de Gregor no tardó en aparecer con el atril, su madre con la música y su hermana con el violín. Ella lo preparó todo con calma para empezar a tocar; sus padres, que nunca antes habían alquilado una habitación y, por tanto, mostraban una cortesía exagerada hacia los tres caballeros, ni siquiera se atrevieron a sentarse en sus propias sillas; su padre se apoyó en la puerta con la mano derecha metida entre dos botones de su chaqueta de uniforme; a su madre, sin embargo, uno de los caballeros le ofreció asiento y se sentó -dejando la silla donde el caballero la había colocado- en un rincón apartado.

Su hermana empezó a tocar; padre y madre prestaron mucha atención, uno a cada lado, a los movimientos de sus manos. Atraído por el juego, Gregor se había atrevido a acercarse un poco y ya tenía la cabeza en el salón. Antes se había enorgullecido de lo considerado que era, pero ahora apenas se le ocurría pensar que se había vuelto tan desconsiderado con los demás. Además, ahora tenía más razones para mantenerse oculto, ya que estaba cubierto de polvo, que se acumulaba por todas partes en su habitación y salía volando al menor movimiento; llevaba hilos, pelos y restos de comida en la espalda y los costados; ahora todo le resultaba demasiado indiferente como para tumbarse de espaldas y limpiarse en la alfombra, como solía hacer varias veces al día. Y a pesar de ello, no tuvo reparo en avanzar un poco sobre el suelo inmaculado del salón.

Sin embargo, nadie se fijó en él. La familia estaba totalmente ensimismada con el violín tocando; al principio, los tres caballeros se habían metido las manos en los bolsillos y se habían acercado demasiado detrás del atril para mirar todas las notas que se tocaban, y debieron de molestar a la hermana de Gregor, pero pronto, en contraste con la familia, se retiraron de nuevo a la ventana con las cabezas hundidas y hablando entre ellos a medio volumen, y se quedaron junto a la ventana mientras el padre de Gregor los observaba con ansiedad. En realidad, ahora parecía muy obvio que esperaban oír algún toque de violín hermoso o entretenido, pero que se habían sentido decepcionados, que ya habían tenido bastante con toda la actuación y que sólo ahora, por cortesía, permitían que se perturbara su paz. Resultaba especialmente inquietante la forma en que todos expulsaban el humo de sus cigarrillos por la boca y la nariz. Sin embargo, la hermana de Gregor tocaba muy bien. Tenía la cara inclinada hacia un lado, siguiendo las líneas de la música con una expresión cuidadosa y melancólica. Gregor se arrastró un poco más hacia delante, manteniendo la cabeza cerca del suelo para poder mirarla a los ojos si se presentaba la ocasión. ¿Acaso era un animal si la música podía cautivarlo de ese modo? Le parecía que le estaban mostrando el camino hacia el desconocido alimento que había estado anhelando. Estaba decidido a avanzar hacia su hermana y tirarle de la falda para indicarle que podía entrar en su habitación con su violín, ya que nadie apreciaba que tocara aquí tanto como él. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviera; su chocante aspecto debería, por una vez, serle de alguna utilidad; quería estar en todas las puertas de su habitación a la vez para sisear y escupir a los atacantes; sin embargo, su hermana no debía ser obligada a quedarse con él, sino quedarse por voluntad propia; ella se sentaría a su lado en el sofá con la oreja inclinada hacia él mientras él le contaba cómo siempre había tenido la intención de enviarla al conservatorio, cómo se lo habría contado a todo el mundo las pasadas Navidades -¿de verdad habían pasado ya las Navidades? -si esta desgracia no se hubiera interpuesto en su camino, y se negaba a que nadie le disuadiera de ello. Al oír todo esto, su hermana rompía a llorar de emoción, y Gregor se subía a su hombro y le besaba el cuello, que, desde que salía a trabajar, mantenía libre sin collar ni collares.

"¡Señor Samsa!", gritó el mediano al padre de Gregor, señalando, sin gastar más palabras, con el índice a Gregor mientras avanzaba lentamente. El violín enmudeció, el mediano de los tres caballeros sonrió primero a sus dos amigos, negando con la cabeza, y luego volvió a mirar a Gregor. Su padre parecía pensar que era más importante calmar a los tres caballeros antes de echar a Gregor, aunque ellos no estaban en absoluto alterados y parecían pensar que Gregor era más entretenido de lo que había sido la interpretación del violín. Se abalanzó sobre ellos con los brazos extendidos y trató de conducirlos de vuelta a su habitación al tiempo que intentaba bloquearles la visión de Gregor con su cuerpo. Ahora sí que estaban un poco molestos, y no estaba claro si era el comportamiento de su padre lo que les molestaba o el darse cuenta de que habían tenido a un vecino como Gregor en la habitación de al lado sin saberlo. Pidieron explicaciones al padre de Gregor, levantaron los brazos como él, se tiraron de la barba con excitación y regresaron a su habitación muy despacio. Mientras tanto, la hermana de Gregor había superado la desesperación en la que había caído cuando su juego fue interrumpido de repente. Dejó caer las manos y dejó que el violín y el arco colgaran sin fuerza durante un rato, pero siguió mirando la música como si siguiera tocando, pero de repente se recompuso, dejó el instrumento en el regazo de su madre, que seguía sentada luchando laboriosamente por respirar donde estaba ella, y corrió hacia la habitación contigua hacia la que, bajo la presión de su padre, los tres caballeros se dirigían con más rapidez. Bajo la mano experimentada de su hermana, las almohadas y las fundas de las camas volaron y se pusieron en orden y ella ya había terminado de hacer las camas y se escabulló de nuevo antes de que los tres caballeros hubieran llegado a la habitación. El padre de Gregor parecía tan obsesionado con lo que hacía que olvidó todo el respeto que debía a sus inquilinos. Los apremió y presionó hasta que, cuando ya estaba en la puerta de la habitación, el mediano de los tres caballeros gritó como un trueno y dio un pisotón que hizo detenerse al padre de Gregor. "Declaro aquí y ahora", dijo, levantando la mano y mirando a la madre y a la hermana de Gregor para llamar también su atención, "que con respecto a las repugnantes condiciones que prevalecen en este piso y con esta familia" -aquí miró breve pero decididamente al suelo- "doy aviso inmediato sobre mi habitación. Por los días que he estado viviendo aquí, por supuesto, no pagaré nada en absoluto, al contrario, consideraré si proceder con algún tipo de acción por daños y perjuicios de su parte, y créame que sería muy fácil exponer los fundamentos para tal acción." Se quedó en silencio y miró al frente como si esperara algo. Y, efectivamente, sus dos amigos se unieron con las palabras: "Y también damos aviso inmediato". A continuación, agarró el picaporte de la puerta y salió dando un portazo.

El padre de Gregor volvió tambaleándose a su asiento, tanteando con las manos, y se dejó caer en él; parecía que se estaba estirando para su habitual siesta vespertina, pero por la forma incontrolada en que su cabeza seguía cabeceando se veía que no estaba durmiendo en absoluto. Durante todo este tiempo, Gregor había permanecido inmóvil donde los tres caballeros le habían visto por primera vez. Su decepción por el fracaso de su plan, y quizá también porque estaba débil por el hambre, le impedían moverse. Estaba seguro de que todos se volverían contra él en cualquier momento, y esperó. Ni siquiera se sobresaltó cuando el violín que su madre tenía en el regazo se le cayó de los temblorosos dedos y aterrizó estrepitosamente en el suelo.

"Padre, madre", dijo su hermana, golpeando la mesa con la mano a modo de introducción, "no podemos seguir así. Quizá tú no puedas verlo, pero yo sí. No quiero llamar hermano a este monstruo, lo único que puedo decir es: tenemos que intentar librarnos de él. Hemos hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y ser pacientes, no creo que nadie pueda acusarnos de hacer nada malo."

"Tiene toda la razón", se dijo el padre de Gregor. Su madre, que aún no había tenido tiempo de recuperar el aliento, empezó a toser apagadamente, con la mano extendida hacia delante y una expresión trastornada en los ojos.

La hermana de Gregor corrió hacia su madre y le puso la mano en la frente. Sus palabras parecieron dar al padre de Gregor algunas ideas más definidas. Se sentó erguido, jugó con la gorra del uniforme entre los platos que habían dejado los tres caballeros después de comer y de vez en cuando miraba a Gregor que yacía allí inmóvil.

"Tenemos que intentar deshacernos de él", dijo la hermana de Gregor, ahora hablando sólo con su padre, ya que su madre estaba demasiado ocupada tosiendo para escuchar, "será la muerte de los dos, lo veo venir. No podemos trabajar tanto y luego volver a casa para que nos torturen así, no podemos soportarlo. Yo no puedo soportarlo más". Y rompió a llorar tan copiosamente que las lágrimas corrieron por el rostro de su madre, que se las enjugó con movimientos mecánicos de las manos.

"Hija mía", dijo su padre con simpatía y evidente comprensión, "¿qué vamos a hacer?".

Su hermana se limitó a encogerse de hombros en señal de la impotencia y las lágrimas que se habían apoderado de ella, desplazando su anterior seguridad.

"Si pudiera entendernos", dijo su padre casi como una pregunta; su hermana agitó la mano enérgicamente entre lágrimas como señal de que no había duda.

"Si pudiera entendernos", repitió el padre de Gregor, cerrando los ojos en señal de aceptación de la certeza de su hermana de que eso era imposible, "entonces quizá podríamos llegar a algún tipo de acuerdo con él. Pero tal como está..."

"Tiene que irse", gritó su hermana, "es la única manera, padre. Tienes que deshacerte de la idea de que ése es Gregor. Sólo nos hemos hecho daño creyéndolo durante tanto tiempo. ¿Cómo puede ser Gregor? Si fuera Gregor habría visto hace tiempo que no es posible para los seres humanos vivir con un animal así y se habría ido por voluntad propia. Entonces ya no tendríamos un hermano, pero podríamos seguir con nuestras vidas y recordarle con respeto. Así las cosas, este animal nos persigue, ha echado a nuestros inquilinos, es evidente que quiere apoderarse de todo el piso y obligarnos a dormir en la calle. Padre, mire, sólo mire", gritó de repente, "¡está empezando otra vez!". En su alarma, que estaba totalmente más allá de la comprensión de Gregor, su hermana incluso abandonó a su madre mientras se levantaba enérgicamente de su silla como si estuviera más dispuesta a sacrificar a su propia madre que a quedarse cerca de Gregor. Se apresuró a ponerse detrás de su padre, que se había excitado sólo porque ella estaba y se levantó medio levantando las manos delante de la hermana de Gregor como para protegerla.

Pero Gregor no había tenido intención de asustar a nadie, y menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a darse la vuelta para poder volver a su habitación, aunque eso ya era de por sí bastante sorprendente, ya que su estado de dolor le obligaba a hacer un gran esfuerzo para darse la vuelta y se ayudaba de la cabeza para hacerlo, levantándola repetidamente y golpeándola contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor. Parecían haberse dado cuenta de su buena intención y sólo se habían alarmado brevemente. Ahora todos le miraban en infeliz silencio. Su madre yacía en su silla con las piernas estiradas y apretadas una contra otra, los ojos casi cerrados por el cansancio; su hermana estaba sentada junto a su padre con los brazos alrededor de su cuello.

"Quizá ahora me dejen dar la vuelta", pensó Gregor y volvió al trabajo. No podía evitar jadear ruidosamente por el esfuerzo y a veces tenía que parar a descansar. Ya nadie le hacía correr, todo dependía de él. En cuanto terminó por fin de dar la vuelta, empezó a avanzar en línea recta. Le asombraba la gran distancia que le separaba de su habitación, y no podía entender cómo había recorrido esa distancia en su débil estado poco antes y casi sin darse cuenta. Se concentró en gatear lo más rápido que pudo y apenas se dio cuenta de que no había ni una palabra, ni un grito, de su familia que le distrajera. No giró la cabeza hasta llegar a la puerta. No la giró del todo porque sentía que se le agarrotaba el cuello, pero fue suficiente para ver que detrás de él no había cambiado nada, sólo su hermana se había levantado. Con su última mirada vio que su madre se había quedado completamente dormida.

Apenas había entrado en su habitación cuando la puerta se cerró a toda prisa. El repentino ruido detrás de Gregor le sobresaltó tanto que sus piernecitas se desplomaron bajo él. Era su hermana, que tenía tanta prisa. Había estado allí de pie esperando y saltó hacia delante con ligereza, Gregor no la había oído llegar en absoluto, y al girar la llave en la cerradura dijo en voz alta a sus padres "¡Por fin!".

"¿Y ahora qué?", se preguntó Gregor mientras miraba a su alrededor en la oscuridad. Pronto descubrió que ya no podía moverse. Esto no era ninguna sorpresa a él, se parecía algo que poder moverse realmente alrededor en esas piernas pequeñas enjutas hasta entonces era antinatural. También se sentía relativamente cómodo. Es cierto que le dolía todo el cuerpo, pero el dolor parecía ir debilitándose poco a poco hasta desaparecer por completo. Apenas sentía ya la manzana cariada de su espalda ni la zona inflamada que la rodeaba, totalmente cubierta de polvo blanco. Pensó en su familia con emoción y amor. Si era posible, sentía que debía marcharse con más fuerza aún que su hermana. Permaneció en este estado de vacía y pacífica rumiación hasta que oyó que la torre del reloj daba las tres de la madrugada. Vio cómo poco a poco empezaba a clarear también fuera de la ventana. Entonces, sin que él lo quisiera, su cabeza se hundió por completo, y su último aliento fluyó débilmente de sus fosas nasales.

Cuando la limpiadora entró por la mañana temprano -a menudo le habían pedido que no siguiera dando portazos, pero con su fuerza y sus prisas seguía haciéndolo, de modo que todos en el piso sabían cuándo había llegado y a partir de entonces era imposible dormir en paz-, echó su breve vistazo habitual a Gregor y al principio no encontró nada especial. Pensó que estaba tumbado tan quieto a propósito, haciéndose el mártir; le atribuyó toda la comprensión posible. Como tenía la escoba larga en la mano, intentó hacerle cosquillas con ella desde la puerta. Como no tuvo éxito, intentó molestarle un poco y le dio unos cuantos golpes, y sólo cuando se dio cuenta de que podía empujarle por el suelo sin oponer resistencia, empezó a prestarle atención. Pronto se dio cuenta de lo que realmente había ocurrido, abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no perdió tiempo en abrir de un tirón las puertas de los dormitorios y gritar a voz en grito en la oscuridad de las habitaciones: "¡Venid a ver esto, está muerto, ahí tirado, muerto como una piedra!".

El señor y la señora Samsa se incorporaron en el lecho conyugal y tuvieron que hacer un esfuerzo para reponerse de la impresión causada por la limpiadora antes de poder comprender lo que decía. Pero luego, cada uno por su lado, se apresuraron a salir de la cama. El señor Samsa se echó la manta sobre los hombros, la señora Samsa salió en camisón; y así entraron en la habitación de Gregor. En el camino abrieron la puerta de la sala donde Grete dormía desde que los tres caballeros se habían mudado; estaba completamente vestida como si nunca hubiera dormido, y la palidez de su rostro parecía confirmarlo. "¿Muerta?", preguntó la señora Samsa, mirando a la carbonera inquisitivamente, aunque podría haberlo comprobado por sí misma y podría haberlo sabido incluso sin comprobarlo. "Eso es lo que he dicho", respondió la limpiadora, y para demostrarlo dio al cuerpo de Gregor otro empujón con la escoba, enviándolo de lado por el suelo. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera retener la escoba, pero no lo completó. "Ahora bien", dijo el señor Samsa, "demos gracias a Dios por ello". Se persignó, y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no había apartado los ojos del cadáver, dijo: "Mira qué delgado estaba. No comió nada durante tanto tiempo. La comida volvió a salir igual que cuando entró". En efecto, el cuerpo de Gregor estaba completamente seco y plano, no lo habían visto hasta entonces, pero ahora no se levantaba sobre sus piernecitas, ni hacía nada para que apartaran la vista.

"Grete, acompáñanos aquí dentro un ratito", dijo la señora Samsa con una sonrisa de dolor, y Grete siguió a sus padres al dormitorio, pero no sin volver la vista atrás para ver el cadáver. La limpiadora cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Aunque aún era temprano, el aire fresco tenía algo de cálido. Después de todo, ya era finales de marzo.

Los tres caballeros salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de sus desayunos; se habían olvidado de ellos. "¿Dónde está nuestro desayuno?", preguntó irritado el caballero del medio a la limpiadora. Ella se puso el dedo en los labios e hizo una señal rápida y silenciosa a los hombres para que entraran en la habitación de Gregor. Así lo hicieron, y se quedaron de pie alrededor del cadáver de Gregor con las manos en los bolsillos de sus abrigos bien gastados. Ahora había bastante luz en la habitación.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa vestido de uniforme, con su mujer en un brazo y su hija en el otro. Todos habían estado llorando un poco; Grete de vez en cuando apretaba la cara contra el brazo de su padre.

"Vete de mi casa. Ahora!", dijo el señor Samsa, indicando la puerta y sin apartar a las mujeres de él. "¿Qué quiere decir?", preguntó algo desconcertado el mediano de los tres caballeros, que sonrió dulcemente. Los otros dos se llevaban las manos a la espalda y se las frotaban continuamente en alegre anticipación de una sonora pelea que sólo podía acabar a su favor. "Quiero decir exactamente lo que he dicho", respondió el señor Samsa, y, con sus dos compañeros, se dirigió en línea recta hacia el hombre. Al principio, éste se quedó inmóvil, mirando al suelo como si el contenido de su cabeza se reacomodara en nuevas posiciones. "De acuerdo, entonces iremos", dijo, y miró al señor Samsa como si de repente le hubiera invadido la humildad y quisiera de nuevo el permiso del señor Samsa para su decisión. El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y a asentirle brevemente varias veces. En ese momento, y sin demora, el hombre se dirigió a grandes zancadas hacia el vestíbulo delantero; sus dos amigos habían dejado de frotarse las manos hacía un rato y habían estado escuchando lo que se decía. Ahora saltaban detrás de su amigo como presas de un miedo repentino a que el señor Samsa entrara en el pasillo delante de ellos y rompiera la conexión con su líder. Una vez allí, los tres cogieron sus sombreros del atril, tomaron sus bastones del soporte, se inclinaron sin decir palabra y abandonaron el local. El señor Samsa y las dos mujeres los siguieron hasta el rellano; pero no habían tenido motivos para desconfiar de las intenciones de los hombres y, mientras se inclinaban sobre el rellano, vieron cómo los tres caballeros avanzaban lenta pero firmemente por los numerosos escalones. Al doblar la esquina de cada piso desaparecían y volvían a aparecer unos instantes después; cuanto más bajaban, más perdía interés en ellos la familia Samsa; cuando un muchacho carnicero, orgulloso de su postura con la bandeja en la cabeza, pasó junto a ellos al subir y se acercó más que ellos, el señor Samsa y las mujeres se apartaron del rellano y volvieron, como aliviados, al interior del piso.

Decidieron que la mejor manera de aprovechar aquel día era relajarse y dar un paseo; no sólo se habían ganado un descanso del trabajo, sino que lo necesitaban seriamente. Así que se sentaron a la mesa y escribieron tres cartas de excusa, el señor Samsa a sus jefes, la señora Samsa a su contratista y Grete a su director. La limpiadora entró mientras escribían para decirles que se iba, que había terminado su trabajo de esa mañana. Al principio, los tres se limitaron a asentir sin levantar la vista de lo que estaban escribiendo, y sólo cuando la limpiadora pareció no querer irse levantaron la vista, irritados. "¿Y bien?", preguntó el señor Samsa. La mujer de la limpieza estaba de pie en el umbral de la puerta con una sonrisa en la cara, como si tuviera una tremenda buena noticia que comunicar, pero sólo lo haría si se lo pedían claramente. La pequeña pluma de avestruz casi vertical de su sombrero, que había sido una fuente de irritación para el señor Samsa durante todo el tiempo que había estado trabajando para ellos, se balanceaba suavemente en todas direcciones. "¿Qué es lo que quiere entonces?", preguntó la señora Samsa, a quien la limpiadora tenía el mayor de los respetos. "Sí", respondió ella, y soltó una risa amistosa que le impidió hablar en seguida, "bueno, pues esa cosa de ahí dentro, no tienes que preocuparte de cómo vas a deshacerte de ella. Eso ya está solucionado". La señora Samsa y Grete se inclinaron sobre sus cartas como si tuvieran intención de continuar con lo que estaban escribiendo; el señor Samsa vio que la limpiadora quería empezar a describirlo todo con detalle pero, con la mano extendida, le dejó bien claro que no debía hacerlo. Así que, al verse impedida de contárselo todo, recordó de repente la prisa que tenía y, claramente enfadada, gritó "Hasta luego a todos", se dio la vuelta bruscamente y se marchó, dando un terrible portazo al salir.

"Esta noche la despiden", dijo el señor Samsa, pero no recibió respuesta ni de su mujer ni de su hija, pues la charwoman parecía haber destruido la paz que acababan de ganar. Se levantaron y se acercaron a la ventana, donde permanecieron abrazados. El señor Samsa se revolvió en su silla para mirarlas y se quedó un rato observándolas. Luego gritó: "Venid aquí. Olvidémonos de todas esas cosas viejas. Venid y prestadme un poco de atención". Las dos mujeres hicieron inmediatamente lo que él les decía, se apresuraron a acercarse a él, donde le besaron y le abrazaron, y luego terminaron rápidamente sus cartas.

Después, los tres salieron juntos del piso, cosa que no hacían desde hacía meses, y cogieron el tranvía para ir al campo, a las afueras de la ciudad. Tenían el tranvía, lleno de cálido sol, para ellos solos. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de sus perspectivas y descubrieron que, si las examinaban con detenimiento, no eran nada malas: hasta entonces nunca se habían preguntado por su trabajo, pero los tres tenían empleos muy buenos y especialmente prometedores para el futuro. La mayor mejora por el momento, por supuesto, se conseguiría fácilmente cambiándose de casa; lo que necesitaban ahora era un piso más pequeño y más barato que el actual, elegido por Gregor, que estuviera mejor situado y, sobre todo, que fuera más práctico. Grete estaba cada vez más animada. Con todas las preocupaciones que habían tenido últimamente, sus mejillas habían palidecido, pero, mientras hablaban, al señor y a la señora Samsa les asaltó, casi simultáneamente, la idea de cómo su hija se estaba convirtiendo en una joven hermosa y bien formada. Se volvieron más silenciosos. Sólo con mirarse el uno al otro y casi sin darse cuenta coincidieron en que pronto llegaría el momento de encontrar un buen hombre para ella. Y, como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones, en cuanto llegaron a su destino Grete fue la primera en levantarse y estirar su joven cuerpo.

Cara de un vampiro
Cara de un vampiro

Drácula (Primera parte)

D R A C U L A
by
Bram Stoker


NUEVA YORK
GROSSET & DUNLAP
Editorial


Copyright, 1897, en los Estados Unidos de América, según
a la Ley del Congreso, por Bram Stoker
[Todos los derechos reservados].
IMPRESO EN LOS ESTADOS UNIDOS
EN
THE COUNTRY LIFE PRESS, GARDEN CITY, N.Y.


A
MI QUERIDO AMIGO
HOMMY—BEG

La forma en que estos documentos han sido colocados en secuencia se pondrá de manifiesto al leerlos. Se han eliminado todos los asuntos innecesarios, de modo que una historia casi en desacuerdo con las posibilidades de la creencia posterior puede presentarse como un simple hecho. No hay ninguna declaración de cosas pasadas en la que la memoria pueda errar, porque todos los registros elegidos son exactamente contemporáneos, dados desde los puntos de vista y dentro del rango de conocimiento de aquellos que los hicieron.


D R A C U L A



CAPÍTULO I


EL DIARIO DE JONATHAN HARKER

(Taquigrafiado.)

Blistritz 3 de mayo. Salí de Munich a las 8:35 de la tarde del 1 de mayo y llegué a Viena a primera hora de la mañana siguiente; debería haber llegado a las 6:46, pero el tren llevaba una hora de retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, por lo que pude ver desde el tren y lo poco que pude pasear por sus calles. Temía alejarme mucho de la estación, ya que habíamos llegado tarde y partiríamos lo más cerca posible de la hora correcta. La impresión que tuve fue que dejábamos Occidente y entrábamos en Oriente; el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que aquí es de noble anchura y profundidad, nos llevó entre las tradiciones del dominio turco.
Salimos con bastante tiempo y llegamos a Klausenburgh al anochecer. Aquí pasé la noche en el Hotel Royale. En la comida, o más bien en la cena, cené un pollo preparado de alguna manera con pimiento rojo, que estaba muy bueno, pero que daba sed (recordar pedir la receta para Mina). Pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl" y que, como era un plato nacional, podría conseguirlo en cualquier lugar a lo largo de los Cárpatos. Mis conocimientos de alemán me resultaron muy útiles aquí; de hecho, no sé cómo podría arreglármelas sin ellos.
Habiendo dispuesto de algún tiempo en Londres, visité el Museo Británico y busqué en la biblioteca libros y mapas sobre Transilvania; me pareció que un conocimiento previo del país no podía dejar de ser importante en el trato con un noble de ese país. Descubrí que el distrito que nombraba se encontraba en el extremo oriental del país, justo en la frontera de tres estados, Transilvania, Moldavia y Bucovina, en medio de los montes Cárpatos; una de las zonas más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude encontrar ningún mapa o trabajo que indicara la ubicación exacta del castillo de Drácula, ya que aún no existen mapas de este país que puedan compararse con nuestros propios mapas del Ordnance Survey; pero descubrí que Bistritz, la ciudad de correos nombrada por el conde Drácula, es un lugar bastante conocido. Anotaré aquí algunas de mis anotaciones, pues pueden refrescarme la memoria cuando hable de mis viajes con Mina.
En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: Los sajones en el sur, y mezclados con ellos los valacos, descendientes de los dacios; los magiares en el oeste, y los szekelys en el este y el norte. Yo me encuentro entre estos últimos, que afirman descender de Atila y los hunos. Es posible que así sea, pues cuando los magiares conquistaron el país en el siglo XI encontraron a los hunos asentados en él. He leído que todas las supersticiones conocidas en el mundo se concentran en la herradura de los Cárpatos, como si fuera el centro de una especie de remolino imaginativo. (recordar que debo preguntarle al Conde todo sobre ellos).
No dormí bien, aunque mi cama era bastante cómoda, pues tuve toda clase de sueños extraños. Hubo un perro aullando toda la noche bajo mi ventana, lo que puede haber tenido algo que ver; o puede haber sido el pimentón, porque tuve que beberme toda el agua de mi jarra, y todavía tenía sed. Hacia la mañana dormí y me despertaron los continuos golpes en mi puerta, así que supongo que entonces debía de estar durmiendo profundamente. Desayuné más pimentón, y una especie de gachas de harina de maíz que decían que eran "mamaliga", y berenjenas rellenas de carne de fuerza, un plato muy excelente, que llaman "impletata". (recordar que consiga también la receta para esto.) Tuve que apresurar el desayuno, pues el tren partió un poco antes de las ocho, o más bien debería haberlo hecho, pues después de llegar corriendo a la estación a las siete y media tuve que permanecer sentado en el vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en marcha. Me parece que cuanto más al este se va, más impuntuales son los trenes. ¿Cómo deberían ser en China?
Durante todo el día parecíamos perder el tiempo en un país lleno de bellezas de todo tipo. A veces veíamos pueblecitos o castillos en lo alto de colinas escarpadas, como los que aparecen en los misales antiguos; otras veces pasábamos junto a ríos y arroyos que, por el amplio margen pedregoso a cada lado, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita mucha agua, y que corra fuerte, para barrer el borde exterior de un río. En cada estación había grupos de gente, a veces multitudes, y con todo tipo de atuendos. Algunos eran iguales a los campesinos de casa o a los que vi venir por Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones caseros; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres parecían bonitas, excepto cuando te acercabas a ellas, pero eran muy gruesas de cintura. Todas llevaban mangas blancas de una u otra clase, y la mayoría grandes cinturones con un montón de tiras de algo que ondeaban de ellos como los vestidos de un ballet, pero por supuesto había enaguas debajo. Las figuras más extrañas que vimos eran los eslovacos, más bárbaros que el resto, con sus grandes sombreros de cowboy, grandes pantalones holgados de color blanco sucio, camisas de lino blanco y enormes cinturones de cuero pesado, de casi treinta centímetros de ancho, todo tachonado con clavos de latón. Llevaban botas altas, con los pantalones metidos dentro de ellas, y llevaban el pelo largo y negro y gruesos bigotes negros. Son muy pintorescos, pero no resultan atractivos. En el escenario se les consideraría enseguida como una vieja banda de bandidos orientales. Sin embargo, me han dicho que son muy inofensivos y bastante tímidos.
Estaba a punto de anochecer cuando llegamos a Bistritz, que es un antiguo lugar muy interesante. Al estar prácticamente en la frontera, porque el paso de Borgo conduce desde allí a Bukovina, ha tenido una existencia muy tormentosa, y ciertamente muestra marcas de ello. Hace cincuenta años se produjeron una serie de grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones distintas. A principios del siglo XVII sufrió un asedio de tres semanas y perdió 13.000 habitantes, a los que se sumaron el hambre y las enfermedades.
El conde Drácula me había indicado que me dirigiera al hotel Golden Krone, que me pareció, para mi gran deleite, totalmente anticuado, pues, por supuesto, quería ver todo lo que pudiera de las costumbres del país. Era evidente que me esperaban, porque cuando me acerqué a la puerta me encontré de frente con una anciana de aspecto alegre, vestida con el habitual traje de campesina: ropa interior blanca con un largo delantal doble, por delante y por detrás, de tela de colores, casi demasiado ajustado para la modestia. Cuando me acerqué, se inclinó y dijo: 
—¿El señor inglés?
—Sí —dije—: "Jonathan Harker". 
Sonrió y dio un recado a un anciano en mangas de camisa blanca que la había seguido hasta la puerta. Él se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:

"Amigo mío: Bienvenido a los Cárpatos. Te espero ansiosamente. Duerme bien esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; te reservo un sitio en ella. En el paso de Borgo os esperará mi carruaje, que os traerá hasta mí. Confío en que tu viaje desde Londres haya sido feliz y que disfrutes de tu estancia en mi hermosa tierra.
"Su amigo,
"Drácula".

4 de mayo. Me enteré de que mi casero había recibido una carta del conde en la que le ordenaba que me consiguiera el mejor sitio en el carruaje, pero al preguntarle los detalles se mostró algo reticente y fingió que no entendía mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta entonces lo había entendido perfectamente; al menos, respondió a mis preguntas exactamente como si lo entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron asustados. Murmuró que el dinero había sido enviado en una carta, y que eso era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si podía decirme algo sobre su castillo, tanto él como su mujer se persignaron y, diciendo que no sabían nada, se negaron a seguir hablando. Se acercaba tanto la hora de partir que no tuve tiempo de preguntar a nadie más, pero todo era muy misterioso y nada reconfortante.
Justo antes de irme, la anciana subió a mi habitación y dijo de una manera muy histérica:
—¿Tiene que irse? Oh, joven Herr, ¿tiene que irse? Estaba tan excitada que parecía haber perdido el control del alemán que sabía, y lo mezclaba todo con algún otro idioma que yo no conocía en absoluto. Sólo pude comprenderla haciéndole muchas preguntas. Cuando le dije que tenía que irme inmediatamente y que estaba ocupado en un asunto importante, volvió a preguntarme:
—¿Sabes qué día es hoy?
Le contesté que era cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y volvió a decir:
—¡Oh, sí! Ya lo sé. Lo sé, pero ¿sabes qué día es hoy?
Al decirle yo que no entendía, prosiguió:
—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabes que esta noche, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas malas del mundo tendrán pleno dominio? ¿Sabes adónde vas y a qué vas?
Su angustia era tan evidente que intenté consolarla, pero sin resultado. Finalmente se arrodilló y me suplicó que no me fuera, que al menos esperara uno o dos días antes de partir. Era todo muy ridículo, pero yo no me sentía a gusto. Sin embargo, había algo que hacer y no podía permitir que nada interfiriera en ello. Por lo tanto, traté de levantarla y le dije, tan seriamente como pude, que le daba las gracias, pero que mi deber era imperativo y que debía irme. Ella se levantó, se secó los ojos y, tomando un crucifijo de su cuello, me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, porque, como fiel de la Iglesia Anglicana, me habían enseñado a considerar tales cosas hasta cierto punto idolátricas, y sin embargo me parecía tan descortés negárselo a una anciana con tan buenas intenciones y en semejante estado de ánimo. Supongo que vio la duda en mi rostro, porque me puso el rosario al cuello y dijo: "Por tu madre", y salió de la habitación. Estoy escribiendo esta parte del diario mientras espero el carruaje, que, por supuesto, llega tarde; y el crucifijo sigue colgado de mi cuello. No sé si es el miedo de la anciana, o las muchas tradiciones fantasmales de este lugar, o el crucifijo en sí, pero no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega a Mina antes que yo, que me sirva de despedida. ¡Aquí viene la diligencia!
5 de mayo. El Castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado, y el sol está en lo alto del lejano horizonte, que parece irregular, no sé si con árboles o colinas, pues está tan lejos que se mezclan las cosas grandes y las pequeñas. No tengo sueño, y, como no me han de llamar hasta que despierte, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que contar, y, para que quien las lea no piense que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz, permítanme contar exactamente mi cena. Cené lo que llamaban "bistec de ladrón": trozos de tocino, cebolla y ternera, sazonados con pimienta roja, ensartados en palos y asados al fuego, ¡al simple estilo de la carne de gato londinense! El vino era Golden Mediasch, que produce un extraño escozor en la lengua que, sin embargo, no es desagradable. Sólo tomé un par de copas, y nada más.
Cuando subí al coche, el conductor no se había sentado y le vi hablando con la dueña. Evidentemente hablaban de mí, porque de vez en cuando me miraban, y algunas de las personas que estaban sentadas en el banco de fuera de la puerta (al que llaman con un nombre que significa "portador de palabras") venían y escuchaban, y luego me miraban, la mayoría de ellos con lástima. Yo oía muchas palabras que se repetían a menudo, palabras raras, pues había muchas nacionalidades entre la multitud; así que saqué tranquilamente mi diccionario políglota del bolso y las busqué. Debo decir que no me alegraron, porque entre ellas estaban "Ordog" (Satanás) "pokol" (infierno) "stregoica" (bruja) "vrolok" y "vlkoslak", que significan lo mismo, una en eslovaco y la otra en serbio para algo que puede ser lobo o vampiro. (recordar que debo preguntar al Conde sobre estas supersticiones).
Cuando nos pusimos en marcha, la multitud que rodeaba la puerta de la posada, que para entonces había aumentado considerablemente, se persignó y me señaló con dos dedos. Con cierta dificultad conseguí que un compañero de viaje me dijera lo que significaban; al principio no quiso contestar, pero al enterarse de que yo era inglés, me explicó que se trataba de un amuleto o protección contra el mal de ojo. Esto no fue muy agradable para mí, que partía hacia un lugar desconocido para encontrarme con un hombre desconocido; pero todos parecían tan bondadosos, tan afligidos y tan compasivos que no pude menos que conmoverme. Nunca olvidaré la última visión que tuve del patio de la posada y su multitud de pintorescas figuras, todas cruzándose, mientras permanecían de pie alrededor del amplio arco, con su fondo de rico follaje de adelfas y naranjos en tinas verdes agrupadas en el centro del patio. Entonces nuestro cochero, cuyos amplio pantalón de lino cubrían toda la parte delantera del asiento ("gotza" los llaman), hizo chasquear su gran látigo sobre sus cuatro pequeños caballos, que corrían a la par, y nos pusimos en camino.
Pronto perdí la vista y el recuerdo de los temores fantasmales en la belleza de la escena mientras avanzábamos, aunque si hubiera conocido el idioma, o más bien los idiomas, que hablaban mis compañeros de viaje, no habría podido despistarlos tan fácilmente. Ante nosotros se extendía una tierra verde y en pendiente, llena de bosques y arboledas, con colinas escarpadas aquí y allá, coronadas por grupos de árboles o por granjas, con el frontón en blanco hacia la carretera. Por todas partes había una desconcertante masa de flores frutales: manzanos, ciruelos, perales, cerezos; y mientras pasábamos podía ver la hierba verde bajo los árboles salpicada de pétalos caídos. Entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Mittel Land" discurría la carretera, que se perdía en las curvas cubiertas de hierba o quedaba cerrada por los extremos rezagados de los pinares, que aquí y allá bajaban por las laderas como lenguas de fuego. El camino era accidentado, pero aun así parecíamos sobrevolarlo con una prisa febril. Yo no entendía entonces lo que significaba aquella prisa, pero era evidente que el conductor estaba empeñado en no perder tiempo en llegar a Borgo Prund. Me dijeron que esta carretera es excelente en verano, pero que aún no había sido arreglada después de las nevadas invernales. En este aspecto es diferente de las carreteras generales de los Cárpatos, pues es una vieja tradición que no se mantengan en demasiado buen estado. Antiguamente, los hospadares no las reparaban, para que los turcos no pensaran que se preparaban para traer tropas extranjeras y acelerar así la guerra, que siempre estaba a punto de estallar.
Más allá de las verdes colinas del Mittel Land se alzaban poderosas laderas de bosque hasta las elevadas pendientes de los mismos Cárpatos. A derecha e izquierda de nosotros se alzaban, con el sol de la tarde cayendo de lleno sobre ellos y resaltando todos los gloriosos colores de esta hermosa cordillera, azul profundo y púrpura en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y la roca se mezclaban, y una perspectiva interminable de rocas dentadas y peñascos puntiagudos, hasta que éstos se perdían en la distancia, donde los picos nevados se elevaban grandiosamente. Aquí y allá parecían poderosas grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol empezaba a ocultarse, veíamos de vez en cuando el blanco resplandor del agua que caía. Uno de mis compañeros me tocó el brazo mientras rodeábamos la base de una colina y descubríamos el elevado pico nevado de una montaña que, a medida que avanzábamos en nuestro serpenteante camino, parecía estar justo delante de nosotros.
—¡Mira! ¡Isten szek!" "¡La sede de Dios!" —me dijo, y se persignó reverentemente.
A medida que avanzábamos en nuestro interminable camino, y el sol se ocultaba cada vez más detrás de nosotros, las sombras del atardecer empezaron a deslizarse a nuestro alrededor. Esto se veía acentuado por el hecho de que la cima nevada de la montaña aún conservaba la puesta de sol y parecía resplandecer con un delicado y fresco color rosado. Aquí y allá nos cruzábamos con cszeks y eslovacos, todos con atuendos pintorescos, pero me di cuenta de que el bocio era dolorosamente frecuente. Al borde del camino había muchas cruces, y mientras pasábamos, mis compañeros se persignaban. Aquí y allá había un campesino o una campesina arrodillados ante un santuario, que ni siquiera se volvían cuando nos acercábamos, sino que parecían no tener ojos ni oídos para el mundo exterior en la abnegación de la devoción. Había muchas cosas nuevas para mí: por ejemplo, pajares en los árboles, y aquí y allá masas muy hermosas de abedules llorones, cuyos tallos blancos brillaban como la plata a través del delicado verde de las hojas. De vez en cuando pasábamos junto a una carreta de campesinos, con sus largas vértebras en forma de serpiente, calculadas para adaptarse a las desigualdades del camino. En él se sentaba un buen grupo de campesinos que volvían a casa, los cszeks con sus pieles blancas y los eslovacos con sus pieles de oveja de colores, estos últimos con sus largas varas en forma de lanza y un hacha en la punta. A medida que caía la tarde empezaba a hacer mucho frío, y el creciente crepúsculo parecía fundir en una oscura neblina la penumbra de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían profundamente entre las estribaciones de las colinas, a medida que ascendíamos por el Paso, los oscuros abetos destacaban aquí y allá sobre el fondo de la nieve tardía. A veces, cuando el camino atravesaba los bosques de pinos, que en la oscuridad parecían cerrarse sobre nosotros, grandes masas de gris, que aquí y allá adornaban los árboles, producían un efecto peculiarmente extraño y solemne, que continuaba los pensamientos y las sombrías fantasías engendradas al principio de la tarde, cuando la puesta de sol ponía en extraño relieve las nubes fantasmales que entre los Cárpatos parecen serpentear incesantemente por los valles. A veces las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían ir despacio. Yo deseaba bajar y subirlas a pie, como hacemos en casa, pero el conductor no quería ni oír hablar de ello. 
—No, no —me dijo—, no debes caminar por aquí; los perros son demasiado fieros —y luego añadió, con lo que evidentemente pretendía ser una sombría cortesía pues miró a su alrededor para captar la sonrisa de aprobación del resto—: Ya tendrás bastante que hacer antes de irte a dormir. La única parada que hizo fue un momento para encender sus lámparas.
Cuando oscureció, los pasajeros parecían excitados y no dejaban de hablarle, uno tras otro, como instándole a acelerar. Azotó sin piedad a los caballos con su largo látigo y, con salvajes gritos de aliento, los animó a seguir esforzándose. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris delante de nosotros, como si hubiera una hendidura en las colinas. La excitación de los pasajeros era cada vez mayor; el loco carruaje se balanceaba sobre sus grandes muelles de cuero y se mecía como un barco zarandeado en un mar tempestuoso. Tuve que sujetarme. El camino se hizo más llano y parecía que volábamos. Entonces las montañas parecieron acercarse a cada lado y fruncir el ceño; estábamos entrando en el paso del Borgo. Uno a uno, varios de los pasajeros me ofrecieron regalos, que me hicieron llegar con una seriedad que no admitía negación; eran ciertamente de un tipo extraño y variado, pero cada uno fue entregado de buena fe, con una palabra amable, una bendición y esa extraña mezcla de movimientos de miedo y significado que había visto fuera del hotel de Bistritz: la señal de la cruz y la guardia contra el mal de ojo. Luego, mientras volábamos, el conductor se inclinó hacia delante, y a cada lado los pasajeros, inclinados sobre el borde del carruaje, miraron ansiosamente en la oscuridad. Era evidente que algo muy emocionante estaba sucediendo o se esperaba, pero aunque pregunté a cada pasajero, nadie me dio la menor explicación. Este estado de excitación se mantuvo durante algún tiempo, y por fin vimos ante nosotros el paso que se abría por el lado oriental. Había nubes oscuras y ondulantes en lo alto, y en el aire la pesada y opresiva sensación de un trueno. Parecía como si la cordillera hubiera separado dos atmósferas, y que ahora habíamos entrado en la de los truenos. Yo mismo buscaba el vehículo que me llevaría hasta el conde. A cada momento esperaba ver el resplandor de las lámparas a través de la negrura; pero todo estaba oscuro. La única luz eran los titilantes rayos de nuestras propias lámparas, en las que el vapor de nuestros caballos se elevaba en una nube blanca. Ahora podíamos ver la carretera de arena que se extendía blanca ante nosotros, pero no había señales de ningún vehículo. Los pasajeros retrocedieron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia decepción. Ya estaba pensando en lo que más me convenía hacer, cuando el conductor, mirando su reloj, dijo a los demás algo que apenas pude oír, pues estaba dicho en voz tan baja y en un tono tan grave; creí que era: "Una hora menos de lo previsto". Luego, volviéndose hacia mí, dijo en un alemán peor que el mío:
—Aquí no hay carruaje. No se espera al señor. Ahora vendrá a Bukovina, y volverá mañana o pasado; mejor pasado mañana. 
Mientras hablaba, los caballos empezaron a relinchar, a resoplar y a lanzarse salvajemente, de modo que el cochero tuvo que sostenerlos. Entonces, entre un coro de gritos de los campesinos y un cruce universal de gritos, una calèche, con cuatro caballos, se acercó por detrás de nosotros, nos alcanzó y se detuvo junto al carruaje. Por el destello de nuestras lámparas, cuando los rayos caían sobre ellos, pude ver que los caballos eran espléndidos animales negros como el carbón. Los conducía un hombre alto, con una larga barba castaña y un gran sombrero negro que parecía ocultarnos su rostro. Sólo pude ver el brillo de un par de ojos muy brillantes, que parecían rojos a la luz de la lámpara, cuando se volvió hacia nosotros. Le dijo al conductor:
—Llega pronto esta noche, amigo mío. 
El hombre respondió tartamudeando:
—El Herr inglés tenía prisa.
A lo que el forastero replicó:
—Por eso, supongo, usted deseaba que siguiera hacia Bucovina. No podéis engañarme, amigo mío; sé demasiado, y mis caballos son veloces. 
Mientras hablaba sonreía, y la luz de la lámpara caía sobre una boca de aspecto duro, con labios muy rojos y dientes afilados, blancos como el marfil. Uno de mis compañeros susurró a otro la línea de "Lenore" de Burger:

"Denn die Todten reiten schnell"
("Porque los muertos viajan rápido").

Evidentemente, el extraño conductor oyó las palabras, pues levantó la vista con una sonrisa resplandeciente. El pasajero volvió la cara, al tiempo que extendía dos dedos y se persignaba. 
—Póngame con el equipaje del señor —dijo el conductor.
Y con gran presteza me entregaron las maletas y las metieron en el carruaje. Luego descendí por el lateral del carruaje, ya que la calesa estaba cerca, y el cochero me ayudó con una mano que me agarró el brazo con una fuerza de acero; su fuerza debía de ser prodigiosa. Sin mediar palabra, sacudió las riendas, los caballos giraron y nos adentramos en la oscuridad del paso. Al mirar hacia atrás vi el vapor de los caballos del carruaje a la luz de las lámparas, y proyectadas contra él las figuras de mis difuntos compañeros cruzándose. Entonces el cochero hizo sonar el látigo y llamó a sus caballos, que se pusieron en marcha hacia Bucovina. Mientras se hundían en la oscuridad, sentí un extraño escalofrío y me invadió un sentimiento de soledad; pero me echaron una capa sobre los hombros y una manta sobre las rodillas, y el cochero dijo en excelente alemán:
—La noche es fría, mein Herr, y mi amo el conde me ordenó que cuidara de usted. Hay un frasco de slivovitz (el aguardiente de ciruelas del país) debajo del asiento, por si lo necesita. 
No tomé nada, pero me reconfortó saber que estaba allí. Me sentí un poco extraño, y no un poco asustado. Creo que, de haber tenido otra alternativa, la habría tomado en lugar de emprender aquel desconocido viaje nocturno. El carruaje avanzaba a buen paso en línea recta, luego dimos una vuelta completa y seguimos por otro camino recto. Me pareció que estábamos repitiendo una y otra vez el mismo camino, así que me fijé en algún punto destacado y comprobé que así era. Me hubiera gustado preguntar al conductor qué significaba todo aquello, pero realmente temía hacerlo, pues pensaba que, colocado como estaba, cualquier protesta no habría tenido efecto en caso de que hubiera habido intención de retrasarnos. Sin embargo, como tenía curiosidad por saber cómo pasaba el tiempo, encendí una cerilla y miré mi reloj; faltaban pocos minutos para medianoche. Esto me produjo una especie de conmoción, pues supongo que la superstición general acerca de la medianoche había aumentado por mis recientes experiencias. Esperé con una enfermiza sensación de suspense.
Entonces un perro comenzó a aullar en algún lugar de una granja, al final de la carretera; un aullido largo y agónico, como de miedo. El sonido fue retomado por otro perro, y luego otro y otro, hasta que, llevado por el viento que ahora suspiraba suavemente a través del Paso, comenzó un aullido salvaje, que parecía provenir de todo el país, hasta donde la imaginación podía captarlo a través de la penumbra de la noche. Al oír el primer aullido, los caballos empezaron a tensarse y a encabritarse, pero el cochero les habló tranquilamente y se calmaron, aunque temblaban y sudaban como si hubieran huido de un susto repentino. Luego, a lo lejos, desde las montañas que teníamos a cada lado, comenzó un aullido más fuerte y agudo, el de los lobos, que nos afectó a los caballos y a mí de la misma manera, pues yo estaba dispuesto a saltar de la calèche y correr, mientras ellos se encabritaban de nuevo y se lanzaban enloquecidos, de modo que el conductor tuvo que emplear toda su gran fuerza para evitar que se escaparan. En pocos minutos, sin embargo, mis oídos se acostumbraron al sonido, y los caballos se calmaron tanto que el conductor pudo descender y colocarse delante de ellos. Los acarició, los calmó y les susurró algo al oído, como he oído que hacen los domadores de caballos, y con un efecto extraordinario, pues bajo sus caricias volvieron a ser bastante manejables, aunque seguían temblando. El cochero volvió a sentarse y, sacudiendo las riendas, arrancó a gran velocidad. Esta vez, después de llegar al otro lado del paso, se desvió de repente por una estrecha carretera que corría bruscamente hacia la derecha.
Pronto nos vimos rodeados de árboles, que en algunos lugares se arqueaban sobre la calzada hasta que pasamos como a través de un túnel; y de nuevo grandes rocas fruncidas nos protegían audazmente a ambos lados. Aunque estábamos a cubierto, podíamos oír el creciente viento, pues gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí mientras avanzábamos. Hacía cada vez más frío, y empezó a caer nieve fina y polvorienta, de modo que pronto nosotros y todo lo que nos rodeaba quedamos cubiertos por un manto blanco. El agudo viento aún arrastraba el aullido de los perros, aunque se hacía más débil a medida que avanzábamos. Los aullidos de los lobos sonaban cada vez más cerca, como si nos estuvieran rodeando por todas partes. Sentí un miedo atroz y los caballos compartieron mi temor. El conductor, sin embargo, no se inmutó lo más mínimo; no dejaba de girar la cabeza a derecha e izquierda, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
De repente, a lo lejos, a nuestra izquierda, vi una débil llama azul parpadeante. El conductor la vio en el mismo instante, frenó a los caballos y, saltando al suelo, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, tanto menos cuanto más se acercaban los aullidos de los lobos; pero mientras me preguntaba, el conductor volvió a aparecer de repente y, sin decir palabra, tomó asiento y reanudamos el viaje. Creo que debí de quedarme dormido y seguí soñando con el incidente, pues parecía repetirse sin cesar, y ahora, mirando hacia atrás, es como una especie de horrible pesadilla. Una vez la llama apareció tan cerca de la carretera, que incluso en la oscuridad que nos rodeaba pude observar los movimientos del conductor. Se dirigió rápidamente hacia el lugar donde surgía la llama azul (debía de ser muy tenue, pues no parecía iluminar en absoluto el lugar a su alrededor) y recogiendo unas cuantas piedras, las formó en algún artefacto. Una vez apareció un extraño efecto óptico: cuando se colocó entre la llama y yo, no la obstruyó, pero pude ver su fantasmal parpadeo. Esto me sobresaltó, pero como el efecto fue sólo momentáneo, creí que mis ojos me engañaban esforzándome a través de la oscuridad. Luego, durante un rato, no hubo llamas azules y avanzamos a toda velocidad por la oscuridad, con los aullidos de los lobos a nuestro alrededor, como si nos siguieran en un círculo en movimiento.
Por fin llegó un momento en que el conductor se alejó más de lo que había ido hasta entonces y, durante su ausencia, los caballos empezaron a temblar peor que nunca y a resoplar y gritar de miedo. Yo no veía ninguna causa para ello, pues el aullido de los lobos había cesado por completo; pero justo entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la cresta dentada de una roca escarabajosa y cubierta de pinos, y a su luz vi a nuestro alrededor un círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas rojas que se movían, con miembros largos y nervudos y pelo desgreñado. Eran cien veces más terribles en el lúgubre silencio que los retenía que incluso cuando aullaban. Yo mismo sentí una especie de parálisis por el miedo. Sólo cuando un hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores puede comprender su verdadero significado.
De repente, los lobos empezaron a aullar como si la luz de la luna hubiera tenido algún efecto peculiar sobre ellos. Los caballos daban saltos y se encabritaban, y miraban impotentes a su alrededor con ojos que giraban de un modo doloroso de ver; pero el círculo viviente del terror los rodeaba por todas partes, y tenían forzosamente que permanecer dentro de él. Llamé al cochero para que viniera, pues me parecía que nuestra única oportunidad era intentar atravesar el circulo y ayudar a que se acercara. Grité y golpeé el costado de la calèche, con la esperanza de que el ruido espantara a los lobos de ese lado y le diera la oportunidad de llegar a la trampa. No sé cómo llegó hasta allí, pero oí que alzaba la voz en tono de imperiosa orden y, al mirar hacia el ruido, lo vi de pie en la calzada. Cuando agitó sus largos brazos, como si apartara un obstáculo impalpable, los lobos retrocedieron y retrocedieron aún más. En ese momento, una pesada nube atravesó la cara de la luna, de modo que volvimos a quedar a oscuras.
Cuando volví a ver, el conductor estaba subiendo a la calèche y los lobos habían desaparecido. Todo aquello era tan extraño e insólito que me invadió un miedo atroz y temí hablar o moverme. El tiempo parecía interminable mientras seguíamos nuestro camino, ahora casi en completa oscuridad, pues las nubes ondulantes ocultaban la luna. Seguimos ascendiendo, con ocasionales períodos de rápido descenso, pero en general siempre ascendiendo. De pronto, me di cuenta de que el conductor estaba subiendo los caballos en el patio de un vasto castillo en ruinas, de cuyas altas ventanas negras no entraba ningún rayo de luz, y cuyas almenas rotas mostraban una línea dentada contra el cielo iluminado por la luna.



CAPÍTULO II


EL DIARIO DE JONATHAN HARKER — Continuación

5 de mayo: —Debía de estar dormido, porque, sin duda, si hubiera estado completamente despierto, habría notado la proximidad de un lugar tan extraordinario. En la penumbra, el patio parecía de un tamaño considerable, y como de él salían varios caminos oscuros bajo grandes arcos de medio punto, tal vez parecía más grande de lo que es en realidad. Aún no he podido verlo a la luz del día.
Cuando la calèche se detuvo, el conductor bajó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a bajar. Una vez más, no pude evitar fijarme en su prodigiosa fuerza. De hecho, su mano parecía un tornillo de banco de acero que podría haber aplastado la mía si hubiera querido. Luego me sacó las trampas y las colocó en el suelo a mi lado, cerca de una gran puerta, vieja y tachonada con grandes clavos de hierro, que sobresalía de un portal de piedra maciza. A pesar de la escasa luz, pude ver que la piedra estaba tallada de forma maciza, pero que el tallado estaba muy desgastado por el tiempo y la intemperie. Cuando me detuve, el cochero saltó de nuevo a su asiento y sacudió las riendas; los caballos echaron a andar hacia delante, y trampa y todo desaparecieron por una de las oscuras aberturas.
Me quedé en silencio donde estaba, pues no sabía qué hacer. No había ni rastro de timbre ni de aldaba; a través de aquellas fruncidas paredes y de las oscuras aberturas de las ventanas no era probable que mi voz pudiera penetrar. El tiempo que esperé me pareció interminable, y sentí que las dudas y los temores se apoderaban de mí. ¿A qué clase de lugar había llegado y entre qué clase de gente? ¿En qué clase de sombría aventura me había embarcado? ¿Era éste un incidente habitual en la vida de un procurador enviado para explicar a un extranjero la compra de una finca en Londres? ¡Abogado! A Mina no le gustaría eso. Procurador, porque justo antes de salir de Londres recibí la noticia de que mi examen había sido aprobado, ¡y ahora soy todo un procurador! Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme para ver si estaba despierto. Todo aquello me parecía una horrible pesadilla, y esperaba despertarme de repente y encontrarme en casa, con el amanecer entrando por las ventanas, como me había sucedido a veces por la mañana después de un día de trabajo excesivo. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco y mis ojos no se dejaron engañar. Estaba despierto y entre los Cárpatos. Todo lo que podía hacer ahora era ser paciente y esperar la llegada de la mañana.
Justo cuando había llegado a esta conclusión, oí un paso pesado que se acercaba por detrás de la gran puerta, y vi a través de los resquicios el resplandor de una luz que se acercaba. Luego se oyó el ruido de las cadenas y el tintineo de los enormes cerrojos. Se giró una llave con el ruido chirriante del desuso, y la gran puerta se cerró.
Dentro había un anciano alto, bien afeitado, salvo por un largo bigote blanco, y vestido de negro de pies a cabeza, sin una sola mancha de color en ninguna parte. Llevaba en la mano una antigua lámpara de plata, cuya llama ardía sin chimenea ni globo de ningún tipo, proyectando largas sombras temblorosas al parpadear en la corriente de aire de la puerta abierta. El anciano me hizo pasar con su mano derecha con un gesto cortés, diciendo en un excelente inglés, pero con una extraña entonación:—
"¡Bienvenido a mi casa! Entre libremente y por su propia voluntad". No hizo el menor ademán de salir a mi encuentro, sino que permaneció inmóvil como una estatua, como si el gesto de bienvenida lo hubiera convertido en piedra. Sin embargo, en el instante en que hube cruzado el umbral, se movió impulsivamente hacia delante y, extendiendo la mano, agarró la mía con una fuerza que me hizo estremecerme, un efecto que no se vio disminuido por el hecho de que parecía tan fría como el hielo, más la mano de un muerto que la de un hombre vivo. De nuevo dijo:—
"Bienvenido a mi casa. Venid libremente. Vete con cuidado, y deja algo de la felicidad que traes". La fuerza del apretón de manos era tan parecida a la que había notado en el conductor, cuyo rostro no había visto, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona con la que estaba hablando; así que para asegurarme, dije interrogativamente:—.
"¿El conde Drácula?" Se inclinó cortésmente al responder:—
"Yo soy Drácula, y le doy la bienvenida a mi casa, señor Harker. Entre; el aire de la noche es frío, y debe de necesitar comer y descansar". Mientras hablaba, colocó la lámpara en un soporte de la pared y, saliendo, cogió mi equipaje; lo había metido dentro antes de que pudiera impedírselo. Protesté, pero él insistió:—
"No, señor, es usted mi huésped. Es tarde y mi gente no está disponible. Permítame que yo mismo me ocupe de su comodidad". Insistió en llevar mis trampas a lo largo del pasadizo, y luego por una gran escalera de caracol, y a lo largo de otro gran pasadizo, en cuyo suelo de piedra resonaban pesadamente nuestros pasos. Al final abrió una pesada puerta, y me alegré de ver en su interior una habitación bien iluminada, en la que había una mesa preparada para la cena, y en cuyo poderoso hogar ardía y llameaba un gran fuego de leños, recién repuesto.
El conde se detuvo, dejó mis maletas, cerró la puerta y, cruzando la estancia, abrió otra puerta que conducía a una pequeña habitación octogonal iluminada por una sola lámpara y aparentemente sin ventana de ningún tipo. Al atravesarla, abrió otra puerta y me indicó que entrara. Fue una vista muy grata, pues aquí había un gran dormitorio bien iluminado y caldeado con otro fuego de leña —también añadido recientemente, pues los troncos de arriba estaban frescos— que lanzaba un rugido hueco por la ancha chimenea. El propio conde dejó mi equipaje dentro y se retiró, diciendo, antes de cerrar la puerta:—
"Después de su viaje, necesitará refrescarse haciendo sus necesidades. Confío en que encontrará todo lo que desea. Cuando esté listo, pase a la otra habitación, donde encontrará la cena preparada".
La luz y el calor y la cortés bienvenida del Conde parecieron disipar todas mis dudas y temores. Habiendo alcanzado entonces mi estado normal, descubrí que estaba medio muerto de hambre; así que haciendo un apresurado aseo, entré en la otra habitación.
Encontré la cena ya preparada. Mi anfitrión, que estaba de pie a un lado de la gran chimenea, apoyado en la piedra, hizo un elegante gesto con la mano hacia la mesa y dijo
"Les ruego que tomen asiento y cenen a su gusto. Confío en que me disculpe por no acompañarle, pero ya he cenado y no ceno".
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había confiado. La abrió y la leyó con seriedad; luego, con una sonrisa encantadora, me la pasó para que la leyera. Un pasaje de la misma, al menos, me produjo un estremecimiento de placer.
"Debo lamentar que un ataque de gota, enfermedad que padezco constantemente, me impida viajar durante algún tiempo; pero me complace decir que puedo enviar un sustituto suficiente, en quien confío plenamente. Es un hombre joven, lleno de energía y talento a su manera, y de una disposición muy fiel. Es discreto y silencioso, y se ha hecho hombre a mi servicio. Estará dispuesto a atenderos cuando queráis durante su estancia, y recibirá vuestras instrucciones en todos los asuntos."
El Conde en persona se adelantó y quitó la tapa de un plato, y yo caí de inmediato sobre un excelente pollo asado. Esto, con un poco de queso y ensalada y una botella de Tokay añejo, de la que tomé dos vasos, fue mi cena. Mientras cenaba, el conde me hizo muchas preguntas sobre mi viaje, y poco a poco le fui contando todo lo que había vivido.
Ya había terminado de cenar y, por deseo de mi anfitrión, me senté junto al fuego y empecé a fumar un cigarro que me ofreció, excusándose al mismo tiempo de que él no fumaba. Tuve la oportunidad de observarle y me pareció que tenía una fisonomía muy marcada.
Su rostro era fuerte —muy fuerte—, aquilino, con el puente de la nariz alto y delgado y los orificios nasales peculiarmente arqueados; con la frente elevada y abovedada, y el cabello crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en el resto del cuerpo. Tenía unas cejas muy pobladas, que casi se juntaban sobre la nariz, y un pelo espeso que parecía rizarse en su propia profusión. La boca, por lo que pude ver bajo el espeso bigote, era fija y de aspecto más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente afilados; éstos sobresalían por encima de los labios, cuya notable rudeza mostraba una vitalidad asombrosa en un hombre de su edad. Por lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era ancho y fuerte, y las mejillas firmes aunque delgadas. El efecto general era de una palidez extraordinaria.
Hasta entonces me había fijado en el dorso de sus manos, apoyadas en sus rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido más bien blancas y finas; pero al verlas ahora de cerca, no pude por menos de darme cuenta de que eran más bien toscas, anchas, con dedos achaparrados. Por extraño que parezca, había pelos en el centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, cortadas en punta. Cuando el conde se inclinó sobre mí y sus manos me tocaron, no pude reprimir un escalofrío. Puede que su aliento fuera fuerte, pero me invadió una horrible sensación de náusea que, hiciera lo que hiciera, no pude disimular. El conde, dándose cuenta de ello, retrocedió y, con una sombría sonrisa que mostraba más de lo que había hecho hasta entonces sus protuberantes dientes, volvió a sentarse a su lado de la chimenea. Ambos permanecimos en silencio durante un rato, y cuando miré hacia la ventana vi el primer rayo tenue del amanecer. Parecía que todo estaba en una extraña quietud; pero mientras escuchaba, oí como si desde abajo, en el valle, aullaran muchos lobos. Los ojos del conde brillaron y dijo
"Escuchadlos, los niños de la noche. Qué música hacen!" Viendo, supongo, alguna expresión extraña en mi rostro, añadió:—
"Ah, señor, ustedes los habitantes de la ciudad no pueden comprender los sentimientos del cazador". Luego se levantó y dijo:—
"Pero debes estar cansado. Tu habitación está lista y mañana podrás dormir hasta tan tarde como quieras. Yo tengo que ausentarme hasta la tarde; así que duerme bien y sueña bien". Con una cortés reverencia, me abrió él mismo la puerta de la habitación octogonal, y entré en mi dormitorio....
Estoy en un mar de maravillas. Dudo; temo; pienso cosas extrañas, que no me atrevo a confesar a mi propia alma. Que Dios me guarde, aunque sólo sea por el bien de mis seres queridos.

7 de mayo: —Es de nuevo de madrugada, pero he descansado y disfrutado de las últimas veinticuatro horas. Dormí hasta tarde y me desperté por mi propia voluntad. Cuando me hube vestido, entré en la habitación donde habíamos cenado, y me encontré con un desayuno frío preparado, y el café se mantenía caliente gracias a la cafetera colocada sobre la chimenea. Había una tarjeta sobre la mesa, en la que estaba escrito:—
"Tengo que ausentarme por un tiempo. No me esperes. D.". Me puse manos a la obra y disfruté de una abundante comida. Cuando terminé, busqué una campana para avisar a los criados de que había terminado, pero no la encontré. Hay ciertamente extrañas deficiencias en la casa, considerando las extraordinarias evidencias de riqueza que me rodean. El servicio de mesa es de oro, y está tan bellamente labrado que debe de tener un valor inmenso. Las cortinas y la tapicería de las sillas y los sofás y las colgaduras de mi cama son de las telas más costosas y hermosas, y debieron de tener un valor fabuloso cuando se hicieron, pues tienen siglos de antigüedad, aunque están en excelente estado. Vi algo parecido en Hampton Court, pero allí estaban desgastadas, deshilachadas y apolilladas. Pero aún así, en ninguna de las habitaciones hay un espejo. Ni siquiera hay un vaso de tocador en mi mesa, y tuve que sacar el pequeño vaso de afeitar de mi bolso antes de poder afeitarme o cepillarme el pelo. Todavía no he visto a ningún criado por ninguna parte, ni he oído ningún ruido cerca del castillo, excepto el aullido de los lobos. Algún tiempo después de haber terminado mi comida —no sé si llamarla desayuno o cena, pues eran entre las cinco y las seis cuando la tomé— busqué algo para leer, pues no me gustaba andar por el castillo hasta haber pedido permiso al conde. No había absolutamente nada en la habitación, ni libros, ni periódicos, ni siquiera material de escritura; así que abrí otra puerta de la habitación y encontré una especie de biblioteca. Probé la puerta opuesta a la mía, pero la encontré cerrada.
En la biblioteca encontré, para mi gran deleite, una gran cantidad de libros ingleses, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes encuadernados de revistas y periódicos. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era muy reciente. Los libros eran de lo más variado —historia, geografía, política, economía política, botánica, geología, derecho—, todos relacionados con Inglaterra y con la vida, las costumbres y los modales ingleses. Había incluso libros de consulta como el Directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el Almanaque de Whitaker, las Listas del Ejército y de la Marina, y —lo que de algún modo me alegró el corazón al verlo— la Lista de Leyes.
Mientras miraba los libros, se abrió la puerta y entró el conde. Me saludó cordialmente y deseó que hubiera descansado bien. Luego prosiguió
"Me alegro de que haya encontrado el camino hasta aquí, porque estoy seguro de que hay muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros —y puso la mano sobre algunos de los libros— han sido buenos amigos míos, y durante algunos años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han proporcionado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he llegado a conocer la gran Inglaterra, y conocerla es amarla. Anhelo recorrer las abarrotadas calles de vuestra poderosa Londres, estar en medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios, su muerte y todo lo que la convierte en lo que es. Pero, por desgracia, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de los libros. A ti, amigo mío, miro que la conozco para hablar".
"Pero, conde", le dije, "¡usted conoce y habla el inglés a fondo!". Se inclinó gravemente.
"Le agradezco, amigo mío, su demasiado halagadora estimación, pero aun así me temo que estoy un poco lejos en el camino que me gustaría recorrer. Es cierto que conozco la gramática y las palabras, pero no sé cómo hablarlas".
"En efecto", le dije, "hablas excelentemente".
"No es así", respondió. "Bueno, sé que, si me moviera y hablara en vuestro Londres, no habría nadie que no me reconociera como un extraño. Eso no me basta. Aquí soy noble; soy boyardo; el pueblo me conoce, y soy señor. Pero un forastero en tierra extraña, no es nadie; los hombres no le conocen, y no conocerle es no importarle. Me contento con ser como los demás, de modo que ningún hombre se detenga si me ve, ni se detenga en su discurso si oye mis palabras: "¡Ja, ja! un forastero". He sido amo tanto tiempo que quisiera seguir siéndolo, o al menos que ningún otro lo fuera de mí. Usted viene a mí no sólo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para contarme todo acerca de mi nueva propiedad en Londres. Confío en que se quede aquí conmigo un tiempo, para que con nuestra conversación pueda aprender la entonación inglesa; y me gustaría que me dijera cuándo cometo un error, aunque sea mínimo, al hablar. Lamento haber tenido que ausentarme tanto tiempo hoy; pero sé que usted perdonará a quien tiene tantos asuntos importantes entre manos".
Por supuesto, dije todo lo que pude acerca de mi buena voluntad, y le pregunté si podía entrar en aquella habitación cuando quisiera. Me contestó: "Sí, desde luego", y añadió:
"Puedes ir a cualquier parte que desees en el castillo, excepto donde las puertas estén cerradas, donde por supuesto no desearás ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si vieras con mis ojos y supieras con mis conocimientos, tal vez lo entenderías mejor." Le dije que estaba seguro de ello, y entonces prosiguió:—
"Estamos en Transilvania, y Transilvania no es Inglaterra. Nuestros caminos no son los vuestros, y os ocurrirán muchas cosas extrañas. Es más, por lo que ya me habéis contado de vuestras experiencias, sabéis algo de las cosas extrañas que puede haber".
Esto dio lugar a mucha conversación; y como era evidente que él quería hablar, aunque sólo fuera por hablar, le hice muchas preguntas acerca de cosas que ya me habían sucedido o que habían llegado a mi conocimiento. A veces se desviaba del tema, o torcía la conversación fingiendo no entender; pero por lo general contestaba con la mayor franqueza a todo lo que yo le preguntaba. Luego, a medida que pasaba el tiempo, y yo me había vuelto algo más audaz, le pregunté por algunas de las cosas extrañas de la noche anterior, como, por ejemplo, por qué el cochero había ido a los lugares donde había visto las llamas azules. Entonces me explicó que se creía comúnmente que en cierta noche del año —la última noche, de hecho, cuando se supone que todos los espíritus malignos tienen un dominio incontrolado— se ve una llama azul sobre cualquier lugar donde se haya escondido un tesoro. "Que el tesoro ha sido escondido", continuó, "en la región por la que vinisteis anoche, no cabe duda; porque fue el terreno por el que lucharon durante siglos los valacos, los sajones y los turcos. Apenas hay un palmo de suelo en toda esta región que no haya sido enriquecido por la sangre de los hombres, patriotas o invasores. Antaño hubo épocas conmovedoras, cuando los austriacos y los húngaros subían en hordas, y los patriotas salían a su encuentro —hombres y mujeres, ancianos y niños también— y esperaban su llegada en las rocas sobre los pasos, para poder arrasarlos con sus avalanchas artificiales. Cuando el invasor triunfó, no encontró gran cosa, pues lo que había se había refugiado en la tierra amiga."
"¿Pero cómo", dije yo, "puede haber permanecido tanto tiempo sin descubrir, cuando hay un índice seguro hacia él si los hombres se toman la molestia de buscar?". El Conde sonrió, y mientras sus labios corrían hacia atrás sobre sus encías, los dientes largos, afilados y caninos se mostraron extrañamente; respondió:—
"¡Porque vuestro campesino es en el fondo un cobarde y un tonto! Esas llamas sólo aparecen una noche; y esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se moverá sin sus puertas. Y, querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Incluso el campesino del que me hablaste que marcó el lugar de la llama no sabría dónde mirar a la luz del día ni siquiera para su propio trabajo. Me atrevo a jurar que ni siquiera tú serías capaz de volver a encontrar esos lugares".
"Ahí tienes razón", dije. "No sé más que los muertos ni siquiera dónde buscarlos". Luego derivamos hacia otros asuntos.
"Vamos", dijo al fin, "háblame de Londres y de la casa que me has procurado". Con una disculpa por mi descuido, entré en mi propia habitación para sacar los papeles de mi bolso. Mientras los ponía en orden, oí un traqueteo de vajilla y plata en la habitación contigua y, al pasar, me di cuenta de que habían recogido la mesa y encendido la lámpara, pues para entonces ya estaba muy oscuro. Las lámparas también estaban encendidas en el estudio o biblioteca, y encontré al conde tumbado en el sofá, leyendo, de entre todas las cosas del mundo, una guía inglesa de Bradshaw. Cuando entré, recogió los libros y papeles de la mesa; y con él me puse a estudiar planos, escrituras y figuras de todo tipo. Se interesó por todo y me hizo infinidad de preguntas sobre el lugar y sus alrededores. Era evidente que había estudiado de antemano todo lo que pudo conseguir sobre el barrio, porque al final sabía mucho más que yo. Cuando se lo hice notar, me contestó:—
"Pero, amigo mío, ¿no es necesario que lo haga? Cuando vaya allí estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan —perdóneme, caigo en la costumbre de mi país de anteponer su patronímico—, mi amigo Jonathan Harker no estará a mi lado para corregirme y ayudarme. Estará en Exeter, a kilómetros de distancia, probablemente trabajando en papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. Así que..."
Entramos de lleno en el asunto de la compra de la finca de Purfleet. Cuando le hube contado los hechos y conseguido su firma para los papeles necesarios, y había escrito con ellos una carta lista para enviar por correo al señor Hawkins, empezó a preguntarme cómo había dado con un lugar tan adecuado. Le leí las notas que había tomado en aquel momento, y que inscribo aquí:—.
"En Purfleet, en una carretera secundaria, encontré justo el lugar que parecía necesario, y donde había un anuncio ruinoso de que el lugar estaba en venta. Está rodeado por un alto muro, de estructura antigua, construido con pesadas piedras, y no ha sido reparado desde hace muchos años. Las puertas cerradas son de hierro y roble viejo y pesado, todo carcomido por el óxido.
"La finca se llama Carfax, sin duda una corrupción del antiguo Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, que coinciden con los puntos cardinales de la brújula. Contiene en total unos veinte acres, bastante rodeados por el sólido muro de piedra antes mencionado. Hay muchos árboles en ella, lo que la hace sombría en algunos lugares, y hay un estanque profundo y de aspecto oscuro o un pequeño lago, evidentemente alimentado por algunos manantiales, ya que el agua es clara y fluye en un arroyo de buen tamaño. La casa es muy grande y de todas las épocas se remonta, diría yo, a la época medieval, pues una parte es de piedra inmensamente gruesa, con sólo unas pocas ventanas en alto y fuertemente enrejadas con hierro. Parece parte de un torreón y está cerca de una antigua capilla o iglesia. No pude entrar en ella, pues no tenía la llave de la puerta que conduce a ella desde la casa, pero he tomado con mi kodak vistas de ella desde varios puntos. La casa ha sido ampliada, pero de una manera muy rezagada, y sólo puedo adivinar la cantidad de terreno que cubre, que debe ser muy grande. Hay muy pocas casas cerca, una de ellas es una casa muy grande que ha sido añadida recientemente y convertida en un manicomio privado. Sin embargo, no es visible desde el terreno".
Cuando hube terminado, dijo:—
"Me alegro de que sea vieja y grande. Yo mismo pertenezco a una familia antigua, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no se puede hacer habitable en un día; y, después de todo, qué pocos días hacen un siglo. Me alegro también de que haya una capilla de los viejos tiempos. A los nobles de Transilvania no nos gusta pensar que nuestros huesos puedan yacer entre los muertos comunes. No busco la alegría ni el júbilo, ni la brillante voluptuosidad de mucho sol y aguas centelleantes que complacen a los jóvenes y alegres. Ya no soy joven; y mi corazón, a través de cansados años de luto por los muertos, no está en sintonía con la alegría. Además, los muros de mi castillo están rotos; las sombras son muchas, y el viento sopla frío a través de las almenas y casamatas rotas. Amo la sombra y la penumbra, y me gustaría estar a solas con mis pensamientos cuando puedo". De alguna manera sus palabras y su mirada no parecían concordar, o bien era que su expresión hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.
Luego, con una excusa, me dejó, pidiéndome que reuniera todos mis papeles. Tardó un poco y me puse a mirar algunos de los libros que tenía a mi alrededor. Uno de ellos era un atlas, que encontré abierto naturalmente en Inglaterra, como si aquel mapa hubiera sido muy utilizado. Al mirarlo encontré en ciertos lugares pequeños anillos marcados, y al examinarlos me di cuenta de que uno estaba cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde estaba situada su nueva finca; los otros dos eran Exeter, y Whitby, en la costa de Yorkshire.
Había transcurrido casi una hora cuando el conde regresó. "Ajá —dijo—, ¿sigues con tus libros? Bien. Pero no debes trabajar siempre. Ven; me han informado de que tu cena está lista". Me cogió del brazo y fuimos a la habitación contigua, donde encontré una excelente cena preparada sobre la mesa. El conde volvió a excusarse, pues había cenado fuera al estar fuera de casa. Pero se sentó como la noche anterior, y charló mientras yo comía. Después de cenar fumé, como la noche anterior, y el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo preguntas sobre todos los temas imaginables, hora tras hora. Sentí que se hacía muy tarde, pero no dije nada, porque me sentía obligado a satisfacer los deseos de mi anfitrión en todos los sentidos. No tenía sueño, ya que el largo sueño de ayer me había fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que se apodera de uno al llegar el amanecer, que es como, a su manera, el cambio de la marea. Dicen que la gente que está cerca de la muerte muere generalmente con el cambio al amanecer o con el cambio de la marea; cualquiera que, cansado y atado a su puesto, haya experimentado este cambio en la atmósfera puede creerlo. De pronto oímos el canto de un gallo que se elevaba con una estridencia sobrenatural a través del aire claro de la mañana; el conde Drácula, poniéndose en pie de un salto, dijo:—
"¡Vaya, ya ha amanecido otra vez! Qué negligente he sido al dejaros tanto tiempo despiertos. Debes hacer menos interesante tu conversación sobre mi nuevo y querido país de Inglaterra, para que no olvide cómo pasa el tiempo", y, con una cortés reverencia, me dejó rápidamente.
Entré en mi habitación y corrí las cortinas, pero no había mucho que observar; mi ventana daba al patio, y todo lo que podía ver era el cálido gris del cielo que se aceleraba. Volví a correr las cortinas y escribí sobre este día.

8 de mayo: —Empecé a temer, a medida que escribía en este libro, que me estaba volviendo demasiado difuso; pero ahora me alegro de haber entrado en detalles desde el principio, porque hay algo tan extraño en este lugar y en todo lo que hay en él que no puedo sino sentirme inquieto. Desearía estar a salvo fuera de él, o no haber venido nunca. Puede ser que esta extraña existencia nocturna me esté delatando, pero ¡ojalá eso fuera todo! Si hubiera alguien con quien hablar, podría soportarlo, pero no hay nadie. Sólo tengo al conde con quien hablar, y él... Me temo que yo mismo soy la única alma viviente del lugar. Permítanme ser prosaico en la medida en que los hechos puedan serlo; me ayudará a soportarlo, y la imaginación no debe hacer estragos en mí. Si lo hace, estoy perdido. Permítanme decir de una vez cómo estoy, o cómo parece que estoy.
Sólo dormí unas horas cuando me acosté, y sintiendo que no podía dormir más, me levanté. Había colgado mi vaso de afeitar junto a la ventana y estaba empezando a afeitarme. De pronto sentí una mano en el hombro, y oí la voz del Conde que me decía: "Buenos días". Me sobresalté, pues me extrañaba no haberle visto, ya que el reflejo del cristal cubría toda la habitación a mis espaldas. Al arrancar me había hecho un pequeño corte, pero no me di cuenta en ese momento. Tras responder al saludo del conde, me volví de nuevo hacia el cristal para ver en qué me había equivocado. Esta vez no podía haber error, pues el hombre estaba cerca de mí, y podía verle por encima de mi hombro. Pero no se reflejaba en el espejo. Se veía toda la habitación detrás de mí, pero no había ni rastro de un hombre en ella, excepto yo mismo. Aquello me sobresaltó, y, viniendo a sumarse a tantas cosas extrañas, empezaba a aumentar esa vaga sensación de inquietud que siempre tengo cuando el conde está cerca; pero al instante vi que el corte había sangrado un poco, y la sangre me chorreaba por la barbilla. Dejé la navaja en el suelo, y al hacerlo me di media vuelta en busca de un esparadrapo. Cuando el conde me vio la cara, sus ojos brillaron con una especie de furia demoníaca, y de repente me agarró por la garganta. Me aparté y su mano tocó el collar de cuentas que sostenía el crucifijo. La furia desapareció tan rápidamente que me costó creer que hubiera existido.
"Ten cuidado", dijo, "ten cuidado con cómo te cortas. En este país es más peligroso de lo que crees". Luego, agarrando el vaso de afeitar, continuó: "Y esta es la cosa miserable que ha hecho el daño. Es un asqueroso adorno de la vanidad del hombre. Y abriendo la pesada ventana con un tirón de su terrible mano, arrojó el cristal, que se rompió en mil pedazos sobre las piedras del patio. Luego se retiró sin decir palabra. Es muy molesto, porque no veo cómo afeitarme, a menos que sea en la caja del reloj o en el fondo de la olla de afeitar, que afortunadamente es de metal.
Cuando entré en el comedor, el desayuno estaba preparado, pero no pude encontrar al conde por ninguna parte. Así que desayuné solo. Es extraño que hasta ahora no haya visto al conde comer ni beber. Debe de ser un hombre muy peculiar. Después del desayuno exploré un poco el castillo. Salí por las escaleras y encontré una habitación que daba al sur. La vista era magnífica, y desde donde yo estaba había muchas posibilidades de contemplarla. El castillo está al borde mismo de un terrible precipicio. Una piedra que cayera por la ventana se desplomaría mil metros sin tocar nada. Hasta donde alcanza la vista hay un mar de verdes copas de árboles, de vez en cuando con una profunda grieta donde hay un abismo. Aquí y allá hay hilos de plata donde los ríos serpentean en profundas gargantas a través de los bosques.
Pero no estoy en condiciones de describir la belleza, porque cuando hube visto el paisaje exploré más allá; puertas, puertas, puertas por todas partes, y todas cerradas y atrancadas. En ningún lugar, salvo en las ventanas de los muros del castillo, hay una salida disponible.
El castillo es una verdadera prisión, ¡y yo soy un prisionero!



CAPÍTULO III


EL DIARIO DE JONATHAN HARKER — Continuación

CUANDO supe que estaba prisionero, me invadió una especie de sentimiento salvaje. Subí y bajé corriendo las escaleras, probando todas las puertas y asomándome por todas las ventanas que encontraba; pero al cabo de un rato la convicción de mi impotencia dominó todos los demás sentimientos. Cuando, al cabo de unas horas, miro hacia atrás, pienso que debí de volverme loco, pues me comportaba como una rata en una trampa. Sin embargo, cuando llegué a la convicción de que no podía hacer nada, me senté tranquilamente —como nunca he hecho nada en mi vida— y empecé a pensar qué era lo mejor que podía hacer. Sigo pensando y todavía no he llegado a ninguna conclusión definitiva. De una sola cosa estoy seguro: de que es inútil dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe bien que estoy preso; y como él mismo lo ha hecho, y sin duda tiene sus propios motivos para ello, sólo me engañaría si yo le confiara plenamente los hechos. Por lo que puedo ver, mi único plan será mantener mi conocimiento y mis temores para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o bien estoy siendo engañado, como un niño, por mis propios temores, o bien me encuentro en una situación desesperada; y si esto último es así, necesito y necesitaré toda mi inteligencia para salir adelante.
Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí cerrarse la gran puerta de abajo y supe que el conde había regresado. No entró inmediatamente en la biblioteca, así que fui cautelosamente a mi habitación y le encontré haciendo la cama. Aquello era extraño, pero no hacía más que confirmar lo que siempre había pensado: que no había criados en la casa. Cuando más tarde le vi por el resquicio de las bisagras de la puerta poniendo la mesa en el comedor, me convencí de ello; porque si él mismo hace todos estos oficios serviles, sin duda es prueba de que no hay nadie más que los haga. Esto me dio un susto, pues si no hay nadie más en el castillo, debe de haber sido el propio conde el conductor del carruaje que me trajo aquí. Es un pensamiento terrible, porque si es así, ¿qué significa que pudiera controlar a los lobos, como lo hizo, con sólo levantar la mano en silencio? ¿Cómo es que toda la gente en Bistritz y en la diligencia tenía un miedo terrible por mí? ¿Qué significaba el regalo del crucifijo, del ajo, de la rosa silvestre, del fresno de montaña? Bendita sea la buena mujer que me colgó el crucifijo del cuello, porque cada vez que lo toco es para mí un consuelo y una fuerza. Es extraño que una cosa que me han enseñado a mirar con desdén y como idolatría, en un momento de soledad y angustia me sirva de ayuda. ¿Es que hay algo en la esencia misma del objeto, o que es un medio, una ayuda tangible, para transmitir recuerdos de simpatía y consuelo? Algún día, si puede ser, examinaré este asunto y trataré de decidirme al respecto. Mientras tanto, debo averiguar todo lo que pueda sobre el conde Drácula, ya que puede ayudarme a comprenderlo. Esta noche puede hablar de sí mismo, si dirijo la conversación en esa dirección. Debo ser muy cuidadoso, sin embargo, para no despertar sus sospechas.

Medianoche: —He tenido una larga charla con el Conde. Le he hecho algunas preguntas sobre la historia de Transilvania y se ha entusiasmado con el tema. Al hablar de cosas y personas, y especialmente de batallas, hablaba como si hubiera estado presente en todas ellas. Esto lo explicó después diciendo que para un boyardo el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo, que su gloria es su gloria, que su destino es su destino. Siempre que hablaba de su casa decía "nosotros", y hablaba casi en plural, como un rey. Ojalá pudiera escribir todo lo que dijo exactamente como lo dijo, porque para mí fue fascinante. Parecía contener toda la historia del país. Se excitaba mientras hablaba, y se paseaba por la sala tirando de su gran bigote blanco y agarrando cualquier cosa sobre la que pusiera las manos como si fuera a aplastarla con su fuerza. Dijo una cosa que voy a resumir lo mejor que pueda, porque cuenta a su manera la historia de su raza.
"Nosotros, los Szekelys, tenemos derecho a estar orgullosos, porque por nuestras venas corre la sangre de muchas razas valientes que lucharon como lucha el león, por el señorío. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu úgrica trajo de Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin les dieron, y que sus Berserkers desplegaron con tanto empeño en las costas de Europa, ay, y también de Asia y África, hasta que los pueblos pensaron que los propios hombres—lobo habían llegado. También aquí, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como una llama viva, hasta que los pueblos moribundos sostuvieron que en sus venas corría la sangre de aquellas viejas brujas que, expulsadas de Escitia, se habían apareado con los demonios en el desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja fue alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas?". Levantó los brazos. "¿Es de extrañar que fuéramos una raza conquistadora; que fuéramos orgullosos; que cuando el magiar, el lombardo, el ávaro, el búlgaro o el turco derramaron sus miles sobre nuestras fronteras, los hiciéramos retroceder? ¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones arrasaron la patria húngara nos encontrara aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando el diluvio húngaro se extendió hacia el este, los szekelys fueron reclamados como parientes por los magiares victoriosos, y durante siglos se nos confió la vigilancia de la frontera de Turquía; sí, y más que eso, el interminable deber de la guardia fronteriza, porque, como dicen los turcos, "el agua duerme, y el enemigo no duerme". ¿Quién con más gusto que nosotros en las Cuatro Naciones recibió la "espada sangrienta", o a su llamada guerrera acudió más rápidamente al estandarte del Rey? ¿Cuándo fue redimida esa gran vergüenza de mi nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de los Wallach y los Magyar se hundieron bajo la Media Luna? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza que, como Voivoda, cruzó el Danubio y venció al Turco en su propio suelo? ¡Este sí que era un Drácula! Desgraciadamente, su indigno hermano, una vez caído, vendió a su pueblo al turco y le infligió la vergüenza de la esclavitud. ¿Acaso no fue este Drácula el que inspiró a aquel otro de su raza que, en una época posterior, llevó una y otra vez sus fuerzas a través del gran río hasta el país de Turquía; que, cuando fue derrotado, volvió una y otra vez, aunque tuvo que venir solo desde el sangriento campo donde sus tropas estaban siendo masacradas, ya que sabía que sólo él podía triunfar en última instancia? Decían que sólo pensaba en sí mismo. ¿De qué sirven los campesinos sin jefe? ¿Dónde termina la guerra sin un cerebro y un corazón que la dirija? De nuevo, cuando, después de la batalla de Mohács, nos deshicimos del yugo húngaro, nosotros, los de la sangre de Drácula, estábamos entre sus líderes, pues nuestro espíritu no toleraba que no fuéramos libres. Ah, joven señor, los Szekelys—y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus espadas—pueden presumir de un récord que hongos como los Habsburgo y los Romanoff nunca podrán alcanzar. Los días de guerra han terminado. La sangre es algo demasiado precioso en estos días de paz deshonrosa; y las glorias de las grandes razas son como un cuento que se cuenta".
(Mem., este diario se parece horriblemente al comienzo de "Las mil y una noches", pues todo tiene que interrumpirse al canto del gallo, o como el fantasma del padre de Hamlet).

12 de mayo: —Permítanme comenzar con hechos, hechos escasos, verificados por libros y cifras, y de los que no cabe duda. No debo confundirlos con experiencias que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi recuerdo de ellas. Anoche, cuando el conde salió de su habitación, comenzó por hacerme preguntas sobre cuestiones jurídicas y sobre la realización de ciertos tipos de negocios. Yo había pasado el día estudiando libros y, simplemente para mantener la mente ocupada, repasé algunos de los asuntos que había estado examinando en Lincoln's Inn. Había cierto método en las preguntas del conde, así que trataré de exponerlas en secuencia; el conocimiento puede serme útil de algún modo o en algún momento.
En primer lugar, preguntó si un hombre en Inglaterra podía tener dos o más abogados. Le dije que podía tener una docena si lo deseaba, pero que no sería prudente tener más de un procurador en una misma transacción, ya que sólo uno podía actuar a la vez, y que cambiar de procurador seguramente iría en contra de sus intereses. Pareció entenderlo perfectamente, y continuó preguntando si habría alguna dificultad práctica en tener a un hombre que se ocupara, por ejemplo, de la banca, y a otro que se ocupara del transporte marítimo, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar alejado del domicilio del abogado de la banca. Le pedí que me lo explicara con más detalle, para no inducirle a error, y me dijo lo siguiente
"Le ilustraré. Su amigo y el mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su hermosa catedral en Exeter, que está lejos de Londres, me compra a través de usted mi plaza en Londres. ¡Muy bien! Ahora permítame decirle francamente, para que no le parezca extraño que haya buscado los servicios de alguien tan lejos de Londres en lugar de alguien que resida allí, que mi motivo era que no se sirviera a ningún interés local salvo a mi deseo; y como alguien que residiera en Londres podría, tal vez, tener algún propósito propio o de un amigo al que servir, me fui tan lejos para buscar a mi agente, cuyas labores debían ser sólo para mi interés. Ahora bien, supongamos que yo, que tengo muchos asuntos, deseo enviar mercancías, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría hacerse con más facilidad consignándolas a uno de estos puertos?". Le contesté que ciertamente sería muy fácil, pero que nosotros los abogados teníamos un sistema de agencia de uno para el otro, de modo que el trabajo local podía hacerse localmente por instrucción de cualquier abogado, de modo que el cliente, simplemente poniéndose en manos de un hombre, podía hacer que sus deseos fueran llevados a cabo por él sin más problemas.
"Pero", dijo, "yo podría dirigirme a mí mismo. ¿No es así?"
"Por supuesto", le contesté, "y así lo hacen a menudo los hombres de negocios, a quienes no les gusta que el conjunto de sus asuntos sea conocido por una sola persona".
"Bien", dijo, y luego continuó preguntando sobre los medios de hacer los envíos y los formularios que había que rellenar, y sobre toda clase de dificultades que podían surgir, pero que podían evitarse con previsión. Le expliqué todas estas cosas lo mejor que pude y, desde luego, me dejó con la impresión de que habría sido un magnífico abogado, porque no había nada que no hubiera pensado o previsto. Para un hombre que nunca había estado en el campo y que evidentemente no se dedicaba mucho a los negocios, sus conocimientos y perspicacia eran maravillosos. Cuando se hubo cerciorado de los puntos de que había hablado, y yo lo había comprobado todo lo mejor que pude con los libros de que disponía, se levantó de pronto y dijo:—.
"¿Ha escrito usted desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a algún otro?". Con cierta amargura en el corazón le contesté que no, que hasta entonces no había visto ninguna oportunidad de enviar cartas a nadie.
"Entonces escribe ahora, mi joven amigo", dijo, poniendo una mano pesada sobre mi hombro: "Escribe a nuestro amigo y a cualquier otro; y di, si te place, que te quedarás conmigo hasta dentro de un mes".
"¿Deseas que me quede tanto tiempo?" pregunté, pues se me helaba el corazón al pensarlo.
"Lo deseo mucho; es más, no aceptaré ninguna negativa. Cuando vuestro amo, patrón, como queráis, se comprometió a que alguien viniera en su nombre, quedó entendido que sólo se consultarían mis necesidades. No he escatimado. ¿No es así?"
¿Qué podía hacer sino inclinarme para aceptar? Era el interés del señor Hawkins, no el mío, y yo tenía que pensar en él, no en mí; y además, mientras el conde Drácula hablaba, había en sus ojos y en su porte aquello que me hacía recordar que era un prisionero, y que si lo deseaba no podía tener elección. El conde vio su victoria en mi arco, y su dominio en la turbación de mi rostro, pues comenzó a usarlos de inmediato, pero a su manera suave y sin resistencia:—.
"Os ruego, mi buen y joven amigo, que no habléis en vuestras cartas de cosas que no sean de negocios. Sin duda complacerá a sus amigos saber que se encuentra bien y que está deseando volver a casa con ellos. ¿No es así?" Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel de carta y tres sobres. Eran todos de la más fina caligrafía extranjera, y al mirarlos, luego a él, y al notar su tranquila sonrisa, con los afilados dientes caninos sobre el rojo borde inferior, comprendí tan bien como si hubiera hablado que debía tener cuidado con lo que escribía, porque él podría leerlo. Decidí, pues, escribir sólo notas formales, pero escribir en secreto al señor Hawkins, y también a Mina, pues para ella podía taquigrafiar, lo que desconcertaría al conde, si lo viera. Cuando hube escrito mis dos cartas, me senté tranquilamente a leer un libro, mientras el conde escribía varias notas, refiriéndose a algunos libros que tenía sobre la mesa. Luego cogió mis dos cartas, las colocó junto a las suyas y guardó su material de escritura, tras lo cual, en el instante en que la puerta se cerró tras él, me incliné y miré las cartas, que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún remordimiento al hacerlo, pues dadas las circunstancias creí que debía protegerme de todas las maneras posibles.
Una de las cartas iba dirigida a Samuel F. Billington, No. 7, The Crescent, Whitby; otra, a Herr Leutner, Varna; la tercera, a Coutts & Co., Londres, y la cuarta, a Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Buda—Pesth. La segunda y la cuarta estaban sin sellar. Estaba a punto de mirarlos cuando vi moverse el tirador de la puerta. Me eché hacia atrás en mi asiento, y apenas tuve tiempo de volver a colocar las cartas en su sitio y reanudar mi lectura antes de que el conde, con otra carta en la mano, entrara en la habitación. Tomó las cartas que había sobre la mesa, las selló cuidadosamente y, volviéndose hacia mí, dijo:—
"Confío en que me perdone, pero esta noche tengo mucho trabajo que hacer en privado. Espero que todo sea de su agrado". En la puerta se dio la vuelta, y después de una pausa dijo:—
"Permítame aconsejarle, mi querido y joven amigo, es más, permítame advertirle con toda seriedad que, si abandona estas habitaciones, no irá por casualidad a dormir a ninguna otra parte del castillo. Es viejo, y tiene muchos recuerdos, y hay malos sueños para los que duermen imprudentemente. ¡Atención! Si el sueño os vence ahora o alguna vez, o es probable que lo haga, entonces apresuraos a ir a vuestra propia cámara o a estas habitaciones, pues entonces vuestro descanso será seguro. Pero si no tienes cuidado a este respecto, entonces —terminó su discurso de un modo espantoso, pues hizo un gesto con las manos como si se las estuviera lavando. Comprendí perfectamente; mi única duda era si algún sueño podía ser más terrible que la antinatural y horrible red de penumbra y misterio que parecía cerrarse a mi alrededor.

Más tarde: —Suscribo las últimas palabras escritas, pero esta vez no hay duda alguna. No temeré dormir en ningún lugar donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la cabecera de mi cama; imagino que así mi descanso está más libre de sueños; y allí permanecerá.
Cuando me dejó, me fui a mi habitación. Después de un rato, al no oír ningún ruido, salí y subí por la escalera de piedra hasta donde podía mirar hacia el sur. Aquella vasta extensión, por inaccesible que me pareciera, me producía cierta sensación de libertad, comparada con la estrecha oscuridad del patio. Contemplando esto, sentí que en verdad estaba en prisión, y me pareció desear una bocanada de aire fresco, aunque fuera de noche. Empiezo a sentir que esta existencia nocturna me afecta. Me está destrozando los nervios. Me sobresalto ante mi propia sombra, y estoy lleno de toda clase de horribles imaginaciones. Dios sabe que hay motivos para mi terrible temor en este lugar maldito. Contemplé la hermosa extensión, bañada por la suave luz amarilla de la luna, casi tan clara como el día. Bajo la suave luz, las lejanas colinas se fundían, y las sombras de los valles y desfiladeros adquirían una negrura aterciopelada. La mera belleza parecía animarme; había paz y consuelo en cada aliento que daba. Al asomarme a la ventana, me llamó la atención algo que se movía un piso por debajo de mí, y algo a mi izquierda, donde imaginé, por el orden de las habitaciones, que mirarían las ventanas de la propia habitación del conde. La ventana ante la que me encontraba era alta y profunda, con parteluces de piedra, y aunque desgastada por el tiempo, seguía estando completa; pero era evidente que hacía muchos días que la vitrina no estaba allí. Me eché hacia atrás, detrás de la piedra, y miré atentamente hacia fuera.
Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo por la ventana. No vi la cara, pero reconocí al hombre por el cuello y el movimiento de la espalda y los brazos. En cualquier caso, no podía confundir las manos que había tenido tantas oportunidades de estudiar. Al principio me interesó y me divirtió un poco, porque es maravilloso cómo un asunto insignificante puede interesar y divertir a un hombre cuando está prisionero. Pero mis sentimientos se transformaron en repulsión y terror cuando vi al hombre salir lentamente por la ventana y comenzar a arrastrarse por el muro del castillo, sobre aquel espantoso abismo, boca abajo, con su manto extendiéndose a su alrededor como grandes alas. Al principio no podía creer lo que veía. Pensé que era algún truco de la luz de la luna, algún extraño efecto de la sombra; pero seguí mirando, y no podía ser un engaño. Vi que los dedos de las manos y de los pies se agarraban a las esquinas de las piedras, desgastadas de la argamasa por el esfuerzo de los años, y utilizando así cada saliente y desigualdad se movían hacia abajo con considerable velocidad, igual que un lagarto se mueve a lo largo de una pared.
¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de criatura tiene apariencia de hombre? Siento que el terror de este horrible lugar me domina; tengo miedo, un miedo atroz, y no tengo escapatoria; estoy rodeado de terrores en los que no me atrevo a pensar....

15 de mayo: —Una vez más he visto al conde salir a su manera de lagarto. Se movía hacia abajo, de costado, unos treinta metros más abajo, y bastante a la izquierda. Desapareció en algún agujero o ventana. Cuando su cabeza hubo desaparecido, me asomé para intentar ver más, pero fue en vano: la distancia era demasiado grande para permitir un ángulo de visión adecuado. Sabía que ya había abandonado el castillo, y pensé en aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que me había atrevido a hacer hasta entonces. Volví a la habitación y, cogiendo una lámpara, probé todas las puertas. Todas estaban cerradas, como esperaba, y las cerraduras eran relativamente nuevas; pero bajé las escaleras de piedra hasta el vestíbulo por donde había entrado originalmente. Descubrí que podía apartar los cerrojos con bastante facilidad y desenganchar las grandes cadenas; pero la puerta estaba cerrada, ¡y la llave había desaparecido! Esa llave debía de estar en la habitación del conde; debía vigilar si su puerta estaba abierta, para poder cogerla y escapar. Seguí examinando minuciosamente las diversas escaleras y pasadizos, y probé las puertas que se abrían desde ellos. Una o dos habitaciones pequeñas cerca del vestíbulo estaban abiertas, pero no había nada que ver en ellas, excepto muebles viejos, polvorientos por el tiempo y apolillados. Al final, sin embargo, encontré una puerta en lo alto de la escalera que, aunque parecía cerrada con llave, cedía un poco al presionarla. Probé con más fuerza y descubrí que, en realidad, no estaba cerrada con llave, sino que la resistencia se debía a que las bisagras se habían caído un poco y la pesada puerta estaba apoyada en el suelo. Era una oportunidad que tal vez no volvería a tener, así que me esforcé y, con muchos esfuerzos, la forcé hacia atrás para poder entrar. Me encontraba ahora en un ala del castillo situada más a la derecha que las habitaciones que conocía y un piso más abajo. Por las ventanas pude ver que el conjunto de habitaciones se extendía hacia el sur del castillo, y que las ventanas de la última habitación daban tanto al oeste como al sur. En este último lado, al igual que en el primero, había un gran precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de una gran roca, de modo que por tres de sus lados era bastante inexpugnable, y en él se habían colocado grandes ventanas donde no llegaban ni la honda, ni el arco, ni el culverín, con lo que se aseguraba la luz y la comodidad, imposibles para una posición que debía ser vigilada. Hacia el oeste se extendía un gran valle, y luego, a lo lejos, se alzaban grandes macizos montañosos escarpados, pico sobre pico, la roca escarpada tachonada de fresnos de montaña y espinos, cuyas raíces se aferraban en grietas y hendiduras y grietas de la piedra. Evidentemente, ésta era la parte del castillo ocupada por las damas en tiempos pasados, pues el mobiliario tenía más aire de comodidad que ninguno de los que yo había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la luz amarilla de la luna, que entraba a raudales por los cristales de diamante, permitía ver incluso los colores, al tiempo que suavizaba la gran cantidad de polvo que lo cubría todo y disimulaba en cierta medida los estragos del tiempo y la polilla. Mi lámpara parecía tener poco efecto a la brillante luz de la luna, pero me alegré de tenerla conmigo, porque había una espantosa soledad en el lugar que me helaba el corazón y me hacía temblar los nervios. Sin embargo, era mejor que vivir sola en las habitaciones que había llegado a odiar por la presencia del conde, y después de tratar un poco de templar mis nervios, me invadió una suave quietud. Aquí estoy, sentada a una mesita de roble donde en otros tiempos posiblemente se sentaba alguna bella dama para escribir, con mucho pensamiento y muchos rubores, su mal escrita carta de amor, y escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha sucedido desde la última vez que lo cerré. Es el siglo diecinueve actualizado con una venganza. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los viejos siglos tenían, y tienen, poderes propios que la mera "modernidad" no puede matar.

Más tarde: —La mañana del 16 de mayo —Dios guarde mi cordura, porque a esto me he reducido. La seguridad y la garantía de seguridad son cosas del pasado. Mientras viva aquí, sólo puedo esperar una cosa: que no me vuelva loco, si es que no lo estoy ya. Si estoy cuerdo, entonces seguramente es enloquecedor pensar que de todas las cosas repugnantes que acechan en este odioso lugar, el Conde es la menos temible para mí; que sólo en él puedo buscar seguridad, aunque sólo sea mientras pueda servir a su propósito. ¡Gran Dios! ¡Dios misericordioso! Dejadme tranquilo, porque de ese camino sale la locura. Empiezo a tener nuevas luces sobre ciertas cosas que me han desconcertado. Hasta ahora nunca supe lo que Shakespeare quiso decir cuando Hamlet dijo...


"¡Mis pastillas! ¡Rápido, mis pastillas!
Es hora de que lo deje", etc..,


porque ahora, sintiéndome como si mi propio cerebro estuviera desquiciado o como si hubiera llegado la conmoción que debía acabar con él, recurro a mi diario en busca de reposo. El hábito de escribir con precisión debe ayudarme a tranquilizarme.
La misteriosa advertencia del Conde me asustó en aquel momento; me asusta más ahora cuando pienso en ella, porque en el futuro tendrá un temible control sobre mí. Temeré dudar de lo que pueda decir.
Cuando hube escrito en mi diario y, afortunadamente, guardado el libro y la pluma en el bolsillo, sentí sueño. Me vino a la mente la advertencia del conde, pero me complací en desobedecerla. La sensación de sueño se apoderó de mí, y con ella la obstinación que el sueño trae consigo. La suave luz de la luna me aliviaba, y la amplia extensión me daba una sensación de libertad que me refrescaba. Decidí no volver esta noche a las habitaciones embrujadas por la penumbra, sino dormir aquí, donde, antiguamente, las damas se habían sentado y cantado y vivido dulces vidas mientras sus dulces pechos estaban tristes por sus hombres lejos en medio de guerras sin remordimientos. Saqué un gran diván de su sitio, cerca de la esquina, de modo que, tendido, pudiera contemplar la hermosa vista hacia el este y el sur, y, sin pensar en el polvo ni preocuparme por él, me dispuse a dormir. Supongo que me quedé dormida; eso espero, pero me temo que todo lo que siguió fue asombrosamente real, tan real que ahora, sentada aquí, a plena luz del sol de la mañana, no puedo creer en absoluto que todo fuera sueño.
No estaba solo. La habitación era la misma, sin ningún cambio desde que entré en ella; podía ver a lo largo del suelo, a la brillante luz de la luna, mis propios pasos marcados donde yo había perturbado la larga acumulación de polvo. Frente a mí, a la luz de la luna, había tres mujeres jóvenes, señoritas por su forma de vestir y sus modales. En aquel momento pensé que debía de estar soñando cuando las vi, porque, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se acercaron a mí, me miraron durante un rato y luego murmuraron. Dos eran morenos, y tenían narices altas y aguileñas, como el conde, y grandes ojos oscuros y penetrantes que parecían casi rojos cuando contrastaban con la pálida luna amarilla. La otra era rubia, todo lo rubia que puede ser, con grandes masas onduladas de cabello dorado y ojos como pálidos zafiros. De algún modo me parecía conocer su rostro, y conocerlo en relación con algún temor ensoñador, pero no podía recordar en ese momento cómo ni dónde. Las tres tenían unos dientes blancos y brillantes que resplandecían como perlas contra el rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me inquietaba, algo de anhelo y al mismo tiempo de miedo mortal. Sentía en mi corazón un deseo perverso y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos. No es bueno anotar esto, no sea que algún día se encuentre con los ojos de Mina y le cause dolor; pero es la verdad. Susurraron juntos, y luego los tres rieron: una risa tan plateada y musical, pero tan dura como si el sonido nunca hubiera podido salir de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable y hormigueante de los vasos de agua cuando son tocados por una mano astuta. La muchacha movió la cabeza con coquetería, y los otros dos la animaron a seguir. Una dijo:—
"Adelante. Tú eres la primera, y nosotros te seguiremos; tuyo es el derecho a empezar". El otro añadió:—
"Es joven y fuerte; hay besos para todos nosotros". Me quedé quieta, mirando por debajo de las pestañas en una agonía de deliciosa expectación. La hermosa muchacha avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mí. Era dulce en un sentido, dulce como la miel, y enviaba el mismo cosquilleo a través de los nervios que su voz, pero con una amargura subyacente a la dulzura, una amargura ofensiva, como la que se huele en la sangre.
Tuve miedo de levantar los párpados, pero miré y vi perfectamente bajo las pestañas. La chica se puso de rodillas y se inclinó sobre mí, simplemente regodeándose. Había en ella una voluptuosidad deliberada que era a la vez emocionante y repulsiva, y mientras arqueaba el cuello se lamía los labios como un animal, hasta que pude ver a la luz de la luna la humedad que brillaba en los labios escarlata y en la lengua roja que lamía los dientes blancos y afilados. Bajó más y más la cabeza mientras los labios se acercaban a mi boca y a mi barbilla y parecían a punto de aferrarse a mi garganta. Entonces hizo una pausa, y pude oír el agitado sonido de su lengua al lamerse los dientes y los labios, y pude sentir su aliento caliente en mi cuello. Entonces la piel de mi garganta empezó a cosquillear como lo hace la carne cuando se acerca la mano que va a hacerle cosquillas. Podía sentir el tacto suave y tembloroso de los labios sobre la piel hipersensible de mi garganta, y las duras abolladuras de dos dientes afilados, que sólo tocaban y se detenían allí. Cerré los ojos en un lánguido éxtasis y esperé con el corazón palpitante.
Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago. Fui consciente de la presencia del Conde, y de su ser como bañado en una tormenta de furia. Cuando mis ojos se abrieron involuntariamente, vi su fuerte mano agarrar el esbelto cuello de la hermosa mujer y con la fuerza de un gigante tirar de él hacia atrás, los ojos azules transformados por la furia, los dientes blancos rechinando de rabia y las hermosas mejillas enrojecidas por la pasión. ¡Pero el Conde! Nunca imaginé tanta ira y furia, ni siquiera ante los demonios de la fosa. Sus ojos estaban realmente ardientes. La luz roja en ellos era escabrosa, como si las llamas del fuego del infierno ardieran detrás de ellos. Su rostro estaba mortalmente pálido y sus líneas eran duras como alambres estirados; las gruesas cejas que se unían sobre la nariz parecían ahora una barra de metal al rojo vivo. Con un feroz movimiento de su brazo, arrojó a la mujer lejos de él, y luego hizo un gesto a los demás, como si los estuviera haciendo retroceder; era el mismo gesto imperioso que yo había visto usar con los lobos. Con una voz que, aunque baja y casi en un susurro, parecía cortar el aire y luego resonar por toda la habitación, dijo:—
"¿Cómo os atrevéis a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a mirarlo cuando os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todos! Este hombre me pertenece. Cuidado con meteros con él, o tendréis que vérselas conmigo". La hermosa muchacha, con una risa de coquetería socarrona, se volvió para contestarle:—
"¡Tú nunca has amado; tú nunca amas!". A esto se unieron las otras mujeres, y una risa tan triste, dura y desalmada resonó en la habitación que casi me hizo desfallecer al oírla; parecía el placer de los demonios. Entonces el conde se volvió, después de mirarme atentamente a la cara, y dijo en un suave susurro:—
"—Sí, yo también puedo amar; vosotros mismos lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Pues bien, ahora os prometo que cuando acabe con él le besaréis a vuestra voluntad. Ahora vete, vete. Debo despertarlo, pues hay trabajo que hacer".
"¿No vamos a tener nada esta noche?", dijo una de ellas, riendo por lo bajo, mientras señalaba la bolsa que él había arrojado al suelo y que se movía como si hubiera algún ser vivo en su interior. Como respuesta, asintió con la cabeza. Una de las mujeres se adelantó de un salto y la abrió. Si mis oídos no me engañaban, se oyó un grito ahogado y un gemido grave, como el de un niño medio ahogado. Las mujeres se cerraron en redondo, mientras yo me horrorizaba; pero al mirarlas desaparecieron, y con ellas la espantosa bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no podían haber pasado a mi lado sin que yo me diera cuenta. Simplemente parecieron desvanecerse en los rayos de la luz de la luna y salir por la ventana, pues pude ver fuera las formas tenues y sombrías durante un momento antes de que se desvanecieran por completo.
Entonces me invadió el horror y caí inconsciente.



CAPÍTULO IV


EL DIARIO DE JONATHAN HARKER — Continuación

DESPERTÉ en mi propia cama. Si no había soñado, el conde me había traído hasta aquí. Traté de convencerme de ello, pero no pude llegar a ningún resultado incuestionable. Ciertamente, había algunas pequeñas evidencias, como que mi ropa estaba doblada y tendida de una manera que no era mi costumbre. Mi reloj seguía sin cuerda, y yo tengo la rigurosa costumbre de darle cuerda la última vez antes de acostarme, y muchos detalles por el estilo. Pero estas cosas no son una prueba, porque pueden haber sido indicios de que mi mente no estaba como de costumbre, y, por una causa u otra, sin duda me había alterado mucho. Debo esperar las pruebas. De una cosa me alegro: si fue el conde quien me trajo aquí y me desnudó, debió de apresurarse en su tarea, pues mis bolsillos están intactos. Estoy seguro de que este diario habría sido para él un misterio que no habría tolerado. Se lo habría llevado o lo habría destruido. Cuando miro alrededor de esta habitación, aunque ha estado para mí tan llena de miedo, ahora es una especie de santuario, porque nada puede ser más espantoso que esas horribles mujeres, que estaban —que están— esperando chuparme la sangre.

18 de mayo: —He bajado a ver de nuevo esa habitación a la luz del día, porque debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta, al final de la escalera, la encontré cerrada. Había sido tan forzada contra la jamba que parte de la madera estaba astillada. Pude ver que el pestillo de la cerradura no había sido disparado, pero la puerta está cerrada por dentro. Temo que no haya sido un sueño, y debo actuar de acuerdo con esta suposición.

19 de mayo: —Seguramente estoy en apuros. Anoche el Conde me pidió en el tono más suave que escribiera tres cartas, una diciendo que mi trabajo aquí estaba casi terminado, y que debía partir para casa dentro de pocos días, otra que partía a la mañana siguiente de la hora de la carta, y la tercera que había dejado el castillo y llegado a Bistritz. Hubiera querido rebelarme, pero pensé que en el estado actual de las cosas sería una locura pelearme abiertamente con el Conde mientras estoy tan absolutamente en su poder; y negarme sería excitar sus sospechas y despertar su ira. Sabe que sé demasiado, y que no debo vivir, no sea que le resulte peligrosa; mi única posibilidad es prolongar mis oportunidades. Puede ocurrir algo que me dé la oportunidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira creciente que se manifestó cuando arrojó de sí a aquella hermosa mujer. Me explicó que los puestos eran escasos e inciertos, y que si escribía ahora tranquilizaría a mis amigos; y me aseguró con tanta impresión que anularía las cartas posteriores, que serían retenidas en Bistritz hasta su debido tiempo en caso de que el azar admitiera que prolongara mi estancia, que oponerme a él habría sido crear nuevas sospechas. Fingí, pues, estar de acuerdo con él y le pregunté qué fecha debía poner en las cartas. Calculó un minuto, y luego dijo:—
"La primera debería ser el 12 de junio, la segunda el 19 de junio y la tercera el 29 de junio".
Ahora conozco la duración de mi vida. Que Dios me ayude.

28 de mayo: —Hay una posibilidad de escapar o, en todo caso, de enviar un mensaje a casa. Una banda de Szgany ha llegado al castillo y está acampada en el patio. Estos Szgany son gitanos; tengo notas de ellos en mi libro. Son peculiares de esta parte del mundo, aunque aliados de los gitanos ordinarios de todo el mundo. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania, que están casi fuera de toda ley. Por regla general, se adhieren a algún gran noble o boyardo, y se llaman a sí mismos por su nombre. Son intrépidos y carecen de religión, salvo la superstición, y sólo hablan sus propias variedades de la lengua gitana.
Escribiré algunas cartas a casa, e intentaré que las envíen por correo. Ya les he hablado a través de mi ventana para empezar a conocerlos. Se quitaron los sombreros e hicieron reverencias y muchas señas que, sin embargo, no pude entender más de lo que entendí su lengua hablada ....
He escrito las cartas. La de Mina está taquigrafiada, y simplemente le pido al señor Hawkins que se comunique con ella. Le he explicado mi situación, pero sin los horrores que sólo puedo suponer. Le daría un susto de muerte si le expusiera mi corazón. Si las cartas no llegan, el Conde no sabrá aún mi secreto ni el alcance de mis conocimientos....
He entregado las cartas; las arrojé a través de los barrotes de mi ventana con una pieza de oro, e hice las señales que pude para que las enviaran por correo. El hombre que las cogió se las apretó contra el corazón, se inclinó y luego se las guardó en la gorra. No pude hacer más. Volví al estudio y me puse a leer. Como el Conde no entró, he escrito aquí ....
El conde ha venido. Se sentó a mi lado, y dijo con su voz más suave mientras abría dos cartas:—
"El Szgany me ha dado éstas, de las que, aunque no sé de dónde proceden, me ocuparé, por supuesto. Mire" —debió de mirarla— "una es de usted y para mi amigo Peter Hawkins; la otra" —aquí vio los extraños símbolos mientras abría el sobre, y la mirada oscura apareció en su rostro, y sus ojos brillaron con maldad— "¡la otra es una cosa vil, un ultraje a la amistad y a la hospitalidad! No está firmado. Bueno, eso no nos importa". Y sostuvo tranquilamente carta y sobre en la llama de la lámpara hasta que se consumieron. Luego prosiguió:—
"La carta a Hawkins... naturalmente se la enviaré, ya que es suya. Sus cartas son sagradas para mí. Disculpe, amigo mío, que haya roto el sello sin darme cuenta. ¿No lo tapará de nuevo?" Me tendió la carta y, con una cortés reverencia, me entregó un sobre limpio. Yo sólo pude reorientarlo y entregárselo en silencio. Cuando salió de la habitación pude oír el suave giro de la llave. Un minuto después me acerqué y probé, y la puerta estaba cerrada.
Cuando, una o dos horas después, el conde entró tranquilamente en la habitación, su llegada me despertó, pues me había ido a dormir al sofá. Era muy cortés y muy alegre en su trato, y viendo que yo había estado durmiendo, dijo:—
"Amigo mío, ¿estás cansado? Vete a la cama. Es el descanso más seguro. Tal vez no tenga el gusto de hablar esta noche, pues me esperan muchas fatigas; pero tú dormirás, te lo ruego". Pasé a mi habitación y me acosté, y, por extraño que parezca, dormí sin soñar. La desesperación tiene sus calmas.

31 de mayo: —Esta mañana, al despertarme, pensé en coger papel y sobres de mi bolsa y guardármelos en el bolsillo, para poder escribir en caso de que se me presentara la oportunidad, pero ¡otra vez una sorpresa, otra vez un sobresalto!
Todos los trozos de papel habían desaparecido, y con ellos todas mis notas, mis memorandos sobre ferrocarriles y viajes, mi carta de crédito, de hecho todo lo que podía serme útil si salía del castillo. Me quedé pensativo un rato, y entonces se me ocurrió algo, y busqué en mi bolsa y en el armario donde había guardado mi ropa.
El traje con el que había viajado había desaparecido, así como mi abrigo y mi alfombra; no pude encontrar rastro de ellos en ninguna parte. Esto parecía un nuevo plan de villanía....

17 de junio: —Esta mañana, mientras estaba sentado en el borde de la cama devanándome los sesos, oí sin cesar el chasquido de las fustas y el golpeteo de los pies de los caballos por el sendero rocoso más allá del patio. Con alegría me apresuré a asomarme a la ventana, y vi entrar en el patio dos grandes carromatos, tirados cada uno por ocho robustos caballos, y a la cabeza de cada pareja un eslovaco, con su ancho sombrero, gran cinturón tachonado de clavos, sucia piel de oveja y botas altas. También llevaban sus largos bastones en la mano. Corrí hacia la puerta, con la intención de bajar e intentar unirme a ellos a través del vestíbulo principal, ya que pensé que ese camino podría estar abierto para ellos. De nuevo un sobresalto: mi puerta estaba cerrada por fuera.
Entonces corrí a la ventana y les grité. Me miraron estúpidamente y me señalaron con el dedo, pero en ese momento salió el "hetman" de la Szgany y, al ver que señalaban hacia mi ventana, dijo algo, de lo que se rieron. A partir de entonces, ningún esfuerzo mío, ningún grito lastimero, ninguna súplica agónica, les hizo siquiera mirarme. Se dieron la vuelta con decisión. Los vagones de los leiter contenían grandes cajas cuadradas, con asas de gruesa cuerda; evidentemente, estaban vacías por la facilidad con que los eslovacos las manejaban y por su resonancia al moverlas bruscamente. Cuando estuvieron todas descargadas y amontonadas en un gran montón en un rincón del patio, los eslovacos recibieron del Szgany algo de dinero, y escupiendo en él para que les diera suerte, se dirigieron perezosamente cada uno a la cabeza de su caballo. Poco después oí a lo lejos el chasquido de sus látigos.

24 de junio, antes de amanecer: —Anoche el conde me dejó temprano y se encerró en su habitación. En cuanto me atreví, subí corriendo la escalera de caracol y me asomé a la ventana, que daba al sur. Pensé en vigilar al conde, pues algo está ocurriendo. Los Szgany están acuartelados en algún lugar del castillo y están haciendo algún tipo de trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando oigo a lo lejos un ruido sordo, como de azadón y pala, y, sea lo que sea, debe de ser el final de alguna despiadada villanía.
Llevaba en la ventana algo menos de media hora, cuando vi que algo salía por la ventana del conde. Retrocedí y observé atentamente, y vi salir al hombre entero. Fue una nueva sorpresa para mí ver que llevaba puesto el traje que yo había usado mientras viajaba hacia aquí, y que colgaba de su hombro la terrible bolsa que había visto llevarse a las mujeres. No cabía duda de su búsqueda, ¡y además con mi atuendo! Este es, pues, su nuevo plan de maldad: que permitirá que otros me vean, según piensen, de modo que pueda dejar constancia de que he sido visto en las ciudades o aldeas publicando mis propias cartas, y que cualquier maldad que pueda hacer me sea atribuida por la gente del lugar.
Me da rabia pensar que esto pueda seguir así, y mientras yo estoy encerrado aquí, un verdadero prisionero, pero sin esa protección de la ley que es incluso el derecho y el consuelo de un criminal.
Pensé en esperar el regreso del conde, y durante largo rato permanecí sentada obstinadamente junto a la ventana. Entonces empecé a notar que había unas pintorescas manchitas flotando en los rayos de la luna. Eran como minúsculos granos de polvo que giraban y se agrupaban de un modo nebuloso. Los observé con una sensación de alivio, y una especie de calma se apoderó de mí. Me recosté en la abrazadera, en una posición más cómoda, para poder disfrutar más plenamente del jugueteo aërial.
Algo me hizo sobresaltarme: un aullido grave y lastimero de perros en algún lugar muy abajo, en el valle, que estaba oculto a mi vista. Más fuerte parecía resonar en mis oídos, y las motas de polvo flotantes adoptaron nuevas formas al sonido mientras danzaban a la luz de la luna. Sentí que luchaba por despertar a alguna llamada de mis instintos; es más, mi alma misma luchaba, y mis sensibilidades medio olvidadas se esforzaban por responder a la llamada. Me estaba hipnotizando. El polvo bailaba cada vez más rápido; los rayos de luna parecían temblar al pasar junto a mí hacia la masa de penumbra que había más allá. Cada vez se acumulaban más, hasta que parecían adoptar formas fantasmales. Entonces me sobresalté, completamente despierto y en plena posesión de mis sentidos, y salí corriendo y gritando del lugar. Las formas fantasmales, que se materializaban gradualmente entre los rayos de luna, eran las de las tres mujeres fantasmales a las que estaba condenado. Huí, y me sentí algo más seguro en mi propia habitación, donde no había luz de luna y donde la lámpara ardía intensamente.
Cuando habían transcurrido un par de horas, oí que algo se movía en la habitación del conde, algo parecido a un gemido agudo rápidamente reprimido; y luego se hizo el silencio, un silencio profundo y espantoso, que me heló. Con el corazón palpitante, intenté abrir la puerta; pero estaba encerrada en mi prisión, y no podía hacer nada. Me senté y me limité a llorar.
Mientras estaba sentada, oí un ruido en el patio exterior: el llanto agónico de una mujer. Corrí a la ventana y, levantándola, me asomé entre los barrotes. Allí, efectivamente, había una mujer con el pelo revuelto, llevándose las manos al corazón como quien se angustia corriendo. Estaba apoyada en una esquina del portal. Cuando vio mi cara en la ventana, se lanzó hacia delante y gritó con voz amenazadora
"¡Monstruo, dame a mi hijo!"
Se arrodilló y, levantando las manos, gritó las mismas palabras en un tono que me estrujó el corazón. Luego se arrancó los cabellos, se golpeó el pecho y se abandonó a todas las violencias de una emoción extravagante. Por último, se arrojó hacia delante y, aunque no pude verla, oí el golpeteo de sus manos desnudas contra la puerta.
En algún lugar en lo alto, probablemente en la torre, oí la voz del conde llamando con su áspero y metálico susurro. Su llamada pareció ser respondida desde muy lejos por el aullido de los lobos. Antes de que pasaran muchos minutos, una manada de lobos se precipitó, como una presa reprimida cuando se libera, por la amplia entrada del patio.
La mujer no gritó y el aullido de los lobos fue breve. No tardaron en alejarse en tropel, relamiéndose.
No podía compadecerme de ella, pues ahora sabía lo que había sido de su hijo, y era mejor que estuviera muerta.
¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta cosa espantosa de noche, oscuridad y miedo?

25 de junio, mañana: —Nadie sabe hasta que ha sufrido la noche cuán dulce y cuán querida puede ser la mañana para su corazón y sus ojos. Cuando el sol se puso tan alto esta mañana que golpeó la parte superior de la gran puerta frente a mi ventana, el punto alto que tocó me pareció como si la paloma del arca se hubiera iluminado allí. Mi miedo se desprendió de mí como si hubiera sido una prenda vaporosa que se disolvía con el calor. Debo actuar de algún modo mientras el valor del día esté sobre mí. Anoche llegó al correo una de mis cartas fechadas, la primera de esa serie fatal que ha de borrar de la tierra las huellas mismas de mi existencia.
No quiero pensar en ello. ¡Acción!
Siempre he sido molestado o amenazado por la noche, o de alguna manera he estado en peligro o atemorizado. Aún no he visto al Conde a la luz del día. ¿Puede ser que duerma cuando los demás se despiertan, para estar despierto mientras ellos duermen? ¡Si pudiera entrar en su habitación! Pero no hay manera posible. La puerta siempre está cerrada, no hay manera para mí.
Sí, hay un camino, si uno se atreve a tomarlo. ¿Por qué no puede ir otro cuerpo donde ha ido el suyo? Yo mismo le he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no voy a imitarle y entrar por su ventana? Las posibilidades son desesperadas, pero mi necesidad lo es aún más. Me arriesgaré. En el peor de los casos sólo puede ser la muerte; y la muerte de un hombre no es la de un ternero, y el temido Más Allá aún puede estar abierto para mí. ¡Dios me ayude en mi tarea! Adiós, Mina, si fracaso; adiós, mi fiel amigo y segundo padre; ¡adiós a todos, y por último a Mina!

El mismo día, más tarde: —He hecho el esfuerzo, y Dios, ayudándome, he vuelto sano y salvo a esta habitación. Debo poner en orden cada detalle. Fui, mientras mi valor estaba fresco, directamente a la ventana del lado sur, y enseguida salí al estrecho saliente de piedra que rodea el edificio por este lado. Las piedras son grandes y están cortadas toscamente, y la argamasa se ha ido arrastrando entre ellas con el paso del tiempo. Me quité las botas y salí a la desesperada. Miré hacia abajo una vez, para asegurarme de que una repentina visión de la horrible profundidad no me sobrecogería, pero después mantuve los ojos alejados de ella. Conocía bastante bien la dirección y la distancia de la ventana del conde, y me dirigí hacia ella lo mejor que pude, teniendo en cuenta las oportunidades disponibles. No me sentía mareado —suponía que estaba demasiado excitado— y el tiempo parecía ridículamente corto hasta que me encontré de pie en el alféizar de la ventana e intentando levantar la hoja. Sin embargo, me llené de agitación cuando me agaché y entré con los pies por delante a través de la ventana. Entonces miré a mi alrededor en busca del conde, pero, con sorpresa y alegría, hice un descubrimiento. La habitación estaba vacía. Estaba apenas amueblada con cosas raras, que parecían no haber sido usadas nunca; los muebles eran algo del mismo estilo que los de las habitaciones del sur, y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave, pero no estaba en la cerradura, y no pude encontrarla por ninguna parte. Lo único que encontré fue un gran montón de oro en un rincón: oro de todas clases, romano, británico, austriaco, húngaro, griego y turco, cubierto de una capa de polvo, como si hubiera estado mucho tiempo enterrado. Nada de lo que vi tenía menos de trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos enjoyados, pero todos viejos y manchados.
En una esquina de la habitación había una pesada puerta. La probé, pues, al no encontrar la llave de la habitación ni la de la puerta exterior, que era el objeto principal de mi búsqueda, debía hacer un examen más detenido, o todos mis esfuerzos serían en vano. Estaba abierta y conducía, a través de un pasadizo de piedra, a una escalera circular que descendía empinadamente. Descendí con cuidado, pues la escalera estaba oscura y sólo la iluminaban las aspilleras de la pesada mampostería. Al fondo había un pasadizo oscuro, parecido a un túnel, por el que llegaba un olor mortecino y enfermizo, el olor de la tierra vieja recién removida. A medida que avanzaba por el pasadizo, el olor se hacía cada vez más intenso. Por fin abrí una pesada puerta entreabierta y me encontré en una vieja capilla en ruinas, que evidentemente había sido utilizada como cementerio. El techo estaba roto, y en dos lugares había escalones que conducían a bóvedas, pero el suelo había sido excavado recientemente, y la tierra colocada en grandes cajas de madera, manifiestamente las que habían traído los eslovacos. No había nadie, y busqué alguna otra salida, pero no había ninguna. Entonces repasé cada centímetro del suelo, para no perder ninguna oportunidad. Bajé incluso a las bóvedas, donde luchaba la tenue luz, aunque hacerlo me producía pavor en el alma. Entré en dos de ellas, pero no vi más que fragmentos de viejos ataúdes y montones de polvo; en la tercera, sin embargo, hice un descubrimiento.
Allí, en una de las grandes cajas, de las que había cincuenta en total, sobre un montón de tierra recién cavada, yacía el conde. Estaba muerto o dormido, no sabría decir, pues tenía los ojos abiertos y pétreos, pero sin la vidriosidad de la muerte, y las mejillas conservaban el calor de la vida a pesar de toda su palidez; los labios estaban tan rojos como siempre. Pero no había señales de movimiento, ni pulso, ni respiración, ni latidos del corazón. Me incliné sobre él y traté de encontrar alguna señal de vida, pero fue en vano. No podía llevar mucho tiempo allí, pues el olor a tierra se habría desvanecido en pocas horas. Al lado de la caja estaba su tapa, agujereada aquí y allá. Pensé que podría llevar las llaves encima, pero cuando fui a buscar vi los ojos muertos, y en ellos, por muertos que estuvieran, tal mirada de odio, aunque inconsciente de mí o de mi presencia, que huí del lugar, y dejando la habitación del conde junto a la ventana, me arrastré de nuevo por el muro del castillo. Al llegar a mi habitación, me arrojé jadeante sobre la cama y traté de pensar....

29 de junio: —Hoy es la fecha de mi última carta, y el conde ha tomado medidas para probar que era auténtica, pues de nuevo le vi salir del castillo por la misma ventana y con mi ropa. Mientras bajaba por la muralla, a la manera de un lagarto, deseé tener una pistola o algún arma letal, para poder destruirlo; pero me temo que ningún arma forjada sólo por la mano del hombre tendría efecto alguno sobre él. No me atreví a esperar su regreso, pues temía ver a aquellas extrañas hermanas. Volví a la biblioteca, y allí leí hasta quedarme dormida.
Me despertó el conde, que me miró con la expresión más sombría que puede tener un hombre, y me dijo
"Mañana, amigo mío, debemos separarnos. Tú vuelves a tu hermosa Inglaterra, yo a un trabajo que puede tener tal fin que nunca nos veamos. Tu carta a casa ha sido enviada; mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para tu viaje. Por la mañana vendrán los Szgany, que tienen aquí algunos trabajos propios, y también vendrán algunos eslovacos. Cuando ellos se hayan ido, mi carruaje vendrá por ti, y te llevará al paso de Borgo para encontrar la diligencia de Bukovina a Bistritz. Pero tengo la esperanza de veros más en el castillo de Drácula". Sospeché de él y decidí poner a prueba su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece una profanación de la palabra escribirla en relación con semejante monstruo, así que le pregunté a bocajarro:—
"¿Por qué no puedo ir esta noche?"
"Porque, querido señor, mi cochero y mis caballos están fuera en una misión".
"Pero caminaría con gusto. Quiero irme enseguida". Sonrió, una sonrisa tan suave, lisa y diabólica que supe que había algún truco detrás de su suavidad. Dijo:—
"¿Y su equipaje?"
"No me importa. Puedo mandar a buscarlo en otro momento".
El conde se levantó y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotarme los ojos, parecía tan real:—
"Vosotros los ingleses tenéis un dicho que me llega al corazón, pues su espíritu es el que rige a nuestros boyardos: 'Bienvenido el que llega; presuroso el huésped que se despide'. Ven conmigo, mi querido y joven amigo. Ni una hora esperarás en mi casa contra tu voluntad, aunque me entristezca que te vayas y que lo desees tan repentinamente. Ven. Con una majestuosa gravedad, él, con la lámpara, me precedió escaleras abajo y a lo largo del vestíbulo. De repente se detuvo.
"¡Escuchad!"
Cerca de mí se oyó el aullido de muchos lobos. Era casi como si el sonido surgiera al levantar su mano, igual que la música de una gran orquesta parece saltar bajo el bâton del director. Tras una pausa de un momento, se dirigió a la puerta con su aire señorial, descorrió los pesados cerrojos, desenganchó las pesadas cadenas y comenzó a abrirla.
Para mi gran asombro, vi que no estaba cerrada con llave. Suspicazmente, miré a mi alrededor, pero no pude ver llave alguna.
Cuando la puerta empezó a abrirse, los aullidos de los lobos que estaban fuera se hicieron más fuertes y furiosos; sus rojas mandíbulas, con dientes chirriantes, y sus patas de garras romas al saltar, entraron por la puerta abierta. Entonces supe que luchar contra el conde era inútil. Con tales aliados a sus órdenes, no podía hacer nada. Pero la puerta seguía abriéndose lentamente, y sólo el cuerpo del conde permanecía en el hueco. De repente me di cuenta de que aquel podía ser el momento y el medio de mi perdición; me iban a entregar a los lobos, y por mi propia instigación. Había en la idea una maldad diabólica bastante grande para el conde, y como última oportunidad grité:—
"¡Cierra la puerta; esperaré hasta mañana!" y me cubrí la cara con las manos para ocultar mis lágrimas de amarga decepción. Con un solo movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta, y los grandes cerrojos resonaron en el vestíbulo al volver a su sitio.
Volvimos a la biblioteca en silencio, y al cabo de un minuto o dos me dirigí a mi habitación. Lo último que vi del conde Drácula fue cómo me besaba la mano; con una luz roja de triunfo en los ojos, y con una sonrisa de la que podría estar orgulloso Judas en el infierno.
Cuando estaba en mi habitación y a punto de acostarme, me pareció oír un susurro en mi puerta. Me acerqué suavemente y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, oí la voz del Conde:—
"¡Vuelve, vuelve, a tu sitio! Aún no ha llegado tu hora. Espera, ten paciencia. Esta noche es mía. Mañana por la noche es tuya". Se oyó una carcajada baja y dulce, y yo, furioso, abrí de golpe la puerta, y vi fuera a las tres terribles mujeres relamiéndose los labios. Cuando aparecí, todas se unieron en una horrible carcajada y salieron corriendo.
Volví a mi habitación y me arrodillé. ¿Está tan cerca el fin? ¡Mañana! ¡Mañana! Señor, ayúdame a mí y a aquellos a quienes quiero.

30 de junio, por la mañana: —Estas pueden ser las últimas palabras que escriba en este diario. Dormí hasta poco antes del amanecer, y cuando desperté me arrodillé, pues estaba decidido a que si la Muerte venía me encontrara preparado.
Por fin sentí aquel sutil cambio en el aire, y supe que había llegado la mañana. Entonces llegó el bienvenido canto del gallo, y sentí que estaba a salvo. Con el corazón contento, abrí la puerta y corrí al vestíbulo. Había visto que la puerta no estaba cerrada, y ahora tenía ante mí la escapatoria. Con manos que temblaban de impaciencia, desenganché las cadenas y eché hacia atrás los enormes cerrojos.
Pero la puerta no se movía. La desesperación se apoderó de mí. Tiré y tiré de la puerta y la sacudí hasta que, a pesar de lo maciza que era, traqueteó en su marco. Pude ver el cerrojo disparado. La habían cerrado después de dejar al conde.
Entonces me invadió un salvaje deseo de obtener la llave a cualquier precio, y decidí escalar de nuevo el muro y llegar a la habitación del conde. Podría matarme, pero la muerte me parecía ahora la más feliz de las opciones. Sin detenerme, me precipité por la ventana del este y bajé por la pared, como antes, hasta la habitación del conde. Estaba vacía, pero eso era lo que esperaba. No pude ver ninguna llave por ninguna parte, pero el montón de oro seguía allí. Atravesé la puerta del rincón, bajé por la escalera de caracol y seguí por el oscuro pasadizo hasta la vieja capilla. Ahora sabía muy bien dónde encontrar al monstruo que buscaba.
La gran caja estaba en el mismo lugar, pegada a la pared, pero la tapa estaba colocada sobre ella, sin sujetar, pero con los clavos listos en sus lugares para ser clavados. Sabía que tenía que alcanzar el cuerpo para coger la llave, así que levanté la tapa y la volví a colocar contra la pared; y entonces vi algo que me llenó el alma de horror. Allí yacía el conde, pero parecía como si su juventud se hubiera renovado a medias, porque el pelo blanco y el bigote habían cambiado a un gris hierro oscuro; las mejillas estaban más llenas, y la piel blanca parecía roja como el rubí; la boca estaba más roja que nunca, porque en los labios había chorros de sangre fresca, que goteaban de las comisuras de la boca y corrían por la barbilla y el cuello. Incluso los profundos y ardientes ojos parecían colocados entre carne hinchada, pues los párpados y las bolsas de debajo estaban hinchados. Parecía como si toda la horrible criatura estuviera simplemente atiborrada de sangre. Yacía como una sucia sanguijuela, exhausta por su repleción. Me estremecí al inclinarme para tocarlo, y todos mis sentidos se revolvieron al contacto; pero tenía que buscar, o estaba perdido. La noche que se avecinaba podría ver mi propio cuerpo convertido en un banquete similar al de aquellos tres horribles. Palpé todo el cuerpo, pero no encontré ni rastro de la llave. Entonces me detuve y miré al conde. Había una sonrisa burlona en el rostro hinchado que parecía volverme loco. Aquel era el ser que yo estaba ayudando a trasladar a Londres, donde, tal vez, durante los siglos venideros, podría saciar su sed de sangre entre sus millones de habitantes y crear un nuevo círculo cada vez más amplio de semidemonios que se cebaran en los indefensos. La sola idea me volvía loco. Me invadió un terrible deseo de librar al mundo de semejante monstruo. No tenía ningún arma letal a mano, pero cogí una pala que los obreros habían estado usando para llenar las cajas, y levantándola en alto, golpeé, con el filo hacia abajo, el odioso rostro. Pero al hacerlo, la cabeza se volvió y los ojos se clavaron en mí, con todo su resplandor de horror de basilisco. La visión pareció paralizarme, y la pala giró en mi mano y se apartó de la cara, haciendo tan sólo un profundo corte sobre la frente. La pala cayó de mi mano sobre la caja, y al apartarla, el reborde de la hoja se enganchó en el borde de la tapa, que volvió a caer y ocultó el horror de mi vista. La última visión que tuve fue la del rostro hinchado, manchado de sangre y con una mueca de malicia que se habría mantenido en el más profundo de los infiernos.
Pensé y pensé cuál debía ser mi próximo movimiento, pero mi cerebro parecía arder y esperé con un sentimiento de desesperación que crecía en mí. Mientras esperaba oí a lo lejos una canción gitana cantada por alegres voces que se acercaban, y a través de su canto el rodar de pesadas ruedas y el chasquido de látigos; los Szgany y los eslovacos de los que había hablado el Conde se acercaban. Con una última mirada a mi alrededor y a la caja que contenía el vil cuerpo, salí corriendo del lugar y me dirigí a la habitación del Conde, decidido a salir corriendo en cuanto se abriera la puerta. Con los oídos aguzados, escuché, y oí abajo el rechinar de la llave en la gran cerradura y la caída hacia atrás de la pesada puerta. Debía de haber otro medio de entrar, o alguien tenía la llave de una de las puertas cerradas. Entonces se oyó el ruido de muchos pies que caminaban y se alejaban por un pasadizo que producía un eco metálico. Me volví para correr de nuevo hacia la bóveda, donde tal vez encontraría la nueva entrada; pero en ese momento pareció soplar una violenta ráfaga de viento, y la puerta de la escalera de caracol saltó por los aires con una sacudida que hizo volar el polvo de los dinteles. Cuando corrí a empujarla para abrirla, descubrí que estaba irremediablemente cerrada. Estaba de nuevo prisionero, y la red de la fatalidad se cerraba más estrechamente a mi alrededor.
Mientras escribo, se oye en el pasadizo de abajo el ruido de muchos pies que pisan fuerte y el estrépito de pesos que se dejan caer pesadamente, sin duda las cajas, con su carga de tierra. Se oye un martillazo; es la caja clavada. Ahora oigo de nuevo los pesados pies que avanzan por el vestíbulo, con muchos otros pies ociosos que vienen detrás.
Se cierra la puerta y suenan las cadenas; la llave rechina en la cerradura; oigo cómo se retira; luego se abre y se cierra otra puerta; oigo crujir la cerradura y el cerrojo.
Escuchad en el patio y por el camino rocoso el rodar de las pesadas ruedas, el chasquido de los látigos y el coro de los Szgany cuando se alejan.
Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres. ¡Maldición! Mina es una mujer, y no hay nada en común. Son demonios del Abismo.
No me quedaré solo con ellas; intentaré escalar el muro del castillo más lejos de lo que he intentado hasta ahora. Me llevaré parte del oro, por si lo necesito más tarde. Tal vez encuentre la forma de salir de este espantoso lugar.
Y luego, ¡a casa! ¡Al tren más rápido y más cercano! ¡Lejos de este lugar maldito, de esta tierra maldita, donde el diablo y sus hijos todavía caminan con pies terrenales!
Al menos la misericordia de Dios es mejor que la de estos monstruos, y el precipicio es escarpado y alto. A sus pies puede dormir un hombre, como un hombre. ¡Adiós a todos! ¡Mina!



CAPÍTULO V


Carta de la Srta. Mina Murray a la Srta. Lucy Westenra.

"9 de Mayo.

"Mi queridísima Lucy,—
"Perdona mi larga demora en escribirte, pero he estado simplemente abrumada de trabajo. La vida de una maestra asistente es a veces agotadora. Estoy deseando estar contigo y junto al mar, donde podamos hablar libremente y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente he estado trabajando mucho, porque quiero seguir el ritmo de los estudios de Jonathan, y he estado practicando taquigrafía con mucha asiduidad. Cuando nos casemos, podré serle útil a Jonathan, y si sé taquigrafiar lo bastante bien, podré anotar lo que él quiera decir de esta manera y escribirlo para él en la máquina de escribir, en lo que también estoy practicando mucho. Él y yo a veces taquigrafiamos cartas, y él lleva un diario taquigráfico de sus viajes al extranjero. Cuando esté contigo llevaré un diario de la misma manera. No me refiero a uno de esos diarios de dos páginas a la semana, con el domingo encajado en una esquina, sino a una especie de diario en el que pueda escribir siempre que me apetezca. Supongo que no tendrá mucho interés para otras personas, pero no está destinado a ellas. Puede que algún día se lo enseñe a Jonathan si hay algo en él que merezca la pena compartir, pero en realidad es un cuaderno de ejercicios. Intentaré hacer lo que veo que hacen las periodistas: entrevistar y escribir descripciones e intentar recordar conversaciones. Me han dicho que, con un poco de práctica, uno puede recordar todo lo que pasa o lo que oye decir durante un día. Sin embargo, ya veremos. Le contaré mis pequeños planes cuando nos veamos. Acabo de recibir unas líneas apresuradas de Jonathan desde Transilvania. Está bien y regresará dentro de una semana. Estoy deseando oír todas sus noticias. Debe ser muy agradable conocer países extraños. Me pregunto si alguna vez —me refiero a Jonathan y a mí— los veremos juntos. Suena la campana de las diez. Adiós, Jonathan.


"Tu cariñosa
"Mina.


"Cuéntame todas las noticias cuando me escribas. Hace mucho que no me cuentas nada. Oigo rumores, y especialmente de un hombre alto, guapo y de pelo rizado..."


Carta, Lucy Westenra a Mina Murray.


"17, Chatham Street,
"Miércoles.


"Mi querida Mina,—


"Debo decir que me acusas muy injustamente de ser una mala corresponsal. Te escribí dos veces desde que nos separamos, y tu última carta fue sólo la segunda. Además, no tengo nada que contarte. En realidad no hay nada que le interese. La ciudad es muy agradable ahora, y vamos mucho a las galerías de arte y a pasear por el parque. En cuanto al hombre alto y de pelo rizado, supongo que era el que estaba conmigo en el último Pop. Es evidente que alguien ha estado contando cuentos. Era el Sr. Holmwood. Viene a vernos a menudo, y él y mamá se llevan muy bien; tienen muchas cosas de que hablar en común. Hace algún tiempo conocimos a un hombre que sería perfecto para ti, si no estuvieras ya prometida a Jonathan. Es un partido excelente, guapo, de buena posición económica y de buena cuna. Es médico y muy inteligente. ¡Imagínate! Sólo tiene veintiún años y tiene un inmenso manicomio a su cargo. Me lo presentó el señor Holmwood, y vino a vernos, y ahora viene a menudo. Creo que es uno de los hombres más resueltos que he visto, y sin embargo el más tranquilo. Parece absolutamente imperturbable. Me imagino el maravilloso poder que debe tener sobre sus pacientes. Tiene la curiosa costumbre de mirarle a uno directamente a la cara, como si tratara de leerle el pensamiento. Lo intenta mucho conmigo, pero creo que es un hueso duro de roer. Lo sé por mi vaso. ¿Alguna vez ha intentado leer su propia cara? Yo sí, y puedo decirte que no es un mal estudio, y que te da más problemas de los que te imaginas si nunca lo has intentado. Dice que le proporciono un curioso estudio psicológico, y humildemente creo que así es. Como usted sabe, no me interesa lo suficiente el vestido como para poder describir las nuevas modas. El vestido es un aburrimiento. Eso es jerga otra vez, pero no importa; Arthur lo dice todos los días. Ya está todo. Mina, nos hemos contado todos nuestros secretos desde que éramos niños; hemos dormido y comido juntos, y reído y llorado juntos; y ahora, aunque he hablado, me gustaría hablar más. Oh, Mina, ¿no lo adivinas? Lo amo. Me ruborizo mientras escribo, porque aunque creo que me ama, no me lo ha dicho con palabras. Pero oh, Mina, lo amo; lo amo; ¡lo amo! Eso me hace bien. Desearía estar contigo, querida, sentada junto al fuego desvistiéndonos, como solíamos sentarnos; y trataría de decirte lo que siento. No sé cómo te estoy escribiendo esto. Tengo miedo de parar, o rompería la carta, y no quiero parar, porque tengo tantas ganas de contártelo todo. Escúchame de una vez y dime todo lo que pienses al respecto. Mina, debo parar. Buenas noches. Bendíceme en tus oraciones; y, Mina, reza por mi felicidad.


"LUCY.


"P.D. — No necesito decirte que esto es un secreto. Buenas noches de nuevo.


"L."


Carta, Lucy Westenra a Mina Murray.


"24 de Mayo.


"Mi queridísima Mina,—
"Gracias, y gracias, y gracias de nuevo por tu dulce carta. Fue tan agradable poder contártelo y tener tu simpatía.
"Querida, nunca llueve a gusto de todos. Qué ciertos son los viejos proverbios. Aquí estoy yo, que cumpliré veinte años en septiembre, y sin embargo nunca había tenido una proposición hasta hoy, ni una proposición de verdad, y hoy he tenido tres. ¡Imagínate! ¡TRES proposiciones en un día! ¿No es horrible? Lo siento, realmente lo siento, por dos de los pobres chicos. Oh, Mina, soy tan feliz que no sé qué hacer conmigo misma. ¡Y tres propuestas! Pero, por el amor de Dios, no se lo digas a ninguna de las chicas, o se les ocurrirían toda clase de ideas extravagantes y se imaginarían heridas y menospreciadas si en su primer día en casa no consiguieran seis por lo menos. Algunas chicas son tan vanidosas. Tú y yo, Mina querida, que estamos prometidas y vamos a establecernos pronto sobriamente como viejas casadas, podemos despreciar la vanidad. Bueno, debo contarte lo de los tres, pero debes mantenerlo en secreto, querida, para todos, excepto, por supuesto, para Jonathan. Se lo contarás a él, porque yo, si estuviera en tu lugar, se lo contaría sin duda a Arthur. Una mujer debe contárselo todo a su marido, ¿no te parece, querida? A los hombres les gusta que las mujeres, desde luego sus esposas, sean tan justas como ellos; y las mujeres, me temo, no siempre son tan justas como deberían. Bueno, querida, el número uno llegó justo antes del almuerzo. Ya te hablé de él, el doctor John Seward, el hombre del manicomio, de mandíbula fuerte y buena frente. Era muy tranquilo por fuera, pero estaba nervioso de todos modos. Evidentemente, había estado aprendiendo toda clase de pequeñas cosas y las recordaba; pero casi se las arregló para sentarse sobre su sombrero de seda, cosa que los hombres no suelen hacer cuando están tranquilos, y luego, cuando quería parecer tranquilo, no dejaba de jugar con una lanceta de un modo que casi me hizo gritar. Me habló, Mina, sin rodeos. Me dijo lo querida que yo era para él, aunque me había conocido tan poco, y lo que sería su vida sin mí para ayudarle y animarle. Iba a decirme lo desgraciado que se sentiría si yo no me ocupara de él, pero al verme llorar me dijo que era un bruto y que no añadiría más problemas a los míos. Entonces se interrumpió y me preguntó si yo podría amarlo a tiempo; y cuando negué con la cabeza le temblaron las manos, y luego, con cierta vacilación, me preguntó si ya me preocupaba por alguien más. Lo dijo muy amablemente, diciendo que no quería arrancarme mi confianza, sino sólo saberlo, porque si el corazón de una mujer era libre, un hombre podía tener esperanzas. Y entonces, Mina, sentí una especie de deber de decirle que había alguien. Sólo le dije eso, y entonces él se levantó, y parecía muy fuerte y muy serio cuando tomó mis manos entre las suyas y me dijo que esperaba que yo fuera feliz, y que si alguna vez quería un amigo debía contarlo como uno de los mejores. Oh, Mina querida, no puedo evitar llorar: y debes disculpar que esta carta esté toda emborronada. Que te propongan matrimonio es muy bonito y todo ese tipo de cosas, pero no es nada agradable cuando tienes que ver a un pobre hombre, que sabes que te quiere de verdad, marcharse con el corazón roto y saber que, diga lo que diga en ese momento, vas a salir de su vida. Querida, debo detenerme aquí ahora, me siento tan miserable, aunque soy tan feliz.


"Buenas noches.


"Arthur acaba de irse, y me siento de mejor humor que cuando lo dejé, así que puedo seguir contándote el día. Bueno, querida, el número dos vino después de comer. Es un tipo tan simpático, un americano de Texas, y parece tan joven y tan fresco que parece casi imposible que haya estado en tantos sitios y haya vivido tantas aventuras. Me compadezco de la pobre Desdémona cuando un negro le echó al oído un chorro tan peligroso. Supongo que las mujeres somos tan cobardes que pensamos que un hombre nos salvará de los miedos, y nos casamos con él. Ahora sé lo que haría si fuera hombre y quisiera hacer que una chica me amara. No, no lo sé, porque allí estaba el Sr. Morris contándonos sus historias, y Arthur nunca contó ninguna, y sin embargo... Querida, soy algo anterior. El Sr. Quincey P. Morris me encontró sola. Parece que un hombre siempre encuentra a una chica sola. No, no lo hace, porque Arthur intentó dos veces tener una oportunidad, y yo le ayudé todo lo que pude; no me avergüenza decirlo ahora. Debo decirte de antemano que el señor Morris no siempre habla en jerga —es decir, nunca lo hace con extraños o ante ellos, pues es realmente educado y tiene modales exquisitos—, pero descubrió que me divertía oírle hablar en jerga americana, y siempre que yo estaba presente, y no había nadie a quien escandalizar, decía cosas tan graciosas. Me temo, querida, que tiene que inventárselo todo, porque encaja exactamente con cualquier otra cosa que tenga que decir. Pero así es la jerga. Yo misma no sé si alguna vez hablaré en jerga; no sé si a Arthur le gusta, pues todavía no le he oído usar ninguna. Bueno, el señor Morris se sentó a mi lado y parecía todo lo feliz y jovial que podía, pero pude ver que estaba muy nervioso. Tomó mi mano entre las suyas y me dijo muy dulcemente:—
"Señorita Lucy, sé que no soy lo bastante bueno para regular el arreglo de sus zapatitos, pero supongo que si espera a encontrar un hombre que lo sea irá a unirse a las siete jóvenes con las lámparas cuando deje de fumar. ¿No quieres engancharte a mi lado y dejarnos ir juntos por el largo camino, conduciendo en doble arnés?
"Bueno, parecía tan jovial y de tan buen humor que no me pareció ni la mitad de difícil rechazarlo que al pobre doctor Seward; así que le dije, tan a la ligera como pude, que no sabía nada de enganches y que aún no me había acostumbrado a ellos. Entonces me dijo que había hablado a la ligera y que esperaba que si había cometido un error al hacerlo en una ocasión tan grave, tan trascendental para él, yo le perdonaría. Realmente parecía serio cuando lo decía, y yo no pude evitar sentirme un poco seria también —ya sé, Mina, que pensarás que soy una coqueta horrible—, aunque no pude evitar sentir una especie de exultación por el hecho de que fuera el número dos en un solo día. Y entonces, querida, antes de que pudiera decir una palabra, empezó a derramar un torrente perfecto de amor, poniendo su corazón y su alma a mis pies. Parecía tan serio que nunca volveré a pensar que un hombre debe ser siempre juguetón y nunca serio porque a veces sea alegre. Supongo que vio algo en mi rostro que lo contuvo, porque de pronto se detuvo y dijo con una especie de fervor varonil por el que yo podría haberlo amado si hubiera sido libre:—.
" 'Lucy, eres una chica de corazón honesto, lo sé. No estaría aquí hablándote como ahora si no creyera que eres sincera hasta lo más profundo de tu alma. Dime, de buen amigo a buen amigo, ¿hay alguien más que te importe? Y si la hay, no volveré a molestarte ni un pelo, sino que seré, si me lo permites, un amigo muy fiel".
"Mi querida Mina, ¿por qué los hombres son tan nobles cuando las mujeres somos tan poco dignas de ellos? Estaba a punto de burlarme de este verdadero caballero de gran corazón. Rompí a llorar —me temo, querida, que pensarás que ésta es una carta muy descuidada en más de un sentido— y realmente me sentí muy mal. ¿Por qué no pueden dejar que una muchacha se case con tres hombres, o con tantos como quiera, y ahorrarse todos estos problemas? Pero esto es una herejía, y no debo decirlo. Me alegra decir que, aunque estaba llorando, pude mirar a los valientes ojos del señor Morris y le dije sin rodeos
"Sí, hay alguien a quien amo, aunque todavía no me ha dicho que me ama'. Hice bien en hablarle con tanta franqueza, porque se le iluminó el rostro, y extendió ambas manos y tomó las mías —creo que yo las puse en las suyas— y dijo de manera cordial:—.
"Esa es mi chica valiente. Vale más llegar tarde por la oportunidad de conquistarte que llegar a tiempo por cualquier otra chica del mundo. No llores, querida. Si es por mí, soy un hueso duro de roer; y lo acepto de pie. Si ese otro tipo no conoce su felicidad, más vale que la busque pronto, o tendrá que vérselas conmigo. Niña, tu honestidad y tu valor me han hecho un amigo, y eso es más raro que un amante; de todos modos, es más desinteresado. Querida, voy a tener un paseo muy solitario entre esto y Kingdom Come. ¿No me darás un beso? Será algo para alejar la oscuridad de vez en cuando. Puedes hacerlo, si quieres, porque ese otro buen amigo —debe ser un buen amigo, querida, y un buen amigo, o no podrías amarlo— no ha hablado todavía. Aquello me conquistó, Mina, porque era valiente y dulce por su parte, y también noble, para con un rival —¿verdad? Él se levantó con mis dos manos entre las suyas, y mientras me miraba a la cara —me temo que me estaba sonrojando mucho— dijo
"Pequeña, te he cogido de la mano y me has besado, y si estas cosas no nos hacen amigos, nada lo hará jamás. Gracias por tu dulce sinceridad hacia mí, y adiós". Me retorció la mano y, cogiendo su sombrero, salió directamente de la habitación sin mirar atrás, sin una lágrima ni un temblor ni una pausa; y yo estoy llorando como un bebé. Oh, ¿por qué hay que hacer infeliz a un hombre así cuando hay montones de muchachas que adorarían el mismo suelo que él pisó? Sé que yo lo haría si fuera libre, pero no quiero serlo. Querida, esto me ha trastornado bastante, y siento que no puedo escribir sobre la felicidad de una vez, después de contártelo; y no quiero hablar del número tres hasta que todo pueda ser feliz.


"Siempre tu cariñosa
"Lucy.


"P.D. —Oh, sobre el número tres, no necesito hablarte del número tres, ¿verdad? Además, fue todo tan confuso; pareció sólo un momento desde que entró en la habitación hasta que me rodeó con sus brazos y me besó. Soy muy, muy feliz, y no sé qué he hecho para merecerlo. En el futuro sólo debo tratar de demostrar que no soy desagradecida con Dios por toda su bondad al enviarme un amante, un esposo y un amigo así.
"Adiós.


Diario del Dr. Seward.
(Guardado en fonógrafo)

25 de mayo: —Hoy me ha bajado el apetito. No puedo comer, no puedo descansar, así que escribo el diario. Desde mi desaire de ayer tengo una especie de sensación de vacío; nada en el mundo parece lo suficientemente importante como para merecer la pena hacerlo.... Como sabía que la única cura para este tipo de cosas era el trabajo, bajé entre los pacientes. Escogí a uno que me ha proporcionado un estudio muy interesante. Es tan pintoresco que estoy decidido a entenderlo lo mejor que pueda. Hoy me pareció acercarme más que nunca al corazón de su misterio.
Le he interrogado más a fondo de lo que lo había hecho nunca, con objeto de hacerme con el dominio de los hechos de su alucinación. Ahora veo que en mi manera de hacerlo había algo de crueldad. Parecía querer mantenerlo al borde de su locura, cosa que evito con los pacientes como si fuera la boca del infierno.
(Mem., ¿en qué circunstancias no evitaría la boca del infierno?) Omnia Romæ venalia sunt. El infierno tiene su precio! verbo. savia. Si hay algo detrás de este instinto será valioso rastrearlo después con precisión, así que será mejor que empiece a hacerlo, por lo tanto—.
R. M. Renfield, ætat 59.— Temperamento sanguíneo; gran fuerza física; mórbidamente excitable; períodos de melancolía, que terminan en alguna idea fija que no puedo descifrar. Presumo que el temperamento sanguíneo en sí y la influencia perturbadora terminan en un acabado mental; un hombre posiblemente peligroso, probablemente peligroso si no es egoísta. En los hombres egoístas la cautela es una armadura tan segura para sus enemigos como para ellos mismos. Lo que pienso sobre este punto es que, cuando el yo es el punto fijo, la fuerza centrípeta se equilibra con la centrífuga; cuando el deber, una causa, etc., es el punto fijo, esta última fuerza es primordial, y sólo el accidente o una serie de accidentes pueden equilibrarla.


Carta, Quincey P. Morris al Honorable Arthur Holmwood.


"25 de mayo.


"Mi querido Art,—
"Hemos contado historias junto a la hoguera en las praderas, y nos hemos curado mutuamente las heridas después de intentar un desembarco en las Marquesas, y hemos bebido a la salud en la orilla del Titicaca. Hay más historias que contar, y otras heridas que curar, y otra salud que beber. ¿No dejarás que esto ocurra en mi fogata de mañana por la noche? No dudo en pedírtelo, pues sé que cierta dama está comprometida en cierta cena, y que tú estás libre. Sólo habrá otro, nuestro viejo amigo de Corea, Jack Seward. Él también vendrá, y ambos queremos mezclar nuestros llantos sobre la copa de vino, y brindar con todo nuestro corazón por el hombre más feliz de todo el ancho mundo, que ha conquistado el corazón más noble que Dios ha creado y el mejor que vale la pena conquistar. Le prometemos una cordial bienvenida, un afectuoso saludo y una salud tan verdadera como su propia mano derecha. Ambos juraremos dejarte en casa si bebes demasiado ante cierto par de ojos. ¡Vamos!


"Tuyo, como siempre y para siempre,
"Quincey P. Morris."

Telegrama de Arthur Holmwood a Quincey P. Morris.


"26 de mayo.


"Cuenta conmigo siempre. Traigo mensajes que harán cosquillas en tus oídos.


"Art."


CAPÍTULO VI


EL DIARIO DE MINA MURRAY

24 de julio. Whitby: —Lucy se reunió conmigo en la estación, con un aspecto más dulce y encantador que nunca, y nos dirigimos a la casa de Crescent en la que tienen habitaciones. Es un lugar precioso. El pequeño río Esk corre por un profundo valle que se ensancha al acercarse al puerto. Un gran viaducto lo atraviesa, con altos muelles, a través de los cuales la vista parece más lejana de lo que realmente es. El valle es muy verde y está tan empinado que, cuando uno se encuentra en las tierras altas de ambos lados, lo atraviesa con la mirada, a menos que se esté lo bastante cerca como para ver hacia abajo. Las casas del casco antiguo, el lado opuesto al nuestro, son todas de tejados rojos y parecen apiladas unas sobre otras, como en las fotos que vemos de Nuremberg. Justo encima de la ciudad están las ruinas de la abadía de Whitby, que fue saqueada por los daneses, y que es el escenario de parte de "Marmion", donde la chica fue construida en el muro. Es una ruina muy noble, de tamaño inmenso, y llena de trozos hermosos y románticos; hay una leyenda que dice que se ve una dama blanca en una de las ventanas. Entre ella y la ciudad hay otra iglesia, la parroquial, alrededor de la cual hay un gran cementerio lleno de lápidas. En mi opinión, éste es el lugar más bonito de Whitby, ya que se encuentra justo encima de la ciudad y ofrece una vista completa del puerto y de toda la bahía hasta el cabo llamado Kettleness, que se adentra en el mar. Desciende tan abruptamente sobre el puerto que parte de la orilla se ha desprendido y algunas de las tumbas han quedado destruidas. En un lugar, parte de la mampostería de las tumbas se extiende sobre el camino de arena, muy por debajo. Hay paseos, con asientos al lado, a través del cementerio, y la gente va y se sienta allí todo el día, contemplando la hermosa vista y disfrutando de la brisa. Yo mismo vendré a sentarme aquí a trabajar muy a menudo. De hecho, estoy escribiendo ahora, con mi libro sobre las rodillas, y escuchando la conversación de tres ancianos que están sentados a mi lado. Parece que no hacen otra cosa en todo el día que sentarse aquí y hablar.
A mis pies se extiende el puerto, con un largo muro de granito que se adentra en el mar y una curva al final del mismo, en cuyo centro hay un faro. Un pesado dique lo bordea por fuera. En el lado cercano, el dique forma un codo torcido en sentido inverso, y en su extremo también hay un faro. Entre los dos muelles hay una estrecha abertura hacia el puerto, que luego se ensancha de repente.
Es bonito en marea alta, pero cuando baja la marea se estrecha hasta desaparecer, y sólo queda la corriente del Esk, que discurre entre bancos de arena, con rocas aquí y allá. Fuera del puerto, en este lado, se eleva a lo largo de media milla un gran arrecife, cuyo borde afilado se extiende en línea recta desde detrás del faro sur. En su extremo hay una boya con una campana que se balancea cuando hace mal tiempo y emite un sonido lúgubre con el viento. Cuenta la leyenda que cuando se pierde un barco se oyen campanas en el mar. Tengo que preguntárselo al viejo, que viene por aquí. ....
Es un viejo gracioso. Debe de ser muy viejo, porque tiene la cara nudosa y retorcida como la corteza de un árbol. Me ha dicho que tiene casi cien años y que era marinero en la flota pesquera de Groenlandia cuando se libró Waterloo. Me temo que es una persona muy escéptica, pues cuando le pregunté por las campanas en el mar y la Dama Blanca en la abadía, me dijo muy bruscamente:—
"Yo no me preocuparía por eso, señorita. Esas cosas están muy gastadas. No digo que nunca lo hayan estado, pero sí que no lo estaban en mi época. Están muy bien para los que vienen y viajan, pero no para una jovencita como usted. Esos tipos de York y Leeds que siempre están comiendo arenque curado, bebiendo té y buscando comprar azabache barato no creería nada. Me pregunto quién se molestaría en decirles mentiras, incluso los periódicos, que están llenos de tonterías". Pensé que sería una buena persona de la que aprender cosas interesantes, así que le pregunté si le importaría contarme algo sobre la pesca de ballenas en los viejos tiempos. Se disponía a empezar cuando el reloj dio las seis, con lo cual se levantó con dificultad y dijo
"Tengo que volver a casa, señorita. A mi nieta no le gusta que la hagan esperar cuando el té está listo, porque me lleva tiempo preparar las gulas, ya que hay muchas; y, señorita, me falta madera para la barriga a causa del reloj".
Se alejó cojeando, y pude verle bajar los escalones lo mejor que pudo. La escalinata es una gran característica del lugar. Llevan desde el pueblo hasta la iglesia, hay cientos de ellas —no sé cuántas— y se enrollan en una delicada curva; la pendiente es tan suave que un caballo podría subirlas y bajarlas fácilmente. Creo que originalmente debían de tener algo que ver con la abadía. Yo también volveré a casa. Lucy salió de visita con su madre, y como sólo eran visitas de servicio, yo no fui. Ya estarán en casa.

1 de agosto: —Hace una hora he subido aquí con Lucy y hemos tenido una charla de lo más interesante con mi viejo amigo y los otros dos que siempre vienen y se reúnen con él. Evidentemente, es el Sir Oráculo de todos ellos, y creo que en su tiempo debió de ser una persona de lo más dictatorial. No admite nada y desprecia a todo el mundo. Si no puede rebatirlos, los intimida, y luego toma su silencio como un acuerdo con sus puntos de vista. Lucy estaba dulcemente guapa con su vestido blanco; ha adquirido un hermoso color desde que está aquí. Me di cuenta de que los ancianos no tardaron en acercarse y sentarse cerca de ella cuando nos sentamos. Es tan dulce con los ancianos; creo que todos se enamoraron de ella en el acto. Incluso mi viejo sucumbió y no la contradijo, sino que me dio doble parte. Le metí en el tema de las leyendas, y enseguida se puso a dar una especie de sermón. Debo tratar de recordarlo y ponerlo por escrito:—
"Todo esto es una tontería, eso es lo que es, y nada más. Esas prohibiciones, esas vaharadas, esos fantasmas, esos barruntos, esos bogles y todo lo demás sólo sirve para poner a parir a los niños y a las mujeres mareadas. No son más que burbujas. Ellos, y todas las quejas, señales y advertencias, son todos inventados por los parsons y los beuk—bodies malvados y los traficantes de ferrocarril para asustar y asustar a los hafflin, y para conseguir que la gente haga algo a lo que no se inclinan. Me enfurece pensar en ellos. Son ellos los que, no contentos con imprimir mentiras en papel y predicarlas desde los púlpitos, quieren grabarlas en las lápidas. Mirad aquí a vuestro alrededor con el aire que queráis; todas esas lápidas, sosteniendo sus cabezas lo mejor que pueden por su orgullo, se derrumban por el peso de las mentiras escritas en ellas, "Aquí yace el cuerpo" o "Sagrado a la memoria" escrito en todas ellas, y sin embargo en casi la mitad de ellas no hay cuerpos en absoluto; y a los recuerdos de ellos no les importa una pizca de tabaco, mucho menos sagrado. ¡Mentiras todas ellas, nada más que mentiras de un tipo u otro! Dios mío, será un gran escándalo en el Día del Juicio Final cuando aparezcan en sus tumbas, todos juntos y tratando de arrastrar sus tumbas con ellos para demostrar lo buenos que eran; algunos de ellos recortando y vacilando, con las manos tan resbaladizas de estar en el mar que ni siquiera pueden mantener su grupo".
Por el aire satisfecho que tenía el viejo y por la forma en que miraba a su alrededor buscando la aprobación de sus compinches, me di cuenta de que estaba "presumiendo", así que le dije algo para que siguiera adelante.
"Oh, señor Swales, no puede hablar en serio. Seguro que estas lápidas no están todas mal".
"¡Yabblins! Puede que haya unas pocas que no estén equivocadas, salvo en lo que se refiere a las personas demasiado buenas; porque hay gente que piensa que una bálsamo es como el mar, si sólo fuera suyo. Todo son mentiras. Mira tú, que vienes aquí como forastero y ves este kirk—garth". Asentí con la cabeza, pues me pareció mejor asentir, aunque no entendía del todo su dialecto. Sabía que tenía algo que ver con la iglesia. Y continuó: "¿Y crees que todos estos cuentos son sobre gente que ha pasado por aquí, snod y snog?" Volví a asentir. "Entonces ahí es donde viene la mentira. Hay montones de estas camas que están tan sucias como la 'bacca—box' del viejo Dun los viernes por la noche". Dio un codazo a uno de sus compañeros, y todos rieron. "¡Y un cuerno! ¿Cómo podrían ser de otra manera? Mira ése, el de detrás del féretro: ¡léelo!". Me acerqué y leí.
"Edward Spencelagh, maestro marino, asesinado por piratas frente a la costa de Andrés, abril de 1854, æt. 30." Cuando volví, el Sr. Swales continuó:—
"¿Quién lo trajo a casa, me pregunto, para traerlo aquí? ¡Asesinado en la costa de Andrés! ¡Y usted cree que su cuerpo yace bajo tierra! Podría nombraros una docena de huesos que yacen en los mares de Groenlandia —señaló hacia el norte—, o donde las corrientes los hayan arrastrado. Ahí están los esteanos a vuestro alrededor. Podéis, con vuestros jóvenes ojos, leer la letra pequeña de las mentiras desde aquí. Este Braithwaite Lowrey: conocí a su padre, perdido en el Lively, frente a Groenlandia, en el año veinte; o Andrew Woodhouse, ahogado en los mismos mares en 1777; o John Paxton, ahogado frente al cabo Farewell un año después; o el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo, ahogado en el golfo de Finlandia en el cincuenta. ¿Crees que todos estos hombres tendrán que correr a Whitby cuando suene la trompeta? ¡Tengo mis temores al respecto! Os digo que cuando lleguen aquí se estarán peleando y empujándose unos a otros de tal manera que será como una pelea en el hielo en los viejos tiempos, cuando estábamos unos contra otros desde el amanecer hasta el anochecer, tratando de atar nuestros cabos a la luz de la aurora boreal". Evidentemente, se trataba de una broma local, porque el viejo se puso a cacarear y sus compinches se unieron a ella con gusto.
"Pero", le dije, "seguramente no estás en lo cierto, porque partes de la suposición de que todos los pobres, o sus espíritus, tendrán que llevarse sus lápidas con ellos el Día del Juicio. ¿Crees que eso será realmente necesario?".
"Bueno, ¿para qué si no serán las lápidas? Respóndame a eso, señorita".
"Para complacer a sus parientes, supongo."
"¡Para complacer a sus parientes, supongo!" Esto lo dijo con intenso desprecio. "¿Cómo complacerá a sus parientes saber que hay mentiras escritas sobre ellos, y que todo el mundo en el lugar sabe que son mentiras?" Señaló una piedra a nuestros pies que había sido colocada como losa, sobre la que se apoyaba el asiento, cerca del borde del acantilado. "Lee las mentiras que hay en esa losa", dijo. Las letras estaban al revés para mí desde donde estaba sentado, pero Lucy estaba más enfrente de ellas, así que se inclinó y leyó:—.
"Sagrada a la memoria de George Canon, que murió, con la esperanza de una gloriosa resurrección, el 29 de julio de 1873, al caer desde las rocas de Kettleness. Esta tumba fue erigida por su apenada madre a su amado hijo. 'Era el único hijo de su madre, y ella era viuda'. De verdad, señor Swales, ¡no veo nada muy gracioso en eso!". Hizo su comentario muy seria y algo severamente.
"¡No ves nada gracioso! Ja, ja. Pero eso es porque no veis que la apenada madre era una gata infernal que le odiaba porque era un asqueroso —un lamitero normal y corriente— y él la odiaba tanto que se suicidó para que ella no cobrara el seguro que había puesto sobre su vida. Se voló casi la parte superior de la cabeza con un viejo mosquete que tenían para espantar a los cuervos. Entonces no era para los cuervos, porque trajo a los clegs y a los dowps hacia él. Así es como cayó de las rocas. Y, en cuanto a las esperanzas de una gloriosa resurrección, a menudo le he oído decir que esperaba ir al infierno, porque su madre era tan piadosa que seguro que iría al cielo, y él no quería meterse donde ella estaba. En todo caso, ¿no es ese stean —lo martilleó con el bastón mientras hablaba— una sarta de mentiras? ¡Y no le dará rabia a Gabriel cuando Geordie venga jadeando con el tombstean sobre la joroba y pida que lo tomen como prueba!".
No supe qué decir, pero Lucy dio un giro a la conversación al decir, levantándose:—
"Oh, ¿por qué nos has hablado de esto? Es mi asiento favorito, y no puedo dejarlo; y ahora me encuentro con que debo seguir sentada sobre la tumba de un suicida."
"Eso no te hará daño, bonita; y puede que al pobre Geordie le alegre tener a una muchacha tan elegante sentada en su regazo. Eso no te hará daño. Yo me he sentado aquí de vez en cuando durante casi veinte años, y no me ha hecho ningún daño. No te preocupes por lo que está debajo de ti, ¡o por lo que tampoco está allí! Será hora de que te asustes cuando veas que todos los tombsteans han desaparecido y el lugar está tan vacío como un campo de rastrojos. Ahí está el reloj, y debo irme. ¡A sus órdenes, señoras!" Y se fue cojeando.
Lucy y yo nos sentamos un rato, y todo era tan hermoso ante nosotros que nos cogimos de la mano mientras estábamos sentados; y ella volvió a hablarme de Arthur y de su próximo matrimonio. Me dio un vuelco el corazón, pues hacía un mes que no sabía nada de Jonathan.

El mismo día: —Vine aquí sola, porque estoy muy triste. No había carta para mí. Espero que no le pase nada a Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve. Veo las luces esparcidas por toda la ciudad, a veces en hileras donde están las calles y a veces aisladas; suben hasta el Esk y se apagan en la curva del valle. A mi izquierda la vista queda cortada por una línea negra del tejado de la vieja casa junto a la abadía. Detrás de mí, las ovejas y los corderos balan en los campos y se oye el ruido de los cascos de un burro en la carretera asfaltada. La banda del embarcadero toca un vals áspero a buen ritmo, y más allá, en el muelle, hay una reunión del Ejército de Salvación en una callejuela. Ninguna de las bandas oye a la otra, pero aquí arriba las oigo y las veo a las dos. Me pregunto dónde estará Jonathan y si estará pensando en mí. Ojalá estuviera aquí.


Diario del Dr. Seward.


5 de junio: —El caso de Renfield se hace más interesante cuanto más comprendo al hombre. Tiene ciertas cualidades muy desarrolladas: egoísmo, secretismo y propósito. Me gustaría saber cuál es el objetivo de este último. Parece tener algún plan propio establecido, pero aún no sé cuál es. Su cualidad redentora es el amor por los animales, aunque, de hecho, tiene unos giros tan curiosos que a veces imagino que sólo es anormalmente cruel. Sus mascotas son de tipos extraños. Ahora mismo su afición es cazar moscas. Tiene tal cantidad que me he visto obligada a reprenderle. Para mi asombro, no estalló en cólera, como yo esperaba, sino que se tomó el asunto con simple seriedad. Lo pensó un momento y luego dijo: "¿Me das tres días? Los limpiaré". Por supuesto, le dije que eso bastaría. Debo vigilarle.

18 de junio: —Ahora se ha centrado en las arañas y tiene varias muy grandes en una caja. Sigue alimentándolas con sus moscas, y el número de éstas está disminuyendo sensiblemente, aunque ha empleado la mitad de su comida en atraer más moscas del exterior a su habitación.

1 de julio: —Sus arañas se están convirtiendo en una molestia tan grande como sus moscas, y hoy le dije que debía deshacerse de ellas. Parecía muy triste, así que le dije que, en cualquier caso, debía eliminar algunas de ellas. Accedió alegremente, y le di el mismo tiempo que antes para la reducción. Me disgustó mucho mientras estuve con él, pues cuando un horrible moscardón, hinchado con algo de comida de carroña, entró zumbando en la habitación, lo atrapó, lo sostuvo exultante durante unos instantes entre el dedo y el pulgar y, antes de que yo supiera lo que iba a hacer, se lo metió en la boca y se lo comió. Yo le reñí por ello, pero él argumentó en voz baja que era muy bueno y muy sano; que era vida, vida fuerte, y que le daba vida. Esto me dio una idea, o el rudimento de una. Debo observar cómo se deshace de sus arañas. Evidentemente, tiene algún problema profundo en la cabeza, porque lleva un pequeño cuaderno en el que siempre está apuntando algo. Hay páginas enteras llenas de cifras, generalmente números sueltos que se suman por tandas, y luego los totales se vuelven a sumar por tandas, como si estuviera "enfocando" alguna cuenta, como dicen los auditores.

8 de julio: —Hay un método en su locura, y la idea rudimentaria en mi mente está creciendo. Pronto será una idea completa, y entonces, ¡oh, cerebración inconsciente! tendrás que darle la muralla a tu hermano consciente. Me mantuve alejado de mi amigo durante unos días, para poder notar si había algún cambio. Las cosas siguen como estaban, salvo que se ha desprendido de algunos de sus animales domésticos y ha conseguido uno nuevo. Ha conseguido un gorrión y ya lo ha domesticado parcialmente. Su método de domesticación es sencillo, pues ya han disminuido las arañas. Las que quedan, sin embargo, están bien alimentadas, pues sigue atrayendo a las moscas tentándolas con su comida.

19 de julio: —Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora una colonia entera de gorriones, y sus moscas y arañas están casi borradas. Cuando entré corrió hacia mí y me dijo que quería pedirme un gran favor, un favor muy, muy grande, y mientras hablaba me adulaba como un perro. Le pregunté de qué se trataba, y me dijo, con una especie de embeleso en su voz y en su porte:—
"Un gatito, un gatito pequeño, elegante y juguetón, con el que pueda jugar, al que pueda enseñar, al que pueda alimentar, alimentar y alimentar". Yo no estaba desprevenido para esta petición, pues había notado cómo sus animales domésticos iban aumentando de tamaño y vivacidad, pero no me importaba que su bonita familia de gorriones mansos fuera aniquilada de la misma manera que las moscas y las arañas; así que le dije que lo vería, y le pregunté si no prefería tener un gato a un gatito. Su impaciencia lo traicionó al responder:—
"Sí, me gustaría tener un gato. Sólo te pedí un gatito para que no me negaras un gato. Nadie me negaría un gatito, ¿verdad?". Negué con la cabeza y le dije que por el momento me temía que no fuera posible, pero que ya lo vería. Su rostro se descompuso, y pude ver en él una advertencia de peligro, pues de pronto hubo una mirada feroz y de reojo que significaba matar. El hombre es un maníaco homicida no desarrollado. Lo pondré a prueba con su ansia actual y veré cómo resulta; entonces sabré más.

10 p. m. —He vuelto a visitarlo y lo he encontrado sentado en un rincón, pensativo. Cuando entré se arrodilló ante mí y me imploró que le dejara tener un gato; que su salvación dependía de ello. Sin embargo, me mantuve firme y le dije que no podía tenerlo, tras lo cual se marchó sin decir palabra y se sentó, royéndose los dedos, en el rincón donde lo había encontrado. Le veré por la mañana temprano.

20 de julio: —Visité a Renfield muy temprano, antes de que el encargado hiciera su ronda. Lo encontré levantado y tarareando una melodía. Estaba extendiendo en la ventana el azúcar que había guardado, y era evidente que empezaba de nuevo a cazar moscas, y lo hacía alegremente y con buen humor. Miré a mi alrededor en busca de sus pájaros y, al no verlos, le pregunté dónde estaban. Me contestó, sin volverse, que todos habían volado. Había algunas plumas por la habitación y en su almohada una gota de sangre. No dije nada, pero me fui y le dije al portero que me informara si había algo extraño en él durante el día.

11 a. m. —El cuidador acaba de venir a decirme que Renfield ha estado muy enfermo y ha vomitado un montón de plumas. "Mi creencia es, doctor", me ha dicho, "que se ha comido a sus pájaros, ¡y que acaba de cogerlos y comérselos crudos!".

11 p. m. —Esta noche le he dado a Renfield un fuerte opiáceo, suficiente para hacerle dormir incluso a él, y le he quitado su libro de bolsillo para echarle un vistazo. La idea que ha estado zumbando en mi cerebro últimamente está completa, y la teoría probada. Mi maníaco homicida es de un tipo peculiar. Tendré que inventar una nueva clasificación para él, y llamarle zoófago (devorador de vidas); lo que desea es absorber tantas vidas como pueda, y se ha propuesto conseguirlo de un modo acumulativo. Le dio muchas moscas a una araña y muchas arañas a un pájaro, y luego quiso que un gato se comiera a los muchos pájaros. ¿Cuáles habrían sido sus pasos posteriores? Casi valdría la pena completar el experimento. Podría hacerse si sólo hubiera una causa suficiente. Los hombres se burlaron de la vivisección, y sin embargo, ¡miren sus resultados hoy en día! ¿Por qué no hacer avanzar la ciencia en su aspecto más difícil y vital: el conocimiento del cerebro? Si yo tuviera siquiera el secreto de una de esas mentes —si tuviera la clave de la fantasía de un solo lunático— podría hacer avanzar mi propia rama de la ciencia hasta un punto en el que la fisiología de Burdon—Sanderson o el conocimiento del cerebro de Ferrier no serían nada. ¡Si sólo hubiera una causa suficiente! No debo pensar demasiado en esto, o podría caer en la tentación; una buena causa podría cambiar la balanza conmigo, pues ¿no seré yo también de cerebro excepcional, congénitamente?
Qué bien razonaba el hombre; los lunáticos siempre lo hacen dentro de su propio ámbito. Me pregunto en cuántas vidas valora a un hombre, o si sólo en una. Ha cerrado la cuenta con la mayor precisión, y hoy ha comenzado un nuevo récord. ¿Cuántos de nosotros empezamos un nuevo récord cada día de nuestras vidas?
A mí me parece que fue ayer cuando toda mi vida terminó con mi nueva esperanza, y que verdaderamente comencé un nuevo récord. Así será hasta que el Gran Registrador me resuma y cierre mi cuenta contable con un saldo a favor o en contra. Oh, Lucy, Lucy, no puedo enfadarme contigo, ni puedo enfadarme con mi amiga cuya felicidad es la tuya; pero sólo debo esperar sin esperanza y trabajar. ¡Trabajar! ¡Trabajar!
Si tan sólo pudiera tener una causa tan fuerte como la de mi pobre amigo loco, una causa buena y desinteresada que me hiciera trabajar, eso sí que sería felicidad.


Diario de Mina Murray.

26 de julio: —Estoy ansiosa y me tranquiliza expresarme aquí; es como susurrarse a uno mismo y escuchar al mismo tiempo. Y también hay algo en los símbolos taquigráficos que lo hace diferente de escribir. Estoy triste por Lucy y por Jonathan. Hacía tiempo que no sabía nada de Jonathan, y estaba muy preocupada; pero ayer el querido señor Hawkins, que siempre es tan amable, me envió una carta suya. Le había escrito preguntándole si tenía noticias, y me dijo que acababa de recibir la adjunta. Es sólo una línea fechada en el castillo de Drácula, y dice que está a punto de volver a casa. Jonathan no es así; no lo entiendo y me inquieta. Además, Lucy, aunque está muy bien, últimamente ha recuperado su antigua costumbre de caminar dormida. Su madre me ha hablado de ello y hemos decidido que yo cierre la puerta de nuestra habitación todas las noches. La señora Westenra tiene la idea de que los sonámbulos se suben siempre a los tejados de las casas y a los bordes de los acantilados, y luego se despiertan de repente y se desploman con un grito desesperado que resuena por todas partes. Pobrecita, está muy preocupada por Lucy, y me cuenta que su marido, el padre de Lucy, tenía la misma costumbre; que se levantaba por la noche, se vestía y salía si no se lo impedían. Lucy se va a casar en otoño y ya está planeando sus vestidos y cómo va a arreglar su casa. Me compadezco de ella, porque yo hago lo mismo, sólo que Jonathan y yo empezaremos la vida de una manera muy sencilla, y tendremos que intentar llegar a fin de mes. El señor Holmwood, el honorable Arthur Holmwood, hijo único de lord Godalming, vendrá en breve, en cuanto pueda salir de la ciudad, pues su padre no se encuentra muy bien y creo que la querida Lucy cuenta los días que faltan para que llegue. Quiere llevarlo a la cima del acantilado de la iglesia y mostrarle la belleza de Whitby. Me atrevo a decir que es la espera lo que la perturba; estará bien cuando él llegue.

27 de julio: —Sin noticias de Jonathan. Empiezo a preocuparme bastante por él, aunque no sé por qué; pero me gustaría que me escribiera, aunque sólo fuera una línea. Lucy camina más que nunca, y cada noche me despierta moviéndose por la habitación. Afortunadamente, hace tanto calor que no puede resfriarse; pero aun así, la ansiedad y el estar siempre despierta empiezan a afectarme, y yo misma me estoy poniendo nerviosa y despierta. Gracias a Dios, la salud de Lucy se mantiene. El Sr. Holmwood ha sido llamado repentinamente a Ring para ver a su padre, gravemente enfermo. Lucy está preocupada por el aplazamiento de su visita, pero eso no afecta a su aspecto; está un poco más robusta y sus mejillas son de un precioso rosa rosado. Ha perdido ese aspecto anémico que tenía. Rezo para que todo dure.

3 de agosto: —Otra semana más y sin noticias de Jonathan, ni siquiera del Sr. Hawkins, de quien tengo noticias. Espero que no esté enfermo. Seguramente me habría escrito. He mirado su última carta, pero por alguna razón no me satisface. No se lee como él, y sin embargo es su letra. No hay duda de eso. Lucy no ha caminado mucho en sueños durante la última semana, pero hay una extraña concentración en ella que no comprendo; incluso dormida parece estar observándome. Tantea la puerta y, al encontrarla cerrada, recorre la habitación en busca de la llave.

6 de agosto: —Otros tres días sin noticias. Este suspense se está volviendo espantoso. Si supiera adónde escribir o adónde ir, me sentiría más tranquila; pero nadie ha sabido nada de Jonathan desde la última carta. Sólo puedo rogar a Dios que me dé paciencia. Lucy está más nerviosa que nunca, pero por lo demás está bien. Anoche fue muy amenazadora, y los pescadores dicen que nos espera una tormenta. Debo intentar vigilarla y aprender las señales meteorológicas. Hoy es un día gris y, mientras escribo, el sol está oculto entre espesas nubes, en lo alto de Kettleness. Todo es gris, excepto la hierba verde, que parece esmeralda en medio de ella; la roca terrosa gris; las nubes grises, teñidas por el rayo de sol en el extremo más alejado, se ciernen sobre el mar gris, en el que las puntas de arena se extienden como dedos grises. El mar se desploma sobre los bajíos y las llanuras arenosas con un rugido amortiguado por la bruma marina que se adentra tierra adentro. El horizonte se pierde en una bruma gris. Todo es inmensidad; las nubes se amontonan como gigantescas rocas, y hay un "brool" sobre el mar que suena como un presagio de fatalidad. Hay figuras oscuras en la playa, aquí y allá, a veces medio envueltas en la niebla, y parecen "hombres que caminan como árboles". Los barcos pesqueros corren hacia casa, y se elevan y se hunden en el oleaje de tierra mientras entran en el puerto, inclinándose hacia los imbornales. Aquí viene el viejo Sr. Swales. Viene directo hacia mí, y puedo ver, por la forma en que levanta su sombrero, que quiere hablar....
Me ha conmovido el cambio en el pobre viejo. Cuando se sentó a mi lado, me dijo con mucha dulzura:—
"Quiero decirle algo, señorita". Me di cuenta de que no se sentía a gusto, así que tomé su pobre y arrugada mano entre las mías y le pedí que hablara con franqueza.
"Me temo, querida, que te habré escandalizado por todas las cosas perversas que he estado diciendo sobre los muertos y cosas por el estilo durante las últimas semanas; pero no lo decía en serio, y quiero que lo recuerdes cuando me haya ido. A nosotros, los auditores, que somos tontos y tenemos un pie detrás del krok—hooal, no nos gusta nada pensar en ello, y no queremos sentirnos escarmentados por ello; y es por eso por lo que he tratado de quitarle importancia, para animar un poco mi propio corazón. Pero, Dios la ame, señorita, no tengo miedo de morir, ni un poco; sólo que no quiero morir si puedo evitarlo. Mi hora debe de estar ya cerca, pues soy Aud, y cien años es demasiado esperar para cualquier hombre; y estoy tan cerca que el Hombre Aud ya está afilando su guadaña. Ya ves, no puedo perder el hábito de pensar en todo de una vez; las astas se moverán como están acostumbradas. Algún día, pronto, el Ángel de la Muerte hará sonar su trompeta por mí. Pero no grites ni saludes, querida" —pues vio que yo lloraba— "si viniera esta misma noche, no me negaría a responder a su llamada. Porque, después de todo, la vida es sólo una espera de algo más de lo que estamos haciendo, y la muerte es todo aquello de lo que podemos depender. Pero estoy contento, porque viene a mí, querida, y viene rápido. Puede que venga mientras miramos y nos preguntamos. Tal vez sea ese viento que sopla sobre el mar y que trae consigo pérdidas, naufragios, dolor y corazones tristes. Mirad, mirad", gritó de repente. "Hay algo en ese viento y en el mar que suena, parece, sabe y huele a muerte. Está en el aire; lo siento venir. Señor, haz que responda alegremente cuando llegue mi llamada". Levantó los brazos con devoción y se alzó el sombrero. Movía la boca como si estuviera rezando. Después de unos minutos de silencio, se levantó, me dio la mano, me bendijo, se despidió y se marchó cojeando. Todo aquello me conmovió y me alteró mucho.
Me alegré cuando llegó el guardacostas, con su catalejo bajo el brazo. Se detuvo a hablar conmigo, como siempre, pero no dejaba de mirar un barco extraño.
"No puedo distinguirlo —dijo—; por su aspecto, es ruso, pero está dando tumbos de la manera más extraña. Parece que ve venir la tormenta, pero no puede decidir si huir hacia el norte, a mar abierto, o meterse aquí. ¡Mira otra vez! Se gobierna de un modo muy extraño, porque no le importa la mano en el timón; cambia de rumbo con cada ráfaga de viento. Mañana sabremos más de él antes de esta hora".



CAPÍTULO VII

RECORTE DE "THE DAILYGRAPH", 8 DE AGOSTO

(Pegado en el Diario de Mina Murray.)
De un corresponsal.

Whitby.

Una de las mayores y más repentinas tormentas de las que se tiene constancia acaba de experimentarse aquí, con resultados tan extraños como únicos. El tiempo había sido algo bochornoso, pero no poco común en el mes de agosto. El sábado por la noche hizo tan buen tiempo como nunca se había visto, y la mayoría de los veraneantes salieron ayer para visitar Mulgrave Woods, Robin Hood's Bay, Rig Mill, Runswick, Staithes y las diversas excursiones en los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough hicieron viajes arriba y abajo de la costa, y hubo una cantidad inusual de "viajes" hacia y desde Whitby. El día fue inusualmente bueno hasta la tarde, cuando algunos de los chismosos que frecuentan el cementerio de East Cliff, y desde esa eminencia observan la amplia extensión de mar visible al norte y al este, llamaron la atención sobre un repentino espectáculo de "colas de yegua" en lo alto del cielo al noroeste. El viento soplaba entonces del sudoeste en el grado suave que en lenguaje barométrico se clasifica como "No. 2: brisa ligera". El guardacostas de guardia informó de inmediato, y un viejo pescador, que durante más de medio siglo ha vigilado las señales meteorológicas desde el acantilado del este, predijo de manera enfática la llegada de una tormenta repentina. La puesta de sol era tan hermosa, tan grandiosa en sus masas de nubes de espléndidos colores, que había una gran multitud en el paseo a lo largo del acantilado en el antiguo cementerio para disfrutar de la belleza. Antes de que el sol se sumergiera por debajo de la negra masa de Kettleness, que se erguía audazmente en el cielo occidental, su camino descendente estaba jalonado por una miríada de nubes de todos los colores del atardecer: fuego, púrpura, rosa, verde, violeta y todos los tintes del oro; con aquí y allá masas no grandes, sino de una negrura aparentemente absoluta, en todo tipo de formas, tan bien perfiladas como siluetas colosales. La experiencia no pasó desapercibida para los pintores, y sin duda algunos de los bocetos del "Preludio de la Gran Tormenta" adornarán las paredes de la R. A. y la R. I. el próximo mes de mayo. Más de un capitán decidió entonces que su "cobble" o su "mule", como llaman a las diferentes clases de barcos, se quedaría en el puerto hasta que pasara la tormenta. El viento amainó por completo durante la tarde, y a medianoche reinaba una calma absoluta, un calor sofocante y esa intensidad dominante que, cuando se acercan los truenos, afecta a las personas de naturaleza sensible. Había pocas luces a la vista en el mar, ya que incluso los barcos de cabotaje, que normalmente "abrazan" la costa tan de cerca, se mantenían bien a la mar, y muy pocos barcos de pesca estaban a la vista. La única vela visible era una goleta extranjera con todas las velas desplegadas, que parecía dirigirse hacia el oeste. La temeridad o ignorancia de sus oficiales fue un tema prolífico de comentarios mientras permaneció a la vista, y se hicieron esfuerzos para indicarle que redujera las velas ante el peligro que corría. Antes de que terminara la noche se le vio con las velas ondeando ociosamente mientras se dejaba llevar suavemente por el ondulante oleaje del mar,

"Tan ocioso como un barco pintado sobre un océano pintado".

Poco antes de las diez, la quietud del aire se hizo opresiva, y el silencio era tan marcado que se oía claramente el balido de una oveja tierra adentro o el ladrido de un perro en la ciudad, y la banda del muelle, con su animado aire francés, era como una discordia en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Poco después de medianoche se oyó un extraño ruido sobre el mar, y en lo alto el aire comenzó a emitir un extraño, débil y hueco estampido.
Entonces, sin previo aviso, estalló la tempestad. Con una rapidez que, en aquel momento, parecía increíble, e incluso después es imposible de comprender, todo el aspecto de la naturaleza se convulsionó al instante. Las olas se levantaron con creciente furia, cada una sobrepasando a su compañera, hasta que en pocos minutos el mar, antes vidrioso, se convirtió en un monstruo rugiente y devorador. Las olas de crestas blancas golpeaban locamente las arenas planas y se precipitaban por los acantilados; otras rompían sobre los muelles y con su espuma barrían los faros que se alzan al final de cada muelle del puerto de Whitby. El viento rugía como un trueno y soplaba con tal fuerza que incluso los hombres más fuertes tenían dificultades para mantenerse en pie o aferrarse con fuerza a los postes de hierro. Fue necesario despejar todos los muelles de la masa de curiosos, pues de lo contrario las muertes de la noche se habrían multiplicado. Para aumentar las dificultades y los peligros del momento, llegaron a tierra masas de niebla marina, nubes blancas y húmedas, que pasaban de un modo fantasmagórico, tan húmedas y frías que no era necesario hacer un gran esfuerzo de imaginación para pensar que los espíritus de los perdidos en el mar estaban tocando a sus hermanos vivos con las manos húmedas de la muerte, y muchos se estremecieron cuando pasaron las coronas de niebla marina. A veces la niebla se disipaba y se podía ver el mar a cierta distancia bajo el resplandor de los relámpagos, que ahora caían con rapidez y fuerza, seguidos de truenos tan repentinos que todo el cielo parecía temblar bajo el impacto de las pisadas de la tormenta.
Algunas de las escenas así reveladas eran de una grandeza inconmensurable y de un interés absorbente: el mar, que corría a lo alto de las montañas, lanzaba hacia el cielo con cada ola grandes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía arrebatar y arremolinar en el espacio; aquí y allá un barco pesquero, con un trapo de vela, corriendo locamente en busca de refugio ante la ráfaga; de vez en cuando las alas blancas de un ave marina lanzada por la tormenta. En la cima del acantilado este, el nuevo reflector estaba listo para el experimento, pero aún no se había probado. Los oficiales encargados de él lo pusieron en funcionamiento, y en las pausas de la niebla incipiente barrió con él la superficie del mar. Una o dos veces su servicio fue muy eficaz, como cuando un barco pesquero, con la borda bajo el agua, se precipitó en el puerto, capaz, por la guía de la luz protectora, de evitar el peligro de estrellarse contra los muelles. A medida que cada barco alcanzaba la seguridad del puerto, se oía un grito de júbilo de la masa de gente que estaba en la orilla, un grito que por un momento pareció atravesar el vendaval y luego fue barrido en su carrera.
Poco después, el reflector descubrió a cierta distancia una goleta con todas las velas desplegadas, aparentemente el mismo barco que había sido avistado al principio de la tarde. El viento había retrocedido hacia el este y los vigías del acantilado se estremecieron al darse cuenta del terrible peligro que corría. Entre él y el puerto se extendía el gran arrecife plano en el que tantos buenos barcos han sufrido de vez en cuando, y, con el viento soplando de su lado actual, sería totalmente imposible que llegara a la entrada del puerto. Era ya casi la hora de la pleamar, pero las olas eran tan grandes que en sus depresiones casi se veían los bajíos de la costa, y la goleta, con todas las velas desplegadas, corría a tal velocidad que, en palabras de un viejo salinero, "en alguna parte tenía que llegar, aunque fuese al infierno". Luego vino otra ráfaga de niebla marina, mayor que ninguna otra hasta entonces, una masa de niebla húmeda, que parecía cerrarse sobre todas las cosas como un manto gris, y sólo dejaba a disposición de los hombres el órgano del oído, pues el rugido de la tempestad, el estruendo de los truenos y el estampido de las poderosas olas llegaban a través del húmedo olvido aún más fuerte que antes. Los rayos del reflector se mantenían fijos en la boca del puerto, al otro lado del muelle este, donde se esperaba el choque, y los hombres esperaban sin aliento. El viento cambió repentinamente al nordeste, y lo que quedaba de la niebla marina se fundió con la ráfaga; y entonces, mirabile dictu, entre los muelles, saltando de ola en ola mientras se precipitaba a una velocidad vertiginosa, barrió la extraña goleta ante la ráfaga, con todas las velas desplegadas, y ganó la seguridad del puerto. El reflector la siguió, y un escalofrío recorrió a todos los que la vieron, porque amarrado al timón había un cadáver, con la cabeza caída, que se balanceaba horriblemente de un lado a otro con cada movimiento del barco. No se veía ninguna otra forma en la cubierta. Todos se sintieron sobrecogidos al darse cuenta de que el barco, como por milagro, había llegado a puerto sin más timón que la mano de un hombre muerto. Sin embargo, todo sucedió más rápidamente de lo que se tarda en escribir estas palabras. La goleta no se detuvo, sino que, precipitándose a través del puerto, se precipitó sobre esa acumulación de arena y grava arrastrada por muchas mareas y muchas tormentas hasta la esquina sureste del muelle que sobresale por debajo del acantilado este, conocido localmente como el muelle de Tate Hill.
Por supuesto, se produjo una conmoción considerable cuando el buque se estrelló contra el montón de arena. Se tensaron todos los palos, cabos y soportes, y parte del "martillo superior" se vino abajo. Pero lo más extraño de todo fue que, en el mismo instante en que el barco tocó la orilla, un inmenso perro saltó a cubierta desde abajo, como disparado por la conmoción, y corriendo hacia delante, saltó desde la proa a la arena. Se dirigió directamente hacia el escarpado acantilado, donde el cementerio de la iglesia cuelga sobre el camino que conduce al muelle este de forma tan pronunciada que algunas de las lápidas planas — "thruff—steans" o "through—stones", como las llaman en la lengua vernácula de Whitby— sobresalen realmente por donde ha caído el acantilado que lo sostiene, y desapareció en la oscuridad, que parecía intensificarse justo más allá del foco del reflector.
Sucedió que no había nadie en ese momento en el muelle de Tate Hill, ya que todos aquellos cuyas casas se encuentran en las proximidades estaban en la cama o se encontraban en las alturas. Así pues, el guardacostas de servicio en el lado oriental del puerto, que corrió inmediatamente hasta el pequeño muelle, fue el primero en subir a bordo. Los hombres que trabajaban con el reflector, después de rastrear la entrada del puerto sin ver nada, encendieron la luz sobre el derrelicto y la mantuvieron allí. El guardacostas corrió hacia la popa y, al llegar junto a la rueda del timón, se inclinó para examinarla y retrocedió de inmediato, como si le embargara una emoción repentina. Esto pareció despertar la curiosidad general, y un buen número de personas empezó a correr. Hay un buen trecho desde el acantilado oeste por el puente levadizo hasta el muelle de Tate Hill, pero el corresponsal es un buen corredor y se adelantó a la multitud. Cuando llegué, sin embargo, encontré ya reunida en el muelle a una multitud a la que los guardacostas y la policía se negaban a dejar subir a bordo. Por cortesía del jefe de la embarcación, se me permitió, como corresponsal, subir a cubierta, y formé parte de un pequeño grupo que vio al marino muerto mientras estaba amarrado al timón.
No es de extrañar que el guardacostas se sorprendiera, o incluso se asombrara, porque no es frecuente ver algo así. El hombre estaba simplemente sujeto por las manos, atadas una sobre otra, a un radio de la rueda. Entre la mano interior y la madera había un crucifijo; el juego de cuentas en que estaba sujeto rodeaba ambas muñecas y la rueda, y todo se mantenía sujeto por las cuerdas de atar. El pobre hombre pudo haber estado sentado en algún momento, pero el aleteo y el zarandeo de las velas habían trabajado a través del timón de la rueda y lo habían arrastrado de un lado a otro, de modo que las cuerdas con las que estaba atado le habían cortado la carne hasta el hueso. Se tomó nota exacta del estado de las cosas, y un médico —el cirujano J. M. Caffyn, del 33 de East Elliot Place—, que vino inmediatamente después de mí, declaró, tras hacer un examen, que el hombre debía de llevar muerto bastantes días. En su bolsillo había una botella, cuidadosamente tapada con un corcho, vacía salvo por un pequeño rollo de papel, que resultó ser el apéndice del cuaderno de bitácora. El guardacostas dijo que el hombre debía de haberse atado las manos, sujetando los nudos con los dientes. El hecho de que un guardacostas fuera el primero en subir a bordo puede ahorrar algunas complicaciones, más adelante, en el Tribunal del Almirantazgo, ya que los guardacostas no pueden reclamar el salvamento al que tiene derecho el primer civil que entra en un barco abandonado. Sin embargo, las lenguas jurídicas ya se están moviendo, y un joven estudiante de derecho está afirmando en voz alta que los derechos del propietario ya están completamente sacrificados, su propiedad se mantiene en contravención de los estatutos de la hipoteca, ya que el timón, como emblema, si no prueba, de la posesión delegada, se mantiene en una mano muerta. No hace falta decir que el timonel muerto ha sido reverentemente retirado del lugar donde mantuvo su honorable guardia y custodia hasta la muerte —una firmeza tan noble como la del joven Casabianca— y colocado en el depósito de cadáveres a la espera de la investigación.
La repentina tormenta ya está pasando, y su ferocidad está disminuyendo; las multitudes se están dispersando hacia sus hogares, y el cielo está empezando a enrojecer sobre los valles de Yorkshire. Enviaré, a tiempo para su próximo número, más detalles sobre el barco abandonado que llegó a puerto tan milagrosamente durante la tormenta.

Whitby

9 de agosto: —La secuela de la extraña llegada del barco abandonado en la tormenta de anoche es casi más sorprendente que el propio suceso. Resulta que la goleta es rusa, de Varna, y se llama Demeter. Está casi totalmente lastrada con arena plateada, y sólo lleva una pequeña cantidad de carga: una serie de grandes cajas de madera llenas de moho. Este cargamento fue consignado a un abogado de Whitby, el Sr. S. F. Billington, de 7, The Crescent, quien esta mañana subió a bordo y tomó posesión formal de las mercancías que le habían sido consignadas. El cónsul ruso, también, actuando en nombre de la parte fletadora, tomó posesión formal del barco y pagó todos los derechos portuarios, etc. Hoy no se habla aquí de otra cosa que de la extraña coincidencia; los funcionarios de la Junta de Comercio se han mostrado muy exigentes a la hora de comprobar que se han cumplido todos los reglamentos vigentes. Como el asunto va a ser una "maravilla de nueve días", evidentemente están decididos a que no haya motivo de queja posterior. Se ha despertado un gran interés por el perro que aterrizó cuando el barco chocó, y más de un miembro de la S.P.C.A., que es muy fuerte en Whitby, ha intentado hacerse amigo del animal. Sin embargo, para decepción general, no se le encontró; parece haber desaparecido por completo de la ciudad. Es posible que se asustara y se dirigiera a los páramos, donde aún se esconde aterrorizado. Hay quien ve con temor tal posibilidad, no sea que más adelante se convierta en un peligro, pues es evidentemente un animal feroz. Esta mañana temprano un perro grande, un mastín mestizo que pertenecía a un comerciante de carbón cerca del muelle de Tate Hill, fue encontrado muerto en la calzada frente al patio de su amo. Había estado peleando, y evidentemente había tenido un oponente salvaje, ya que tenía la garganta desgarrada y el vientre abierto como con una garra salvaje.

Más tarde: —Gracias a la amabilidad del inspector de la Junta de Comercio, se me ha permitido revisar el diario de a bordo del Demeter, que estaba en orden hasta dentro de tres días, pero no contenía nada de especial interés, excepto los datos de los hombres desaparecidos. El mayor interés, sin embargo, está relacionado con el papel encontrado en la botella, que fue presentado hoy en la investigación; y no me ha tocado en suerte encontrar una narración más extraña que las dos que se desarrollaron entre ellos. Como no hay motivo para ocultarlo, se me permite utilizarlo, y en consecuencia le envío un rescripto, omitiendo simplemente detalles técnicos de marinería y supercargo. Casi parece como si el capitán hubiera sido presa de algún tipo de manía antes de llegar bien al agua azul, y que ésta se hubiera desarrollado persistentemente a lo largo del viaje. Por supuesto, mi declaración debe tomarse cum grano, ya que estoy escribiendo al dictado de un empleado del cónsul ruso, que amablemente me tradujo, ya que disponía de poco tiempo.

DIARIO DE A BORDO DEL "DEMETER".

De Varna a Whitby.
Escrito el 18 de julio, sucediendo cosas tan extrañas, que en adelante tomaré nota exacta hasta que desembarquemos.

El 6 de julio terminamos de tomar la carga, arena plateada y cajas de tierra. Al mediodía zarpamos. Viento del este, fresco. Tripulación, cinco hombres... dos oficiales, cocinero y yo (capitán).

El 11 de julio al amanecer entramos en el Bósforo. Abordado por oficiales de aduanas turcos. Backsheesh. Todo correcto. En marcha a las 4 p.m.

El 12 de julio a través de los Dardanelos. Más oficiales de aduanas y el barco de la escuadra de guardia. Backsheesh de nuevo. Trabajo de oficiales minucioso, pero rápido. Quieren que nos vayamos pronto. Al anochecer entramos en el Archipiélago.

El 13 de julio pasamos el Cabo Matapan. Tripulación descontenta por algo. Parecían asustados, pero no hablaban.

El 14 de julio estaba algo preocupado por la tripulación. Todos los hombres eran compañeros estables que habían navegado conmigo antes. El oficial no podía entender qué pasaba; sólo le decían que había algo y se persignaban. Ese día, el oficial perdió los estribos con uno de ellos y le golpeó. Se esperaba una pelea feroz, pero todo fue tranquilo.

El 16 de julio, el oficial informó por la mañana de que uno de los tripulantes, Petrofsky, había desaparecido. No pudieron explicarlo. Anoche hice la guardia de babor a las ocho campanadas; me relevó Abramoff, pero no fui a la litera. Los hombres estaban más abatidos que nunca. Todos dijeron que esperaban algo por el estilo, pero no dijeron más que había algo a bordo. El oficial se impacientaba con ellos y temía que hubiera problemas.

El 17 de julio, ayer, uno de los hombres, Olgaren, vino a mi camarote y, asombrado, me confió que creía que había un hombre extraño a bordo del barco. Me dijo que durante su guardia se había refugiado detrás de la caseta de cubierta, pues llovía a cántaros, cuando vio a un hombre alto y delgado, que no se parecía a ninguno de la tripulación, subir por el pasillo de acompañamiento, avanzar por la cubierta de proa y desaparecer. Lo siguió con cautela, pero cuando llegó a proa no encontró a nadie, y todas las escotillas estaban cerradas. Le entró un pánico supersticioso, y temo que el pánico se extienda. Para disiparlo, hoy registraré cuidadosamente todo el barco de proa a popa.

A última hora del día reuní a toda la tripulación y les dije que, como evidentemente pensaban que había alguien en el barco, lo registraríamos de proa a popa. El primer oficial se enfadó; dijo que era una locura, y que ceder a ideas tan insensatas desmoralizaría a los hombres; dijo que se comprometería a mantenerlos alejados de los problemas con un palo de mano. Le dejé que tomara el timón, mientras el resto comenzaba la búsqueda minuciosa, todos a la par, con linternas: no dejamos rincón sin registrar. Como sólo había grandes cajas de madera, no había rincones extraños donde un hombre pudiera esconderse. Los hombres se sintieron muy aliviados cuando terminó la búsqueda y volvieron al trabajo alegremente. El primer oficial frunció el ceño, pero no dijo nada.

22 de julio: —El tiempo ha sido duro durante los tres últimos días y todos los tripulantes están ocupados con las velas, no hay tiempo para asustarse. Los hombres parecen haber olvidado su miedo. El patrón vuelve a estar alegre y todos están de buen humor. Elogió a los hombres por su trabajo con mal tiempo. Pasamos Gibraltar y salimos por el Estrecho. Todo bien.

24 de julio: —Parece que este barco está condenado. Ya nos falta una mano, estamos entrando en el Golfo de Vizcaya con un tiempo salvaje por delante, y anoche otro hombre se perdió, desapareció. Como el primero, salió de su guardia y no se le volvió a ver. Todos los hombres entraron en pánico por el miedo; enviaron una ronda pidiendo doble guardia, pues temían quedarse solos. Mate enojado. Teme que haya algún problema, ya que él o los hombres cometerán algún acto violento.

28 de julio: —Cuatro días en el infierno, dando tumbos en una especie de vorágine, y el viento es una tempestad. Nadie pudo dormir. Todos los hombres están agotados. Apenas sabían cómo montar la guardia, ya que nadie estaba en condiciones de seguir. El segundo oficial se ofreció voluntario para dirigir y vigilar, y dejar que los hombres durmieran unas horas. El viento amaina; el mar sigue siendo terrible, pero se siente menos, ya que el barco está más firme.

29 de julio: —Otra tragedia. Tuvimos una sola guardia esta noche, ya que la tripulación estaba demasiado cansada para doblar. Cuando la guardia de la mañana llegó a cubierta, no encontramos a nadie excepto al timonel. Dieron la voz de alarma y todos subieron a cubierta. Se hizo una búsqueda exhaustiva, pero no se encontró a nadie. Nos quedamos sin segundo oficial y la tripulación entró en pánico. El compañero y yo acordamos ir armados en adelante y esperar cualquier señal de causa.

30 de julio: —Última noche. Nos alegramos de estar cerca de Inglaterra. Buen tiempo, todas las velas desplegadas. Me retiré agotado; dormí profundamente; me despertó el oficial diciéndome que faltaban el hombre de guardia y el timonel. Sólo quedamos yo, el oficial y dos marineros para trabajar en el barco.

1 de agosto: —Dos días de niebla y ni una vela a la vista. Esperaba poder hacer señales de socorro o llegar a alguna parte en el Canal de la Mancha. Al no poder mover las velas, tuvimos que correr delante del viento. No nos atrevemos a arriarlas porque no podemos volver a izarlas. Parece que vamos a la deriva hacia una terrible fatalidad. Mate ahora más desmoralizado que cualquiera de los hombres. Su naturaleza más fuerte parece haber trabajado internamente contra sí mismo. Los hombres están más allá del miedo, trabajando firme y pacientemente, con la mente puesta en lo peor. Ellos son rusos, él rumano.

2 de agosto, medianoche: —Me desperté de un sueño de pocos minutos al oír un grito, aparentemente fuera de mi puerto. No podía ver nada en la niebla. Corrí a cubierta y me topé con el oficial. Me dice que oyó un grito y corrió, pero no hay señales del hombre de guardia. Uno más se fue. ¡Señor, ayúdanos! El oficial dice que debemos haber pasado el estrecho de Dover, ya que al levantarse la niebla vio North Foreland, justo cuando oyó gritar al hombre. Si es así, ahora estamos en el Mar del Norte, y sólo Dios puede guiarnos en la niebla, que parece moverse con nosotros; y Dios parece habernos abandonado.

3 de agosto: —A medianoche fui a relevar al hombre del timón, y cuando llegué no encontré a nadie allí. El viento era firme, y al correr delante de él no había guiñada. No me atreví a dejarlo, así que llamé al oficial. Al cabo de unos segundos subió corriendo a cubierta en paños menores. Tenía los ojos desorbitados y ojerosos, y mucho me temo que haya perdido la razón. Se acercó a mí y me susurró roncamente, con la boca pegada a la oreja, como si temiera que lo oyera el aire: "Está aquí; ahora lo sé. Durante la guardia de anoche lo vi, como un hombre, alto y delgado, y espantosamente pálido. Estaba en la proa y miraba hacia afuera. Me arrastré detrás de él y le di mi cuchillo; pero el cuchillo lo atravesó, vacío como el aire". Y mientras hablaba cogió su cuchillo y lo clavó salvajemente en el espacio. Luego continuó: "Pero está aquí, y lo encontraré. Está en la bodega, tal vez en una de esas cajas. Las desenroscaré una a una y veré. Tú maneja el timón". Y, con una mirada de advertencia y el dedo en el labio, bajó. Se levantaba un viento picado y yo no podía dejar el timón. Le vi salir de nuevo a cubierta con una caja de herramientas y un farol, y bajar por la escotilla de proa. Está loco, completamente loco, y es inútil que intente detenerlo. No puede hacer daño a esas grandes cajas: están catalogadas como "arcilla", y tirar de ellas es lo más inofensivo que puede hacer. Así que aquí me quedo, cuidando el timón y escribiendo estas notas. Sólo puedo confiar en Dios y esperar a que se despeje la niebla. Entonces, si no puedo dirigirme a ningún puerto con el viento que hay, arriaré las velas y me quedaré a la espera, y haré una señal de socorro a .....

Ya casi todo ha terminado. Justo cuando empezaba a esperar que el oficial saliera más tranquilo —porque le oí golpear algo en la bodega, y el trabajo es bueno para él—, subió por la escotilla un grito repentino y sobresaltado, que me heló la sangre, y subió a cubierta como disparado por un arma: un loco furioso, con los ojos en blanco y la cara convulsionada por el miedo. "¡Sálvenme! ¡Sálvenme!", gritó, y luego miró en torno al manto de niebla. Su horror se convirtió en desesperación, y con voz firme dijo: "Será mejor que venga usted también, capitán, antes de que sea demasiado tarde. Él está allí. Ahora conozco el secreto. El mar me salvará de Él, y es todo lo que me queda". Antes de que pudiera decir una palabra o avanzar para agarrarlo, saltó sobre la borda y se arrojó deliberadamente al mar. Supongo que ahora yo también conozco el secreto. Fue este loco quien se había deshecho de los hombres uno a uno, y ahora los ha seguido él mismo. ¡Que Dios me ayude! ¿Cómo voy a explicar todos estos horrores cuando llegue a puerto? ¡Cuando llegue a puerto! ¿Será eso alguna vez?

4 de agosto: —Todavía hay niebla, que el amanecer no puede atravesar. Sé que amanece porque soy marinero, por qué si no, no lo sé. No me atreví a bajar, no me atreví a dejar el timón; así que aquí me quedé toda la noche, y en la penumbra de la noche lo vi: ¡a él! Dios me perdone, pero el compañero hizo bien en saltar por la borda. Era mejor morir como un hombre; a morir como un marinero en aguas azules nadie puede oponerse. Pero yo soy el capitán, y no debo abandonar mi barco. Pero voy a vencer a este demonio o monstruo, porque voy a atar mis manos al timón cuando mis fuerzas empiecen a flaquear, y junto con ellas ataré lo que Ello no se atreve a tocar; y entonces, con buen o mal viento, salvaré mi alma y mi honor como capitán. Me estoy debilitando, y la noche se acerca. Si Él puede mirarme a la cara de nuevo, puede que no tenga tiempo de actuar.... Si naufragamos, tal vez se encuentre esta botella, y los que la encuentren puedan entender; si no, ... bueno, entonces todos los hombres sabrán que he sido fiel a mi confianza. Dios y la Santísima Virgen y los santos ayuden a una pobre alma ignorante que intenta cumplir con su deber....

Por supuesto, el veredicto estaba abierto. No hay pruebas que aducir; y si el hombre cometió o no los asesinatos, no hay nada que decir. La gente de aquí opina casi unánimemente que el capitán es simplemente un héroe, y se le va a dar un funeral público. Ya se ha dispuesto que su cuerpo sea transportado en una caravana de barcos por el Esk y luego devuelto al embarcadero de Tate Hill y a la escalinata de la abadía, donde será enterrado en el cementerio del acantilado. Los propietarios de más de cien embarcaciones ya han manifestado su deseo de seguirle a la tumba.
No se ha encontrado ni rastro del gran perro, por lo que hay mucho luto, ya que, con la opinión pública en su estado actual, creo que habría sido adoptado por la ciudad. Mañana será el funeral; y así terminará este otro "misterio del mar".

Diario de Mina Murray.

8 de agosto: —Lucy estuvo muy inquieta toda la noche y yo tampoco pude dormir. La tormenta era espantosa, y cuando retumbaba con fuerza entre las chimeneas, me hacía estremecer. Cuando llegaba una ráfaga aguda, parecía un cañonazo lejano. Por extraño que parezca, Lucy no se despertó, pero se levantó dos veces y se vistió. Afortunadamente, cada vez me desperté a tiempo y conseguí desvestirla sin despertarla y llevarla de nuevo a la cama. Es algo muy extraño, este sonambulismo, porque tan pronto como su voluntad se ve frustrada de alguna manera física, su intención, si es que la tiene, desaparece, y se somete casi exactamente a la rutina de su vida.
Por la mañana nos levantamos temprano y bajamos al puerto para ver si había ocurrido algo durante la noche. Había muy poca gente, y aunque el sol brillaba y el aire era claro y fresco, las grandes olas de aspecto sombrío, que parecían oscuras porque la espuma que las cubría era como nieve, se metían a la fuerza por la estrecha boca del puerto, como un bravucón entre la multitud. De algún modo me alegré de que Jonathan no estuviera en el mar anoche, sino en tierra. Pero, oh, ¿está en tierra o en el mar? ¿Dónde está y cómo? Me estoy preocupando mucho por él. Ojalá supiera qué hacer y pudiera hacer cualquier cosa.

10 de agosto: —El funeral del pobre capitán de barco de hoy fue de lo más conmovedor. Todos los barcos del puerto parecían estar allí, y los capitanes llevaron el ataúd desde el muelle de Tate Hill hasta el cementerio. Lucy vino conmigo y nos fuimos temprano a nuestra antigua casa, mientras el cortejo de barcos remontaba el río hasta el viaducto y volvía a bajar. Teníamos una vista preciosa y vimos la procesión casi todo el camino. Depositaron al pobre hombre muy cerca de nuestro asiento, de modo que cuando llegó el momento nos quedamos de pie en él y lo vimos todo. La pobre Lucy parecía muy alterada. Estaba inquieta e intranquila todo el tiempo, y no puedo sino pensar que sus sueños nocturnos la están afectando. Es bastante rara en una cosa: no me admite que haya causa alguna para su inquietud; o si la hay, ni ella misma la comprende. Hay una causa adicional: el pobre señor Swales fue encontrado muerto esta mañana en nuestro asiento, con el cuello roto. Evidentemente, como dijo el médico, se había caído hacia atrás en el asiento asustado, porque tenía una expresión de miedo y horror en el rostro que, según los hombres, les hizo estremecerse. ¡Pobre viejo! ¡Tal vez había visto a la Muerte con sus ojos moribundos! Lucy es tan dulce y sensible que siente las influencias más agudamente que otras personas. Hace un momento se alteró bastante por una pequeña cosa a la que no presté mucha atención, aunque yo mismo soy muy aficionado a los animales. Uno de los hombres que subía aquí a menudo a buscar los barcos iba seguido de su perro. El perro siempre está con él. Los dos son personas tranquilas, y nunca vi enfadarse al hombre ni oí ladrar al perro. Durante el servicio, el perro no se acercaba a su amo, que estaba sentado con nosotros, sino que se mantenía a unos metros, ladrando y aullando. Su amo le hablaba con suavidad, luego con dureza y después con rabia, pero el perro ni se acercaba ni dejaba de hacer ruido. Estaba como furioso, con los ojos desorbitados y todos los pelos erizados como la cola de un gato cuando está en pie de guerra. Finalmente, el hombre también se enfadó, saltó al suelo y pateó al perro; luego lo cogió por el cuello y medio lo arrastró y medio lo arrojó sobre la lápida en la que está fijado el asiento. En cuanto tocó la lápida, el pobre se quedó quieto y se puso a temblar. No trató de escapar, sino que se agazapó, temblorosa y encogida, y estaba en un estado de terror tan lamentable que intenté, aunque sin éxito, consolarla. Lucy también estaba llena de compasión, pero no intentó tocar al perro, sino que lo miraba de una manera agónica. Mucho me temo que es de naturaleza demasiado supersensible para ir por el mundo sin problemas. Estoy segura de que esta noche soñará con esto. Toda la aglomeración de cosas —el barco conducido a puerto por un hombre muerto; su actitud, atado al timón con un crucifijo y cuentas; el conmovedor funeral; el perro, ahora furioso y ahora aterrorizado— le proporcionarán material para sus sueños.
Creo que será mejor que se vaya a la cama cansada físicamente, así que la llevaré a dar un largo paseo por los acantilados hasta Robin Hood's Bay y de vuelta. Entonces no debería tener muchas ganas de caminar dormida.


CAPÍTULO VIII

EL DIARIO DE MINA MURRAY

Mismo día, once de la noche: —¡Oh, estoy cansada! Si no fuera porque he hecho de mi diario una obligación, no lo abriría esta noche. Hemos dado un paseo precioso. Lucy, después de un rato, estaba de buen humor, debido, creo, a unas queridas vacas que vinieron hacia nosotros en un campo cercano al faro, y nos asustaron. Creo que nos olvidamos de todo, excepto, por supuesto, del miedo personal, y aquello pareció hacer borrón y cuenta nueva y darnos un nuevo comienzo. Tomamos un "severo té" en Robin Hood's Bay, en una pequeña posada anticuada, con un mirador sobre las rocas cubiertas de algas de la playa. Creo que deberíamos haber escandalizado a la "Nueva Mujer" con nuestros apetitos. Los hombres son más tolerantes, ¡benditos sean! Luego caminamos a casa con algunas, o más bien muchas, paradas para descansar, y con el corazón lleno de un temor constante a los toros salvajes. Lucy estaba realmente cansada y pensábamos irnos a la cama en cuanto pudiéramos. Sin embargo, entró el joven coadjutor y la señora Westenra le pidió que se quedara a cenar. Lucy y yo nos peleamos con el polvoriento molinero; sé que fue una dura lucha por mi parte, y soy bastante heroica. Creo que algún día los obispos deben reunirse y estudiar la posibilidad de crear una nueva clase de coadjutores que no se queden a cenar, por mucho que se les presione, y que sepan cuándo las chicas están cansadas. Lucy duerme y respira suavemente. Tiene más color en las mejillas que de costumbre y parece tan dulce. Si el señor Holmwood se enamoró de ella viéndola sólo en el salón, me pregunto qué diría si la viera ahora. Alguna de las escritoras de "La Nueva Mujer" algún día pondrá en marcha la idea de que hombres y mujeres deberían poder verse dormidos antes de declararse o aceptar. Pero supongo que la Nueva Mujer no condescenderá en el futuro a aceptar; ella misma hará la proposición. Y lo hará muy bien. Eso me consuela un poco. Estoy tan feliz esta noche, porque la querida Lucy parece estar mejor. Realmente creo que se ha recuperado y que hemos superado sus problemas con los sueños. Sería muy feliz si supiera que Jonathan.... Que Dios le bendiga y le guarde.

11 de agosto, 3 a.m. —Diario otra vez. No puedo dormir, así que mejor escribo. Estoy demasiado agitado para dormir. Hemos vivido una aventura, una experiencia agonizante. Me dormí tan pronto como cerré mi diario.... De pronto me desperté y me incorporé, con una horrible sensación de miedo y de vacío a mi alrededor. La habitación estaba a oscuras, de modo que no podía ver la cama de Lucy. La cama estaba vacía. Encendí una cerilla y comprobé que no estaba en la habitación. La puerta estaba cerrada, pero no con llave, como yo la había dejado. Temí despertar a su madre, que últimamente ha estado más enferma de lo habitual, así que me puse algo de ropa y me dispuse a buscarla. Cuando salía de la habitación, se me ocurrió que la ropa que llevaba podría darme alguna pista sobre su intención de soñar. La bata significaba la casa; el vestido, el exterior. La bata y el vestido estaban en su sitio. "Gracias a Dios", me dije, "no puede estar lejos, pues sólo lleva puesto el camisón". Bajé corriendo las escaleras y miré en el salón. No estaba. Luego miré en todas las demás habitaciones abiertas de la casa, con un miedo cada vez mayor que me helaba el corazón. Finalmente llegué a la puerta del vestíbulo y la encontré abierta. No estaba abierta de par en par, pero el pestillo de la cerradura no se había cerrado. Los habitantes de la casa tienen cuidado de cerrar la puerta con llave todas las noches, así que temí que Lucy hubiera salido como estaba. No había tiempo para pensar en lo que podía ocurrir; un miedo vago y dominante oscurecía todos los detalles. Cogí un chal grande y pesado y salí corriendo. El reloj marcaba la una cuando estaba en el Crescent, y no había ni un alma a la vista. Corrí a lo largo de la Terraza Norte, pero no pude ver ni rastro de la figura blanca que esperaba. Al borde del acantilado oeste, por encima del muelle, miré a través del puerto hacia el acantilado este, con la esperanza o el temor —no sé qué— de ver a Lucy en nuestro asiento favorito. Había una brillante luna llena, con pesadas nubes negras que convertían toda la escena en un fugaz diorama de luces y sombras mientras navegaban. Durante un momento o dos no pude ver nada, pues la sombra de una nube oscurecía la iglesia de Santa María y todo lo que la rodeaba. Luego, cuando la nube pasó, pude ver las ruinas de la abadía; y a medida que avanzaba el borde de una estrecha franja de luz tan nítida como un corte de espada, la iglesia y el cementerio se hicieron gradualmente visibles. Cualquiera que fuese mi expectativa, no se vio defraudada, pues allí, en nuestro asiento favorito, la luz plateada de la luna golpeaba una figura medio reclinada, blanca como la nieve. La llegada de la nube fue demasiado rápida para que yo pudiera ver gran cosa, pues la sombra se cerró sobre la luz casi de inmediato; pero me pareció como si algo oscuro estuviera detrás del asiento donde brillaba la figura blanca y se inclinara sobre ella. No pude decir qué era, si hombre o bestia; no esperé a echar otro vistazo, sino que bajé volando las empinadas escaleras hasta el muelle y seguí por el mercado de pescado hasta el puente, que era la única manera de llegar al acantilado oriental. La ciudad parecía muerta, pues no vi ni un alma; me alegré de que así fuera, pues no quería testigos del estado de la pobre Lucy. El tiempo y la distancia parecían interminables, y me temblaban las rodillas y respiraba con dificultad mientras subía penosamente los interminables escalones hasta la abadía. Debía de ir muy deprisa y, sin embargo, me parecía como si tuviera los pies cargados de plomo y todas las articulaciones del cuerpo oxidadas. Cuando llegué casi a la cima pude ver el asiento y la figura blanca, pues ahora estaba lo bastante cerca para distinguirla incluso a través de los hechizos de las sombras. Sin duda había algo, largo y negro, inclinado sobre la figura blanca medio reclinada. Grité asustado: "¡Lucy! Lucy!" y algo levantó la cabeza, y desde donde yo estaba pude ver una cara blanca y unos ojos rojos y brillantes. Lucy no respondió y corrí hacia la entrada del cementerio. Al entrar, la iglesia se interpuso entre el asiento y yo, y durante un minuto aproximadamente la perdí de vista. Cuando volví a tenerla a la vista, la nube había pasado y la luz de la luna brillaba tan intensamente que pude ver a Lucy medio recostada con la cabeza sobre el respaldo del asiento. Estaba completamente sola y no había ni rastro de ningún ser vivo.
Cuando me incliné sobre ella, vi que seguía dormida. Tenía los labios entreabiertos y respiraba, no suavemente, como era habitual en ella, sino con jadeos largos y pesados, como si se esforzara por llenar los pulmones a cada respiración. Cuando me acerqué, levantó la mano en sueños y se ajustó el cuello del camisón a la garganta. Mientras lo hacía, se estremeció un poco, como si sintiera frío. Le eché por encima el cálido chal y le apreté los bordes alrededor del cuello, pues temía que el aire de la noche, desnuda como estaba, le causara un frío mortal. Temía despertarla de golpe, así que, para tener las manos libres y poder ayudarla, le sujeté el chal a la garganta con un gran imperdible; pero debí de ser torpe en mi ansiedad y la pellizqué o pinché con él, porque al poco rato, cuando su respiración se hizo más tranquila, volvió a llevarse la mano a la garganta y gimió. Cuando la envolví cuidadosamente, le puse los zapatos en los pies y empecé a despertarla con mucha suavidad. Al principio no respondió, pero poco a poco se fue inquietando cada vez más, gimiendo y suspirando de vez en cuando. Finalmente, como el tiempo pasaba rápidamente y, por muchas otras razones, deseaba llevarla a casa de inmediato, la sacudí con más fuerza, hasta que finalmente abrió los ojos y se despertó. No parecía sorprendida de verme, ya que, por supuesto, no se dio cuenta de inmediato de dónde estaba. Lucy siempre se despierta con elegancia, e incluso en aquel momento, cuando su cuerpo debía de estar helado por el frío y su mente algo consternada por despertarse sin ropa en un cementerio de noche, no perdió su gracia. Temblaba un poco y se aferraba a mí; cuando le dije que me acompañara enseguida a casa, se levantó sin decir palabra, con la obediencia de una niña. Mientras avanzábamos, la grava me lastimaba los pies, y Lucy me notó hacer una mueca de dolor. Se detuvo y quiso insistir en que me quitara los zapatos; pero no quise. Sin embargo, cuando llegamos al camino del cementerio, donde había un charco de agua que había quedado de la tormenta, me embadurné los pies de barro, usando cada pie a su vez sobre el otro, para que cuando volviéramos a casa nadie, en caso de que nos encontráramos con alguien, notara mis pies descalzos.
La fortuna nos favoreció y llegamos a casa sin encontrarnos con nadie. Una vez vimos a un hombre, que no parecía muy sobrio, pasar por una calle delante de nosotros; pero nos escondimos en una puerta hasta que hubo desaparecido por una abertura como las que hay aquí, pequeñas y empinadas cerradas, o "wynds", como las llaman en Escocia. Mi corazón latía tan fuerte todo el tiempo que a veces creía que iba a desmayarme. Estaba muy preocupada por Lucy, no sólo por su salud, por si sufría a causa de la exposición, sino también por su reputación en caso de que la historia se difundiera. Cuando llegamos, nos lavamos los pies y rezamos juntos una oración de agradecimiento, la metí en la cama. Antes de dormirse me pidió —incluso me suplicó— que no dijera ni una palabra a nadie, ni siquiera a su madre, sobre su aventura de sonámbula. Al principio dudé en prometérselo; pero al pensar en el estado de salud de su madre y en cómo la preocuparía el conocimiento de semejante cosa, y al pensar también en cómo una historia así podría distorsionarse —indefinitivamente podría distorsionarse— en caso de que se filtrara, pensé que era más prudente hacerlo. Espero haber hecho bien. He cerrado la puerta y tengo la llave atada a la muñeca, así que quizá no me vuelvan a molestar. Lucy duerme profundamente; el reflejo del amanecer está alto y lejos sobre el mar....

Mismo día, mediodía: —Todo va bien. Lucy durmió hasta que la desperté y parecía que ni siquiera se había cambiado de lado. La aventura de la noche no parece haberle hecho daño; al contrario, la ha beneficiado, pues esta mañana tiene mejor aspecto que hace semanas. Lamenté darme cuenta de que mi torpeza con el imperdible le había hecho daño. De hecho, podría haber sido grave, porque le perforé la piel de la garganta. Debí de pellizcarle un trozo de piel suelta y se lo traspasé, porque tenía dos puntitos rojos como pinchazos de alfiler, y en la cinta de su camisón había una gota de sangre. Cuando me disculpé y me preocupé por ello, ella se rió y me acarició, y dijo que ni siquiera lo había sentido. Afortunadamente no puede dejar cicatriz, ya que es muy pequeña.

El mismo día, por la noche: —Pasamos un día feliz. El aire era claro, el sol radiante y soplaba una brisa fresca. Fuimos a comer a Mulgrave Woods, la señora Westenra condujo por la carretera y Lucy y yo caminamos por el sendero del acantilado y nos reunimos con ella en la puerta. Yo misma me sentí un poco triste, pues no podía dejar de sentir lo absolutamente feliz que habría sido si Jonathan hubiera estado conmigo. Pero ¡ya está! Sólo debo ser paciente. Por la noche paseamos por la terraza del Casino, escuchamos buena música de Spohr y Mackenzie y nos fuimos pronto a la cama. Lucy parece más tranquila de lo que ha estado en mucho tiempo, y se durmió enseguida. Cerraré la puerta y aseguraré la llave igual que antes, aunque no espero ningún problema esta noche.

12 de agosto: —Mis expectativas eran erróneas, porque Lucy me despertó dos veces durante la noche intentando salir. Parecía un poco impaciente, incluso dormida, al ver la puerta cerrada, y volvió a la cama con una especie de protesta. Me desperté con el alba y oí el piar de los pájaros al otro lado de la ventana. Lucy también se despertó y, me alegró comprobarlo, estaba incluso mejor que la mañana anterior. Parecía haber recuperado toda su alegría de antaño, y vino, se acurrucó a mi lado y me habló de Arthur. Le conté lo preocupada que estaba por Jonathan, y ella trató de consolarme. Bueno, en cierto modo lo consiguió, porque, aunque la compasión no puede alterar los hechos, puede ayudar a hacerlos más soportables.

13 de agosto: —Otro día tranquilo y a la cama con la llave en la muñeca, como antes. De nuevo me desperté por la noche y encontré a Lucy sentada en la cama, aún dormida, señalando la ventana. Me levanté sin hacer ruido y, apartando la persiana, miré hacia fuera. Había una brillante luz de luna, y el suave efecto de la luz sobre el mar y el cielo, fundidos en un gran misterio silencioso, era de una belleza indescriptible. Entre la luz de la luna y yo revoloteaba un gran murciélago, yendo y viniendo en grandes círculos giratorios. Una o dos veces se acercó bastante, pero supongo que se asustó al verme y se alejó revoloteando por el puerto en dirección a la abadía. Cuando volví de la ventana, Lucy se había acostado de nuevo y dormía plácidamente. No volvió a moverse en toda la noche.

14 de agosto: —En East Cliff, leyendo y escribiendo todo el día. Lucy parece tan enamorada del lugar como yo, y es difícil alejarla de él cuando llega la hora de volver a casa para comer, tomar el té o cenar. Esta tarde ha hecho un comentario gracioso. Volvíamos a casa para cenar, habíamos llegado a lo alto de la escalinata que sube desde el muelle oeste y nos detuvimos a contemplar las vistas, como solemos hacer. El sol poniente, bajo en el cielo, se ocultaba detrás de Kettleness; la luz roja se proyectaba sobre el acantilado este y la vieja abadía, y parecía bañarlo todo con un hermoso resplandor rosado. Permanecimos en silencio un rato, y de pronto Lucy murmuró como para sí misma:—
"¡Sus ojos rojos otra vez! Son iguales". Fue una expresión tan extraña, a propósito de nada, que me sobresaltó. Me giré un poco para ver bien a Lucy sin que pareciese que la miraba fijamente, y vi que estaba medio ensoñada, con una extraña expresión en el rostro que no pude distinguir del todo; así que no dije nada, sino que seguí sus ojos. Parecía estar mirando hacia nuestro propio asiento, donde había una figura oscura sentada sola. Yo mismo me sobresalté un poco, pues por un instante me pareció que el desconocido tenía unos ojos grandes como llamas ardientes; pero una segunda mirada disipó la ilusión. La luz roja del sol brillaba en las ventanas de la iglesia de Santa María, detrás de nuestro asiento, y a medida que el sol descendía se producían suficientes cambios en la refracción y el reflejo como para que pareciera que la luz se movía. Llamé la atención de Lucy sobre el peculiar efecto, y se volvió ella misma con un sobresalto, pero parecía triste de todos modos; puede que estuviera pensando en aquella terrible noche allí arriba. Nunca hablamos de ello, así que no dije nada y nos fuimos a casa a cenar. Lucy tenía dolor de cabeza y se fue pronto a la cama. La vi dormida y salí yo también a dar un pequeño paseo; caminé por los acantilados hacia el oeste y estaba llena de dulce tristeza, pues pensaba en Jonathan. Al volver a casa —había entonces una brillante luz de luna, tan brillante que, aunque la fachada de nuestra parte del Crescent estaba en la sombra, todo podía verse bien— eché un vistazo a nuestra ventana y vi la cabeza de Lucy asomada. Pensé que tal vez me estaba buscando, así que abrí mi pañuelo y lo agité. Ella no se dio cuenta ni hizo ningún movimiento. Justo entonces, la luz de la luna se deslizó por un ángulo del edificio y la luz cayó sobre la ventana. Allí estaba Lucy, con la cabeza apoyada en el alféizar y los ojos cerrados. Estaba profundamente dormida, y junto a ella, sentado en el alféizar, había algo que parecía un pájaro de buen tamaño. Temí que le diera un escalofrío, así que subí corriendo, pero cuando entré en la habitación ella estaba volviendo a su cama, profundamente dormida y respirando con dificultad; se llevaba la mano a la garganta, como para protegerse del frío.
No la he despertado, sino que la he arropado bien; he tenido cuidado de que la puerta estuviera cerrada y la ventana bien sujeta.
Tiene un aspecto tan dulce mientras duerme, pero está más pálida de lo que acostumbra y sus ojos tienen una expresión demacrada que no me gusta. Temo que esté preocupada por algo. Me gustaría saber de qué se trata.

15 de agosto: —Rose más tarde de lo habitual. Lucy estaba lánguida y cansada, y siguió durmiendo después de que nos llamaran. Tuvimos una feliz sorpresa en el desayuno. El padre de Arthur está mejor y quiere que la boda se celebre pronto. Lucy está llena de tranquila alegría, y su madre se alegra y lamenta a la vez. Más tarde me contó la causa. Le apena perder a Lucy como si fuera suya, pero se alegra de que pronto vaya a tener a alguien que la proteja. ¡Pobre y dulce dama! Me ha confiado que tiene su sentencia de muerte. No se lo ha dicho a Lucy, y me ha hecho prometerle que guardará el secreto; su médico le ha dicho que dentro de pocos meses, como mucho, morirá, pues su corazón se está debilitando. En cualquier momento, incluso ahora, un choque repentino la mataría casi con seguridad. Ah, hicimos bien en ocultarle el asunto de la terrible noche del sonambulismo de Lucy.

17 de agosto: —Dos días enteros sin diario. No me he animado a escribir. Parece que una especie de sombra se cierne sobre nuestra felicidad. No hay noticias de Jonathan, y Lucy parece debilitarse cada vez más, mientras las horas de su madre se acercan a su fin. No entiendo por qué Lucy se desvanece como lo está haciendo. Come bien y duerme bien, y disfruta del aire fresco; pero todo el tiempo las rosas de sus mejillas se van apagando, y cada día está más débil y lánguida; por la noche la oigo jadear como si le faltara el aire. Por la noche, la oigo jadear como si quisiera respirar. Llevo la llave de la puerta siempre puesta en la muñeca, pero ella se levanta, se pasea por la habitación y se sienta junto a la ventana abierta. Anoche la encontré asomada cuando me desperté, y cuando intenté despertarla no pude; estaba desmayada. Cuando conseguí reanimarla estaba tan débil como el agua, y lloraba en silencio entre largos y dolorosos forcejeos por respirar. Cuando le pregunté cómo había llegado hasta la ventana, negó con la cabeza y se dio la vuelta. Confío en que su malestar no se deba al desafortunado pinchazo del imperdible. Acabo de mirarle la garganta mientras dormía, y las pequeñas heridas no parecen haber cicatrizado. Siguen abiertas y, en todo caso, son más grandes que antes, y sus bordes son ligeramente blancos. Son como puntitos blancos con el centro rojo. Si no se curan en uno o dos días, insistiré en que las vea el médico.

Carta, Samuel F. Billington & Son, Solicitors, Whitby, a Messrs. Carter, Paterson & Co., Londres.

"17 de Agosto.

"Estimados señores,—

"Por la presente les remito factura de mercancías enviadas por Great Northern Railway. Los mismos deben ser entregados en Carfax, cerca de Purfleet, inmediatamente después de su recepción en la estación de mercancías de King's Cross. La casa está vacía, pero se adjuntan las llaves, todas etiquetadas.
"Por favor, deposite las cajas, cincuenta en número, que forman el envío, en el edificio parcialmente en ruinas que forma parte de la casa y que está marcado como 'A' en el diagrama adjunto. Su agente reconocerá fácilmente el lugar, ya que se trata de la antigua capilla de la mansión. La mercancía saldrá en tren esta noche a las 9:30 y llegará a King's Cross mañana a las 4:30 de la tarde. Como nuestro cliente desea que la entrega se haga lo antes posible, le agradeceremos que tenga equipos preparados en King's Cross a la hora indicada y que transporten inmediatamente la mercancía a su destino. Con el fin de evitar posibles retrasos debidos a requisitos rutinarios de pago en sus departamentos, adjuntamos a la presente un cheque por valor de diez libras (£10), del que acusamos recibo. Si el importe es inferior a esta cantidad, puede devolver el resto; si es superior, le enviaremos inmediatamente un cheque por la diferencia en cuanto tengamos noticias suyas. Deje las llaves a la salida en el vestíbulo principal de la casa, donde el propietario podrá recogerlas al entrar con su duplicado.
"Le ruego que no considere que nos excedemos de los límites de la cortesía profesional al presionarle para que actúe con la mayor celeridad.

"Lo hacemos, queridos señores,
"fielmente suyos,
"Samuel F. Billington & Son."

Carta, Messrs. Carter, Paterson & Co., Londres, a Messrs. Billington & Son, Whitby.

"21 de Agosto.

"Estimados señores,—
"Rogamos acusar recibo de £10 y devolver cheque £1 17s. 9d, cantidad de excedente, como se muestra en la cuenta de recibos adjunta. Las mercancías se entregan de acuerdo con las instrucciones, y las llaves se dejan en el paquete en el vestíbulo principal, como se indica.

"Somos, estimados señores,
"Atentamente.
"Pro Carter, Paterson & Co."

Diario de Mina Murray.

18 de agosto: —Hoy estoy feliz y escribo sentada en el patio de la iglesia. Lucy está mucho mejor. Anoche durmió bien toda la noche y no me molestó ni una sola vez. Parece que las rosas ya han vuelto a sus mejillas, aunque sigue tristemente pálida y de aspecto apagado. Si estuviera anémica, lo entendería, pero no lo está. Está de buen humor y llena de vida y alegría. Toda la reticencia mórbida parece haber desaparecido de ella, y acaba de recordarme, como si yo necesitara que me lo recordaran, aquella noche, y que fue aquí, en este mismo asiento, donde la encontré dormida. Mientras me lo contaba, dio unos golpecitos juguetones con el tacón de la bota sobre la losa de piedra y dijo:—
"¡Mis pobres piececitos no hacían mucho ruido entonces! Me atrevería a decir que el pobre señor Swales me habría dicho que era porque no quería despertar a Geordie". Como estaba de un humor tan comunicativo, le pregunté si había soñado algo aquella noche. Antes de que contestara, se le dibujó en la frente esa mirada dulce y fruncida que Arthur —yo le llamo Arthur por su costumbre— dice que le encanta; y, la verdad, no me extraña que así sea. Luego prosiguió medio soñando, como si tratara de recordárselo a sí misma.
"No soñé del todo, pero todo me pareció real. Sólo quería estar aquí, en este sitio, no sé por qué, porque tenía miedo de algo, no sé de qué. Recuerdo, aunque supongo que estaba dormido, que pasé por las calles y por el puente. Un pez saltó a mi paso, y me incliné para mirarlo, y oí aullar a un montón de perros —toda la ciudad parecía estar llena de perros aullando a la vez— mientras subía las escaleras. Luego tuve un vago recuerdo de algo alargado y oscuro, con ojos rojos, como los que vemos al atardecer, y algo muy dulce y muy amargo a la vez a mi alrededor; y luego me pareció hundirme en profundas aguas verdes, y oí un canto en los oídos, como he oído que oyen los hombres que se ahogan; y luego todo pareció desaparecer de mí; mi alma pareció salirse de mi cuerpo y flotar por el aire. Creo recordar que una vez el Faro del Oeste estaba justo debajo de mí, y entonces tuve una especie de sensación agónica, como si hubiera sufrido un terremoto, y al volver te encontré sacudiendo mi cuerpo. Te vi hacerlo antes de sentirte".
Entonces se echó a reír. Me pareció un poco extraño y la escuché sin aliento. No me gustó del todo y pensé que era mejor no mantenerla ocupada con el tema, así que pasamos a otros asuntos y Lucy volvió a ser la de antes. Cuando llegamos a casa, la brisa la había animado y sus pálidas mejillas estaban más sonrosadas. Su madre se alegró mucho cuando la vio y todos pasamos una tarde muy feliz.

19 de agosto: —Alegría, alegría, alegría, aunque no todo es alegría. Por fin noticias de Jonathan. El querido amigo ha estado enfermo; por eso no me ha escrito. No temo pensarlo ni decirlo, ahora que lo sé. El Sr. Hawkins me envió la carta, y se escribió a sí mismo, oh, tan amablemente. Tengo que irme por la mañana e ir a ver a Jonathan, ayudar a cuidarlo si es necesario y traerlo a casa. El señor Hawkins dice que no estaría mal que nos casáramos allí. He llorado sobre la carta de la buena hermana hasta sentirla húmeda contra mi pecho, donde reposa. Es de Jonathan, y debe estar junto a mi corazón, porque él está en mi corazón. Mi viaje está todo planeado y mi equipaje listo. Sólo me llevo una muda; Lucy llevará mi baúl a Londres y lo guardará hasta que yo lo mande a buscar, pues puede ser que... No debo escribir más; debo guardarlo para decírselo a Jonathan, mi marido. La carta que él ha visto y tocado debe consolarme hasta que nos encontremos.

Carta, Hermana Agatha, Hospital de San José y Santa María, Buda—Pesth, a la Srta. Wilhelmina Murray.

"12 de Agosto.

"Querida Señora,—
"Le escribo por deseo del Sr. Jonathan Harker, que no tiene fuerzas para escribir, aunque progresa bien, gracias a Dios y a San José y Santa María. Ha estado bajo nuestro cuidado durante casi seis semanas, aquejado de una violenta fiebre cerebral. Desea que le transmita su afecto, y que le diga que por este medio escribo en su nombre al Sr. Peter Hawkins, de Exeter, para decirle, con sus respetos, que lamenta su retraso, y que todo su trabajo está terminado. Necesitará unas semanas de descanso en nuestro sanatorio de las colinas, pero luego regresará. Desea que le diga que no lleva suficiente dinero y que le gustaría pagar su estancia aquí, para que no falte ayuda a otros que la necesiten.

"Créame,
"Suyo, con simpatía y todas las bendiciones,
"Hermana Agatha.

"P.D. — Estando mi paciente dormido, abro esto para hacerle saber algo más. Me ha contado todo sobre usted, y que pronto será su esposa. Bendiciones para los dos. Ha sufrido una terrible conmoción, según dice nuestro médico, y en su delirio sus desvaríos han sido espantosos: de lobos, veneno y sangre, de fantasmas y demonios, y temo decir de qué. Tenga siempre cuidado con él para que no haya nada que lo excite de este modo durante mucho tiempo; las huellas de una enfermedad como la suya no desaparecen a la ligera. Tendríamos que haber escrito hace mucho tiempo, pero no sabíamos nada de sus amigos, y no había nada en él que nadie pudiera entender. Llegó en el tren de Klausenburg, y el jefe de la estación informó al guarda de que se había precipitado a la estación pidiendo a gritos un billete para casa. Viendo por su actitud violenta que era inglés, le dieron un billete para la estación más lejana a la que llegaba el tren.
"Tengan la seguridad de que está bien cuidado. Se ha ganado todos los corazones por su dulzura y gentileza. Se está recuperando muy bien y no dudo de que en pocas semanas volverá a ser él mismo. Pero tened cuidado de él por su seguridad. Le ruego a Dios, a San José y a Santa María que os deparen muchos, muchos años felices".

Diario del Dr. Seward.

19 de agosto: —Extraño y repentino cambio en Renfield anoche. Hacia las ocho empezó a excitarse y a olisquear como lo hace un perro cuando se pone. Al encargado le llamó la atención su actitud y, conociendo mi interés por él, le animó a hablar. Suele ser respetuoso con el cuidador y a veces servil; pero esta noche, según me ha dicho el hombre, estaba bastante altanero. No se dignaba hablar con él en absoluto. Todo lo que decía era:—
"No quiero hablar contigo: ahora no cuentas; el Maestro está cerca".
El asistente cree que se ha apoderado de él alguna forma repentina de manía religiosa. Si es así, debemos estar atentos a las borrascas, pues un hombre fuerte con manía homicida y religiosa a la vez podría ser peligroso. La combinación es terrible. A las nueve lo visité yo mismo. Su actitud hacia mí era la misma que hacia el asistente; en su sublime sentimiento de sí mismo, la diferencia entre yo y el asistente le parecía nada. Parece una manía religiosa, y pronto pensará que él mismo es Dios. Estas distinciones infinitesimales entre hombre y hombre son demasiado insignificantes para un Ser Omnipotente. ¡Cómo se delatan estos locos! El verdadero Dios se cuida de que no caiga un gorrión; pero el Dios creado por la vanidad humana no ve ninguna diferencia entre un águila y un gorrión. ¡Oh, si los hombres lo supieran!
Durante media hora o más Renfield siguió excitándose cada vez más. Yo no fingía vigilarlo, pero, de todos modos, lo observaba estrictamente. De pronto apareció en sus ojos esa mirada temblorosa que vemos siempre cuando un loco se ha apoderado de una idea, y con ella el movimiento tembloroso de la cabeza y la espalda que los asistentes al asilo conocen tan bien. Se quedó muy tranquilo, se sentó en el borde de la cama con resignación y miró al vacío con ojos sin brillo. Pensé en averiguar si su apatía era real o sólo supuesta, y traté de inducirle a hablar de sus animales domésticos, un tema que nunca había dejado de excitar su atención. Al principio no me contestó, pero al final dijo en tono de protesta:—
"¡Que se fastidien todos! Me importan un bledo".
"¿Qué? le dije. "¿No querrás decirme que no te importan las arañas?". (Las arañas son actualmente su afición y el cuaderno se está llenando de columnas de figuritas). A esto respondió enigmáticamente:—
"Las doncellas alegran los ojos que esperan la llegada de la novia; pero cuando la novia se acerca, entonces las doncellas no brillan para los ojos que están llenos".
No quiso explicarse, sino que permaneció obstinadamente sentado en su cama todo el tiempo que permanecí con él.
Esta noche estoy cansado y bajo de ánimo. No puedo dejar de pensar en Lucy y en lo diferentes que podrían haber sido las cosas. Si no duermo enseguida, cloral, el moderno Morfeo—C2HCl3O. ¡H2O! Debo tener cuidado de que no se convierta en un hábito. ¡No, no tomaré nada esta noche! He pensado en Lucy, y no la deshonraré mezclando las dos cosas. Si es necesario, esta noche no dormiré. ....

Más tarde: —Me alegré de haber tomado la decisión y me alegré aún más de haberla mantenido. Me había quedado dando vueltas y sólo había oído el reloj dar dos campanadas, cuando vino a verme el vigilante nocturno, enviado desde la sala, para decirme que Renfield se había escapado. Me puse la ropa y bajé corriendo; mi paciente es una persona demasiado peligrosa para andar por ahí. Esas ideas suyas podrían resultar peligrosas con extraños. El encargado me estaba esperando. Dijo que le había visto hacía menos de diez minutos, aparentemente dormido en su cama, cuando había mirado a través de la trampilla de observación de la puerta. Llamó su atención el ruido de la ventana al ser arrancada. Volvió corriendo y vio que sus pies desaparecían por la ventana, y enseguida me mandó llamar. Sólo llevaba puesto el traje de dormir, y no podía estar muy lejos. El vigilante pensó que sería más útil mirar por dónde iba que seguirlo, ya que podría perderlo de vista mientras salía del edificio por la puerta. Es un hombre corpulento y no podía pasar por la ventana. Yo soy delgado, así que, con su ayuda, salí, pero con los pies por delante y, como estábamos a pocos metros del suelo, aterricé ileso. El ayudante me dijo que el paciente se había ido hacia la izquierda y había tomado una línea recta, así que corrí tan rápido como pude. Al atravesar el cinturón de árboles vi una figura blanca que escalaba el alto muro que separa nuestros terrenos de los de la casa desierta.
Volví corriendo de inmediato, le dije al vigilante que consiguiera tres o cuatro hombres de inmediato y me siguieran hasta los terrenos de Carfax, por si nuestro amigo pudiera ser peligroso. Yo mismo cogí una escalera y, cruzando el muro, me dejé caer al otro lado. Pude ver la figura de Renfield desapareciendo tras el ángulo de la casa, así que corrí tras él. En el otro extremo de la casa lo encontré apretado contra la vieja puerta de roble forrada de hierro de la capilla. Hablaba, al parecer, con alguien, pero temí acercarme lo bastante para oír lo que decía, no fuera a ser que lo asustara y saliera corriendo. Perseguir a un enjambre de abejas errantes no es nada comparado con seguir a un lunático desnudo, cuando le da por escapar. Al cabo de unos minutos, sin embargo, vi que no se fijaba en nada de lo que le rodeaba, y me aventuré a acercarme a él, tanto más cuanto que mis hombres habían cruzado el muro y le estaban cercando. Le oí decir
"Estoy aquí para cumplir tus órdenes, amo. Soy tu esclavo y me recompensarás, pues te seré fiel. Te he adorado durante mucho tiempo y desde lejos. Ahora que estás cerca, espero Tus órdenes, y no pasarás de largo, ¿verdad, querido Maestro, en Tu distribución de bienes?".
De todos modos es un viejo mendigo egoísta. Piensa en los panes y los peces incluso cuando cree estar en una Presencia Real. Sus manías hacen una combinación sorprendente. Cuando nos acercamos a él, luchó como un tigre. Es inmensamente fuerte, pues se parecía más a una bestia salvaje que a un hombre. Nunca había visto a un lunático en semejante paroxismo de ira, y espero no volver a verlo. Es una suerte que hayamos descubierto su fuerza y su peligro a tiempo. Con una fuerza y una determinación como las suyas, podría haber hecho un trabajo salvaje antes de ser enjaulado. En cualquier caso, ahora está a salvo. El propio Jack Sheppard no pudo liberarse del chaleco de fuerza que lo mantiene sujeto, y está encadenado a la pared en la habitación acolchada. Sus gritos son a veces terribles, pero los silencios que siguen son aún más mortíferos, porque su intención es asesinar en cada giro y movimiento.
Acaba de pronunciar palabras coherentes por primera vez:—
"Tendré paciencia, amo. Ya viene, ya viene, ya viene".
Entendí la indirecta y vine también. Estaba demasiado excitado para dormir, pero este diario me ha tranquilizado y creo que esta noche podré conciliar el sueño.


CAPÍTULO IX

Carta de Mina Harker a Lucy Westenra.

"Buda—Pesth, 24 de agosto.

"Mi queridísima Lucy,—
"Sé que estarás ansiosa por saber todo lo que ha pasado desde que nos separamos en la estación de tren de Whitby. Bueno, querida, llegué bien a Hull, cogí el barco a Hamburgo y luego el tren hasta aquí. Creo que apenas recuerdo nada del viaje, excepto que sabía que venía a ver a Jonathan y que, como tendría que hacer de enfermera, era mejor que durmiera todo lo que pudiera..... Encontré a mi querido, tan delgado, pálido y débil. Toda la resolución ha desaparecido de sus queridos ojos, y esa tranquila dignidad que te dije que había en su rostro se ha desvanecido. No es más que una ruina de sí mismo, y no recuerda nada de lo que le ha sucedido desde hace mucho tiempo. Al menos, quiere que yo lo crea, y nunca se lo preguntaré. Ha sufrido una conmoción terrible y temo que su pobre cerebro se ponga a prueba si intenta recordarlo. La hermana Agatha, que es una buena criatura y una enfermera nata, me dice que deliraba de cosas espantosas mientras estaba fuera de sí. Quise que me dijera de qué se trataba, pero sólo se persignó y dijo que nunca lo diría; que los desvaríos de los enfermos eran secretos de Dios, y que si una enfermera por vocación los oía, debía respetar su confianza. Ella es un alma dulce y buena, y al día siguiente, cuando vio que yo estaba preocupada, volvió a sacar el tema, y después de decir que nunca podría mencionar lo que mi pobre querido deliraba, añadió: "Puedo decirte esto, querida: que no se trataba de nada que él mismo haya hecho mal; y tú, como su futura esposa, no tienes por qué preocuparte. No se ha olvidado de ti ni de lo que te debe. Su temor era por cosas grandes y terribles, que ningún mortal puede tratar'. Creo que el alma querida pensó que yo podría estar celosa por si mi pobre amado se hubiera enamorado de cualquier otra muchacha. ¡La idea de que yo estuviera celosa de Jonathan! Y sin embargo, querida, déjame susurrarte, sentí un estremecimiento de alegría al saber que ninguna otra mujer era causa de problemas. Ahora estoy sentada junto a su cama, donde puedo verle la cara mientras duerme. Se está despertando...
"Cuando se despertó me pidió su abrigo, pues quería sacar algo del bolsillo; se lo pedí a Sor Ágata, y ella trajo todas sus cosas. Vi que entre ellas estaba su cuaderno de notas, e iba a pedirle que me dejara echarle un vistazo —porque entonces supe que podría encontrar alguna pista sobre su problema—, pero supongo que debió ver mi deseo en mis ojos, porque me mandó a la ventana, diciendo que quería estar solo un momento. Luego me llamó, y cuando volví, tenía la mano sobre el cuaderno y me dijo muy solemnemente
"Wilhelmina —entonces supe que hablaba muy en serio, pues nunca me había llamado por ese nombre desde que me pidió que me casara con él—, ya sabes, querida, lo que pienso de la confianza entre marido y mujer: no debe haber secretos ni ocultaciones. He tenido una gran conmoción, y cuando trato de pensar en lo que es siento que la cabeza me da vueltas, y no sé si todo ha sido real o el sueño de un loco. Sabes que he tenido fiebre cerebral, y eso es estar loco. El secreto está aquí, y no quiero saberlo. Quiero retomar mi vida aquí, con nuestro matrimonio'. Porque, querida, habíamos decidido casarnos en cuanto terminaran las formalidades. '¿Estás dispuesta, Wilhelmina, a compartir mi ignorancia? Aquí está el libro. Tómalo y guárdalo, léelo si quieres, pero nunca me lo hagas saber; a menos que, de hecho, algún deber solemne me obligue a volver a las amargas horas, dormido o despierto, cuerdo o loco, aquí registradas'. Cayó exhausto, puse el libro bajo su almohada y lo besé. He pedido a la Hermana Agatha que ruegue a la Superiora que permita que nuestra boda sea esta tarde, y estoy esperando su respuesta....

"Ha venido y me ha dicho que han mandado llamar al capellán de la iglesia de la misión inglesa. Nos casaremos dentro de una hora, o tan pronto como Jonathan se despierte....

"Lucy, la hora ha llegado y se ha ido. Me siento muy solemne, pero muy, muy feliz. Jonathan se despertó poco después de la hora, todo estaba listo y se sentó en la cama, apoyado con almohadas. Respondió a su "sí, quiero" con firmeza y fuerza. Yo apenas podía hablar; mi corazón estaba tan lleno que incluso aquellas palabras parecían ahogarme. Las queridas hermanas fueron tan amables. Por favor Dios, nunca, nunca las olvidaré, ni las graves y dulces responsabilidades que he tomado sobre mí. Debo hablaros de mi regalo de bodas. Cuando el capellán y las hermanas me dejaron a solas con mi esposo —oh, Lucy, es la primera vez que escribo las palabras "mi esposo"—, me dejaron a solas con mi esposo, tomé el libro de debajo de su almohada, lo envolví en papel blanco y lo até con un pedacito de cinta azul pálido que llevaba alrededor del cuello, y lo sellé sobre el nudo con lacre, y como sello usé mi anillo de bodas. Luego lo besé y se lo enseñé a mi marido, y le dije que lo guardaría así, y que entonces sería para nosotros una señal externa y visible durante toda nuestra vida de que confiábamos el uno en el otro; que nunca lo abriría a menos que fuera por su propio y querido bien o por algún severo deber. Entonces tomó mi mano entre las suyas y, Lucy, era la primera vez que tomaba la mano de su esposa, y dijo que era lo más querido de todo el mundo, y que volvería a pasar por todo el pasado para ganarla, si fuera necesario. El pobre quiso decir una parte del pasado, pero todavía no puede pensar en el tiempo, y no me extrañaría que al principio confundiera no sólo el mes, sino también el año.
"Bueno, querida, ¿qué podía decir? Sólo podía decirle que era la mujer más feliz de todo el ancho mundo, y que no tenía nada que darle excepto a mí misma, mi vida y mi confianza, y que con ellas iba mi amor y mi deber para todos los días de mi vida. Y, querida, cuando me besó y me atrajo hacia él con sus pobres y débiles manos, fue como un solemne compromiso entre nosotros: ....
"Lucy querida, ¿sabes por qué te cuento todo esto? No es sólo porque me resulte tierno, sino porque tú me has sido y me eres muy querida. Tuve el privilegio de ser tu amigo y guía cuando saliste de la escuela para prepararte para el mundo de la vida. Quiero que veas ahora, y con los ojos de una esposa muy feliz, adónde me ha llevado el deber; para que en tu propia vida matrimonial tú también seas tan feliz como yo. Querida mía, quiera Dios todopoderoso que tu vida sea todo lo que promete: un largo día de sol, sin viento áspero, sin olvido del deber, sin desconfianza. No debo desearte que no sufras, porque eso nunca podrá ser; pero espero que seas siempre tan feliz como yo lo soy ahora. Adiós, querida. Enviaré esto enseguida y, tal vez, vuelva a escribirte muy pronto. Debo detenerme, pues Jonathan se está despertando. ¡Debo atender a mi marido!

"Tu siempre cariñosa
"Mina Harker."

Carta, Lucy Westenra a Mina Harker.

"Whitby, 30 de agosto.

"Mi queridísima Mina,—
"Océanos de amor y millones de besos, y que pronto estés en tu propia casa con tu marido. Ojalá pudieras volver pronto a casa para quedarte con nosotros aquí. El aire fuerte restauraría pronto a Jonathan; a mí me ha restaurado bastante. Tengo apetito de cormorán, estoy llena de vida y duermo bien. Te alegrará saber que he dejado de caminar mientras dormía. Creo que llevo una semana sin levantarme de la cama, y eso que una vez me metí en ella por la noche. Arthur dice que estoy engordando. Por cierto, olvidé decirte que Arthur está aquí. Damos paseos en coche, montamos a caballo, remamos, jugamos al tenis y pescamos juntos, y le quiero más que nunca. Él me dice que me quiere más, pero yo lo dudo, porque al principio me dijo que no podía quererme más que entonces. Pero eso son tonterías. Ahí está, llamándome. Así que nada más por ahora de tu amor

"Lucy.

"P.D.: Mamá te manda recuerdos. Parece que está mejor, pobrecita.
"P. P. S.: —Nos casaremos el 28 de septiembre."

Diario del Dr. Seward.

El caso de Renfield se vuelve aún más interesante. Ahora se ha calmado tanto que hay rachas de cese de su pasión. Durante la primera semana después de su ataque fue perpetuamente violento. Luego, una noche, al salir la luna, se calmó y murmuró para sí mismo: "Ahora puedo esperar; ahora puedo esperar". El celador vino a avisarme, así que bajé inmediatamente a echarle un vistazo. Seguía con la bata de fuerza y en la habitación acolchada, pero había desaparecido de su rostro la expresión sofocada, y sus ojos tenían algo de su antigua suavidad suplicante, casi podría decir "encogida". Me di por satisfecho con su estado y ordené que le dieran el relevo. Los asistentes dudaron, pero finalmente cumplieron mis deseos sin protestar. Fue extraño que el paciente tuviera el humor suficiente para darse cuenta de su desconfianza, porque, acercándose a mí, dijo en un susurro, sin dejar de mirarlos furtivamente:—
"Creen que puedo hacerte daño. ¡Imagínate que te hago daño! Qué tontos".
De algún modo, me tranquilizaba encontrarme disociado de los demás, incluso en la mente de este pobre loco; pero, de todos modos, no sigo su pensamiento. ¿Debo entender que tengo algo en común con él, de modo que, por así decirlo, debemos estar juntos; o tiene que obtener de mí algún bien tan estupendo que mi bienestar le sea necesario? Debo averiguarlo más tarde. Esta noche no hablará. Ni siquiera la oferta de un gatito o de un gato adulto le tienta. Sólo dirá: "No me interesan los gatos. Ahora tengo más en qué pensar, y puedo esperar; puedo esperar".
Al cabo de un rato le dejé. El asistente me dice que estuvo tranquilo hasta poco antes del amanecer, y que entonces empezó a ponerse inquieto, y al final violento, hasta que por fin cayó en un paroxismo que lo agotó de tal manera que se desmayó en una especie de coma.

... Tres noches ha sucedido lo mismo: violento todo el día y luego tranquilo desde la salida de la luna hasta el amanecer. Ojalá pudiera obtener alguna pista sobre la causa. Casi parecería como si hubiera alguna influencia que fuera y viniera. ¡Feliz pensamiento! Esta noche jugaremos a ser cuerdos contra locos. Escapó antes sin nuestra ayuda; esta noche escapará con ella. Le daremos una oportunidad, y tendremos a los hombres listos para seguirle en caso de que sean requeridos....

23 de agosto: —"Lo inesperado siempre sucede". Qué bien conocía Disraeli la vida. Nuestro pájaro, cuando encontró la jaula abierta, no voló, así que todos nuestros sutiles arreglos fueron en vano. En cualquier caso, hemos demostrado una cosa: que los periodos de tranquilidad duran un tiempo razonable. En el futuro podremos aliviar sus ataduras durante unas horas cada día. He dado órdenes al encargado nocturno de encerrarlo en la habitación acolchada, una vez que esté tranquilo, hasta una hora antes del amanecer. El cuerpo de la pobre alma disfrutará del alivio aunque su mente no pueda apreciarlo. ¡Oigan! ¡Otra vez lo inesperado! Me llaman; el paciente se ha escapado una vez más.

Más tarde: —Otra aventura nocturna. Renfield esperó hábilmente a que el asistente entrara en la habitación para inspeccionar. Entonces salió corriendo y voló por el pasadizo. Avisé a los asistentes que lo siguieran. De nuevo se adentró en los terrenos de la casa desierta, y lo encontramos en el mismo lugar, apretado contra la puerta de la vieja capilla. Cuando me vio se puso furioso, y si los asistentes no le hubieran agarrado a tiempo, habría intentado matarme. Mientras le reteníamos ocurrió algo extraño. De repente redobló sus esfuerzos y luego se calmó. Miré instintivamente a mi alrededor, pero no veía nada. Entonces capté la mirada del paciente y la seguí, pero no pude rastrear nada mientras miraba al cielo iluminado por la luna, excepto un gran murciélago que aleteaba silenciosa y fantasmagóricamente hacia el oeste. Los murciélagos suelen dar vueltas y revolotear, pero éste parecía seguir recto, como si supiera adónde se dirigía o tuviera alguna intención propia. El paciente se tranquilizaba a cada instante, y en seguida dijo:—
"No hace falta que me atéis; me iré tranquilamente". Sin problemas regresamos a la casa. Siento que hay algo siniestro en su calma, y no olvidaré esta noche....

Diario de Lucy Westenra

Hillingham, 24 de agosto —Debo imitar a Mina y seguir anotando cosas. Así podremos hablar largo y tendido cuando nos veamos. Me pregunto cuándo será. Desearía que estuviera conmigo de nuevo, porque me siento tan infeliz. Anoche me pareció volver a soñar igual que en Whitby. Tal vez sea el cambio de aire, o volver a casa. Todo es oscuro y horrible para mí, pues no recuerdo nada; pero estoy llena de un vago temor y me siento muy débil y agotada. Cuando Arthur vino a almorzar parecía muy apenado al verme, y yo no tenía ánimos para intentar alegrarme. Me pregunto si podría dormir en la habitación de mamá esta noche. Me inventaré una excusa y lo intentaré.
25 de agosto: otra mala noche. Parece que mi madre no ha aceptado mi propuesta. No parece estar muy bien, y sin duda teme preocuparme. Intenté mantenerme despierto y lo conseguí durante un rato, pero cuando el reloj dio las doce me despertó de un sopor, así que debí de quedarme dormido. Hubo una especie de arañazos o aleteos en la ventana, pero no le di importancia, y como no recuerdo nada más, supongo que entonces debí de quedarme dormido. Más pesadillas. Ojalá pudiera recordarlos. Esta mañana estoy horriblemente débil. Tengo la cara horriblemente pálida y me duele la garganta. Debe de ser algo malo en mis pulmones, porque parece que nunca tomo suficiente aire. Intentaré animarme cuando venga Arthur, o sé que se sentirá muy mal al verme así.

Carta, Arthur Holmwood al Dr. Seward.

"Hotel Albemarle, 31 de agosto.

"Mi querido Jack,—
"Quiero que me hagas un favor. Lucy está enferma; es decir, no tiene ninguna enfermedad especial, pero tiene un aspecto horrible, y está empeorando cada día. Le he preguntado si hay alguna causa; no me atrevo a preguntarle a su madre, porque perturbar la mente de la pobre señora acerca de su hija en su actual estado de salud sería fatal. La Sra. Westenra me ha confiado que su destino está decidido —enfermedad del corazón—, aunque la pobre Lucy aún no lo sabe. Estoy segura de que algo se cierne sobre la mente de mi querida niña. Casi me distraigo cuando pienso en ella; mirarla me produce una punzada. Le dije que te pediría que la vieras, y aunque al principio se mostró reticente —ya sé por qué, viejo amigo—, al final consintió. Será una tarea dolorosa para ti, lo sé, viejo amigo, pero es por su bien, y no debo dudar en pedírtelo, ni tú en actuar. Vendrás a comer a Hillingham mañana a las dos, para no despertar sospechas en la señora Westenra, y después de comer Lucy aprovechará para estar a solas contigo. Vendré a tomar el té y podremos irnos juntas; estoy llena de ansiedad y quiero consultarlo contigo a solas tan pronto como pueda después de que la hayas visto. ¡No falles!

"Arthur."

Telegrama, Arthur Holmwood a Seward.

"1 de septiembre.

"Me han llamado para ver a mi padre, que está peor. Estoy escribiendo. Escríbeme completo por correo esta noche a Ring. Envíame un telegrama si es necesario".

Carta del Dr. Seward a Arthur Holmwood.

"2 de septiembre.

"Mi querido amigo,—
"Con respecto a la salud de la señorita Westenra me apresuro a hacerle saber de inmediato que, en mi opinión, no existe ninguna alteración funcional ni ningún malestar que yo conozca. Al mismo tiempo, no estoy en absoluto satisfecho con su aspecto; es lamentablemente diferente de lo que era la última vez que la vi. Por supuesto, debe tener en cuenta que no he tenido la oportunidad de examinarla como hubiera deseado; nuestra amistad crea una pequeña dificultad que ni siquiera la ciencia médica o la costumbre pueden superar. Será mejor que le cuente exactamente lo que sucedió, dejándole que saque, en cierta medida, sus propias conclusiones. Luego diré lo que he hecho y me propongo hacer.
"Encontré a la señorita Westenra aparentemente alegre. Su madre estaba presente, y en pocos segundos me hice a la idea de que estaba haciendo todo lo que sabía para engañar a su madre y evitar que se preocupara. No me cabe duda de que ella adivina, si es que no lo sabe, la necesidad de ser precavida. Almorzamos solas, y como todas nos esforzamos por estar alegres, conseguimos, como una especie de recompensa por nuestros esfuerzos, que hubiera entre nosotras un poco de verdadera alegría. Luego la Sra. Westenra fue a acostarse y Lucy se quedó conmigo. Fuimos a su alcoba, y hasta que llegamos allí su alegría permaneció, pues los criados iban y venían. Sin embargo, en cuanto se cerró la puerta, se le cayó la máscara de la cara, se hundió en una silla con un gran suspiro y se tapó los ojos con la mano. Cuando vi que su buen humor había decaído, aproveché su reacción para hacer un diagnóstico. Me dijo muy dulcemente
"No sabe cuánto detesto hablar de mí misma'. Le recordé que la confianza de un médico era sagrada, pero que usted estaba muy preocupado por ella. Entendió enseguida lo que quería decir y zanjó el asunto en una palabra. Dígale a Arthur todo lo que quiera. No me preocupo por mí, sino por él". Así que soy libre.
"Pude ver fácilmente que está algo desangrada, pero no pude ver los signos anémicos habituales, y por casualidad pude comprobar la calidad de su sangre, porque al abrir una ventana que estaba rígida cedió una cuerda y ella se cortó ligeramente la mano con un cristal roto. Fue un asunto leve en sí mismo, pero me dio una oportunidad evidente, y conseguí unas gotas de sangre y las he analizado. El análisis cualitativo da una condición bastante normal, y muestra, debo inferir, en sí mismo un vigoroso estado de salud. En otras cuestiones físicas estaba bastante satisfecho de que no hubiera necesidad de ansiedad; pero como debe haber una causa en alguna parte, he llegado a la conclusión de que debe ser algo mental. Se queja de dificultad para respirar satisfactoriamente a veces, y de sueño pesado y letárgico, con sueños que la asustan, pero de los que no puede recordar nada. Dice que de niña solía caminar dormida, y que cuando estuvo en Whitby le volvió la costumbre, y que una vez salió por la noche y fue a East Cliff, donde la encontró la señorita Murray; pero me asegura que últimamente no le ha vuelto la costumbre. Tengo dudas, así que he hecho lo mejor que sé; he escrito a mi viejo amigo y maestro, el profesor Van Helsing, de Amsterdam, que sabe tanto de enfermedades oscuras como nadie en el mundo. Le he pedido que venga, y como usted me dijo que todo quedaría a su cargo, le he mencionado quién es usted y su relación con la señorita Westenra. Esto, mi querido amigo, obedece a sus deseos, porque estoy muy orgulloso y feliz de hacer todo lo que pueda por ella. Sé que Van Helsing haría cualquier cosa por mí por una razón personal, así que, venga de donde venga, debemos aceptar sus deseos. Es un hombre aparentemente arbitrario, pero esto se debe a que sabe de lo que habla mejor que nadie. Es filósofo y metafísico, y uno de los científicos más avanzados de su tiempo; y tiene, creo, una mente absolutamente abierta. Esto, con un nervio de hierro, un temperamento de témpano de hielo, una resolución indomable, autocontrol, y tolerancia exaltada de virtudes a bendiciones, y el corazón más bondadoso y sincero que late, forman su equipo para el noble trabajo que está haciendo por la humanidad, trabajo tanto en la teoría como en la práctica, porque sus puntos de vista son tan amplios como su simpatía que todo lo abarca. Les cuento estos hechos para que sepan por qué tengo tanta confianza en él. Le he pedido que venga inmediatamente. Mañana volveré a ver a la señorita Westenra. Se reunirá conmigo en el Stores, para que no alarme a su madre repitiendo mi visita demasiado pronto.

"Atentamente,
"John Seward."

Carta, Abraham Van Helsing, M. D., D. Ph., D. Lit., etc., etc., al Dr. Seward.

"2 de Septiembre.

"Mi buen amigo,—
"Al recibir su carta ya estoy yendo hacia usted. Por buena fortuna puedo partir en seguida, sin agravio de ninguno de los que han confiado en mí. Si la fortuna fuera otra, entonces sería malo para los que han confiado, porque vengo a mi amigo cuando él me llama para ayudar a los que él aprecia. Dile a tu amigo que cuando aquella vez succionaste de mi herida tan rápidamente el veneno de la gangrena de aquel cuchillo que nuestro otro amigo, demasiado nervioso, dejó escapar, hiciste más por él cuando necesita mis auxilios y tú los llamas que lo que toda su gran fortuna podría hacer. Pero es placer añadido hacer por él, tu amigo; es a ti a quien vengo. Prepáreme, pues, habitaciones en el Hotel Great Eastern, para que pueda estar cerca, y por favor, disponga que podamos ver a la joven no muy tarde mañana, pues es probable que tenga que regresar aquí esa noche. Pero si es necesario volveré dentro de tres días, y me quedaré más tiempo si es preciso. Hasta entonces, adiós, amigo John.

"Van Helsing".

Carta, Dr. Seward al Hon. Arthur Holmwood.

"3 de Septiembre.

"Mi querido Art,—
"Van Helsing ha venido y se ha ido. Vino conmigo a Hillingham, y descubrió que, por discreción de Lucy, su madre estaba almorzando fuera, de modo que estábamos solos con ella. Van Helsing hizo un examen muy cuidadoso de la paciente. Tiene que informarme, y yo le aconsejaré, porque por supuesto no estuve presente todo el tiempo. Me temo que está muy preocupado, pero dice que debe pensar. Cuando le hablé de nuestra amistad y de cómo confías en mí en este asunto, me dijo: "Debes decirle todo lo que pienses. Dile lo que pienso, si puedes adivinarlo, si quieres. No, no estoy bromeando. Esto no es una broma, sino la vida y la muerte, tal vez más'. Le pregunté qué quería decir con eso, pues estaba muy serio. Era cuando habíamos regresado a la ciudad, y él estaba tomando una taza de té antes de emprender el regreso a Amsterdam. No quiso darme más pistas. No debes enfadarte conmigo, Art, porque su misma reticencia significa que todos sus cerebros están trabajando por el bien de ella. Hablará claro cuando llegue el momento, no lo dudes. Así que le dije que me limitaría a escribir un relato de nuestra visita, como si estuviera haciendo un artículo especial descriptivo para The Daily Telegraph. Pareció no darse cuenta, pero observó que el tizón de Londres no era tan malo como cuando él estudiaba aquí. Mañana recibiré su informe, si es que puede venir. En cualquier caso, recibiré una carta.
"Bueno, en cuanto a la visita. Lucy estaba más alegre que el primer día que la vi, y desde luego tenía mejor aspecto. Había perdido algo del aspecto espantoso que tanto te perturbaba, y su respiración era normal. Fue muy dulce con el profesor (como siempre lo es) y trató de que se sintiera a gusto, aunque pude ver que la pobre muchacha luchaba con todas sus fuerzas para conseguirlo. Creo que Van Helsing también se dio cuenta, porque bajo sus pobladas cejas vi la mirada rápida que yo conocía de antaño. Entonces empezó a charlar de todas las cosas excepto de nosotros y de las enfermedades, y con una genialidad tan infinita que pude ver cómo el fingimiento de animación de la pobre Lucy se fundía en la realidad. Luego, sin ningún cambio aparente, llevó la conversación suavemente a su visita, y dijo suavemente:—
" 'Mi querida joven señorita, tengo el gran placer porque usted es muy querida. Eso es mucho, querida, alguna vez hubo lo que yo no veo. Me dijeron que estabas decaída de ánimo, y que tenías una palidez espantosa. A ellos les digo: "¡Puf!" ' Y me chasqueó los dedos y prosiguió: Pero tú y yo les demostraremos lo equivocados que están. ¿Cómo puede él —y me señaló con la misma mirada y el mismo gesto con que una vez me señaló ante su clase, en, o más bien después de, una ocasión particular que nunca deja de recordarme— saber algo de las señoritas? Tiene que jugar con sus locos y devolverlos a la felicidad y a quienes los aman. Es mucho que hacer, y, oh, pero hay recompensas, en que podemos otorgar tal felicidad. ¡Pero las jóvenes! No tiene esposa ni hija, y las jóvenes no se dicen a los jóvenes, sino a los viejos, como yo, que he conocido tantas penas y las causas de ellas. Así que, querida, le mandaremos a fumar un cigarrillo en el jardín, mientras tú y yo charlamos un rato a solas. Entendí la indirecta y me puse a pasear. Al poco rato, el profesor se asomó a la ventana y me llamó. Parecía grave, pero dijo: "He hecho un examen cuidadoso, pero no hay ninguna causa funcional. Estoy de acuerdo con usted en que se ha perdido mucha sangre. Pero sus condiciones no son en absoluto anémicas. Le he pedido que me envíe a su doncella, para que pueda hacerle sólo una o dos preguntas, para que no se me escape nada. Sé bien lo que dirá. Y sin embargo hay una causa; siempre hay una causa para todo. Debo volver a casa y pensar. Usted debe enviarme el telegrama todos los días; y si hay causa vendré otra vez. La enfermedad —pues no estar del todo bien es una enfermedad— me interesa, y la dulce joven querida, también me interesa. Me encanta, y por ella, si no por ti o por la enfermedad, vengo".
"Como te digo, no dijo ni una palabra más, ni siquiera cuando estuvimos solos. Y ahora, Art, sabes todo lo que yo sé. Mantendré una severa vigilancia. Confío en que tu pobre padre se esté recuperando. Debe ser terrible para ti, mi querido amigo, que te pongan en esta situación entre dos personas tan queridas para ti. Conozco tu idea del deber para con tu padre, y haces bien en mantenerla; pero, si es necesario, te enviaré un mensaje para que vengas enseguida a ver a Lucy; así que no te inquietes demasiado a menos que tengas noticias mías."

Diario del Dr. Seward.

4 de septiembre: —El paciente zoófago sigue manteniendo nuestro interés por él. Sólo tuvo un arrebato y fue ayer a una hora inusual. Justo antes del mediodía empezó a inquietarse. El asistente conocía los síntomas y enseguida pidió ayuda. Afortunadamente, los hombres llegaron corriendo y justo a tiempo, porque al filo del mediodía se puso tan violento que necesitaron todas sus fuerzas para retenerlo. Sin embargo, al cabo de unos cinco minutos empezó a tranquilizarse cada vez más, y finalmente se sumió en una especie de melancolía, estado en el que ha permanecido hasta ahora. El asistente me dice que sus gritos durante el paroxismo eran realmente espantosos; me encontré con las manos ocupadas cuando entré, atendiendo a algunos de los otros pacientes que estaban asustados por él. De hecho, puedo entender el efecto, porque los sonidos me perturbaron incluso a mí, aunque estaba a cierta distancia. Ya ha pasado la hora de la cena en el manicomio, y mi paciente sigue sentado en un rincón, pensativo, con una expresión apagada, hosca y apesadumbrada en el rostro, que más parece indicar que mostrar algo directamente. No consigo entenderlo.

Más tarde: —Otro cambio en mi paciente. A las cinco lo visité y lo encontré tan feliz y contento como antes. Estaba cazando moscas y comiéndoselas, y tomaba nota de su captura haciendo marcas con las uñas en el borde de la puerta, entre las crestas del acolchado. Cuando me vio, se acercó y se disculpó por su mala conducta, y me pidió de una manera muy humilde y encogida que le llevara a su habitación y que le devolviera su cuaderno de notas. Me pareció bien complacerle, así que volvió a su habitación con la ventana abierta. Tiene el azúcar del té esparcido por el alféizar y está recogiendo una buena cosecha de moscas. Ahora no se las come, sino que las mete en una caja, como antaño, y ya está examinando los rincones de su habitación en busca de una araña. Intenté hacerle hablar de los últimos días, pues cualquier pista sobre sus pensamientos me sería de inmensa ayuda; pero no se levantó. Durante un momento o dos pareció muy triste, y dijo con una especie de voz lejana, como si se lo dijera a sí mismo más que a mí:—.
"Se acabó, se acabó. Me ha abandonado. Ya no hay esperanza para mí, a menos que lo haga por mí mismo". Luego, volviéndose hacia mí con decisión, dijo: "Doctor, ¿no sería tan amable de darme un poco más de azúcar? Creo que me vendría bien".
"¿Y las moscas?" Le dije.
"¡Sí! A las moscas también les gusta, y a mí me gustan las moscas; por lo tanto, me gusta". Y hay gente que sabe tan poco como para pensar que los locos no discuten. Le procuré una doble provisión, y le dejé tan feliz como, supongo, cualquiera en el mundo. Ojalá pudiera desentrañar su mente.

Medianoche: —Otro cambio en él. Había ido a ver a la señorita Westenra, a quien encontré mucho mejor, y acababa de regresar, y estaba de pie en nuestra propia puerta mirando la puesta de sol, cuando una vez más le oí gritar. Como su habitación está en este lado de la casa, pude oírlo mejor que por la mañana. Fue una conmoción para mí pasar de la maravillosa belleza humeante de una puesta de sol sobre Londres, con sus luces espeluznantes y sus sombras de tinta y todos los maravillosos matices que aparecen en las nubes sucias como en el agua sucia, y darme cuenta de toda la severidad sombría de mi propio edificio de piedra fría, con su riqueza de miseria respiratoria, y mi propio corazón desolado para soportarlo todo. Llegué hasta él justo cuando el sol se ponía, y desde su ventana vi hundirse el disco rojo. A medida que se hundía, él se volvía cada vez menos frenético; y justo cuando se sumergía, se deslizó de las manos que lo sujetaban, una masa inerte, en el suelo. Es maravilloso, sin embargo, el poder de recuperación intelectual que tienen los lunáticos, pues a los pocos minutos se levantó con toda calma y miró a su alrededor. Hice señas a los ayudantes para que no le sujetaran, pues estaba ansioso por ver qué hacía. Se acercó a la ventana y sacudió las migas de azúcar; luego cogió su caja de moscas, la vació fuera y la tiró; después cerró la ventana y, cruzando, se sentó en la cama. Todo esto me sorprendió, así que le pregunté: "¿No vas a tener más moscas?"
"No", respondió, "¡estoy harto de toda esa basura! Desde luego, es un estudio maravillosamente interesante. Ojalá pudiera vislumbrar su mente o la causa de su repentina pasión. Detente; puede haber una pista después de todo, si podemos averiguar por qué hoy sus paroxismos se produjeron al mediodía y al atardecer. ¿Puede ser que haya una influencia maligna del sol en ciertos períodos que afecta a ciertas naturalezas, como a veces la luna afecta a otras? Ya lo veremos.

Telegrama, Seward, Londres, a Van Helsing, Amsterdam.

"4 de septiembre. Paciente aún mejor hoy."

Telegrama, Seward, Londres, a Van Helsing, Amsterdam.

"5 de septiembre: Paciente muy mejorado. Buen apetito; duerme con naturalidad; buen humor; recupera el color".

Telegrama, Seward, Londres, a Van Helsing, Amsterdam.

"6 de septiembre: Terrible cambio a peor. Venga enseguida; no pierda ni una hora. Retengo telegrama a Holmwood hasta haberte visto".

Germana

BIBLIOTECA de LA NACIÓN

EDMUNDO ABOUT

GERMANA

TRADUCCIÓN DE

T. ORTS-RAMOS

BUENOS AIRES

1918

Derechos reservados.

Imp. de La Nación.—Buenos Aires


I

EL AGUINALDO DE LA DUQUESA

Hacia la mitad de la calle de la Universidad, entre los números 51 y 57, se ven cuatro hoteles que pueden citarse entre los más lindos de París. El primero pertenece al señor Pozzo di Borgo, el segundo al conde Mailly, el tercero al duque de Choiseul y el último, que hace esquina a la calle Bellechasse, al barón de Sanglié.

El aspecto de este edificio es noble. La puerta cochera da entrada a un patio de honor cuidadosamente enarenado y tapizado de parras centenarias. El pabellón del portero está a la izquierda, envuelto entre el follaje espeso de la hiedra, donde los gorriones y los huéspedes de la garita parlotean al unísono. En el fondo del patio, a la derecha, una amplia escalinata resguardada por una marquesina, conduce al vestíbulo y a la gran escalera.

La planta baja y el primer piso están ocupados por el barón únicamente, que disfruta sin compartirlo con nadie un vasto jardín, limitado por otros jardines, y poblado de urracas, mirlos y ardillas que van y vienen de ése a los otros en completa libertad, como si se tratara de habitantes de un bosque y no de ciudadanos de París.

Las armas de los Sanglié, pintadas en negro, se descubren en todas las paredes del vestíbulo. Son un jabalí de oro en un campo de gules. El escudo tiene por soporte dos lebreles, y está rematado con el penacho de barón con esta leyenda: Sang lié au Roy (Sangre ligada con el Rey).

Como media docena de lebreles vivos, agrupados según su capricho, se aburren al pie de la escalera, mordisquean las verónicas floridas en los vasos del Japón o se tienden sobre la alfombra alargando la cabeza serpentina. Los lacayos, sentados en banquetas de Beauvais, cruzan solemnemente los brazos, como conviene a los criados de buena casa.

El día 1.º de enero de 1853, hacia las nueve de la mañana, toda la servidumbre del hotel celebraba en el vestíbulo un congreso tumultuoso. El administrador del barón, el señor Anatolio, acababa de distribuirles el aguinaldo. El mayordomo había recibido quinientos francos, el ayuda de cámara doscientos cincuenta. El menos favorecido de todos, el marmitón, contemplaba con una ternura inefable dos hermosos luises de oro completamente nuevos. Habría celosos en la asamblea, pero descontentos ni uno solo, y cada uno a su manera decía que da gusto servir a un amo rico y generoso.

Los tales individuos formaban un grupo bastante pintoresco alrededor de una de las bocas del calorífero. Los más madrugadores llevaban ya la gran librea; los otros vestían aún el chaleco con mangas que constituye el uniforme de media gala de los criados.

El ayuda de cámara iba vestido de negro completamente, con zapatillas de orillo; el jardinero parecía un aldeano endomingado; el cochero llevaba chaqueta de tricot y sombrero galoneado; el portero un tahalí de oro y zuecos. Aquí y acullá se distinguía a lo largo de las paredes, una fusta, una almohaza, un encerador, escobas, plumeros y algo más cuyo nombre ignoro.

El señor dormía hasta mediodía, como quien ha pasado la noche en el club, y por lo tanto tenían tiempo para empezar sus faenas. Por lo pronto se entretenían en darle empleo al dinero y las ilusiones les ocupaban bastante. Los hombres todos son algo parientes de aquella lechera de la fábula.

—Con esto, y lo que ya tengo ahorrado—decía el mayordomo—, puedo redondear mi renta vitalicia. A Dios gracias no falta el pan, y los días de la vejez los tendré asegurados.

—Como es usted soltero—replico el ayuda de cámara—, no tiene que pensar en nadie. Pero yo tengo familia. Por eso pienso entregarle el dinero a ese buen señor que va a la Bolsa, y algo me producirá.

—Es una buena idea, señor Fernando—dijo el marmitón—. Cuando vaya usted, llévele mis cuarenta francos.

El ayuda de cámara se creyó obligado también a intervenir y exclamó en tono de protección:

—¡Vaya con el joven! ¿Qué crees tú que se puede hacer con cuarenta francos en la Bolsa?

—Bueno—respondió el joven ahogando un suspiro—, los llevaré a la Caja de ahorros.

El cochero soltó una ruidosa carcajada y se dio unos puñetazos sobre el estómago gritando:

—Esta es mi caja de ahorros. Aquí es donde he colocado siempre mis fondos, y a fe que no me ha ido mal. ¿Verdad, padre Altorf?

El padre Altorf, suizo (Portero de casa principal) de profesión, alsaciano de nacimiento, de elevada estatura, vigoroso, huesudo, de desarrollado vientre, ancho de hombros, de cabeza enorme y rubicundo como un hipopótamo, sonrió con el rabillo del ojo y produjo con la lengua un pequeño chasquido que era todo un poema.

El jardinero, delicada flor de la Normandía, hizo sonar el dinero en su mano y respondió al honorable preopinante:

—¡Vamos, no diga usted tonterías! lo que se ha bebido ya no se vuelve a tener. Lo mejor que hay es esconder el dinero en una pared vieja o en un árbol hueco. ¡Los que así lo hagan no darán de comer al notario!

La asamblea en pleno protestó de la ingenuidad de aquel buen hombre que enterraba en flor sus escudos, sin hacerlos producir. Quince o diez y seis exclamaciones se elevaron al mismo tiempo. Cada uno expuso su opinión, descubrió su secreto, cabalgó en su Clavileño. Cada uno hizo saltar las monedas en su bolsillo y acarició ardientemente las esperanzas ciertas, la dicha contante y sonante que habían embolsado. El oro mezclaba su aguda vocecita con aquel concierto de pasiones vulgares; y el choque de las piezas de veinte francos, más embriagador que los vapores del vino o el olor de la pólvora, emborrachaba a aquellos pobres cerebros y aceleraba los latidos de sus groseros corazones.

En lo más fuerte del tumulto, se abrió una pequeña puerta que daba a la escalera, entre el piso bajo y el primero. Una mujer, con un harapiento traje negro, descendió vivamente los peldaños, atravesó el vestíbulo, abrió la puerta de vidrieras y desapareció en el patio.

Todo esto pasó en un minuto y, no obstante, la sombría aparición se llevó el buen humor de todas aquellas gentes, que se levantaron a su paso con el más profundo respeto. Los gritos se detuvieron en sus gargantas y el oro ya no volvió a sonar en sus bolsillos. La pobre mujer había dejado detrás de ella como una estela de silencio y de estupor.

El primero que se repuso fue el ayuda de cámara, que era lo que se llama un espíritu fuerte.

—¡Voto a...!—exclamó—. He creído ver pasar a la miseria en persona. Me ha estropeado el año. Ya veréis cómo no vuelve a salirme nada bien hasta el día de San Silvestre. ¡Brrr! tengo frío en la espalda.

—¡Pobre mujer!—dijo el mayordomo—. Ha tenido cientos y miles y ya la veis ahora... ¿Quién creería que es una duquesa?

—Es que el vagabundo de su marido se lo ha comido todo.

—¡Un jugador!

—¡Un hombre que no piensa más que en comer!

—Un andariego que trota de la mañana a la noche, con sus piernas de rocín.

—No es él el que me interesa: tiene lo que se merece.

—¿Se sabe algo de la señorita Germana?

—Su negra me ha dicho que cada día está peor. A cada golpe de tos llena un pañuelo.

—¡Y sin una alfombra en su habitación! Esa niña no se curaría más que en un país templado, en Italia, por ejemplo.

—Será un ángel para Dios.

—Los que quedan son más dignos de compasión.

—¡No sé cómo se las arreglará la duquesa para salir de este atolladero. ¡A todos debe! Ultimamente el panadero se ha negado a fiarles más.

—¿Cuánto deben de alquiler?

—Ochocientos francos; pero lo que me extraña es que siquiera el señor haya visto el color de su dinero.

—Si yo fuese él, preferiría tener desalquilado el piso antes que permitir que viviesen en él personas que deshonran la casa.

—¡No seas bestia! ¿Para qué arrastrar por el arroyo al duque de La Tour de Embleuse y a su familia? Esas miserias, para que lo sepas, son como las llagas del barrio; todos nosotros tenemos interés en ocultarlas.

—¡Toma!—dijo el marmitón—, creo que tengo razón para burlarme. ¿Por qué no trabajan? Los duques son hombres como los demás.

—¡Muchacho!—exclamó gravemente el mayordomo—, estás diciendo cosas incoherentes. La prueba de que no son hombres como los demás, es que yo, tu superior, no sería ni barón durante una hora de mi vida. Además, la duquesa es una mujer sublime y hace cosas de las que ni tú ni yo seríamos capaces. ¿Tomarías tú caldo durante todo un año y en todas las comidas?

—¡Caramba! ¡No me parece eso muy divertido!

—¡Pues bien! la duquesa pone el puchero a la lumbre cada dos días, porque a su marido no le gusta la sopa de vigilia. El señor se come su tapioca de caldo graso y un bistec y un par de chuletas, y la pobre y santa mujer se conforma con los desperdicios. Es hermoso, ¿verdad?

El marmitón pareció muy conmovido.

—Mi buen señor Tournoy—dijo al mayordomo—, me interesan mucho esas pobres gentes. ¿No podríamos enviarles algo por medio de la negra?

—¡Sí, sí! ella es tan orgullosa como los otros; no querría nada de nosotros. Y, no obstante, tengo la seguridad de que no se desayuna todos los días.

Esta conversación se hubiera prolongado indefinidamente a no llegar oportunamente el señor Anatolio para interrumpirla, en el preciso momento en que el guarda, que aun no había abierto la boca, iba a tomar la palabra. La asamblea se disolvió más que de prisa; cada uno de los oradores llevó consigo sus instrumentos de trabajo y en la sala de deliberaciones no quedó más que una de esas escobas gigantescas, llamadas cabezas de lobo.

Mientras tanto, Margarita de Bisson, duquesa de la Tour de Embleuse, caminaba apresuradamente en dirección a la calle Jacob. Los transeúntes que la rozaban con el codo al correr para dar o recibir los aguinaldos, la encontrarían seguramente parecida a una de esas irlandesas desesperadas que patinan sobre el afirmado de las calles de Londres en persecución del penique. Hija de los duques de Bretaña, casada con un antiguo gobernador del Senegal, la duquesa llevaba un sombrero de paja teñido de negro cuyas cintas se retorcían como bramantes. Un velillo de imitación, agujereado por cinco o seis sitios distintos, mal ocultaba su cara, dándole además un aspecto extraño. Aquel hermoso rostro, sembrado de pequeñas manchas, producía el efecto de que estuviese desfigurada por la viruela. Un viejo chal, ennegrecido por los cuidados del tintorero y al que la intemperie había dado un color rojizo, dejaba caer tristemente sus tres puntas cuyos flecos rozaban ligeramente la nieve de la acera. La ropa que se ocultaba debajo del mantón estaba tan usada, que no se hubiese podido decir de qué clase era a la simple vista. Unicamente examinándola de cerca y con una lupa se hubiera podido reconocer un moaré desteñido, raído, con los pliegues cortados y las franjas deshilachadas, devoradas por el lodo corrosivo de las calles de París. Los zapatos que soportaban tan lamentable edificio habían perdido la forma y el color. La ropa blanca, ese distintivo de la limpieza y del bienestar, no asomaba ni por el cuello ni por las mangas. Algunas veces, al pasar por un charco, el vestido se levantaba por un lado y dejaba ver una media de lana gris y un sencillo refajo de algodón negro. Las manos de la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo su chal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por el miedo de perder los zapatos.

Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria no había afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada. Había recibido de sus antepasados una de esas bellezas rebeldes que lo resisten todo, incluso el hambre. Se ha visto a presos que engordaban en su calabozo hasta la hora de la muerte. A la edad de cuarenta y siete años, la señora de la Tour de Embleuse conservaba aún, hermosos rasgos de su juventud. Aun tenía el cabello negro y treinta y dos piezas en la boca capaces de triturar el pan más duro. Su salud no respondía a su aspecto, pero esto era un secreto que quedaba entre ella y su médico. La duquesa estaba en los linderos de aquella hora peligrosa, y a veces mortal, en que la madre desaparece para dejar lugar a la abuela. A menudo soñaba que la sangre le llenaba la garganta como si quisiera ahogarla. Oleadas de calor le subían hasta el cerebro y se despertaba como si estuviese en un baño de vapor, del que se extrañaba salir con vida. El doctor Le Bris, un médico joven y un antiguo amigo, le recomendaba un régimen suave, sin fatigas y sobre todo sin emociones. Pero, ¿qué alma, por estoica que fuese, hubiese atravesado sin emocionarse por tan rudas pruebas?

El duque César de La Tour de Embleuse, hijo de uno de los emigrantes más fieles al rey y de los más encarnizados contra el pueblo, fue magníficamente recompensado por los servicios de su padre. En 1827, Carlos X le nombró gobernador general de las posesiones francesas del Africa occidental. Tenía apenas cuarenta años. Durante veintiocho meses de permanencia en la colonia, se defendió valerosamente contra los moros y contra la fiebre amarilla; después pidió un permiso para casarse en París. Era rico, gracias a la indemnización que le habían dado, y dobló su fortuna al casarse con la hermosa Margarita de Bisson que poseía sesenta mil francos de renta. El rey firmó al mismo tiempo su contrato y su cesantía, y el duque se encontró casado y destituido el mismo día. El nuevo poder le hubiera acogido de muy buena gana entre la multitud de los tránsfugas; incluso se llegó a decir que el ministerio Casimiro Périer le había hecho algunas proposiciones. El duque rechazó todos los empleos, primero por orgullo, pero también por una invencible pereza. Sea que hubiese gastado en menos de tres años toda su energía, sea que la vida fácil de París le retuviera con un atractivo irresistible, es lo cierto que durante diez años su único trabajo fue pasear sus caballos por el Bosque y exhibir sus guantes amarillos en el foyer de la Opera. París era completamente nuevo para él, porque había vivido en el campo bajo la férula inflexible de su padre hasta el momento de partir para el Senegal. Gustó tan tarde de los placeres, que no tuvo tiempo para saciarse.

Todo le parecía hermoso, los goces de la mesa, las satisfacciones de la vanidad, las emociones del juego y hasta las austeras alegrías de la familia. Mostraba en casa la cariñosa diligencia de un buen esposo y en el mundo la fogosidad de un hijo de familia emancipado. Su mujer era la más dichosa de Francia, pero no la única de quien él hiciera la dicha. Lloró de alegría al nacer su hija, allá por el verano de 1835. En el exceso de su felicidad, compró una casa de campo a una bailarina por la cual estaba loco. Las comidas que daba en su casa no tenían rival, como no fuesen las cenas que daba en la de su querida. El mundo, que es siempre indulgente para los hombres, le perdonaba aquel derroche de su vida y de su fortuna. Además, hacía las cosas galantemente, porque sus placeres mundanos no levantaban un eco doloroso en su casa. En justicia, ¿se le podía reprochar que hiciese partícipes a todos de la exuberancia de su bolsillo y de su corazón? Ninguna mujer compadecía a la duquesa, que, en efecto, no era digna de compasión. El duque evitaba cuidadosamente comprometerse, no se exhibía en público más que con su esposa, y antes hubiera preferido faltar a una partida que enviarla sola al baile.

Aquella vida por partida doble y los manejos en que un hombre de mundo sabe envolver sus placeres, hicieron pronto brecha en su capital. Nada cuesta más caro en París que la sombra y la discreción. El duque era demasiado gran señor para detenerse en su camino. Nunca supo negar nada a su esposa ni a la de los otros. Y no es que ignorase el estado de su fortuna, pero contaba con el juego para repararla. Los hombres a quienes el bien ha venido durmiendo se habitúan a una confianza ilimitada en el destino. El señor de La Tour de Embleuse era dichoso como el que toma las cartas en sus manos por primera vez. Se estima que sus ganancias del año 1841 doblaron sus rentas y aún más, pero nada dura en este mundo, ni siquiera la suerte en el juego; bien pronto pudo saberlo por experiencia. La liquidación de 1848, que dejó al descubierto tantas miserias, le demostró que estaba arruinado sin remisión. Vio que a sus pies se abría un abismo sin fondo. Otro hubiera perdido la cabeza; él ni siquiera perdió la esperanza. Fuese directamente a su esposa y le dijo con la alegría de siempre:

—Mi querida Margarita, esta maldita revolución nos lo ha quitado todo; no nos quedan ni mil francos nuestros.

La duquesa no esperaba semejante noticia y, pensando en su hija, lloró amargamente.

—No temas nada—le dijo—; es una tempestad pasajera. Cuenta conmigo; yo cuento con el azar. Dicen que soy un hombre ligero; ¡tanto mejor! Así volveré a flote.

La pobre mujer enjugó sus lágrimas y le dijo:

—¡Bien, amigo mío! ¿Es que quieres trabajar?

—¡Yo! ¡Ni por pienso! Esperaré la Fortuna; es una caprichosa y se ha portado siempre muy bien conmigo para que se despida así en redondo y para siempre.

El duque esperó ocho años en un pequeño departamento del palacio de Sanglié, encima de las caballerizas. Sus antiguos amigos, desde que conocieron su situación, le ayudaron con su bolsa y con su crédito. Tomó prestado sin escrúpulo, como hombre que había hecho préstamos sin recibo. Se le ofrecieron muchos empleos, todos decorosos. Una compañía industrial quiso incluirle en su consejo de administración con una gratificación que equivalía a un sueldo. Rehusó por miedo de rebajarse. «No tengo inconveniente, dijo, en vender mi tiempo, pero a lo que no estoy dispuesto es a prestar mi nombre.» Así fue descendiendo uno por uno todos los peldaños de la miseria, desanimando a sus amigos, cansando a sus acreedores, cerrándose todas las puertas, desprestigiando un nombre que no quería comprometer, pero sin preocuparse del traje raído que paseaba por las calles ni de su chimenea en la que no podía echar ni un mal pedazo de leña.

El día 1.º de enero de 1853, la duquesa llevaba al Monte de Piedad su anillo de boda.

Es preciso estar bien falto de todo socorro humano para empeñar un objeto de tan escaso valor como un anillo de matrimonio. Pero la duquesa no tenía ni un céntimo en casa y no se vive sin dinero, por más que el crédito sea el gran resorte del comercio de París. Se compran muchas cosas sin pagarlas cuando se puede echar sobre el mostrador una tarjeta con un nombre conocido y una dirección elegante. Podéis amueblar vuestra casa, llenar vuestra bodega y proveer vuestro ropero sin que tengáis necesidad de enseñar el color de vuestros escudos. Pero hay mil gastos cotidianos que no se hacen más que con el dinero en la mano. Un vestido se toma a crédito, pero los remiendos se pagan al contado. Algunas veces es más fácil comprar un reloj que una col. La duquesa disponía de un resto de crédito que cultivaba con un cuidado religioso, pero, en cuanto al dinero, no sabía cómo procurárselo. El duque de La Tour de Embleuse ya no tenía amigos: los había gastado como el resto de su fortuna. Tal compañero de colegio nos profesa cariño hasta mil francos; tal camarada de placer llega a prestarnos cien luises; tal vecino compasivo representa un valor de mil escudos. Pasada cierta cifra, se cree libre de todos los deberes de la amistad; no tiene nada de qué reprocharse; ya no os debe nada; tiene el derecho de desviar la vista cuando os encuentra y de negaros la entrada cuando llamáis a su puerta. Las amigas de la duquesa se habían ido apartando de ella una después de otra. La amistad de las mujeres es seguramente más cordial que la de los hombres, pero en uno y otro sexo no hay afecto duradero más que para sus iguales. Se experimenta un placer delicado en subir dos o tres veces una escalera estrecha y en sentarse cerca de un miserable camastro, pero hay muy pocas almas tan heroicas que sean capaces de vivir familiarmente con la desgracia de los demás. Las mejores amigas de la pobre mujer, aquellas que la llamaban Margarita, habían sentido enfriarse su corazón en aquel departamento sin alfombras y sin fuego, y ya habían dejado de ir. Cuando se les hablaba de la duquesa, hacían su elogio, la compadecían sinceramente y decían: «Nos queremos como siempre, pero no nos vemos casi nunca. ¡Su marido tiene la culpa!»

En aquel abandono lamentable, la duquesa recurría al último amigo de los desgraciados, un acreedor que presta a un interés muy elevado, es verdad, pero sin objeciones ni reproches. El Monte de Piedad guardaba sus alhajas, sus encajes, sus vestidos, lo mejor de su ropa blanca y el penúltimo colchón de su cama. Lo había empeñado todo a la vista del propio duque que veía marchar uno a uno todos los objetos de su mobiliario, despidiéndose alegremente de ellos. Aquel incomprensible viejo vivía en su casa como Luis XIV en su reino, sin preocuparse del porvenir y diciendo: «¡Después de mí, el diluvio!» Se levantaba ya tarde, almorzaba con excelente apetito, se pasaba una hora en el tocador, se teñía el pelo, se ponía colorete, se pulía las uñas y paseaba sus gracias por París hasta la hora de comer. No mostraba la menor extrañeza cuando veía una buena comida sobre la mesa, y era demasiado discreto para preguntar a su mujer cómo la había logrado. Si la comida era magra, se condolía humorísticamente y sonreía a la mala fortuna como otras veces a la buena. Cuando Germana empezó a toser, bromeó alegremente sobre tan mala costumbre. Se pasó largo tiempo sin ver que la pobre languidecía, y el día que lo advirtió experimentó una viva contrariedad.

Cuando el doctor le anunció que sólo un milagro podía salvar a la infeliz niña, le llamó médico Tant-Pis (Tanto peor), y le dijo frotándose las manos: «¡Vamos, vamos, eso no será nada!» El mismo ignoraba si hablaba así para tranquilizar a la familia o es que realmente su trivialidad natural le impedía sentir el dolor. Su mujer y su hija le adoraban tal como era. Trataba a la duquesa con la misma galantería que al día siguiente de la boda, y hacía saltar a Germana sobre sus rodillas como cuando tenía tres años. La duquesa jamás le acusó, ni en su fuero interno, de su ruina; veía en él, lo mismo que veintitrés años antes, al hombre perfecto; tomaba su indiferencia por valor y firmeza; esperaba en él, a pesar de todo, y le creía capaz de levantar la casa por un golpe inesperado de fortuna.

A Germana, según el doctor Le Bris, no le quedaban más que cuatro meses de vida. Debía caer en los primeros días de la primavera, a tiempo para que las lilas blancas pudiesen florecer sobre su tumba. La pobre joven presentía su destino y juzgaba sobre su estado con una clarividencia bien rara en los tuberculosos. Quizás hasta tenía sospechas del mal que minaba a su madre. Dormía al lado de la duquesa, y en sus largas noches de insomnio se asustaba algunas veces del sueño anhelante de la querida enfermera. «Cuando yo haya muerto, pensaba, mamá no tardará en seguirme. No estaremos mucho tiempo separadas; pero, ¿qué será de mi padre?»

Todas las preocupaciones, todas las miserias, todos los dolores físicos y morales tenían su asiento en aquel rincón del palacio Sanglié; y en París, donde la miseria abunda, no había, quizás, una familia más completamente miserable que la de La Tour de Embleuse que poseía por todo recurso un anillo de boda.

La duquesa fue primero a la sucursal del Monte de Piedad, situada en la calle de Bonaparte, cerca de la Escuela de Bellas Artes, pero encontró la casa cerrada; había olvidado que era día de fiesta. Entonces se le ocurrió la idea de que tal vez habría abierto el comisionista de la calle de Condé, pero le ocurrió lo mismo. No sabía ya dónde dirigirse, porque los establecimientos de este género no son muy frecuentes en el barrio de San Germán; no obstante, como el duque no podía comenzar el año ayunando, entró en un pequeño establecimiento de bisutería de la encrucijada del Odeón donde vendió su anillo por once francos. El mercader prometió conservarlo tres meses, por si quería ir a buscarlo.

Guardó el dinero en una punta de su pañuelo de bolsillo y, sin detenerse, se encaminó hacia la calle de los Lombardos. Entró en una farmacia, compró una botella de aceite de hígado de bacalao para Germana, atravesó el arroyo, se detuvo en una tienda, eligió una langosta y una perdiz, y volvió, enlodada hasta las rodillas, al palacio Sanglié. No le quedaban más que cuarenta céntimos.

El departamento que ocupaba era una construcción ligera, añadida treinta años antes al edificio. Las cuatro piezas de que se componía estaban separadas por tabiques de madera. La antesala daba por un lado al salón y por el otro a un largo corredor que conducía a la habitación del duque. Desde el salón se pasaba a la habitación de la duquesa y desde allí al comedor que unía la habitación del duque con la de la duquesa.

La señora de La Tour de Embleuse encontró en la antesala a su única sirvienta, la vieja Semíramis, que lloraba silenciosamente con un papel en la mano.

—¿Qué tienes?—preguntó.

—Señora, esto es todo lo que ha traído el panadero. Si no le pagamos, no nos dará más pan.

La duquesa recordó que, efectivamente, se le debían más de 600 francos.

—No llores más—dijo—. Aquí tienes algún dinero; ve a la panadería de la calle del Bac y compra un panecillo de Viena para el señor y para nosotros lo traes del otro. Llévate eso a la cocina; es el almuerzo del señor. Y Germana, ¿ya está levantada?

—Sí, señora; el médico la ha visto a las diez. Aun está en la habitación del señor duque.

Semíramis salió y la señora de La Tour de Embleuse se dirigió a la habitación de su marido. Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz del duque, clara, alegre y vibrante como un clarín.

—¡Cincuenta mil francos de renta!—decía el viejo—. ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!


II

PETICIÓN DE MATRIMONIO

El doctor Carlos Le Bris era uno de los hombres más apreciados de París. La gran ciudad tiene sus niños mimados en todas las artes, pero no conozco a ninguno que lo fuese tanto como él. Había nacido en una miserable y pequeña ciudad de la Champaña, pero hizo sus estudios en el colegio de Enrique IV. Un pariente suyo, que ejercía la medicina en el país, le dedicó desde muy joven a la misma profesión. Carlos siguió sus cursos, frecuentó los hospitales, hizo su internado, practicó a la vista de sus maestros y ganó a pulso todos sus diplomas y algunas medallas que hoy constituyen el adorno de su gabinete. Su única ambición era suceder a su tío y acabar con los enfermos que el buen hombre le dejase. Pero cuando le vieron aparecer, armado de sus éxitos y doctor hasta los dientes, los curanderos del país, y su tío que, después de todo, no era otra cosa, le preguntaron por qué no se había quedado en París. Unía a su talento unos modales tan seductores y le sentaba tan bien su gran paletó, que se adivinaba desde el primer día que todos los enfermos serían para él. El venerable pariente se encontraba demasiado joven para pensar en retirarse, y la rivalidad de su sobrino dio una agilidad a sus piernas que nunca había tenido. En resumen, el pobre muchacho fue tan mal recibido, se le pusieron tantos obstáculos en su camino, que, de puro desesperado, se volvió a París. Sus antiguos maestros le acogieron con los brazos abiertos y pronto tuvo una gran clientela. Los grandes hombres tienen el medio de no ser envidiosos; gracias a su generosidad, el doctor Le Bris hizo su reputación en cinco o seis años. Aquí se le apreciaba como sabio, allá como bailarín, y en todas partes como hombre simpático y bueno. Ignoraba los primeros elementos de la charlatanería, hablaba muy poco de sus éxitos y abandonaba a sus enfermos el cuidado de decir que los había curado. Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.

El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en sí el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido. Un resfriado descuidado, una habitación demasiado fría, la privación de cosas necesarias a la vida, es lo que había producido todo su mal. Poco a poco, a pesar de los cuidados del doctor, la pobre niña había palidecido coma una estatua de cera y sus fuerzas la habían abandonado; el apetito, la alegría, el aliento, la satisfacción de respirar el aire, todo le faltaba. Seis meses antes del principio de esta historia, Le Bris había tenido consulta con dos celebridades. Aun podía salvarse entonces; le quedaba un pulmón, y la Naturaleza a veces se contenta con menos. Pero era preciso llevarla sin demora a Egipto o a Italia.

—Sí—dijo el joven doctor—, ésa es la única prescripción racional; una casa de campo a orillas del Arno, una vida tranquila y sin preocupaciones pecuniarias... ¡Pero, ya veis!...

Y designó con el dedo los cortinajes destrozados, las sillas de paja y el desnudo pavimento del salón.

—¡He aquí su sentencia de muerte!

En el mes de enero el último pulmón fue afectado; el sacrificio se consumaba. El doctor casi se preocupaba ya más de la duquesa que de la enferma. Su última esperanza era que la hija se extinguiese dulcemente y que la madre se salvase.

Hizo su visita a Germana, le tomó el pulso por pura fórmula, le ofreció una caja de bombones, la besó fraternalmente en la frente y pasó a la habitación del señor de La Tour de Embleuse.

El duque aun estaba en la cama y, sin los artificios de tocador, nadie le hubiera rebajado un mes de sus sesenta y tres años.

—Y bien, elegante doctor—dijo con su risa sonora—, ¿qué año nuevo nos trae usted? ¿La Fortuna, al fin, querrá venir a verme? ¡Ah! ¡bribona, si vuelvo a pillarte! Usted es testigo, doctor, de que la espero en la cama.

—Señor duque—respondió el doctor—, puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija.

El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo:

—Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro.

Le Bris movió tristemente la cabeza.

—Todo lo más que yo puedo hacer—respondió—, es evitarle sufrimientos en sus últimos días.

—¡Pobre pequeña! Figúrese usted, querido doctor, que tose todas las noches hasta despertarme. Debe sufrir horriblemente, aunque trate de ocultarlo. Si no hay ninguna esperanza, su última hora será la del descanso.

—No es eso todo lo que tengo que decirle, y perdóneme usted si empiezo el año con tristes noticias.

El duque se incorporó de un salto.

—¿Qué pasa, pues? ¡Me da usted miedo!

—La señora duquesa me inquieta desde hace algunos meses.

—¡Ah!... Efectivamente, doctor, usted abusa de los malos augurios. La duquesa, gracias a Dios, está perfectamente. ¡Ya quisiera estar yo como ella!...

El doctor entró en detalles que abatieron la indiferencia y la ligereza del viejo. Se vio solo en el mundo y se estremeció de terror. Su voz bajó de tono y se cogió a la mano del doctor como un náufrago al último trozo de madera.

—Amigo mío—le dijo—, ¡sálveme! ¡Salve a la duquesa, quería decir! No tengo más que a ella en el mundo. ¿Qué sería de mí? Es un ángel, mi ángel guardián. ¿Qué es necesario hacer para curarla? Dígamelo y obedeceré como un esclavo.

—Señor duque, lo que necesita la señora duquesa es una vida tranquila y fácil, sin emociones, y, sobre todo, sin privaciones; un régimen suave, alimentos escogidos y variados, una casa cómoda, un buen coche...

—Y la luna, ¿no es verdad?—exclamó el duque con impaciencia—. Le creía a usted, doctor, hombre de más talento y de más vista. ¡Coche! ¡casa! ¡buena alimentación! ¡Vaya usted a buscarme todo eso y se lo daré!

El doctor respondió sin inmutarse:

—Ya se lo traigo a usted, señor duque, y no tiene usted más que tomarlo.

Los ojos del duque brillaron como los de un gato en la obscuridad.

—¡Hable usted, pues!—exclamó—. ¡Me tiene usted en ascuas!

—Antes de pasar adelante, señor duque, debo recordarle que desde hace tres años soy el mejor amigo de la casa.

—Puede usted decir el único sin temor a ser desmentido.

—El honor de su nombre me es tan caro como a usted mismo, y si...

—¡Va bien! ¡va bien!

—No olvide usted que la vida de la señora duquesa está en peligro y que yo respondo de salvarla, puesto que usted me proporciona los medios.

—¡Qué diablo! Es usted el que me los proporciona a mí. Hace una hora que me está usted hablando como el peripatético del Matrimonio forzado. ¡Al grano, doctor, al grano!

—A eso voy. ¿Ha visto usted nunca en París al conde de Villanera?

—¿Al de los caballos negros?

—Precisamente.

—¡El más hermoso tronco de París!

—Don Diego Gómez de Villanera es el último vástago de una ilustre familia napolitana transplantada a España durante el reinado de Carlos V. Su fortuna es la más grande de toda la península; si cultivase sus tierras y explotase sus minas, sus rentas no bajarían de dos o tres millones. Así y todo, tiene millón y medio de renta, un poco menos que el príncipe de Isupoff, treinta y dos años, una figura agradable, una educación exquisita, un carácter caballeroso...

—Y a la señora de Chermidy, puede usted añadir.

—Puesto que usted sabe eso, me abrevia el camino. El conde, por razones que ahora sería muy largo exponer, desea abandonar a la señora de Chermidy y unirse, con arreglo a su jerarquía, con una de las más ilustres familias. Se preocupa tan poco de los bienes de su futura, que asegurará a su suegro una renta de cincuenta mil francos. El suegro que él desea es usted, y me ha encargado que explore sus disposiciones. Si usted accede, él vendrá hoy mismo a pedirle la mano de la señorita Germana y dentro de quince días se habrá celebrado la boda.

Por de pronto, el duque saltó al suelo y miró fijamente al doctor.

—¿No está usted loco?—dijo—, ¿no se está burlando de mí? Supongo que no olvidará usted que soy el duque de La Tour de Embleuse y que puedo doblarle en edad... ¿Es verdad todo eso que me ha dicho?

—Como el Evangelio.

—¿Pero él no sabe que Germana está enferma?

—Lo sabe.

—¿Que está moribunda?

—Lo sabe.

—¿Desahuciada?

—Lo sabe.

Una nube pasó por el rostro del viejo duque. Se sentó en un rincón de la fría chimenea sin darse cuenta de que estaba casi desnudo y, apoyando los codos sobre las rodillas, se apretó la cabeza con las manos.

—Eso no es natural—añadió—; usted no me lo ha dicho todo y el señor de Villanera debe tener algún motivo secreto para querer casarse con una muerta.

—En efecto—respondió el doctor—. Pero haga usted el favor de volverse a la cama. Es una historia muy larga.

El duque volvió a arrebujarse debajo del cobertor. Sus dientes castañeteaban a causa del frío y de la impaciencia y tenía sus ojillos fijos en el doctor con la curiosidad inquieta de un niño ante el que se abre una caja de bombones. El señor Le Bris no le hizo esperar.

—¿Usted sabe—dijo—cuál es la situación de la señora de Chermidy?

—Viuda consolable de un marido al que no ha visto nunca.

—Yo he visto al señor Chermidy hace tres años y le aseguro por lo tanto que su esposa no es viuda.

—¡Tanto mejor para él! ¡Diablo! ¡Marido de la señora Chermidy! Es una sinecura que le debe proporcionar muy bonitas rentas.

—¡Así es como se hacen juicios temerarios! El señor Chermidy es un hombre honrado y hasta un oficial de algún mérito. No creo que pertenezca a una familia aristocrática; a los treinta y cinco años era capitán de la marina mercante y obtuvo embarque en un navío del Estado como oficial auxiliar hasta que, al cabo de dos años de navegación, el ministro le firmó su nombramiento de oficial. Fue en 1838 cuando puso su corazón y sus charreteras a los pies de Honorina Lavenaze. Esta tenía por toda fortuna sus diez y ocho años, unos grandes ojos que usted ya conoce, un gorro de arlesiana y una ambición sin límites. No era, ni con mucho, tan hermosa como hoy. Ella misma me ha dicho que era seca como un palo y negra como un cuervo, pero tenía ciertos atractivos que la hacían desear. Reinaba en el mostrador de un despacho de tabacos y, desde el prefecto marítimo hasta los alumnos de segundo año, toda la aristocracia náutica de Tolón iba a fumar y a suspirar a su alrededor. Pero nada podía trastornar aquella firme cabeza, ni los vapores del incienso ni el humo de los cigarros. Se había jurado ser juiciosa hasta que encontrase un marido, y ninguna seducción fue bastante para desviar su decisión. Los oficiales la llamaban Croquet (rosquilla de almendra) a causa de su dureza; los burgueses Ulloa, porque había sido sitiada por la marina francesa.

»No faltaban hombres serios que quisieran casarse con ella; en los puertos de mar se les encuentra en abundancia. Cuando regresa de largas travesías, el oficial de marina tiene más ilusiones, más ingenuidad, más juventud que el día de la partida; la primera mujer que aparece a sus ojos se le presenta tan hermosa, tan santa, como la patria que se vuelve a ver; ¡es la patria vestida de seda! La apetitosa Honorina, vista por Chermidy, rudo lobo de mar, fue la preferida por su candor, y aquella oveja recalcitrante pasó a su poder bajo las barbas de sus rivales.

»Su buena suerte, que hubiese podido darle muchos enemigos, no perjudicó en lo más mínimo su porvenir. Aunque vivía apartado, solo con su mujer, en una quinta aislada, obtuvo un bonito embarque, que no había pedido. Desde entonces, no ha estado en Francia más que raras veces; siempre en el mar, ha podido hacer economías para su esposa que, por su parte, las ha hecho para él. Honorina, embellecida por el tocador, por el bienestar y por el aumento de carnes, ha reinado diez años en el departamento del Var. Los únicos acontecimientos que hayan señalado su reinado son la quiebra de un almacenista de carbones y la destitución de dos oficiales pagadores. Después de un proceso escandaloso, en el cual su nombre no sonó para nada, creyó prudente exhibirse en un escenario más amplio y tomó el piso que aun ocupa en la calle del Circo. Su marido navegaba sobre los bancos de Terranova, mientras que ella rodaba por París. ¿Asistió usted a su presentación en esta ciudad, señor duque?

—¡Sí, pardiez! y me atrevo a decir que hay pocas mujeres que hayan hecho mejor su camino. Ser bonita y tener talento, no es nada; lo difícil es aparentar ser millonaria, la única manera de que se le ofrezcan millones.

—Llegó aquí con doscientos o trescientos mil francos, rebañados discretamente aquí y acullá. Así y todo, levantó en el Bosque tal polvareda que se habría dicho que la reina de Saba acababa de llegar a París. En menos de un año consiguió hacer hablar de sus caballos, de sus vestidos, de su mobiliario, sin que nadie pudiese decir nada positivo sobre su conducta. Yo mismo la he estado visitando año y medio sin sospechar quién era. Y la hubiese creído otra cosa durante largo tiempo, si la casualidad no me hubiera puesto en presencia de su marido. Era en los primeros días de 1850, ahora hace tres años, poco más o menos. El pobre diablo acababa de llegar de Terranova y a fin de mes partía para los mares de la China, donde había de permanecer cinco años, y encontraba muy natural abrazar a su mujer, entre dos viajes. La librea de sus criados le hizo guiñar los ojos, y los esplendores de su mobiliario le acabaron de deslumbrar. Pero cuando vio a su querida Honorina aparecer en un traje de mañana que representaba dos o tres años de su sueldo, se olvidó de caer en sus brazos, viró en redondo sin decir una palabra y se hizo llevar el equipaje a la estación de Lyón. Así es cómo el señor Chermidy me hizo entrar en la intimidad de su mujer. Otros pormenores los conozco por el conde de Villanera.

—¿Llegamos ya?—preguntó el duque.

—Un poco de paciencia. La señora Chermidy había distinguido a don Diego algún tiempo antes de la llegada de su marido. Era su vecina en el teatro de los Italianos y había sabido mirarle con tales ojos que se hizo presentar a ella. Todos los hombres le dirán que sus salones son los más agradables de París, aun cuando no se encuentre a otra mujer que a la dueña de la casa. Pero Honorina se multiplica. El conde se apasionó por ella, llevado del mismo espíritu de emulación que perdió al pobre Chermidy. Y la amó tanto más ciegamente, por cuanto ella le otorgó todos los honores de la guerra y pareció ceder a una inclinación irresistible que la arrojaba en sus brazos. El hombre más inteligente se deja prender en este lazo y todo el escepticismo se estrella contra la comedia del amor verdadero. Don Diego no es un atolondrado sin experiencia. Si hubiera adivinado el menor interés, sorprendido un movimiento calculado, se habría puesto en guardia y todo estaba perdido, pero la ladina llevó su habilidad hasta el heroísmo. Agotó todos los recursos de su presupuesto, gastó hasta su último sueldo e hizo creer al conde que le amaba por él. Llegó hasta exponer su reputación, que tanto había cuidado hasta entonces, y se hubiera comprometido locamente a no impedírselo él. La condesa viuda de Villanera, una santa mujer, un prodigio de vejez y de rigidez, parecida a un retrato de Velázquez, escapado del lienzo, tuvo conocimiento de los amores de su hijo y no encontró nada que decir. Prefería verlo en relaciones con una mujer de mundo, que perdido entre los placeres fáciles en los cuales se arruina el cuerpo y se envilece el alma.

»La delicadeza de la señora Chermidy era de carácter tan quisquilloso, que don Diego no pudo ofrecerle ni la menor bagatela. Lo primero que aceptó de él, después de un año de intimidad, fue una inscripción de cuarenta mil francos de renta. Estaba encinta de un hijo que nació en noviembre de 1850. Ahora, señor duque, llegamos al fondo de la cuestión.

»La señora Chermidy dio a luz en Bretéche-Saint-Nom, detrás de San Germán. Yo estaba allí. Don Diego, ignorando nuestras leyes y creyendo que todo era permitido a las personas de su condición, quería reconocer al niño. Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de los Montes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, y le demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningún modo. Precisamente el marino había estado en París en enero último y esto bastaba para salvar las apariencias. Después de deliberar un buen rato cerca de la cama de la parturienta, ésta nos dijo que su marido la mataría infaliblemente si ella intentaba imponerle esta paternidad legal. El conde añadió que el marqués de los Montes de Hierro no consentiría jamás en firmarse Chermidy. Resumiendo, inscribí al niño en la alcaldía con el nombre de Gómez, hijo de padres desconocidos.

»El noble padre, dichoso y desgraciado a la vez, comunicó tan importante acontecimiento a la venerable condesa. Esta ha querido ver al niño, y ha hecho llevarlo a su lado, en su hotel del faubourg Saint-Honoré, donde aun está. Tiene dos años, goza de buena salud y se parece ya a las veinticuatro generaciones de los Villanera. Don Diego adora a su hijo, y no se consuela de ver en él a un niño sin nombre y, lo que es peor, adulterino. La señora de Chermidy es una mujer capaz de remover las montañas para asegurar a su heredero el nombre y la fortuna de los Villanera. Pero la más digna de compasión es la pobre viuda. Ella prevé que don Diego no se casará nunca ante el temor de desheredar a su hijo amado; que desarraigará su fortuna para podérsela entregar, que venderá las tierras de la familia y que de su ilustre nombre y grandes dominios no quedará nada dentro de medio siglo.

»Ante este conflicto, la señora Chermidy ha tenido un rasgo de genio y ha dicho a don Diego: «Cásese usted. Busque una esposa de la primera nobleza de Francia y obtenga, por medio del acta de matrimonio, que ella reconozca a nuestro hijo como suyo. Siendo así, el pequeño Gómez será su hijo legítimo, noble por padre y madre, heredero de todos los bienes de la familia. En cuanto a mí, no se preocupe usted, me sacrifico por los dos.»

»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta a firmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre la señora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y que habla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando en su hijo. El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignación y creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amor maternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos, la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted por poco tiempo. El doctor le buscará una esposa entre sus enfermas.» Yo he pensado en la señorita de La Tour de Embleuse y he venido a confiarme absolutamente en usted, señor duque. Este matrimonio, por extravagante que parezca a primera vista, y aunque dé a usted un nieto que no es de su sangre, asegura a la señorita Germana un fin dulce y tranquilo y una prolongación de la existencia; salva la vida a la señora duquesa, y, en fin...

—Me da a mí cincuenta mil libras de renta, ¿no es eso? Pues bien, querido doctor, le doy a usted las gracias. Dígale al señor de Villanera que soy su servidor. A mi hija podré enterrarla tal vez, pero no venderla.

—Señor duque, realmente lo que propongo a usted es un negocio, pero si yo lo creyese indigno de un caballero, no hubiera intervenido en él, puede creerme.

—¡Pardiez! doctor, cada uno entiende el honor a su manera. Hay el honor del soldado, el honor del tendero y el honor del noble que no me permite ser el abuelo del pequeño Gómez. ¡Ah! ¡el señor de Villanera pretende legitimar a sus bastardos! Eso es Luis XIV puro, pero nosotros no estamos aliados a la familia Saint-Simon. ¡Cincuenta mil francos de renta! Yo he tenido ciento veinte mil, señor, sin haber hecho nunca nada, ni bueno ni malo. ¡Y no me apartaré de las tradiciones de mis antepasados para obtener menos de la mitad!

—Me permito llamarle la atención, señor duque, sobre el hecho de que la familia Villanera es digna de tal alianza. El mundo no encontraría nada que decir.

—¡No faltaría más sino que se me ofreciese un yerno plebeyo! Confieso que en cualquiera otra circunstancia me consideraría muy honrado. Don Diego Gómez de Villanera es bien nacido, he oído elogiar a su familia y a su persona. Pero, ¡qué diablo! ¡no quiero que se diga que la señorita de La Tour de Embleuse tenía un hijo de dos años el día de su boda!

—No dirán nada, ni lo sabrá nadie. El reconocimiento será secreto, y después, ¿quién se ocuparía de eso más tarde? Ni la ley ni la sociedad establecen diferencia alguna entre un hijo legitimado y un hijo legítimo.

—¿Pero cree usted que yo voy a poder ver a Germana en el altar mayor de Santo Tomás de Aquino, con el señor de Villanera a su derecha, la señora Chermidy a su izquierda con un niño de dos años en los brazos, y el sepulturero cerrando la comitiva? Eso es sencillamente abominable, mi pobre doctor. No hablemos más de ello... Diga usted... ¿Y es muy complicada esa ceremonia del reconocimiento?

—No hay ceremonia alguna. Una frase en el acta de matrimonio y todo queda en regla.

—Esa frase es la que sobra. No hablemos más de ello. Ni una palabra a la duquesa, ¿me lo promete usted?

—Se lo prometo.

—¿Y usted cree que verdaderamente está tan mal la pobre duquesa? ¡Pero si está tan ágil como cuando tenía quince años!

—El estado de la señora duquesa es bastante serio.

—¿Y cree usted, de buena fe, que con dinero la podríamos curar?

—Respondo de su vida si obtengo de usted...

—Usted no obtendrá nada absolutamente. ¡Yo soy de piedra roqueña, mi querido amigo! Y ya ve usted si mi negativa tiene mérito, ¡tal vez no hay diez luises en toda la casa! A fe de gentilhombre que si alguien muriese aquí no se encontraría con qué enterrarle. ¡Tanto peor! ¡tanto peor! ¡nobleza obliga! El duque de La Tour de Embleuse no es un ama seca, ¡y sobre todo del hijo de la señora Chermidy! Antes me dejaría morir en un jergón. Doctor, estoy muy contento de que me haya puesto a prueba y no le guardo ningún resentimiento. Nunca se conoce bien uno a sí mismo y no estaba muy seguro de la cara que pondría ante cincuenta mil francos de renta. Usted ha pulsado mi honor que ¡gracias a Dios! ha respondido bien... ¿El señor de Villanera ofrece el capital o sólo la renta?

—A elección de usted, señor duque.

—Yo he elegido la miseria, ya lo ha visto usted. ¡Pero cuando yo le decía que la Fortuna era una caprichosa! La conozco desde hace mucho tiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos. Ahora quiere tentarme... ¡como si no! ¡Adiós, querido doctor!

El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano.

—Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador? ¿Conoce usted las cartas?

—Juego al whist.

—Entonces no es usted jugador. Sepa usted, pues, amigo mío, que cuando una vez se ha dejado pasar una buena racha, ya no vuelve. Al rechazar sus proposiciones, renuncio a toda esperanza en lo porvenir y me condeno a perpetuidad.

—Acepte usted, pues, señor duque, y no desprecie a la fortuna. ¡Cómo! yo le traigo a usted en mis manos la salud para la señora duquesa, el bienestar para usted y un fin dulce y tranquilo para la pobre niña que se extingue entre privaciones de todas clases; levanto su casa que se derrumba entre el polvo; le doy un nieto ya criado, un niño magnífico que podrá unir su nombre de usted al de su padre, y todo eso, ¿a qué precio? Mediante una cláusula de dos líneas en el acta de matrimonio. ¿Y usted prefiere mejor condenar a su hija, a su esposa y hasta condenarse a sí mismo, antes que prestar su nombre a un niño extraño? ¿Cree usted que con eso cometería un crimen de lesa nobleza? ¿Es que no sabe usted a qué precio se ha conservado la nobleza en Francia y en todas partes desde las Cruzadas? ¡Cuántos nombres salvados por milagro o por habilidad! ¡Cuántos árboles genealógicos rejuvenecidos por un injerto plebeyo!

—¡Casi todos, querido doctor! Le citaría más de veinte sin salir de esta misma calle. Además, los Villanera pertenecen a la aristocracia más pura; no veo inconveniente en una alianza con esos señores. Con una condición, sin embargo: y es que el asunto se lleve en plena luz, sin hipocresía. Mi hija puede reconocer un hijo extraño en el interés de dos ilustres casas de España y de Francia. Si alguien pregunta por qué, se le contestará que por razones de Estado. ¿Y usted salvará a la duquesa?

—Respondo de ella.

—¿Y a mi hija también?

El doctor movió lentamente la cabeza. El viejo continuó con tono de resignación:

—¡Qué le vamos a hacer! no se puede tener todo a la vez. ¡Pobre niña! ¡Tanto que me hubiera gustado compartir con ella el bienestar! ¡Cincuenta mil francos de renta! ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!

En aquel momento entró la duquesa y su marido le hizo un resumen de los ofrecimientos del doctor con transportes de una admiración infantil. El señor Le Bris se había levantado para ofrecer su silla a la pobre mujer que corría sin descanso desde por la mañana. Con los codos sobre la cama, frente a frente del duque, escuchó con los ojos cerrados todo lo que aquél quiso decirle. El viejo, inconstante como un hombre cuya razón vacila, había olvidado sus propias objeciones. No veía más que una cosa en el mundo: los cincuenta mil francos de renta. En su aturdimiento llegó hasta a hablar a la duquesa de los peligros que corría y de su vida amenazada. Pero esta revelación resbaló sobre su corazón sin herirlo.

Abrió los ojos, y volviéndolos tristemente hacia el doctor, le dijo:

—Y bien, ¿Germana está condenada sin remisión, puesto que esa mujer no tiene miedo de casarla con su amante?

El doctor intentó persuadirla de que no se había perdido toda esperanza, pero ella le detuvo con el gesto.

—No mienta usted, pobre amigo mío. Esas gentes han puesto su confianza en usted y le han pedido que buscase una mujer lo suficientemente enferma para que no hubiese esperanza alguna de salvarla. Si por una casualidad viviese, si un día llegase a colocarse entre los dos para reclamar sus derechos y expulsar a la amante, el señor de Villanera podría echar en cara a usted que le había engañado. Y usted no habrá querido exponerse a eso.

El señor Le Bris enrojeció a su pesar, porque la duquesa decía la verdad; pero salió de aquel mal paso haciendo el elogio de don Diego. Le pintó como un noble corazón, un caballero de antaño perdido en nuestro siglo.

—Puede usted creer, señora duquesa, que si nuestra querida enferma llegase a salvarse, lo debería a su marido. El no la conoce, no la ha visto nunca; ama a otra y abriga una esperanza bien triste para nosotros al decidirse a colocar una esposa legítima entre su amante y él. Pero cuanto mayor sea su interés en esperar el día de la viudez, más creerá de su deber el retrasarlo. No sólo rodeará a su esposa de todos los cuidados que su estado requiere, si no que es hombre para constituirse en enfermero de ella y velarla noche y día. Le garantizo a usted que tomará el matrimonio en serio, como todos los deberes de la vida. Es español e incapaz de jugar con los Sacramentos; tiene un culto por su madre y una ternura apasionada por su hijo. Esté usted segura de que el día en que le conceda la mano de su hija, se habrá acabado todo entre él y la señora Chermidy. Llevará a su mujer a Italia; yo les acompañaré y usted también, y si Dios tiene a bien hacer un milagro, seremos tres para ayudarle, señora duquesa.

—¡Diablo!—añadió el duque—. No hay nada imposible; todo puede ocurrir en este mundo; ¿quién me hubiera dicho esta mañana que yo heredaría cincuenta mil francos de renta?

Ante estas palabras la duquesa sintió que una oleada de lágrimas subía a sus ojos.

—Amigo mío—dijo—, es muy triste el que los padres hereden a los hijos. Si Dios tiene decidido llamar a su lado a mi pobre Germana, yo bendeciré llorando su mano rigurosa y esperaré a tu lado el instante en que debamos reunirnos. Pero yo quiero que la memoria de mi ángel amado sea tan pura como su vida. Desde hace más de veinte años conservo un ramo de flores de azahar, marchito lo mismo que mi felicidad y mi juventud: cuando ella muera quiero ponerlo sobre su ataúd.

—¡Ta! ¡ta!—exclamó el duque—. ¡Así son las mujeres! Tú estás enferma, querida, y no serán las flores de azahar las que te curen.

—¡En cuanto a mí...!

Su mirada acabó la frase de modo tan expresivo que hasta el mismo duque la comprendió.

—¡Eso es!—dijo—; ¡a vuestra comodidad! ¡moríos las dos juntas! ¿Y entonces qué será de mí?

—Usted será rico, padre mío—dijo Germana abriendo la puerta del comedor.

La duquesa se levantó como movida por un resorte y corrió hacia su hija; pero ésta no tenía necesidad de apoyo. Besó a su madre y con paso firme y resuelto, el paso de los mártires, avanzó hasta la cama.

Iba vestida de blanco, como Paulina en el quinto acto de Poliuto. Un pálido rayo del sol de enero caía sobre su frente, formando como una aureola. Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no se veía brillar más que dos grandes ojos negros. Una masa de cabellos de oro, finos y frondosos, se amontonaban sobre su cabeza. Una hermosa cabellera es el último adorno de los tísicos; la conservan hasta el fin y son enterrados con ella. Sus manos transparentes caían a lo largo del cuerpo y se confundían con los pliegues del vestido. Era tal la delgadez de su persona que se asemejaba a una de esas criaturas celestes que no tienen ninguna de las bellezas ni de las imperfecciones de la mujer.

Se sentó familiarmente al borde de la cama, pasó el brazo derecho alrededor del cuello de su padre y le atrajo dulcemente hacia sí. Después designó la silla a Le Bris y le dijo:

—Haga el favor de sentarse, doctor, para que la familia esté completa. No me arrepiento de haber escuchado detrás de las puertas. Yo me temía que no hubiese servido para gran cosa; esta discusión me ha demostrado que aún podría ser útil a los míos. Ustedes son testigos de que no tengo ningún aprecio a la vida y que hace seis meses me he despedido de ella. Así como así este mundo es una bien triste morada para los que no pueden respirar sin sufrir. Mi único disgusto era el de legar a mis padres un porvenir de dolores y de miserias; ahora ya estoy tranquila. Me casaré con el conde de Villanera y adoptaré al hijo de esa señora. Gracias, querido doctor; a usted debemos nuestra salvación. Gracias a usted, el desarreglo de esas gentes devolverá el bienestar a mi excelente padre y la vida a mi noble madre. Mi paso por el mundo no habrá sido inútil. Me quedaba por todo bien el recuerdo de una vida pura y un pobre nombre sin mancha, como el velo de la primera comunión de una niña. Se lo doy todo a mis padres. Le ruego, mamá, que no proteste usted. No se desobedece a los enfermos. ¿Verdad, doctor?

—Señorita—respondió tendiéndole la mano—, es usted una santa.

—Sí; me esperan allá arriba; mi urna está dispuesta para recibirme. Rogaré a Dios por usted, mi digno amigo, ya que usted no lo hace.

Al hablar así su voz tenía algo de alado, de aéreo, de sobrenatural, como la serenidad del cielo. La duquesa se estremecía al escucharla; le parecía que el alma de su hija iba a escapar como un pájaro al que se ha abierto la jaula. Estrechó a Germana entre sus brazos y le dijo:

—¡No, tú no nos dejarás! Iremos todos a Italia y el sol te curará. El señor de Villanera es un hombre de corazón.

La enferma se encogió ligeramente de hombros y respondió:

—El hombre a quien se refiere usted hará mejor en quedarse en París, puesto que aquí tiene sus afectos, y en dejarme que pague tranquilamente mi deuda. Ya sé yo a lo que me comprometo aceptando su nombre. ¿Qué diría, ¡Dios santo!, si le jugase la mala partida de curarme? La señora Chermidy tendría el derecho de hacerme expulsar de este mundo por la justicia. Y diga usted, doctor, ¿me veré obligada a presentarme al señor de Villanera?

El señor Le Bris contestó con un imperceptible signo afirmativo.

—Bueno—dijo ella—, le haré buena cara. En cuanto al niño, le besaré de muy buena gana. Siempre me han gustado los niños.

La duquesa miró al cielo como un náufrago mira la orilla.

—Si Dios es justo—murmuró—, no nos separará; nos llevará a todos juntos.

—No, querida mamá; usted vivirá para mi padre. Usted, padre mío, vivirá para sí mismo.

—Te lo prometo—respondió ingenuamente el viejo.

Ni la duquesa ni su hija parecieron darse cuenta del egoísmo monstruoso que se encerraba detrás de aquellas palabras, al contrario, se emocionaron hasta derramar lágrimas; solamente el doctor sonrió.

Semíramis entró, anunciando que el almuerzo del señor duque estaba en la mesa.

—Adiós, señoras—dijo el doctor—; voy a llevar esas buenas noticias al conde. Creo que ustedes recibirán hoy mismo su visita.

—¿Tan pronto?—preguntó la duquesa.

—No tenemos tiempo que perder—añadió Germana.

—Mientras tanto—dijo el duque—, almorcemos.


III

LA BODA

El señor Le Bris tenía el coche a la puerta. Se hizo llevar a una lujosa confitería del barrio, compró una cajita de madera de violeta, la hizo llenar de bombones, volvió a subir al coche, que se detuvo bien pronto delante de la casa de la señora Chermidy. La bella arlesiana era propietaria del edificio, aunque no ocupaba más que el primer piso. El conserje era uno de sus criados y sabía que dos golpes de timbre significaban una visita para su señora.

Las puertas se abrieron por sí solas ante el joven doctor. Un lacayo le cogió el gabán de sobre los hombros con tanta ligereza que apenas si lo advirtió. Otro le introdujo, sin anunciarle, en el comedor. En aquel momento el conde y la señora Chermidy se sentaban a la mesa. La dueña de la casa le presentó sus mejillas y el conde le estrechó cordialmente la mano.

Los cubiertos habían sido puestos sin mantel sobre una mesa biselada de encina tallada. La habitación estaba adornada con tallas antiguas y cuadros modernos; un célebre banquero de la Calzada de Antin, que manejaba el pincel en sus ratos de ocio, había ofrecido a la señora Chermidy cuatro grandes panneaux representando escenas de naturaleza muerta; el techo era una copia del Banquete de los dioses; la alfombra había venido de Esmirna y los floreros de Macao. Una gran araña flamante, de vientre redondeado y delgadas patas, se agarraba implacablemente al centro del techo sin respeto alguno para la asamblea de los dioses. Dos aparadores esculpidos por Knecht brillaban a la luz con su profusión de cristal, loza y plata. El servicio de mesa correspondía a tanta suntuosidad; los platos eran chinos, las botellas de Bohemia y los vasos de Venecia. Los mangos de los cuchillos provenían de un servicio encargado a Sajonia por Luis XV.

Si el señor Le Bris hubiese gustado de las antítesis, habría podido hacer una comparación muy interesante entre el mobiliario de la señora Chermidy y el de la duquesa de La Tour de Embleuse. Pero los médicos de París son filósofos imperturbables que viajan entre el lujo y la miseria, sin extrañarse de nada, del mismo modo que pasan del calor al frío sin resfriarse.

La señora Chermidy estaba envuelta en vestido acolchado de raso blanco. Con aquel traje parecía una gata sobre un edredón, una joya en su estuche. No habéis visto nunca nada más brillante que su persona, ni más muelle que su envoltura. Tenía treinta y tres años, una hermosa edad para las mujeres que han sabido conservarse. La belleza, el más perecedero de todos los bienes terrestres, es aquel cuya administración resulta más difícil. La Naturaleza la da; el arte añade muy poca cosa, pero es necesario saberla conservar. Los pródigos que la derrochan y los avaros que no hacen uso de ella, llegan en pocos años al mismo resultado; la mujer de genio es la que se gobierna con una sabia economía. La señora Chermidy, nacida sin pasiones y sin virtudes, sobria en todos los placeres, siempre tranquila en el fondo del corazón con las apariencias de una vivacidad meridional, administraba con tanto cuidado su belleza como su fortuna. Cultivaba su frescura lo mismo que un tenor cultiva su voz. Era de aquellas mujeres que dicen locuras a todas horas, pero que no las hacen más que con su cuenta y razón; muy capaz de arrojar un millón por el balcón para que le entrasen dos por la puerta, pero demasiado prudente para cascar una avellana con los dientes. Sus antiguos admiradores de Tolón apenas si hubieran podido reconocerla: tanto había cambiado, o, por mejor decir, ganado. Sin ser tan blanca como una flamenca, había encontrado, no sé dónde, reflejos nacarados. La salud subía hasta sus pupilas en suaves arreboles rosados; su boca pequeña, redonda, carnosa, parecía una gruesa cereza que los gorriones hubiesen abierto a picotazos. Sus ojos brillaban en sus órbitas obscuras como un fuego de sarmientos en el centro de la chimenea. La indiferencia y la bondad formaban en su rostro una mezcla deliciosa. Sus cabellos, de un negro azulado, se partían sobre una frente pura, como las alas de un cuervo sobre la nieve de diciembre. Todo en ella era joven, fresco, sonriente; hubiera sido necesario tener muy buenos ojos para descubrir en los ángulos de aquella linda boca dos arrugas imperceptibles, finas como el cabello rubio de un recién nacido, y que ocultaban una ambición insaciable, una voluntad de hierro, una perseverancia china y una energía capaz de todos los crímenes.

Sus manos eran quizás un poco cortas, pero blancas como el marfil, con los dedos redondos, ondulosos, regordetes, en los que, no obstante, se adivinaba la garra. Su pie era el pie corto de las andaluzas, redondeado, lo mostraba tal como era y no cometía la tontería de usar botas largas. Todo su cuerpo era corto y redondeado, lo mismo que sus pies y sus manos; el talle un poco grueso, los brazos un poco carnosos, las caderas un poco pronunciadas; demasiada gordura, si os parece, pero la gordura graciosa de una codorniz, la redondez sabrosa de una hermosa fruta.

Don Diego se la comía con los ojos con una admiración infantil. ¿Es que los enamorados de todas las clases no son niños? Según las teogonías antiguas, el Amor es un niño de cinco años y medio, y no obstante Hesiodo asegura que es más viejo que el Tiempo.

El conde de Villanera descendía en línea recta de esos españoles caballerescos hasta lo ridículo, que el divino Cervantes ha ridiculizado, no sin admirarlos. Nada había en él que descubriese su origen napolitano, y se hubiera dicho que sus antepasados le habían legado, con armas y bagajes, la vieja virtud de la España heroica. Era un joven serio, rígido, frío, algo engreído, con un corazón de fuego y un alma apasionada. Hablaba poco, siempre después de larga reflexión, y nunca había mentido. No le gustaba discutir y reía rara vez, pero su sonrisa estaba llena de una gracia afable que no carecía de grandeza. La alegría, convengo en ello, le hubiera sentado mal. Intentad representaros un don Quijote joven, vestido de frac. A primera vista no se distinguía más que por sus negros bigotes, puntiagudos, lustrosos. Su larga nariz se encorvaba vigorosamente como el pico de un águila; tenía los ojos negros, las cejas negras, los cabellos negros y la tez del color uniforme de una naranja de Portugal. Sus dientes podían haber pasado por hermosos si no hubiesen sido tan largos y si su dueño no hubiera sido fumador. Estaban revestidos de un esmalte un poco amarillento, pero tan sólido que de él se hubieran podido construir piedras de molino. El blanco de sus ojos era también algo amarillento; no obstante, no se podía negar que tenía unos ojos muy hermosos. En cuanto a su boca, no dejaba nada que desear, y debajo de sus mostachos se advertían unos labios rosados como los de un niño. Sus brazos y sus piernas, así como sus manos y sus pies, eran de una longitud aristocrática. Finalmente, tenía la estatura de un granadero y la apostura de un príncipe.

Si preguntáis por qué un hombre así había podido caer en las manos de la señora Chermidy, os contestaré que la dama era más atractiva y más hábil que Dulcinea del Toboso. Los hombres del temple de don Diego no son los más difíciles de engañar, y el león se arroja con mayor aturdimiento sobre la trampa que el zorro. La sencillez, la rectitud y todas las cualidades generosas son otros tantos defectos para tratar con ciertas gentes. Un corazón honrado no desconfía de los cálculos y bellaquerías de que es incapaz, y cada cual se hace el mundo a su imagen. Si alguien hubiera dicho al señor de Villanera que la señora Chermidy le amaba por el interés, se habría encogido de hombros. Ella no le había pedido nada y él se lo había ofrecido todo. Al aceptar cuatro millones, le hacía un favor y él le estaba reconocido.

Por lo demás, al ver las miradas que le lanzaba a intervalos, era fácil adivinar que la fortuna de los Villanera podía cambiar de manos en el espacio de ocho días. Un perro echado a los pies de su dueño no era más humilde ni más respetuoso que él. Se leía en sus grandes ojos negros el reconocimiento apasionado que todo hombre galante debe a la mujer que ha elegido; la admiración religiosa de un padre joven por la madre de su hijo. Se veía, en fin, como un deseo no saciado, una sumisión de la fuerza al capricho, el temor de la negativa, una solicitud inquieta que probaba que la señora Chermidy era una mujer de talento.

El simpático doctor, sentado enfrente del conde, formaba con él un contraste singular. El señor Le Bris era lo que se llama un muchacho guapo. Quizá le faltaban un centímetro o dos para llegar a una estatura regular, pero era bien proporcionado. No tenía cara de tonto ni mucho menos, pero no sé si su nariz era del todo correcta. Su fisonomía decía muchas cosas, pero su filiación no os hubiese dicho nada. Se vestía con un aseo que se confundía con la elegancia; el corte de sus patillas castañas era irreprochable y su raya se prolongaba casi hasta la nuca. No era un hombre vulgar y, sin embargo, no se salía de lo vulgar. Ninguna muchacha casadera le hubiese rechazado por su físico, pero me habría extrañado mucho que se echase al agua por él. Además, se veía que no llegaría a los cuarenta años sin tener vientre.

Difícilmente otro médico podía ser más a propósito que él para la clientela. Sin parar mañana y tarde, afectuoso con lo más alto y lo más bajo de la sociedad, no desentona nunca. Es un Alcibíades burgués que se acomoda a todas las costumbres. Es apreciado en el faubourg Saint-Germain por su reserva, en la Calzada de Antin por su ingenio y en la calle Vivienne por su franqueza. Las mujeres, fuese cualquiera su posición, trabajaban activamente por él; ¿y sabéis por qué? Porque al lado de una enferma joven o vieja, fea o hermosa, demostraba una solicitud amable, una especie de galantería intermedia entre el respeto y el amor. El mismo no ha sabido explicarse jamás la naturaleza de este sentimiento, pero todas las mujeres sienten por él una simpatía benévola que puede llevarle muy lejos.

Sus antiguos camaradas del hospital le habían llamado, por este motivo, la llave de los corazones. Yo sé de una casa donde se le llama, y no sin motivo, la tumba de los secretos. Sus jóvenes clientes del faubourg Saint-Germain le reprochaban el que visitase todas las noches el escenario de la Opera y le llamaban mata ratas. En cambio, en el salón de baile su juiciosa conducta le había valido el apodo de Nuevo Continente.

—Y bien, Tumba de los secretos—dijo la señora Chermidy con su ligero acento provenzal—, ¿ha cumplido usted mi encargo?

—Sí, señora.

—¿Se trata de la tísica en cuestión?

—Sí, de la señorita de La Tour de Embleuse.

—¡Bravo! me parece que es una buena alianza... Yo siempre había sentido interés por las tísicas... ¡Las mujeres que tosen...! Ya ve usted cómo el Cielo recompensa mi compasión.

—Doctor—preguntó el conde—, ¿ha hablado usted de las condiciones?

—Sí, querido conde; las aceptan todas.

La señora Chermidy lanzó un grito de alegría.

—¡Negocio concluido! ¡Viva París, donde se compran las duquesas al contado!

El conde frunció el entrecejo. El doctor dijo vivamente:

—Si usted hubiese podido venir conmigo, señora, tengo la seguridad de que habría llorado.

—¿Es realmente muy conmovedor una duquesa que vende a su hija? ¡Un episodio del mercado de esclavas!

—Yo diría mejor un episodio de la vida de los mártires.

—¡Galante está usted!

El doctor contó la escena en la que él había representado un papel. El conde se emocionó. La señora Chermidy tomó su pañuelo e hizo ademán de enjugar sus hermosos ojos que no lo necesitaban.

—Me satisface mucho—dijo el conde—que sea ella quien haya adoptado esta resolución. Si los padres hubiesen aceptado por sí mismos, tal vez les habría juzgado mal.

—Perdón, pero antes de juzgarles faltaría saber si esta mañana tenían pan en casa.

—¿Pan?

—Pan, sin metáfora.

—Adiós—dijo el conde—. Voy a saludar a mi madre. Dormía aún esta mañana cuando he salido del hotel. Le contaré todo lo ocurrido y le preguntaré qué es lo que debo hacer. ¿Es posible, doctor, que haya gentes que carezcan de pan?

—He encontrado algunas en el camino de mi vida. Desgraciadamente no tenía un millón para ofrecerles como hoy.

El conde besó la mano a la señora Chermidy y corrió al hotel de su madre. La linda mujer quedó con el doctor.

—Puesto que hay gentes que carecen de pan—dijo—, veamos, doctor, ¡una taza de café!... ¿Cómo me las arreglaría yo para ver a esa mártir del pecho? Porque es necesario que sepa yo a quién confío a mi hijo.

—Puede usted verla en la iglesia, el día de la boda.

—¿En la iglesia? ¿Pero es que puede salir?

—Sin duda... en coche.

—Creí que estaba más enferma.

—¿Usted por lo visto quería un casamiento in articulo mortis?

—No, pero quiero estar segura. ¡Bondad divina! ¡doctor, si llegase a curar!

—La Facultad de Medicina se extrañaría mucho.

—¡Y don Diego quedaría casado para siempre! ¡Y yo mataría a usted, Llave de los corazones!

—¡Ay! señora, no me siento en peligro.

—¡Cómo ay!

—Perdone usted, es el médico el que habla, no el amigo.

—Una vez casada, ¿usted continuará asistiéndola?

—¿Es que hay que dejarla morir sin socorro?

—¡Toma! ¿para qué la casamos, pues? No será para que sea eterna.

El doctor reprimió un movimiento de disgusto y respondió con el tono más natural, como el de un hombre en el que la virtud no es pedantería:

—¡Dios mío! señora, es mi costumbre, y ya soy demasiado viejo para corregirme. Nosotros los médicos cuidamos a nuestros enfermos como los perros de Terranova salvan a los que se están ahogando. Cuestión de instinto. Un perro salva ciegamente al enemigo de su dueño. Yo cuidaré a esa pobre criatura como si todos tuviésemos interés en que se curase.

Después de la partida del doctor, la señora Chermidy pasó a su tocador y se entregó en manos de su doncella. Por la primera vez en mucho tiempo se dejó vestir sin fijarse: ¡tenía otras preocupaciones más importantes! Aquel matrimonio que había preparado, aquella combinación inteligente que ella misma se aplaudía como un rasgo de genio, podía convertirse en su confusión y en su ruina. No hacía falta para ello más que un capricho de la Naturaleza o la estúpida honradez de un médico para que quedasen fallidos los cálculos más sabios y defraudadas sus más queridas esperanzas. Comenzaba a dudar de su amante, de su buena estrella, de todo, en fin.

Hacia las tres de la tarde comenzaron a desfilar las visitas. Hubo de sonreír a todos los pares de patillas que se acercaron a ella, extasiarse ante cuarenta cajas de bombones salidas todas de la misma tienda. Maldijo con todo su corazón las amables importunidades de año nuevo, pero no dejó traslucir nada de la inquietud que le roía el alma. Todos los que salían de su casa se hacían lenguas de su amabilidad.

Y es que tenía un talento bien precioso para una dueña de casa; sabía hacer hablar a todo el mundo. Hablaba a cada uno de lo que más le interesaba; conducía a cada uno al terreno en que se encontraba más firme. Aquella mujer sin educación, demasiado perezosa y demasiado orgullosa para tener un libro en la mano, sabía fabricarse un fondo de conocimientos útiles leyendo a sus amigos. Y ellos le servían con la mejor voluntad. En el mundo somos así; agradecemos interiormente a todo aquel que nos obliga a hablar de lo que sabemos o a contar la historia que decimos bien. El que nos hace mostrar nuestro talento no es nunca un tonto, y cuando se está contento de sí mismo, no se está descontento de los demás. Los hombres más inteligentes trabajaban en la reputación de la señora Chermidy, tan pronto proporcionándole ideas, tan pronto diciendo con una secreta complacencia: «Es una mujer superior, me ha comprendido.»

En el curso de aquella reunión se encaró con un homeópata de renombre, que cuidaba a las personas más ilustres de París. Encontró medio de interrogarle delante de siete u ocho personas sobre el punto que la preocupaba.

—Doctor—le dijo—, usted que todo lo sabe, ¿quiere decirme si los tísicos pueden curar?

El homeópata le respondió galantemente que ella no tendría nunca nada que temer de tal enfermedad.

—No se trata de mí—repuso—. Es que me intereso vivamente por una pobre niña que tiene los pulmones destrozados.

—Envíeme usted a su casa, señora. No hay curación imposible para la homeopatía.

—Es usted muy bueno, doctor. Pero su médico, un simple alópata, asegura que ya no le queda más que un pulmón, y aun estropeado.

—Se le puede curar.

—El pulmón, tal vez. ¿Pero y la enferma?

—Puede vivir con un solo pulmón. Se ha visto muchas veces. Yo no le aseguro que pueda subir al Mont-Blanc a la carrera, pero sí vivir tranquilamente por espacio de muchos años, a fuerza de cuidados y de glóbulos.

—¡No deja de ser un porvenir! Nunca hubiese creído que se pudiese vivir con un solo pulmón.

—Tenemos ejemplos muy numerosos. La autopsia ha demostrado...

—¡La autopsia! ¡pero la autopsia no se hace más que a los muertos!

—Tiene usted razón, señora, y mis palabras se asemejan a una tontería. No obstante, escuche usted. En Argelia, el ganado de los árabes es generalmente tísico. Los rebaños están mal cuidados, pasan las noches al relente y enferman del pecho. Nuestros súbditos musulmanes no se sirven para nada del veterinario; dejan a Mahoma el cuidado de curar a sus vacas y a sus bueyes. Pierden muchas cabezas a causa de esta negligencia, pero no las pierden todas. Los animales curan alguna vez, sin el socorro de la ciencia y a pesar de todos los estragos que la enfermedad haya podido hacer en su cuerpo. Uno de mis colegas que presta servicio en el ejército del Africa, ha visto sacrificar en los mataderos vacas curadas de la tisis y que habían vivido muchos años con un solo pulmón en muy mal estado. A esta autopsia quería referirme yo.

—Ahora comprendo—contestó la señora Chermidy—. ¿Entonces, si se matase a todas las personas que viven en nuestra sociedad se encontraría algunas que no tienen los pulmones como es debido?

—Y que no parecen darse cuenta. Precisamente, señora.

Una hora más tarde se había renovado la tertulia alrededor de la chimenea del salón. La señora Chermidy vio entrar un viejo alópata, curtido en el ejercicio de la profesión, que no creía en los milagros, que gustaba de colocar las cosas en lo peor y que se extrañaba de que un animal tan frágil como el hombre pudiese llegar sin accidente a los sesenta años.

—Doctor—le dijo—, tendría usted que haber llegado un momento antes; se ha perdido usted un hermoso panegírico de la homeopatía. El señor P..., que acaba de salir, se alababa de hacernos vivir a todos con un solo pulmón. ¿Qué le parece a usted?

El anciano médico se encogió imperceptiblemente de hombros.

—Señora—respondió—, el pulmón es a la vez el más delicado y el más indispensable de nuestros órganos; renueva la vida a cada segundo por un prodigio de combustión que Spallanzani y los más grandes fisiólogos no han explicado ni descrito. Su contextura es de una fragilidad que espanta; su funcionamiento le expone a peligros continuamente renovados. Es en el pulmón donde nuestra sangre se pone en contacto inmediato con el aire exterior. Si se pensase que el aire es casi siempre demasiado frío o demasiado caliente o bien está mezclado con gases deletéreos, no se respiraría una sola vez sin hacer testamento. Un filósofo alemán que prolongó su vida a fuerza de prudencia, el célebre Kant, cuando daba su cotidiano paseo higiénico, tenía cuidado de cerrar la boca y de respirar exclusivamente por la nariz ¡tanto temía al aire que le rodeaba!

—Pero, entonces, querido doctor, ¿todos estamos condenados a morir del pecho?

—Mueren muchos, señora, y los homeópatas no lo evitan.

—¡Pero también curan muchos! Veamos; quiero suponer que un hombre joven y robusto se casa con una joven y bella tísica. El la lleva a Italia, hace lo posible por curarla y le proporciona los cuidados de un hombre como usted. ¿Es que no podría en dos o tres años...?

—¿Salvar al marido? Es posible; pero yo no me atrevería a responder.

—¡El marido! ¿Pero qué peligro puede haber?

—El peligro del contagio, señora. ¿Quién sabe si los tubérculos que nacen en los pulmones del tísico no extienden a su alrededor el germen de la muerte? Pero perdone usted, no es éste ni el lugar ni el momento de desarrollar una nueva teoría, inventada por mí, y que pienso someter uno de estos días al examen de la Academia de Medicina. Unicamente le contaré un caso observado por mí.

—Hable usted, querido doctor; hay tanto placer como provecho en escuchar a un hombre como usted.

—Hace cinco años, señora, visitaba yo a la mujer de un sastre de la calle de Richelieu, una infeliz criatura abominablemente tísica. Su marido era un robusto alemán, sólido y sano como una manzana. Los dos se adoraban. En 1849 habían tenido un niño que no vivió. La mujer murió en 1850; yo hice todo lo que pude por salvarla. El marido me pidió la cuenta y yo pasé dos años sin ir por la casa. El año último el sastre me envió a buscar; le encontré en la cama, de tal modo cambiado, que no podía reconocerle. Estaba tísico en el último grado. Así lo dije a una regordeta que lloraba a su cabecera. Era su segunda esposa; había cometido la tontería de casarse de nuevo. El marido murió, conforme al programa. La viuda ha heredado la enfermedad. Ayer la visité y aunque el mal ha sido atacado desde el principio, no me atrevería a responder de nada.

La señora Chermidy cerró sus puertas a las cinco de la tarde y se sumió en una melancólica meditación.

Nunca había desesperado de ser condesa de la Villanera. Toda mujer que engaña a su marido aspira necesariamente a ser viuda; con mayor motivo cuando tiene un amante rico y soltero. No creía descabellado que Chermidy faltase un día u otro. Un hombre que vive entre el cielo y el agua es un enfermo en peligro de muerte.

Sus esperanzas habían tomado cuerpo desde el nacimiento del pequeño Gómez. Tenía atado al conde con un lazo bien poderoso para las almas honradas, el amor paternal. Al casar al señor de Villanera con una moribunda, aseguraba el porvenir de su hijo y el suyo propio. Pero en la víspera de realizarse aquel atrevido proyecto, descubría dos peligros que no había previsto. Germana podía curar. Si sucumbía, podía arrastrar al conde con ella y legarle un germen mortal. En el primer caso, la señora Chermidy lo perdía todo, incluso su hijo. ¿Con qué derecho iría a reclamar el hijo legítimo de don Diego y de la señorita de La Tour de Embleuse? Por otra parte, si el conde debía morir después de su mujer, ella no se casaría con él. Se sentía demasiado joven y era demasiado hermosa para representar el papel de la segunda esposa del sastre.

Afortunadamente, pensaba, nada se ha hecho aún. Se puede buscar otro expediente. El conde está enamorado y es padre; haré de él lo que quiera. Si es absolutamente necesario que se case para que legitime a su hijo, ya encontraremos otra enferma cuya muerte sea más segura y cuyo mal no sea contagioso. Además, se decía para tranquilizarse, que el viejo alópata era un original capaz de inventar las teorías más absurdas. Había oído decir, es verdad, que la tuberculosis se transmitía algunas veces de padre a hijo, pero encontraba muy natural que Germana guardase para sí la enfermedad y la muerte, como bienes parafernales. Lo que la inquietaba seriamente era la posibilidad de una de esas curaciones maravillosas que echan por tierra todos los cálculos de la prudencia humana. Comenzaba a odiar al doctor Le Bris, tanto por sus escrúpulos como por su talento. Para acabarse de tranquilizar se prometió cortar en flor las gestiones de don Diego, hasta que ella hubiese tomado todas sus precauciones.

Pero los acontecimientos habían ido muy de prisa durante el día y el conde llegó a las diez para decirle que sus planes se habían ido cumpliendo al pie de la letra.

Don Diego, al levantarse de la mesa, había corrido a casa de su madre. La vieja condesa era una mujer de la misma madera que su hijo, alta, seca, huesuda, modelada como una tabla, plantada majestuosamente sobre dos grandes pies, morena hasta dar miedo a los niños, con una mueca aristocrática que parecía una sonrisa, y el pelo gris partido. Escuchó el relató de don Diego con la condescendencia rígida y desdeñosa de otras épocas para las pequeñeces de hoy. Por su parte, el conde no hizo nada para atenuar lo que había de reprensible en los cálculos de su matrimonio. Aquellas dos personas honradas, pero mezcladas por la fuerza de las circunstancias en uno de esos asuntos escabrosos que algunas veces se presentan en París, no se preocupaban más que de los medios de hacer dignamente una cosa que sus antepasados no habían hecho. La viuda no tuvo en la conversación un reproche, ni siquiera mudo; hubiera sido tardío; únicamente se trataba de asegurar el porvenir de la casa salvando el nombre de los Villanera.

Cuando todos los pormenores quedaron convenidos, la condesa subió a su carroza y se hizo conducir al palacio Sanglié. Los lacayos del barón la condujeron hasta el departamento de la duquesa. Semíramis le abrió la puerta y la introdujo en el salón. El señor y la señora de La Tour de Embleuse la recibieron al lado de la chimenea, en la que ardía todo lo que se había podido encontrar en la casa: dos tablas de la cocina, una silla de paja y otros objetos. La duquesa se había vestido como había podido. Su traje de terciopelo negro azuleaba por los pliegues. El duque llevaba la cinta de sus condecoraciones sobre un frac más raído que el de un maestro de escuela.

La entrevista fue fría y solemne. La señora de La Tour de Embleuse no podía hacer buena cara a los que especulaban sobre la próxima muerte de su hija. El duque, más despreocupado, intentó aparecer como un hombre de mundo, pero la rigidez de la viuda paralizó todas sus gracias y sintió frío hasta en la espalda. La señora de Villanera, por un error que se comete frecuentemente en los primeros encuentros, envolvió en un mismo juicio despectivo al duque y a la duquesa. Los acusó de demasiado apresuramiento y creyó leer en sus ojos una alegría sórdida. No obstante, no olvidó los graves intereses que allí la llevaban y expuso fríamente el motivo de su visita. Discutió, como si fuese un notario, todas las condiciones del matrimonio, y cuando estuvieron de acuerdo sobre todos los puntos, se levantó de su silla y dijo con una voz metálica:

—Señor duque, señora duquesa, tengo el honor de pedirles la mano de la señorita Germana de La Tour de Embleuse, su hija, para el conde Diego Gómez de la Villanera, mi hijo.

El duque respondió que su hija se consideraba muy honrada por la elección del señor de Villanera.

Se fijó de común acuerdo el día de la boda y la duquesa fue a buscar a Germana para presentarla a la viuda. La pobre niña creyó morir de espanto al compararse con aquel espectro de mujer. La condesa la encontró de su agrado, le habló maternalmente, la besó en la frente y pensó al despedirse: «¿Por qué ha de estar condenada a muerte? Tal vez fuese la nuera que me convendría.»

Al entrar en el hotel, la señora de Villanera encontró a don Diego que jugaba con el niño. El padre y el hijo formaban un grupo bastante original; quizás un extraño hubiese sonreído. El conde manejaba a la débil criatura con una ternura temerosa; quizá tenía miedo de hacer pedazos a su heredero con algún movimiento de sus robustos brazos. El niño era bastante fuerte para su edad, pero feo, sin gracia y excesivamente huraño. Desde que le habían separado de su nodriza, no había visto más que dos seres humanos, su padre y su abuela, y vivía entre aquellos dos colosos como Gulliver en la isla de los gigantes. La viuda se había secuestrado voluntariamente para estar a su lado; hacía y recibía muy pocas visitas por miedo que alguna palabra imprudente traicionase su secreto. Los únicos cómplices de aquella educación clandestina eran cinco o seis viejos domésticos encanecidos bajo la librea, gentes de otra época y de otro país. Hubieseis dicho que se trataba de los restos del ejército de Gonzalo de Córdoba o bien de náufragos de la Armada Invencible. A la sombra de aquella extraña familia, el niño crecía tristemente. Le faltaba la compañía de los de su edad y era inútil que se le quisiera enseñar a jugar. Hay niños de dos años que ya saben decirlo todo; él apenas si pronunciaba cinco o seis palabras de dos sílabas. Don Diego lo adoraba tal como era: un padre es siempre un padre; pero él tenía miedo a don Diego. Decía mamá a la vieja condesa, pero no la besaba sin llorar muchas veces. En cuanto a su madre, la conocía solamente de vista; la encontraba de cuando en cuando, en una plazoleta apartada, lejos de las alamedas por donde pasea la multitud. La señora Chermidy dejaba su coche a cierta distancia e iba a pie hasta el del conde; besaba al niño a hurtadillas, le daba bombones y le decía con una ternura sincera: «¡Mi pobre perrito, nunca serás mío!» No hubiera sido prudente llevarlo a su casa aun cuando la condesa viuda lo permitiese. La señora Chermidy sabía salvar las apariencias. Todo París sospechaba su situación, pero el mundo establece una gran diferencia entre una delincuente convencida o una mujer sospechosa. Así podía encontrar aquí y acullá algunas almas tan ingenuas que respondiesen de su virtud.

La señora de Villanera anunció a su hijo que la demanda estaba hecha y aceptada. Hizo el elogio de Germana, sin decir nada de la familia, y describió la miseria en que vivían los duques. Don Diego dijo que era preciso enviarles un pronto socorro sin humillarles. La condesa propuso sencillamente abrir su bolsillo al viejo duque en la seguridad de que no dejaría de recurrir a él; pero el conde encontró más decente comprar inmediatamente la canastilla y deslizar en ella mil luises. Esta limosna oculta entre flores serviría para pagar las deudas más apremiantes y para que la familia pudiese comer durante quince días. Y así se hizo. La madre y el hijo quisieron encargarse personalmente de ello. Antes de salir, la señora de Villanera besó las anaranjadas mejillas de su nieto y le dijo: «Vaya, mi pobre bastardo, ¡tu aguinaldo consistirá en un nombre!»

Nada es imposible en París: la canastilla fue improvisada en algunas horas. Por la noche, todos los comerciantes enviaron sus telas, sus encajes, sus cachemiras y sus joyas. La condesa no quiso confiar a nadie el encargo de arreglarlo todo y de colocar los cartuchos del oro en el cajón de los alfileres. A las diez, la canastilla salió en dirección al palacio Sanglié, mientras que el conde se dirigía a casa de la señora Chermidy.

Germana y la duquesa examinaron con fría curiosidad aquellos tesoros. La señora de La Tour de Embleuse admiraba los aderezos de su hija como Clitemnestra pudo admirar las bandas fúnebres destinadas a adornar la frente de Ifigenia. Germana recordó a sus padres el capítulo de Pablo y Virginia en que ésta gasta el dinero de su tía en pequeños regalos para su familia y sus amigos: ¿Qué haremos de todo esto, dijo, nosotros que ya no tenemos amigos ni familia? ¡Qué lástima!» El duque abrió los cajones con noble desdén, como hombre a quien todos los esplendores han sido familiares; pero no conservó su indiferencia a la vista del oro. Sus ojos se iluminaron. Aquellas manos aristocráticas que se habían abierto tan a menudo para dar, se crisparon ávidamente como las garras de un avaro. Rompió el papel de todos los cartuchos, hizo brillar el oro amarillento a la luz de una lámpara humeante e hizo tintinear a sus oídos aquellos discos trémulos, que tañían alegremente los funerales de Germana.

La pasión es un nivel brutal que iguala a todos los hombres. El señor duque de La Tour de Embleuse hubiera podido desempeñar su parte a las nueve de la mañana en el vestíbulo, en el concierto de los domésticos del palacio Sanglié. No obstante, bien pronto apareció el hombre educado. El duque metió el oro en el cajón y dijo con una frialdad estudiada: «Esto es de Germana; guárdalo bien, hija mía. Ya nos prestarás un poco para hacer hervir el puchero. Hoy hemos comido bastante mediocremente. Si fuese rico, como lo seré dentro de un mes, os llevaría a cenar al restaurant.» La enferma y la moribunda adivinaron los secretos deseos del viejo. No os podéis imaginar con qué tierna solicitud, con qué piedad respetuosa Germana le obligó a tomar algún dinero y la duquesa le vistió y le peinó para que fuese a cenar fuera de casa. Volvió a las dos de la madrugada. Su mujer y su hija oyeron unos pasos desiguales en el corredor. Pero ni una ni otra abrieron la boca y procuraron hacerse creer mutuamente que dormían.

Don Diego y la señora Chermidy pasaron una velada tempestuosa. La bella arlesiana comenzó por oponer a su amante diversas objeciones contra la boda. El conde, que no discutía nunca, le contestó con dos observaciones que no tenían réplica: «El asunto ya está concluido y usted es quien lo ha querido.» Ella cambió de táctica y ensayó el efecto de las amenazas. Le juró que rompería con él, que lo abandonaría, que le quitaría a su hijo, que promovería un escándalo, que se mataría. La sugestiva dama estaba muy hermosa en su furia; tenía el aire de un pajarito asustado, ante el cual un enamorado no podía permanecer insensible. El conde pidió gracia, pero firme en su resolución. Cedía como esos buenos resortes de acero que se doblan con gran esfuerzo, y que se enderezan con la prontitud del relámpago. Entonces abrió la esclusa de sus lágrimas; agotó el arsenal de su ternura y fue durante tres cuartos de hora la más desgraciada y la más enamorada de las mujeres. Cualquiera, al oírla, hubiera creído que ella era la víctima y Germana el verdugo. Don Diego lloró con ella: las lágrimas se deslizaban por su rostro varonil como la lluvia sobre una estatua de bronce. Cometió todas las cobardías que el amor exige. Habló de la futura condesa con una frialdad rayana en el desprecio; prometió por su honor que ella no viviría largo tiempo y hasta ofreció a la señora Chermidy que le permitiría ver a Germana antes de la boda. Pero su palabra estaba ya dada y los Villanera nunca se vuelven atrás de lo que dicen. Todo lo que la dama pudo obtener es que él la iría a ver todos los días clandestinamente, hasta que se celebrase la boda.

Al día siguiente la señora de Villanera le condujo al palacio Sanglié y le presentó a su nueva familia. Visita de ceremonia que no duró más de un cuarto de hora. Germana se desmayó en su presencia. Más tarde ha confesado que aquella fisonomía dura la espantó y que había creído ver entrar al hombre que debía enterrarla. En cuanto a él tampoco se sentía muy a gusto. No obstante, encontró algunas frases de cortesía y de reconocimiento que conmovieron a la duquesa.

Volvió todos los días, sin su madre, mientras se publicaban las amonestaciones. Según la costumbre establecida, cada vez llevaba un ramo. Germana le rogó que escogiese flores sin perfume. Soportaba difícilmente los olores. Aquellas entrevistas le molestaban mucho y fatigaban a Germana, pero había que conformarse con la rutina. El señor Le Bris temió por un momento que la enferma sucumbiese antes del día fijado y la señora Chermidy llegó a participar de los temores del doctor. Cuando vio que Germana estaba irremisiblemente condenada, tuvo miedo de que muriese demasiado pronto y se interesó por su vida. Algunas veces ella misma conducía al conde a la calle de Poitiers y le esperaba en su coche.

La duquesa había comprendido que no podía casar a su hija en aquel zaquizamí y alquiló por mil francos mensuales un bonito departamento amueblado en una casa próxima. Germana fue trasladada sin accidente, aprovechando un día de sol. Allí es a donde don Diego iba a hacerle la corte; la vieja condesa iba con tanta frecuencia como él y permanecía más tiempo. No tardó mucho en conocer a la señora de La Tour de Embleuse y el hielo quedó roto. Pudo admirar las virtudes de aquella noble mujer que durante ocho años había tenido que pasar por puertas bajas sin inclinar la cabeza una sola vez. Por su parte, la duquesa reconoció en la señora de Villanera una de esas almas elegidas que el mundo no aprecia en lo que valen porque sólo juzga por las apariencias. La cama de Germana sirvió de lazo de unión a aquellas dos madres. La anciana condesa disputó más de una vez a la señora de La Tour de Embleuse las fatigas y las molestias del estado de enfermera. Cada una de ellas quería encargarse de los cuidados más penosos y de esos servicios en que estalla la abnegación del sexo sublime.

El viejo duque proporcionaba a su mujer un suplemento de preocupaciones sin el cual hubiera podido pasarse perfectamente. El dinero le había dado como una tercera juventud. Juventud sin excusa, cuyas locuras frías y sin alegría no podían interesar a nadie. Vivía fuera de su casa y la solicitud discreta de su esposa no llegaba hasta inquirir sus acciones. Trataba de distraerse, según decía, de los disgustos domésticos. El oro de su hija resbalaba entre sus dedos y Dios sabe a qué manos iba a parar. Había perdido, en ocho años de miseria, aquella elegancia que ennoblece hasta las tonterías de los hombres bien nacidos. Todos los placeres le eran permitidos y llegó hasta llevar a la cabecera de Germana el olor nauseabundo de la taberna. La duquesa temblaba ante la idea de dejar a aquel niño viejo en París, con más dinero del que se necesitaba para matar a diez hombres. En cuanto a llevarlo a Italia, ni soñarlo. París era el único lugar donde había conocido la vida y su corazón estaba encadenado al asfaltado de las calles. La pobre mujer se sentía atraída por dos deberes contrarios. Hubiera querido dividirse en dos para endulzar los últimos momentos de su hija y para conducir la vejez alocada de su incorregible marido. Germana asistía desde su cama a los combates interiores que sostenía la duquesa. A fuerza de sufrir juntas, la madre y la hija habían llegado a entenderse sin decir nada y a no tener más que un alma para las dos. Un día, la enferma declaró rotundamente que no abandonaría Francia.

—¿Es que no estoy bien aquí?—decía—. ¿Qué necesidad hay de agitar al viento una antorcha que se extingue?

En aquel momento entró la señora de Villanera con el conde y el señor Le Bris.

—Querida condesa—dijo Germana—, ¿es absolutamente necesario que me enviéis a Italia? Para lo que he de hacer, mejor estoy aquí, y además no quisiera que mi madre dejase París.

—¡Pues que se quede!—respondió la condesa con su vivacidad española—. No tenemos necesidad de ella y yo la cuidaré a usted mejor que nadie. Usted es mi hija, ¿lo oye usted?, y tendremos ocasión de probárselo.

El conde insistió sobre la necesidad del viaje y el doctor hizo coro con él.

—Además—añadió el señor Le Bris—, la duquesa no nos sería precisamente útil. Dos enfermos en un mismo carruaje no permiten adelantar mucho. El viaje que es conveniente para usted, sería perjudicial para la señora duquesa.

En el fondo de su corazón, el honrado joven quería ahorrar a la duquesa el espectáculo de la agonía de su hija. Quedó, pues, convenido, que la señora de La Tour de Embleuse permanecería en París: Germana partiría con su marido, su suegra, el pequeño Gómez y el doctor.

El señor Le Bris se había comprometido un poco irreflexivamente a abandonar su clientela. El viaje le podía costar caro si duraba mucho tiempo. Lo difícil no era encontrar un colega que se encargase de la duquesa y de los demás enfermos; pero París es una ciudad donde los ausentes no hacen carrera y aquel que no se exhibe todos los días es pronto olvidado. El joven doctor sentía por Germana una amistad sólida, pero la amistad no nos lleva nunca al olvido de nosotros mismos: éste es uno de los privilegios del amor.

Por su parte, don Diego se había impuesto el cumplimiento de su deber y quería que Germana fuese acompañada de su médico de cabecera. Preguntó al señor Le Bris cuánto ganaba cada año.

—Veinte mil francos—contestó el doctor—. De esos cobro cinco o seis mil.

—¿Y el resto?

—Me lo quedan a deber. Nosotros no tenemos derecho a acudir a los juzgados.

—¿Haría usted el viaje a Italia por veinte mil francos anuales?

—Mi pobre conde, no hablemos de años. Lo que le queda de vida debe contarse por meses, quizás por semanas.

—¡Pongamos dos mil francos al mes y sea usted de los nuestros!

El señor Le Bris estrechó la mano del conde. El interés se mezcla en todas las pasiones humanas, y representa igualmente su papel en el drama y en la comedia. El amor y el odio, el crimen y la virtud, la vida y la muerte, no se cruzan jamás sin codearse con un personaje brillante y sonoro que se llama el dinero.

Fue el doctor el encargado de entregar al duque el precio de su hija. El conde no se hubiera atrevido jamás a dar un millón a un gentilhombre. El señor Le Bris, que conocía al duque, cumplió su comisión fácilmente. Le llevó una inscripción de cincuenta mil francos de renta y le dijo:

—Señor duque, he aquí la salvación de la señora duquesa.

—¡Y la mía!—añadió el viejo—. Usted nos ha prestado un gran servicio, doctor, y desde este momento queda al servicio de mi casa.

El joven respondió cortésmente:

—Es cosa hecha, señor duque.

Hubiera podido añadir que desde hacía tres años les visitaba gratuitamente.

El día de la boda por la mañana fue la modista a casa de Germana para probarle el traje de novia. La joven se prestó dulcemente a aquella triste chanza. La costurera advirtió que un punto del cuerpo se había descosido y se dispuso a reparar el desperfecto.

—¿Para qué?—dijo la enferma—. No he de usarlo más.

Al presentarle el velo, notó la ausencia de las flores de azahar.

—Está bien; temí que no se hubiesen fijado.

Aquellos preparativos eran de una tristeza fúnebre.

—Mamá—dijo Germana—, ¿se acuerda usted de los versos del poeta Jasmin, cuya traducción me leyó usted en la Revista de Ambos Mundos?

«Todos los caminos debían florecer,

Porque la hermosa novia iba a salir;

Debían florecer, florecer y granar,

Porque la hermosa novia iba a pasar.»

¿Cómo terminaba? No me acuerdo. ¡Ah! ¡sí!

«Todos los caminos debían gemir,

Porque la hermosa muerta iba a salir;

Debían gemir, debían llorar.

Porque la hermosa muerta iba a pasar.»

La duquesa se deshacía en lágrimas. Germana le pidió perdón por su cobardía.

—Espere usted—dijo—, ya me verá ante el enemigo. Debo llevar dignamente el nombre de ustedes. ¿No soy el último vástago de los La Tour de Embleuse?

Los testigos del conde fueron el embajador de España y el secretario de la legación de las Dos Sicilias. Los de Germana, el barón de Sanglié y el doctor Le Bris. Todo el faubourg fue invitado a la misa. El señor de Villanera conocía a lo mejor de París y al viejo duque no le molestaba resucitar públicamente como millonario. Las tres cuartas partes de los invitados fueron exactos a la cita; a pesar de la discreción de los invitados, el público adivinaba cierta anormalidad. En todo caso, no deja de ser algo raro y curioso la boda de una moribunda. Al dar las doce de la noche, doscientos o trescientos coches, que venían del baile o del teatro, fueron a depositar su carga en la plazoleta de Santo Tomás de Aquino.

La novia descendió la gradería del brazo del doctor Le Bris. Se la encontró menos pálida de lo que se esperaba, pero es que había rogado a su madre que le pusiera un poco de colorete para representar aquella comedia.

Avanzó con paso firme hasta el reclinatorio que se le había destinado. Su padre le daba la mano y marchaba triunfalmente a su izquierda, mirando con el monóculo a la concurrencia. El singular viejo no pudo retener una exclamación al advertir medio oculta entre la multitud una encantadora cabeza: «¡Hermosa mujer!», dijo como si se hallase en el bulevar.

Era la señora Chermidy que había querido ver con sus propios ojos si la novia aun estaba viva.

Después de la ceremonia, una silla de postas con cuatro caballos llevó a los viajeros hasta la barrera de Fontainebleau, pero desde allí retrocedió al bulevar exterior y regresó al palacio Villanera. Era necesario tomar al pequeño Gómez y dar a Germana algunas horas de reposo.


IV

VIAJE A ITALIA

Germana durmió poco aquella noche. Estaba acostada en una inmensa cama de pabellón, en el centro de una habitación desconocida. Un globo de porcelana mal iluminaba los tapices. Mil figuras extravagantes parecían salirse de la pared y bailar alrededor de la cama. Por primera vez, durante veinte años, se veía separada de su madre. Había sido reemplazada por la señora de Villanera, atenta a sus menores deseos y movimientos, pero que le daba miedo. En un ambiente tan poco tranquilizador, la pobre niña no se atrevía ni a dormir ni a estar despierta. Cerraba los ojos para no ver los tapices, pero no tardaba en volverlos a abrir, porque entonces se le presentaban otras imágenes más espantosas. Creía ver a la muerte en persona, tal como los imagineros de la Edad Media la habían representado en los misales.

—Si me duermo—pensaba—, nadie vendrá a despertarme; me han dejado aquí para que me muera.

Un gran reloj de Boule marcaba las horas sobre la chimenea. Los golpes secos del péndulo, la regularidad inflexible del movimiento, le crispaban los nervios: rogó a la condesa que parase el reloj. Pero bien pronto el silencio le pareció más temible que el ruido e hizo devolver la vida a la inocente máquina.

Hacia la mañana, la fatiga fue más fuerte que todas las preocupaciones. Germana dejó caer sus pesados párpados, pero se despertó casi en el acto al ver que tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Ella sabía que en esta postura se enterraba a los muertos. Sacó fuera de los cobertores sus bracitos descarnados y se cogió fuertemente a la madera de la cama. La condesa se apoderó de su mano, la besó dulcemente y la retuvo sobre sus rodillas. Solamente entonces se tranquilizó la enferma y durmió hasta entrado el día. Soñó que la condesa estaba de pie a su derecha, que tenía la figura de un ángel y que le habían salido unas alas blancas. A su izquierda veía otra mujer, pero no pudo reconocerla. Lo único que pudo distinguir fue un velo de encaje, dos grandes alas de cachemira y dos garras de diamantes. El conde se paseaba con paso agitado: iba de una a otra mujer y les hablaba al oído. Finalmente, el techo se abrió, descendiendo un hermoso niño mofletudo, parecido a esos querubines que guardan los tabernáculos de las iglesias. El ángel voló sonriendo hacia la enferma, ella abrió los brazos para recibirlo y el movimiento que hizo la despertó.

Al abrir los ojos, vio entrar a la vieja condesa con traje de viaje y al joven Gómez trotando a su lado. El niño sonrió instintivamente a aquella linda muñeca blanca con cabellos de oro, e hizo ademán de querer trepar a la cama. Germana intentó ayudarle, pero no era bastante fuerte. La condesa de la Villanera le levantó como una pluma y lo arrojó suavemente sobre los almohadones.

—Hija mía—le dijo con emoción mal contenida—, te presento al marqués de los Montes de Hierro.

Germana cogió al niño por la cabeza y le besó dos o tres veces. El pequeño Gómez recibió aquellas caricias con agrado y aun creo que le devolvió un beso. La joven le miró largo rato y sintió el corazón emocionado. No sé qué proceso se desarrolló en el fondo de su pensamiento, pero, después de un esfuerzo invisible, le dijo a media voz:

—¡Hijo mío!

La viuda la abrazó agradecida.

—Marqués, ahí tienes a tu mamaíta.

—¡Mamá!—repitió el niño sonriendo.

—¿Quieres que sea tu mamá?—preguntó Germana.

—Sí—respondió.

—Pobre pequeño, no será por mucho tiempo, ¡no!

—¡No!—repitió el niño sin comprender lo que decía.

Desde aquel momento el hijo y la madre fueron amigos. El pequeño Gómez no quiso salir ya de la habitación y asistió al tocado de Germana. Esta le tenía sobre sus rodillas cuando entró el conde de Villanera a saludar a su esposa y a besarle la mano. La joven experimentó una especie de vergüenza al verse así sorprendida y dejó resbalar al niño sobre la alfombra.

Germana no había amado aún más que a su madre y a su padre. No había estado en el colegio, no había tenido amigas y no conocía a ningún hombre. El derroche de amor y de amistad que se hace en los pensionados, y que gasta el corazón de las jóvenes antes de tiempo, no había mermado las riquezas de su alma. Amó, pues, a su suegra y a su hijo adoptivo como un pródigo que no teme arruinarse; dedicó al doctor Le Bris una ternura fraternal, pero le pareció imposible amar a su marido: esto era superior a sus fuerzas; más valía, pues, renunciar. Y no es que el conde fuese un hombre desagradable; otra mujer le hubiera encontrado perfecto. De todos sus compañeros de viaje, fue seguramente el más paciente, el más atento, el más delicado; un caballero de honor encargado de escoltar a una reina joven, no hubiera cumplido mejor su deber. Era él quien lo disponía todo para la marcha y para el reposo, arreglaba el paso de los caballos, elegía las comidas y preparaba los alojamientos. Las jornadas que hacían eran cortas, de modo que en dos etapas adelantaban diez leguas.

Esta manera de viajar hubiera agotado la paciencia de un hombre joven y robusto: don Diego no temía más que Germana pudiera fatigarse. Era fumador, como creo ya haberos dicho. Desde el primer día del viaje se redujo a fumar dos cigarros por día; uno por la mañana, antes de partir, y el otro por la noche, antes de acostarse. Pero una mañana la enferma le dijo:

—¿No ha fumado usted? Me parece sentir el olor del tabaco.

Don Diego dejó sus cigarros en la primera posada y no volvió a fumar.

La enferma lo aceptaba todo de su marido sin perdonarle ningún sacrificio. ¿No le había dado ella más de lo que podía darle? Ella se repetía continuamente que don Diego la cuidaba por deber o, mejor dicho, para descargo de su conciencia, que la amistad no entraba para nada en todas aquellas atenciones; que él desempeñaba fríamente el papel de buen marido; que amaba a otra mujer; que no se pertenecía y que había dejado su corazón en Francia. Pensaba, en fin, que aquel hombre que parecía tan cuidadoso de su vida, se había casado con ella con la esperanza de que moriría bien pronto, y se indignaba de ver retrasar con todos sus esfuerzos el acontecimiento que tanto deseaba.

Fue, pues, tan dura para él, como era amable para los demás. Ocupaba el fondo del carruaje con la vieja condesa. Don Diego, el médico y el niño estaban de espaldas a los caballos. Si alguna vez el niño trepaba sobre sus rodillas, o si la viuda, dormida por la monotonía del movimiento, dejaba caer la cabeza sobre su hombro escuálido, jugaba con el pequeño o acariciaba los cabellos de la viuda. Pero no permitía que su marido le preguntase siquiera por su estado, y un día le respondió con una crueldad sangrienta:

—Esto va bien, sufro mucho.

Don Diego sacó la cabeza por la ventanilla y sus lágrimas cayeron sobre las ruedas.

El viaje duró tres meses, sin cambiar ni el humor ni la salud de Germana. No estaba mejor ni peor: arrastraba la vida. Tenía siempre la misma aversión a su marido, pero se iba acostumbrando a él. Italia entera pasó ante su vista sin que se interesase por nada, ni siquiera se fijase en ningún sitio. Verdad es que en invierno Italia se parece mucho a Francia. Nieva un poco menos, pero llueve más.

El clima de Niza la hubiera sentado muy bien. Pasando por el paseo de los Ingleses, don Diego había hecho el elogio de una linda villa pintada de color de rosa y rodeada de un jardín de naranjos. Pero Germana se aburría de ver desfilar todo el día una interminable procesión de tísicos. Los condenados que se destierran a Niza tienen miedo los unos de los otros y cada uno de ellos lee su destino en la palidez del vecino.

—¡Vamos a Florencia!—dijo ella.

Y don Diego hizo enganchar para Florencia.

Encontró en la ciudad un aspecto de fiesta que parecía exacerbar su desgracia. El primer día que fue conducida al paseo, que oyó la música de los regimientos austriacos y que las floristas mofletudas arrojaron su mercancía en el coche, reprochó duramente a su marido el haberla expuesto a un contraste tan cruel. Quedaba Pisa y allí fueron. Quiso ver el Campo Santo y la terrorífica obra maestra de Orcagna. Aquellas pinturas fúnebres, aquellos cuadros de la Muerte, dueña de la vida, la impresionaron fuertemente y salió de allí más muerta que viva.

Entonces expresó el deseo de ir hasta Roma. El clima de la gran ciudad no debía favorecerla precisamente, pero había llegado ya al punto en que el médico no niega nada a su enfermo. Vio Roma y creyó entrar en una vasta necrópolis. Aquellas casas desiertas, los palacios vacíos y las grandes iglesias en las que se ve de espacio en espacio un fiel arrodillado, tomaron a sus ojos una fisonomía sepulcral.

Partió para Nápoles y tampoco se encontró mejor. Se habían alojado en Santa Lucía. El más hermoso golfo del universo ondulaba sus aguas azules ante ella; el Vesubio humeaba bajo sus balcones; el sitio estaba bien elegido para vivir y morir. Pero ella soportaba impacientemente los ruidos de la calle, el grito agudo de los cocheros, el paso sonoro de las patrullas suizas y el canto de los pescadores. Maldijo la ciudad ruidosa y agitada donde ni siquiera era permitido sufrir en paz. La ofrecieron hallar en las inmediaciones un retiro más tranquilo; quiso buscar por sí misma e hizo un gasto de actividad que la agotó en pocos días. El doctor estaba admirado de tanta resistencia. Era preciso que la Naturaleza hubiera construido su cuerpo con bien sólidos materiales o bien que un alma vigorosa retrasase la ruina de aquel edificio que se desplomaba.

Le enseñaron Sorrento y Castellamare; la pasearon durante ocho días de lugar en lugar sin que se decidiese a hacer una elección. Una noche, tuvo el capricho de visitar Pompeya a la luz de la luna.

—Es una ciudad por mi estilo—dijo con una sonrisa amarga—; es justo que los muertos se consuelen entre sí.

Fue preciso arrastrarla por espacio de dos horas sobre el empedrado desigual de la ciudad muerta. Hubiera sido un paseo delicioso para un corazón alegre. El día había sido hermoso; la noche era casi tibia. La luna iluminaba los objetos como un sol de invierno. El silencio añadía al espectáculo un encanto dulce y solemne. Las ruinas de Pompeya no tienen la grandeza aplastante de esos monumentos romanos que inspiraron tan largas frases a madama de Staël. Son los restos de una ciudad de diez mil habitantes; los edificios privados y públicos tienen una fisonomía provinciana. Al entrar en aquellas calles estrechas, al abrir la puerta de sus casitas, se penetra en la vida íntima de la antigüedad y se es recibido amistosamente en un pueblo que ya no existe.

Encontráis allí una singular mezcla del sentimiento artístico que distinguía a los antiguos y del mal gusto que es patrimonio de los pequeños burgueses de todas las épocas. Nada más divertido que descubrir bajo el polvo de veinte siglos jardinillos semejantes a los de los Inválidos, con su surtidor microscópico, los pequeños patos de mármol y la estatuíta de Apolo en el centro. He ahí el dominio de un ciudadano romano que vivía de sus rentas en el año 79 de la Era cristiana. La alegría champañesa del doctor se recreaba dulcemente en medio de aquellos curiosos restos. Don Diego traducía a su mujer los relatos interminables del guarda, pero la impaciencia febril de la enferma quitaba todo encanto a la excursión. La pobre niña no era dueña de sí misma; pertenecía a la enfermedad y a la muerte próxima. No caminaba nada más que por sentirse vivir, ni hablaba más que por oír su voz. Se adelantaba a la comitiva, volvía sobre sus pasos, pedía que la dejasen ver de nuevo lo que ya había visto, se detenía en el camino y se ingeniaba en buscar caprichos que nadie podía satisfacer. Hacia las nueve, el frío se apoderó de ella y propuso volver al hotel. «Decididamente, dijo, quiero morir aquí; por lo menos estaré tranquila.» Pero después pensó que el Vesubio no había dicho aún su última palabra y que podría depositar una sábana de fuego sobre su tumba. Entonces habló de volver a París y se acostó con unos escalofríos que no presagiaban nada bueno.

La viuda cenó a su lado. El niño ya dormía desde hacía rato. El dueño de la Corona de hierro invitó a los caballeros a bajar al comedor; estarían mejor que en la habitación de un enfermo y tendrían compañía.

El médico aceptó la proposición y don Diego le siguió.

La compañía se reducía a dos personas; un pintor francés, gordinflón y de buen humor, y un joven inglés encarnado como un cangrejo. Los dos habían visto entrar a Germana y habían adivinado sin esfuerzo el mal que la mataba. El pintor profesaba una filosofía alegre, como todo el que digiere bien.

—Yo, señor—decía a su vecino—, si nunca llegase a padecer del pecho, lo que no es probable, no me apartaría en absoluto de mi régimen de vida. En todas partes se cura y en todas partes se muere. El aire de París es quizás el que mejor conviene a los tísicos. Hablan del Nilo: los posaderos del Cairo son los que han hecho extender esa opinión. Sin duda el vapor del río sirve para algo, pero, ¿y la arena del desierto no es perjudicial? Se os entra en los pulmones, se aloja en ellos y ¡buenas noches!... Usted me dirá que si de todos modos hay que morir, queda por lo menos el derecho de elegir el sitio. Me hago cargo perfectamente de ello. ¿Ha viajado usted por la regencia de Túnez?

—Sí.

—¿Ha visto usted cortar la cabeza a alguien?

—No.

—Pues bien, todo eso se ha perdido usted. Esos desgraciados tienen el derecho de elegir el sitio. Cuando un tunecino es condenado a muerte, se le da tiempo hasta la puesta del sol para buscar el lugar en que se le haya de cortar la cabeza. Desde el amanecer, dos verdugos le cogen del brazo y le conducen al campo. Cada vez que llegan a algún lindo rincón de paisaje, un arroyuelo sombreado por dos palmeras, los ejecutores dicen al paciente: «¿Cómo encuentras esto? Sería inútil buscar nada mejor.» «Vamos más lejos, dice el otro, aquí hay moscas.» Le pasean así hasta que ha encontrado un lugar de su agrado y se decide generalmente a la puesta del sol. Entonces se arrodilla, los dos vecinos sacan sus cuchillos y le cortan tranquilamente la cabeza. Pero tiene, por lo menos, el consuelo de morir en un terreno a su gusto. He conocido en París a una bailarina que se le había metido la misma idea en la cabeza. Se había comprado un terreno en el Père-Lachaise e iba a visitarlo de cuando en cuando, cada vez con mayor placer. Los seis metros de su propiedad estaban en uno de los más bellos rincones del cementerio, rodeado de monumentos burgueses y con vistas al exterior. Pero sus compatriotas de usted son los que cometen mayores extravagancias. Uno que encontré una vez quería ser enterrado en Etretat porque allí el aire es más puro, porque se ve el mar y porque nunca ha habido cólera. Me contaron de otro que compraba terrenos en todas las ciudades por donde pasaba. Desgraciadamente murió en la travesía de Liverpool a Nueva York y el capitán le hizo arrojar al agua.

Don Diego y el doctor hubieran dejado muy a gusto de oír semejante discurso e iban a rogar a su vecino que cambiase de conversación, cuando el joven inglés tomó la palabra.

—Pues yo, señor—dijo—, hace dos años estaba tan enfermo como esa joven que hemos visto pasar. Los médicos de Londres y de París me habían firmado mi pasaporte y yo buscaba también un sitio para morir. Lo elegí en las islas Jónicas, en la parte meridional de Corfú. Me instalé allí esperando mi hora y me encontré bien, tan bien, que la hora pasó.

El médico tomó la palabra con la desenvoltura que reina en las mesas redondas de Italia:

—¿Usted ha estado tísico, señor?

—En tercer grado, si es que toda la Facultad no se burló de mí.

Citó los nombres de los médicos que lo habían visitado y condenado. Contó cómo había acabado por cuidarse él mismo, sin nuevos remedios, en el campo, lejos del bullicio, esperando la muerte, bajo el cielo de Corfú.

El señor Le Bris le pidió permiso para auscultarle, a lo que se negó él con un terror cómico. Le habían contado la historia del médico que mató a su enfermo para saber cómo se había curado.

Una hora después el conde estaba sentado a la cabecera de Germana. La enferma tenía el rostro encendido y la palabra jadeante.

—Venga usted—dijo a su marido—. Tengo que hablarle seriamente. ¿No se fija usted en que estoy mejor esta noche? Tal vez estoy en vías de curación. Su porvenir de usted está comprometido. Le he hecho perder ya tres meses; nadie esperaba que durase tanto. Mi familia tiene mucha vitalidad; será necesario que me mate. Usted tiene derecho, ya lo sé; para eso le ha costado su dinero. Pero déjeme aún algunos días; ¡es tan hermosa la luz! Me parece que respiro mejor.

Don Diego le cogió la mano; estaba ardiente.

—Germana—le dijo—, he comido con un joven inglés que ya le enseñaré mañana. Estaba más enfermo que usted, según asegura; el cielo de Corfú le ha curado. ¿Quiere usted que nos marchemos a Corfú?

La joven se incorporó en la cama, le miró en los ojos y le dijo con una emoción que rayaba en el delirio:

—¿Dices la verdad?... ¿Puedo vivir aún?... ¿Volveré a ver a mi madre? ¡Ah! si tú me salvases, toda mi vida sería poca para pagar tanto bien. Te serviría como una esclava, educaría a tu hijo y haría un grande hombre de él... ¡Desgraciada! no es para eso para lo que tú me has elegido. Tú amas a esa mujer, la echas de menos, la escribes, ansias el momento de volver a verla, y todas las horas de mi vida son otros tantos robos que cometo...

Durante dos días, su mal pareció agravarse en aquella habitación del hotel y todos creyeron que moriría sobre las ruinas de Pompeya. No obstante, pudo levantarse en la primera semana de abril. Conducida a Nápoles, embarcó en un paquebot que partía para Malta y desde allí un vapor del Lloyd inglés la transportó hasta el puerto de Corfú.


V

EL DUQUE

El señor y la señora de La Tour de Embleuse se habían despedido de su hija en la sacristía de Santo Tomás de Aquino. La duquesa lloró mucho; el duque tomó más alegremente la separación, para tranquilizar a su esposa y a su hija; quizá también porque no encontró lágrimas en sus ojos. En su fuero interno, él no creía en la muerte de Germana. El solo, con la vieja condesa de Villanera, esperaba el milagro de la curación. Aquel caballero servidor de la fortuna estaba firmemente convencido de que una dicha nunca llega sola. Todo le parecía posible desde que había vuelto a salir a flote. Comenzó por predecir el restablecimiento de su mujer y no se equivocó.

La duquesa era de una constitución robusta, como toda su familia. Las fatigas, las noches sin dormir y las privaciones habían tomado una gran parte en la enfermedad crítica que la edad le había aportado. Añadid a esto las angustias continuas de una madre que espera el último suspiro de su hija. La señora de La Tour de Embleuse sentía tanto o más los dolores de Germana que los suyos propios. Cuando se separó de su querida enferma, se repuso poco a poco y compartió menos penosamente los males que no veía tan de cerca. La imaginación nos hace sufrir tanto como los sentidos, pero una desgracia que no vemos pierde algo de su crudeza. Si vemos aplastar un hombre en la calle, experimentamos un dolor físico, como si las ruedas hubiesen pasado por encima de nuestro cuerpo; el relato de este suceso leído en un periódico no hace más que rozar nuestra piel. La duquesa no podía estar tranquila ni ser feliz, pero por lo menos escapó a la acción directa del peligro sobre su sistema nervioso. No es que hubiese recobrado la calma, pero no vivía en la terrible ansiedad del que espera un acontecimiento inevitable. No abría jamás sin temblar una carta de Italia, pero en el intervalo de cada correo tenía instantes de reposo. A las vivas angustias que la torturaban, sucedió un dolor sordo que la costumbre le hizo familiar. Experimentaba el triste consuelo de un enfermo que del estado agudo pasa al estado crónico.

Un amigo del joven doctor la visitaba dos o tres veces por semana, pero su verdadero médico continuaba siendo el señor Le Bris. Este le escribía regularmente, así como a la señora Chermidy, y aunque siempre había procurado no mentir, las dos correspondencias no se parecían mucho. Repetía a la pobre madre que Germana vivía, que la enfermedad parecía haberse detenido y que aquella dichosa suspensión de una marcha fatal daba derecho a esperar un milagro. No se alababa de curarla y decía a la señora Chermidy que sólo Dios podía aplazar indefinidamente la viudez de don Diego. La ciencia era impotente para salvar a la joven condesa de Villanera. Vivía aún y la enfermedad parecía haber hecho un alto, lo mismo que un viajero descansa en una posada para continuar con mayor vigor al día siguiente. Germana estaba siempre débil durante el día, febril y agitada al aproximarse la noche. El sueño le negaba sus favores, su apetito era caprichoso y rechazaba los platos con disgusto desde el momento que los había probado. Su delgadez era espantosa y la señora Chermidy hubiera tenido sumo placer en verla. Se podía decir que debajo de la piel límpida y transparente no tenía más que huesos y tendones; los pómulos parecían salírsele de la cara. ¡Verdaderamente era preciso que la señora Chermidy fuese muy impaciente para pedir algo más!

El duque no sabía o no quería saber esto y ya había celebrado más de una vez la curación de su hija. En la edad del juicio, aquel anciano, cuyos cabellos blancos hubieran inspirado respeto si no se los tiñese, resistía mejor que un joven las fatigas del placer. Se adivinaba fácilmente que agotaría más pronto sus escudos que sus necesidades y sus fuerzas. Los hombres que han entrado tarde en la vida encuentran reservas extraordinarias para sus últimos años.

Disponía de poco dinero efectivo, por muy millonario que fuese. El primer semestre de sus rentas debía vencer el 22 de julio; mientras tanto, era preciso vivir de los 20.000 francos de la canastilla. Esto era bastante para los gastos de la casa y para las pequeñas deudas que esperan menos que las grandes. Si la duquesa hubiese tenido a su disposición esta suma habría puesto la casa sobre un pie decente; pero el duque no soltaba la llave de la caja, siempre que en ella hubiese dinero. Pagó muy pocas deudas; se negó cortésmente a comprar muebles y conservó, a pesar de la duquesa y del sentido común, un departamento de 12.000 francos, en el cual no se detenía un instante. De cuando en cuando daba un luis a Semíramis para la cocina, pero nunca se preocupó de preguntarle cuánto se le debía por sus servicios. Compró dos o tres vestidos magníficos a la duquesa, que carecía de la ropa interior más necesaria. Lo que empleaba cada día en sus gastos personales era un secreto entre su cajón y él.

No creáis, sin embargo, que tenía el egoísmo odioso de ciertos maridos que tiran el dinero a manos llenas y quieren conocer al céntimo los desembolsos de su esposa. Concedía a la duquesa tanta libertad para lo pequeño como se reservaba él para lo grande. Continuaba siendo aquel hombre cortés, solícito y tierno que su pobre mujer adoraba hasta en sus faltas. El se informaba de su salud con una atención casi filial. Le repetía por lo menos una vez al día: «Eres mi ángel guardián.» Le daba nombres tan dulces que, sin el testimonio de los espejos, hubiera creído tener veinte años. Algo es algo; y el peor marido no es despreciable más que a medias, cuando deja una dulce ilusión a su víctima. Un gran artista que ha visto nuestra sociedad con los ojos de Balzac, y que la ha pintado mejor, Gavarni, ha puesto este singular juicio en la boca de una mujer del pueblo: «Mi marido, un perro acabado; ¡pero el rey de los hombres!» Traducid la frase en estilo noble y comprenderéis el amor obstinado de la duquesa por el duque.

No obstante, el viejo descendía rápidamente todos los escalones que un hombre bien nacido puede descender. Cuando el ruido de su nueva fortuna se hubo extendido por París, encontró en el Bosque un cierto número de antiguos conocidos que habían tomado la costumbre de volver la cabeza cuando le veían. Le invitaron a algunos salones de Montmartre donde los hombres más elegantes y más respetables van algunas veces en buena compañía a buscar la mala. Encontró aquí y acullá muebles que había comprado con su dinero; miró la hora en relojes cuya factura había pagado. La pasión del juego, que dormía en él desde muchos años, se despertó más ardiente que nunca; pero jugó a lo pícaro, alrededor de esos tapetes sospechosos que la policía barre de cuando en cuando. Aquel mundo peligroso, que es maestro en adular todos los vicios de que vive, hizo un recibimiento triunfal al duque de La Tour de Embleuse y le aplaudió su juventud póstuma que salía de la miseria como Lázaro de su tumba. Le probaron que tenía veinte años y él intentó probárselo a sí mismo. Asistió a grandes comilonas, con detrimento de su estómago, bebió champagne, fumó cigarros y rompió botellas. En aquellas reuniones la dignidad quedaba en el guardarropa. No obstante, los recién llegados de provincias, los extranjeros perdidos en París o los hijos de familia escapados de la tutela paternal, admiraban los nobles modales y la apostura aristocrática de aquel gentilhombre averiado. Los hombres le respetaban más de lo que se respetaba él mismo; las mujeres contemplaban en él una ruina a la que habían contribuido y que, no obstante, se conservaba bien. En ciertos remansos de la sociedad se hace más caso de un veterano que se ha comido ciento veinte mil francos de renta que de un soldado que haya perdido los dos brazos en el campo de batalla.

El duque siguió a esta sociedad a todos los lugares donde ella iba. Así, concurrió a las primeras representaciones de ciertos teatros y el respeto de su nombre, que le había acompañado en la primera mitad de su carrera, pareció abandonarle para siempre. En dos meses se convirtió en el hombre más criticado de París. Tal vez hubiera tenido más recato en su conducta si el conocimiento de sus actos hubiera podido llegar a su familia. Pero Germana estaba en Italia y la duquesa se había encerrado en su casa; no tenía, pues, nada que temer.

El contraste de su nombre y de su conducta le dio en poco tiempo una popularidad entre la gente baja, que parecía ser muy de su gusto. Se le vio, a la salida del teatro, en un café del bulevar del Temple, rodeado de figurantes mal afeitados y de cómicos ínfimos que bebían un ponche en su honor, le contemplaban con los ojos muy abiertos y se disputaban la gloria de estrechar la mano de un duque que no era nada orgulloso. Pero aun descendió más, si esto era posible. Los compañeros más abyectos eran buenos para él y más de una vez se le vio en los arrabales sentado ante un jarro de vino tinto, a la mesa de una taberna. Es muy difícil, en el siglo XIX, encanallarse con elegancia. Unicamente la corte de Luis XV intentó este esfuerzo con algún éxito. Dos o tres grandes señores franceses y extranjeros quisieron revivir las tradiciones de los buenos tiempos, pero con bastante menos dignidad. El alma más altanera se desploma con una rapidez increíble en los placeres malsanos y en las fiestas nauseabundas de los arrabales. Las únicas orgías a las que se resiste algún tiempo son aquellas que cuestan muy caro. El contentarse con poco, que es una virtud en los trabajadores, es el último grado de la abyección en los hombres desocupados y ricos.

El pobre duque estaba en lo más bajo cuando dos personas le tendieron la mano por motivos bien distintos. Sus salvadores fueron el barón de Sanglié y la señora Chermidy.

El señor de Sanglié iba de cuando en cuando a llamar a la puerta de los de La Tour de Embleuse. Era su antiguo propietario, el testigo de boda de Germana y el amigo de la familia. A la duquesa la encontraba siempre, al duque nunca; pero todo París le daba noticias de su deplorable amigo. Resolvió, pues, salvarle, del mismo modo que antes le había dado alojamiento, por el honor del linaje.

El barón era lo que se llama, aun hoy, un perfecto caballero. No era guapo y aun tenía en su fisonomía algo de su nombre (Jabalí). Su rostro abultado y encarnado se escondía en un matorral de pelo rojizo. Robusto como un cazador y ligeramente ventrudo, nadie le hubiera hecho más de cuarenta años, aunque había cumplido ya los cincuenta. Los barones de Sanglié datan de una época en que se construía sólidamente. Bastante rico para vivir espléndidamente sin hacer nada, cuidaba de su persona y vivía por vivir bien.

Su traje y su aspecto eran igualmente aristocráticos. Por la mañana se le encontraba con vestidos amplios, sólidos, cómodos y de una elegancia coquetonamente descuidada. Por la noche, su traje era irreprochable y del mejor gusto, siendo uno de aquellos hombres cuya ropa no llamaba nunca la atención, que es la elegancia más difícil. Tenía tanto cuidado de su cuerpo como de sus vestidos. Montaba a caballo todos los días y frecuentaba el juego de pelota; por la noche asistía a uno de los teatros de ópera y luego hacía su partida de whist en el club. Buen jugador, buen comensal y magnífico bebedor; gran fumador, inteligente en pintura y bastante buen jinete para ganar un steeple chase, pero demasiado juicioso para arriesgar su fortuna en un caballo de carrera o en una cuadra; indiferente a los libros nuevos, despreocupado en política, prestamista fácil para los que le podían devolver el préstamo, generoso a veces para los pobres, muy sociable, de una cortesía caballeresca con las mujeres, era amable y bueno como todos los egoístas inteligentes. Hacer el bien sin molestarse, es una de las formas más simpáticas del egoísmo.

La salvación del duque no era, sin embargo, cosa fácil. El barón no la habría logrado jamás sin un auxilio poderoso, la vanidad, que aun sobrenadaba un poco en aquel triste naufragio de todas las virtudes aristocráticas; el señor de Sanglié le asió por ella como se coge por los cabellos al hombre que se ahoga.

Fue a buscarle hasta en los chiribitiles donde arrastraba su nombre y su casta. Le golpeó rudamente en el hombro y le dijo con aquella franqueza que oculta tan bien la adulación:

—¿Qué hace usted, mi querido duque? Este no es su sitio. Todo el mundo le echa de menos en nuestro círculo, hombres y mujeres; ¿me ha oído usted bien? Todos los La Tour de Embleuse han sostenido su jerarquía desde Carlomagno; no concedo a usted el derecho de hacer quedar mal a sus antepasados. Todos nosotros tenemos necesidad de usted. Ea, ¡pardiez! si usted se entierra aquí en la flor de la edad madura, ¿quién nos dará lecciones de elegancia? ¿quién nos enseñará a vivir bien, a comerse correctamente una fortuna? ¿quién nos enseñará el arte de gustar a las mujeres, que se va perdiendo entre nosotros?

El duque respondió con un gruñido como el borracho a quien se despierta bruscamente. Gozaba en paz de su nueva fortuna y no se preocupaba de reanudar las costumbres incómodas que el mundo impone a sus esclavos; una pereza invencible le encadenaba a los placeres fáciles que no exigen ningún esfuerzo de decencia o de inteligencia. Pretendía, pues, que se encontraba bien, que no deseaba nada mejor y que cada uno se proporciona sus diversiones donde puede.

—Venga usted conmigo—continuó el barón—, y yo le juro que le haré encontrar diversiones más dignas de usted. No tema usted perder en el cambio; en nuestro mundo se vive bien, y usted lo sabe mejor que nadie. Ya supondrá usted que no he venido aquí para conducirle a su casa; para eso le hubiera enviado a un misionero. ¡Qué diablo! en parte yo también soy de la escuela de usted. Yo no desprecio ni el vino, ni el juego, ni el amor, pero yo mantendré contra todo el mundo, y contra usted mismo, que un duque de La Tour de Embleuse no debe embriagarse, arruinarse o condenarse más que con sus iguales.

Estos y otros argumentos por el estilo acabaron por convencer al duque que volvió, no a la virtud, pues el camino era demasiado largo para sus viejas piernas, pero sí al vicio elegante. El señor de Sanglié le llevó a uno de los mejores sastres del bulevar, como se conduce un desertor al vestuario del cuartel, que le obligó a endosarse la librea de las gentes de mundo. Aquel singular enfermo era siempre idólatra de su persona, pero hacía mucho tiempo que economizaba los gastos del culto. Había conservado la costumbre de pintarse y acicalarse y no descuidaba ninguna de las prácticas que podían darle una apariencia de juventud, pero no le disgustaba parecer más nuevo que su traje. Le probaron que algunos metros de tela fina rejuvenece el aspecto de la persona y acabó por convenir en que los sastres no son gente despreciable. Este era un gran paso; un hombre bien vestido, está medio salvado. Los padres de familia ya lo saben y cuando vienen a París a arrancar del vicio a un hijo pródigo, lo primero que hacen es llevarle a casa de un sastre.

El barón se encargó de lanzar a su discípulo; le hizo admitir en su club. Allí se comía bien, y el señor de La Tour de Embleuse no perdió nada en cambiar de cocinero. Antes de su conversión, la comida excesivamente condimentada de los figones y el uso de los licores falsificados irritaban su estómago, enrojecían su lengua y le condenaban a una sed inextinguible. La engañaba bebiendo aún más y el pobre hombre estaba en un círculo vicioso del cual no podía salir sino por la muerte. La duquesa se asustaba alguna vez de su ardoroso aliento y no se atrevía a manifestarle sus terrores, pero colocaba discretamente sobre su mesita de noche alguna tisana refrescante y perfumada que él no tomaba. La mesa del círculo le restableció insensiblemente, por más que no se privaba de nada. El incentivo del juego le retenía bajo la férula de su protector. Los abonados del club jugaban al whist y al écarté con un cierto atrevimiento, pero sin intemperancia; rara vez se pasaba de un luis por puesta; no era, pues, una distracción peligrosa para un millonario. Si aventuraba una fuerte suma en una partida de écarté, nadie tenía el derecho, es verdad, de llamarle a la razón, pero por lo menos había de escuchar las advertencias de los compañeros. Todos le conocían y se interesaban por él como por un convaleciente. Un jugador se conduce como un hombre juicioso o como un loco, según que sea incitado o contenido por los que le rodean. A él le refrenaban, y con una mano tan delicada, que no sentía el tirón de la brida.

Los salones más distinguidos le abrieron sus puertas de par en par; toda aristocracia es naturalmente francmasónica, y un duque, por tonterías que haya cometido, tiene derechos imprescindibles a la indulgencia de sus iguales. El faubourg Saint-Germain, como el hijo respetuoso de Noé, cubrió con su manto de púrpura los antiguos extravíos del anciano. Los hombres le trataron con consideración; las mujeres con benevolencia. ¿En qué país y en qué época han dejado ellas de tener indulgencia para las malas personas? Se le miraba como un viajero que había atravesado comarcas desconocidas. No obstante, ninguna mujer se atrevió a preguntarle sus impresiones de viaje. No tardó en ponerse a tono con tan buena compañía, porque a todos los defectos de la juventud unía aquella flexibilidad de espíritu que es uno de sus más hermosos privilegios. A nadie extrañó que la elección del conde de Villanera, que le había aceptado por suegro, recayese en un hombre tan digno de su nombre y de su fortuna.

El barón le había prometido placeres más vivos, y no faltó a su palabra. No le encerró en el faubourg como en una fortaleza y le hizo ver un mundo menos empingorotado. Siempre con la etiqueta de la alta sociedad, le condujo a algunos de esos salones en los que la gente era aceptada sin pruebas, pero no sin motivo. Le presentó a viudas cuyos maridos nunca habían estado en París, a mujeres legítimamente casadas pero indispuestas con su familia, a marquesas desterradas del faubourg a consecuencia de un escándalo, a personas respetables que vivían espléndidamente sin fortuna conocida. Aquella sociedad heterogénea estaba relacionada de una parte con el gran mundo y de otra con las gentes de conducta equívoca. Yo no aconsejaría a ninguna madre que llevase allí a sus hijas, pero hay muchos hijos que van con sus padres y salen igual que han entrado. No se encuentra allí la austeridad de costumbres, la vida patriarcal, el buen gusto severo y el lenguaje digno y grave que reina en los antiguos salones del faubourg, pero se baila decentemente, se juega sin recurrir a las trampas y no son robados los abrigos del recibimiento. En una de esas casas es donde se encontraron el duque y la señora Chermidy.

Ella le reconoció a la primera ojeada, por haberle visto el día de la boda. Sabía que era abuelo de su hijo, padre de Germana y millonario a expensas de don Diego. Una mujer como la señora Chermidy no olvida nunca la cara de un hombre a quien ha dado un millón. No le hubiera sabido mal conocerle de cerca, pero nunca hubiera dado un paso por hacerlo. El duque le ahorró el camino. Desde el momento en que supo que estaba allí se presentó por sí mismo a ella, con una impertinencia cuyo espectáculo hubiera regocijado a todas las mujeres honradas de París. Nada hay que plazca más profundamente a las mujeres virtuosas que ver tratar desvergonzadamente a las que no lo son.

El duque no tenía intención de ofender a aquella hermosa ni de renegar en un solo día de la religión de toda su vida; pero hablaba a las gentes en su lenguaje y creía no equivocarse con la señora Chermidy. Se sentó familiarmente a su lado y le dijo:

—Señora, permítame usted que le presente a uno de sus antiguos admiradores, el duque de La Tour de Embleuse. Ya había tenido el gusto de verla en Santo Tomás de Aquino. Casi somos de la familia; aliados por los hijos. Permítame usted, pues, que, como buen pariente, le dé la mano izquierda.

La señora Chermidy, que razonaba con la rapidez del relámpago, comprendió desde la primera palabra la posición en que estaba colocada. Cualquiera que fuese su respuesta, siempre quedaría humillada ante el duque. En lugar de aceptar la mano que le tendía, se levantó con un gesto lleno de dignidad y de dolor, que puso además de relieve toda la opulencia de su cuerpo, y se dirigió hacia la puerta sin volver la cabeza, como una reina ultrajada por el último de sus súbditos.

El viejo cayó en el lazo. Corrió hacia ella y balbuceó algunas palabras de excusa. La hermosa arlesiana le dirigió una mirada tan brillante, que creyó ver a través de ella una lágrima y le dijo a media voz con una emoción contenida o admirablemente fingida:

—Señor duque, usted no sabe y por tanto no puede comprender lo que me pasa. Venga mañana a las dos; estaré sola y podremos hablar.

Después se alejó sin querer esperar la contestación, y cinco minutos más tarde se oyó su coche rodar sobre la arena del patio.

El pobre duque había sido prevenido y creía conocer muy bien a la dama, pues el doctor se la había pintado al vivo. Pero se reprochó lo que había hecho y hasta el día siguiente estuvo en un estado de intranquilidad no exento de remordimientos. Se dice, no obstante, que hombre prevenido vale por dos.

Fue exacto a la cita y se encontró enfrente de una mujer que había llorado.

—Señor duque—le dijo—, he hecho todo lo posible por olvidar las palabras crueles con que usted me abordó anoche. No lo he conseguido del todo, pero ya pasará, no hablemos más de eso.

El duque quiso reiterar sus excusas; estaba profundamente admirado. La señora Chermidy había empleado la mañana en hacerse un tocado irresistible. Seguramente estaba más hermosa aún que la noche anterior. Una mujer está en su tocador como un cuadro en su marco. Aprovechó la turbación en que sus gracias habían envuelto al señor de La Tour de Embleuse para acabarle de arrollar en los pliegues de su oratoria insidiosa. Empleó primero el respeto tímido que convenía a una mujer en su posición. Hizo protestas de una veneración exagerada por la ilustre familia en la que había introducido a su hijo; se atribuyó el honor de haber elegido a los La Tour de Embleuse entre veinte casas linajudas del faubourg y de haber levantado por la fortuna uno de los más hermosos nombres de Europa. Los ademanes muelles y la languidez melancólica con que este exordio fue acompañado, persuadieron al viejo duque, mucho más que las palabras, y casi no dudó de que había insultado a su bienhechora.

—Yo comprendo—continuó—, que usted no puede tener mucha estimación por mí. Usted me compadecería, no obstante, porque usted tiene un noble corazón, si conociese la historia de mi vida.

Era maestra en aquella pantomima tan expresiva de los habitantes del Mediodía, que da verosimilitud a las mayores mentiras. Sus ojos, sus manos, sus piececitos, hablaban al mismo tiempo que sus labios y parecían ser otros tantos testigos de su veracidad. Cuando se la había oído una vez, se estaba tan firmemente convencido como si se hubiese abierto una información con todas las formalidades del caso.

Contó su nacimiento en una rica propiedad de la Provenza. Sus padres, que poseían una importante fábrica, destinaban a un industrial su hija y su fortuna. Pero el amor, ese señor inflexible de la vida humana, le había arrojado en los brazos de un simple oficial. Su familia se había distanciado de ella hasta el momento en que las brutalidades del señor Chermidy la habían hecho salir de la casa conyugal. ¡Pobre Chermidy! ¡una mujer siempre tiene razón contra un marido que está en China!

Una vez viuda, o poco menos, había venido a París donde vivió modestamente hasta la muerte de su padre. Una herencia más considerable de lo que ella esperaba la había permitido montar su casa con cierto lujo. Algunas especulaciones afortunadas habían aumentado su capital; era rica, pero se aburría. A los treinta años se soporta de mala gana la soledad. Había amado al conde de Villanera sin conocerle, desde la primera vez que le vio en los Italianos.

El duque no pudo menos de decirse a sí mismo que don Diego era un jayán bien dichoso.

Después, y acompañándose de una mirada en la que brillaba el candor, probó que el señor de Villanera no le había dado más que su amor. Y no es que no fuese generoso; pero ella no era mujer capaz de mezclar los asuntos de interés con los asuntos del corazón.

Había llevado su desinterés hasta el sacrificio; había cedido su hijo a la condesa de Villanera y había acabado por abandonarlo a otra madre. Había devuelto la libertad a su amante. ¡El conde estaba casado, viajaba por restablecer la salud de su joven esposa y ni siquiera escribía a la pobre abandonada para darle noticias del pequeño!

Acabó su discurso dejando caer sus dos brazos con un abandono lleno de elegancia.

—En fin—añadió—, aquí me tiene usted más sola que nunca, en esta ociosidad del corazón que no es para mí. En cuanto a consuelos, no los tengo; distracciones, las encontraría, pero mi corazón está demasiado triste. Conozco a algunos caballeros que vienen aquí todos los martes por la noche a charlar un rato. No me atrevo a invitar al señor duque de La Tour de Embleuse a estas reuniones melancólicas; su negativa me humillaría y me haría muy desgraciada.

Cierto que la campana de la señora Chermidy no sonaba igual que la del señor Le Bris, pero el timbre era tan dulce, que el duque se dejó engañar como un niño. Compadeció a la linda dama y le prometió que de cuando en cuando iría a llevarle noticias de su hijo.

El salón de la señora Chermidy era, en efecto, el lugar de reunión de un cierto número de hombres distinguidos. Ella sabía atraerles y retenerles a su alrededor por un medio menos heroico que el de la señora de Warrens; se hacía amar con menos exposición. Los unos conocían su posición, los otros creían en su virtud; todos estaban persuadidos de que su corazón estaba libre, y que el último poseedor, se llamase Villanera o Chermidy, había dejado una sucesión abierta. Ella se valía de su situación para explotar a todos sus admiradores en provecho de su fortuna. Artistas, escritores, hombres de negocios, hombres de mundo, la servían simultáneamente en la medida de sus medios. Eran otros tantos empleados suyos a los que pagaba con esperanzas. Un agente de cambio de sus amigos le hacía operaciones por 20.000 francos al mes; un pintor le compraba cuadros, un especulador enriquecido adquiría terrenos para ella. Servicios gratuitos, es verdad, pero ninguno dejaba de serle útil porque todos aspiraban a ser amados. A los impacientes que estrechaban demasiado el cerco, les enseñaba su casa: una casa de cristal. Hasta sus menores acciones procuraba que fuesen conocidas, sin duda para tranquilizar la susceptibilidad de don Diego; quizá también para oponer una barrera entre ella y los que dudaban de su virtud.

La presencia del duque en los salones de la calle del Circo no fue tampoco inútil a la reputación de la señora Chermidy. Así pudo detener ciertos rumores que circulaban acerca del matrimonio del conde; probó a algunas almas crédulas que no había habido nunca nada entre ella y el conde de Villanera. ¿Cómo suponer que la señora Chermidy invitara al suegro de su amante?

Explotó este nuevo conocimiento con igual habilidad que los antiguos. Le importaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar la cuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour de Embleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris.

Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de no ser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por el médico, por el conde y por la Naturaleza. Se representó el porvenir más odioso que una imaginación de mujer pudiese concebir. Una rival elegida por ella le robaba su amante y su hijo, sin tener para ello que cometer ningún crimen, sin intriga, sin cálculo de su parte, con el apoyo de todas las leyes divinas y humanas.

No obstante, recobró algo de su valor al pensar que el doctor quería, piadosamente, ocultar la verdad a la duquesa. Lo mejor era ver las cartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer su siniestra curiosidad.

El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasiones finales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos los vicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado en provecho de un solo amor. Cuando los ingenieros reúnen en un canal todos los arroyuelos dispersos de la llanura, crean un río bastante capaz para la navegación.

El barón de Sanglié, la duquesa y todos los que se interesaban por él, estaban asombrados del cambio de sus costumbres. Vivía tan sobriamente como el joven ambicioso que quiere triunfar por medio de las mujeres. Iba muy raras veces por el club y ya no jugaba. El cuidado de su tocador le ocupaba gran parte de la mañana. Había vuelto a dedicarse a la equitación y paseaba todos los días por el Bosque de cuatro a seis. Comía con su esposa siempre que no estaba invitado a la mesa de la señora Chermidy. Iba todas las noches a las reuniones del gran mundo para encontrarse con ella, y tan pronto como había abandonado el baile, el duque volvía a su casa, daba las buenas noches a su mujer y se acostaba. El miedo de comprometer a la que amaba le devolvió las costumbres de discreción que habían velado los primeros desórdenes de su vida, y la duquesa le creyó fuera de peligro, precisamente en el momento en que estaba perdido sin remedio.

La señora Chermidy, maestra en las artes de la seducción, afectaba tratarle con una ternura filial. Le recibía a todas horas, incluso cuando estaba en su tocador. Nunca retiraba su mano o su frente a un beso del duque; le reconvenía dulcemente, le escuchaba con complacencia, aceptaba sus caricias como pruebas de generosidad, no aparentaba ningún temor y no parecía sospechar el sentimiento brutal que ella misma fomentaba todos los días. Para tenerle a distancia no empleaba más que una sola arma: la humildad. Era implacablemente respetuosa. Se dejaba dar todos los nombres que el amor puede inspirar a un hombre, pero no se olvidaba ni una sola vez de llamarle señor duque. El viejo insensato hubiese dado toda su fortuna por que la señora Chermidy le faltase al respeto.

Por de pronto le sacrificó lo que un honrado anciano pueda tener en más estima, la santidad del nombre de padre. Pidió a la duquesa las cartas de Germana, con el pretexto de volverlas a leer, y la noble mujer lloró de alegría al confiar tan preciado tesoro a su marido. Corrió sin pérdida de tiempo a la calle del Circo y fue recibido con los brazos abiertos. Aquellas cartas que la enferma había garrapateado con su mano trémula, aquellas cartas en que a veces ponía besos para su madre en un cuadro mal dibujado debajo de la firma, aquellas cartas que la duquesa había regado con sus lágrimas, fueron registradas sobre una mesita del salón, como un juego de naipes, por un viejo depravado y una mujer perversa.

La señora Chermidy, disfrazando su odio bajo una máscara de compasión, buscó ávidamente algunos síntomas de muerte entre las protestas de ternura, y no quedó más que medianamente satisfecha. El olor que exhalaba aquella correspondencia no era el que atrae los cuervos a los campos de batalla. Era como el perfume de una florecilla enfermiza que languidece al soplo del invierno, pero que se abriría al sol si la brisa del mediodía viniese a barrer las nubes. La cruel arlesiana encontraba demasiada firmeza en aquella mano, demasiada vida en aquel espíritu y unos latidos inquietantes en aquel corazón. Mas no era esto todo; sintió que se apoderaba de ella una sospecha desgarradora. La enferma contaba con demasiada complacencia los cuidados de su marido. Se acusaba de ingratitud, se reprochaba el corresponder mal a lo que por ella hacía. La señora Chermidy rugió interiormente a la idea de que el marido y la mujer acabasen quizá por sentirse atraídos el uno hacia el otro; temió que la piedad, el reconocimiento, la costumbre, uniría a las dos almas jóvenes y que un día vería sentarse entre don Diego y Germana a un invitado con el que no había contado: el Amor.

La profanación de las cartas de Germana tuvo lugar algunos días después de su llegada a Corfú. Si la señora Chermidy hubiese podido ver con sus propios ojos a su inocente rival, es probable que su miedo se hubiese trocado en piedad. Las fatigas del viaje habían dejado a la pobre niña en un estado deplorable. Pero la amante de don Diego se forjaba a todas horas unos monstruos que repartían la salud y se veía suplantada sin remisión. El día en que sus sospechas se cambiasen en certidumbre, no retrocedería ante ningún crimen. Mientras tanto, por espíritu de prudencia y de venganza, por entretener su ocio de hermosa sin empleo, por una especulación de interés y de perversidad, se divertía en desplumar al señor de La Tour de Embleuse. Encontraba gracioso despojarle del millón que le había dado, sin perjuicio de devolvérselo a la muerte de su hija. Era una especie de desquite que se adjudicaba en caso de desgracia.

No era difícil hacerle dar una inscripción de renta. El duque se ponía todos los días a sus pies con cuanto poseía. Era de un carácter y de un temperamento capaz de arruinarse sin publicarlo y de vencer sin atribuirse la victoria. Un hombre de honor no compromete nunca a una mujer, aunque se vea despojado por ella. Pero la señora Chermidy pensaba que sería más digno de ella tomar un millón sin dar nada en cambio, y guardando siempre la superioridad sobre el donante.

Un día que el viejo deliraba a sus pies y renovaba por centésima vez el ofrecimiento de su fortuna, ella le dijo:

—Acepto, señor duque.

El señor de La Tour de Embleuse perdió la cabeza como un aeronauta novicio al que se rompiese la cuerda del globo (Nota: Hay que tener presente la época en que se escribió esta novela). Creyó estar en el séptimo cielo. La dama detuvo dulcemente sus transportes y le dijo:

—Cuando usted me hubiera dado un millón, ¿creería usted haberme pagado?

El duque protestó, pero sus ojos decían, y no sin razón, que desde el momento en que la virtud se pone en venta, un millón no es un precio despreciable.

Ella contestó al pensamiento de su adversario:

—Señor duque, las mujeres entre las cuales hace usted la injusticia de colocarme, valen tanto más cuanto que son más ricas. Yo he heredado cuatro millones; he ganado lo menos tres en los negocios y mi fortuna es tan limpia que la podría realizar sin pérdida en un mes. Ya ve usted que hay pocas mujeres en Francia que tengan derecho a ponerse un precio más elevado. Esto le prueba a usted que también tengo el medio de darme por nada. Si yo le llego a amar, lo que quizás ocurra, el dinero no será nada entre nosotros. El hombre a quien yo dé mi corazón tendrá encima todo lo demás.

El duque cayó desde lo más alto y dio rudamente contra el suelo. Era tan desgraciado al guardar su millón como se había sentido feliz al recibirlo. La señora Chermidy pareció tener piedad de él.

—Niño grande—le dijo—, no llore usted. He empezado por decirle que aceptaba. Pero tenga usted cuidado; voy a hacerle mis condiciones.

El señor de La Tour de Embleuse sonrió como un moribundo que ve entreabrirse el cielo.

—Soy yo quien ha enriquecido a usted—le dijo—. Le conocía de antiguo, o por lo menos conocía su reputación. Usted se ha comido su fortuna con una grandeza digna de los tiempos heroicos. Es usted el último representante de la verdadera nobleza, en esta edad degenerada. También es usted, sin saberlo, el único hombre de París capaz de interesar seriamente el espíritu de las mujeres. Yo siempre he lamentado que usted no tuviese una fortuna incalculable como la de don Diego: usted habría sido más grande que Sardanápalo. A falta de otra cosa mejor, hice que le diesen un millón; se hace lo que se puede. Pero he tomado mal mis medidas y la cosa no ha respondido a mis esperanzas. Lo que tiene usted en su cajón es un papelote que nunca le serviría para nada. El día 22 de junio cobrará usted sus 25.000 francos; de aquí a entonces no hará más que vegetar. Contraerá deudas y sus rentas no harían más que enriquecer a los acreedores. Deme usted su inscripción de renta y yo haré que la venda mi agente de cambio. Guardaré el capital, porque no me fío de usted. En cambio es absolutamente preciso que acepte el producto. Y no crea que éste será de cincuenta mil francos; serán ochenta mil o cien mil, quizá más. Conozco la Bolsa a fondo, aunque nunca haya puesto los pies allí; y sé que se gana todo lo que se quiere con algunos millones en dinero contante y sonante. El papel del Estado es una admirable invención para los burgueses que quieren vivir modestamente y sin preocupaciones. Para las gentes de nuestra clase que no temen el peligro ni el trabajo, ¡viva la especulación! Es lo mismo que el juego en gran escala y usted es jugador, ¿no es cierto?

—Lo he sido.

—Y lo es aún. Correremos juntos el mismo albur; pondremos en común nuestros intereses, nuestros placeres, nuestros temores, nuestras esperanzas.

—Los dos formaremos como uno solo.

—En la Bolsa, al menos.

—¡Honorina!

Honorina pareció sumirse en una profunda reflexión y ocultó el rostro entre sus manos. El duque se apoderó de ellas poniendo fin así a aquel eclipse de belleza. La señora Chermidy le miró fijamente, sonrió con melancolía y le dijo:

—Perdóneme usted, señor duque, y olvidemos nuestros castillos en el aire. Nos extraviábamos en el porvenir como dos niños en el bosque. Era un dulce sueño, pero no pensemos más en ello. No tengo el derecho de despojarle, aunque sea para enriquecerle. ¿Qué dirían de mí? ¿Qué pensarían de usted mismo? ¡Si la señora duquesa se enterase de lo que habíamos hecho!

La señora Chermidy sabía perfectamente que para hacer odiosa a una mujer ante su marido, es suficiente pronunciar su nombre en ciertos momentos. El duque respondió altivamente que su mujer no se mezclaba nunca en sus negocios y que además lo tenía prohibido.

—Pero—continuó la tentadora—usted tiene una hija; y todo lo que usted posee debe volver a ella. No estaría bien.

—Pero—replicó el duque—mi hija tiene un hijo que es el de usted. Nuestras fortunas irán juntas al pequeño marqués. ¿Acaso no somos de la misma familia?

—Usted ya me dijo eso otra vez, señor duque; pero aquel día me causó menos placer que hoy.

La señora Chermidy colocó la inscripción de renta en un cajón y se guardó mucho de venderla. Aquella mujer tenía el instinto de lo sólido y desconfiaba juiciosamente de la inestabilidad de las cosas humanas. El duque fue, desde aquel momento, el asociado de su hermosa amiga. Le quedaba el derecho de visitar su caja y encontró en ella, hasta nueva orden, tanto dinero como quiso. Esto es todo lo que pudo obtener de aquella generosa y sonriente virtud. Honorina se ocupaba del viejo con una ternura minuciosa; le hizo abandonar el departamento que ocupaba; le transportó a los Campos Elíseos con la duquesa y le compró muebles, cuidando de que no faltase nada en la casa y preocupándose incluso de los gastos de la cocina. Hecho esto, se frotó las manos y se dijo riendo:

—Ya tengo al enemigo bloqueado, y si nunca llegara a declararse la guerra, les mataría de hambre sin piedad.


VI

CARTAS DE CORFÚ

El doctor Le Bris a la señora Chermidy.

«Corfú, 20 abril 1853.

»Apreciable señora: Yo no podía prever, el día que me despedí de usted, que nuestra correspondencia sería tan larga. Don Diego tampoco lo esperaba. Si yo hubiese podido prevenirlo, no creo que él tomase la resolución heroica de privarse de sus cartas ni del placer de escribirle. Pero todos los hombres están sujetos al error, sobre todo los médicos. No enseñe usted esta frase a mis colegas.

»Hicimos un viaje bien tonto de Malta a Corfú, en un vapor muy sucio, cuya chimenea humeaba horriblemente. Teníamos el viento de proa; la lluvia nos privaba con frecuencia de subir al puente y la niebla invadía hasta nuestros camarotes. El mareo no perdonó más que al niño y a la enferma; y es que hay estados de gracia para los que entran en la vida y para los que se disponen a abandonarla. Teníamos por toda sociedad una familia inglesa que regresaba de las Indias: un coronel al servicio de la compañía y sus dos hijas, amarillas como la piel de Rusia. Unicamente el vino de Burdeos gana con un viaje tan largo. Esas señoritas no nos honraron ni con una palabra; lo que las excusa un poco es que no sabían el francés. A la menor claridad subían al puente con sus álbumes para dibujar unos paisajes que parecían plum-puddings. Después de una eterna travesía de cinco días, el vapor nos condujo por fin a buen puerto; no habíamos tenido siquiera la distracción de un naufragio. El camino de la vida está empedrado de decepciones.

»Mientras nos proporcionamos una casa en el campo, nos hemos alojado en la capital de la isla, en el hotel Victoria. Esperamos salir de aquí a fines de semana, pero no me atrevo a asegurar si lo haremos todos con nuestras piernas. Mi pobre enferma está cada vez peor; el viaje la ha fatigado más aún que si se hubiese mareado. La señora de Villanera no la abandona ni un instante; don Diego se porta admirablemente; en cuanto a mí, hago todo lo posible, es decir, muy poco. Es inútil ensayar un tratamiento que añadiría sufrimientos sin aumentar las probabilidades de curación. ¡Es usted muy dichosa, señora, de tener tanta belleza como salud!

»Si esta crisis no es la última, intentaré el amoníaco o el yodo. El yodo triunfa en algunos casos; los señores Piorry y Chartroule lo emplean con éxito. ¿Usted será tan amable que nos envíe el aparato del doctor Chartroule y una provisión de cigarrillos yodados? Todo lo encontrará en la farmacia Dublanc, calle del Temple, al lado del bulevar. El amoníaco también da buenos resultados; pero el único remedio con el que se pueda contar seriamente, es un milagro. Así, pues, viva usted en paz, ténganos un poco de cariño y ayúdenos a cumplir nuestro deber hasta el fin. El viejo Gil, que la condesa había traído para que le sirviese, ha caído enfermo de las fiebres de Italia, aunque ésta no sea la estación de las fiebres. Es un enfermo más y un servidor menos.

»La alegría y la salud tienen una magnífica representación en la casa: el pequeño Gómez. El día que lo vuelva usted a ver será bien dichosa. Se lo ve crecer y hasta creo ¡Dios me perdone! que está embellecido. Será menos Villanera de lo que me figuraba al principio. La verdad es que parecería cosa del diablo si no tuviese algo de su madre. Es menos huraño; se deja besar y besa; alarga los labios hacia todas las caras con una impetuosidad que sería inquietante en una niña.

»Don Diego está en negociaciones con un descendiente de un dux para alquilar una casa que le convendría mucho. La campiña está dividida en una multitud de propiedades agradables, adornadas con castillos ruinosos. Yo he visitado algunos jardines; son generalmente más habitables que las casas a que pertenecen. Esos chiribitiles aristocráticos que conservan un aire de grandeza en medio de su desolación, participan de granja, de castillo y de choza. Si conseguimos alquilar la villa Dandolo, quizá no estaremos del todo mal. Bastará con poner algunos vidrios en los balcones. La exposición es admirable, al Mediodía, sobre el mar. El jardín, muy hermoso. Los vecinos son nobles y dicen que algunos hablan el francés. ¿Pero quién sabe si tendremos tiempo de entablar conocimiento con ellos?

»No echaré de menos la estancia en la ciudad, aunque en ella se viva bien. Es muy linda y en ciertos aspectos me recuerda Nápoles. La explanada, el palacio del lord comisario y los alrededores forman una ciudad inglesa. Los ingleses han construido a expensas de los griegos fortificaciones gigantescas que hacen de la plaza un pequeño Gibraltar. Yo asisto todas las mañanas a las evoluciones de un regimiento de escoceses que me divierten mucho con sus cornamusas. La ciudad griega es antigua y curiosamente construida: casas altas, pequeñas arcadas y una linda cabeza en cada balcón. El barrio judío es repugnante, pero se encuentran perlas en aquel estercolero dignas del lápiz de Gavarni. La población se compone de griegos, italianos, judíos y malteses, pero todos hacen lo posible por parecer ingleses. Tenemos también un teatro en el que dan representaciones de Juana de Arco del maestro Verdi. Yo fui una noche, aprovechando que la enferma tenía menos de 120 pulsaciones por minuto. Al final del primer acto, toda la asamblea se levantó respetuosamente, mientras que la orquesta tocaba el God save the Queen. Es una costumbre establecida en todas las posesiones inglesas. No le extrañe a usted que se represente la muerte de Juana de Arco ante un público inglés; el autor del libreto ha tenido cuidado de modificar la historia. Juana de Arco defiende a Francia contra un enemigo cualquiera, los turcos, los abisinios o los chinos. Lleva una coraza de papel de plata y agita una bandera del tamaño de un abanico hasta el momento en que se presenta en escena un heraldo y dice al rey:

Rotto e'l nemico, e Giovanna e stinta.

»Llega la heroína sobre almohadones; una banda manchada de rojo indica que está mortalmente herida. Se incorpora con gran esfuerzo, canta una romanza con su voz más fuerte y expira entre los aplausos de la sala. Todos los habitantes de Corfú están convencidos de que Juana ha muerto a consecuencia, no sólo de una herida, sino también de una serie de gorgoritos.

»El conde me ha dejado ir solo al teatro; y no obstante, ya sabe usted si es apasionado de Verdi. ¿No fue en una representación del Hernani cuando su mirada se encontró por primera vez con la de usted? Pero el pobre muchacho se inmola materialmente a su deber. ¡Qué marido, señora, para aquella que sea su esposa definitiva!

»Los periódicos nos han traído noticias de la China que usted ha debido leer con tanto interés como nosotros. Parece que esa nación ha tratado ligeramente a dos misioneros franceses y que la Náyade se ha puesto en camino para castigar a los culpables. Si la Náyade no ha cambiado de comandante, esperaremos con impaciencia las noticias de la expedición. Cada uno para sí y Dios para todos. Yo deseo todas las prosperidades imaginables a mis amigos, sin desear, no obstante, la muerte de nadie. Se dice que los chinos son pésimos artilleros, aunque se alaben de haber inventado la pólvora. Sin embargo, no hace falta más que un obús clarividente para hacer la felicidad de muchas personas.

»Adiós, señora. Si yo le escribiese tanto como la amo, mi carta no tendría fin. Pero, después del placer de conversar con usted, es necesario que acuda al cumplimiento de mi deber, que me llama desde la habitación vecina. ¡Placer, deber! dos caballos muy difíciles de uncir juntos. Yo intento hacerlo lo mejor que puedo, y si no llego a conciliar todas las cosas, es porque un hombre no puede maniobrar libremente entre el yunque y el martillo. Aprécieme si puede, compadézcame si quiere, no me maldiga, ocurra lo que ocurra, y si en el próximo correo recibe un sobre orlado de negro, hágame el honor de creer firmemente que no tengo ningún derecho a su reconocimiento.

»Beso la mano más linda de París.

»Carlos le Bris.»

La condesa viuda de Villanera a la señora de La Tour de Embleuse.

«Villa Dandolo, 2 mayo 1853.

»Mi querida duquesa; No dudo ya de que Germana está mejor. Nos hemos cambiado de casa esta mañana, o, mejor dicho, he sido yo quien lo he tenido que hacer todo. Tenía que arreglar los baúles, envolver a la enferma en algodón, vigilar al pequeño, buscar el coche y casi enganchar los caballos. El conde no sirve para nada; es un talento de familia. En España se dice torpe como un Villanera. El doctor revoloteaba a mi alrededor como un moscardón; he tenido que hacerle sentar en un rincón. Cuando tengo prisa, no puedo sufrir que la tengan los demás; el que me ayuda me incomoda. ¡Y ese asno de Gil que se ha puesto enfermo en la mejor ocasión! Voy a enviarle a París para que se cure, y le ruego que me busque otro criado. Lo he hecho todo, prevenido todo y arreglado lo mejor que he podido; he encontrado el medio de estar dentro y fuera, en casa y en la calle. Afortunadamente las calles son magníficas; el afirmado no tiene nada que envidiar al del bulevar. Hemos salido a las diez, y ahora ya nos tiene usted instalados. He desembalado a mis gentes, abierto mis paquetes, hecho mis camas, preparado la comida con un cocinero indígena que quería echar pimienta en todo, incluso en las sopas de leche. Han comido todos, paseado, vuelto a comer; ahora ya duermen y yo le escribo sobre la almohada de Germana, como un soldado sobre un tambor cuando ha terminado la batalla.

»La victoria es nuestra, a fe de viejo capitán. Nuestra hija se curará, estoy segura. Me ha hecho pasar, no obstante, quince noches desagradables en esta ciudad de Corfú. No se decidía a dormir y tenía que mecerla como a un niño. Comía únicamente por darme gusto; nada le apetecía, y cuando no se come, se acaban las fuerzas. No le quedaba más que un soplo de vida presto a extinguirse a cada instante, pero yo no desesperaba nunca. Tenga usted valor; esta noche ha cenado, ha bebido dos dedos de vino de Chipre y ahora duerme.

»Había oído decir muchas veces que una madre quiere a sus hijos en razón de los disgustos que le dan; esto no lo sabía por experiencia. Todos los Villanera, de padre a hijo, son como los árboles que se plantan en el campo y crecen. Pero desde que usted me confió el pobre cuerpo de esa hermosa alma, desde que hago centinela alrededor de nuestra niña para impedir que la muerte se aproxime, desde que he aprendido a sufrir, a respirar y hasta a ahogarme con ella, siento latir mi corazón con una fuerza inusitada. Yo no era madre más que a medias, puesto que no había tenido ocasión de participar de los dolores de los otros. Ahora valgo más que antes, soy mejor, me encuentro en un plano superior. Es el dolor el que nos hace semejantes a la madre de Dios, ese modelo de todas las madres. ¡Ave María, mater dolorosa!

»No tema usted, mi pobre duquesa; Germana vivirá. Dios no me hubiera dado este profundo amor por ella, si hubiese resuelto arrancarla de este mundo. Aquel que gobierna los corazones mide la violencia de nuestros sentimientos con arreglo a la duración de lo que amamos, y yo amo a Germana como si hubiese de estar eternamente entre nosotros. La Providencia se burla de la ambición, de la avaricia y de todas las pasiones humanas, pero respeta los afectos legítimos y no separa nunca a los que se aman piadosamente en el seno de la familia. ¿Por qué me hubiera hecho conocer y amar a Germana si hubiese tenido el designio de arrebatármela de entre los brazos? Sería un juego cruel e indigno de la bondad de Dios. Además, el interés de nuestra raza está ligado a la vida de esa niña. Si tuviésemos la desgracia de perderla, un día u otro volvería a casarse don Diego. San Jaime, al que hemos dedicado dos iglesias, no permitirá que un nombre como el nuestro sea llevado por la señora Chermidy.

»No crea usted que espere nada del doctor Le Bris; los sabios no entienden de esas cosas. El verdadero médico, es Dios en el cielo y el amor en la tierra. Las consultas, los medicamentos y todo lo que compramos con dinero, no aumentan la suma de nuestros días. Ya verá usted lo que hemos imaginado para que viva. Todas las mañanas, mi hijo, mi nieto y yo, rogamos a Dios que tome algo de nuestras vidas para añadir a la de Germana. El pequeño une sus manos como nosotros; yo pronuncio la oración y ha de ser el Cielo muy sordo si no nos oye.

»Don Diego ama a su mujer; ya se lo había dicho a usted. La ama con un amor puro, desprovisto de todas las impurezas terrestres. Si la amase de otro modo, en el estado en que ella se encuentra, me produciría horror. Tiene por ella la adoración religiosa que un buen cristiano dedica a la santa de su iglesia, a la Virgen de su capilla, a la imagen casta y velada que resplandece en el fondo del santuario. Los españoles somos así. Sabemos amar simplemente, heroicamente, sin ninguna esperanza mundana, sin otra recompensa que el placer de caer de rodillas ante una imagen venerada. Para nosotros, Germana no es otra cosa: la perfecta imagen de las santas del Paraíso. Cuando San Ignacio y sus gloriosos compañeros se alistaron bajo el estandarte de María, dieron a todos los hombres el ejemplo caballeresco del amor puro.

»Cuando esté curada, ¡ah! entonces ya veremos. Espere usted solamente a que la pobre virgencita pálida haya recobrado los colores de la juventud. Su cuerpo, hoy, no es más que una urna de cristal transparente con un alma en el fondo. Pero cuando la sangre regenerada circule por sus venas, cuando el aire del cielo ensanche su pecho, cuando los perfumes generosos de la campiña hablen a su corazón y hagan latir sus sienes, cuando el pan y el vino, esos presentes de Dios, hayan reparado sus fuerzas, cuando un ardor impaciente la haga correr desalentada bajo los grandes naranjos del jardín, entonces entrará en una nueva belleza... y don Diego tiene ojos. Sabrá establecer una diferencia entre sus antiguos amores y su dicha presente. Seguramente no tendré que mostrarle en qué grado una belleza noble y casta, realzada por todo el brillo de la sangre y por todo el esplendor de la virtud, es superior a los halagos impúdicos de una bribona. Mientras tanto, ya está en buen camino. En casi cuatro meses que hemos abandonado París, no ha escrito ni recibido una carta; el olvido se hace en su corazón lejos de la indigna que le perdía. La ausencia que fortifica las pasiones honradas, mata en muy poco tiempo aquellas que sólo subsisten por el hábito del placer.

»Quizá también nuestra buena Germana llegue a participar de ese amor. Hasta el presente es sólo a mí, de toda la familia, a quien quiere. Claro está que no hablo del pequeño marqués: ya sabe usted que lo quiso desde el primer día. En cambio manifiesta a mi pobre hijo una indiferencia que se parece mucho al odio. También es verdad que ya no le maltrata como antes y soporta sus atenciones con una especie de resignación. Tolera su presencia, no se extraña de verle a su lado y se va acostumbrando a él. Mas no es necesario ser un lince para leer en su rostro una sorda impaciencia, un odio domado que se subleva a cada instante, quizás el desprecio de una muchacha honrada por un hombre que ha cometido faltas. ¡Ay, pobre amiga mía! la indulgencia es una virtud propia de nuestra edad; los jóvenes no la practican. No obstante, debo reconocer que Germana disimula con cuidado sus pequeños resentimientos. Su cortesía con don Diego es irreprochable. Conversa con él horas enteras sin dar muestras de cansancio; le escucha hasta con gusto; le responde algunas veces y acoge sus ternezas con una dulzura fría y resignada. Un hombre menos delicado no advertiría que es aborrecido; mi hijo lo sabe y la perdona. Ayer me decía: «Es imposible detestar a los amigos con más encanto y bondad. Es el ángel de la ingratitud.»

»¿Cómo acabará todo esto? Bien, créame usted. Tengo confianza en Dios, tengo fe en mi hijo y esperanza en Germana. Nosotros la curaremos, incluso de su ingratitud, sobre todo si usted viene a ayudarnos. Ya estoy enterada de que el duque camina como un buen muchacho por el sendero de la virtud y de que los padres lo ponen como ejemplo a sus hijos. Si usted pudiese dejarlo por uno o dos meses, sería recibida aquí con los brazos abiertos. En el caso en que el encantador convertido quisiera también tomar los aires del campo, le podríamos preparar un buen alojamiento.

»Hasta muy pronto, pues, mi excelente amiga, querida hermana de mis afectos y de mis dolores. La quiero cada vez más, a medida que su hija me va siendo más querida. La distancia que nos separa no podrá enfriar una tan buena amistad; nos hemos visto poco y no nos escribimos mucho, pero nuestras oraciones se confunden todos los días al pie del trono de Dios.

»Condesa de Villanera.

»P. S. No se olvide usted de mi criado y sobre todo que sea joven. Nuestros matusalenes del hotel Villanera no se aclimatarían aquí.»

Germana a su madre.

«Villa Dandolo, 7 mayo 1853.

»Mi querida mamá: El viejo Gil, que le entregará esta carta, le dirá lo bien que se está aquí. No es en Corfú donde ha cogido las fiebres; fue en la campiña de Roma; de modo que no tenga usted ningún cuidado.

»He estado bastante enferma después de mi última carta, pero mi segunda madre ha debido decirle que ya estoy mucho mejor. El señor de Villanera quizá también le ha escrito; no le pido cuenta de sus actos. En cuanto a mí, estoy lo suficientemente fuerte desde hace algún tiempo para emborronar cuatro carillas de papel; pero, ¿querrá usted creer que me falta tiempo? Paso mi vida respirando; es una ocupación muy agradable en la que empleo diez o doce horas diarias.

»Durante la crisis que he atravesado, he sufrido mucho. No recuerdo haber estado tan mal en París. Puede usted creer que muchas personas en mi lugar hubieran deseado la muerte. No obstante, yo me agarraba a la vida con una obstinación increíble. ¡Cómo se cambia! ¿Y en qué consiste que yo no vea las cosas con los mismos ojos?

»Indudablemente en que hubiera sido muy triste morir lejos de usted, sin que sus queridas manos me pudiesen cerrar los ojos. Por lo demás, no son cuidados los que me faltan. Si hubiese sucumbido, como el doctor casi esperaba, podía usted haber tenido un consuelo. Lo más triste cuando muere un ser querido lejos de nosotros debe ser el pensar que le habrán faltado los cuidados que nosotros le hubiéramos prodigado. A mí, en cambio, nada me falta y todos son muy buenos para mí, incluso el señor de Villanera. Espero, querida mamá, que se repita usted esto muchas veces si me ocurriese una desgracia.

»Quizá también la amistad y la compasión de los que me rodean han contribuido un poco a hacerme amar la vida. El día en que me despedí de usted y de mi padre, dije adiós a todo. Yo no sabía que los que me acompañaban habían de ser para mí una verdadera familia. El doctor es perfecto; me trata como si esperase curarme. La señora de Villanera (la auténtica) es como usted misma. El marqués es un excelente hombrecito; el viejo Gil me ha rodeado de atenciones. Yo no he querido entristecer a todas esas gentes con el espectáculo de mi agonía y ya ve usted cómo he salido del paso. Tanto peor para los que contaban con mi muerte; tendrán que esperar bastante tiempo.

»Usted me había recomendado que le describiese nuestra casa para que su pensamiento supiese dónde encontrarme cuando quisiera hacerme una visita. El señor de Villanera, que dibuja bastante bien para ser un gran señor, le enviará el plano del castillo y del jardín. Me he atrevido a pedirle esta gracia; era preciso que fuese cosa de usted para ello. Mientras tanto, conténtese usted con saber que habitamos unas ruinas sumamente pintorescas. Desde lejos, la casa parece una vieja iglesia demolida durante la Revolución. No hubiera podido creer nunca que se pudiese vivir en su interior. Se llega al vestíbulo por cinco o seis rampas practicables para los carruajes y con un piso desigual y accidentado, que, si se sostiene, es por la fuerza de la costumbre, porque el cemento hace mucho tiempo que falta. Los alelíes y las plantas trepadoras se deslizan por todas las grietas y perfuman el camino como un jardín. La casa está rodeada de árboles y a un cuarto de hora de la población más próxima. No sé aún con exactitud de cuántos pisos se compone; las habitaciones no están todas las unas encima de las otras; se diría que el segundo piso ha bajado hasta el nivel del suelo a causa de un temblor de tierra. Por un lado no hay que subir ni bajar escaleras; por el otro hay que descender con peligro de la cabeza. Es en este laberinto, querida mamá, donde tiene usted que buscar a su hija. Yo misma me busco algunas veces y no me encuentro siempre.

»Tenemos por lo menos veinte habitaciones inútiles y una magnífica sala de billar donde las golondrinas construyen sus nidos, pero no crea usted que las haya arrojado de allí. ¿Qué soy aquí yo misma? Un pajarillo lanzado de su nido por el frío. Mi habitación es la mejor acondicionada de toda la casa. Es grande como la Cámara de los diputados y está pintada al óleo de arriba abajo. Prefiero esto que el papel: es más limpio y sobre todo más fresco. El señor de Villanera me ha hecho traer de Corfú un mobiliario nuevo, de fabricación inglesa. Mi cama, mis sillas y mis sillones se pasean a sus anchas en esta inmensidad. La buena condesa duerme en una pieza inmediata, al lado del pequeño marqués. Cuando digo que duerme, es para que no se enfade. La veo a mi lado cuando me duermo, la encuentro en el mismo sitio al abrir los ojos, pero me guardaré muy bien de decirle que ha pasado la noche fuera de su cama. El doctor ocupa una habitación del mismo piso, pero más alejada. Se le ha instalado lo más cómodamente que se ha podido. Los que cuidan a los demás tienen la costumbre de cuidarse a sí mismos. El señor de Villanera campa no sé dónde, bajo el tejado. ¿Es que la casa tiene verdaderamente tejado? Nuestros criados griegos e italianos duermen al aire libre: es la costumbre del país.

»Mis balcones, en número de cuatro, dan al Levante y al Mediodía. Desde las nueve el aire y la luz inundan mi dormitorio. Me levantan, me visten y abren los balcones uno a uno para que el aire del mar no me sorprenda bruscamente. Hacia las diez, bajo a los jardines. Tengo dos a mi disposición: el uno al norte de la casa, limitado por un muro más complicado que la gran muralla de la China; el otro al Mediodía, bañado por el mar. El jardín del norte está plantado de olivos, de azufaifos y de nísperos del Japón. El otro es un enorme bosque de naranjos, de higueras, de limoneros, de áloes, de chumberas y de parras gigantescas que lo invaden todo, que trepan a todos los árboles y se encaraman en lo más alto. El señor de Villanera decía ayer que la vid es la cabra del reino vegetal. Es muy hermoso, mi pobre mamá, correr de un lado a otro, ir a todas partes con completa libertad. Yo nunca había gozado de semejante dicha. ¡Pero si viviese!...

»Comienzo ya a pasear valientemente por las alamedas. Hasta hace ocho días eran impracticables, porque el jardinero del conde Dandolo es un romántico puro, enamorado del hermoso desorden y de las gracias melenudas. Hemos cortado los árboles a hachazos, ni más ni menos que en una selva virgen. He pedido clemencia para los naranjos, porque ya sabrá usted que me he reconciliado con el olor de las flores. Sin embargo, no me las ponen en la habitación; sólo las tolero al aire libre. El perfume que las flores cortadas exhalan en un lugar cerrado me sube al cerebro como un olor de muerte, y esto me entristece. Pero cuando las plantas florecen al sol, bajo la brisa del mar, yo me regocijo con ellas, tomo parte en su dicha y se me ensancha el corazón. ¡Qué hermosa es la tierra! ¡Y qué feliz todo el que vive! ¡Sería muy triste abandonar este mundo delicioso que Dios ha creado para el placer del hombre! Y, sin embargo, hay gentes que se matan. ¡Qué locos!

»Decían en París que yo no vería brotar las hojas. No me hubiera consolado de morir tan pronto, sin haber podido ver la primavera. Han brotado esas queridas hojas de abril y yo estoy aquí para verlas. Las toco, las huelo, las estrujo entre mis manos y las digo: «Aun estoy entre vosotras. Quizá me será dado ver el estío bajo vuestra sombra. Si hemos de caer juntas, ¡ah! permaneced largo tiempo sobre esos hermosos árboles, asíos sólidamente a las ramas y vivid para que yo viva.»

»¿Habrá algo más alegre, más vivo, más variado que los brotes nuevos? Son blancos en los álamos y en los sauces, rojos en los granados, rubios como mis cabellos en la copa de las verdes encinas, de color violeta en las ramas de los limoneros. ¿De qué color serán dentro de seis meses? No pensemos en eso. Los pajarillos hacen sus nidos en los árboles; el mar azul acaricia dulcemente la arena de la orilla; el sol generoso deposita sus bienhechores rayos sobre mis pobres manos pálidas y enflaquecidas; siento circular en mis pulmones un aire dulce y penetrante como su voz de usted, mi buena mamá. Hay instantes en que me figuro que ese buen sol, esos árboles en flor, esos pájaros que cantan, son otros tantos amigos que piden gracia para mí y que no me dejarán morir. Quisiera tener amigos en toda la tierra, interesar a la Naturaleza entera en mi suerte, emocionar hasta a las mismas piedras y que de los cuatro puntos del mundo se elevase al cielo una tal lamentación y una tal plegaria, que Dios se conmoviese. El es bueno, es justo; yo no le he desobedecido jamás, nunca he hecho mal a nadie. No le costaría gran trabajo dejarme vivir con los demás, confundida entre la multitud de los seres que respiran. ¡Ocupo tan poco sitio! Y además, no soy muy cara de mantener.

»Por desgracia, hay gentes que se pondrían luto si yo curase y que no se consolarían jamás si me viesen viva. ¿Qué le vamos a hacer? Están en su derecho. He contraído una deuda y tengo el deber de pagarla.

»Mi querida mamá, ¿qué piensa usted del señor de Villanera? ¿Qué concepto tienen de él en París? ¿Es posible que un hombre tan sencillo, tan paciente y tan dulce, sea un mal hombre? Me he fijado en sus ojos por primera ver hace poco días; son unos hermosos ojos capaces de engañar al más listo.

»Adiós, mi buena madre; rece por mí y vea si puede obtener de mi padre que vaya un día a la iglesia con usted. Si él hiciera eso por su pequeña Germana, la conversión sería completa y yo quizá me salvaría. Debe haber una recompensa allá arriba para los que conducen un alma a Dios. ¿Pero quién podrá tener crédito en el cielo si no es usted, querida santa?

»Con una ternura infinita soy siempre su respetuosa hija

»Germana.

»P. S. Los besos para mi padre son los que hay a la derecha de la firma; los de usted son los de la izquierda.»


VII

EL NUEVO DOMÉSTICO

El duque no enseñó a la señora Chermidy la carta de la condesa, pero le hizo leer la de Germana.

—Ya ve usted—le dijo—; ha adelantado la mitad del camino en su curación.

Ella se esforzó en sonreír y respondió:

—Usted es un hombre dichoso; todo le sale bien.

—Menos el amor.

—¡Paciencia!

—No se puede tener mucha a mi edad.

—¿Por qué?

—Porque no hay tiempo que perder.

—¿Quién es ese viejo Gil que le trae las cartas? ¿un correo?

—No; es un ayuda de cámara que pide un substituto. La señora de Villanera encarga a la duquesa que le busque un buen criado.

—Eso no es fácil en París.

—Hablaré al mayordomo de mi amigo Sanglié.

—¿Quiere usted que yo, por mi parte, le ayude también? Le Tas (El montón) tiene siempre media docena de criados en la manga; es una verdadera agencia de colocaciones.

—Si le Tas tiene algún protegido que establecer, le tomaré de muy buena gana. Pero tenga usted en cuenta que lo que necesitamos es un hombre de confianza, un enfermero.

—Le Tas debe tener enfermeros; tiene de todo.

Le Tas era la doncella de la señora Chermidy. No se la veía nunca en el salón, ni siquiera por casualidad; pero los amigos íntimos de la casa se sentían muy honrados de entablar conocimiento con ella. Era una doméstica con sus 120 kilos de peso, compatriota y hasta algo pariente de la dueña de la casa. Se llamaba Honorina Lavenaze, como su ama; pero su deformidad hacía que todo el mundo la conociera por le Tas. Aquel fenómeno viviente, aquel montón de grasa, aquel paquidermo femenino, había seguido durante quince años a la señora Chermidy en la buena y en la adversa fortuna. Había sido la cómplice de sus progresos, la confidente de sus pecados, la encubridora de sus millones. Sentada en un rincón del fuego, como un monstruo familiar, leía en las cartas el porvenir de mamá; la prometía el reino de París, como una bruja de Shakespeare; la animaba en sus desfallecimientos, consolaba sus disgustos, arrancaba sus cabellos blancos y la servía con una devoción canina. No había ganado nada a su servicio, ni rentas del Estado, ni libreta en la Caja de ahorros, y no quería nada para sí. Tenía diez años más que la señora Chermidy, y esto, así como su obesidad enfermiza, le daba la seguridad de morir antes que ella y, desde luego, en su casa; no se despide a un servidor que pueda llevarse nuestros secretos. Mientras pudiese satisfacer sus necesidades, le Tas no tenía ni ambición, ni codicia, ni vanidad personal; se consideraba rica, brillante y triunfante en la persona de su bella prima. Aquellas dos mujeres, estrechamente unidas por una amistad de quince años, formaban un solo individuo. Era una cabeza con dos caras, como la máscara de los cómicos de la antigüedad. De un lado, sonreía al amor, del otro hacía muecas al crimen. La una se mostraba porque era hermosa; la otra se ocultaba porque hubiera causado horror.

La señora Chermidy prometió al duque ocuparse en su asunto. Aquel mismo día, efectivamente, habló con le Tas acerca del criado que se podría enviar a Corfú.

La linda arlesiana estaba bien decidida a cortar en flor la curación de Germana, pero era demasiado prudente para emprender nada por su cuenta y riesgo. Sabía que un crimen es siempre una torpeza y su situación era muy envidiable para que se expusiera a perderla en un mal negocio.

—Tienes razón—le dijo le Tas—, nada de sangre. Hay que dejar eso. Un crimen nunca aprovecha a su autor; sólo resulta útil a los otros. Se mata a un rico en la carretera y se le encuentran cien sueldos en el bolsillo. Todo lo demás va a parar a los herederos.

—¡Pero aquí soy yo la que hereda!

—No heredarías si te sorprendiesen en un delito. Por de pronto, ella puede morir de muerte natural. Y si esto no bastase, puede haber alguien que la ayude, pero sin nuestra intervención.

—¿Qué hacer, pues?

—Interesar a alguien en la muerte de Germana. Suponte un enfermo que dijese a los que la asisten: muchachos, cuidadme bien; el día de mi muerte tendréis todos mil francos de renta. ¿Crees tú que ese hombre viviría mucho tiempo? Creo que sería fácil encontrar un mozo inteligente que interpretase a su manera las órdenes del médico. Se le darían sus mil francos de renta, y los herederos...

—Heredarían. Comprendo perfectamente. Pero, ¡es tan difícil la elección! ¿Y si tropezásemos con un hombre honrado?

—¿Es que los hay?

—Le Tas, calumnias al género humano. No hay muchos hombres capaces de jugarse la cabeza por mil francos de renta.

—Estoy segura de que si enviásemos allá abajo un hombrecillo que yo conozco, un verdadero bribón de París, pálido como una manzana que no ha madurado, mimado por los otros criados, celoso de aquellos a quienes sirve, envidioso del lujo que le rodea, vicioso como un sumiller, al cabo de quince días se habría hecho cargo del porvenir que se le ofrecía.

—Tal vez. ¿Pero y si erraba el golpe?

—Entonces habría que echar mano de un hombre de experiencia; buscar un práctico que tenga costumbre de esas cosas.

—Veo que te acuerdas de Tolón, hija mía.

—¡Toma! allí hay sujetos muy a propósito para eso.

—¿Es que quieres que vaya a buscar un criado al presidio?

—Los hay que ya han cumplido.

—¿Dónde encontrarlos?

—Búscalos. Creo que vale la pena dar con el que nos hace falta.

Algunas horas después de esta conversación, la señora Chermidy, bella como la virtud, hacía los honores de su salón a personas de las más respetables de París.

Entre los concurrentes de su casa había un viejo solterón de humor alegre, de conversación espiritual, gran aficionado a los libros nuevos, asiduo a las primeras representaciones y muy conocedor de historias inéditas; tan irreprochable en la elección de sus palabras como en la de sus trajes, y fiel a las tradiciones de la antigua galantería francesa. Era jefe de negociado en la prefectura de policía.

La señora Chermidy le sirvió con sus propias manos una taza de te, al mismo tiempo que le dirigía una sonrisa inefable. Conversó largo tiempo con él, le obligó a agotar su repertorio y oyó con el mayor interés cuanto le plugo contarle. Por la primera vez, después de muchos años, cometió una injusticia con sus amigos y se apartó de su imparcialidad habitual.

El excelente hombre se creía estar en el cielo y tamborileaba con sus dedos sobre la pechera de su camisa con una satisfacción visible.

No obstante, como no hay compañía, por buena que sea, a la que no haya que dejar, el señor Domet se dirigió discretamente hacia la puerta cuando faltaban pocos minutos para media noche. Aun quedaban veinte personas en el salón. La señora Chermidy lo llamó en voz alta con la graciosa desenvoltura de un ama de casa que no perdona a los desertores.

—Querido señor Domet—le dijo—, es usted demasiado encantador para que le devuelva tan pronto la libertad. Venga usted aquí, a mi lado, y cuénteme otra de esas historias tan interesantes que sabe usted.

El excelente hombre obedeció con muy buena voluntad, aunque tenía por principio acostarse pronto y levantarse temprano. Pero protestó diciendo que había agotado toda su provisión y que, a menos de inventar, ya no tenía nada que contar. Algunos amigos de la casa formaron un círculo a su alrededor con objeto de importunarle. Se le hicieron mil preguntas más indiscretas las unas que las otras; le preguntaron la verdad sobre la Máscara de hierro, se le incitó a que dijese el verdadero nombre del autor de las Cartas de Junio, se le pidieron detalles sobre el anillo de Gyges, sobre la Conspiración de las pólvoras, sobre el Consejo de los Diez y por si aun esto fuera poco se le invitó a que expusiera su opinión sobre los resortes de gobierno. El señor Domet respondió a todo alegremente, rápidamente, con ese buen humor de las personas de edad que es el fruto de una vida tranquila. Pero no estaba completamente tranquilo y se removía en su sillón como un pescado en la sartén. La señora Chermidy, siempre bondadosa, acudió en su auxilio y le dijo:

—Soy yo quien le he entregado a los filisteos; es justo que sea yo también quien le libre de sus manos, pero con una condición.

—Acepto con los ojos cerrados, señora.

—Se dice que casi todos los crímenes que se cometen son ejecutados por gentes que ya han tenido que ver con la justicia, por licenciados de presidio. ¿Es ésa la palabra?

—Sí, señora.

—Pues bien; explíquenos usted lo que es un licenciado de presidio.

El amable funcionario se quitó sus lentes, los limpió con el pañuelo y volvió a colocarlos sobre su nariz. Todos los que quedaban en el salón se reunieron a su alrededor y se dispusieron a escuchar. El duque de La Tour de Embleuse se colocó tranquilamente al lado de la chimenea sin sospechar que asistía al asesinato de su hija. Las gentes de mundo tienen una curiosidad de gourmet y los pequeños misterios del crimen son un plato de exquisito gusto para los espíritus estragados.

—¡Dios mío! señora—dijo el jefe de negociado—, si es una simple definición lo que usted pide, no tardaré en estar en la cama. Los licenciados de presidio son aquellos que ya han cumplido su condena. Permítame usted que le bese la manó y me despida.

—¡Cómo! ¿Eso es todo?

—Absolutamente. Y tenga usted en cuenta que yo soy, en Francia, el hombre que mejor conoce a esas gentes. No he visto ni uno solo, pero tengo sus expedientes entre mis papeles; conozco su pasado, su presente, su profesión, su residencia y podría enumerarlos a todos por sus nombres, apellidos, nombres falsos y apodos.

—Así es como César (sea dicho sin comparación) conocía a todos los soldados de su ejército.

—César, señora, mejor que un gran capitán, fue el primer jefe administrativo de su época.

—¿Y había licenciados de presidio en la república romana?

—No, señora, y bien pronto tampoco los habrá en Francia. Nosotros comenzamos a imitar el ejemplo de los ingleses que han reemplazado el presidio por la deportación. La seguridad pública ganará y la prosperidad de nuestras colonias no perderá nada. El presidio era la escuela de todos los vicios; los deportados se moralizan por el trabajo.

—¡Tanto peor! Yo echo de menos los licenciados de presidio. Será una pérdida sensible para los autores de folletines. Pero, en fin, señor Domet, ¿qué es de esas gentes? ¿Qué hacen? ¿Qué dicen? ¿Dónde viven? ¿Cómo van vestidos? ¿Dónde se les encuentra? ¿Cómo se les puede reconocer? ¿Aun van marcados?

—Algunos; los decanos de la orden. La marca ha sido suprimida en 1791, restablecida en 1806, y abolida definitivamente por la ley de 28 de abril de 1832. Un licenciado de presidio se parece en todo a un hombre honrado. Se viste como quiere y ejerce la profesión que se le ha enseñado. Desgraciadamente casi todos han aprendido a robar.

—¿Pero habrá buenas gentes entre ellos?

—No muchas. ¡Figúrese usted, con la educación del presidio! Además, les es bastante difícil ganar su vida honradamente.

—¿Por qué?

—Son conocidos sus antecedentes y los patronos no se muestran muy aficionados a admitirlos. Sus compañeros de taller los desprecian. Si tienen dinero y se establecen por su cuenta, no encuentran obreros.

—¿Se les reconoce, pues? ¿De qué modo? ¿Si alguno quisiera entrar a mi servicio, cómo podría yo saber quién era?

—No tenga usted cuidado. Les está prohibida la residencia en París, porque la vigilancia sería muy difícil. Se les señala una residencia en provincias, en una ciudad pequeña, y la policía local no los pierde de vista.

—¿Y si viniesen a París sin permiso?

—Entonces habrían infringido la orden y les haríamos deportar de nuevo, en virtud de un decreto de 8 de diciembre de 1851.

—Así, ¿ya no queda ninguno en esas viviendas especiales?

—El consejo municipal del departamento del Sena ha hecho demoler las casas de que usted habla. Ya no hay guaridas para la caza, ni caza para las guaridas.

—¡Bondad divina! ¡estamos en la edad de oro! Señor Domet, usted deshoja mis ilusiones una por una. ¡Qué manera de quitar poesía a la vida!

—Hermosa dama, la vida no carecerá jamás de poesía para los que tengan la dicha de ver a usted.

Este cumplimiento fue disparado con una tal ampulosidad de galantería burguesa, que toda la asamblea aplaudió. El señor Domet se ruborizó hasta el blanco de los ojos y miró las puntas de sus zapatos. Pero la señora Chermidy le llamó de nuevo a la cuestión.

—¿Dónde están los licenciados de presidio? ¿Los hay en Vaugirard?

—No, señora, en el departamento del Sena no hay ninguno.

—¿Los hay en Saint-Germain?

—No.

—¿En Compiègne?

—No.

—¿En Corbeil?

—Sí.

—¿Cuántos?

—¿Usted espera cogerme en falta?

—Con eso cuento.

—Pues bien, hay cuatro.

—¿Sus nombres? ¡Vamos, César!

—Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

—¡Toma! Las primeras sílabas de esos nombres forman una palabra.

—Usted ha adivinado en seguida el secreto de mi mnemotecnia.

—Repita usted: Rabichon...

—Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

—Es curioso. Ahora todos somos tan sabios como usted. Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. ¿Y qué hacen esas buenas gentes?

—Los dos primeros están provisionalmente en un almacén de papel; el tercero es jardinero y el cuarto tiene una cerrajería.

—Señor Domet, es usted un grande hombre; perdóneme si he dudado de su erudición.

—¡Mientras que no dude de mi obediencia!

El señor Domet partió; era la una y todos se levantaron el uno después del otro. Besaron religiosamente, como un relicario, aquella pequeña mano blanca que acariciaba la esperanza de un crimen. Al despedirse, la hermosa mujer aun repetía: Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

El duque fue el último en salir.

—¿En qué piensa usted?—le dijo—; parece usted preocupada.

—Pienso en Corfú.

—Piense usted en los amigos de París.

—Buenas noches, señor duque. Creo que le Tas ha encontrado un doméstico. Mañana irá a informarse y uno de estos días hablaremos de ello.

Al día siguiente, le Tas tomó el tren de Corbeil. Se hospedó en el hotel de Francia y se puso inmediatamente a recorrer la ciudad. Visitó las papelerías, compró flores a todos los jardineros y se paseó por todas las calles. El domingo por la mañana perdió la llave de su saco de viaje y se dirigió a un pequeño establecimiento de cerrajería de la carretera de Essonne donde soplaba el fuelle a pesar de la ley del descanso dominical. La muestra ostentaba este letrero: Mantoux Poca Suerte, cerrajero. El dueño era un hombre pequeño, de treinta a treinta y cinco años, moreno, bien formado, vivo y despejado. No había necesidad de mirarle dos veces para ver a qué religión pertenecía. Era de los que hacen del sábado su domingo. El afán del lucro brillaba en sus pequeños ojos y su nariz se asemejaba al pico de un ave de rapiña. Le Tas le rogó que pasase al hotel para forzar una cerradura, lo que Mantoux llevó a cabo como hombre experimentado. Le Tas le retuvo a su lado por los encantos de la conversación. Le preguntó si estaba contento de sus negocios, y le respondió como hombre disgustado de la vida. Nada le había salido bien desde que estaba en el mundo. Había servido como groom y su dueño lo despidió. Entró después como aprendiz en casa de un mecánico y la susceptibilidad de algunos clientes le hizo abandonar el establecimiento. A los veinte años quiso hacer con algunos amigos un negocio magnífico: un trabajo de cerrajería que debía proporcionar una fortuna a cada uno de los asociados. A pesar de su celo y de su habilidad, fracasaron vergonzosamente, y después hubo de remar diez años sin poderse levantar de su caída. Desde entonces todos le llamaban Poca Suerte. Ultimamente había venido a establecerse en Corbeil, después de una larga permanencia en el Midi. Las autoridades de la ciudad le conocían a fondo y se interesaban por su suerte; de cuando en cuando recibía la visita del señor comisario de policía. No obstante, el trabajo no abundaba en su taller y eran pocas las casas que estaban abiertas para él.

Le Tas compartió sus pesares y le preguntó por qué no iba a buscar fortuna a otro sitio.

Poca Suerte respondió melancólicamente que no tenía ganas ni medios de viajar. Tendría que estar allí largo tiempo. La cabra no tiene más remedio que ramonear allí donde la atan.

—¿Aunque no haya nada que ramonear?—preguntó le Tas.

El, por toda respuesta, inclinó la cabeza.

Le Tas le dijo:

—Si no me equivoco, y me parece que no, usted es un excelente hombre, como yo soy una buena muchacha. ¿Por qué no intenta usted colocarse en una buena casa, puesto que ya ha servido? Yo estoy en París, en casa de una señora sola que me trata muy bien; y no me sería difícil encontrarle algo por el estilo.

—Le doy las gracias de todo corazón; pero me está prohibida la estancia en París.

—¿Por el médico?

—Sí, estoy delicado del pecho.

—Precisamente la plaza que le ofrezco no es en París. Es fuera de Francia, allá por Turquía, en un país donde los tísicos van a curarse calentándose al sol.

—Si la casa es buena, eso me gustaría mucho. Pero necesito muchas cosas para pasar la frontera: dinero, pasaportes, y no tengo nada de eso.

—Nada le faltará si usted conviene a la señora. Pero sería conveniente permanecer en París aunque no fuese más que una o dos horas.

—Eso es fácil. No me ocurriría nada aunque pasase un día entero.

—Seguramente.

—Si nos arreglamos, yo quisiera poner otro nombre en mi pasaporte. Ya he usado bastante el mío, no me ha traído más que desgracia, y quisiera dejarlo en Francia junto con mis vestidos viejos.

—Tiene usted razón. Eso es lo que se llama cambiar de piel. Ya hablaré de usted a la señora y si se arregla todo, le escribiré.

Le Tas volvió la misma noche a París. Mantoux, llamado Poca Suerte, creyó haber hallado un hada bienhechora bajo la envoltura de un elefante. Los sueños más dorados fueron a sentarse a su cabecera. Soñó que era a la vez rico y honrado y que la Academia francesa le concedía un premio a la virtud de cincuenta mil francos de renta. El lunes por la tarde recibió una carta, levantó su destierro y se presentó el martes por la mañana en casa de la señora Chermidy. Se había cortado la barba y los cabellos, pero le Tas se guardó bien de preguntarle por qué.

El esplendor de la casa lo deslumbró; la dignidad severa de la señora Chermidy le impuso el mayor respeto. La hermosa bribona había adoptado una cara de procurador imperial. Lo hizo comparecer ante ella y lo interrogó sobre su pasado como mujer que no se equivoca. El mintió como un prospecto y ella hizo ver que lo creía en absoluto. Cuando le hubo dado todos los informes deseables, le dijo:

—Bueno, muchacho, la plaza que le voy a dar a usted es de confianza. Uno de mis amigos, el señor de La Tour de Embleuse, busca un doméstico para su hija que se halla moribunda en el extranjero. Tendrá muy buen sueldo y 1.200 francos de renta vitalicia cuando la enferma muera. Está desahuciada por todos los médicos. El sueldo le será pagado por la familia; en cuanto a la renta, le respondo yo. Pórtese usted como un buen servidor y espere pacientemente el fin: no perderá nada con esperar.

Mantoux juró por el Dios de sus padres que cuidaría a la joven dama como una hermana de la caridad y que la obligaría a vivir cien años.

—Está bien—respondió la señora Chermidy—; usted nos servirá a la mesa esta noche y le presentaré al señor duque de La Tour de Embleuse. Muéstrese a él tal como es usted y yo le respondo que le admitirá.

«Ocurra lo que ocurra, añadió para sí misma, ese bribón verá en mí a una inocente y no a su cómplice.»

Mantoux sirvió a la mesa, no sin haber tomado una buena lección de su protectora le Tas. Los invitados eran cuatro: había otros tantos criados para cambiar los platos, y el cerrajero no tenía más que mirar lo que hacían los otros. La señora Chermidy se había propuesto darle una lección de toxicología. No juzgaba inútil enseñarle el empleo de los venenos, y había elegido, en consecuencia, a los convidados. Estos eran un magistrado, un profesor de medicina legal y el señor de La Tour de Embleuse.

Aparentando indiferencia hizo recaer la conversación sobre el capítulo de los venenos. Los hombres que profesan esta materia delicada, son generalmente avaros de su ciencia, pero algunas veces, en la mesa, se olvidan. Tal secreto que se guarda cuidadosamente al público, puede contarse confidencialmente cuando se tiene por auditorio a un magistrado, a un gran señor y a una linda dama cinco o seis veces millonaria. Con los criados no se cuenta: está convenido que no tienen oídos.

Desgraciadamente para la señora Chermidy, los venenos llegaron antes que el Champaña. El doctor se mostró prudente, bromeó mucho y no cometió la menor imprudencia. Se recreó en las curiosidades arqueológicas, aseguró que la ciencia de los venenos no había progresado, que habíamos perdido las fórmulas de Locusta, de Lucrecia Borgia, de Catalina de Médicis y de la marquesa de Brinvilliers, y lamentó, riendo, la pérdida de tan hermosos secretos, lloró por el veneno fulminante del joven Británico, por las guantes perfumados de Juana de Albret, los polvos de sucesión y el licor de familia que cambiaba el vino de Chipre en vino de Siracusa; en su revista no olvidó tampoco el ramo fatal de Adriana Lecouvreur. La señora Chermidy pudo observar que el cerrajero escuchaba atentamente.

—Háblenos usted de venenos modernos—dijo al doctor—, de los venenos empleados en nuestros días, de venenos en servicio activo.

—¡Ay señora!—contestó—. Estamos en plena decadencia. No es difícil matar a las gentes: un pistoletazo basta y sobra para ello. Pero se trata de matar sin que queden vestigios. El veneno no es bueno para otra cosa y ésa es la única ventaja sobre la pistola. Desgraciadamente, en el mismo instante en que sale un tóxico nuevo, se descubre un medio de comprobar su presencia. El demonio del bien tiene las alas tan poderosas como el genio del mal. El arsénico es un buen obrero, pero ahí está el aparato de March para vigilar la obra. La nicotina no es una tontería, la estricnina también es un buen producto; pero el señor magistrado sabe tan bien como yo que la estricnina y la nicotina han encontrado ya sus fiscales, es decir, sus reactivos. Se ha adoptado el fósforo con un fundamento de razón, apoyándose en lo siguiente: «El cuerpo humano contiene fósforo en cantidad apreciable; si el análisis químico lo descubre en el cuerpo de la víctima, se podrá decir que es la Naturaleza quien lo ha puesto allí»; pero ¡ay! no nos ha costado tampoco mucho trabajo demostrar la diferencia entre el fósforo natural y el ingerido. No es, pues, difícil matar a una persona, pero es casi imposible hacerlo impunemente. Yo podría indicar a usted el medio de envenenar a veinticinco personas a la vez, en una habitación cerrada, sin darles ningún brebaje. El ensayo no costaría ni dos reales, pero al asesino le costaría la cabeza. Un químico de mucho talento ha inventado recientemente una composición sutil que también tiene su encanto. Rompiendo el tubo que la contiene, las gentes caerían como moscas, pero no se podría convencer a nadie de que la muerte había sido natural.

—Doctor—preguntó la señora Chermidy—, ¿qué es el ácido prúsico?

—El ácido prúsico o cianhídrico, señora, es un veneno muy difícil de fabricar, imposible de adquirir, imposible de conservar puro, aun en recipientes negros.

—¿Y deja trazas?

—¡Magníficas! Tiñe a las gentes de azul; así es cómo se ha descubierto el azul de Prusia.

—Usted se burla de nosotros, doctor. Usted no tiene respeto ni por aquello que hay de más sagrado en el mundo: la curiosidad de una mujer. Me han hablado de un veneno de Africa o de América que mata a los hombres con la cantidad que cabe en una punta de alfiler. ¿Es una invención de los novelistas?

—No, es una invención de los salvajes. Se unta con él la punta de las flechas. Lindo veneno, señora; no hace languidecer a sus víctimas; es el rayo en miniatura. Lo más curioso es que se le puede comer impunemente. Los salvajes lo emplean en las salsas y en los combates, en la guerra y en la cocina.

—Acaba usted de decir su nombre y ya no me acuerdo.

—No lo he dicho, señora, pero estoy dispuesto a hacerlo. Es el curare. Se vende en Africa, en las montañas de la Luna. El comerciante es antropófago.

La señora Chermidy dejó a un lado sus venenos para dedicarse a sus invitados. El doctor guardó cuidadosamente el depósito terrible que todo médico lleva consigo. Pero el duque quedó muy bien impresionado de la atención y del interés de Mantoux. Desde entonces quedaba al servicio de su hija.


VIII

LOS BUENOS TIEMPOS

Cuando se lee una historia de la Revolución francesa se sorprende uno grandemente al encontrar meses enteros de paz profunda y de dicha completa. Las pasiones están adormecidas, los odios descansan, los temores desaparecen, los partidos rivales marchan como hermanos cogidos de la mano, los enemigos se besan en la plaza pública. Esos hermosos días son como un alto preparado de etapa en etapa en un camino sangriento.

Altos parecidos se encuentran en la vida más agitada y más desgraciada. Las revoluciones del alma y del cuerpo, las pasiones y las enfermedades también necesitan algunos instantes de reposo. El hombre es un ser tan débil que no puede obrar ni sufrir continuamente. Si no se detuviese de cuando en cuando, pronto agotaría sus fuerzas.

El verano de 1853 fue para Germana uno de esos momentos de reposo que tanto convienen a la debilidad humana. Y a fe que se aprovechó de ello; se recreó en su dicha y adquirió algunas fuerzas para las pruebas por que aun tenía que pasar.

El clima de las islas Jónicas es de una dulzura y una regularidad sin igual. Allí el invierno no es otra cosa que la transición del otoño a la primavera; los veranos son de una serenidad fatigosa. De cuando en cuando se ve una nube pasajera sobre las siete islas, pero no se detiene nunca. Se pasan hasta tres meses esperando una gota de agua. En aquel árido paraíso no se dice: Aburrido como la lluvia, sino: Aburrido como el buen tiempo.

El buen tiempo no aburría a Germana; la curaba lentamente. El señor Le Bris asistía a aquel milagro del cielo azul; dejaba obrar a la Naturaleza y seguía con un interés apasionado la acción lenta de un poder superior al suyo. Era demasiado modesto para atribuirse el honor de la cura, y confesaba ingenuamente que la única medicina infalible es la que viene de lo alto.

No obstante, para merecer la ayuda del Cielo, él también ayudaba un poco. Había recibido de París el yodómetro del doctor Chartroule con una provisión de cigarrillos yodados. Estos cigarrillos, compuestos de hierbas aromáticas y de plantas calmantes en infusión con una disolución de yodo, haciendo llegar el medicamento hasta los pulmones, acostumbraban a los órganos más delicados a la presencia de un cuerpo extraño y preparaban al enfermo para aspirar el yodo puro a través de los tubos del aparato. Por desgracia, el aparato llegó destrozado, aunque hubiese sido embalado por el mismo duque y conducido con los mayores cuidados por el nuevo doméstico. Era necesario pedir otro, y esto requería tiempo.

Al cabo de un mes de aquel tratamiento anodino, Germana experimentaba ya una mejoría sensible. Estaba menos débil durante el día; soportaba mejor las fatigas de un largo paseo y cada vez acudía con menos frecuencia a su cama de reposo. Su apetito era más vivo, y sobre todo más constante; ya no rechazaba los alimentos casi sin haberlos probado. Comía, digería y dormía bastante bien. La fiebre de la caída de la tarde había disminuido; los sudores que inundan por las noches a los tísicos, no eran tan abundantes.

El corazón de la enferma no tardó también en entrar en convalecencia. Su desesperación, su humor huraño y el odio a los que la amaban, cedieron la plaza a una melancolía dulce y benévola. Se consideraba tan dichosa al sentirse renacer, que hubiera querido dar las gracias al cielo y a la tierra.

Los convalecientes son niños grandes que se asen, por miedo de caer, a todo lo que les rodea. Germana retenía a sus amigos a su lado; temía a la soledad; quería ser tranquilizada a todas horas; continuamente decía a la condesa: «¿Verdad que estoy mejor?» Y luego, en voz más baja, añadía: «¿Me moriré?» La condesa le respondía riendo: «Si la muerte viniese por usted yo le enseñaría mi cara y ya tendría buen cuidado de escaparse.» La condesa estaba orgullosa de su fealdad, como las otras mujeres lo están de su belleza. La coquetería es infinita.

Don Diego esperaba pacientemente que Germana le comprendiese. Era demasiado delicado y demasiado orgulloso para importunarla con sus cumplimientos, pero siempre estaba dispuesto a dar el primer paso cuando ella le llamase con la mirada. Para la joven se había hecho ya una dulce costumbre el espectáculo de aquella amistad discreta y silenciosa. El conde tenía en su fealdad algo de heroico y de grande que las mujeres aprecian más que la hermosura. No era de aquellos que hacen conquistas, pero sí de los que inspiran pasiones. Su larga cara cetrina, sus grandes manos bronceadas contrastaban con cierta brillantez con su traje blanco. Sus grandes ojos negros dejaban escapar relámpagos de dulzura y de bondad; su voz fuerte y metálica adquiría a veces inflexiones suaves. Germana acabó por encontrar un parecido entre aquel grande de España y un león amansado.

Cuando se paseaba por el jardín bajo los viejos naranjos, apoyada en el brazo de la vieja o arrastrando al pequeño Gómez, el conde la seguía de lejos, sin afectación, con un libro en la mano. No adoptaba los aires melancólicos de un enamorado, ni confiaba sus suspiros al viento. Más bien se le hubiera tomado por un padre indulgente que quiere vigilar a sus hijos sin intimidarlos en sus juegos. Su afecto por Germana se componía de caridad cristiana, de compasión por la debilidad y de aquella alegría agridulce que un hombre de corazón encuentra en el cumplimiento de los deberes difíciles. Quizá también había en aquel sentimiento algo de legítimo orgullo. Constituía, efectivamente, una hermosa victoria arrancar una presa cierta a la muerte y crear de nuevo un ser que la enfermedad casi había destruido. Los médicos conocen ese placer y consagran toda su amistad a los que han sacado del otro mundo; tienen por ellos la ternura del criador por la criatura.

El hábito, que lo vence todo, había acostumbrado a Germana a hablar con su marido. Cuando se ve a una persona desde la mañana a la noche, no hay odio que dure; se habla, se responde, esto no compromete a nada; pero, la vida no es posible más que a este precio. Ella le llamaba don Diego; él sencillamente Germana.

Un día de mediados del mes de junio, estaba tendida en el jardín sobre unos tapices de Esmirna. La señora de Villanera, sentada a su lado, desgranaba maquinalmente un grueso rosario de coral, y el pequeño Gómez recogía naranjas del suelo para atiborrarse los bolsillos. En aquel momento pasaba el conde con un libro en la mano. Germana se incorporó y le invitó a tomar asiento. El obedeció sin hacerse de rogar y guardó el libro en el bolsillo.

—¿Qué leía usted?—preguntó ella.

—Va usted a reírse de mí. El griego—contestó ruborizándose como un colegial.

—¡El griego! ¡Usted sabe leer el griego! ¿Y un hombre como usted ha podido entretenerse aprendiendo el griego?

—Una verdadera casualidad. Mi preceptor hubiera podido resultar un imbécil como los demás, ¿no es cierto?, pues bien, me encontré con que era un sabio.

—¿Y usted lee el griego por placer?

—A Homero, sí. Esto es la Odisea.

—Sí—dijo simulando un pequeño bostezo—. Ya había leído eso en Bitaubé. Era un libro con un cuchillo y un casco en la cubierta.

—Siendo así, le extrañaría a usted mucho si le leyese a Homero en Homero; seguramente no le reconocería.

—¡Muchas gracias! no me gustan las historias de batallas.

—No las hay en la Odisea. Es una novela de costumbres, la primera que se haya escrito, y quizás la más hermosa. Nuestros autores a la moda, no inventarán nada más interesante que la historia de ese propietario campesino que ha dejado su casa para ganar dinero, que vuelve después de veinte años de ausencia, que encuentra a su regreso un ejército de faquines instalados en su casa para galantear a su mujer y comerse su pan y que los mata a flechazos. Hay ahí un drama interesante, incluso para el público de los bulevares. Nada falta, ni el fiel servidor Eumeo, ni el pastor que hace traición a su amo, ni las criadas juiciosas, ni las criadas locas. El único defecto de esta historia es que siempre nos la han servido con una traducción llena de énfasis. Han cambiado en otros tantos reyes los jóvenes rústicos que cortejaban a Penélope; han convertido la granja en palacio y han prodigado el oro por todas partes. Si yo me atreviese a traducirle solamente una página, quedaría usted maravillada de la verdad sencilla y familiar del relato; usted vería con qué alegría ingenua habla el poeta del vino tinto y de la carne suculenta: y con qué admiración, de las puertas bien cerradas y de las mesas bien acepilladas. Vería usted sobre todo con qué exactitud está descrita la Naturaleza y reconocería en mi libro el mar, el cielo y la campiña que ahora estamos contemplando.

—Probemos, pues—dijo Germana—. Si me duermo, ya lo verá usted.

El conde obedeció muy a gusto y comenzó a traducir el primer canto a libro abierto, desarrollando ante los ojos de Germana el bello estilo homérico, más rico, más pintoresco y más centelleante que los brillantes tejidos de Beyruth y de Damasco. Su traducción era tanto más libre cuanto que no entendía bien todas las palabras, pero entendía perfectamente al poeta. Abrevió algunas descripciones demasiado largas, interpretó a su modo ciertos pasajes curiosos y a todo añadió un comentario inteligente. En resumen, consiguió interesar a su querido auditorio, a excepción del marqués de los Montes de Hierro que chillaba como un condenado para interrumpir la lectura. Los niños son como los pájaros; cantan cuando se habla delante de ellos.

Yo no sé si los jóvenes esposos llegaron hasta el final de la Odisea, pero don Diego había encontrado el medio de despertar el interés de su mujer, y esto era mucho. Germana adquirió la costumbre de oírle leer y de encontrarse bien en su compañía y no tardó en ver en él un espíritu superior. Era demasiado tímido para hablar en su propio nombre, pero la vecindad de un gran poeta le daba atrevimiento y sus ideas personales iban saliendo a la superficie bajo la protección del pensamiento de los otros. Dante, Ariosto, Cervantes, Shakespeare, fueron los sublimes intermediarios que se encargaron de aproximar aquellas dos almas y de infundirlas cariño. Germana no se sentía humillada por su ignorancia ni ante la superioridad de su marido. La mujer se siente orgullosa de no ser nada en comparación del que ama.

Pronto adoptaron el hábito de vivir juntos y de reunirse en el jardín para hablar y para leer. Lo que constituía el encanto de aquellas reuniones, no era la alegría; era una cierta serenidad tranquila y amistosa. Don Diego no sabía reír y la risa de su madre se asemejaba a una mueca nerviosa. El doctor, franco y alegre como un champañés, parecía dar la nota discordante cuando arrojaba su grano de sal en la conversación. Germana aun tosía alguna vez y conservaba en su cara la expresión inquieta que da el presentimiento de la muerte. Y no obstante, aquellos días de verano sin nubes habían sido los primeros días dichosos de su juventud.

¿Cuántas veces, en aquella intimidad de la vida de familia, fue turbado el espíritu del conde por el recuerdo de la señora Chermidy? Nadie lo ha sabido y yo tampoco me aventuraré a decirlo. Es probable que la soledad, la ociosidad, la privación de placeres activos, en que el hombre gasta sus energías, y, en fin, la savia de la primavera que asciende a la cabeza de los seres vivientes como a las sumidades de los árboles, le hiciera lamentar más de una vez la noble resolución que había tomado. Los trapenses que vuelven la espalda al mundo después de haber gozado de él, encuentran en el fondo del claustro armas prestas contra las tentaciones del pasado; son éstas el ayuno, la oración y un régimen capaz de matar los ímpetus juveniles. Quizás hay más mérito en combatir como don Diego, completamente desarmado. El señor Le Bris le seguía con el rabillo del ojo, como a un enfermo al que hay que evitar una recaída. Le hablaba muy raras veces de París, nunca de la calle del Circo. Un día leyó en un diario francés que la Náyade había anclado ante Ky-Tcheou, en el mar del Japón, para pedir reparación del insulto hecho a unos misioneros franceses; Le Bris rompió el periódico para que su lectura no pudiese suscitar la menor conversación sobre la señora Chermidy.

En Oriente, a horas determinadas, la brisa del mediodía embriaga más poderosamente los sentidos del hombre que el vino de Tinos que se bebe con el nombre de malvasía; el corazón se funde como la cera; la voluntad se distiende, el espíritu se debilita. Si uno se esfuerza en pensar, las ideas se escapan como el agua que se va de entre los dedos. Se va a buscar un libro, un dulce y antiguo amigo y, sin querer, los ojos se desvían desde las primeras líneas; la mirada vaga, los párpados se abren y se cierran sin saber por qué. Es en esas horas de somnolencia y de dulce quietud cuando nuestros corazones se abren por sí mismos. Las virtudes masculinas triunfan fácilmente cuando un frío vivo nos enrojece la nariz y nos hiela las orejas, y cuando el aire de diciembre aprieta las fibras de la carne y de la voluntad. Pero cuando los jazmines extienden su perfume por los alrededores, cuando las hojas del laurel cerezo nos caen sobre la cabeza, cuando los pinos sacudidos por el viento suenan como liras y cuando las velas blancas se dibujan a lo lejos sobre el mar, entonces sería preciso ser bien ciego y bien sordo para ver y oír otra cosa que el amor.

Don Diego advirtió un día que Germana había cambiado, sin perder nada en el cambio. Sus mejillas estaban más llenas y mejor nutridas; todos los huecos de aquel lindo rostro se iban rellenando; las arrugas siniestras comenzaban a borrarse. Un color más sano orlaba su bella frente, y sus cabellos de oro no parecían ya la corona de una muerta.

Había oído una lectura bastante larga; la fatiga y el sueño se habían apoderado de ella al mismo tiempo y, dejando caer la cabeza hacia atrás, se había quedado dormida en el sillón. El conde estaba solo con ella. Dejó el libro en el suelo, se aproximó dulcemente, se puso de rodillas ante ella y adelantó los labios para besarla en la frente, pero se contuvo por un instinto de delicadeza. Por primera vez pensó con horror en la manera cómo había llegado a ser el esposo de Germana; tuvo vergüenza de la venta, se dijo que un beso obtenido por sorpresa sería algo como un crimen, y se prohibió a sí mismo amar a su mujer hasta el día en que estuviese seguro de ser amado por ella.

Los huéspedes de la villa Dandolo no vivían en una soledad tan absoluta como se pudiera suponer. El aislamiento no se encuentra más que en las grandes ciudades, donde cada uno vive para sí sin inquietarse del vecino. En el campo, los menos sociables se buscan y no se teme hacer un camino de una legua; el hombre sabe que ha nacido para la sociedad y busca la conversación de sus semejantes.

Pocos eran los días en que Germana no recibía alguna visita. Al principio iban a su casa por curiosidad, después por un interés compasivo y finalmente por amistad. Aquel rincón de la isla estaba habitado por cinco o seis familias modestas, que hubieran sido pobres en la ciudad, y que no carecían de nada en sus tierras porque sabían contentarse con poco. Sus castillos caían en ruinas y no tenían dinero para repararlos; pero sostenían con cuidado, encima de la puerta de entrada, un escudo contemporáneo de las Cruzadas. Las islas Jónicas son el faubourg Saint-Germain de Oriente; allí encontraréis las grandes virtudes y las pequeñas extravagancias de la nobleza, orgullo, dignidad, pobreza decente y laboriosa, y una cierta elegancia en la vida más humilde.

Al propietario de la villa, el señor conde Dandolo, no le hubieran podido reprochar nada sus antepasados los dux. Era un hombre pequeño, vivo e inteligente, muy conocedor de los asuntos políticos, atraído a la vez por el partido griego y la influencia inglesa, pero inclinado a la oposición y siempre dispuesto a juzgar con severidad los actos del lord comisario. Seguía de cerca las intrigas viejas y nuevas que dividen a Europa, vigilaba los progresos del leopardo británico, discutía la cuestión de Oriente, se inquietaba de la influencia de los jesuitas y era presidente de la logia masónica de Corfú. Un excelente hombre que derrochaba más actividad que un marino del antiguo régimen para navegar alrededor de un vaso de agua. Su hijo Spiro, un hermoso joven de treinta años, se había dejado conquistar por las ideas inglesas, como toda la nueva generación. Era amigo de los oficiales y se le veía en el teatro con ellos. Los Dandolo hubieran podido vivir espléndidamente si se hubiesen podido deshacer de sus bienes, pero en Corfú los habitantes son tan pobres, como rica es la tierra. Todos están prestos a vender, nadie a comprar. El conde y Spiro hablaban elegantemente las tres lenguas del país, el inglés, el griego y el italiano; además sabían el francés, por lo que su amistad fue preciosa para Germana. Spiro se interesaba por la bella enferma con todo el calor de un corazón desocupado.

Algunas veces lo acompañaba un hombre, digno por todos conceptos de sus amigos, el doctor Delviniotis, profesor de química de la Facultad de Corfú. El señor Delviniotis profesaba a la enferma una amistad tanto más viva, cuanto que él tenía una hija de la misma edad. Daba sus consejos al doctor Le Bris, hablaba en italiano con el conde y la señora de Villanera y lamentaba no saber el francés para poder entablar más amplio conocimiento con Germana. Se le veía sentado delante de ella durante horas enteras, buscando una frase o mirándola sin decir nada con esa cortesía tranquila y muda que reina en todo Oriente.

El hombre más ruidoso de toda la compañía era un viejo francés, establecido en Corfú desde el año 1814, el capitán Bretignières. Había abandonado el servicio a los veinticuatro años con una pensión de retiro y una pierna de madera. Aquel corpachón seco y huesudo saltaba alegremente, bebía de lo lindo, reía a carcajadas y se burlaba de la vejez. Hacía una legua a pie para ir a comer a la villa Dandolo, contaba historietas militares, se atusaba el bigote y sostenía que las islas Jónicas deberían pertenecer a Francia. Era un convidado sumamente agradable que comunicaba su alegría a todos los de la casa. Algunas veces, cuando se echaba vino en el vaso, decía sentenciosamente:

—Cuando se está en buena compañía, se puede beber impunemente tanto como se quiera.

Germana comía siempre con buen apetito cuando el capitán estaba allí. Aquel amable cojo, tan obstinadamente apegado a la vida, le hacía acariciar una dulce esperanza y la obligaba a creer en el porvenir. El señor de Bretignières tuteaba al pequeño marqués, le llamaba mi general y le hacía saltar sobre su única rodilla. Besaba galantemente las manos de la enferma y la servía con la devoción de un viejo paje o de un trovador retirado.

Tenía un admirador de otra escuela en la persona del señor Stevens, juez de instrucción del tribunal real de Corfú. Este honorable magistrado empleaba en los cuidados de su cuerpo un sueldo de mil libras esterlinas anuales. No habéis visto jamás un hombre más limpio, más satisfecho, más nutrido, más brillante y de una salud más tranquila y mejor paladeada. Egoísta como todos los viejos solterones, serio como todos los magistrados, flemático como todos los ingleses, ocultaba bajo la beatífica rotundidez de su cuerpo una cierta dosis de sensibilidad. La salud le parecía un don tan precioso, que hubiera querido repartirla entre todo el mundo. Había conocido al joven inglés de Pompeya y había seguido de cerca las diversas fases de su curación. Contaba ingenuamente que había experimentado una simpatía mediocre por aquel ser pálido y moribundo, pero que le había amado más de día en día a medida que le veía volver a la vida. Había acabado por ser su amigo íntimo el día en que pudo estrecharle la mano sin hacerle gritar. Fue lo mismo para Germana. Evitó aficionarse a ella mientras la creyó condenada a muerte; pero desde el momento en que le pareció que se instalaba en este mundo, le abrió su corazón de par en par.

Los más próximos vecinos de la casa eran la señora Vitré y su hijo. En poco tiempo se convirtieron en los amigos más íntimos. La baronesa de Vitré era una normanda refugiada en Corfú con los restos de su fortuna. Como ella evitaba contar su historia, no se supo jamás qué acontecimientos la habían arrojado de su país. Lo que era evidente es que la baronesa vivía como una mujer honrada y educaba admirablemente a su hijo. Tenía cuarenta años y una belleza un poco vulgar; en Francia la hubieran tomado por una granjera del país de Caux. Pero ella se ocupaba de su casa, de sus olivos y de su querido Gastón con una actividad metódica y un celo incansable que denotaban su procedencia. La grandeza es un don que se revela en todas las situaciones de la vida y sobre los escenarios más diversos: se muestra por igual en el trabajo y en el reposo y no brilla más en un salón que en una buhardilla. La señora de Vitré, entre sus dos criadas, vestida, como ellas, con el traje nacional, parecido al hábito de los carmelitas, tenía un aspecto tan imponente como Penélope bordando las túnicas del joven Telémaco. Gastón de Vitré, bello como una joven de veinte años, llevaba la vida ruda y activa de un noble campesino. Trabajaba, cortaba los árboles, cogía naranjas y arrancaba las ramas de los granados cuyos rojos frutos se abrían al sol. Por la mañana, corría con la escopeta al hombro para matar algunos zorzales o papafigos; por la noche, leía con su madre, que fue su profesor y la nodriza de su espíritu. Sin preocupaciones del porvenir, ignorando las cosas del mundo y encerrando sus pensamientos en el horizonte limitado por sus miradas, no deseaba otros placeres que una hermosa jornada de caza, una lectura de Lamartine o un paseo por el mar. Era un corazón virgen, un alma severa y blanca como esas bellas hojas de papel que invitan a la pluma a escribir. Cuando su madre lo llevó a la villa Dandolo, advirtió, por primera vez, que era un pobre ignorante, se ruborizó de la ociosidad en que había vivido y lamentó no haber aprendido la medicina.

Las visitas son siempre largas en el campo. Se hace tanto para verse, que se tiene pena después de abandonarse. Los Dandolo y los Vitré, el doctor Delviniotis, el juez y el capitán pasaban algunas veces días enteros alrededor de la hermosa enferma. Ella los retenía con alegría, sin darse cuenta del motivo secreto que la hacía obrar así. Es que ya comenzaba a evitar las ocasiones de encontrarse sola con su marido. Tanto como el amor declarado huye de los importunos y busca la intimidad, el amor naciente gusta de la compañía y de las distracciones. Desde que nos comenzamos a sentir poseídos por otro, nos parece que los extraños y los indiferentes nos protegen contra nuestra debilidad, y que quedaríamos sin defensa sin ellos.

La señora de Villanera servía, sin saberlo, este secreto deseo de Germana, reteniendo a su lado a la señora de Vitré, con la que cada día se sentía más identificada. Don Diego no había llegado aún a ese punto en que un amante soporta impacientemente la compañía de los extraños; su cariño por Germana era aún desinteresado. Buscaba ante todo aquello que podía distraer a la joven para que se sintiese más interesada por la vida. Quizás aquel hombre tímido, como todos los hombres verdaderamente fuertes, evitaba explicarse a sí mismo el sentimiento nuevo que le atraía hacia ella. Temía verse preso entre dos deberes contrarios; no se podía ocultar que estaba ligado por toda la vida a la señora Chermidy. La creía digna de su amor, la amaba a pesar de su falta, como se ama a la mujer culpable o inocente por la que se es correspondido. Si hubieran ido con pruebas en la mano a decirle que la señora Chermidy no era digna de él, hubiera experimentado un sentimiento de angustia y no se hubiera alegrado de recobrar su libertad. No se rompe fácilmente con tres años de dicha: no se dice frotándose las manos: ¡Loado sea Dios! ¡mi hijo es el hijo de una intrigante!

El conde experimentaba, pues, un malestar moral, una inquietud sorda que contrariaba su pasión naciente. Temía confesarse a sí mismo; se detenía ante su corazón como ante una carta que no nos atrevemos a abrir.

Mientras tanto, los jóvenes esposos se buscaban, se encontraban bien cuando estaban juntos y daban las gracias desde el fondo de su corazón a los que les impedían estar solos. El círculo de amigos que se sentaban alrededor de ellos, abrigaba su amor, como los grandes obreros que rodean los vergeles de Normandía protegen la floración de los manzanos.

El salón de recepciones era el centro del jardín, alfombrado de naranjas que habían caído antes de sazonar. Germana, sentada en su sillón, fumaba cigarrillos yodados; el conde la miraba vivir; la señora de Villanera jugaba con el niño como una faunesa vieja y negra con su retoño bronceado. Los amigos se balanceaban en las mecedoras que se habían hecho traer de América. De cuando en cuando, Mantoux u otro criado de la casa, servía café, helados o confituras, según los usos de la hospitalidad oriental. Los huéspedes se extrañaban de que la dueña de la casa fuese la única fumadora de toda la concurrencia. En Oriente se fuma siempre. Vosotros arrojáis el cigarrillo a la puerta de una casa, pero la dueña os ofrece otro en seguida. Germana, sea que fuese más indulgente para el único vicio de su marido, sea que se apiadase de aquellos pobres griegos que no podían vivir sin el tabaco, decretó un día que el cigarrillo sería permitido en toda la extensión de su imperio. Don Diego le recordó sonriendo sus antiguas repugnancias. La joven se ruborizó ligeramente y replicó con viveza:

—He leído en El Conde de Montecristo que el tabaco turco era un perfume y yo sé que aquí, a la vista de las riberas de Turquía, no se fuma de otro. No se trata de esos nauseabundos cigarros que usaba usted y cuya sola vista me hace daño.

Bien pronto se vieron aparecer en el jardín y en la casa los grandes chibuks de hornillo rojo y boquilla de ámbar; los narghilés de cristal que cantan al hervir y que pasean sobre la hierba su largo tubo flexible como una serpiente. A fines de julio los nauseabundos cigarros se escaparon tímidamente de no sé qué receptáculo invisible y encontraron gracia ante Germana, lo que dio a comprender que se encontraba mucho mejor.

Fue por aquella época cuando el elegido por la señora Chermidy, Mantoux, llamado Poca Suerte, tomó el partido de envenenar a su ama.

Hay siempre algo de bueno en el hombre más vicioso y yo debo confesar que por espacio de dos meses fue un criado excelente. Cuando el duque, que ignoraba su historia, le hizo dar un pasaporte a nombre de Mateo, atravesó la frontera con alegría y reconocimiento. Quizá pensaba de buena fe, como el criado de Tucaret, en ser el tronco de hombres honrados. La dulzura de Germana, el encanto que ejercía sobre todos los que la rodeaban, lo bien que pagaba a los que la servían y la poca esperanza que se tenía de salvarla, inspiraron buenos sentimientos a aquel criado de contrabando. Sabía mucho mejor descerrajar una puerta que preparar un vaso de agua azucarada, pero se esforzó en no parecer un novicio y lo consiguió. Pertenecía a una raza inteligente, apta para todo, hábil en todos los oficios y en todas las artes. Se aplicó tan bien, hizo tales progresos y aprendió tan pronto su obligación, que sus amos estaban muy contentos de él.

La señora Chermidy le había recomendado que ocultase su religión y aun que renegase de ella si le interrogaban. Conocía la fama de intolerantes que tienen los españoles para con los israelitas. Desgraciadamente aquel honrado hombre forrado de nuevo no podía ocultar su cara. La señora de Villanera sospechó que, por lo menos, era un hebreo convertido. Porque, como buena española, hacía poca diferencia entre los convertidos y los obstinados(Nota: Se puede perdonar esta ridícula afirmación al autor en gracia al buen concepto que en general tiene formado de los españoles. N. del T.). Era la mejor mujer del mundo, pero los hubiera enviado a todos a la hoguera, segura de que los doce apóstoles hubieran hecho otro tanto.

Mantoux, que había transigido más de una vez con su conciencia, no hizo escrúpulos al acto de renegar de la religión de sus padres. Pero, por una de esas contradicciones tan frecuentes en los hombres, no se decidió nunca a comer los mismos alimentos que sus camaradas. Sin hacer alarde de ello, se dedicó a las legumbres, a las frutas y a las herbáceas, viviendo como un vegetariano, un pitagórico. Se consolaba de este régimen cuando se le enviaba con alguna comisión a la ciudad. Entonces corría en derechura al barrio judío, fraternizaba con sus compatriotas, hablaba con ellos esa jerga semihebraica que sirve de lazo de unión a la gran nación dispersa, y comía carne kaucher, es decir, matada por el sacrificador, según los preceptos de la ley. Era un consuelo que seguramente le habría faltado durante el tiempo que estuvo en presidio.

Hablando con sus correligionarios, se enteró de muchas cosas; supo que Corfú era un excelente país, una verdadera tierra de promisión en la que se vivía muy barato y en la que sería rico con 1.200 francos de renta. Se enteró también de que la justicia inglesa era severa, pero que con una buena lancha y dos remos se podía escapar a la persecución de la ley. Bastaba poner el pie en Turquía; el continente estaba a algunas millas de allí, ¡se le veía, se le tocaba casi! Supo, por fin, donde se podía adquirir arsénico a un precio módico.

Hacia los últimos días de julio, oyó afirmar a muchas personas que la joven condesa estaba en vías de curación. Se aseguró por sus propios ojos y vio que, efectivamente, estaría restablecida de un día a otro. Todas las noches al llevarle un vaso de agua azucarada podía observar, junto con el señor Le Bris, cómo disminuían la tos y la fiebre. Un día asistió al acto de desembalar una caja mucho mejor cerrada que la que él había traído de París. De ella vio salir un lindo aparato de cobre y de cristal, una pequeña máquina muy sencilla, y tan sugestiva, que al verla sentía uno no ser tísico. El doctor se apresuró a montarla, y dijo, mirándola con ternura: «¡He aquí, tal vez, la salvación de la condesa!»

Estas palabras fueron tanto más penosas para Mantoux, cuanto que acababa de echar el ojo a una pequeña propiedad, con sus árboles y su casa para el dueño, el nido que podía apetecer una familia honrada. Entonces se le ocurrió la idea de hacer añicos aquel aparato de destrucción que amenazaba su fortuna. Pero no tardó en comprender que le pondrían a la puerta y que no sólo perdería su pensión, sino también su sueldo. Resignose, pues, a ser un buen criado.

Por desgracia, sus camaradas hacían ya comentarios sobre el régimen vegetariano a que se había sometido. La señora de Villanera entró en alarma, se informó de todo y decidió que era un judío incorregible, relapso y todo lo demás por añadidura. Le preguntó si le convenía buscar una plaza en Corfú, o bien prefería regresar a Francia. El desgraciado gimió, pidió gracia y recurrió a la intervención caritativa de la buena Germana, pero la señora de Villanera se mostró inexorable. Todo lo que pudo obtener es que continuaría allí hasta la llegada de su substituto.

Le quedaba un mes por delante: he aquí cómo lo aprovechó. Compró algunos gramos de ácido arsenioso que guardó en su habitación. Cogió una pizca, la cantidad necesaria para matar a dos hombres, y la disolvió en un vaso de agua. Colocó el vaso en la alacena, sobre una tabla muy alta a la cual no se podía llegar sino subiéndose a una silla; y, sin perder tiempo, echó algunas gotas de aquel líquido envenenado en el agua de la enferma, después de prometerse repetir las operación todos los días, matar lentamente a su ama y merecer, a pesar del pequeño aparato, los beneficios de la señora Chermidy.


IX

CARTAS DE CHINA Y DE PARÍS

al señor Mateo Mantoux, en casa del señor conde de Villanera, Villa Dandolo, en Corfú

«Sin fecha.

»Tú no me conoces, y yo en cambio te conozco como si te hubiese inventado. Eres un antiguo pensionista del Gobierno en la escuela naval de Tolón; allí es donde te vi por primera vez. Más tarde te encontré en Corbeil; no era tu posición muy brillante y la policía tenía fijos los ojos en ti. Tuviste la suerte de caer sobre una estúpida parisiense que te procuró una buena colocación con la esperanza de una pensión. La señora de la calle del Circo y su camarera te tienen por un inocente; se dice que tus señores te distinguen con su confianza. Si la enferma que cuidas hubiera tomado soleta para el otro mundo, serías rico, considerado, y vivirías como un burgués allí donde mejor te pluguiese. Desgraciadamente no se ha decidido, y a ti no se te ha ocurrido hacer nada para decidirla. Peor para ti; seguirás llamándote Poca Suerte. El comisario de policía de Corbeil te busca. Está sobre tu pista. Si no tomas las medidas convenientes, darán contigo ahí. Por mi parte, yo que te escribo, te he encontrado. ¿Te gustaría ir a coger pimienta a Cayena? ¡Pues trabaja, holgazán! Tienes la fortuna en la mano tan cierto como me llamo... Pero no hay necesidad de que sepas mi nombre. No soy ni Rabichon, ni Lebrasseur, ni Chassepie. Abrigo la esperanza de que sabrás comprender lo que te conviene.

»Tu amigo

»X. Y. Z.»

La señora Chermidy al doctor Le Bris

«París, 13 de agosto de 1853.

»Llave de los corazones, mi estimado amigo, he aquí una grande y magnífica noticia. Mme. de Sevigné se la haría esperar durante dos páginas; yo voy más pronto al grano y se la espeto en seguida. ¡Soy viuda, amigo mío; viuda sin apelación; viuda en última instancia, como si el notario lo hubiese rubricado! He recibido la noticia oficial, el acta de defunción, el pésame del ministerio de Marina, el sable y las charreteras del difunto y una pensión de 750 francos para que pueda poner coche en los días de mi vejez. ¡Viuda, viuda, viuda! No hay palabra más bonita en la lengua francesa. Me he vestido de negro; me paseo a pie por las calles, y siento un gran deseo de detener a los transeúntes para hacerles saber que soy viuda.

»En esta ocasión he comprendido que no soy una mujer vulgar. Conozco más de una que habría llorado por debilidad humana y para darle una pequeña satisfacción a sus nervios; yo, he reído como una loca. Ya no hay Chermidy; Chermidy no existe, y tenemos derecho a decir ya el difunto Chermidy.

»Ya sabe usted, tumba de los secretos, que jamás quise a ese hombre. No era nada para mí. Llevaba su apellido, soportaba sus botaratadas; los dos o tres bofetones que me ha dado eran los únicos lazos que el amor había formado entre nosotros. El hombre que yo he amado, mi verdadero esposo, mi esposo ante Dios, no se ha llamado nunca Chermidy. Mi fortuna no procede de ese marinero; no le debo nada, y sería una hipócrita si lo llorase. ¿No asistió usted a nuestra última entrevista? ¿Se acuerda usted de la mueca conyugal que embellecía sus facciones? Si no hubiese estado usted presente, me habría jugado una mala partida: esos maridos marinos son capaces de todo. Las cartas me han anunciado repetidas veces que yo moriría de muerte violenta, y es que las cartas conocían al señor Chermidy. Tarde o temprano me habría retorcido el cuello, y hubiera bailado el día de mi entierro. Ahora soy yo la que río, la que bailo y dice tonterías; el mío es un caso de legítima defensa.

»¡Vamos, es una linda historia la de esa muerte! Nunca se ha visto objeto de china igual, y yo la conservaré en una rinconera. Todos mis amigos han venido a darme el pésame, poniendo cara de circunstancias; pero les he contado el suceso y les he hecho perder la gravedad en seguida. Hemos estado riendo a mandíbula batiente hasta las doce y media de la noche.

»Figúrese usted, mi querido doctor, que la Náyade había anclado delante de Ky-Tcheou. No he podido encontrar de ningún modo en el mapa donde cae eso, y estoy desesperada. Los geógrafos de hoy son seres muy incompletos. Ky-Tcheou debe estar al sur de la península de Corea, en el mar del Japón. He encontrado Kin-Tcheou, pero en la provincia de Ching-King, en el golfo de Leou-Toung, en el mar Amarillo. ¡Póngase usted en lugar de una pobre viuda que no sabe en qué latitud la han privado de su marido!

»Sea lo que fuere, los magistrados de Ky-Tcheou o Kin-Tcheou, en la desembocadura del río Li-Kiang, habían maltratado a dos misioneros franceses. El mandarín gobernador, o padre de la ciudad, el poderoso Gu-Ly, consagraba todos sus ocios a hacerles jugarretas a los extranjeros. Existen tres factorías europeas en ese lugar de recreo. Un francés que compra seda, ejerce las funciones de agente consular. Tenía una bandera delante de su puerta y los misioneros se alojaban en su casa. Gu-Ly hizo prender a los dos sacerdotes acusándolos de predicar una religión extraña. Difícilmente se pudieron defender los sacerdotes mentados, puesto que a eso, a predicar la religión cristiana, habían ido. Fueron condenados, y corrió el rumor de que los habían matado. Debido a eso envió el almirante a la Náyade con la misión de enterarse de lo que ocurría.

»El comandante hizo ir a Gu-Ly a su presencia, ¿Se representa usted a mi marido frente a frente con el tal chino? Gu-Ly aseguró que los misioneros no tenían novedad, pero que habían infringido las leyes del país, y por lo tanto era preciso que sufriesen seis meses de cárcel. Mi marido quiso verlos y se le ofreció que se los enseñarían a través de las rejas. Aquella misma noche se trasladó a las puertas de la prisión con una compañía de desembarco. Vio a dos misioneros que gesticulaban en la ventana, el cónsul los reconoció y todo el mundo quedó satisfecho.

»Pero al día siguiente fueron a avisar al cónsul que los misioneros habían sido degollados ocho días antes de la llegada de la Náyade. Más de veinte testigos certificaron el hecho. Mi Chermidy volvió a endosarse el uniforme, desembarcó con sus hombres, fue de nuevo a la cárcel y derribó las puertas, sin hacer caso a los misioneros que le hacían señas con los brazos para que regresara al buque. Encontró en el calabozo dos figuras de cera, modeladas con una perfección chinesca; eran los dos misioneros que le habían enseñado el día anterior.

»Mi marido montó en cólera. No era de los que sufren que se les engañe; éste es un defecto que siempre ha tenido. Volvió a bordo y juró por lo más sagrado que bombardearía la ciudad, si los asesinos no eran castigados. El mandarín, temblando como una hoja, hizo acto de sumisión y condenó a los jueces a ser aserrados vivos. Mi marido no tuvo ninguna objeción que hacer.

»Pero la legislación del país permite a todo condenado a muerte buscar un substituto. Hay agencias especiales que, mediante cinco o seis mil francos y buenas promesas, deciden a un pobre diablo a dejarse cortar en dos. Los chinos de la clase baja, los que viven mezclados con los animales, no tienen gran apego a la vida. Y se comprende. ¡Para lo que hacen! No les cuesta, pues, gran trabajo, decidirse a dejar este mundo cuando se les ofrece mil piastras y tres días para comérselas. Mi marido aceptó a los substitutos, asistió al suplicio e hizo las paces con el ingenioso Gu-Ly, llegando en su clemencia hasta invitarle a comer al día siguiente con los magistrados que se habían hecho sustituir. Esto era obrar como buen diplomático, porque, después de todo, ¿qué es la diplomacia? El arte de perdonar las injurias tan pronto como han quedado vengadas.

»Gu-Ly y sus cómplices fueron a comer a bordo de la Náyade. Los postres fueron interrumpidos por un incendio magnífico; el navío ardía como una cerilla. Funcionaron las bombas oportunamente, se echaron las culpas sobre un pinche de cocina y se dieron excusas al venerable Gu-Ly.

»¿Encuentra usted el relato un poco largo? ¡Paciencia! todo se andará. El mandarín quiso devolverle su fineza y le invitó para el día siguiente a uno de esos banquetes en que triunfa la prodigalidad china. Nosotros somos unos pobres señores comparados con esos originales. Admiramos mucho al gentleman que gasta en un cubierto para él solo quinientos francos en el café de París: ¡los chinos hacen las cosas de otro modo! Anunciaron al comandante las salsas espolvoreadas con perlas finas, los nidos de golondrinas con lenguas de faisán, y la célebre tortilla de huevos de pavo real que se hace en la misma mesa matando a cada hembra para arrancarle su huevo. Mi Chermidy, simple como un remo, no adivinó que sería él quien pagaría el menú. Según los relatos oficiales, se relamía los labios y se prometía escuchar atentamente las comedias con que se acostumbra sazonar un festín chino.

»Desembarcó con el cónsul y cuatro hombres de escolta, bajo una lluvia persistente. Ya comprenderá usted que no olvidaría su uniforme de gala. Una diputación de magistrados lo recibió con toda la etiqueta de rigor. Supongo que quedaría satisfecho de la arenga. Si los chinos adoran la etiqueta, los marinos no la detestan. Se le izó sobre un caballejo. Desde aquí le veo trotando y dando tumbos. El animal (dicho sea sin equívoco) se hundía en el barro hasta los corvejones; las ciudades de China están empedradas con un afirmado de dos filas que las hace aptas a la vez para el tránsito rodado y para la navegación. Doce jóvenes vestidos de seda de color de rosa marchaban a sus lados, con una pluma de pavo real en la mano. Cantaban con su voz gangosa alabanzas en honor del grande, del poderoso, del invencible Chermidy, y agasajaban dulcemente a la montura con las barbas de sus plumas. Los pequeños le hacían cosquillas en las narices y los mayores le hurgaban en el interior de las orejas tan bien y tan largo tiempo, que el animal acabó por encabritarse. El caballero, torpe como un marino, cayó de espaldas. Los niños corrieron hacia él y le preguntaron todos a la vez si se había hecho daño, si tenía necesidad de algo, si quería agua para lavarse, y, sin dejar de hablar, sacaron sus cuchillos de los bolsillos y le cortaron el cuello sin ruido, sin escándalo, hasta que la cabeza quedó completamente separada del tronco.

»Es el cónsul el que ha contado esta historia. Me temo mucho que no hubiera podido hablar nunca más con nadie a no ser por el socorro de los cuatro marineros que le salvaron la vida y le condujeron a bordo. Me detengo aquí, porque la pieza pierde su interés desde el momento en que el héroe ha sido enterrado. Ya sabrá usted la continuación por los periódicos y por la carta adjunta que los oficiales de la Náyade se han tomado la molestia de enviarme. Lamento sinceramente la muerte del mandarín Gu-Ly. Si viviese aún, le aseguraría un plato de nidos de golondrinas para el resto de sus días. Desde que mi dicha depende de una doble viudez, me he prometido siempre partir un millón entre las almas caritativas que me librasen de mis enemigos. En un cajón de mi secreter había quinientos mil francos para ese mandarín que ya no existe.

»Tumba de los secretos, quemará usted mi carta, ¿no es verdad? Queme también los periódicos que hablan de este asunto. No es necesario que don Diego sepa que yo soy libre mientras él aún continúa encadenado. Evitemos a nuestros amigos disgustos demasiado crueles. Sobre todo, no le diga usted que el luto me embellece.

»Cuide bien a la persona a la cual se ha dedicado usted. Pase lo que pase, tendrá el mérito de haberla hecho vivir más de lo que era humanamente posible. Si le hubieran dicho antes de dejar París que iba a estar ausente siete u ocho meses, ¿comería tan buenas codornices? Cuando esté curada o le ocurra otra cosa, usted vendrá a París y entonces trataremos de buscarle una clientela, porque estoy segura de que sus enfermos, a excepción de mí, no le reconocerán.

»El señor duque de La Tour de Embleuse, que me hace algunos días el honor de comer en mi casa, me ha rogado que buscase otro criado para su hija. Yo había tomado apresuradamente mis informes sobre el primero que le envié, pero después me han dicho que es un sujeto de malos antecedentes. Echelo usted lo más pronto posible, o quédeselo bajo su responsabilidad hasta la llegada del substituto.

»Adiós, llave de los corazones. El mío le está abierto desde hace mucho tiempo, y si no es usted el mejor de mis amigos, no es mía la culpa. Consérveme mi marido y mi hijo y seré siempre completamente suya.

»Honorina.»

Los oficiales de la «Náyade» a la señora Chermidy

«Hong-Kong, 2 de abril 1853.

»Señora: Los oficiales y los alumnos embarcados a bordo de la Náyade cumplimos un penoso deber al unir nuestro pesar al dolor bien legítimo que le causará la pérdida del comandante Chermidy.

»Una odiosa conspiración ha robado a Francia uno de sus oficiales más honorables y más experimentados: a usted, señora, un marido, del cual todos habíamos podido apreciar la bondad y la dulzura; a nosotros un jefe, o mejor dicho, un compañero, que tenía a honor descargarnos del peso del servicio, reservándose la parte más pesada.

»Al enviarle las insignias de su grado, que había conquistado tan laboriosamente, lamentamos, señora, no poder unir la condecoración de los valientes que merecía desde hace mucho tiempo, tanto por la duración como por la importancia de sus servicios, y que le esperaba sin duda, después de una campaña que tendremos que terminar sin él.

»Es un débil consuelo, señora, en un dolor como el suyo, el placer de la venganza. No obstante, nos sentimos orgullosos de poder decir a usted que hemos hecho gloriosos funerales a nuestro bravo comandante.

»Cuando el señor cónsul y los cuatro marineros que habían presenciado el crimen nos trajeron la noticia a bordo, el más antiguo de los tenientes de navío, que había sucedido al excelente oficial que habíamos perdido, hizo evacuar las personas y las mercaderías de las factorías europeas, y comenzamos un fuego graneado contra la ciudad que la convirtió en cenizas en menos de dos días. Gu-Ly y sus compañeros creyeron encontrar un refugio seguro en la fortaleza. La compañía de desembarco, a las órdenes de uno de los nuestros, los sitió durante una semana con dos cañones que habíamos llevado a tierra. La conducta de nuestros hombres fue admirable; vengaron cumplidamente a su comandante. La Náyade no izó el pabellón imperial hasta después de haber castigado implacablemente al mandarín gobernador y a todos los que se habían reunido alrededor de su persona. A la hora en que le escribimos, señora, ya no existe la ciudad llamada Ky-Tcheou; no queda en su lugar más que un montón de cenizas que podría ser llamado la tumba del comandante Chermidy.

»Reciba usted, señora, el homenaje de los sentimientos de la más profunda simpatía, y reconózcanos como sus más humildes y fieles servidores. (Siguen las firmas.)»


X

LA CRISIS

La época más dichosa en la vida de una joven es el año que precede a su matrimonio. Toda mujer que quiera pasar revista a sus recuerdos se acordará con un sentimiento de pesar de aquel invierno bendito entre todos, en que su elección ya estaba hecha, pero ignorada de los demás. Una multitud de pretendientes tímidos e indecisos se mostraban obsequiosos a su alrededor, se disputaban su ramo o su abanico y la envolvían en una atmósfera de amor, que ella respiraba con embriaguez. Ella ya había distinguido entre todos al hombre del cual quería ser, pero no le había prometido nada y experimentaba una cierta alegría en tratarle como a los demás y en ocultarle su preferencia. Se divertía en hacerle dudar de su dicha, en llevarle de la esperanza al temor, en someterle todos los días a una prueba. Pero en el fondo de su corazón, le inmolaba todos su rivales y depositaba a sus pies todos los homenajes que fingía acoger. Se prometía recompensar espléndidamente tanta perseverancia y resignación, y sobre todo saboreaba el placer, eminentemente femenino, de mandar a todos y de no obedecer más que a uno solo.

Este período triunfal había faltado en la vida de Germana. El año que precedió a su matrimonio había sido el más triste y el más miserable de su pobre juventud. Pero el año que siguió la indemnizó en parte. Vivía en Corfú en un círculo de admiradores apasionados. Todos los que la rodeaban, viejos y jóvenes, experimentaban por ella un sentimiento muy parecido al amor. Llevaba impreso sobre su hermosa frente ese signo de melancolía que demuestra que una mujer no es dichosa. Es un atractivo que pocos hombres resisten. Los más atrevidos temen ofrecerse a la que parece no carecer de nada, pero la tristeza enardece a los tímidos. No faltaban, ciertamente, médicos a aquella alma afligida. El joven Dandolo, uno de los hombres más brillantes de las siete islas, la asediaba con sus cuidados, la deslumbraba con su talento y le imponía su amistad soberbia con la autoridad del que siempre ha triunfado. Gastón de Vitré paseaba alrededor de ella una solicitud inquieta. El hermoso joven se sentía nacer a una nueva vida. No había cambiado nada en sus costumbres, y sus ocupaciones y sus placeres marchaban al mismo paso que antes, pero cuando leía cerca de su madre, veía más allá de las páginas del libro; se detenía como deslumbrado en medio de la lectura; se sumía en un ensueño a propósito de un verso que jamás le había impresionado. El beso de despedida que daba por las noches a la señora de Vitré quemaba la frente de su madre. Cuando rezaba, de rodillas, con la cabeza apoyada contra la cama, veía pasar entre sus ojos y sus párpados imágenes extrañas.

No dormía toda la noche de un tirón, como antes; su sueño era entrecortado. Se levantaba antes del amanecer y corría por el campo con una impaciencia febril. La escopeta le pesaba menos sobre el hombro; sus pies casi no pisaban la hierba seca. Cuando se embarcaba, se internaba más que nunca en el mar y sus brazos robustos encontraban un placer en impulsar los remos; cualquiera que fuese el objeto de su visita, un encanto invisible lo atraía siempre cerca de Germana, lo mismo por tierra que por mar; se volvía hacia ella como la brújula a la estrella, sin tener conciencia del poder que lo atraía. Era acogido amistosamente, se tenía placer al verle y a él no se le ocultaba. No obstante, siempre mostraba prisa de partir y no entraba más que un momento, pretextando que su madre lo esperaba, pero es lo cierto que a la caída del sol aun estaba sentado al lado de la querida enferma, y se extrañaba de que los días fuesen tan cortos en el mes de agosto.

El señor Stevens, hombre de peso y de gravedad, marcaba el paso detrás del sillón de Germana como un regimiento de infantería; tenía para ella esas atenciones reflexivas y serenas que constituyen la fuerza de los hombres de cincuenta años. Le llevaba bombones, le contaba cuentos y le prodigaba esas pequeñas atenciones a las que una mujer no se muestra nunca insensible. Germana no despreciaba aquella buena amistad, paternal en la forma, menos paternal no obstante que la del doctor Delviniotis. Recompensaba también con una dulce mirada al capitán Bretignières, aquel excelente hombre al que no faltaba más que una pluma en el sombrero. Se regocijaba al verle correr a su alrededor con todo el estruendo de una fantasía árabe. Tenía una amistad bien tierna por el doctor; el señor Le Bris, acostumbrado a hacer una corte inocente a sus enfermas, no sabía con precisión el sentimiento que experimentaba por la joven condesa de Villanera. Esta cambiaba a ojos vistas y aquella belleza renaciente podía derribar en un instante la frágil barrera que separa la amistad del amor.

Todos estos sentimientos mal definidos y más difíciles de nombrar que de describir constituían la alegría de la casa y la dicha de Germana. Encontraba una gran diferencia entre su último invierno de París y su primer verano de Corfú. La villa y el jardín respiraban alegría, esperanza y amor. No se oían más que palabras de cordialidad y francas carcajadas. Los huéspedes rivalizaban en ingenio y en buen humor, y Germana se sentía renacer al dulce calor de todos aquellos corazones devotos que latían por ella. Si algunas veces atizaba el fuego por una inocente coquetería, es porque quería asegurar la conquista de su marido.

Los recuerdos penosos de su matrimonio se iban poco a poco borrando de su memoria. Había olvidado la lúgubre ceremonia de Santo Tomás de Aquino y se consideraba como una prometida que espera el momento de ir a la iglesia. No pensaba ya en la señora Chermidy y no experimentaba aquel frío interior que da el temor de una rival. Su marido se le aparecía como un hombre nuevo; ella se creía también ser una mujer nueva, acabada de nacer. ¿Acaso escapar a una muerte cierta, no es nacer una segunda vez? Hacía remontar su nacimiento a la primavera y se decía sonriendo: «Soy una niña de cuatro meses.» La vieja condesa la confirmaba en aquella idea tomándola en brazos como a una criatura.

Lo que le hubiera podido llamar a la realidad era la presencia del marqués. Era difícil olvidar que aquel niño tenía una madre y que aquella madre podía venir un día u otro a reclamar la dicha que le habían tomado. Pero Germana se había acostumbrado a mirar al pequeño Gómez como a su hijo. El amor maternal es de tal modo innato en las mujeres, que se desarrolla en ellas mucho antes que el matrimonio. Por eso se ve a niñas de dos años ofrecer el pecho a sus muñecas. El marqués de los Montes de Hierro era la muñeca de Germana. Se olvidaba de sí misma para ocuparse de su hijo. Había acabado por encontrarle hermoso, lo que prueba que tenía un verdadero corazón de madre. Don Diego la miraba con complacencia cuando estrechaba entre sus brazos a aquel pequeño gnomo bronceado. Y se regocijaba al observar que la mueca hereditaria de los Villanera no daba miedo a su mujer.

Todas las noches, a las nueve, los señores y los criados se reunían en el salón para rezar en común. La vieja condesa se mostraba muy apegada a esta costumbre religiosa y aristocrática. Ella misma leía las oraciones en latín. Los domésticos griegos se asociaban devotamente a la plegaria común, a pesar del cisma que divide a los cristianos de Occidente. Mateo Mantoux se arrodillaba en un rincón, desde el cual podía ver sin ser visto, y desde allí trataba de leer en la cara de Germana los estragos del arsénico.

No había dejado ni sola vez de envenenar el vaso de agua azucarada que llevaba todas las noches a Germana. Esperaba que el arsénico a pequeñas dosis aceleraría los progresos de la enfermedad, sin dejar trazas visibles. Este es un prejuicio extendido entre las clases ignorantes. Mateo Mantoux, con razón llamado Poca Suerte, no podía saber que el veneno mata de una vez a las gentes, o no les hace nada. Creía que aquellos miligramos de ácido arsenioso ingeridos diariamente se unían en el cuerpo hasta formar gramos; y es que no contaba con el trabajo infatigable de la naturaleza que repara incesantemente todos los desórdenes interiores. Si hubiese tomado una lección más detallada de toxicología o se hubiera acordado del ejemplo de Mitrídates, hubiera comprendido que los envenenamientos microscópicos producen unos efectos muy distintos de los que él esperaba. Pero Mateo Mantoux no había leído la historia.

Lo que aun le habría extrañado más es saber que el arsénico a pequeñas dosis es un remedio contra la tuberculosis. No la cura siempre, pero por lo menos procura un verdadero alivio al enfermo. Las moléculas del veneno van a quemarse en los pulmones al contacto del aire exterior y producen una respiración ficticia. Siempre es algo respirar con más facilidad, y Germana había podido notarlo. Además, el arsénico rebaja la fiebre, abre el apetito, facilita el sueño, restablece las carnes y no perjudica el efecto de los otros medicamentos, ayudándolos algunas veces.

El señor Le Bris había pensado muchas veces en tratar a Germana por este método, pero un escrúpulo bien natural le detenía. No estaba seguro de salvar a la enferma y aquel diablo de arsénico le recordaba a la señora Chermidy. Mateo Mantoux, médico menos timorato, aceleró los efectos del yodo y la curación de Germana.

Germana llevaba ya un mes del tratamiento por el yodo. El doctor asistía todas las mañanas a la inspiración, y muchas veces le acompañaba el señor Delviniotis. Este tratamiento no es infalible, pero es suave y fácil. Una corriente de aire caliente disuelve lentamente un centigramo de yodo y lo hace penetrar en los pulmones sin esfuerzo ni dolor alguno. El yodo puro no embriaga a los enfermos como la tintura, no provoca la tos, no produce estomatitis. Su único defecto es dejar en la boca un ligero sabor a herrumbre, al cual el enfermo no tarda en acostumbrarse. Los señores Le Bris y Delviniotis acostumbraron suavemente a Germana a este medicamento nuevo. En su impaciencia por curar hubiera querido arrancarse su mal a viva fuerza; pero ellos no le permitían más que una inspiración diaria y aun muy corta: tres minutos, cuatro a lo más. Con el tiempo aumentaron la dosis y a medida que la curación avanzaba llegaron a darle hasta dos centigramos diarios.

El estado de la enferma mejoraba con una rapidez increíble, gracias a la discreta colaboración de Mateo Mantoux. Un desconocido que hubiese estado por primera vez en la villa Dandolo no habría sospechado que allí hubiese una tísica. A fines de agosto, Germana estaba fresca como una rosa y redonda como una fruta. En aquel hermoso jardín donde la Naturaleza había acumulado todas sus maravillas, el sol no alumbraba nada más brillante que aquella mujer completamente nueva, por decirlo así, que salía de la enfermedad como una joya de su estuche. No sólo los colores de la juventud florecían en su rostro, sino que la salud metamorfoseaba cada día las formas de su cuerpo. Las dulces oleadas de una sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente; todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor, recobraban su tensión con una alegría visible.

Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como se bendice a Dios. Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor Le Bris. La curación de Germana podía parecer a los demás una esperanza; sólo para él era una certidumbre. Al auscultar a su querida enferma, comprobaba todos los días la disminución del mal; veía la curación en sus efectos y en sus causas; medía como con un compás el terreno que había ganado a la muerte. La auscultación, método admirable que la ciencia moderna debe al genio de Hipócrates, permite al médico leer en el cuerpo del enfermo como en un libro abierto. Los resortes invisibles que se agitan en nosotros producen en su marcha regular un ruido tan constante como el movimiento de un péndulo. El oído del médico, cuando está acostumbrado a percibir esa harmonía de la salud, reconoce por signos ciertos el más pequeño desorden interior. La enfermedad tiene su lenguaje claro y preciso para el observador inteligente que asiste a los progresos de la vida o de la muerte. Un sonido mate designa al médico las partes del pulmón donde el aire ya no penetra; un estertor particular le indica las cavernas invasoras que caracterizan el último período de la tuberculosis. El señor Le Bris reconoció bien pronto que las partes impermeables al aire se circunscribían de día en día; que el estertor se extinguía poco a poco; que el aire entraba suavemente en las células vivificadas que envolvían las cavernas cicatrizadas. Había dibujado, para la vieja condesa, el plano exacto de los estragos que la enfermedad había hecho en el pecho de la joven. Todas las mañanas trazaba con lápiz un nuevo contorno que atestiguaba el progreso cotidiano de la curación. Balzac ha descrito el caso de un individuo, en su novela La piel de zapa, cuya vida, figurada por un cuero que él corta a medida de sus deseos y necesidades, se va limitando cada día. El caso de Germana era al revés.

El 31 de agosto, el señor Le Bris, dichoso como un vencedor, dio un paseo a pie hasta la ciudad. El campo le agradaba, pero no desdeñaba tampoco una vuelta por la explanada donde le divertían las cornamusas de los regimientos escoceses. Además, contemplaba el humo de los vapores, creía aproximarse a París. Le agradaba también comer en compañía de los oficiales ingleses y curiosear después un rato por las calles comerciales. Admiraba a los soldados vestidos completamente de blanco, con sombrero de paja, guantes amarillos y zapatos cuidadosamente lustrados, a la hora en que aquellos bravos, acompañados de sus pequeños, iban a comprar sus provisiones. Reposaban los ojos en el espectáculo de las admirables instalaciones de frutas verdes que los vendedores procuraban presentar con una limpieza inglesa. El uno frotaba las ciruelas contra su manga para sacarlas lustre; el otro cepillaba con un cepillito de sombrero el terciopelo rosado de los melocotones. Era un pintoresco batiburrillo en el que se veían melones del tamaño de calabazas, limones gruesos como melones, ciruelas como limones y uvas como ciruelas. Quizá también el joven doctor miraba con cierta complacencia a las lindas griegas asomadas a los balcones y rodeadas de flores. En aquel país de dicha y despreocupación, las burguesitas no se desdeñan en enviar besos a los extranjeros, como las floristas de Florencia les arrojan ramos en sus coches. Si su padre las ve, las abofetea rudamente, en nombre de la moral, y esto da un poco de variedad al cuadro.

Mientras el doctor pasaba el rato inocentemente, el conde Dandolo, el capitán Bretignières y los Vitré, comían juntos en casa del señor de Villanera. Germana tenía buen apetito; pero en cambio el pobre Gastón no comía más que con los ojos.

A los postres se entabló una conversación muy interesante. El señor Dandolo describió a grandes rasgos la política inglesa en extremo Oriente, mostrando a la gran nación establecida en Hong-Kong, en Macao, en Cantón, en todas partes.

—Nuestros hijos—decía—, verán a los ingleses dueños de la China y del Japón.

—¡Alto ahí!—interrumpió el capitán Bretignières. ¿Qué dejaríamos entonces para Francia?

—Todo lo que pida, es decir, nada. Francia es un país desinteresado. Se pasa la vida haciendo conquistas, pero no guarda nada para sí.

—Entendámonos, señor conde. Francia nunca ha tenido egoísmo. Ha hecho más por la civilización que ningún otro país de Europa, y nunca ha pedido recompensa. El Universo entero es nuestro deudor; nosotros le proveemos de ideas desde hace trescientos o cuatrocientos años, y no nos ha dado nada en cambio. ¡Cuando pienso que ni siquiera tenemos las islas Jónicas!

—Ya las han tenido, capitán, y no han querido conservarlas.

—¡Ah! ¡si yo tuviese mis dos piernas!

—¿Qué haría usted, capitán?—preguntó la señora de Villanera.

—¿Qué haría, señora? Mi país no tiene ambición; ya la tendría yo por él. Yo le daría las islas Jónicas, Malta, las Indias, la China y el Japón; y no sufriría que se hablase de monarquía universal.

—El señor de Bretignières—dijo Germana—se parece al preceptor aquel de quien uno de los alumnos robó un higo. Le hizo un sermón sobre la glotonería y se comió el higo en el calor de la improvisación.

El capitán se detuvo ruborizándose hasta las orejas.

—Creo—dijo—que he ido más lejos que mi pensamiento. ¿Dónde estábamos?

—En todas partes—respondió el conde Dandolo.

—Es justo, puesto que hablamos de Inglaterra. ¿Cree usted que si lo de Ky-Tcheou hubiese ocurrido a un navío inglés se hubieran conformado sus oficiales con bombardear la ciudad? ¡No son tan tontos! Inglaterra habría conseguido un buen tratado de comercio, cien millones en metálico y cincuenta leguas de territorio.

—¿Lo cree usted?—preguntó el señor Dandolo.

—Estoy seguro.

—Pues bien, ¿para qué discutir más? Soy de igual opinión.

—¿Qué es esa historia de Ky-Tcheou?—preguntó Germana.

—¿No ha leído usted eso, señora?

—Nosotros no vemos ningún periódico aquí, a excepción de usted, querido conde.

—Pues bien, lo de Ky-Tcheou es un asunto de importancia. Los chinos han asesinado a dos misioneros y a un comandante francés; los franceses han arrasado la ciudad, tan completamente, que su nombre no figura ya en el mapa; las gentes se preguntan en qué quedará eso; yo creo que en nada.

El conde, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó al señor Dandolo:

—¿Es reciente la historia de que usted habla?

—De ahora mismo. Ha llegado en el último correo. ¿No ha oído hablar usted de la Náyade? ¿No ha leído la muerte del comandante Chermidy?

El conde de Villanera palideció; Germana le miró fijamente para sorprender en él un síntoma de alegría; la vieja condesa se levantó de la mesa y el señor Dandolo pasó al salón sin haber contado la historia de Ky-Tcheou.

Germana aprovechó el momento en que se servía el café para arrastrar al señor de Villanera hasta el jardín. El sol se había puesto dos horas antes y la noche era calurosa como un día de verano. Los dos esposos se sentaron juntos en un banco rústico a orillas del mar. La luna no había aparecido aún en el horizonte, pero las estrellas fugaces cruzaban el cielo en todas direcciones, y las olas iluminaban la playa con sus fosforescencias.

Don Diego aun estaba aturdido por la noticia que acababa de oír. Había recibido una sacudida violenta; pero la impresión había sido tan repentina que aun no podía darse cuenta exacta de si era de placer o de pena. Se parecía al hombre que se ha caído de un tejado y se palpa para saber si está muerto o vivo. Mil reflexiones rápidas atravesaban confusamente su espíritu, como las antorchas que cruzan un campo sin disipar las tinieblas. Germana no estaba más tranquila que él. Presentía que su vida iba a decidirse en una hora y que su médico no era ya el señor Le Bris, sino el señor de Villanera. No obstante, los dos jóvenes, conmovidos hasta el fondo del alma por una emoción violenta, permanecieron algunos instantes sentados el uno al lado del otro en el más profundo silencio. Un pescador que pasaba cerca de la orilla les tomó seguramente por dos amantes dichosos, absortos en la contemplación de su felicidad.

Germana fue la primera en hablar. Se volvió hacia su marido, le cogió las dos manos y le dijo con voz ahogada:

—Don Diego, ¿lo sabía usted?

—No, Germana. Si lo hubiera sabido se lo habría dicho. No tengo secretos para usted.

—¿Y qué impresión le ha producido a usted la noticia? ¿De disgusto o de alegría?

—No sé qué responder y me pone usted en un verdadero compromiso. Déjeme tiempo para que pueda darme cuenta de lo que me pasa. Ese acontecimiento no puede alegrarme, ya lo sabe usted. Pero si yo le dijese que me sabe mal creería usted que yo había tomado mis medidas para esa fatal eventualidad. ¿No es eso lo que usted piensa?

—Yo no estoy segura de lo que pienso, don Diego. Mi corazón late tan fuerte, que me sería difícil oír otra cosa. La única idea que se me presenta clara es la de que esa mujer es libre. Si le había prometido quedarse viuda, ha cumplido su palabra antes que usted. Ha sido la primera en llegar a la cita que le ha dado usted, y yo temo...

—¿Qué teme usted?

—Ser un obstáculo, puesto que mi vida le separa de la dicha y que mi salud le hace perder toda esperanza.

—Su vida y su salud, Germana, son presentes de Dios. Es un milagro del Cielo el que la ha conservado a usted, y ahora que ya conozco a usted bendigo desde el fondo de mi corazón los decretos de la Providencia.

—Le doy las gracias, don Diego, y le reconozco a usted en ese lenguaje noble y religioso. Es usted demasiado buen cristiano para rebelarse contra un milagro. Pero, ¿no siente usted ningún disgusto? Hábleme usted con entera franqueza porque ya estoy lo suficientemente fuerte para oírlo todo.

—Lo único que siento es no haber dado a usted mi primer amor.

—¡Qué bueno es usted! Esa mujer no ha sido jamás digna de usted. Yo no la he visto nunca, pero instintivamente la detesto, la desprecio.

—No hay necesidad de despreciarla, Germana. Yo ya no la amo porque mi corazón está lleno de usted y no queda en él sitio para otra; pero no tiene usted razón al despreciarla, se lo juro.

—¿Por qué quiere usted que sea yo más indulgente que el resto del mundo? Ella ha faltado a todos sus deberes engañando a un hombre honrado que le había dado su nombre. ¿Cómo una mujer puede hacer traición a su marido?

—Es culpable a los ojos del mundo, pero yo no puedo censurarla porque me amaba.

—¿Y quién no amaría a usted, amigo mío? ¡Es usted tan bueno, tan grande, tan noble, tan hermoso! No, no haga usted gestos de protesta. Yo no tengo peor gusto que las otras y sé bien lo que digo. Usted no se parece al señor Le Bris, ni a Gastón de Vitré, ni a Spiro Dandolo ni a ninguno de esos que tienen éxito con las mujeres; y no obstante, fue al verle a usted la primera vez cuando comprendí que el hombre era la más bella criatura de Dios.

—¿Me ama usted, pues, un poco, Germana?

—Hace ya mucho tiempo. Desde el día que entró usted en el palacio Sanglié. Y, sin embargo, no era para nada bueno para lo que iba usted a mi casa. Cuando el doctor propuso el negocio a mis padres, yo creí que iba a casarme con un mal hombre. Yo me prometía sufrirle con paciencia y abandonarle sin pesar. Pero cuando le encontré en el salón, quedé avergonzada y lamenté que un cálculo tan vil hubiese nacido en una cabeza tan noble y tan inteligente. Entonces comencé a tratarle con despego; ¿sabe usted por qué? Me hubiera muerto de vergüenza si hubiera adivinado usted que yo le amaba. Esto no entraba en nuestros tratos. Durante todo el viaje no pensé más que en darle disgustos. ¿Cree usted que me hubiera conducido con tanta ingratitud de serme usted indiferente? Pero yo estaba furiosa al ver que si me trataba usted tan bien era por descargo de su conciencia. Después, sin quererlo, pensaba en la otra que le esperaba en París. Además temía adquirir una dulce costumbre de dicha y de amor que la muerte vendría a romper. Y por último ¡estaba tan enferma y sufría tan cruelmente! El día en que lloró usted asomado a la ventanilla, yo lo vi y estuve a punto de pedirle perdón y de saltarle al cuello, pero el orgullo me contuvo. Yo pertenezco a una raza ilustre, amigo mío, y soy la única en mi familia que se haya vendido por dinero. El día que fuimos a Pompeya, estuve a punto de descubrirme. ¿Se acuerda usted? Yo no he olvidado nada, ni sus dulces palabras, ni mis extravagancias, ni sus cuidados tan tiernos y tan pacientes, ni todo el mal que le hice. Yo le he dado un cáliz bien amargo y usted lo ha apurado hasta las heces. Verdad es que yo no era tampoco más feliz. Yo no estaba segura de usted, temía equivocarme sobre el sentido de sus bondades y de interpretar por señales de amor lo que era piedad. Lo único que me tranquilizaba un poco era el placer que manifestaba usted en quedarse a mi lado. Cuando usted paseaba por el jardín, yo, desde mi diván, le seguía con el rabillo del ojo y muchas veces fingía dormir para que usted se acercase a mí con más libertad. No tenía necesidad de abrir los ojos para saber que usted estaba allí; le veía a través de las pestañas. Y en cualquier lugar que usted esté yo le adivino y sería capaz de encontrarle con los ojos cerrados. Cuando usted está a mi lado, mi corazón se dilata y se hincha de tal modo, que no me cabe en el pecho. Cuando usted habla, su voz me entra a borbotones por los oídos y me embriago oyéndole. Cada vez que mi mano toca la de usted, un estremecimiento me recorre todo el cuerpo y experimento una sensación tan dulcemente extraña que me conmueve hasta la raíz del cabello. Cuando usted se aleja por un instante, cuando no puedo verle ni oírle, se hace un gran vacío a mi alrededor y siento que hasta la tierra me falta bajo los pies. Ahora, don Diego, dígame si le amo, porque usted tiene más experiencia que yo y no se puede equivocar. Yo no soy más que una pobre ignorante, pero usted debe recordar si es así como le amaban en París.

Esta confesión ingenua descendía como un rocío matinal sobre el corazón de don Diego. Y se sintió tan deliciosamente refrescado que olvidó no sólo los cuidados presentes, sino hasta los placeres pasados. Una luz nueva iluminó su espíritu; comparó de una sola ojeada sus antiguos amores, agitados y cenagosos como un charco, con la dulce limpidez de la felicidad legítima. Es la historia de todos los maridos jóvenes.

El día en que descansan la cabeza sobre la almohada conyugal, advierten con una dulce sorpresa que nunca habían dormido tan bien.

El conde besó tiernamente las dos manos de Germana y le dijo:

—Sí, tú me amas, y nadie me ha amado nunca como tú. Tú me has hecho ver un mundo nuevo, lleno de delicias honestas y de placeres sin remordimientos. Yo no sé si te he salvado la vida, pero tú me has pagado con creces la deuda abriendo mis ojos ciegos a la santa luz del amor. Amémonos, Germana, tanto como nuestro corazón sea capaz. Dios que nos ha unido por el matrimonio, se alegrará de haber hecho dos dichosos más. Olvidemos al mundo entero para ser el uno del otro; cerremos los oídos a todos los ruidos del mundo, tanto si vienen de la China como de París. Este es el paraíso terrestre; vivamos para nosotros solos bendiciendo la mano que nos ha colocado en él.

—Vivamos para nosotros—dijo la joven—y para los que nos aman. Yo no sería dichosa si no tuviese con nosotros a nuestra madre y a nuestro hijo. Les he amado tiernamente desde el primer día. ¡Y cómo se le parecen los dos, amigo mío! Cuando el pequeño Gómez viene a jugar al jardín me parece que veo su sonrisa de usted en su carita. Estoy muy contenta de haberlo adoptado. Esa mujer no me lo robará jamás, ¿no es verdad? La ley me lo ha dado para siempre; es mi heredero, ¡mi único hijo!

—No, Germana—respondió el conde—, es tu hijo mayor.

Germana tendió los brazos a su marido, se los anudó alrededor del cuello, le atrajo hacia sí y colocó dulcemente su boca sobre sus labios. Pero la emoción de este primer beso fue más fuerte que la pobre convaleciente. Sus ojos se velaron y todo su cuerpo desfalleció. Cuando se sintió algo más repuesta se dirigió a la casa del brazo de su marido. Apoyaba en él todo el peso de su cuerpo y marchaba casi suspendida, como un niño que da sus primeros pasos.

—Ya lo ve usted—le dijo—, estoy aún bastante débil a pesar de las apariencias. Me creía fuerte y he aquí que una apariencia de dicha ha bastado para derribarme. No me diga usted esas cosas tan bonitas, no me haga demasiado dichosa; cuídeme hasta que esté fuera de peligro. ¡Sería muy triste morir cuando comienza una vida tan hermosa! Ahora, voy a apresurar mi curación y a cuidarme con todas mis fuerzas. Vuelva usted al salón; yo voy corriendo a ocultarme en mi habitación. Hasta mañana, amigo mío; ¡le amo!

Ella subió a su dormitorio y se arrojó sobre la cama, tan confusa como emocionada. Un punto luminoso que brillaba en un ángulo de la estancia atrajo su atención. La llama de la lámpara se reflejaba en un pequeño globo del yodómetro. Desde lo más profundo de su corazón bendijo aquel aparato bienhechor que le había devuelto la vida y le había de devolver las fuerzas en algunos días. Entonces se le ocurrió la idea de apresurar su curación ingiriendo una buena cantidad de yodo sin permiso del doctor. Preparó el aparato, lo aproximó a su cama y bebió ávidamente el vapor violáceo, con alegría; no experimentaba disgusto ni fatigas; aquello era la vida que entraba a borbotones en su cuerpo. Se sentía orgullosa de poder probar al médico que era demasiado prudente; se complacía en una locura heroica y arriesgaba su vida por el amor a don Diego.

No se supo qué cantidad de yodo había aspirado, ni cuánto tiempo había prolongado aquella fatal imprudencia. Cuando la anciana condesa abandonó el salón para ir a ver a la enferma, se encontró con el aparato roto y derribado por el suelo y a Germana con una fiebre violenta. Se la atendió como se pudo hasta el regreso del doctor Le Bris, que llegó a caballo, a media noche. Todos los convidados pernoctaron en la villa para saber con más prontitud las noticias. El doctor estaba espantado ante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderado del yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusaba secretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a sí mismo.

Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones que podía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de sus colegas. Los médicos diferían sobre la causa del mal, pero ninguno se atrevió a responder de la curación. El señor Le Bris había perdido la cabeza como un capitán de barco que encuentra un banco de rocas a la entrada del puerto. El señor Delviniotis, más tranquilo, aunque no había podido menos que llorar, abrigaba tímidamente un resto de esperanza.

—Quizá—dijo—nos encontramos ante una inflamación adhesiva que cerrará las cavernas y reparará todos los desórdenes causados por la enfermedad.

El pobre doctor escuchaba esta opinión meneando tristemente la cabeza. Es como si a un arquitecto se le dijese: «La casa construida por usted está mal cimentada, pero puede sobrevenir un terremoto y devolverle su equilibrio.» Todos estaban conformes en que la enferma entraba en una crisis, pero nadie, ni el propio señor Delviniotis, se atrevía a asegurar que no se terminase por la muerte.

Germana deliraba. No reconocía a nadie. En todos los hombres que se le acercaban creía reconocer a don Diego; en todas las mujeres a la señora Chermidy. Sus discursos confusos eran una mezcla de frases de cariño y de imprecaciones. A cada momento preguntaba por su hijo. Le presentaban al pequeño marqués y lo rechazaba con disgusto diciendo: «No es éste. Traedme a mi hijo mayor, al hijo de esa mujer. Estoy segura de que me lo ha robado.» El niño comprendía vagamente el peligro de su mamaíta, aun cuando no tuviese ninguna noción de la muerte. Veía llorar a todo el mundo y él también lloraba lanzando grandes gritos.

Se vio entonces cuán querida era la joven por todos los que le rodeaban. Durante ocho días los amigos de la familia acamparon en la casa, durmiendo donde podían, comiendo lo que encontraban y ocupándose exclusivamente de la enferma. Los dos médicos estaban encadenados a la cabecera de Germana. El capitán Bretignières no podía estarse quieto un momento; daba agitados paseos por la casa y el jardín; por todas partes no se oía más que el paso ruidoso de su pierna de madera. El señor Stevens abandonó sus asuntos, su tribunal y sus costumbres. La señora de Vitré se convirtió en enfermera a las órdenes de la condesa. Los dos Dandolo corrían mañana y noche a la ciudad en busca de médicos que no sabían qué decir y de medicamentos que no hacían nada. Los vecinos de los alrededores estaban ansiosos; las noticias de Germana se cotizaban a todas horas en los pequeños castillos de la vecindad. De todos lados afluían los remedios caseros, las panaceas secretas que se transmiten de padres a hijos.

Don Diego y Gastón de Vitré se asemejaban en su dolor. Se hubiera dicho que eran dos hermanos de la moribunda. El uno y el otro vivían apartados de los demás y se pasaban el día sentados bajo un árbol o sobre la arena, sumidos en un estupor mudo y sin lágrimas. Si el conde hubiese tenido lugar de ser celoso, lo habría estado de la desesperación del joven. Pero cada uno de los circunstantes estaba demasiado preocupado por el peligro de Germana para observar la fisonomía del vecino. Unicamente la señora de Vitré dirigía de cuando en cuando una mirada de ansiedad a su hijo, e inmediatamente corría a la cama de Germana, como si un instinto secreto le dijese que de ella dependía la salvación de Gastón.

La viuda de Villanera ofrecía un aspecto terrorífico. Aquella mujer alta, negra, sucia y despeinada, no lloraba más que su hijo, pero en sus grandes y azorados ojos se leía un poema de dolor. No hablaba con nadie, no veía a nadie y dejaba que sus huéspedes se hiciesen ellos mismos los honores de la casa. Todo su ser estaba consagrado a la salvación de Germana; toda su alma luchaba contra el peligro presente con una voluntad de hierro. Jamás el genio del bien había adoptado un aspecto más feroz y más terrible. Se leía en su rostro una abnegación furiosa, una amistad exasperada, una ternura irascible. No era ni una mujer ni una enfermera, sino un demonio femenino que disputaba su presa a la muerte.

En cambio el bueno de Mateo Mantoux tomaba dulcemente el sol. Como todos los señores se disputaban los quehaceres de los criados, el antiguo cerrajero se adjudicaba los ocios de un señor. Se informaba todas las mañanas de la salud de Germana, únicamente por saber si entraría en posesión muy pronto de sus 1.200 francos de renta. Atribuía la muerte de su ama al vaso de agua azucarada que le había preparado tan pacientemente todas las noches, y pensaba frotándose las manos que todo llega para el que sabe esperar. A mediodía hacía un segundo almuerzo, y para digerir bien, a estilo de propietario, se paseaba una o dos horas alrededor de la finca a la que había echado el ojo. Notaba que los setos estaban mal cuidados y se prometía reforzarlos, para que no pudiesen entrar los ladrones.

El 6 de septiembre, hasta el señor Delviniotis había perdido toda esperanza. Mateo Mantoux lo supo y se apresuró a escribir «a la señorita le Tas, en casa de la señora Chermidy, calle del Circo, París».

El mismo día, el señor Le Bris escribía al señor de La Tour de Embleuse:

«Señor duque: No me atrevo a llamarle a su lado. Cuando usted reciba esta carta, ya habrá dejado de existir. Cuide y consuele a la señora duquesa.»


XI

LA VIUDA CHERMIDY

La carta de Mantoux y la promesa formal de la muerte de Germana llegaron el 12 de septiembre a poder de la señora Chermidy.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula. Algunas veces se extrañaba de ver que su despecho se convertía en amor, sorprendiéndose de suspirar sin testigos y con la mejor buena fe del mundo. El recuerdo de tres años pasados con el conde producía en su corazón una sensación mezcla de dolor y de placer. Se reprochaba, entre otras tonterías, el haberle tenido la brida demasiado corta y el haberse hecho tanto de desear; el no haberle saciado de dicha y el no haberle matado de ternura.

—Es culpa mía—pensaba—; lo he acostumbrado a privarse de mí. Si yo hubiese sabido apoderarme de él, me habría hecho necesaria para su vida. No hubiera tenido que hacer más que un signo para que abandonase a su mujer, a su madre, a todo, en fin.

Se preguntaba frecuentemente si la ausencia no la había perjudicado en el espíritu de don Diego. Meditaba sobre la locución popular: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Pensaba en embarcarse para las islas Jónicas, en caer como una bomba en la casa de su amante y en apoderarse de él en una lucha heroica. Le bastaría un cuarto de hora para reanimar el fuego mal extinguido y para reanudar una costumbre que no estaba más que interrumpida. Se veía disputando con la anciana condesa y con Germana; ella sabría anonadarlas con su belleza, con su elocuencia, con su energía. Entonces se apoderaría de su hijo, huiría con él y la sonrisa irresistible del niño arrastraría al padre.

—¿Quién sabe—se decía—si una escena bien representada no mataría a la enferma? ¿No se ve a mujeres llenas de salud desmayarse en el teatro? Un buen drama representado por mí, tal vez la haría desmayar para siempre.

Un sentimiento más humano, y por lo tanto más verosímil, la hacía lamentar la ausencia de su hijo. Ella lo había llevado en sus entrañas y puesto en el mundo; era su madre, después de todo, y sentía haberse deshecho de él en provecho de otra. El amor materno encuentra alojamiento en todas partes; es un huésped sin prejuicios, que sufre la vecindad de las pasiones más bajas. Vive cómodamente en el corazón más depravado y en el alma más pervertida. La señora Chermidy derramó algunas lágrimas bien sinceras pensando que había alienado la propiedad de su hijo y abdicado del nombre de madre.

Era verdaderamente desgraciada. Es únicamente en el teatro donde la desgracia es privilegio de la virtud. No le hubieran faltado distracciones y para ello no tenía más que elegir, pero sabía por experiencia que el placer no consuela de nada. Desde hacía diez años su vida había sido agitada y ruidosa como una fiesta, pero a expensas de la paz del alma. No hay nada más vacío, más inquieto y más miserable que la existencia de una mujer que sólo vive para el placer. La ambición que la había sostenido desde su matrimonio, comenzaba ya a abandonarla; era como la caña hendida que se doblega bajo la mano del viajero. Era bastante rica para no desear el aumento de su fortuna; hay poca diferencia entre un millón de beneficios y quinientos mil francos de renta; algunos caballos más en las caballerizas, algunos lacayos más a la entrada, no añaden casi nada a la felicidad del dueño. Lo que la había halagado durante algún tiempo, era un nombre ilustre que pasear por el mundo. Hasta pensó más de una vez en procurárselo por la vía legítima, y encontró cincuenta para elegir; siempre hay nombres a la venta en París. Pero tenía el derecho a mostrarse exigente: ¡cuando se ha llevado el de Villanera! No se decidió.

Mientras tanto, concibió la extravagante idea de dar un sucesor público a don Diego. Quizá cuando viese su tesoro en manos de otro acudiera a reclamarlo. Pero también temía proporcionar con ello armas a sus enemigos; Germana no estaba salvada aún; era jugarse el todo por el todo y se exponía a cerrarse las puertas del matrimonio. Además, por mucho que buscase a su alrededor, no encontraba un hombre que valiese un capricho ni que fuese digno de sustituir por un solo día al señor de Villanera. Los supernumerarios que la hacían la corte en el salón, no supieron nunca cuán cerca habían estado de la dicha.

Para ocupar sus ocios, no encontró nada mejor que acabar la ruina moral del anciano duque. Cumplió la tarea que se había impuesto con la atención minuciosa, el cuidado paciente y la perseverancia infatigable de aquella sultana aburrida que, en la ausencia del señor, arranca una a una todas las plumas de un viejo loro.

Hubiera preferido, desde luego, vengarse directamente de Germana; pero Germana estaba lejos. Si la duquesa se hubiese encontrado a su alcance, hubiera dado la preferencia a la duquesa. Pero la duquesa no salía de su habitación más que para ir a la iglesia: la señora Chermidy no podía encontrarla allí, porque no iba nunca. Hubiera podido también matar de hambre a la ducal familia; pero la operación requería tiempo. Al volver a tener dinero, el señor de La Tour de Embleuse había levantado de nuevo su crédito. La hermosa enemiga de la familia no tenía más que al duque en su poder; juró hacerle perder la cabeza, y lo consiguió.

En los baños rusos, cuando el paciente sale de la abrasadora estufa, cuando su cuerpo se ha acostumbrado gradualmente a un alta temperatura, cuando el calor ha dilatado ampliamente sus poros y su rostro se esponja como una peonía en flor, se le conduce suavemente bajo un grifo de agua fría; una ducha glacial le cae sobre la cabeza y el frío le penetra hasta la medula. La señora Chermidy trató al duque por el mismo procedimiento. «A los rusos les sienta bien, pensaba; al viejo le sentará mal.» Fue víctima de la coquetería más odiosa que haya torturado jamás el corazón de un hombre. La señora Chermidy le persuadió de que le amaba, le Tas se lo juró, y si se hubiera contentado con palabras, habría sido el sexagenario más dichoso de París. Se pasaba la vida en la calle del Circo, y sufría un verdadero martirio. Derrochaba todos los días tanta elocuencia y pasión, tantos razonamientos y ruegos, tanta verdadera y falsa lógica como J. J. Rousseau en La Nueva Eloísa; todas las noches lo ponían a la puerta con buenas palabras. Juraba no volver más; empleaba una larga noche de insomnio en maldecir al autor de su suplicio, y al día siguiente corría a casa de su verdugo con una impaciencia senil. Toda su inteligencia, toda su voluntad, todos sus vicios se habían absorbido y confundido en aquella pasión única. No era ya ni marido, ni padre, ni hombre, ni caballero; era sencillamente el juguete de la señora Chermidy.

La experiencia dio tan buenos resultados, que el pobre hombre, fuese dichoso, fuese desgraciado, había de dejar la vida en ella. Un suplicio prolongado lo mataba lentamente; la gracia que pedía lo hubiera matado de repente.

Después de un verano de sufrimientos cotidianos, sus facultades intelectuales habían descendido sensiblemente. Casi no tenía ya memoria; por lo menos olvidaba todo lo que no se refería a su amor. No se interesaba por nada; los asuntos privados y públicos, su casa, su mujer, su hija, todo le era indiferente y extraño. La duquesa le cuidaba como a un niño cuando por casualidad se quedaba a su lado; desgraciadamente no era aún bastante niño para que se le pudiese encerrar en casa.

Cuando recibió la carta del doctor Le Bris la releyó dos o tres veces sin comprenderla. Si la duquesa hubiera estado allí, le habría rogado que se la leyese y se la explicase. Pero rompió el sobre cuando ya había salido para dirigirse a toda prisa a la calle del Circo y no quiso desandar lo andado. A fuerza de leerla, adivinó que se trataba de su hija, se encogió de hombros y se dijo sin acortar el paso:

—Ese Le Bris es siempre el mismo. Yo no sé qué tiene contra mi hija. La prueba de que no está para morir, es que se encuentra bien.

No obstante, reflexionó que el doctor podía muy bien decir verdad. Esta idea le produjo terror.

—Sería una gran desgracia para nosotros—decía corriendo con toda la velocidad de sus piernas—. Soy un padre sin consuelo. No hay tiempo que perder. Voy a anunciárselo a Honorina. Ella me comprenderá, porque tiene buen corazón. Ella tendrá piedad de mí, enjugará mis lágrimas, y, quién sabe si...

Cuando entró en el salón, sonreía con aire embrutecido.

Nunca la señora Chermidy había estado tan bella y tan radiante. Su cara parecía un sol; el triunfo relampagueaba en sus ojos; su sillón parecía un trono, y su voz sonaba como un clarín. Se levantó para recibir al duque; sus pies no tocaban sobre la alfombra y su cabeza, soberbia de alegría, parecía ascender hasta el techo. El viejo se detuvo atontado y jadeante al verla de tal modo transfigurada. Balbució algunas palabras ininteligibles y se dejó caer pesadamente en un sillón.

La señora Chermidy fue a sentarse a su lado.

—¡Buenos días, señor duque!—exclamó—. Buenos días, y adiós.

El duque palideció y repitió estúpidamente:

—¿Adiós?

—Sí, adiós. ¿No me pregunta usted a dónde voy?

—Sí.

—Pues bien, esté satisfecho. Voy a Corfú.

—A propósito—dijo él—. Creo que mi hija ha muerto. El doctor me lo ha escrito esta mañana. Soy muy desgraciado, Honorina, y debería usted tener piedad de mí.

—¡Ah! ¡es usted desgraciado! ¡y la duquesa también es muy desgraciada! ¡Y la vieja Villanera debe de llorar lágrimas negras sobre sus mejillas bronceadas! Pero yo, no; yo río, triunfo, reino; y la enterraré y después me casaré. ¡Ya ha muerto! ¡Al fin ha pagado su deuda! ¡al fin me devuelve todo lo que me había robado! ¡y entraré en posesión de mi amante y de mi hijo! ¿Por qué me mira usted con esos ojos de extrañeza? ¿Es que creía usted que iba a contenerme? Ya he hecho bastante con devorar mi rabia durante ocho meses. Tanto peor para aquellos a quienes mi dicha ofusque; no tienen más que cerrar los ojos.

Aquella alegría desenfrenada pareció devolver al anciano una apariencia de razón. Se levantó con energía y dijo a la viuda:

—¿Piensa usted en lo que está haciendo? ¡Usted se regocija delante de mí de la muerte de mi hija!

—Y en cambio usted—contestó impúdicamente—se ha regocijado de su vida. ¿Quién es el que se tomaba la molestia de traerme sus noticias? ¿Quién es el que venía todos los días a decirme en la cara: está mejor? ¿Quién es el que me obligaba a leer sus cartas y las del médico? Hace casi ocho meses que usted me estaba asesinando con su salud. ¡Qué menos que un cuarto de hora para regalarme con su muerte!

—Pero, Honorina, ¡usted es una mujer horrible!

—Sé perfectamente lo que soy. Si su hija de usted hubiera vivido, como ha estado a punto de ocurrir, no se habría ocultado de mí. Hubiera paseado todos los días por el Bosque, con don Diego, con mi hijo, ¡y yo les hubiera visto desde mi coche! Hubiera habitado en un palacio, en París, y yo me habría consumido a la puerta. Hubiera puesto en sus tarjetas de visita el nombre de Villanera, que es el mío; me parece, ¡caramba!, que lo he ganado bien. ¿Y no quiere usted que ahora tome mi desquite?

—¿Pero es que aun ama al señor de Villanera?

—¡Pobre duque! ¿Es que cree usted que de la noche a la mañana se puede olvidar a un hombre como don Diego? ¿Usted cree que se echa un niño al mundo, como el mío, que ha nacido marqués, para hacer un regalo a una tísica? ¿Admite usted que yo haya pedido a Dios durante tres años la muerte de mi marido, yo que no rezo nunca, para no hacer nada de mi libertad? ¿Usted supone que Chermidy se ha hecho matar en Ky-Tcheou para que yo quede viuda a perpetuidad?

—¿Así va usted a casarse con el conde de Villanera?

—¡Claro!

—¿Y yo?

—¿Usted, buen hombre? Vaya a consolar a su mujer; por ahí debería haber empezado.

—¿Y qué voy a decirle?

—Dígale lo que quiera. Adiós; tengo que hacer mis baúles. ¿Tiene usted necesidad de dinero?

El duque hizo un gesto de disgusto que advirtió la señora Chermidy.

—¿Es que le repugna nuestro dinero? ¡A su gusto! no le daremos más.

El anciano salió sin saber lo que se hacía, como un hombre borracho. Erró por las calles hasta la noche. Hacia las diez sintió hambre. Montó en un coche y se hizo conducir al club. Estaba tan cambiado, que el señor de Sanglié casi no lo reconoció.

—¿Qué mala hierba ha pisado usted?—le preguntó el barón—. Tiene usted la cara trastornada y parece que va a caerse. Siéntese y hablaremos.

—Con mucho gusto—dijo el duque.

—¿Cómo va la duquesa? Llego del campo y aun no he tenido tiempo de hacer ninguna visita.

—¿Que cómo va la duquesa?

—Sí.

—Creo que va a llorar.

—Está loco—pensó el barón.

El duque añadió sin cambiar de tono:

—Me figuro que Germana ha muerto y que Honorina se alegra de ello. Encuentro eso horrible y así se lo he dicho a ella misma.

—¡Germana! ¡Vamos, pobre amigo mío, piense usted en lo que dice! ¡Germana! ¿Ha muerto la señora de Villanera?

—La señora de Villanera es Honorina. Va a casarse con el conde. Tome usted, aquí tengo la carta. Pero, ¿qué piensa usted de la conducta de Honorina?

El barón leyó de una ojeada la carta del doctor.

—¿Hace mucho que sabe usted eso?—preguntó.

—Desde esta mañana, cuando iba a casa de Honorina.

—¿Y la duquesa sabe algo?

—No, no sé cómo decírselo... Quería preguntárselo a Honorina...

—¡Ea! ¡Que se vaya al diablo Honorina!

—Es lo que yo digo.

Llamaron al barón para el whist y respondió, sin levantarse, que estaba ocupado, rogando a un amigo que tomase su puesto. Quería acabar la confesión, pero el duque le interrumpió diciéndole con voz ronca:

—Tengo hambre. Aun no he comido hoy.

—¿De veras?

—Sí; hágame servir un cubierto. También tendrá usted que prestarme dinero, no me queda nada.

—¡Cómo!

—Sí, sí; yo tenía un millón, pero se lo he dado a Honorina.

El duque comió con el apetito voraz de un loco. Después, sus ideas parecieron aclararse. Era un espíritu fatigado más bien que enfermo. Contó al barón la pasión insensata que lo consumía desde hacía seis meses; le explicó cómo se había despojado de todo por la señora Chermidy.

El barón era un hombre excelente y quedó tristemente impresionado al oír que aquella casa que había visto levantarse en pocos meses había caído más bajo que nunca. Compadeció sobre todo a la duquesa que debía infaliblemente sucumbir a tantos golpes, y tomó sobre sí la tarea de anunciarle gradualmente la enfermedad y la muerte de Germana, aplicándose a fortificar el debilitado entendimiento del viejo duque. Se tranquilizó sobre las consecuencias de su loca generosidad: era evidente que el señor de Villanera no dejaría en la miseria a su suegro. Al mismo tiempo pudo estudiar, a través de las confesiones y de las reticencias del anciano, el carácter singular de la señora Chermidy.

La autoridad de un espíritu sano es muy eficaz sobre un cerebro enfermo. Después de dos horas de conversación, el señor de La Tour de Embleuse desembrolló el caos de sus ideas, lloró la muerte de su hija, temió por la salud de su esposa, lamentó las tonterías que había hecho y estimó a la señora Chermidy en su justo valor. El señor de Sanglié le dejó a la puerta de su casa muy aliviado, ya que no curado.

Al día siguiente, temprano, el barón hizo una visita a la duquesa. Detuvo en el umbral al duque que se disponía a salir y le obligó a entrar con él. Durante tres días no le quitó la vista de encima; lo paseó, lo llevó a diversiones y consiguió distraerle del único pensamiento que lo agitaba. El 16 de septiembre lo condujo al hotel de la implacable Honorina y le probó, preguntándolo al conserje, que había partido con le Tas para las islas Jónicas.

El duque pareció emocionarse menos de lo que se hubiera creído. Vivió apaciblemente encerrado en su casa, tuvo toda clase de atenciones para con su esposa y le demostró, con una delicadeza extrema, que Germana nunca había estado curada y que debía esperarse lo peor. Se interesó en los menores detalles domésticos, reconoció la necesidad de hacer algunas compras, pidió 2.000 francos a su amigo Sanglié, guardó el dinero, y el 20 de septiembre por la mañana partió para Corfú sin haberse despedido de nadie.


XII

LA GUERRA

El día 8 de septiembre, Germana, que había sido condenada sin apelación por la ciencia, equivocó a los médicos y a sus amigos, y empezó a convalecer. La fiebre que la devoraba remitió en pocas horas como esas grandes tormentas de los trópicos que arrancan de raíz los árboles, derriban las casas, conmueven las montañas, y un rayo de sol detiene en medio de su carrera.

Esta feliz revolución se operó tan bruscamente, que el señor Gómez y la condesa no daban crédito a la realidad. Aunque el hombre se habitúa antes a la dicha que al dolor, sus corazones permanecieron varios días en suspenso. Temían ser víctimas de una ilusión; no se atrevían a felicitarse de un milagro tan poco esperado, y se preguntaban si esa apariencia de curación no era el supremo esfuerzo de un ser que se aferra a la vida, el postrer relámpago de una lámpara que se apaga.

Pero el doctor Le Bris y el señor Delviniotis comprobaron por señales inequívocas que los males de aquel pobre cuerpo habían terminado. La inflamación reparó en ocho días todos los destrozos de una larga enfermedad; la crisis había salvado a Germana; el terremoto había vuelto a poner la casa sobre su base.

A la joven le parecía naturalísimo vivir y haber curado. Gracias al delirio producido por la fiebre, pasó junto a la muerte sin darse cuenta, y la violencia del mal le había quitado la conciencia del peligro. Despertó como un niño sobre el brocal de un pozo, sin medir la profundidad del abismo. Cuando le dijeron que había estado a punto de morir y que sus amigos desconfiaban de salvarla, quedó muy sorprendida. No sabía de cuán lejos regresaba. Y al prometerle que viviría mucho tiempo y que ya no sufriría, miró con ternura al crucifijo de marfil que tenía sobre la cabecera de su cama y dijo con una alegría dulce y confiada:

—El Señor me debía eso; ya he pasado el purgatorio.

En poco tiempo recobró las fuerzas, y no tardó en florecer la juventud en sus mejillas. Se habría dicho que la Naturaleza se apresuraba en adornarla para la dicha. Entró en posesión de la vida con la alegría impetuosa de un pretendiente que de un salto se encarama sobre el trono de sus padres. Habría querido estar en un mismo momento en todos lados, gozar a un mismo tiempo de todos los placeres que le habían sido devueltos, del movimiento y del reposo, de la soledad y de la compañía, de la claridad deslumbradora de los días y del suave resplandor de las noches. Sus manecitas se aferraban con delicia a todo cuanto la rodeaba. Abrumaba con sus caricias a su marido, a su suegra, al niño, a sus amigos. Sentía la necesidad de manifestar su dicha en mil ternuras. A veces lloraba sin motivo. Pero eran lágrimas dulces. El pequeño Gómez con sus besos las enjugaba en el borde de sus ojos, como los pajaritos beben el rocío en el cáliz de una flor.

Todo es causa de placer para los convalecientes. Las funciones más indiferentes de la vida constituyen una fuente de delicias inefables para el que ha visto próxima la muerte. Todos sus sentidos vibran al menor contacto del mundo exterior. El calor del sol les parece más dulce que un manto de armiño; la luz alegra sus ojos como una caricia, el perfume de las flores le embriaga, los rumores de la Naturaleza llegan a su oído como una suave melodía, y el pan le parece bueno.

Los que habían compartido los sufrimientos de Germana, se sentían renacer con ella. Su convalecencia restableció prontamente a todos los que estuvieron asociados a sus dolores. A su alrededor ya no hubo señales de preocupación, y la alegría hizo palpitar a todos los corazones al unísono. Quedaron olvidadas todas las fatigas y todas las angustias; la dicha reinó en el hogar; el primer día bueno borró de todos los rostros la huella de las vigilias y de las lágrimas. Los huéspedes de la villa Dandolo no pensaban en regresar a sus casas. Unidos por la felicidad, como lo habían estado por la inquietud, se agrupaban alrededor de Germana, como una familia bien avenida alrededor de un niño mimado. El día en que le escribieron a la duquesa de La Tour de Embleuse, para comunicarle la salvación de su hija, cada uno quiso ponerle algo en la carta a la venturosa madre, y la pluma fue pasando de mano en mano. Esta carta llegó a París el 22 de septiembre, dos días después del eclipse del anciano duque.

La señora Chermidy y su inseparable le Tas desembarcaron el 24 por la noche en la ciudad de Corfú. La viuda del comandante había hecho las maletas a toda prisa. Apenas si tomó el tiempo preciso para reunir cien mil francos para el salario de Mantoux y gastos imprevistos. Le Tas le aconsejó que aguardase en París noticias más positivas; pero se cree con tanto gusto lo que se desea, que la señora Chermidy ya daba a Germana por enterrada.

De Trieste a Corfú hizo el viaje en el puente con los gemelos siempre en la mano, para ser la primera en anunciar la tierra. Hubiera querido detener a todos los barcos que pasaban a la vista, para preguntarles si no llevaban carta para ella. Se informó si llegarían por la mañana, pues no se sentía con fuerzas para pasar una noche más en la espera y tenía el propósito de dirigirse inmediatamente a la villa Dandolo. Su impaciencia se revelaba hasta el punto de que los pasajeros de primera la designaban con el nombre de la heredera, y en voz baja se decía que iba a Corfú a incautarse de una herencia cuantiosa.

Hizo bastante mala mar durante dos días, y todo el pasaje se mareó a excepción de la heredera de Germana, que no tenía tiempo para notar los vaivenes del barco. Quizás ni aun sus pies tocaban la cubierta del vapor. Tal era su ligereza que volaba en vez de marchar, y cuando por casualidad se dormía soñaba que nadaba en el aire.

Cuando el buque fondeó en el puerto era noche cerrada, y ya habían dado las nueve cuando los pasajeros y sus equipajes llegaron a tierra. La vista de las lucecitas diseminadas que brillaban aquí y acullá en la ciudad, produjo un efecto desagradable a la señora Chermidy. Al llegar al término de un viaje, la esperanza que nos había llevado hasta allí con sus alas nos falta, y caemos rudamente sobre la realidad. Lo que nos parecía más seguro queda velado por la duda; no contamos ya con nada y empezamos a esperarlo todo. Nos sobrecoge el frío, sea cual fuere el ardor de las pasiones que nos animan; nos sentimos inclinados a creer lo peor, nos pesa haber emprendido el viaje y quisiéramos retroceder.

La impresión es tanto más penosa cuando ya no estamos solos y llegamos a un país menos conocido. Si nadie nos espera en el puerto y nos vemos abandonados entre las garras de esos faquines políglotas que zumban alrededor de los viajeros, nuestro primer sentimiento es una mezcla de desprecio, repugnancia y desaliento. La señora Chermidy llegó muy disgustada al hotel de Trafalgar.

Esperaba enterarse a su llegada de la muerte de Germana, y lo primero de que se enteró fue de que la lengua francesa no está muy extendida en los hoteles de Corfú, y como entre la señora Chermidy y le Tas no poseían más lengua extranjera que el provenzal, no hay que decir que con ella tampoco adelantaban nada. Les fue preciso recurrir a un intérprete, y cenar mientras lo esperaban. El intérprete llegó cuando el dueño del hotel ya se había acostado, y hubo de levantarse gruñendo y protestando de que se le molestase para asuntos que nada le importaban. Le eran desconocidos los señores de Villanera, y le parecía dudoso que hubiesen estado en la isla, pues todos los viajeros distinguidos se hospedaban en Trafalgar Hotel. No se podía suponer que si los señores de Villanera eran «gente bien» se hubiesen ido a otra parte. El hotel de Inglaterra, el de Albión, el Victoria, eran establecimientos de último orden, indignos de hospedar a los señores de Villanera.

Dicho esto, el hotelero se acostó, y el intérprete ofreció ir en seguida en busca de informes. Estuvo ausente una gran parte de la noche, y le Tas se durmió esperándole. La señora Chermidy tascó el freno, no sin que más de una vez encontrara sorprendente que una persona que tenía cien mil francos en su poder no pudiese adquirir una noticia tan sencilla. Despertó a la pobre le Tas que ya no podía más, y ésta le aconsejó que durmiera y no se pudriera la sangre.

—Ya comprendes—le dijo—que si la pequeña ha emprendido el viaje al otro mundo, no se habrán entretenido en colgar la población de negro. No sabremos nada hasta que vayamos al campo. Todos deben conocer la villa Dandolo. Acuéstate tranquilamente, y mañana será otro día. ¿A qué te expones? Con seguridad que si ha muerto no resucitará esta noche.

Iba la señora Chermidy a seguir el consejo de su prima, cuando el comisionista del hotel llegó con gran alboroto a comunicarle que los señores de Villanera habían desembarcado en la isla en el mes de abril, con su médico y toda la servidumbre; que los habían llevado a la villa Dandolo, y que debía haber muerto hacía ya tiempo si es que no se encontraba mejor a estas horas. La viuda, impaciente, puso al empleado en la puerta, se echó luego sobre la cama y durmió bastante mal.

A la mañana siguiente tomó un coche y se hizo llevar a la villa Dandolo. El cochero no supo decirle lo que le interesaba, y los campesinos que encontró en el camino oyeron sus preguntas sin comprenderlas. Todas las casas que veía se le antojaban la villa Dandolo, pues en realidad se parecen mucho unas a otras en la isla. Cuando el cochero le señaló un tejado de pizarras oculto entre los árboles, se apretó el corazón con ambas manos. Consultaba con gran atención la fisonomía del paisaje para ver si le anunciaba la gran noticia que ardía en deseos de conocer. Desgraciadamente los jardines, los caminos y los bosques son testigos impasibles de nuestras alegrías y de nuestros dolores. Si se interesan por nuestra muerte, lo disimulan admirablemente, pues los árboles del parque no se visten de luto por la muerte de su dueño.

La señora Chermidy paladeaba la lentitud de los caballos. Habría querido subir al galope la escalinata que conducía a la villa. No podía contenerse; iba de una ventanilla a la otra, interrogando la casa y los campos y buscando una figura humana. Por fin saltó a tierra, corrió hacia la villa, encontró todas las puertas abiertas y no vio a nadie. Retrocedió y penetró en el jardín del Norte; estaba desierto. Una puertecita y una escalerilla llevaban al jardín del Mediodía. Se lanzó por ella y se aventuró por las avenidas.

A la sombra de un corpulento naranjo, por el lado de la playa, divisó a una mujer vestida de blanco, que se paseaba con un libro en la mano. Estaba demasiado lejos para reconocerla, pero el color del vestido le dio que pensar. No se llevan trajes blancos en una casa donde hay luto. Todas las observaciones que había hecho durante cinco minutos combatían en su espíritu. El abandono casi absoluto de la villa podía hacer creer en la muerte de Germana; las puertas abiertas, los criados ausentes, los dueños en viaje, pero, ¿para dónde? Quizás para París. Mas, ¿cómo no sabían nada en la ciudad? ¿Habría curado Germana? Imposible en tan poco tiempo. ¿Estaba todavía enferma? En ese caso la cuidarían y no dejarían las puertas abiertas. No se atrevía a aproximarse a la paseante blanca, cuando de pronto un niño entró corriendo en la avenida y se perdió entre los árboles, como un conejo asustado que atraviesa un sendero del bosque. Reconoció en aquel niño a su hijo y recobró su audacia.

—¿Qué es lo que temo?—pensó—. Nadie tiene derecho a echarme de aquí. Que esa mujer viva o que haya muerto, soy madre y vengo a ver a mi hijo.

Dirigiose rectamente hacia el niño. El pequeño Gómez sintió miedo al ver a aquella mujer enlutada, y escapó corriendo hacia su madre. La señora Chermidy dio algunos pasos tras él y se detuvo en seguida en presencia de Germana.

Germana se hallaba sola en el jardín con el marqués de los Montes de Hierro. Sus huéspedes acababan de despedirse de ella; la condesa y su hijo habían ido a acompañar a la señora de Vitré; el doctor se marchó a la ciudad con los Dandolo y Delviniotis. La casa estaba en poder de los criados, que dormían la siesta, según costumbre, donde el sueño los había sorprendido.

La señora Chermidy reconoció a la primera ojeada a la mujer que sólo una vez había visto, y a la que no esperaba encontrar en este mundo. No obstante su serenidad y estar dotada por la Naturaleza de un alma bien templada, retrocedió un paso largo, como el soldado que ve hundirse el puente que él iba a atravesar. No era mujer que se alimentase de quimeras; comprendió su posición y de un salto llegó hasta las últimas consecuencias. Vio a su rival curada y bien curada, a su amante confiscado, su hijo en manos de otra y su porvenir estropeado. La caída fue tanto más ruda cuanto que la hermosa ambiciosa caía de lo más alto. Después de haber amontonado montaña sobre montaña hasta las puertas del cielo, los titanes de la fábula no sintieron más duramente el rayo que los aniquilaba.

El odio que la viuda sentía por la joven condesa desde el día en que había empezado a temerla se elevó súbitamente a proporciones colosales, como esos árboles de teatro que el maquinista hace brotar del suelo y subir hasta los frisos. La primera idea que atravesó su mente fue la de un crimen. En sus músculos sintió estremecerse una fuerza centuplicada por la rabia. Preguntose por qué con sus manos no rompía el obstáculo tan sutil que la separaba de su dicha, y por un instante fue la hermana de aquellas Thyades que desgarraban en pedazos los leones y los tigres vivos. Se arrepintió de haber dejado olvidado en el hotel Trafalgar un puñal corso, joya terrible, que en todos lados colocaba sobre el ábaco de la chimenea. La hoja era azul como el muelle de un reloj, larga y flexible como la ballena de un corsé; la empuñadura era de ébano con incrustaciones de plata, y la vaina de platino grabado. Con el pensamiento corrió hasta esa arma familiar, la empuñó con la imaginación y la acarició. Pensó en seguida en el mar que batía muellemente la ladera del jardín. Nada más fácil ni más tentador que llevar hasta allí a Germana, como el águila se lleva a un cordero blanco por el aire, y tenderla bajo tres pies de agua, ahogar sus gritos bajo las olas y comprimir sus esfuerzos hasta el momento en que una convulsión postrera hiciera una nueva condesa de Villanera.

Afortunadamente la distancia es mayor entre el pensamiento y la acción que entre los brazos y la cabeza. Además el pequeño Gómez estaba allí y su presencia quizás salvó la vida de Germana. Más de una vez, para paralizar una mano criminal, basta la mirada límpida de un niño. Los seres más pervertidos experimentan un respeto involuntario ante esa edad sagrada y aun más augusta que la vejez. La vejez es como un agua en reposo que ha dejado caer al fondo todas las impurezas de la vida; la infamia es una fuente escapada de la montaña: se la agita sin enturbiarla, porque es pura hasta el fondo. Los ancianos poseen la ciencia del bien y del mal; la ignorancia de los niños es como la nieve inmaculada de la Jungfrau que nada ha mancillado, ni aun la huella del pie de un pájaro.

La señora Chermidy, concibió, acarició, debatió y rechazó la idea de un crimen mientras cerraba la sombrilla y saludaba a Germana, que no la conocía.

Germana la acogió con esa gracia y esa cordialidad que es privativa de los venturosos en el mundo. La visita de una desconocida no tenía para ella nada de sorprendente. Casi diariamente recibía personas de la vecindad que se habían interesado por su curación y que iban a felicitarla por haber recobrado la salud. La viuda inició la conversación con unas cuantas palabras incoherentes que daban idea del tumulto de sus pensamientos.

—Señora—le dijo—, usted no esperaba seguramente... yo tampoco esperaba... Si hubiese sabido... Acabo de llegar de París, señora. Su señor padre, el duque de La Tour de Embleuse, que me honra con su amistad...

—¿Usted conoce a mi padre, señora?—interrumpió vivamente Germana—. ¿Hace poco que lo ha visto usted?

—Hace ocho días.

—Permítame, pues, que la bese. ¡Mi pobre padre! ¿Cómo está? Nos escribe rara vez. Deme noticias de mi madre.

La señora Chermidy se mordió los labios.

—No esperaba, señora—dijo sin contestar a la pregunta—, encontrarla tan bien. La última carta que el señor duque recibió de Corfú...

—Sí, efectivamente, señora; había llegado ya al último extremo, pero no me han querido en el cielo. Pero siéntese a mi lado. A la hora presente mi padre y mi madre ya estarán tranquilos. ¡Oh, estoy completamente restablecida! Debe conocerse, ¿no es verdad? Míreme usted bien.

—Sí, señora. Por lo que en París nos dijeron, ha sido un milagro.

—Un milagro del cariño y del amor, señora. ¡La condesa, mi madre, es tan buena! ¡Mi marido me quiere tanto!

—¡Ah!... ¡Qué niño tan lindo ése que juega allí bajó! ¿Es de usted, señora?

Germana se levantó del banco, miró a la viuda y retrocedió atemorizada, como si hubiese pisado una serpiente.

—¡Señora!—dijo a la desconocida—, usted es la señora Chermidy.

Esta se levantó a su vez y avanzó hacia Germana como para pasar sobre su cuerpo y contestó:

—Sí, soy la madre del marqués y la esposa, ante Dios, de don Diego. ¿En qué me ha reconocido?

—Por el tono con que ha hablado del niño.

Fue dicho esto tan dulcemente, que la señora Chermidy se sintió sobrecogida por un sentimiento extraño. La cólera, la sorpresa y todas las emociones que la ahogaban, se resolvieron en un hondo sollozo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Germana ignoraba que se llorase de rabia. Compadeció a su enemiga y exclamó ingenuamente:

—¡Pobre mujer!

Las dos lágrimas se secaron instantáneamente, como las gotas de lluvia que caen en un cráter.

—¡Pobre mujer, yo!—replicó con dureza la señora Chermidy—. ¡Bueno, sí, soy digna de compasión porque he sido engañada, porque han abusado de mi buena fe, porque el cielo y la tierra unidos han conspirado para traicionarme, porque me han robado un nombre, una fortuna, al hombre que yo amaba y al hijo al que di vida entre dolores y sollozos!

Germana quedó sobrecogida de espanto ante aquella explosión de ira, y sus ojos se volvieron hacia la casa como en demanda de auxilio.

—Señora—dijo temblorosa—, si para eso ha venido usted a mi casa...

—¡A su casa! ¿No llama usted a sus criados para hacerme arrojar de su casa? ¡Realmente, es curioso que sea yo quien esté en su casa de usted! ¡Pero si usted no tiene nada que no proceda de mí! ¡Su marido, su hijo, su fortuna y hasta el mismo aire que respira, todo procede de mí, todo me pertenece, todo lo tiene usted en depósito porque yo se lo he confiado; me lo debe usted todo y nunca me reembolsará! Usted vegetaba en París sobre un mal camastro; los médicos la habían desahuciado, no le quedaban ni tres meses de vida, ¡así me lo habían prometido! ¡Su padre y su madre de usted se morían de hambre! Sin mí, la familia de La Tour de Embleuse no sería más que un montón de polvo en la fosa común. ¡Yo se lo he dado a usted todo, padre, madre, marido, hijo y la vida, y se atreve usted a decirme en mi cara que estoy en su casa! ¡Es preciso ser bien ingrata!

Era difícil contestar a esta elocuencia salvaje. Germana cruzó los brazos sobre el pecho y dijo:

—Señora, en vano sondeo mi conciencia; no me puedo encontrar culpable de nada como no sea de haber curado. Jamás he contraído ningún compromiso con usted, por la sencilla razón de que ésta es la primera vez que la veo. Cierto es que sin usted hace tiempo que me hubiese muerto; pero si usted me ha salvado ha sido sin querer, y la prueba mejor es que acaba de reprocharme el aire que respiro. ¿Ha sido usted la que me dio por esposa al conde de Villanera? Es posible. Pero me eligió usted porque me creía condenada a muerte sin remedio. Por eso no le debo ninguna gratitud. Ahora, ¿qué puedo hacer para serle útil? Estoy dispuesta a todo, menos a morir.

—Yo no le pido nada; no quiero nada; no espero nada.

—¿Entonces qué ha venido a hacer usted aquí?... ¡Dios mío! ¡Me creía usted enferma y esperaba encontrarme muerta!

—Estaba en mi derecho. Pero he debido tomar informes respecto a su familia: ¡los La Tour de Embleuse no han pagado nunca sus deudas!

Al oír esta grosería, Germana perdió la paciencia y replicó:

—Señora, ya está usted viendo que me encuentro bien. Puesto que únicamente había venido para enterrarme, su misión ha terminado, y nada tiene ya que hacer aquí.

La señora Chermidy se instaló resueltamente en el banco de piedra diciendo:

—No me iré sin haber visto a don Diego.

—¡Don Diego!—exclamó la convaleciente—. ¡No lo verá usted! No quiero que él la vea. Escúcheme atentamente, señora. Estoy aún muy débil, pero encontraré las fuerzas de las leonas para defender mi felicidad. No es que yo dude de él: es bueno, me quiere como a una hermana y no tardará en quererme como a esposa. Pero no quiero que su corazón se desgarre entre lo pasado y lo porvenir. Sería odioso obligarle a elegir entre nosotras. Además, usted debe de haber comprendido que ya ha hecho su elección, puesto que no le ha escrito más.

—¡Criatura! ¡No has podido conocer lo que es el amor en medio de las tisanas! ¡No sabes el imperio que tomamos sobre el hombre a fuerza de hacerlo dichoso! No has visto los hilos de oro, más finos y más tupidos que los de la tela de araña, que tejemos alrededor de su corazón! No he venido sin armas a declararte la guerra. Traigo conmigo el recuerdo de tres años de pasión satisfecha y nunca saciada. Eres libre de oponer a todo eso tus besos fraternales y tus caricias de colegiala. ¿Quizás crees que has apagado el fuego que yo encendí? ¡Espera que yo sople en él, y verás qué incendio!

—Usted no le hablará. Si él fuera bastante débil para acceder a esa fatal entrevista, su madre y yo sabríamos impedirlo.

—¡Bastante me preocupo yo de su madre! Tengo derechos sobre él yo también, y los haré valer.

—No sé qué derechos pueda alegar una mujer que se ha comportado como usted, pero sé que la Iglesia y la ley me han dado al conde de Villanera el día en que ellas me dieron a él.

—Oiga usted; le abandono el libre dominio de todos los bienes que usted posee. Viva, sea dichosa y rica; haga la felicidad de su familia, cuide de sus padres en sus últimos días, pero déjeme a don Diego. Nada es para usted todavía, según usted mismo me ha confesado. No ha sido su esposo, ha sido su médico, su enfermero, el ayudante del doctor Le Bris.

—Es todo para mí, señora, puesto que le amo.

—¡Ah, es así! Pues bien, cambiemos de nota. ¡Devuélvame a mi hijo! Es mío; y supongo que convendrá usted en ello. Cuando se lo cedí, puse condiciones. Como usted no ha cumplido su palabra yo retiro la mía.

—Señora—respondió Germana—, si usted quisiera a ese niño no pensaría en despojarlo de su nombre y su fortuna.

—¡No me importa! Lo quiero para mí, como todas las madres. Prefiero tener un bastardo a quien besar todas las mañanas, que oír a un marqués que le llame a usted mamá.

—Sé—repuso Germana—que el niño era de usted; pero usted lo dio. Ni usted puede reclamarlo ni menos yo entregárselo.

—Lo pediré ante los tribunales. Revelaré el misterio de su nacimiento. Nada arriesgo al presente: mi marido ha muerto, y ya no me matará.

—Perderá usted el pleito.

—Pero lograré armar un gran escándalo. ¡Ah, la señora de Villanera tiene en mucho su nombre! ¡Se han cometido infamias para el mayor lustre del apellido de los Villanera! Le aferraré por las orejas a ese título que Italia disputa a España! ¡Lo arrastraré del juzgado de primera instancia al más alto tribunal; haré que lo impriman en todos los periódicos; será la comidilla de las tabernas de París; lo haré publicar en las Pequeñas causas célebres, y la condesa vieja reventará de rabia! ¡Y ya pueden decir los abogados y sentenciar los jueces! Perderé el pleito, pero todos los futuros Villanera estarán tachados de Chermidy!

Hablaba con tal calor que su discurso llamó la atención del marqués. Se hallaba a diez pasos de distancia, gravemente ocupado en plantar ramas en la arena para hacer un jardincito. Abandonó su tarea y fue a colocarse delante de la señora Chermidy, con un bracito en jarras. Al verle aproximar, Germana dijo a la viuda:

—Preciso es, señora, que la pasión la extravíe, pues hace una hora que está reclamando al niño, y todavía no se le ha ocurrido besarlo.

El marqués presentole la mejilla sin el menor entusiasmo, y dijo a su terrible madre, en esa media lengua propia de los niños de su edad:

—Señora, ¿qué le dices a mamá?

—Marqués—respondió Germana—, esta señora quiere llevarte a París. ¿Quieres irte con ella?

Por toda contestación el niño se echó en brazos de Germana, y dirigió una mirada de recelo a la señora Chermidy.

—Le queremos todos—dijo Germana.

—Usted también, señora. Es una habilidad.

—Es natural. Se le parece mucho a su padre.

—Mírame bien—dijo la viuda a su hijo—. ¿No me reconoces?

—No.

—Soy tu madre.

—No.

—¡Tú eres mi hijo, mi hijo!

—No eres tú, es mamá Germana.

—¿No tienes otra madre?

—Sí; mamá Nera. Está en casa mamá Vitré.

—Para él todas son madres suyas menos yo. ¿No recuerdas haberme visto en París?

—¿Qué es París?

—Yo te daba bombones.

—¿Dónde están tus bombones?

—Vamos, los niños son hombres pequeños; la ingratitud les brota con los dientes. Marqués de los Montes de Hierro, escúchame bien. Todas esas mamás son las que te han criado. Yo soy tu verdadera madre, la única madre, la que te ha dado el ser.

El niño sólo comprendió que aquella señora le reñía, y se echó a llorar amargamente costando gran trabajo consolarlo a Germana.

—Ya ve usted, señora—dijo ésta a la viuda—, que nadie la retiene aquí, ni aun el marqués.

—He aquí mi ultimátum—respondió la señora Chermidy altivamente.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor Le Bris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en una ventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cochero de la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa, lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora. Recorrió la casa, puso en pie a todos los dormilones que hallaba en su camino y bajó las escaleras del jardín de cuatro en cuatro peldaños.

No pensaba el doctor que la señora Chermidy fuese capaz de cometer un crimen; pero, sin embargo, dejó escapar un suspiro de satisfacción al encontrar a Germana como la había dejado. Le tomó el pulso antes de decir palabra y luego habló.

—Condesa, está usted un poco agitada—manifestó—, y creo que la soledad le será conveniente. Descanse usted si le parece, mientras yo acompaño a la señora hasta su coche.

Dictó la orden sonriendo, pero con un tono tan autoritario que la señora Chermidy aceptó su brazo sin replicar.

Cuando hubieron dado juntos algunos pasos añadió el doctor:

—¡Cómo, mi linda cliente! ¡Supongo que no tiene usted la intención de estropear mi obra! ¿Qué diablo viene usted a hacer aquí?

—¿Qué carta es ésa, pues—contestó la viuda ingenuamente—, que ha escrito usted al duque?

—¡Ah, ya comprendo! Con efecto, pasamos una semana difícil; pero el buen tiempo ha reaparecido.

—¿No queda ningún recurso, llave de los corazones?

—Ninguno, como no me muera.

—¿Y qué va usted ganando?

—La satisfacción del deber cumplido. Es una hermosa curación; como ésa no se cuentan por docenas.

—Mi pobre amigo, dicen que usted hará carrera; yo me temo que no pasará de vegetar toda su vida. Las personas de talento son a veces bastante estúpidas.

—¡Qué se le va a hacer! No se puede contentar a todo el mundo. La Fontaine ha dicho eso en verso, no recuerdo dónde.

—¿Qué va a ser de mí? Lo pierdo todo.

—¿Cree usted?

—Sin duda.

—Los millones, pues, para usted no son nada. Usted es mujer precavida, y ha ido siempre a lo práctico.

—¿Esa opinión es la de usted?

—La mía y la de otros.

—¿La de don Diego, acaso?

—Es posible.

—Pues es bien injusto. Por nada le devolvería lo que me ha dado.

—Ya sabe usted que él no lo tomará. Adiós, señora.

—¿Sigue usted teniendo a ese Mateo que el duque le envió de París?

—Sí; ¿por qué?

—Porque ya le he dicho que desconfíe de él.

—Por mí no le han despedido.

La señora Chermidy regresó precipitadamente a la ciudad. Su retirada parecía una derrota, y le Tas, que esperaba noticias en la ventana, adivinó en seguida lo que ocurría. Así que la viuda llegó a su habitación exclamó:

—¡Maldita jornada!

—¿Se ha salvado?

—Está curada. No he podido ver al conde, ni creo verlo, y Le Bris casi me ha puesto en la calle.

—Si éste encuentra su clientela, pierdo el nombre que llevo. Ya puedes hacer, amigo, lo que quieras, pero nunca serás más que un imbécil.

—O un bribón. Nos ha engañado como todos los demás.

—¿De quién fiarse, gran Dios, si no se puede contar con un ex presidiario?... Después de esto, le habrán puesto quizás en la puerta.

—No, aun está en la casa.

—Entonces aun hay remedio. Yo le hablaré. Hay que jugarse el todo por el todo.

—¡Vamos, pues! Es necesario que vea a don Diego.

—¿Y cómo le verás?

—Alquilaré cualquier casa por allá.

—Vamos. Estoy segura de que si llegas a tenerle bajo tus ojos, harás de él lo que quieras. ¡Estás soberbia!

—Es la cólera. Le he reclamado el pequeño, y les he amenazado con un proceso. Tendrá miedo y vendrá.

—¡Si viene, lo robas!

—¡Como a una pluma!

—Quizás has hecho mal en hablar de proceso. Es demasiado orgulloso para ceder por ese procedimiento. Atacar a un español por las amenazas, es lo mismo que acariciar a un lobo a contrapelo.

—Si las amenazas no sirven para nada, tengo otra idea. Hago testamento en favor del marqués, le devuelvo sus millones hasta el último céntimo y después me mato.

—¡Vaya una idea! ¡Muy bonita! ¿Y qué habrás adelantado con eso?

—¡No seas tonta! Me mataré sin hacerme daño. El testamento demostrará que no tengo apego al dinero; el puñal, que tampoco se lo tengo a la vida, pero no me mataré hasta el momento en que vaya a abrir la puerta.

Le Tas encontró la invención excelente, aunque no fuese precisamente nueva.

—¡Bueno!—dijo—; es, únicamente, un caballero andante; no tolerará que la mujer a quien ha amado se dé muerte por sus hermosos ojos. ¡Son tan bestias los hombres! ¡Si yo fuese tan bonita como tú, los haría correr!

—Mientras tanto, hija mía, seremos nosotras las que corramos; y desde mañana mismo.

—¡Pues bien, sí! ¡en marcha!

Al día siguiente, las dos mujeres, escoltadas por un mozo de cuerda, se hicieron conducir al sur de la isla. Allí, en las inmediaciones de la villa Dandolo, encontraron una linda casita para vender o alquilar, con su verja y todo. Era la misma que la señora de Villanera había elegido para el señor de La Tour de Embleuse, en el caso en que éste se decidiese a pasar el verano en Corfú. Era el castillo en el aire del pobre Mantoux, llamado Poca Suerte. La casa fue alquilada el 24 de septiembre, amueblada el 25 y ocupada el 26 por la mañana. Así se lo hicieron saber a don Diego.

El conde pasaba un verdadero suplicio desde hacía tres días. Germana le contó la visita que había recibido. La pobre niña no sabía el efecto que le produciría aquella noticia y, sin embargo, quiso ser ella quien se la diese. Al anunciar a don Diego la noticia de la llegada de su antigua amante, se aseguraba en un instante de si estaba bien curado de su amor. Un hombre sorprendido no tiene tiempo de disimular y la primera impresión que se lee en su cara es la verdadera. Germana se jugaba el todo por el todo sometiendo a su marido a semejante prueba. Un relámpago de alegría en los ojos del conde la habría matado más seguramente que un pistoletazo. Pero las mujeres son así, y su amor heroico prefiere un peligro seguro a una dicha incierta.

El señor de Villanera estaba bien curado, porque se enteró de aquella noticia como el que recibe una impresión desagradable. Su frente se veló de una tristeza que no tenía nada de exagerada, porque era sincera. No se mostró ni indignado ni escandalizado, porque el paso de la señora Chermidy, impertinente a los ojos de todos, era bien excusable para él. No hizo el gesto de desagrado de un gobernador de provincia al que dicen que el enemigo ha hecho una incursión en su territorio; demostró el disgusto de un hombre al que un accidente previsto viene a turbar en su felicidad.

Germana no pudo repetirle sin un poco de cólera las palabras insolentes de aquella mujer y sus monstruosas pretensiones. El doctor hizo coro con ella y la anciana condesa lamentó altamente no haber estado allí para arrojar a aquella desvergonzada a la puerta o al mar; el mar era una de las puertas del jardín. Pero don Diego, en lugar de unirse a las protestas de toda la familia, se aplicó a calmar ánimos y a vendar heridas. Defendió a su antigua querida o, mejor dicho, la compadeció como un hombre galante que ya no ama, pero que se cree amado aún. Llenó este dulce deber con una tal delicadeza, que Germana aun quedó agradecida, porque apreció una vez más la rectitud y la firmeza de su alma. Además, si le permitía al conde dar su compasión a la señora Chermidy, es porque estaba bien segura de poseer todo su amor.

La condesa era bastante menos tolerante. La reivindicación del niño y la amenaza de un proceso escandaloso, la habían exasperado. No se conformaba con menos que entregar a la viuda a los magistrados de las siete islas y hacerla expulsar vergonzosamente como una aventurera.

—El señor Stevens—dijo—es amigo nuestro y no nos negará este pequeño servicio.

Para ella, la visita de la viuda a Germana tenía todos los caracteres de una tentativa de asesinato, porque, después de todo, la presencia de una mujer tan odiosa podía matar a una convaleciente. El doctor no encontró descabellada la idea.

El conde intentó calmar a su madre.

—No tema usted nada—dijo—, no intentará ningún proceso. No es tan desnaturalizada que quiera comprometer a su hijo al mismo tiempo que a nosotros. La cólera la ofuscó, sin duda. A nosotros, que somos dichosos, nos es fácil hablar sensatamente. Debe estar indignada contra mí y mirarme como a un gran culpable, porque yo la he abandonado sin tener nada que reprocharle; en ocho meses no le he escrito ni una sola carta; he dado mi alma a otra. Aun me odiaría más si supiera que los días más dichosos de mi vida son los que he pasado lejos de ella al lado de mi Germana y si yo le dijese que mi corazón está lleno de amor hasta los bordes, como esas copas que una gota más haría desbordar. Déjeme que la despida con buenas palabras. ¿Por qué no he de ir a abrirle mi corazón y a mostrarle que ya no queda sitio para ella? No hace falta más que una hora de dulzura y de firmeza para cambiar el amor despechado en una amistad pura y duradera. Yo le aseguro que no pensará más en el escándalo y será digna de encontrarse con nosotros sin embarazo y de enviar a buscar de cuando en cuando noticias de su hijo. Hay pocas mujeres que no estén expuestas a codearse en un salón con la antigua amante de su marido. Y no por eso se arrancan los ojos; el presente y el pasado viven en buena harmonía, una vez que la frontera que las separa está bien delimitada. Considere, además, que nuestra situación no es la corriente. Por mucho que hagamos nosotros, por mucho que haga ella misma, esa desgraciada será siempre, a los ojos de Dios, la madre de nuestro hijo. Aunque no hubiese sido más que su nodriza, nuestro deber sería asegurarla contra la miseria. No nos neguemos a una gestión inocente y prudente que puede salvarla de la desesperación y del crimen.

Don Diego hablaba de tan buena fe, que Germana le tendió la mano y le dijo:

—Amigo mío, yo había asegurado a esa mujer que no volvería a verle, pero si yo hubiese oído hablar a usted con tanta razón y experiencia, yo misma le hubiera conducido a usted a su casa. Tome el coche sin pérdida de tiempo, corra a despedirla y perdónela el mal que me ha hecho como yo la perdono.

—¡Muy bonito!—exclamó la señora de Villanera—. Si él sube al coche, yo misma desengancharé a los caballos. Don Diego, usted no me consultó para tomar una amante; no me escuchó usted cuando le dije que había caído en manos de una bribona; puesto que usted me consulta hoy, tendrá que escucharme hasta el fin. Soy yo quien le he casado. Yo le he dejado hacer, en el interés de nuestra raza, un tratado que sería odioso entre los burgueses; pero la grandeza de los intereses y el principio a salvar, excusan muchas cosas. Dios ha permitido que un asunto tan mal iniciado se haya convertido en la felicidad de todos. ¡Dios sea loado! Pero no se dirá, mientras viva yo, que usted ha salido de casa de su esposa santa y legítima para entrar en la de su antigua amante. Ya sé que usted no la ama ya, pero tampoco la desprecia lo bastante para que yo le crea curado. Esa Chermidy le ha tenido tres años en sus garras; no quiero exponerle a que caiga de nuevo en ellas. No diga usted que no con la cabeza. La carne es débil, hijo mío; lo sé por usted, ya que no por experiencia propia. Conozco a los hombres, aunque nunca me han hecho la corte. Pero cuando se asiste al teatro por espacio de cincuenta años se está un poco en el secreto de la comedia. Acuérdese bien de esto: el mejor de los hombres no vale nada. El mejor es usted, se lo concedo. Usted está curado de su amor; pero esos amores parásitos son de la familia de la acacia; se arranca el árbol, se queman las raíces y los retoños salen a millares. ¿Quién me asegura que la vista de esa mujer no le hará perder la cabeza? Usted no tiene el cerebro tan sólido para exponerlo a semejante sacudida. Quien ha bebido beberá; y usted ha bebido tanto que yo pensaba que se ahogaría. ¡Ah! si usted estuviese casado desde hace tres o cuatro años, si usted viviese como vivirá pronto, con la ayuda de Dios, si el marqués tuviese un hermano o una hermana, quizás entonces le dejaría suelta la brida. Pero suponga que su antigua locura vuelve, ¡habría hecho yo un bonito papel casándole con este ángel! Por eso es, mi querido conde, por lo que no irá usted a casa de la señora Chermidy, ni siquiera para despedirla, y si, a pesar de mi negativa, va usted, cuando vuelva no encontrará aquí ni a su mujer ni a su madre.

Don Diego se conformó, pero estuvo de mal humor por espacio de tres días. El doctor Le Bris había cambiado de enfermo y se dedicaba a curar el cerebro de su amigo y a desarraigar las ilusiones obstinadas que el conde guardaba sobre su amante. Desató implacablemente la tupida venda que el pobre hombre se había dejado colocar sobre los ojos. Le contó detalladamente todo lo que sabía del pasado de aquella mujer; le hizo ver que era ambiciosa, avariciosa, ladina y malvada.

—Me llaman la tumba de los secretos—pensaba, adivinando todas las maldiciones que sobre él caerían—, pero la justicia tiene derecho a abrir las tumbas.

Don Diego dudaba aún; le hizo leer la última carta que había recibido de la señora Chermidy. El conde se estremeció de horror viendo allí una provocación al asesinato con una recompensa de quinientos mil francos.

La llegada del duque fue una nueva prueba de la maldad de la señora Chermidy. El pobre anciano había hecho el viaje sin accidentes gracias a ese instinto de conservación que nos es común con los animales; pero su espíritu había desgranado todas sus ideas por el camino, como un collar cuyo hilo se rompe. Supo encontrar la villa Dandolo y cayó en medio de la familia extrañada, sin más emoción que la que experimentaría al salir de su habitación. Germana le saltó al cuello y le colmó de ternezas; él se dejaba acariciar como un perro que juega con un niño.

—¡Qué bueno es usted!—le dijo—. Ha sabido que yo estaba en peligro y ha corrido a verme.

—¡Toma! Es verdad—respondió—. ¿No has muerto, pues? ¿Cómo te las has arreglado? Estoy muy contento, es decir, no mucho; Honorina está furiosa contra ti. ¿No está aquí Honorina? Ha venido a casarse con el conde. ¡Mientras me perdone!

Nadie le pudo arrancar una palabra sobre la salud de la duquesa, pero en cambio habló de Honorina tanto como quiso. Contó todas las dichas y todos los pesares que le había dado. Todos sus discursos se referían a ella, así como todas sus preguntas: la quería a todo precio y empleó la astucia de una tribu india para descubrir su dirección.

La llegada inesperada de aquella ruina viviente fue un serio dolor para Germana y una cruel enseñanza para don Diego. La señora de Villanera, que nunca había sentido simpatía por el duque, se interesaba mediocremente por su estado, pero se consideraba triunfante al tener a mano a una víctima de la señora Chermidy. Dedicó los cuidados más asiduos al señor de La Tour de Embleuse y le arrancó todos los secretos de su miseria y de su decadencia.

El duque había fondeado en la casa desde hacía unas horas, cuando la señora Chermidy hizo saber a don Diego que era vecina suya y que le esperaba. El conde enseñó la carta al señor Le Bris.

—¿Qué le contestaría usted en mi lugar?—le preguntó con indiferencia.

—La ofrecería dinero. Ella ha venido aquí para apoderarse de su nombre, de su persona y de su fortuna. Cuando ha visto que la condesa aún vivía, ha renunciado al nombre y se ha hecho fuerte en lo demás. Cuando vea que su persona de usted se pasa fácilmente sin la suya, se contentará con el dinero.

—¿Y ese proceso, ese escándalo con que nos amenaza?

—Ofrézcala dinero.

—Pero, ¿y su hijo?

—Cuestión de dinero. Claro que habrá de ser mucho. Se dan dos sueldos a un mendigo de blusa, diez al que viste de americana, cien al de levita; calcule usted lo que conviene ofrecer a los que mendigan en coche de cuatro caballos.

—¿Quiere ir usted a ver lo que pide?

—¡Diablo! Usted me ha contratado por meses; no contábamos las visitas.

El doctor se hizo llevar a casa de la señora Chermidy. Cuando entró, estaba en escena. Sentada lánguidamente en un gran sillón, los brazos colgando, la cabellera suelta, dejaba errar sus ojos melancólicos, y Soñadora, miraba vagamente hacia el espacio.

—Buenos días, señora—dijo el doctor—. Puede usted sentarse a su comodidad, soy yo.

Se levantó sobresaltada, corrió a él y le dijo:

—¡Es usted, amigo mío! Me dio usted un disgusto el otro día. ¿Es así como debía acogerme después de una larga ausencia?

—No hablemos más de eso, ¿le parece a usted? Hoy no vengo como amigo, sino como embajador.

—¿No le veré a él, pues?

—No; pero, si tiene usted curiosidad por ver a alguien, puedo enseñarle al duque de La Tour de Embleuse.

—¿Está aquí?

—Sí, desde esta mañana. Una linda obra de usted, pero sin firma.

—No soy responsable de las necedades de todos los viejos locos que pierden la cabeza por mí.

—¿Ni de los millones que pierden en su casa? De acuerdo.

—¿Pero de buena fe me cree usted una mujer interesada, llave de los corazones?

—¡Caramba! ¿Cuánto quiere usted por volverse a París y permanecer tranquila allí?

—Nada.

—Le pagaremos el pasaje, aunque cueste un millón.

—Es que somos dos; he traído a le Tas.

—Doblaremos quizá la suma.

—¿Qué ganaría yo con eso? Si yo fuese lo que usted supone, podría tomar hoy el dinero y dar mañana el escándalo. Pero valgo más que todos ustedes.

—¡Muchas gracias!

—Tome usted, bello embajador, llévele esto al rey su señor y dígale que si quiere algo para el otro mundo, me lo puede enviar esta noche.

—¡Cómo! ¿Ya acudimos a los grandes efectos?

—Sí, amigo mío. Este es mi testamento y aquí está el acta de mis últimas voluntades. El paquete no está cerrado, puede usted leerlo.

—¡Efectivamente!

Y leyó:

«Este es mi testamento y el acta de mis últimas voluntades.

»En la víspera de dejar voluntariamente una vida que el abandono del señor conde de Villanera me ha hecho odiosa...»

—¡Desgraciada!—dijo el doctor interrumpiendo la lectura.

—Es la verdad pura.

—Borre esa frase. Está mal escrita.

—Las mujeres no escriben bien más que las cartas. No tienen la especialidad de los testamentos.

—Entonces, continúo:

«Yo, Honorina Lavenaze, viuda de Chermidy, sana de cuerpo y de espíritu, lego todos mis bienes muebles e inmuebles a Gómez, marqués de los Montes de Hierro, hijo único del conde de Villanera. (Firmado.)»

—Y mañana por la mañana quedará rubricado. ¡Vaya usted!

—Me parece que no.

—¿Lo duda usted?

—Sí.

—¿Y quiere usted decirme por qué no me mataré yo?

—Porque eso sería un gran placer para tres o cuatro honradas personas que yo conozco. Adiós, señora.

Aun no se había cerrado la puerta tras el doctor, cuando le Tas salió de una habitación inmediata en compañía de Mantoux.


XIII

EL PUÑAL

Mateo Mantoux no podía consolarse de la curación de Germana. Acusaba al droguero de haberle vendido arsénico falsificado. En su dolor, descuidaba el servicio y se consolaba divagando alrededor de la villa. El objeto de sus paseos era siempre aquella linda propiedad de la cual había sido el dueño en esperanza. A fuerza de contemplarla la conocía hasta en sus menores detalles, como si se hubiese criado en ella. Sabía cuántos balcones tenía la casa y no había un árbol que no tuviese un recuerdo para él. Había franqueado la verja más de una vez, lo que no era difícil. Aquel paraíso terrestre estaba cerrado por un seto de cactus y de áloes, formidable defensa si se cuida de ella, pero la infranqueable barrera había caído en tres o cuatro sitios y la delicada librea de Mantoux podía saltar sin peligro al recinto prohibido.

El 26 de septiembre, hacia las cuatro de la tarde, aquel melancólico bribón pensaba en su desgracia franqueando la valla. Se acordaba con amargura de sus primeras entrevistas con le Tas y de la acogida de la señora Chermidy. Cuando comparaba su situación presente con la que había soñado, se consideraba como el más desgraciado de los hombres, porque creía haber perdido lo que había dejado de ganar. La interrupción de una masa enorme que se movía pesadamente en el jardín interrumpió el curso de sus ideas. Se restregó los ojos y se preguntó por un instante si veía a le Tas o a su sombra; pero las sombras no abultan tanto. Le Tas le advirtió y le hizo señas. Precisamente estaba buscándole.

—¡Qué tal!—le dijo—. ¿Cómo va eso, guapo enfermero? Ha cuidado usted muy bien a su ama y ya está curada.

—¡Poca suerte!—respondió él con un gran suspiro.

—Estamos solos—continuó le Tas—, nadie puede oírnos; no tenemos tiempo que perder. ¿Estás contento de que haya curado tu señora?

—Ciertamente, señorita. No obstante, su ama me había prometido otra cosa.

—¿Qué es lo que te había prometido?

—Que la señora moriría bien pronto y que yo tendría 1.200 francos de renta.

—Y tú hubieras preferido eso, ¿verdad?

—¡Claro! Así hubiera sido propietario, mientras que ahora tendré que vivir siempre en casa de los otros.

—¿Y no se te ha ocurrido nunca hacer por tu cuenta lo que la enfermedad no había hecho?

Mantoux la miró fijamente con una turbación visible. No sabía si se trataba de un juez o de un cómplice. Ella le sacó de su embarazo añadiendo:

—Yo te conozco; te había visto en Tolón. Cuando fui a visitarte a Corbeil, ya conocía tu historia.

—¡De modo que usted...! ¿Así usted tenía su idea al enviarme aquí?

—Seguramente. Si no hubiese habido nada que hacer, yo hubiera buscado a un hombre honrado. Gracias a Dios, no faltan. ¡Hasta hay demasiados!

—¿Y era por eso por lo que me ofrecían 1.200 francos de renta?

—¡Figúrate!

—Sospecho que fue usted la que me escribió aquel anónimo.

—¿Quién había de ser?

—¿Pero qué interés tiene usted?

—¿Qué interés? Tu ama ha robado su marido a la mía. ¿Comprendes ahora?

—Empiezo a comprender.

—Deberías haber empezado más pronto, ¡imbécil!

—Es verdad; no obstante, algo he hecho.

—¿Qué has hecho?

—He comprado arsénico y le he dado un poco todas las noches.

—¿De veras?

—¡Palabra de honor!

—Debes de haberle dado muy poco.

—Tenía miedo de comprometerme. Es un veneno que deja señales.

—¡Cobarde!

—¡Toma! No se hace uno cortar el cuello por 1.200 francos de renta!...

—La señora te hubiera dado todo lo que hubieras querido.

—Habérmelo dicho. Ahora ya es tarde.

Mantoux esperaba en una habitación contigua la partida del doctor Le Bris. Algunas palabras sueltas de la conversación llegaban a sus oídos. No obstante, no comprendió más que a medias el trato que le querían hacer. Abordó con una desconfianza respetuosa a la señora Chermidy. La viuda no juzgó conveniente entrar en explicaciones con él hasta que no hubiese recibido una respuesta de don Diego. Estaba muy agitada y daba apresurados pasos por el salón. Escuchaba a le Tas sin oírla y miraba al ex presidiario sin verle. Le era bien conocida la cortesía del conde de Villanera para que pudiese apreciar en todo su valor su ausencia y su silencio.

—Ya no me ama—se decía—. Menos mal, si sólo fuese indiferencia; ya sabría yo reconquistarle. Pero seguramente me han pintado a sus ojos como un monstruo. Si así no fuese, no me habría tratado de tal modo. ¡Ofrecerme dinero por mediación de ese odioso Le Bris! ¡Y en qué términos, grandes dioses! Si me ve con los mismos ojos que su embajador, si he perdido ya su aprecio, ¿qué será de mí? No volverá ya. Viudo o no, está perdido para mí. Entonces, ¿a qué conduciría?... ¿por pura venganza? Pues bien, sea, ¡me vengaré! Pero esperemos. Si no viene corriendo cuando haya leído lo que he escrito, todo está perdido.

—Señora—interrumpió Mantoux—, es preciso que vaya a servir la comida, y si la señora tiene algo que mandarme...

—Ve a servir tu comida—respondió—; pero no olvides que me perteneces. Escucha bien todo lo que digan, para repetírmelo.

—Sí, señora.

—Un momento. Quizás el señor de Villanera venga aquí esta tarde. En tal caso, no tendré necesidad de ti. No obstante, paséate por los alrededores mañana por la mañana. Si no viniese... ¡pero no, eso es imposible! vienes tú así que se hayan acostado. No importa a que hora. Tal vez le Tas duerma; llama de todos modos, yo te abriré la puerta.

—Es inútil, señora; he sido cerrajero y conservo mis herramientas.

—Bien, te esperaré. Pero estoy segura que el conde vendrá.

Mantoux sirvió a la mesa y aun cuando se esforzó en oír la conversación, el nombre de la señora Chermidy no fue pronunciado.

Se comió en familia, con un solo invitado, el señor Stevens. La señora de Villanera le preguntó si la ley inglesa permitía a los magistrados expulsar a los vagabundos sin otra forma de proceso. El señor Stevens respondió que la legislación de su país protegía la libertad individual hasta en sus abusos.

—Eso está muy bien—dijo el doctor sonriendo—. ¿Y a las aventureras?

—Se las trata un poco más severamente.

—¿Aun cuando tengan cinco o seis millones de capital?

—Si conocéis muchas de esa especie, enviadlas todas a Inglaterra. Se las recibirá con los brazos abiertos, se las coronará de rosas y se casarán con lords.

La señora de Villanera hizo una mueca y se pasó a otra cosa.

Durante toda la comida, el viejo duque tuvo los ojos fijos en Mantoux. Aquel cerebro impotente, aquella memoria desvanecida, supo reconocer en él al hombre que había visto una sola vez en casa de la señora Chermidy. Lo llamó aparte después de los postres y lo condujo misteriosamente a su habitación.

—¿Dónde está ella?—le preguntó—. Tú la conoces; tú sabes dónde está oculta; ¡porque me la ocultan!

—Señor duque—respondió—, no sé a quien...

—Te hablo de Honorina. Ya sabes quién es, Honorina, la dama de la calle del Circo.

—¿La señora Chermidy?

—¡Ah! ¿ves cómo la conoces? Estoy seguro de que tú la has visto. ¡Mi hija también la ha visto! ¡el doctor también! todos, en fin, ¡menos yo! Ve a buscármela y te haré rico.

Mantoux respondió:

—Puedo jurar al señor duque que no sé dónde está la señora Chermidy.

—¡Dímelo, bribón! no se lo contaré a nadie: esto quedará entre los dos... Si no me lo dices esta noche, te haré cortar la cabeza—añadió en tono de amenaza.

El ex presidiario se estremeció como si el viejo pudiese leer en su conciencia. Pero el duque había cambiado de nota: lloraba como un niño.

—Hijo mío—decía—, no quiero tener secretos para ti. Es necesario que te anuncie la desgracia que nos amenaza. Honorina quiere matarse esta noche; se lo ha dicho al doctor y ha enseñado su testamento a mi yerno. Ellos pretenden que no hará nada y que sólo se propone asustarle, pero yo la conozco mejor que nadie y sé que se matará. ¿Y por qué no ha de matarse? ¡Ya ves, a mí que te estoy hablando, me ha matado! ¿Te has fijado en aquel puñal que tenía sobre su chimenea en París? Pues bien, un día, no me acuerdo cuándo, me lo hundió en el corazón. Con ese mismo cuchillo se matará esta noche, si no llego a tiempo. ¿Quieres llevarme a su casa?

Mantoux hizo nuevas protestas de que ignoraba el domicilio de la viuda, pero no pudo convencer al insensato viejo. Hasta las diez de la noche, el señor de La Tour de Embleuse le siguió a todas partes, al jardín, a la despensa, a la cocina, con la paciencia de un salvaje.

—Es inútil que disimules—le decía—; tú irás a su casa y yo te seguiré.

En las islas Jónicas la gente se acuesta temprano. A media noche todos dormían en la casa, menos el duque y Mantoux. El ex presidiario descendió a paso de lobo la escalerilla que conducía a su habitación. Al atravesar el jardín del norte creyó ver deslizarse una sombra entre los olivos. Salió al campo y anduvo a lo largo de las verjas, por senderos extraviados, en dirección a la propiedad que tan bien conocía. La sombra encarnizada le siguió de lejos hasta la valla. Mantoux se preguntó si no le había engañado su vista y si no era víctima de una alucinación; recuperó la presencia de ánimo, volvió sobre sus pasos y buscó al enemigo; el camino estaba desierto y la aparición se había desvanecido en la noche.

Una obscuridad profunda envolvía la casa. El único balcón en que se veía luz era el de la señora Chermidy, que estaba en el piso bajo: Mantoux comprendió que le esperaban. Sacó un manojo de llaves falsas que había envuelto en un trapo para que no hiciesen ruido, pero no tuvo tiempo de emplearlas. La señora Chermidy le abrió la puerta.

—Habla en voz baja—dijo—. Le Tas acaba de dormirse.

Los dos cómplices entraron en la habitación, y lo primero que hirió la vista de Mantoux fue el puñal de que le había hablado el duque.

—¡Y bien!—exclamó la viuda—; ¿el señor de Villanera se ha acostado?

—Sí, señora.

—¡Infame! ¿Qué han dicho mientras comían?

—No han hablado de la señora.

—¿Ni una palabra?

—No; pero después de comer, el señor duque me ha preguntado la dirección de la señora. Le he encontrado muy desmejorado.

—¿No ha dicho nada más?

—Tonterías. Que la señora quería matarse, que ha escrito su testamento.

—Sí, es verdad; lo he hecho para obligar al conde a que viniese. ¿Se ha acostado?

—¡Oh! sí, señora. La habitación del señor está cerca de las nuestras. El señor ha apagado la luz a las once.

—Oye; si han dicho algo de mí en la mesa, puedes repetírmelo sin temor; no me enfadaría por ello, al contrario, me consideraría dichosa.

—No han abierto la boca para ocuparse de la señora.

—¡Ah! ¡les anuncio que voy a matarme esta noche y ni siquiera me dedican un pequeño comentario!

—No se han ocupado de la señora; como si la señora no estuviese en el mundo.

—Está bien; ya les recordaré que estoy viva. Le Tas me ha dicho que le habías dado arsénico a la condesa.

—Sí, señora; pero no ha hecho efecto.

—Si le dieses una puñalada, quizás haría efecto.

—¡Oh! ¡señora! ¡una puñalada! eso ya es más grave.

—¿Qué diferencia hay?

—Por de pronto, la señora condesa estaba enferma, y la enfermedad tiene buenas espaldas para cargar con todo. ¡Pero matar a una persona que está sana! Eso es más difícil.

—Te pagaré según el trabajo.

—¿Y si me cogen?

—Tomas una embarcación y te refugias en Turquía; la justicia no te perseguirá hasta allí.

—Es que tenía la idea de quedarme aquí. Quería comprar una propiedad.

—La tierra se compra por nada en Turquía.

—Es igual. Lo que la señora pide vale cincuenta mil francos.

—¿Cincuenta mil francos?

—¡Espero que la señora no querrá regatear!

—Sea. Trato hecho.

—¿Y dinero contante?

—Contante.

—¿Lo tiene usted? Porque si usted no me pagase esa suma, no iría a reclamársela a París.

—Tengo cien mil francos en mi secreter.

—Pido cinco minutos para reflexionar.

—Reflexiona.

Mantoux se volvió hacia la chimenea, se apoderó maquinalmente del puñal corso de la señora Chermidy, probó la punta sobre uno de sus dedos e hizo doblar la hoja sobre el mármol. La señora Chermidy no le miraba; esperaba el resultado de su decisión.

—Ya lo he pensado—dijo—. Prefiero quedarme aquí que ir a Turquía; mis compatriotas son mejor tratados en Corfú; además, he aprendido un poco el italiano y no aprendería el turco; y, por último, el jardín y la casa que usted ha alquilado, me convienen.

—¿Pero cómo diablos quieres...?

—He encontrado el medio. En lugar de dar una puñalada a la señora condesa, se la doy a usted. En primer lugar, esto me vale cien mil francos y no cincuenta mil. Después, nadie tratará de acusarme o de perseguirme, porque usted ha hecho su testamento para suicidarse esta noche. La encontrarán en su cama, atravesada con su puñal y verán que usted ha tenido palabra. Y por último, dicho sea sin ofenderla, prefiero matar a una bribona como usted que a una mujer honrada como mi señora, que siempre me ha tratado bien. Es el primer paso que voy a intentar por el buen camino y espero que el Dios de Abraham y de Jacob sabrán recompensármelo.


XIV

LA JUSTICIA

La sombra que había seguido a Mantoux desde la villa Dandolo hasta el jardín de la señora Chermidy era el duque de La Tour de Embleuse.

Un instinto tan infalible como el razonamiento dijo al insensato que Mateo era esperado en casa de la bella arlesiana. Espió su partida; esperó la hora en el fondo de un corredor obscuro de la villa. Cuando oyó al ex presidiario abrir la puerta de su cuarto, supo ahogar su voz y reprimir la risa nerviosa que sacudía su viejo cuerpo desde la cabeza a los pies. Para descender la escalera en seguimiento de su guía, se quitó los zapatos e hizo todo el camino descalzo, entre los guijarros y las espinas que ensangrentaban sus pies a cada paso. No advirtió ni la longitud del camino, ni los rodeos interminables, ni la fatiga, ni el dolor. El imperio de una idea fija le hacía insensible a todo; su único temor era perder a su conductor o ser visto por él. Cuando Mantoux redoblaba el paso, el duque corría detrás de él, como si tuviese alas; cuando aquél volvía la cabeza, el duque se tendía sobre el vientre y se metía en los fosos o se replegaba adosado a un seto espinoso de cactus o de granados.

Se detuvo al fin junto a la valla. Una voz secreta le dijo que el único balcón donde se veía luz era el de la señora Chermidy. Vio a su guía detenerse a la puerta. Una mujer fue a abrirle, y su viejo corazón brincó con una alegría desordenada al reconocer a la criatura que le atraía.

¡No estaba, pues, muerta! ¡Podría verla, hablarle y quizá volver a hacerle amable la vida! Su primer impulso fue lanzarse hacia ella; pero se contuvo. Estaba seguro de que no se mataría en presencia del criado. Se prometió esperar a que estuviese sola para caer en su casa, sorprenderla y arrancarle el puñal de la mano.

Guardó su impaciencia durante una hora larga, sin advertirlo. Amaba a la señora Chermidy como no había amado a su mujer ni a su hija. Sentía germinar en su cerebro ideas de abnegación, de solicitud, de desinterés, de humilde esclavitud. Aquel amor irreflexivo, absoluto, sin medida ni restricción, no era un sentimiento nuevo para él; hacía sesenta años que se amaba a sí mismo de igual modo. Su egoísmo había cambiado de objeto sin cambiar de carácter. Hubiera inmolado el mundo entero al capricho de la señora Chermidy, como antes a su propio interés o a sus placeres.

Desde el día que la ingrata le abandonó, no vivía. Su corazón no podía latir más que a su lado; sus pulmones no respiraban más que el aire que ella había respirado. Iba a través del mundo como un cuerpo inerte lanzado en el vacío.

Algunas veces, un resto de razón descendía a su espíritu y se decía:

—Soy un viejo loco. ¿Por qué me he atrevido a hablarle de amor? El amor no sienta bien a un vejestorio como yo. Que me conceda un poco de amistad, será todo lo que yo merezca. Que me sufra en su casa como a un padre y yo encontraré en un rincón de mi corazón sentimientos paternales. Ella es desgraciada, llora el abandono de Villanera; yo la consolaré.

La esperanza de volver a verla le producía fiebre. Sus ojos fatigados por la fiebre le cosquilleaban dolorosamente, pero esperaba llorar cuando cayese a los pies de Honorina. En los grandes dolores de la vida, nuestros ojos se calman con las lágrimas. El señor de La Tour de Embleuse, sentado en un rincón del jardín, frente a la casa, se parecía al animal que ha corrido tres días por el desierto en busca de agua fresca y que se detiene con el último impulso ante el manantial deseado, con el ojo sangriento y la lengua colgando.

El último resplandor se extinguió en la habitación y el balcón del que él no separaba la mirada se confundió con todos los demás en la obscuridad. Pero la casa, invisible para los demás, no lo era para el duque, y el balcón brillaba como un sol a sus ojos iluminados. Vio a Mantoux salir de la casa, huir a través de los campos con una carrera desesperada, sin volver la cabeza hacia atrás. Entonces salió de su escondite y avanzó a paso de lobo hasta el balcón bien amado. Ni siquiera se fijó en si la puerta estaba abierta o cerrada, ¡tanto le atraía aquel balcón! Se apoyó en el borde, palpó los hierros y apoyó su nariz y su boca contra un vidrio, sintiendo una frescura consoladora con el contacto.

Dentro como fuera, reinaba una obscuridad grande, pero los enfermos sentidos del viejo loco creyeron ver a la señora Chermidy arrodillada al pie de su cama, con la cabeza hundida entre las manos y abriendo a la oración sus bellos labios rosados. Para llamarle la atención golpeó dulcemente el cristal, pero nadie le contestó. Entonces creyó verla dormida, porque las alucinaciones más contradictorias se sucedían en su espíritu. Reflexionó largamente sobre el medio de llegar hasta ella y despertarla sin asustarla. Para alcanzar su objeto se sentía capaz de todo, incluso de demoler un lienzo de pared sin otro auxilio que el de sus diez dedos. Al acariciar la vidriera advirtió que el vidrio estaba encerrado en un armazón de plomo. Entonces decidió arrancarlo con las manos, y tan valerosamente emprendió la tarea que acabó por conducirla a buen término. Sus uñas se retorcían alguna vez sobre el plomo o se quebraban sobre el vidrio; sus dedos sangraban, pero no hacía caso; si se detenía alguna vez, era para secarse la sangre, para escuchar los ruidos que podían venir de dentro y asegurarse de que Honorina continuaba durmiendo.

Cuando hubo casi arrancado el armazón, empezó a tirar del vidrio deteniéndose cada vez que se oía un crujido o que una sacudida demasiado violenta hacía resonar todo el balcón. Por fin su paciencia obtuvo la recompensa y la hoja transparente cayó en sus manos. La depositó sin hacer ruido sobre la arena de la alameda, dio un paso apoyando el índice sobre sus labios y fue a aspirar el vaho de la habitación por la abertura que había hecho. Su pecho se henchía con una ávida voluptuosidad. Era la primera vez que respiraba en diez días.

Alargó la mano hacia la habitación, palpó el interior, encontró la falleba y la cogió. Las vidrieras eran pequeñas, la abertura estrecha, por lo cual no podía mover el brazo con desahogo; no obstante, la puerta cedió rechinando sobre sus goznes. El duque se asustó ante aquel ruido y pensó que todo estaba perdido. Retrocedió hasta el fondo del jardín y trepó a un árbol, con los ojos fijos en la casa y el oído abierto a todos los ruidos. Escuchó largo tiempo y no oyó otra cosa que el lamento dulce y melancólico de los sapos que cantaban al borde del camino. Descendió de su observatorio y llegó a gatas hasta el balcón, tan pronto bajando la cabeza para no ser visto, tan pronto levantándola para ver y oír. Volvió al sitio de donde el miedo le había arrojado y se aseguró de que Honorina dormía aún.

Las dos puertas del balcón se abrieron sin ruido. El aire de la noche entró en la casa sin despertar a la bella dormida. El duque echó una pierna por encima de los hierros y se deslizó en la habitación. La alegría y el miedo le hacían temblar como un árbol sacudido por el viento. Vacilante, iba adelantando sin atreverse a apoyarse en los muebles. La habitación estaba llena de objetos de toda clase, de baúles abiertos y cerrados y aun de muebles derribados. El duque atravesó por todos aquellos obstáculos con precauciones infinitas. Marchaba a tientas, rozando todos los objetos sin tocarlos y paseando entre las sombras sus dedos destrozados. A cada paso murmuraba en voz baja:

—Honorina, ¿está usted ahí? ¿me oye usted? Soy yo, su viejo amigo, el más desgraciado, el más respetuoso de todos sus amigos. No tenga usted miedo; no tema nada, ni siquiera que le dirija ningún reproche. En París estaba loco, pero el viaje me ha cambiado. Soy un padre que viene a consolarla. No se mate usted; ¡yo me moriría!

Aquí se detuvo, se calló y escuchó. No oía más que los latidos de su corazón. Tuvo miedo y se sentó un momento para calmar su angustia.

—¡Honorina!—gritó levantándose—, ¿está usted muerta?

Fue la muerte en persona la que le respondió. Tropezó contra un mueble y sus manos nadaron en un mar de sangre.

Cayó arrodillado, apoyó los brazos en la cama y permaneció hasta que se hizo de día en la misma postura. No se preguntó siquiera cómo había podido ocurrir aquella desgracia. No experimentó ni sorpresa ni pesar. La sangre le subió hasta el cerebro y todo concluyó. Su cabeza no era más que una jaula abierta de la que la razón había volado. Pasó las últimas horas de la noche apoyado sobre un cadáver que se enfriaba gradualmente.

Cuando le Tas fue a ver si su hermosa prima se había despertado, oyó a través de la puerta un grito estridente como el canto del grajo. Al entrar vio un viejo ensangrentado que agitaba la cabeza en todas direcciones como para sacudir la sangre. El duque de La Tour de Embleuse gritaba: «¡Acá! ¡Acá! ¡Acá!» Era todo lo que le quedaba del don de la palabra, el más hermoso privilegio del hombre. Su cara era una mueca horrible, sus ojos se abrían y se cerraban automáticamente; sus piernas estaban paralizadas, su cuerpo hundido en el sillón, sus manos muertas.

Le Tas no había conocido más que un sentimiento humano: adoraba a Honorina. La monstruosa criatura se arrojó sobre el cuerpo de su dueña lanzando un grito como el que no es posible oírlos más que en el desierto. Lloró como las tigresas deben llorar a sus cachorros. Arrancó el cuchillo de una grande y profundida herida que ya no sangraba; cogió en brazos a aquel hermoso cuerpo inanimado y le colmó de caricias locas. Si las almas pudiesen partirse en dos, ella hubiera resucitado a sus expensas a su querida Honorina. La cólera sucedió bien pronto al dolor. No dudó ni un instante de que el duque fuese el asesino. Arrojó el cadáver sobre la cama y corrió con toda su masa hacia el viejo. Le golpeó, le mordió las manos y buscó sus ojos para arrancárselos, pero el duque era insensible y no respondía a aquellas violencias más que por un grito uniforme que debía ser en lo sucesivo su único lenguaje. Los animales tienen diferentes sonidos para expresar la alegría o el dolor; pero el paralítico yace en el último grado de la escala de los seres. Le Tas se cansó de golpearlo antes de que él sospechase que lo golpeaban.

Mientras tanto, Germana, bella y sonriente como la mañana, despertaba a su madre y a su marido, asistía al tocado de su hijo y bajaba al jardín para respirar el aire embalsamado del otoño. Los señores Le Bris y Stevens no tardaron en unirse a ellos. Todos contemplaban al pequeño Gómez que paseaba un galápago por el jardín. El único que faltaba era el duque. Sus balcones aun estaban cerrados, y respetaron su sueño. Mateo Mantoux, que había redoblado su celo desde que el doctor le mantuviera en su plaza, lavaba activamente su ropa al borde de un arroyuelo que corría hacia el mar.

El criado del señor Stevens acudió apresuradamente a llamar a su señor. En la vecindad se había cometido un crimen; todo el cantón estaba emocionado. El señor Stevens, al despedirse de sus amigos, pidió algunos detalles al mensajero.

—No sé nada—respondió éste—. Dicen que han encontrado a una francesa muerta en su cama.

—¿Cerca de aquí?—interrumpió el doctor.

—A un cuarto de legua.

—¿No dicen si es una recién llegada?

—Creo que sí; pero su criada no habla más que el francés y no han podido comprenderla.

—¿Usted ha visto a la criada? ¿Una mujer gruesa?

—Enorme.

—Vaya, no será nada—dijo el señor Le Bris—. Querido señor Stevens, es la hora del desayuno y usted hará muy bien en acompañarnos. La muerta está perfectamente, yo se lo aseguro.

El señor Stevens, hombre grave, no comprendió la ironía. El doctor añadió:

—¿La ley inglesa castiga a los que prometen suicidarse y no cumplen su palabra?

—No, pero castiga el suicidio cuando está probado.

—Vamos, no tengo suerte con la ley inglesa.

—Ahora en serio, doctor—continuó el magistrado—. ¿Cree usted verdaderamente que se trata de una falsa alarma?

—Le respondo de que la dama en cuestión no ha recibido ni un rasguño. La conozco bien y sé que está demasiado enamorada de su piel para agujereársela.

—Pero, ¿y si hubiese sido asesinada?

—No tenga usted cuidado, mi excelente amigo. ¿Conoce usted a los pájaros de jaula?

—No mucho.

—¿Entonces usted no sabe la diferencia que hay entre los pájaros de cabeza azul y los pájaros de cabeza negra?

—No.

—Los pájaros de cabeza azul son unos lindos animalitos que se dejan matar sin resistencia; los de cabeza negra son los que matan a los otros. ¡Pues bien! la dama en cuestión es un pájaro de cabeza negra. Ahora, vamos a desayunarnos.

—No comprendo. ¿Entonces por qué me harían llamar?

—Si le hace venir a buscar aquí, no es por el placer de hablar con usted. Es para atraer a otra persona. ¿Qué dice usted, querido conde?

—Tiene razón—dijo la viuda.

El conde no respondió. Estaba más emocionado de lo que quería aparentar. Germana le tendió la mano y le dijo:

—Vaya usted con el señor Stevens, amigo mío, y confírmese en que el doctor habrá dicho la verdad.

—¡Diablo!—dijo el señor Le Bris—, yo también voy; aunque no me ha invitado nadie, seré de la partida. Pero si esa señora no ha muerto irremisiblemente, juro por mi bonete de doctor que el conde no le dirá ni una palabra.

El señor Stevens, el conde y el doctor partieron en coche. Diez minutos después se detenían ante la casa de la señora Chermidy. El doctor ya había cambiado de pensamiento y presentía una desgracia. Una muchedumbre compacta rodeaba la valla y la policía maltesa no bastaba para contener la curiosidad pública.

—¡Diablo!—dijo el doctor—, ¿es que esa señora se habrá matado para jugarnos una mala partida? No la creía tan fuerte como todo eso.

El conde se mordía el bigote sin decir nada. Había amado a la señora Chermidy durante tres años y se había creído sinceramente correspondido. Se le destrozaba el corazón ante la idea de que se hubiese matado por él. Los recuerdos del pasado se revolvían contra las afirmaciones del doctor y defendían victoriosamente la causa de Honorina.

La multitud abrió paso al señor Stevens y a sus acompañantes. Guiados por los agentes llegaron a la cámara mortuoria. La señora Chermidy estaba en su cama con el mismo vestido que la víspera. Su linda cabeza colgaba horriblemente. Su boca entreabierta dejaba ver dos hileras de pequeños dientes apretados por las convulsiones de la agonía. Sus ojos, que una mano piadosa no había cerrado a tiempo, parecían mirar la muerte con espanto. El puñal estaba en medio de la pieza, en el sitio en que le Tas lo arrojara. La sangre lo había inundado todo. Un gran charco coagulado ante la chimenea anunciaba que la desgraciada se había herido allí. Un reguero de un rojo obscuro demostraba que había tenido fuerzas para arrastrarse hasta la cama.

La criada, que había llamado a la justicia y alarmado al vecindario, ya no gritaba. Acurrucada en un rincón, con los ojos fijos en el cadáver de su ama, miraba ir y venir a toda aquella gente maquinalmente. La llegada del conde y de Le Bris no la hizo salir tampoco de su sopor.

El señor Stevens, seguido del actuario, hizo la información ocular y dictó la descripción del cadáver con la impasibilidad de la justicia, rogando al doctor que declarase cuanto supiera. Le Bris contó todo lo ocurrido, lo que sabía él, y esto, junto con lo que él mismo vio, confirmó al magistrado en la idea del suicidio.

Esta palabra, pronunciada a media voz, produjo en le Tas como una conmoción eléctrica. Se levantó como una fiera y mirando fijamente al doctor, le dijo:

—¡Suicidio! Demasiado sabe usted que no era capaz de suicidarse. ¡Pobre ángel! ¡Tan hermosa y tan feliz que era! ¡Hubiera vivido cien años si no la hubiesen asesinado! Además, ¿es que ese viejo no estaba ahí? Vayan a verle y verán que está lleno de su sangre.

Entonces advirtió al conde de Villanera que se había dejado caer en un sillón y lloraba silenciosamente.

—¿Ha venido usted al fin?—le dijo—. ¡Tenía que haberlo hecho antes! ¡Ah, señor conde! ¡Paga usted muy mal sus deudas de amor!

Mientras el juez y el médico entraban en la pieza vecina, donde una dolorosa sorpresa les aguardaba, le Tas arrastró al conde hasta la cama, le obligó a mirar a su antigua amante y le hizo oír una oración fúnebre que le puso el cabello de punta.

—¡Vea usted, vea usted!—decía sollozando—, vea esos hermosos ojos que le sonreían tan tiernamente, esa linda boca que le ha besado tantas veces, esos cabellos tan negros que usted desataba con sus propias manos... ¿Se acuerda de la primera vez que fue usted a la calle del Circo? Cuando todos hubieron salido, usted se arrodilló para besar esa mano. ¡Y ahora qué fría está! ¡Usted le había jurado fidelidad eterna hasta la muerte! ¡Bésela, pues, caballero fiel!

El conde, inmóvil, rígido y más frío que el cadáver que tenía enfrente, expió en un minuto tres años de dicha ilegítima.

En esto trajeron al duque que también pagaba, y bien caro, una vida de egoísmo y de ingratitud.

La sangre de que estaba cubierto, su presencia en la casa, el vidrio arrancado, los arañazos de sus manos, y sobre todo la pérdida de su razón, hicieron creer un instante que él era el asesino. El doctor examinó la herida de la señora Chermidy y reconoció que el puñal había atravesado el corazón de parte a parte; la muerte debió de ser instantánea; era, pues, imposible, que la víctima hubiese podido llegar hasta la cama. El señor Stevens, comiendo la noche anterior con el duque, había podido observar el estado de sus facultades mentales. El señor Le Bris le explicó en pocas palabras cómo la manía homicida habría podido germinar en su cerebro desequilibrado. Si era verdad que había cometido el crimen, la justicia no podía hacer nada contra un loco. La Naturaleza le había condenado a una muerte próxima, después de algunos meses de una existencia peor que la misma muerte.

Pero, examinando más de cerca el cadáver, se encontró en su mano crispada algunos cabellos más cortos y más rudos que los de una mujer y de un color más natural que los del duque. El actuario, al levantar un mueble derribado, recogió un botón de librea con las armas de los Villanera. Finalmente el cajón donde la señora Chermidy había guardado cien mil francos, estaba vacío. Era, pues, necesario, buscar a otro asesino. Interrogaron a le Tas, pero no pudieron obtener nada. De pronto se golpeó en la frente diciendo:

—¡Bestia de mí! ¡es él! ¡El miserable! ¡Le haré despellejar vivo! pero, ¿para qué? Ya hablará. Enterrad a mi señora, echadme a mí a la basura y él que se vaya al diablo.

La justicia se trasladó el mismo día a la villa Dandolo donde se pudo comprobar que Mateo era el autor del crimen. Al ser detenido exclamó:

—¡Poca suerte!

El señor Stevens le hizo conducir al castillo de Guilfort, a orillas del mar. Fue bastante afortunado para escaparse durante la noche, pero cayó en una de esas grandes redes que los pescadores tienden por la tarde para levantarlas por la mañana.


XV

CONCLUSIÓN

Si habéis visto el mar en la estación de los equinoccios, cuando las olas amarillas suben hasta lo más alto de la escollera y los guijarros se entrechocan con estrépito sobre la orilla, cuando el viento aúlla en el cielo negro y el oleaje abate los restos informes de los naufragios, volvedle a ver en verano; no le reconoceréis. Los guijarros relucientes están alineados a lo largo de la playa; el mar se extiende como una sabana azul bajo el riente cielo; a lo lejos se ven cruzar las velas blancas, y sobre la escollera las parisienses abren sus sombrillas de color de rosa.

El conde y la condesa de Villanera, después de un largo viaje cuya historia no ha sabido nunca París, han vuelto hace tres meses a su palacio del faubourg de San Honorato. La condesa viuda que había partido con ellos, y la duquesa que se les había unido a la muerte del duque, compartían sin celos el gobierno de una gran casa y la educación de una linda criatura. Era una niña de dos años, parecida a su madre, y más hermosa por lo tanto que su hermano mayor, el difunto marqués.

El doctor Le Bris era aún el médico y el mejor amigo de la casa. El viejo duque y el pequeño Gómez habían muerto en sus brazos, el uno en Corfú y el otro en Roma, a consecuencia de una tifoidea.

El pequeño marqués tenía una fortuna personal de seis o siete millones que le había dejado una parienta lejana y que sus padres emplearon en obras de caridad.

Una capilla se eleva al sur de la isla de Corfú, sobre el emplazamiento de la villa Dandolo, y es servida por un joven sacerdote de una sabiduría y una tristeza ejemplares: Gastón de Vitré.

FIN

Cara humana de perfil pensando en el ADN
Cara humana de perfil pensando en el ADN

Un mundo feliz

PRÓLOGO

El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.

También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo UN MUNDO FELIZ sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.

Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de Io que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.

Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Su MONUMENTUM REQUIRÁIS CIRCUMSPICE.


Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del MUNDO FELIZ, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: ¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del hombre?

Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, UN MUNDO FELIZ poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.

Pero UN MUNDO FELIZ es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?

Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. UN MUNDO FELIZ

no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de UN MUNDO FELIZ no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más profunda.

Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.

En la actualidad nos hallamos en la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII.

Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.

El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.

Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será, evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho —no humano— de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.

Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En UN MUNDO FELIZ esta uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos característicos de este mundo más feliz y más estable —los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas—, probablemente no se hallan más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.

Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales, militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.


CAPITULO I

Un mundo feliz en venta - | eBay
Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.

La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yaciente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.

—Y ésta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.

Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El D.I.C. de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.

—Sólo para darles una idea general —les explicaba.

Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.

—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto...

Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.

Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentró por la sala. Tenía el mentón largo y saliente, y dientes más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por sus labios regordetes, de curvas florcadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en aquel año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiese ocurrido preguntarlo.

—Empezaré por el principio —dijo el director.

Y los más celosos estudiantes anotaron la intención de director en sus blocs de notas: Empieza por el principio.

—Esto —siguió el director, con un movimiento de la mano— son las incubadoras. —Y abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados—. La provisión semanal de óvulos —explicó—. Conservados a la temperatura de la sangre; en tanto que los gametos masculinos —y al decir esto abrió otra puerta— deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete.

La temperatura de la sangre esteriliza.

Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.

Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los lápices corrían ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos quirúrgicos, la operación voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el hecho de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses; prosiguió con unas notas sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de forma que se conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó en la práctica cómo se retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo los óvulos que contenía eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al sitio donde se realizaba la operación) este recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos en libertad, a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, como hizo constar con insistencia; y cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del caldo y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al cabo de sólo treinta y seis horas, para ser sometidos al método de Bokanovsky.

—El método de Bokanovsky —repitió el director.

Y los estudiantes subrayaron estas palabras.

Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un óvulo boklanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un adulto normal.

Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.

—En esencia —concluyó el D. I. C.—, la bokanovskiflcación consiste en una serie de paros del desarrollo. Controlamos el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.

Reacciona echando brotes. Los lápices corrían.

El director señaló a un lado. En una ancha cinta que se movía con gran lentitud, un portatubos enteramente cargado se introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía otro portatubos igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó que los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara metálica. Ocho minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar. Unos pocos morían; de los restantes, los menos aptos se dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos brotes empezaban a desarrollarse; luego, al cabo de dos días, se les sometía a un proceso de congelación y se detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como consecuencia de ello, volvían a subdividirse —brotes de brotes de brotes— y después se les dejaba desarrollar en paz, puesto que una nueva detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero, a aquellas alturas, el óvulo original se había convertido en un número de embriones que oscilaba entre ocho y noventa y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un tiempo.

—Veintenas —repitió el director; y abrió los brazos como distribuyendo generosas dádivas—. Veintenas.

Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja,

—¡Pero, hijo mío! —exclamó el director, volviéndose bruscamente hacia él—. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede comprenderlo? —Levantó una mano, con expresión solemne—.

El Método Bokanovsky es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.

Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.

Hombres y mujeres estandardizados, en grupos uniformes. Todo el personal de una fábrica podía ser el producto de un solo óvulo bokanovskificado.

—¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! —La voz del director casi temblaba de entusiasmo—. Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. —Citó la divisa planetario—: Comunidad, Identidad, Estabilidad. —Grandes palabras—. Si pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.

Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.

—Pero, por desgracia —añadió el director—, no podemos bokanovskificar indefinidamente.

Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun esto era difícil.

—Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea consiste en estabilizar la población en este momento, aquí y ahora. ¿De qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?

Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora cabía tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta óvulos maduros en dos años. Fecundación y bokanovskiflcación —es decir, multiplicación por setenta y dos—, aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el plazo de dos años.

—Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca más de quince mil individuos adultos.

Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote que en aquel momento pasaba por allá, lo llamó:

—Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de un solo ovario, Mr. Foster?

—Dieciséis mil doce en este Centro —contestó Mr. Foster sin vacilar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y era evidente que le producía un intenso placer citar cifras—. Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos. Pero, desde luego, se ha conseguido mucho más —prosiguió atropelladamente—en algunos centros tropicales. Singapur ha producido a menudo más de dieciséis mil quinientos; y Mombasa ha alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que tienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un ovario de negra a la pituitarial Es algo asombroso, cuando uno está acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —agregó, riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla retadoramente)—, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo cuenta dieciocho meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Todavía les ganaremos.

—¡Éste es el espíritu que me gusta! —exclamó el director; y dio unas palmadas en el hombro de Mr. Foster—. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de experto.

Mr. Foster sonrió modestamente.

—Con mucho gusto —dijo.

Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una actividad ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya a la medida adecuada, subían disparados en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de órganos de los sótanos. Un zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el Forrador de Envases sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo, introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente forrado por el interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro trozo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella lenta procesión que la cinta transportaba.

Después de los Forradores había los Matriculadores. La procesión avanzaba; uno a uno, los óvulos pasaban de sus tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la solución salina... y ya el frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores. Herencia fecha de fertilización, grupo de Bokanovsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.

—Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas —dijo Mr. Foster, satisfecho, al entrar.

—Que contienen toda la información de interés —agregó el director.

—Puestas al día todas las mañanas.

—Y coordinadas todas las tardes.

—En las cuales se basan los cálculos.

—Tantos individuos, de tal y tal calidad —dijo Mr. Foster.

—Distribuidos en tales y tales cantidades. —El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier momento dado.

—Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.

—Rápidamente —repitió Mr. Foster—. ¡Si supieran ustedes la cantidad de horas extras que tuve que emplear después del último terremoto en el Japón!

Rió de buena gana y movió la cabeza.

—Los Predestinadores envían sus datos a los Fecundadores.

—Quienes les facilitan los embriones que solicitan.

—Y los frascos pasan aquí para ser predestinados concretamente.

—Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de Embriones.

—Adonde vamos a pasar ahora mismo.

Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la marcha hacia una escalera que descendía al sótano.

La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible infiltración de la luz.

—Los embriones son como la película fotográfica —dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta—. Sólo soportan la luz roja.

Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le seguían ahora era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.

—Deles unas cuantas cifras, Mr. Foster —dijo el director, que estaba cansado de hablar.

A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.

Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.

Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.

La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una escalera móvil.

La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.

Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de Decantación. La llamada existencia independiente.

—Pero en el intervalo —concluyó Mr. Foster nos las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.

—Éste es el espíritu que me gusta —volvió a decir el director—. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.

Y Mr. Foster se lo contó todo.

Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.

Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.

—Porque, desde luego —dijo Mr. Foster—, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto —tuvo que reconocer— que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por fin —prosiguió Mr. Foster— fuera del reino de la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la invención humana.

Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.

—También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros críos como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros... —Iba a decir futuros Interventores Mundiales, pero rectificando a tiempo, dijo— ... futuros Directores de Incubadoras.

El director agradeció el cumplido con una sonrisa.

Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta—Menos, un mecánico, estaba atareado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más.., Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la bomba del frasco siguiente.

—Está reduciendo el número de revoluciones por minuto —explicó Mr. Foster—. El sucedáneo circula más despacio; por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener a un. embrión por debajo de lo normal.

Y volvió a frotarse las manos.

—¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? —preguntó un estudiante ingenuo.

—¡Estúpido! —exclamó el director, rompiendo un largo silencio—. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon debe tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon también?

Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó abochornado.

—Cuanto más baja es la casta —dijo Mr. Foster—, menos debe escasear el oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro. Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se consiguen enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven para nada —concluyó Mr. Foster.

En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y excitado), si lograran descubrir una técnica para abreviar el período de maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad!

—Piensen en el caballo —dijo.

Los alumnos pensaron en el caballo.

El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a los trece años aún no está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento. De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.

Pero en los Epsilones —dijo Mr. Foster, muy acertadamente— no necesitamos inteligencia humana.

No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de inmadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!

—¡Enorme! —murmuraron los estudiantes.

El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.

Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrino anormal que era la causa de que los hombres crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las vacas? Este era el problema.

Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico. Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo de un Epsilon.

Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.

Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.

—Condicionamiento con respecto al calor —explicó Mr. Foster.

Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de intensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su cuerpo.

—Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor —concluyo Mr. Foster—. Y nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.

—Y éste —intervino el director sentenciosamente—, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.

En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos momentos.

—Muy bien, Lenina —dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.

La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.

Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.

—Encantadora, encantadora —murmuró el director.

Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, a él destinada.

—¿Qué les da? —preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente profesional. —Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.

—Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 —explicó Mr. Foster a los estudiantes—. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro. —Luego, volviéndose a Lenina, añadió—: A las cinco menos diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.

—Encantadora —dijo el director una vez más.

Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.

En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina... El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.

—Para mejorar su sentido del equilibrio —explicó Mr. Foster—. Efectuar reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora —prosiguió Mr. Foster—, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería —gritó a dos muchachos que habían empezado a bajar a la planta—. Están por los alrededores del metro 900 —explicó—. No se puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.

Pero el director había consultado su reloj.

—Las tres menos diez —dijo—. Me temo que no habrá tiempo para los embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.

Mr. Foster pareció decepcionado.

—Al menos, una mirada a la Sala de Decantación —imploró.

—Bueno, está bien. —El director sonrió con indulgencia—. Pero sólo una ojeada.




CAPITULO II

Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.

Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.

El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.

Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.

—Coloquen los libros —ordenó el director.

En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.

—Y ahora traigan a los niños.

Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y todos vestían de color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.

—Pónganlos en el suelo.

Los carritos fueron descargados.

—Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.

Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, colapsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

—¡Estupendo! —exclamó—. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados.
Entonces dijo:

—Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una sirena. Timbres de alarma se dispararon, locamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían convulsos de terror.

—Y ahora —gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)—, ahora pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.

Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.

—Podemos electrificar toda esta zona del suelo —gritó el director, como explicación—. Pero ya basta.

E hizo otra señal a la enfermera.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en el llanto normal del terror ordinario.

—Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.

—Observen —dijo el director, en tono triunfal—. Observen.

Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.

—Crecerán con Io que los psicólogos solían llamar un odio instintivo hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida. —El director se volvió hacia las enfermeras—. Llévenselos.

Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.

Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque comprendía perfectamente que no podía permitirse que los miembros de una casta baja perdieran el tiempo de la comunidad en libros, y que siempre existía el riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desdicha, destruir uno de sus reflejos condicionados, sin embargo.... bueno, no podía comprender lo de las flores. ¿Por qué tomarse la molestia de hacer psicológicamente imposible para los Deltas el amor a las flores?

Pacientemente, el D.I.C. se explicó. Si se inducía a los niños a chillar a la vista de una rosa, ello obedecía a una alta política económica. No mucho tiempo atrás (aproximadamente un siglo), los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido condicionados de modo que les gustaran las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El propósito, entonces, estribaba en inducirles a salir al campo en toda oportunidad, con el fin de que consumieran transporte.

—¿Y no consumían transporte? —preguntó el estudiante.

—Mucho —contestó el D.I.C—. Pero sólo transporte.

Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir transporte. Porque, desde luego, era esencial, que siguieran deseando ir al campo, aunque lo odiaran. El problema residía en hallar una razón económica más poderosa para consumir transporte que la mera afición a las prímulas y los paisajes. Y lo encontraron.

—Condicionamos a las masas de modo que odien el campo —concluyó el director—. Pero simultáneamente las condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, velamos para que todos los deportes al aire libre entrañen el uso de aparatos complicados. Así, además de transporte, consumen artículos manufacturados. De ahí estas descargas eléctricas.

—Comprendo —dijo el estudiante.

Y presa de admiración, guardó silencio.

El silencio se prolongó; después, aclarándose la garganta, el director empezó:

—Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía en la Tierra, hubo un chiquillo que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es el polaco, desde luego.

—Una lengua muerta.

—Como el francés y el alemán —agregó otro estudiante, exhibiendo oficiosamente sus conocimientos.

—¿Y padre? —preguntó el D.I.C.

Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.

—Los seres humanos antes eran... —vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno, eran vivíparos.

—Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación.

—Y cuando los niños eran decantados... —Cuando nacían —surgió la enmienda. —Bueno, pues entonces eran los padres... Quiero decir, no los niños, desde luego, sino los otros.

El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.

—En suma —resumió el director—, Los padres eran el padre y la madre. —La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre —repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—. Estos hechos son desagradables, lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables.

Luego volvió al pequeño Reuben, al pequeño Reuben, en cuya habitación, una noche, por descuido, su padre y su madre (¡lagarto, lagarto!) se dejaron la radio en marcha. (Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado.)

Mientras el chiquillo dormía, de pronto la radio empezó a dar un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran asombro de sus lagarto y lagarto (los muchachos más atrevidos osaron sonreírse mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo (uno de los poquísimos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros), George Bernard Shaw, quien hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces, de su propio genio.

Para los... (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, desde luego, perfectamente incomprensible, y, sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente, enviaron a buscar a un médico. Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había radiado la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una comunicación a las publicaciones médicas acerca de ello.

—El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto.

El D.I.C. hizo una pausa efectista.

El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad.

El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo T. —Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron reverentemente.

Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) ...

—Estos primeros experimentos —les decía el D.I.C.— seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación intelectual.

Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de una caja, una voz habla suavemente:

El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que el Mississippi Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud ...

A la mañana siguiente, alguien dice:

—Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África?

El chiquillo niega con la cabeza.

—Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: EI Nilo es el...?

—El—Nilo—es—el—río—más—largo—de—África—y—el—segundo—en—longitud—de—todos—l os—ríos—del—Globo... —Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—. Aunque—es—poco—menos—Iargo—que...

—Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África?

Los ojos aparecen vacíos de expresión. —No lo sé.

—Pues el Nilo, Tommy.

—¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy?

Tommy rompe a llorar. —No lo sé —solloza.

Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, Ia longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata.

—Por el contrario, debían haber empezado por la educación inoral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional.

—Silencio, silencio —susurró un altavoz, cuando salieron del ascensor, en la decimocuarta planta, y Silencio, silencio repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido condicionados. Silencio, silencio. El aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel imperativo categórico.

Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.

En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.

—¿Cuál es la lección de esta tarde? —preguntó éste.

—Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental —contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Conciencia de Clase Elemental.

El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susurro. El D.I.C. se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente.

—¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz.

Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor.

... todos visten de color verde —dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta.

Se produjo una pausa; después la voz continuó: Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para ...

El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.

—Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada.

Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida, indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles, no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las palabras, pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia.

—La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.

Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.

El director volvió a accionar el interruptor. ... terriblemente inteligentes —estaba diciendo la voz suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque ... No precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan, que se incorporan a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte en un solo bloque escarlata.

—Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada por estas sugestiones. iY estas sugestiones son nuestras sugestiones! —casi gritó el director, exaltado—. ¡Sugestiones del Estado! —Descargó un puñetazo encima de una mesa—. De ahí se sigue que...

Un rumor lo indujo a volverse.

—¡Oh, Ford! —exclamó, en, otro tono—. He despertado a los niños.




CAPITULO III

Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de acá para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y los helicópteros.

El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas practicadas en la armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.

—Es curioso —musitó el director, cuando se apartaron del lugar—, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red. Imaginen la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió espontáneamente—. He aquí un grupito encantador —dijo, señalando.

En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que quizá tendría un año más, jugaban —gravemente y con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación— a un rudimentario juego sexual.

—¡Encantador, encantador! —repitió el D.I.C., sentimentalmente.

—Encantador —convinieron los muchachos, cortésmente.

Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin cierto desprecio. ¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo el tonto; nada más. Chiquilladas.

—Siempre pienso... —empezó el director en el mismo tono sensiblero.

Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.

De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido de la mano un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.

—¿Qué ocurre? —preguntó el director.

La enfermera se encogió de hombros.

—No tiene importancia —contestó—. Sólo que este chiquillo parece bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas. Empezó a llorar y...

—Honradamente —intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.

—Claro que no, querida —dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por esto —prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo a presencia del Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él alguna anormalidad.

—Perfectamente —dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí, chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando—. ¿Cómo te llamas?

Polly Trotsky.

—Un nombre muy bonito, como tú —dijo el director—. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño con quien jugar.

La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.

—¡Exquisita criatura! —dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido; y volviéndose después hacia los estudiantes, prosiguió—: Lo que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen increíbles.

Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.

Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No podían creerlo.

—Hasta a los adolescentes se les prohibían —siguió el D.I.C.—; a los adolescentes como ustedes...

—¡Es imposible!

—Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la homosexualidad, nada estaba permitido.

—¿Nada?

—En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.

—¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.

—Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les dije que les parecería increíble.

—Pero, ¿qué pasaba? —preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los resultados?

—Los resultados eran terribles.

Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.

Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.

—Terribles —repitió.

En aquel momento, el D.I.C. se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.

—¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.

En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:

—Cesa el primer turno del día... Empieza el segundo turno del día... Cesa el primer turno del día...

En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Director Ayudante de Predestinación daban la espalda intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica, procurando evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.

En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros hombres y mujeres.

Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.

¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez... y se sentó en el banco, con el D.I.C., e iba a quedarse, a quedarse, sí, y hasta a dirigirlos la palabra... ¡Directamente de labios del propio Ford!

Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cercanos, les miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las hojas.

—Todos ustedes recuerdan —dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña —repitió lentamente—, una patraña.

Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión! Otro, ¡y basta de Réquiem! Otro, ¡y basta de Sinfonía! ; otro plumerazo y...

—¿Irás al sensorama esta noche, Henry? —preguntó el Predestinador Ayudante—. Me han dicho que el fílm del Alhambra es estupendo. Hay una escena de amor sobre una alfombra de piel de oso; dicen que es algo maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso. Unos efectos táctiles asombrosos.

—Por esto no se les enseña Historia —decía el Interventor—. Pero ahora ha llegado el momento...

El D.I.C. le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de viejos libros prohibidos ocultos en una arca de seguridad en el despacho del Interventor. Biblias, poesías... ¡Ford sabía tantas cosas!

Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos labios se fruncieron irónicamente.

—Tranquilícese, director —dijo en leve tono de burla—. No voy a corromperlos.

El D.I.C. quedó abrumado de confusión.

Los que se sienten despreciados procuran aparecer despectivos. La sonrisa que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!

—Haré todo lo posible por ir —dijo Henry Foster.

Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.

—Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los diafragmas de sus oyentes—. Intenten comprender el efecto que producía tener una madre vivípara.

De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad de sonreír.

—Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.

Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.

—¿Y saben ustedes lo que era un hogar?


Todos movieron negativamente la cabeza.

Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete pisos, torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta del Vestuario Femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje —que funcionaban a base de vacío y vibración— amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de supercorneta.

—Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el armario junto al suyo.

Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero como entre los dos mil millones de habitantes del planeta debían repartiese sólo diez mil hombres, esta coincidencia nada tenía de sorprendente.

Lenina tiró de sus cremalleras —hacia abajo la de la chaqueta, hacia abajo, con ambas manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia abajo también para la ropa interior—, y, sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.

Hogar, hogar... Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores. (La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de marearse).

Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a suicidarse, y oprimió el gatillo.

Una oleada de aire caliente la cubrió de finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos situados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.

Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos)..., se preocupaba por ellos como una gata por sus pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: Nene mío, nene mío una y otra vez. Nene mío, y, ioh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme ...

—Sí —dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—, con razón se estremecen ustedes.

—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó Lenina, volviendo de su masaje con un resplandor rosado, como una perla iluminada desde dentro.

—Con nadie.

Lenina arqueó las cejas, asombrada.

—Últimamente no me he encontrado muy bien —explicó Fanny—. El doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.

—¡Pero si sólo tienes diecinueve años! El primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.

—Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene empezar antes. El doctor Wells me dijo que las morenas de pelvis ancha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los diecisiete.

De modo que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.

Abrió la puerta de su armario y señaló la hilera de cajas y ampollas etiquetadas del primer estante.

Jarabe de Corpus Luteum. Lenina leyó los nombres en voz alta. Ovarina fresca, garantizada; fecha de caducidad: 1 de agosto de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día, antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc. cada tres días (intravenosa) ...

—¡Uy! —estremecióse Lenina—. ¡Con lo poco que me gustan las intravenosas! ¿Y a ti?

—Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien...

Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.

Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psicológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.

—Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la costa de Nueva Guinea...

El sol tropical relucía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de los chiquillos que retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. El hogar estaba en cualquiera de las veinte casas con tejado de hojas de palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los espíritus ancestrales; nadie había oído hablar jamás de padre.

—Los extremos se tocan —dijo el Interventor—. Por la sencilla razón de que fueron creados para tocarse.

—El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de Embarazo mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.

—Espero que esté en lo cierto —dijo Lenina—. Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que durante estos tres meses se supone que no vas a ... ?

—¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás, ¿no?

Lenina asintió con la cabeza. —¿Con quién?

—Con Henry Foster.

—¿Otra vez? —El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una expresión de asombro dolido y reprobador—. ¡No me digas que todavía sales con Henry Foster!

Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos, mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.

—Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto —dijo Mustafá Mond.

Los estudiantes asintieron.

Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.

—Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo —concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.

Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.

—Bueno, al fin y al cabo —protestó Lenina— sólo hace unos cuatro meses que salgo con Henry.

—¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor —prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador— es que en todo este tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad?

Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.

—No, nadie más —contestó, casi con truculencia—. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.

—¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! —repitió Fanny, como dirigiéndose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono, añadió—: En serio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía... Pero, ¡a tu edad, Lenina! No. no puede ser. Y sabes muy bien que el D.I.C. se opone firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado...

—Imaginen un tubo que encierra agua a presión. —Los estudiantes se lo imaginaron—. Practico en el mismo un solo agujero —dijo el Interventor——. ¡Qué hermoso chorro!

Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.

Hijo mío. Hijo mío...

¡Madre!

La locura es contagiosa.

Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa...

Madre, monogamia, romanticismo... La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?

—Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero salga con algún otro de vez en cuando. Esto basta. P-1 va con otras muchachas, ¿no es verdad?

Lenina lo admitió.

—Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy quisquilloso.. ,

Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:

—Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.

—¿Lo ves? —Fanny se mostraba triunfal—. Esto te demuestra qué es lo que importa por encima de todo. El convencionalismo más estricto.

—Estabilidad —dijo el Interventor—, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.

Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.

La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han perecido de hambre.

Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento.

Si gritan: Hijo mío, madre mía, mi único amor; si murmuran: Mi pecado, mi terrible Dios; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza... ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas... Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.

—Y al fin y al cabo —el tono de voz de Fanny era un arrullo—, no veo que haya nada doloroso o desagradable en el hecho de tener a uno o dos hombres además de Henry. Teniendo en cuenta todo esto, deberías ser un poco más promiscua ...

—Estabilidad —insistió el Interventor—, estabilidad. La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.

Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.

Lenina movió negativamente la cabeza.

—No sé por qué —musitó— últimamente no me he sentido muy bien dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo has sentido así, Fanny?

Fanny asintió con simpatía y comprensión.

—Pero es preciso hacer un esfuerzo —dijo sentenciosamente—, es preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.

—Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo —repitió Lenina lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después, cogiendo la mano de Fanny, se la estrechó ligeramente—. Tienes toda la razón, Fanny. Como siempre. Haré ese esfuerzo.

Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente. y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.

El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques innecesarios.

—¡Afortunados muchachos! —dijo el Interventor—. No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.

¡Ford está en su viejo carromato! —murmuró el D.I.C.—. Todo marcha bien en el mundo.

—¿Lenina Crowne? —dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Predestinador Ayudante mientras cerraba la cremallera de sus pantalones—. Es una muchacha estupenda. Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayas tenido.

—La verdad es que no comprendo cómo pudo ser —dijo el Predestinador Ayudante—. Pero lo haré. En la primera ocasión.

Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.

—Si quieres que te diga la verdad —dijo Lenina—, lo cierto es que empiezo a aburrirme un poco a fuerza de no tener más que a Henry día tras día. —Se puso la media de la pierna izquierda—. ¿Conoces a Bernard Marx? —preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era evidentemente forzada.

Fanny pareció sobresaltada.

—No me digas que... —¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más.

Además, me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he deseado ver una Reserva para Salvajes.

—Pero ¿y su mala fama? —¿Qué me importa su reputación? —Dicen que no le gusta el Golf de Obstáculos.

—Dicen, dicen... —se burló Lenina. —Además, se pasa casi todo el tiempo solo, solo.

En la voz de Fanny sonaba una nota de horror. —Bueno, en todo caso no estará tan solo cuando esté conmigo. No sé por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy agradable.

Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se había mostrado Bernard! Asustado casi, como si ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.

—Consideren sus propios gustos —dijo Mustafá Mond—. ¿Ha encontrado jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?

La pregunta fue contestada con un silencio negativo.

—¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?

—Bueno... —empezó uno de los muchachos; y vaciló.

—Hable —dijo el D.I.C.—. No haga esperar a

Su Fordería.

—Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.

—¿Y sintió usted una fuerte emoción?

—¡Horrible!

—Horrible; exactamente —dijo el Interventor—. Nuestros antepasados eran tan estúpidos y cortos de miras que cuando aparecieron los primeros reformadores y ofrecieron librarles de estas horribles emociones, no quisieron ni escucharles.

—Hablan de ella como si fuese un trozo de carne. —Bernard rechinó los dientes—. La he probado, no la he probado. Como un cordero. La rebajan a la categoría de cordero, ni más ni menos. Ella dijo que lo pensaría y que me contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!

Sentía deseos de acercarse a ellos y pegarles en la cara, duro, fuerte, una y otra vez.

—De veras, te aconsejo que la pruebes —decía Henry Foster.

—¡Es tan feo! —dijo Fanny.

—Pues a mí me gusta su aspecto. —¡Y tan bajo!

Fanny hizo una mueca; la poca estatura era típica de las castas bajas.

—Yo lo encuentro muy simpático —dijo Lenina—. Me hace sentir deseos de mimarlo. ¿Entiendes? Como a un gato.

Fanny estaba sorprendida y disgustada.

—Dicen que alguien cometió un error cuando todavía estaba envasado; creyó que era un Gamma y puso alcohol en su ración de sucedáneo de la sangre. Por esto es tan canijo.

—¡Qué tontería!

Lenina estaba indignada.

La enseñanza mediante el sueño estuvo prohibida en Inglaterra. Había allá algo que se llamaba Liberalismo. El Parlamento, suponiendo que ustedes sepan lo que era, aprobó una ley que la prohibía. Se conservan los archivos. Hubo discursos sobre la libertad, a propósito de ello. Libertad para ser consciente y desgraciado. Libertad para ser una clavija redonda en un agujero cuadrado.

—Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo aseguro. Con mucho gusto. —Henry Foster dio unas palmadas al hombro del Predestinador Ayudante—. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.

Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años —pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia—. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Idiotas!

—O el sistema de Castas. Constantemente propuesto, constantemente rechazado. Existía entonces la llamada democracia. Como si los hombres fuesen iguales no sólo fisicoquímicamente.

—Bueno, lo único que puedo decir es que aceptaré su invitación.

Bernard los odiaba, los odiaba. Pero eran dos, y eran altos y fuertes.

—La Guerra de los Nueve Años empezó en el año 141 d. F.

—Aunque fuese verdad lo de que le pusieron alcohol en el sucedáneo de la sangre.

—Cosa que, simplemente, no puedo creer —concluyó Lenina.

—El estruendo de catorce mil aviones avanzando en formación abierta. Pero en la Kurfurstendamm y en el Huitiéme Arrondissement, la explosión de las bombas de ántrax apenas produce más ruido que el de una bolsa de papel al estallar.

—Porque quiero ver una Reserva de Salvajes.

—CH C H (NO)2 + Hg (CNO2) ¿a qué? Un enorme agujero en el suelo, un montón de ruinas, algunos trozos de carne y de mucus, un pie, con la bota puesta todavía, que vuela por los aires y aterriza, ¡plas!, entre los geranios, los geranios rojos... ¡Qué espléndida floración, aquel verano!

—No tienes remedio, Lenina; te dejo por lo que eres.

—La técnica rusa para infectar las aguas era particularmente ingeniosa.

De espaldas, Fanny y Lenina siguieron vistiéndose en silencio.

La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso Económico. Había que elegir entre Dominio Mundial o destrucción. Entre estabilidad y ...

Fanny Crowne también es una chica estupenda —dijo el Predestinador Ayudante.

En las Guarderías, la lección de Conciencia de Clase Elemental había terminado, y ahora las voces se encargaban de crear futura demanda para la futura producción industrial. Me gusta volar —murmuraban—, me gusta volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta...

—El liberalismo, desde luego, murió de ántrax.

Pero las cosas no pueden hacerse por la fuerza.

—No tan neumática como Lenina. Ni mucho menos.

—Pero los vestidos viejos son feísimos —seguía diciendo el incansable murmullo—. Nosotros siempre tiramos los vestidos viejos. Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor...

Gobernar es legislar, no pegar. Se gobierna con el cerebro y las nalgas, nunca con los puños. Por ejemplo, había la obligación de consumir, el consumo obligatorio...

—Bueno, ya estoy —dijo Lenina; pero Fanny seguía muda y dándole la espalda—. Hagamos las paces—, querida Fanny.

—Todos los hombres, las mujeres y los niños eran obligados a consumir un tanto al año. En beneficio de la industria. El único resultado...

—Tirarlos es mejor que remendarlos. A más remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos dinero; a más remiendos ...

—Cualquier día —dijo Fanny, con énfasis dolorido— vas a meterte en un lío.

—La oposición consciente en gran escala. Cualquier cosa con tal de no consumir. Retorno a la Naturaleza.

—Me gusta volar, me gusta volar.

—¿Estoy bien? —preguntó Lenina.

Llevaba una chaqueta de tela de acetato verde botella, con puños y cuello de viscosa verde.

Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla fueron liquidados por las ametralladoras en Golders Green.

—Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos.

—Luego se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fanáticos de la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil.

Un gorrito de jockey verde y blanco sombreaba los ojos de Lenina; sus zapatos eran de un brillante color verde, y muy lustrosos.

—Al fin —dijo Mustafá Mond—, los Interventores comprendieron que el uso de la fuerza era inútil. Los métodos más lentos, pero infinitamente más seguros, de la Ectogenesia, el condicionamiento neo—Pavloviano y la hipnopedia ...

Y alrededor de la cintura, Lenina llevaba una cartuchera de sucedáneos de cuero verde, montada en plata, completamente llena (puesto que Lenina no era hermafrodita) de productos anticoncepcionales reglamentarios.

—Al fin se emplearon los descubrimientos de Pfitzner y Kawaguchi. Una propaganda intensiva contra la reproducción vivípara...

— ¡Perfecta...! —gritó Fanny, entusiasmada. Nunca podía resistirse mucho rato al hechizo de Lenina—. ¡Qué cinturón Maltusiano tan mono!

—Coordinaba con una campaña contra el Pasado; con el cierre de los museos, la voladura de los monumentos históricos (afortunadamente la mayoría de ellos ya habían sido destruidos durante la Guerra de los Nueve años); con la supresión de todos los libros publicados antes del año 150 d. F....

—No cesaré hasta conseguir uno igual —dijo Fanny.

—Había una cosa que llamaban pirámides, por ejemplo.

—Mi vieja bandolera de charol...

—Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que ustedes no han oído hablar jamás de estas cosas.

—Es una auténtica desgracia, mi bandolera.

—Éstas son las ventajas de una educación realmente científica.

A más remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos ...

La introducción del primer modelo T de Nuestro Ford...

—Hace ya cerca de tres meses que lo llevo...

—...fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.

—Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor ...

—Había una cosa, como dije antes, llamada Cristianismo.

—Tirarlos es mejor que remendarlos.

—La moral y la filosofía del subconsumo...

—Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los vestidos nuevos, me gustan ...

—Tan esenciales cuando había subproducción; pero en una época de máquinas y de la fijación del nitrógeno, eran un auténtico crimen contra la sociedad.

—Me lo regaló Henry Foster.

Se cortó el remate a todas las cruces y quedaron convertidas en T. Había también una cosa llamada Díos.

—Es verdadera imitación de tafilete.

—Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas del Día de Ford, y los Cantos de la Comunidad, y los Servicios de Solidaridad.

¡Ford, cómo los odio!, pensaba Bernard Marx.

Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo, solían beber enormes cantidades de alcohol.

Como carne; exactamente lo mismo que si fuera carne.

—Habla una cosa llamada alma y otra llamada inmortalidad.

—Pregúntale a Henry dónde lo consiguió.

—Pero solían tomar morfina y cocaína.

Y lo peor del caso es que, ella es la primera en considerarse como simple carne.

—En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil farmacólogos y bioquímicos ...

—Parece malhumorado —dijo el Predestinador Ayudante, señalando a Bernard Marx.

—Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.

—Vamos a tirarle de la lengua.

—Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

—Estás melancólico, Marx. —La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster—. Necesitas un gramo de soma.

—Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.

¡Ford, me gustaría matarle! Pero no hizo más que decir: No, gracias, al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

—Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología.

—Tómalo —insistió Henry Foster—, tómalo.

—La estabilidad quedó prácticamente asegurada.

—Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos —dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.

—Sólo faltaba conquistar la vejez. —¡Al cuerno! —gritó Bernard Marx. —¡Qué picajoso!

—Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio ...

Y recuerda que un gramo es mejor que un taco.

Y los dos salieron, riendo.

—Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente ...

—No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano —dijo Fanny.

—... Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

—...dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que darme prisa.

—Trabajo, juegos... A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando... ¡Pensando!

¡Idiotas, cerdos!, se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.

En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a...

—¡Fuera, chiquilla! —gritó el D.I.C., enojado—. ¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor está atareado? ¡Id a hacer vuestros juegos eróticos a otra parte!

—¡Pobres chiquillos! —dijo el Interventor.

Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.




CAPITULO IV

El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.

Buenos muchachos —pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos—. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se quitó la ropa.

Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.

—¡Bernard! —exclamó, acercándose a él—. Te buscaba.

Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.

—Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.

Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. ¡No me sorprendería que esperara que le pidiera por ir con él otra vez! , se dijo Lenina. Luego, en vez alta, y con más valor todavía, prosiguió:

—Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. —En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard—. Es decir, si todavía sigues deseándome —acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus sonrisas.

Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.

—¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? —tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.

Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia —pensó Lenina—. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo.

—Me refiero a que..., con toda esta gente por aquí...

La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.

—¡Qué divertido eres! —dijo; y de veras lo encontraba divertido—. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación —prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing—T? ¿O de Hampstead?

Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

—¡Azotea! —gritó una voz estridente.

El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.

—¡Azotea!

El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de ltL tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.

—¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor—. ¡Azotea!

Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.

Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.

—Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba...

El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.

En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.

Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.

—¡Qué hermoso!

Su voz temblaba ligeramente.

—Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos —contestó Lenina——. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.

Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.

—¡Estupenda chica! —dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.

Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.

—¡Y neumática, además! ¡Y cómo! —Luego, en otro tono, prosiguió—: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. —Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito—. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam... Pero, ¡eh!

Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.

Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.

Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.

Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.

—Cuatro minutos de retraso —fue todo lo que dijo.

Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.

Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.

—Ahí está el Cohete Rojo —dijo Henry— que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de retraso —agregó—.

Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.

Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más de prisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estays. Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.

Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies.

Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.

Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.

—¡Qué horrible es el color caqui! —observó Lenina, expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.

Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media.

Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.

En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeña ciudad.

—Deben de relevarse los turnos —dijo Lenina.

Como áfidos y hormigas, las muchachas Garrimas, color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.

Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.

Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.

¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.

Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. Yo soy yo, y desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.

¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!

Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.

—¡De prisa! —dijo Bernard, irritado.

Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?

—¡De prisa! —gritó más fuerte.

Y en su voz sonó una desagradable ronquera.

Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.

Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Strcet. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.

Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su aparato.

—Llama a Mr. Helmholtz Guasón —ordenó al portero Gamma—Más— y dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.

Se sentó y encendió un cigarrillo.

Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.

—Dile que voy inmediatamente —contestó. Y colgó el receptor. Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo tono oficial e impersonal—: Usted se ocupará de retirar mis cosas.

E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.

Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas. Competente, era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: Quizá demasiado competente.

Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de separación, que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.

Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.

Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz. Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.

—Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.

Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.

—No, no.

—No invitamos a ningún otro hombre.

Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.

—No —repitió—. Tengo que hacer.

Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.

—¡Esas mujeres! —exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires—. ¡Esas mujeres! —Movió la cabeza y frunció el ceño—. ¡Son terribles!

Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.

—Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo —dijo en un tono que quería aparecer indiferente.

—¿Sí? —dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió—: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos... —Vaciló—. Bueno, son curiosos, muy curiosos.

Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible.

Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.

El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.

Hablando muy lentamente, preguntó:

—¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?

Y miró a Bernard interrogadoramente.

—¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?

Helmholtz movió la cabeza.

—No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir... O alguna otra cosa sobre la cual escribir... —Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió—: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.

—Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.

—Para lo que está destinado, sí. —Se encogió de hombros Helmholtz—. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.

—¡Silencio! —dijo Bernard—. Creo que hay alguien en la puerta —susurró.

Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.

—Lo siento —dijo Bernard, sintiéndose en ridículo—. Supongo que estoy un poco nervioso.

Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.

Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbroso. Se justificaba.

—Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente... —dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse—. ¡Si lo supieras!

Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobrecillo Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo. Bernard debía dar muestras de tener un poco más de orgullo.




CAPITULO V

Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal, en el hombre, el cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.

Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silvidos anunciaban da marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.

Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.

—¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? —preguntó Lenina.

—Recuperación del fósforo —explicó Henry telegráficamente—. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. —Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo propio—. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.

Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía perpendicularmente a la estación del monorraíl.

—Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.

—Todos los hombres son físicoquimicamente iguales —dijo Henry sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.

—Hasta los Epsilones...

Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña, en las escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie ... Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño...

—Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo en voz alta.

—Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.

—Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina, con acento de gran convicción.

—Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.

Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.

—¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.

Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.

—¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? —dijo—. Es un ser humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o Epsilon... —Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó—: En todo caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo es feliz, actualmente.

—Sí, ahora todo el mundo es feliz —repitió Lenina como un eco.

Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años.

Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry, de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado Cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.

Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris v madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano de color había pintado momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un five step sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena aconía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director daba suelta a la última nota estruendoso de música etérea y borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego, seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un diminuyendo que se deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:

¡Frasco mío, siempre te he deseado!

Frasco mío, ¿por qué fui decantado?

El cielo es azul dentro de ti,

y reina siempre el buen tiempo; porque

no hay en el mundo ningún Frasco

que a mi querido Frasco pueda compararse.

Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas, alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenía ya lo que deseaban... En aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.

—Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... —Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical—. Buenas noches, queridos amigos...

Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron su feliz ignorancia de la noche.

Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metido en su frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma, Lenina no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.

—Esto me recuerda —dijo al salir del cuarto de baño— que Fanny Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.

Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.

¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. Ford, Ford, Ford ... nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.

El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.

Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.

Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:

—¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electro-magnético?

Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.

Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.

Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgaiza! ¡Ford! ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas... ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!

La última en llegar fue Sarojini Engels.

—Llega usted tarde —dijo el presidente del Grupo con severidad—. Que no vuelva a ocurrir.

El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos —casiviento y supercuerda— que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad.

Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.

El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: Bebo por mi aniquilación. Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:

Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo, como gotas en el Río Social;

haz que corramos juntos, rápidos como tu brillante carraca.

Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: Bebo por el Ser Más Grande. Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:

¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,

a aniquilar a los Doce-en-Uno!

Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra vida nids grande apenas ha empezado.

Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna... Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, repitió éste en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar —se dijo—. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.

La copa del amor había dado ya la vuelta. Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:

¿No sientes como llega el Ser Más Grande?

¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!

¡Fúndete en la música de los tambores!

Porque yo soy tú y tú eres yo.

A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia... ¡Ford!, se fundían... ¡Ford!, se disolvían... Después, en otro tono, súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande... ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.

—¡Lo oigo! —gritó—. ¡Lo oigo! —¡Viene! —chilló Sarojini Engels. —¡Sí, viene, lo oigo!

Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.

—¡Oh, oh, ohl —exclamó Joanna.

—¡Viene! —exlamó Jim Bokanovsky.

El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.

—¡Oh, ya viene! —chilló Clara Deterding—. ¡Ay!

Y fue como si la degollaran.

Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:

—¡Lo oigo; ya viene!

Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.

Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras los tantanes seguían con su febril tabaleo.

Orgía-Porfía, Ford y diversión,

besad a las chicas y hacedlas Uno.

Los chicos a la una con las chicas en paz; la Orgía-Porfía libertad os da.

Orgía-Porfía ... Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno ... Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía ... En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con pies y manos.
Orgía-Porfía ...

Después el círculo osciló se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos —la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía ... Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o prona.

Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.

—Fue maravilloso, ¿verdad? —dijo Fifi Bradlaugh—. ¿Verdad que fue maravilloso?

Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.

—¿No te pareció maravilloso? —insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.

—¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! —mintió Bernard.

Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.

—Maravilloso de verdad —repitió.

Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.




CAPITULO VI

Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean—Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa—Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard...

Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

—Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo —agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.

Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Unión. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.

Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.

—Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó Lenina, un tanto asombrada.

Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.

—Solo contigo, Lenina.

—Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

Bernard se sonrojó y desvió la mirada. —Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.

—¿Hablar? Pero ¿de qué?

¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

—Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.

Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo. —Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.

Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.

—Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.

—¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.

Lenina se encogió de hombros.

—Siempre es mejor un gramo que un taco —concluyó con dignidad.

Y se tomó el helado.

Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en peri—amanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.

—Mira —le ordenó Bernard.

—Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio en seguida.

Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.

—...el cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas—, el tiempo es siempre...

Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.

—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.

—Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.

—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si... —vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?

Pero Lenina estaba llorando.

—Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.

Hasta los Epsilones...

—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.

¡Ojalá no lo fuera!

Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.

—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—.¿Cómo puedes decir esto?

—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?

—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.

—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?

—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.

Bernard rió.

—SI, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.

—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.

—¿No te gusta estar conmigo?

—Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.

—Pensé que aquí estaríamos más... juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?

—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión—. Nada.

—y prosiguió en otro tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.

Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.

Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.

Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.

—De acuerdo —dijo—; regresemos.

Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsara. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.

—¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.

Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.

Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto.

Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.

—Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—. ¿Te divertiste ayer?

Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.

—Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.

—Muchísimo.

Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.

Lenina lo miró con cierta ansiedad.

—Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?

Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.

—¿Me encuentras al punto?

Otra afirmación muda de Bernard.

—¿En todos los aspectos?

—Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.

Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la carne.

Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.

—Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.

—¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra? —Yo no quería que acabáramos acostándonos —especificó Bernard.

Lenina se mostró asombrada.

—Quiero decir, no en seguida, no el primer día.

—Pero, entonces, ¿qué ... ?

Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: ... probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.

—No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy —dijo Lenina gravemente.

—Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.

—Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente —citó Lenina.

—Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?

—¡Bernard!

Pero Bernard no parecía avergonzado.

—Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —prosiguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.

—Nuestro Ford amaba a los niños.

Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:

—El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.

—Lo comprendo.

El tono de Lenina era firme.

—Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.

—Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?

—¡Oh, si, divertidísimo! —contestó Bemard.

Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.

—Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.

—Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. —Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.

Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.

—Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con tanta naturalidad como le fue posible...

Y dejó el papel encima de la mesa.

El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.

—¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.

Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.

El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.

—¿Cuánto hará de ello— dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos...

Suspiró y movió la cabeza.

Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente cesurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.

—Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta—Menos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso.... después.... bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino. no por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.

Y el director se sumió en un silencio evocador.

—Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi con envidia.

Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.

—No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial—. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx —prosiguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosa mente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia —la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.

Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.

Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.

Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.

—Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.

Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.

Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.

El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.

—Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal —reconoció Lenina.

Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.

—¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles..!

—En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.

Lenina se ofendió.

—Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque..., bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?

—Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo. —¿Qué decías?

—Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.

—Pues lo deseo.

—De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon—Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.

El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante...

—...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.

En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.

—...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón...

Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. —...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.

—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.

Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.

—Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.

La palabra fugarse era sugestiva.

—¿Y si fuéramos allá? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.

La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

—No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva... Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...

El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:

—No me diga.

Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.

Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.

Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.

—Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos...

Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.

—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.

—No me diga.

—Pues sí se lo digo, mi querida señora.

Seis por veinticuatro... no, serían ya seis por treinta y seis... Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.

—... Unos sesenta mil indios y mestizos..., absolutamente salvajes... Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado... conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de condicionamiento... monstruosas supersticiones... Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados... lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano... pumas, puerco-espines y otros animales feroces... enfermedades infecciosas... sacerdotes... lagartos venenosos...

—No me diga.

Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.

—A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—. ¡Maldita incompetencia!

—Toma un gramo —sugirió Lenina.

Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. —¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La voz de Bernard era agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia ... !

Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.

—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.

—¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—. Van a enviarme a Islandia.

En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.

Lenina movió la cabeza.

—Él fue y él será tanto me dan —citó—. Un gramo tomarás y sólo el es verás.

Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.

Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.

Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.

—Nunca escarmientan —dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo—. Y nunca escarmentarán —agregó riendo.

Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.

Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.

Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard se apeó—. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto—. Espero que se diviertan —sonrió—. Todo lo que hacen es divertido. —Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—. Mañana volveré. Y recuerde —agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina— que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.

Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.




CAPITULO VII

La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.

—¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy raro. —Era su expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.

Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.

—Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.

Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.

De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.

—Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!

Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.

—Como la Torre de Charanga-T —comentó Lenina.

Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.

Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.

—No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.

Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.

—Pero, ¿cómo pueden vivir así? —estalló.

En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.

Bernard se encogió filosóficamente de hombros.

—Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así —dijo—. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.

—Pero la limpieza nos acerca a la fordeza —insistió Lenina.

—Sí, y civilización es esterilización —prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental—. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que...

—¡Oh, mira! —exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.

Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.

—Pero, ¿qué le pasa? —susurró Lenina.

En sus ojos se leía el horror y el asombro.

—Nada; sencillamente, es viejo —contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.

—¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero... también el director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.

—Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio—calcio descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte —agregó—porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.

Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.

—Pero, ¡esto es terrible! —susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos haber venido.

Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.

Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

—¡Qué relación tan maravillosamente íntima! —dijo, en un tono deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te habrás perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo...

—¡Bernard! ¿Cómo puedes ... ?

El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.

—Vámonos —imploró—. No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.

Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.

Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.

Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.

—Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior —dijo a Bernard.

Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente desnudo —excepto una breve toalla de algodón, blanca—, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.

De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

—¡Oh, basta, basta! —imploro.

Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

Lenina todavía sollozaba.

—¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!

—Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma!

En la habitación interior se oyeron unos pasos.

El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.

—Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

—Pero, ¿quién demonios...? —empezó Bernard, asombrado.

El joven suspiró y meneó la cabeza.

—El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?

Y en su voz temblaba la emoción.

Un gramo es mejor que un taco —dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de soma ! —Yo debía estar allá —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.

Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.

—¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?

Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto—, para demostrarles que soy hombre... ¡Oh!

Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.

Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! —pensaba—. Tiene un cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.

Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.

¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.

—Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.

Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.

—Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—.

En Malpaís.

Y movió la cabeza.

¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!

Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.

—¡Linda! —llamó el muchacho.

Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:

—¡Voy!

Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los restos de un ágape, o acaso de varios.

La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban... Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello ...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y... (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)... y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.

Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.

—¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de nuevo se echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio —La sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.

Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

—Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y luego un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en cambio...

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

—¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

—Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores—. Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza... Fue horrible. No, no puedo contártelo. —Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo... ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre... Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?




CAPITULO VIII

Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.

—Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir... Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad... —

Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.

—¿Que te explique qué?

—Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.

—Pero, ¿qué puedo decir yo?

—Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.

—Desde tan atrás como pueda recordar... —John frunció el ceño.

Siguió un largo silencio.

John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.

—Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!

John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.

Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda.

Una tarde, después de jugar con otros niños —recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!

John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.

—Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella noche.

John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.

—¿Por qué querían hacerte daño, Linda?

—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?

Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.

—Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.

Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.

—ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!

John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.

Linda gritó:

—¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!

Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.

—¡Imbécil! —le gritó su madre.

Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.

Una, y otra, y otra más...

—¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no! —Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.

—Pero, Linda... ¡Oh!

Otro cachete en la mejilla.

Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos como un animal... De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.

John adivinó que iba a pegarle de nuevo. y levantó un brazo para protegerse la cara —¡Oh, no, Linda, no, por favor!— ¡Bestezuela!

Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.

—¡No, Linda!

John cerró los ojos, esperando el golpe.

Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.

Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.

—¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?

—De veras.

Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, v palpar y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitía ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos.... todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad... Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre... John la escuchaba embelesado.

Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.

Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared —un animal echado, un niño dentro de una botella—, y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL PEQUE ESTÁ EN EL BOTE. John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.

—Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.

Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.

—Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—, pero es el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!

John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro al suelo.

—¡Libro feo, libro feo! —exclamó.

Y se echó a llorar.

Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desarrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva. —¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.

Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer. No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.

Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.

—¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.

—¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.

—Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?

—No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.

Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.

La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonaxvilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar ...

Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.

Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.

—Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.

Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.

John abrió el libro al azar.

Nada, sólo vivir

en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor sobre el maculado camastro ...

Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allá, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.

John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras, estas palabras que eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.

Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba.

John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde... Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. Lo mataré, lo mataré, lo mataré ... , empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:

Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,

o goce del placer incestuoso de la cama ...

La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto exterior. Cuando duerma, borracho... El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho ... Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —ioh, la sangre! dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —ioh, oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre! Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra mano... para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato, horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus lágrimas.

—Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te enseñaré a modelar la arcilla.

En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos. —Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de arcilla húmeda entre sus manos—, haremos una luna pequeña.

El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.

Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.

—Una luna, una taza, y ahora una serpiente.

Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.

—Después otra serpiente, y otra, y otra.

Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.

—Pero el próximo será mejor —dijo.

Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.

Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.

—Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C —canturreaba, mientras trabajaba—. La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar ...

Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.

Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.

—El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima —te enseñaré a construir un arco.

John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente mayor.

Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.

—Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.

—Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo sólo digo que no veo la necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia como ésta. En los países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita a... Pero, ¿adónde vas, John?

John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.

Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. Se acabó, se acabó ... En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.

Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.

Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.

—¡Tú no, albino!

—¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre. Los muchachos rieron.

—¡Fuera!

John todavía no se decidía a separarse del grupo.

—¡Fuera! —volvieron a gritar los hombres.

Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.

—¡Fuera, fuera, fuera!

Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.

Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.

—Solo, siempre solo —decía el joven.

Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo...

—También yo estoy solo —dijo, cediendo a un impulso de confianza—. Terriblemente solo.

—¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro Lugar... Linda siempre dice que allá nadie está solo.

Bernard se sonrojó, turbado.

—Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente...

—Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.

Bernard sonrió con condescendencia. —¿Y soñaste algo? —preguntó.

El otro asintió con la cabeza.

—Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.

—Pero ¿por qué lo hiciste?

—Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allá, al sol...

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué? Pues... —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo... Además, si uno ha hecho algo malo... Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.

—A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad —dijo Bernard.

Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma...

—Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?

Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.

Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.

—¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? —preguntó, iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje . ¿Te gustaría?

El rostro del muchacho se iluminó. —¿Lo dices en serio?

—Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.

—¿Y Linda también?

—Bueno...

Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que... De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo. —Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.

—¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?

—¿Quién es Miranda?

Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.

—¡Oh, maravilla! —decía.

Sus ojos brillaban y su rostro ardía.

—¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!

Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:

—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.

—¿Si estoy qué?

—Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.

—¡Oh, no, por Ford!

Bernard no pudo por menos de reír.

John rió también, pero por otra razón. Rió de pura alegría.

¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!

—A veces hablas de una manera muy rara —dijo Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?




CAPITULO IX

Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.

Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.

Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.

—Miss Crowne está de vacaciones de soma —explicó—. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.

Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.

—¿Estará segura aquí? —preguntó.

—Segura como un helicóptero —le tranquilizó el ochavón.

Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.

—He osado pensar —tartamudeó Bemard— que su Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico...

—En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo la voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.

—Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial...

—En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva.

Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.

Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.

El joven se hallaba ante la hospedería. —¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard! No hubo respuesta.

Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.

¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.

Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después izas!, izis!, v después izas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su presencia real.

—¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!

Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.

Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.

Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias —por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.

—Sus ojos —murmuró.

Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;

los manejas en tu discurso;

ioh, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta

cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto

parece áspero el plumón de los cisnes... !

Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.

—Moscas —recordó.

En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta

pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,

que, en su pura modestia de vestal,

se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.

Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano.

Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano aquella ... ? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!

Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe... Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. Pura modestia de vestal…

Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.




CAPITULO X

Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La industriosa colmena, como el director se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado, todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allá, en la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.

Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.

Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más arriba aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.

¡Zummm ... ! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.

—Un escarmiento público —decía—. Y en esta sala, porque en ella hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.

—Cumple su tarea admirablemente —dijo Henry, con hipócrita generosidad.

—Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales. cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? —Con un amplio ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras—. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad —repitió—. Pero, aquí viene.

Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre las hileras de fecundadores. Su expresión jactancioso, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo: Buenos días, director sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: Me pidió usted que acudiera aquí para hablarme, lo hizo con voz ridículamente débil.

—Sí, Mr. Marx —dijo el director enfáticamente—. Le pedí que acudiera a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de sus vacaciones anoche.

—Sí —contestó Bernard.

—Ssssí —repitió el director, acentuando la s, en un silbido como de serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz, trompeteó—: Señoras y caballeros, señoras y caballeros.

El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silboteo abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.

—Señoras y caballeros —repitió el director—, discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en peligro, señoras y caballeros. Este hombre —y señaló acusadoramente a Bernard—, este hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor, acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las horas de trabajo como un bebé en su frasco —y al llegar a este punto el director hizo la señal de la T— se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento subversivo, señoras y caballeros. Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la misma Civilización. Por esta razón me propongo despedirle, despedirle con ignominia del cargo que hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad, tan alejado como sea posible de cualquier Centro importante de población. En Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su ejemplo antifordiano —el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos, se volvió solemnemente hacia Bernard—. Marx —dijo—, ¿puede usted alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le he impuesto?

—Sí, puedo —contestó Bernard, en voz alta. —Diga cuál es, entonces —dijo el director, un tanto asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.

—No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un momento. —Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió bruscamente—. Entre —ordenó.

Y la razón alegada entró y se hizo visible.

Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard andaba a su lado.

—Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.

—¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te reconocí, Tomakín; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakín? Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te acuerdas de mí, Tomakín? —repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor—. ¡Tomakín!

Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.

—¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa… ?

—¡Tomakín!

Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.

Levantóse una incontenible oleada de carcajadas.

—¿… esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.

Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.

—¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—. ¡Me hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.

Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.

—Sí, un crío… y yo fui su madre.

Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las manos, sollozando.

—No fue mía la culpa, Tomakín. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad?

Siempre... No comprendo cómo... ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakín ... ! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí. —Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—: ¡John!

John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:

¡Padre!

Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse insoportable.

Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!

Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.

¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.




CAPITULO XI

Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el ex—director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.

Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta.

El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.

Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.

—Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.

Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.

—Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?

—En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según como lo mire, se la alargamos.

El joven lo miró sin comprenderle.

—El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal —explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.

John empezaba a comprender.

—La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos —murmuró.

—¿Cómo?

—Nada.

—Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…

—Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.

El doctor se encogió de hombros.

—Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…

Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allá permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…

—No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano —concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.

Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.

Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.

Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.

—Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles —anunció Fanny triunfalmente.

—Lo celebro —dijo Lenína—. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?

Fanny asintió con la cabeza.

—Y debo confesar —agregó— que me llevé una sorpresa muy agradable.

El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación... La lista de personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.

—Y la semana pasada fui con seis chicas —confió Bernard a Helmholtz Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando...

Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.

—Me envidias —dijo.

Helmholtz denegó con la cabeza.

—No, pero estoy muy triste; esto es todo —contestó.

Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a Helmholtz.

Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito. Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.

—Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.

Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.

…es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos, decían las instrucciones de Bernard.

En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing—T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más liviano que el aire.

El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.

—Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora —dijo solemnemente el Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?

John lo encontró magnífico.

—Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.

El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…

Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?

En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama "el alma", que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que ...

El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente extraordinarias.

…aunque debo reconocer —leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia…

La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él —a él— sobre el orden social, era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.

Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la fábrica.

—Cada proceso de fabricación —explicó el director de Elementos Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.

Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma—Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta—Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.

—¡Oh maravilloso nuevo mundo…!

Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:

—¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!

—Y le aseguro —concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos...

Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.

En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita—cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.

El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.

—¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.

—¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.

Y suspiró.

Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.

—Si está usted libre algún lunes, miércoles —a viernes por la noche —le decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.

Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).

—Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.

El Preboste abrió la puerta.

Cinco minutos en el aula de los Alfa—Doble Más dejaron a John un tanto confuso.

—¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.

Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.

Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta—Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:

—Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—: Como antes.

Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. —Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.

En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.

—Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.

—¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.

En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.

—Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keatte.

Y se dirigió hacia la puerta.

Un momento más tarde, el Preboste dijo:

—Ésta es la sala de Control Hipnopédico.

Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.

—Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney—, pulsar este botón...

—No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.

—O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…

—Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.

—¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela.

—Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.

—Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.

Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.

—Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.

—Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.

Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.

De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.

—¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? —preguntó Bernard.

El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.

Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:

—¿Qué hay en esas cajitas?

—La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que le había regalado Benito Hoover—. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.

Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.

Lenina entró canturreando en el Vestuario.

—Pareces encantada de la vida —dijo Fanny. —Lo estoy —contestó Lenina. ¡Zas!—. Bernard me llamó hace media hora—. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene un compromiso inesperado. —¡Zas!—. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.

Y se dirigió corriendo hacia el baño.

Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.

El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador—Diputado del Banco de Europa.

—Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo —había confesado Lenina a Fanny— tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no lo sé. —Lenina movió la cabeza—. La mayoría de ellos no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera —agregó, tristemente; y suspiró—. Es guapísimo, ¿no te parece?

—Pero ¿es que no le gustas? —preguntó Fanny.

—A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.

Sí, Fanny lo sabía.

—No llego a entenderlo —dijo Lenina.

No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.

—Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.

Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión excelente. Su buen humor se vertió en una canción: Abrázame hasta embriagarme de amor,

bésame hasta dejarme en coma;

abrázame, amor, arrímate a mí;

el amor es tan bueno como el soma.

Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.

Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.

—Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca —susurró Lenina—. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.

El salvaje obedeció sus instrucciones.

Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta—Más rubia y braquicéfala.

El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh…, oh…! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah…, aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah..., aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Oh…!

El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros —Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos —el Predestinador Ayudante tenía toda la razón—podía palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.

El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.

Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…

Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.

—Creo que no deberías ver cosas como ésas —dijo al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.

—¿Cosas como qué, John?

—Como esa horrible película.

—¿Horrible? —Lenina estaba sinceramente asombrada—. Yo la he encontrado estupenda.

—Era abyecto —dijo el Salvaje, indignado—, innoble...

—No te entiendo —contestó Lenina.

¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?

En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.

El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin —pensó ésta, llena de exultación, al apearse—. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard... Y sin embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin ... El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.

—Buenas noches —dijo una voz ahogada detrás de ella.

Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando —pero, ¿a qué?—, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.

—Buenas noches, Lenina —repitió el Salvaje. —Pero, Ojén… Creí que ibas a... Quiero decir que, ¿no vas a…?

El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.

Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.

Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.




CAPITULO XII

Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.

—¡Pero si están todos aquí, esperándote! —Que esperen —dijo la voz, ahogada por la puerta.

—Sabes de sobra, John —¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en grito!—, que los invité, que los invité precisamente para que te conocieran.

—Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.

—Hasta ahora siempre viniste, John. —Precisamente por esto no quiero volver. —Hazlo sólo por complacerme

—imploró Bernard.

—No.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

Desesperado, Bernard baló:

—Pero, ¿qué voy a hacer?

—¡Vete al infierno! —gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.

—Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!

Bernard casi lloraba.

Ai yaa tákwa! —Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del Archíchantre de Canterbury—. Háni! —agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó—: Sons éso tse-ná.

Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.

Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.

—¡Jugarme a mí esta mala pasada! —repetía el Archichantre una y otra vez—. ¡A mí !

En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el propio de un Gama—Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.

Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.

Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos minutos —se había dicho, al entrar en la estancia —lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él dirá…

¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.

¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del sensorama?

¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura…

En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.

Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.

—Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando pienso que he llegado a…

—Sí —decía la voz de Fanny Crowne—, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí…

—Una pena, una pena —decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal—. Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.

Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.

—Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento…

Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.

Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. —¿De verdad debe marcharse, Reconcentre…? Es muy temprano todavía. Yo esperaba que…

¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y Mr. Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse—ná! Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su máxima humillación.

—Había confiado tanto en que… —repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.

—Mi joven amigo —dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. —Su voz se hizo sepulcral—. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.

Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.

—Lenina, querida —dijo en otro tono—. Ven conmigo.

Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.

Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.

—Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina —la llamó el Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.

Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.

Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.

Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:

¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!

Y parece pender sobre la mejilla de la noche como una rica joya en la oreja de un etíope;

belleza excesiva para ser usada;

demasiada para la tierra.

La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.

Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:

—Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.

A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.

El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.

—Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.

—Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.

—Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.

—¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.

Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.

El otro amigo—víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.

En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.

—Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además —agregó, con más gravedad—, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Ford! —Volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.

—Pero, ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.

—Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. —Si quieres, te los recito. Y Helmholtz empezó:

El comité de ayer,

bastones, pero un tambor roto,

medianoche en la City,

flautas en el vacío

labios cerrados, caras dormidas,

todas las máquinas paradas,

mudos los lugares

donde se apiñaba la gente...

Todos los silencios se regocijan,

lloran (en voz alta o baja)

hablan, pero ignoro

con la voz de quién.

La ausencia de los brazos.

los senos y los labios

y los traseros de Susan

y de Egeria forman lentamente

una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,

¿de qué esencia tan absurda

que algo que no es

puebla, sin embargo,

la noche desierta más sólidamente

que es otra con la cual copulamos

y que tan escuálida nos parece?

—Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.

—No me sorprende —dijo Bernard—. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.

—Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.

—Bueno, pues ya lo has visto.

Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.

Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.

En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.

—¿Qué te parecen? —le preguntó luego.

El Salvaje movió la cabeza.

—Escucha esto —dijo por toda respuesta.

Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó:

Que el pájaro de voz más sonora

pasado en el solitario árbol de Arabia

sea el triste heraldo y trompeta…

Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.

La propiedad se asustó

al ver que el yo no era ya el mismo;

dos nombres para una sola naturaleza,

que ni dos ni una podía llamarse.

La razón, en sí misma confundida,

veía unirse la división ...

—¡Orgía-Porfía! —gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable—. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.

Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.

El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!

—Ese viejo escritor —dijo— hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.

El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes

que lea en el fondo de mi dolor?

¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!

Aplaza esta boda por un mes, por una semana,

o, si no quieres, prepara el lecho de bodas

en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...

cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.

—Y sin embargo —dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones—, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero..., ¡padres y madres! —Movió la cabeza—. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?

El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.

—No —concluyó—, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero,

¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? —permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin—: No lo sé; no lo sé.




CAPITULO XIII

Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.

—¿Quieres ir al sensorama esta noche? Lenina denegó con la cabeza, sin decir nada.

—¿Sales con otro?

A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.

—¿Con Benito, acaso? —preguntó.

Lenina volvió a denegar con la cabeza.

Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.

—¿No estarás enferma? —preguntó, un tanto preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.

Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.

—De todos modos, deberías ir a ver al médico —dijo Henry—. Una visita al doctor libra de todo dolor —agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro—. Tal vez necesites un Sucedáneo de Embarazo —sugirió—. O un fuerte tratamiento extra de S. P. V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de...

—¡Oh, por el amor de Ford! —dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio—. ¡Cállate de una vez!

Y volviéndole la espalda ocupóse de nuevo en sus embriones.

¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla suspiró prohibidamente. John... —murmuró para sí—, John ... Después se preguntó: ¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he dado todavía? No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.

Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa—Menos, en Muanza—Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.

Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:

—Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo —repitió—. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!

—Pero es el único que quiero.

—Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.

—Pero yo no los quiero.

—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? —Lo he intentado.

—Pero, ¿con cuántos? —preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros—. ¿Con uno? ¿Con dos?

—Con docenas de ellos. Y fue inútil —dijo Lenina, moviendo la cabeza.

—Pues debes perseverar —le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada—. Sin perseverancia no se consigue nada.

—Pero entretanto…

—No pienses en él.

—No puedo evitarlo.

—Pues toma un poco de soma. —Ya lo tomo.

—Pues sigue haciéndolo.

—Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.

—Bueno, pues si es así —dijo Fanny con decisión—, ¿por qué no vas y te haces con él?

Tanto si quiere como si no.

—¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!

—Razón de más para adoptar una línea de conducta firme.

—Es muy fácil decirlo.

—No te quedes pensando tonterías. Actúa. —La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo de Beta—Menos adolescente—. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.

—Me daría vergüenza —dijo Lenina.

—Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.

El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.

—Presentía que eras tú, Helmholtz —gritó, al tiempo que abría.

En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.

—¡Ohl —exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.

Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.

—Hola, John —dijo, sonriendo.

Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó.

Sobrevino un largo silencio.

—Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John —dijo Lenina al fin.

—¿Que no me alegro?

El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.

—¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! —susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió—: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.

Lenina le sonrió con almibarada ternura.

—¡Oh, tú, tan perfecta —Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos—, tan perfecta y sin par fuiste creada —Lenina se acercaba más y más a él— con lo mejor de cada una de las criaturas! —Más cerca todavía.

Pero el Salvaje se levantó bruscamente—. Por eso —dijo, hablando sin mirarla—, quisiera hacer algo primero...

—Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad.

Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.

—Pero, ¿por qué consideras necesarios… ? —empezó Lenina.

Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada… bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.

—En Malpaís —murmuraba incoherentemente el Salvaje—, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas… Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.

—En Inglaterra no hay leones —dijo Lenina en tono casi ofensivo.

—Y aunque los hubiera —agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho—, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. —Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes.

Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo descaras.

—¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! —dijo Lenina, asombrada—. No es necesario.

—Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

—Pero si hay aspiradoras…

—No, no es esto.

—…y semienanos Epsilones que las manejan —prosiguió Lenina—, ¿por qué…?

—¿Por qué? Pues... ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…

—¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones…?

—Para demostrarte cuánto…

—…o con el hecho de que los leones se alegren de verme?

Lenina se exasperaba progresivamente.

—…para demostrarte cuánto te quiero, Lenina —estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

—¿Lo dices de veras, John?

—Pero no quería decirlo —exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía—. No quería decirlo hasta que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

—¿Se qué?

De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

—Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

—¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

—Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae...

—¿Cómo?

—También así lo dice Shakespeare. Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito…

—¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. —Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca—. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

—Te quiero más que a nada en el mundo.

—Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías —exclamó Lenina; y, su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

—Si no te quisiera tanto —dijo—, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro super—real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

—¿Por qué no me lo decías? —susurró, apartando la cara para poder verle.

Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado —tronaba poéticamente la voz de la conciencia—, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!, decidió John.

—¡Tontuelol —decía Lenina—. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no…?

—Pero, Lenina... —empezó a protestar John.

Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

—¡Lenina! —repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

—Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres… Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones... Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario…

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:

—¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!

Lenina abrió los brazos.

Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.

Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

—¡Cariño! —dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él—. Rodéame con tus brazos —le ordenó—. Abrázame hasta drogarme, amor mío. —También ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores—. Bésame. —Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento—. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…

El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia de un brazo.

—¡Uy, me haces daño, me… oh!

Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.

—Pero, ¿qué te pasa, John? —susurró Lenina.

El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.

—¿Qué te pasa? —dijo casi en un chillido.

Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.

—¡Ramera! —gritó—. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!

—¡Oh, no, no…! —protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortado por las sacudidas.

—¡Ramera!

—¡Por favooor!

—¡Maldita ramera!

—Un graamo es meejor… —empezó Lenina.

El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.

—Vete —gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente—. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.

Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.

—No, por favor, no, John...

—¡De prisa! ¡Rápido!

Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.

El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.

—¡Oh! —exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.

Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación.

—¡John! —osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño—. ¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro?

El cielo se tapa la nariz ante ella ...

Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra. El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. Impúdica ...

—John, ¿no podrías darme mis ropas?

El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

—¡Abre! —ordenó, pegando un puntapié a la puerta.

—No, no quiero.

La voz sonaba asustada y desconfiada.

—Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

—Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.

John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra, impúdica zorra... El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata…

—John.

El Salvaje no contestaba. Redondo trasero y dedo de patata.

—John...

—¿Qué pasa? —preguntó John, ceñudo.

—¿Te... te importaría darme mi cartuchera malthusiana?

Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto contiguo y preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado para otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.

Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.

—Diga....

—Sí....

—Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy....

—Sí, ¿no me oyó? Mr. Salvaje al habla....

—¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa...

—Pero, ¿es grave? ¿Está mala de verdad? Iré inmediatamente...

—¿Que ya no está en sus habitaciones? ¿Adónde la han llevado.

—¡Oh, Dios mío: ¡Deme la dirección!

—Park Lane, tres, ¿no es eso? ¿Tres? Gracias.

Lenina oyó el ruido del receptor al ser colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe.

Siguió un silencio. ¿Se habría marchado John?

Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado; después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a sentirse a salvo.




CAPITULO XIV

El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el piso séptimo.

Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.

—Procuramos —explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta—, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?

—¿Dónde está Linda? —preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.

La enfermera se mostró ofendida.

—Lleva usted mucha prisa —dijo.

—¿Cabe alguna esperanza? —preguntó John.

—¿De que no muera, quiere decir?

—John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay...

—Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se interrumpió—.

Bueno, ¿qué le pasa? —preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico—. No se encontrará mal, ¿verdad?

John denegó con la cabeza.

—Es mi madre —dijo, con voz apenas audible.

La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.

—Acompáñeme a donde está Linda —dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.

Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.

Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.

Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super—Voz—Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.

—Bueno, tengo que irme —dijo la enfermera. Está a punto de llegar el grupo de niños.

Además, debo atender al número 3. —Y señaló hacia un punto de la sala—. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.

Y se alejó rápidamente.

El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.

—Linda —murmuró, acogiéndole una mano.

Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida —y encontrándola—, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malparís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Bambari-T... ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!

Vitamina A, vitamina B, vitamina C,

la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.

Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.

El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido —porque entre todos sólo tenían uno— miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.

Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.

—¡OH, mirad, mirad! —Hablaban en voz muy alta, asustados—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?

Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por contraste, un monstruo de sensibilidad fláccida y deformada.

—¡Es horrible! —susurraban los pequeños espectadores—. ¡Mirad qué dientes!

De pronto de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre la silla de John y la pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.

—¡Vaya ... ! —empezó.

Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había despedido lejos, aullando.

Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.

—¿Qué le ha hecho usted? —preguntó, enfurecida—. No permitiré que pegue a los niños.

—Pues entonces apártelos de esta cama. —La voz del Salvaje temblaba de indignación—.

¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Es vergonzoso!

—¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos ante la muerte. Y le advierto —prosiguió amenazadoramente— que si vuelve usted a poner obstáculos a su acondicionamiento, lo haré echar por los porteros.

El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se dominó, y, sin decir palabra, se volvió en redondo y sentóse de nuevo junto a la cama.

Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura, la enfermera dijo:

—Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.

Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y los hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas había organizado al otro externo de la sala.

La Super—Voz—Wurlitzeriana había aumentado de volumen hasta llegar a un crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se estremeció, despertó, miró unos instantes, con expresión asombrada, a los semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.

—¡Popé! —murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh, cuánto me gusta, cuánto me gusta ...!

Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.

—Pero, ¡Linda! —imploró el Salvaje— ¿No me conoces?

John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se movieron.

—¡Popé! —susurró de nuevo.

Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paleta de basura.

La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de su dolor había encontrado otra salida, se había transformado en una pasión de furor agónico.

—¡Soy John! —gritó—. ¡Soy John!

Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.

Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.

—¡John!

Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del pachulí y la Super—Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo de su sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque ella quería a Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba en la cama, con ella, como si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo mismo todo el mundo civilizado.

—Todo el mundo pertenece a...

La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi inaudible— la boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y no brotó sonido alguno de sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se llevó las manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire, aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.

El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.

—¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?

Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser tranquilizado.

La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de terror y, así se lo pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color azul.

El Salvaje se volvió y corrió al otro extremo de la sala.

—¡De prisa! ¡De prisa! —gritó—. ¡De prisa!

De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la enfermera jefe se volvió. El primer impulso de asombro cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.

—¡No grite! ¡Piense en esos niños! —dijo, frunciendo el ceño—. Podría descondicionarles... Pero ¿qué hace?

John había roto el círculo para penetrar en él.

—¡Cuidado! —gritó la enfermera.

Un niño rompió a llorar.

—¡De prisa! ¡Corra! —John cogió a la enfermera por un brazo, arrastrándola consigo—. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.

Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.

El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó irreprimiblemente.

La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en torno de la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.

La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.

—¿No puede reportarse? —le dijo en voz baja airada.

Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.

—Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? —preguntó en voz alta y alegre.

—¡Yo! —gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.

La cama número 20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío ... ! , repetía el Salvaje para sí, una y otra vez.

En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras que lograba articular.

—¡Dios mío! —susurró en voz alta—. ¡Dios... —Pero ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda, entre los murmullos de la Super—Wulitzer.

El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su alrededor.

Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos saltones y perrunos.

Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.

—¿Está muerta? —preguntó.

El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.

—¿Está muerta? —repitió el mellizo curioso, trotando a su lado.

El Salvaje lo miró, y, sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.




CAPlTULO XV

El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.

Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.

—¡Eh! ¿A quién empujas?

—¿Adónde te figuras que vas?

Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos... Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la müerte de Linda.

—¡Reparto de soma ! —gritó una voz—. Con orden, por favor. Venga, de prisa.

Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo. Levantó la tapa.

—¡Oooh ... ! —exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.

El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.

—Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.

Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después...

El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! En su mente, la rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!

—¡No empujen! —grito el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra—Dejaré de repartir soma si no se portan bien.

Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y en silencio.

La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.

—¡Eso ya está mejor! —dijo el joven.

Y volvió a abrir la caja.

Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.

—Vamos —dijo el delegado del subadministrador.

Otra mujer caqui dio un paso al frente. —¡Basta! —gritó el Salvaje, con sonora y potente voz—. ¡Basta!

Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.

—¡Ford! —dijo el delegado del subadministrador, en voz baja—. ¡Es el Salvaje!

Lo sobrecogió el temor.

—Oídme, por favor —gritó el Salvaje, con entusiasmo—. Prestadme oído... —Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir—. No toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.

—Bueno, Mr. Salvaje —dijo el delegado del subadministrador, sonriendo amistosamente—.

¿Le importaría que ... ?

—Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.

—Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea buen muchacho.

—¡Jamás! —gritó el Salvaje.

—Pero, oiga, amigo...

—Tire inmediatamente ese horrible veneno.

Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.

—He venido a traeros la paz —dijo el Salvaje, volviéndose hacia los mellizos—. He venido...

El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.

—No está en sus habitaciones —resumió Bernard—. Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?

Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a la cena.

—Le concederemos cinco minutos más —dijo Helmholtz—. Y si entonces no aparece...

El timbre del teléfono lo interrumpió. Descol gó el receptor.

—Diga.

Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:

—¡Ford en su carromato! Voy en seguida. —¿Qué ocurre? —preguntó Bernard. —Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco —dijo Helmholtz—. Dice que el Salvaje está allá. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?

Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.

—¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando —agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.

Los Deltas le miraban con resentimiento.

—¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo entendéis? —repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces —prosiguió, sonriendo— yo os lo enseñaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.

Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.

Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.

—Está loco —susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas—. Lo matarán. Lo...

Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.

—¡Ford le ayude! —dijo Bernard, y apartó los ojos.

—Ford ayuda a quien se ayuda.

Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.

—¡Libres, libres! —gritaba el Salvaje.

Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.

—¡Libres!

Y vio a Helmholtz a su lado —¡el bueno de Helmholtz!—, pegando puñetazos también.

—¡Hombres al fin!

Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.

—¡Sí, hombres, hombres!

Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud. —¡Sois libres!

Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.

Vacilando, Bernard se dijo: Están perdidos, y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.

Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó ¡Socorro! varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:

—¡Socorro, socorro, socorro!

Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más encarnizados.

—¡Rápido, rápido! —chillaba Bernard—. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les... !Oh!

Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua.

Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.

Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti—Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta, a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.

—¿Qué significa eso? —proseguía la Voz—. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos —repetía la Voz—. En paz, en paz.

—Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente—. ¡Oh, cuánto deseo veros felices! —empezó de nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y...

Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.

—Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos...

Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica enmudeció.

—¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? —preguntó el sargento—. ¿O tendré que anestesiarles?

Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.

—No ofreceremos resistencia —contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.

Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.

Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse sin llamar la atención.

—¡Eh, usted! —gritó el sargento.

Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.

Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.

—Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí —dijo al sargento.

—Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?

—Bueno... —dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo—. ¿Por qué no había de serlo? —preguntó.

—Pues sígame —dijo el sargento.

Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba ante la misma.




CAPITULO XVI

Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.

—Su Fordería bajará en seguida —dijo el mayordomo Gamma.

Y los dejó solos.

Helmoltz se echó a reír.

—Esto parece más una recepción social que un juicio —dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos—. Ánimo, Bernard —agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.

Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las iras de los altos poderes.

Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados.

Encima de la mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro.

John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.

El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.

Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al Salvaje:

—De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje —dijo.

El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:

—No.

Y movió la cabeza.

Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización —que lo decía abiertamente y nada menos que al propio Interventor era algo terrible.

—Pero, John... —empezó.

Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.

—Desde luego —prosiguió el Salvaje—, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo...

—A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros veces son voces

... El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.

—¿También usted lo ha leído? —preguntó—. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este libro.

—Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia Bernard—, cosa que me temo usted no pueda hacer.

Bernard se hundió todavía más en su desdicha.

—Pero, ¿por qué está prohibido? —preguntó el Salvaje.

En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.

El Interventor se encogió de hombros. —Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.

—¿Aunque sean bellas?

—Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.

—¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que sólo salen helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! —John hizo una mueca—. ¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.

—En todo caso, animales inofensivos —murmuró el Interventor, a modo de paréntesis.

—¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?

—Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.

Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.

—Bueno, pues entonces —dijo tras una pausa—, algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y que ellos puedan comprender.

—Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir —dijo Helmholtz, rompiendo su prolongado silencio.

—Y esto es lo que ustedes nunca escribirán —dijo el Interventor—. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo.

—¿Por qué no?

—Sí, ¿por qué no? —repitió Helmholtz.

También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de miedo, sólo Bernard las recordaba; pero los demás le ignoraban.

—¿Por qué no?

—Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la libertad, Mr. Salvaje.

¡La libertad! —El Interventor soltó una carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!

El Salvaje guardó silencio un momento.

—Sin embargo —insistió obstinadamente—, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.

—Claro que sí —convino el Interventor—. Pero éste es el precio que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro.

Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.

—Pero no tienen ningún mensaje.

—El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.

—Los argumentos han sido escritos por algún idiota.

El Interventor se echó a reír.

—No es usted muy amable con su amigo Mr. Watson, uno de nuestros más distinguidos ingenieros de emociones.

—Tiene toda la razón —dijo Helmholtz, sobriamente—. Porque todo esto son idioteces.

Escribir cuando no se tiene nada que decir...

—Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar coches con un mínimo de acero, obras de arte a base de poco más que puras sensaciones.

El Salvaje movió la cabeza.

—A mí todo esto me parece horrendo.

—Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.

—Supongo que no —dijo el Salvaje, después de un silencio—. Pero ¿es preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!

—Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avióncohete del Estado en su incontenible carrera.

—Más de una vez me he preguntado —dijo el Salvaje— por qué producen seres como éstos, siendo así que pueden fabricarlos a su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?

Mustafá Mond se echó a reír.

—Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo —contestó—. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo!

—repitió.

El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.

—Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; se hallan en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros —prosiguió el Interventor, meditabundo— vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.

—¿En qué consistió? —preguntó el Salvaje.

Mustafá Mond sonrió.

—Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el mundo.

El Salvaje suspiró profundamente.

—La población óptima —dijo Mustafá Monds— es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.

—¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?

—Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.

Y señalo a Helmholtz y a Bernard.

—¿A pesar de su horrible trabajo?

—¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente —agregó—, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos — está atestada de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. —Mustafá hizo un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.

—¿Cómo? —dijo Helmholtz, asombrado—. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!

—Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete —dijo Bernard.

—Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela...

—Sí, pero ¿qué clase de ciencia? —preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo—. Ustedes no tienen una formación científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxo, cocina ilícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.

Mustafá Mond guardó silencio.

—¿Y qué pasó? —preguntó Helmholtz Watson.

El Interventor suspiró.

—Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran a una isla.

Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en violenta actividad.

—¿Que van a enviarme a mí a una isla?

Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo, gesticulando, ante el Interventor.

—Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros.

—Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje—. ¡Por favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo que quieran. Déme otra oportunidad. —Empezó a llorar—. Le digo que la culpa es de ellos —sollozó—. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor...

Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.

Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.

—Trae tres hombres —ordenó—, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio. Que le administren una buena vaporización de soma y luego lo acuesten y le dejen solo.

El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.

—Cualquiera diría que van a degollarle —dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.

Helmholtz se echó a reír.

—Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?

—Porque, a fin de cuentas, preferí esto —contestó el Interventor—. Me dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio agregó—: De vez en cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. —Suspiró, recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz—: Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso —prosiguió tras breve pausa— leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.

—Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.

—Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los demás, no la mía. Es una suerte —agregó tras una pausa— que haya tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ellas. Supongo que los llevaríamos a la cámara letal. A propósito, Mr. Watson, ¿le gustaría un clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa?

¿Acaso algo más tónico?

Helmholtz se levantó de su sillón neumático. —Me gustaría un clima pésimo —contestó—.

Creo que se debe de escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas, por ejemplo...

El Interventor asintió con la cabeza.

—Me gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta muchísimo, de verdad. Tanto como lo desapruebo oficialmente. —Sonrió—. ¿Qué le parecen las islas Falkland?

—Sí, creo que me servirán —contestó Helmholtz—. Y ahora, si no le importa, iré a ver qué tal sigue el pobre Bernard.




CAPITULO XVII

—Arte, ciencia... Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad —

dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas—. ¿Algo más, acaso?

—Pues... la religión, desde luego —contestó el Interventor—. Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada... Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.

—Bueno...

El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.

El Interventor, entretanto, hablase dirigido al otro extremo de la estancia, y abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared, entre los estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra de su interior, el Interventor dijo:

—Es un tema que siempre me ha interesado mucho. —Sacó de la caja un grueso volumen negro—. Supongo que usted no ha leído esto, por ejemplo.

El Salvaje cogió el libro.

La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento —leyó en voz alta.

—Ni esto.

Era un libro pequeño, sin tapas.

La Imitación de Cristo.

—Ni esto.

Y le ofreció otro volumen.

Las Variedades de la experiencia Religiosa, de William James.

—Y aún tengo muchos más —prosiguió Mustafá Mond, volviendo a sentarse—. Toda una colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el arca y Ford en los estantes.

Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.

—Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? —preguntó el Salvaje, indignado—. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?

—Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.

—Pero Dios no cambia. —Los hombres, sí.

—Y ello, ¿produce alguna diferencia?

—Una diferencia fundamental —dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al arca—. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman —dijo—. Un cardenal —explicó a modo de paréntesis— era una especie de Archichantre Comunal.

—Yo, Pandulfo, cardenal de Ia bella Milán.

He leído acerca de ellos en Shakespeare.

—Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman.

¡Ah, aquí está el libro! —Lo sacó del arca—. Y puesto que me viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.

—Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra —dijo el Salvaje inmediatamente.

—Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. —Abrió el libro por el punto marcado con un trozo de papel y empezó a leer—. No somos más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no podemos ser superiores de nosotros mismos. No somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es posible que éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hacen a la voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre que es un estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin ... —Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas del mismo—. Vea esto, por ejemplo —dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo—. Un hombre envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a medida que la imaginación y los sentidos se excitan menos y son menos excitables, nuestra razón halla menos obstáculos en su labor, se ve menos ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en algo permanente, en algo que nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso es por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa de todas las demás pérdidas. —Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su asiento—. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue esto —e hizo un amplio ademán con la mano—: nosotros, el mundo moderno. Sólo podéis ser independientes de Dios mientras conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo hasta el final. Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sabe de ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. El sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas. Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?

—Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? —preguntó el Salvaje.

—No, yo creo que probablemente existe un dios.

—Entonces, ¿por qué ... ?

Mustafá Mond le interrumpió.

—Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente...

—¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.

—Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.

—Esto es culpa de ustedes.

—Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...

El Salvaje le interrumpió.

—Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? —Pero la gente ahora nunca está sola —dijo Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.

El Salvaje asintió sobriamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.

—¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? —dijo el Salvaje, al fin—: Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está herido, agonizante: Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy. ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?

—¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.

—¿Está seguro de ello? —preguntó el Salvaje—. ¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento para degradarle?

—¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento de Pelota Centrífuga.

—Pero el valor no reside en la voluntad particular —dijo el Salvaje—. Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.

—Vamos, vamos —protestó Mustafá Mond—. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado lejos? —Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse degradar por los vicios agradables.

Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas valor. He podido verlo así en los indios.

—No lo dudo —dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.

—¿Y en qué queda, entonces, la autonegación?

Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.

—Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.

—¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! —dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.

—Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.

—Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios...

—Mi joven y querido amigo —dijo Mustafá Mond—, la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allá, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona.

No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.

—Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta despertar a la muerte. Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.

—Muy hermoso. Pero en los países civilizados —dijo el Interventor— se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.

El Salvaje asintió, ceñudo.

—Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos ... Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.

El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso...

—Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje— es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.

—Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo... ¿No hay algo en esto? —preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?

—Ya lo creo —contestó el Interventor—. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.

—¿Cómo? —preguntó el Salvaje, sin comprender.

—Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.

—¿S.P.V.?

Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.

—Es que a mí me gustan los inconvenientes.

—A nosotros, no —dijo el Interventor—. Preferimos hacer la100s cosas con comodidad.

—Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.

—En suma —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.

—Muy bien, de acuerdo —dijo el Salvaje, en tono de reto—. Reclamo el derecho a ser desgraciado.

—Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.

Siguió un largo silencio.

—Reclamo todos estos derechos —concluyó el Salvaje.

Mustafá Mond se encogió de hombros.

—Están a su disposición —dijo.




CAPITULO XVIII

La puerta estaba entreabierta. Entraron.

—¡John!

Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.

—¿Ocurre algo? —preguntó Helmholtz.

No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.

—¡Oye! —exclamó Helmholtz, solícito—. Tú no te encuentras bien, John.

—¿Te sentó mal algo que comiste? —preguntó Bernard.

El Salvaje asintió.

—Sí. Comí civilización.

—¿Cómo?

—Y me sentó mal; me enfermó. Y después —agregó en un tono de voz más bajo—, comí mi propia maldad.

—Pero, ¿qué te pasa exactamente ... ? Ahora mismo estabas...

—Ya estoy purificado —dijo el Salvaje—. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.

Los otros dos le miraron asombrados.

—¿Quieres sugerir que... que lo has hecho a propósito? —preguntó Bernarcl.

—Así es como se purifican los indios.

—John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos —dijo—. Estoy muy cansado.

—Claro, no me extraña —dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono—: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.

—Sí, salimos mañana —dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida—. Y, a propósito, John —prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del Salvaje—, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. —Se sonrojó—. Estoy avergonzado —siguió a pesar de la inseguridad de su voz—, realmente avergonzado... —

El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.

—Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo —siguió Bernard, después de un silencio—. De no haber sido por él, yo no hubiese podido...

—Vamos, vamos —protestó Helmholtz. —Esta mañana fui a ver al Interventor —dijo el Salvaje al fin.

—¿Para qué?

—Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.

—¿Y qué dijo? —preguntó Hehnholtz.

El Salvaje movió la cabeza.

—No quiso.

—¿Por qué no?

—Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen —agregó el Salvaje con súbito furor—, que me aspen si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Me marcharé mañana, también.

—Pero ¿a dónde? —preguntaron a coro sus dos amigos.

El Salvaje se encogió de hombros.

—A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.

Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth—Londres.

El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.

Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza?

¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.

En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.

Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de juntos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing—T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf Electromagnético o al tenis.

La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahuso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.

—No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón —había insistido—. Aunque sean muy nutritivos.

En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. Les daré una lección, pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.

John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco y las correspondientes flechas.

Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.

Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando... Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.

Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de Bakonovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y,. desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce...

—¡Ford! —murmuró el conductor.

Y los mellizos fueron de la misma opinión. —¡Reford! —dijeron.

Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.

Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.

—Buenos días, Mr. Salvaje —dijo—. Soy el enviado de El Radio Horario.

Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel. —Perdón —dijo el periodista, sinceramente compungido—. No tenía intención... —se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone que no me descubra —dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El Radio...

—¿Qué quiere? —preguntó el Salvaje, ceñudo.

—Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo... —Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería—. Sólo unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.

Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; bajóse hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.

—Al habla —dijo, por el micrófono—, al habla, al habla...

Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.

—¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. —Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas—. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente, del látigo. —El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del látigo—Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo.

Díganos también algo acerca de la Civilización. Ya sabe. Lo que yo opino de la muchacha civilizada. Sólo unas palabras...

El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.

Hánil, sons éso tse-ná!

Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.

Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. Un periodista de El Radio Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis, decía el titular de la primera página. Sensación en Surrey.

Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a la hora de almorzar.

Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.

Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:

—¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?

—¡Fuera de aquí! —contestó el Salvaje.

El otro se alejó unos pasas, y se volvió.

—El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.

Kohakwa iyathtokyai !

—El dolor es una ilusión.

—¿Ah, sí? —dijo el Salvaje.

Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.

El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.

A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.

Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y

¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada... ¡Impúdica zorra!

Pero... ioh, oh ... ! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina... ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño... si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?

El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.

—¡Zorra! ¡Zorra! —gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba—. ¡Zorra! —Y después, con voz de desesperación—: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy... ¡No, no, zorra, zorra!

Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. Espléndido —se dijo, cuando el Salvaje empezó su número—. ¡Espléndido!

Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo)—, y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.

¡Bueno, ha sido estupendo! —se dijo, cuando todo hubo acabado—. ¡De primera calidad! Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir! Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.

El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.

John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte... E hincaba su azada una y otra vez... Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin ... ? El Salvaje sintió un escalofrío... Y al fin se había convertido en... una buena carroña para besar ... Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo. Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa.

Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza convirtióse en un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole (como a un mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente —porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog's Back— su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.

El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.

El impacto en su mejilla de un paquete de chicle bien dirigido lo sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.

—¡Fuera! —gritó.

El mono había hablado; estallaron risas.

 —¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!

Y entre aquella babel de gritos, John oyó:

—¡El látigo, el látigo, el látigo!

Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.

Brotó un clamor de irónico entusiasmo.

John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de mirones osciló en el punto amenazado más inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de contar con la superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el Salvaje no se había supuesto.

—¿Por qué no me dejáis en paz?

En su ira había un leve matiz quejumbroso.

—¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? —dijo el hombre que, caso de que el Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita—. Son estupendas, ¿sabes? —agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa—. Y las sales de magnesio te mantendrán joven.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro—. ¿Qué queréis de mí?

—¡El látigo! —contestó un centenar de voces, confusamente—. Haz el número del látigo. Queremos ver el número del látigo.

Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:

—¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

—¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog's Back, permaneció unos segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.

La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de rostro atezado, y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.

Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita palidez.

La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su estribillo.

—¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad.

Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.

—¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!

Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.

—¡Ramera!

El Salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco. ¡Zorra!, había gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.

Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al suelo.

—¡Henry, Henry! —gritó.

Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.

Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.

—¡Quema, lujuria, quema!

—¡Oh, la carne!

El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.

—¡Mátala! ¡Mátala!

Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.

—¡Mátala, mátala, mátala! —seguía gritando el Salvaje.

Después, de pronto, alguien empezó a cantar: Orgía—Porfía, y al cabo de un instante todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar. Orgía—Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía...

Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por el soma, y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los brezos. El sol estaba muy alto cuando — despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó todo.

Se cubrió los ojos con una mano.

Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog's Back formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.

—¡Salvaje! —llamaron los primeros en llegar—. ¡Mr. Salvajel

No hubo respuesta.

La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la penumbra del interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo de la estancia podían ver el arranque de la escalera que conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco se balanceaban unos pies.

—¡Mr. Salvaje!

Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este...

Fin

Imagen de una llave con forma de cráneo
Imagen de una llave con forma de cráneo

A través de las puertas de la llave de plata

I

En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña, pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había desaparecido de este mundo.

Randolph Carter, que durante toda su vida había tratado de sustraerse al tedio y a las limitaciones de la realidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y fabulosos accesos a otras dimensiones, desapareció del mundo de los hombres el 7 de octubre de 1928, a la edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera había sido extraña y solitaria, y había quienes suponían, por sus extravagantes novelas, que habían debido sucederle cosas aún más extrañas que las que se conocían de él. Su asociación con Harley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos estudios sobre la primitiva lengua naakal de los sacerdotes himalayos tan atroces consecuencias tuvieron, fue muy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien -una noche enloquecedora y terrible, en un antiguo cementerio- vio descender a Warren a la cripta húmeda y salitrosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero todos sus antepasados procedían de esa región montañosa y agreste que se extiende tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí, entre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde, finalmente, había desaparecido él también.

Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930, se había referido a cierto cofrecillo de madera extrañamente aromática, cubierto de horribles adornos que había encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable, y a una llave de plata labrada con raros dibujos que contenía la arqueta. En torno a estos objetos, el propio Carter había mantenido correspondencia con otras personas. Carter, según dijo, le había contado que esta llave provenía de sus antepasados y que le ayudaría a abrir las puertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas regiones que hasta entonces había visitado sólo en sueños vagos, fugaces y evanescentes. Un día, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con su contenido, y se había marchado en su coche para no volver más.

Más tarde habían encontrado el coche al borde de una carretera vieja y cubierta de yerba que, a espaldas de la desolada ciudad de Arkham, atraviesa las colinas que habitaron un día los antepasados de Carter, de cuya gran residencia sólo queda el sótano ruinoso, abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de olmos inmensos había desaparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de la casita medio derruida donde la bruja Goody Fowler preparaba sus abominables pociones, tiempo atrás. En 1692, la región había sido colonizada por gentes que huían de la caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva una fama vagamente siniestra, aunque debida a unos hechos difíciles de determinar. Edmund Carter había logrado huir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde le querían llevar sus conciudadanos, pero todavía corrían muchos rumores acerca de sus hechizos y brujerías. ¡Y ahora, al parecer, su único descendiente había ido a reunirse con él!

En el coche habían encontrado el cofrecillo de horribles relieves y fragante madera, así como el pergamino indescifrable. La llave de plata no estaba. Se supone que Carter se la había llevado consigo. Y no se tenían referencias del caso. La policía de Boston había dicho que las vigas derrumbadas de la vieja morada de los Carter mostraban cierto desorden, y alguien había encontrado un pañuelo en la siniestra ladera rocosa cubierta de árboles que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de la terrible caverna llamada de las Serpientes.

Fue entonces cuando las leyendas que corrían por la región sobre la Caverna de las Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar en voz baja de las prácticas impías a las que el viejo Edmund Carter el brujo se había entregado en aquella horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse la extraordinaria afición que el propio Randolph Carter había mostrado de niño por ese lugar. Durante la infancia de Carter, la venerable mansión se había mantenido en pie, con su anticuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo por su tío abuelo Christopher. El la había visitado con frecuencia, y había hablado de modo especial sobre la Caverna de las Serpientes. Las gentes recordaban que más de una vez se había referido a una grieta que había en un rincón ignorado de la cueva, y hacían cábalas sobre el cambio que había experimentado a raíz de un día que pasó entero dentro de la caverna, a los nueve años de edad. Esto había sucedido en octubre, y desde entonces parecía haber adquirido una inusitada facultad de predecir acontecimientos futuros.

La noche en que desapareció Carter, había llovido, y nadie pudo encontrar la menor huella de los pasos que dio al bajar del coche. En el interior de la Caverna de las Serpientes se había formado un barro líquido y viscoso, debido a las grandes filtraciones de agua. Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellas que habían creído descubrir en el sitio donde los grandes olmos sobresalían por encima de la carretera y en la siniestra pendiente próxima a la Caverna de las Serpientes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de aquellos rumores, según los cuales esas huellas eran idénticas a las que dejaban las botas de puntera cuadrada que había usado Randolph Carter cuando era niño? Esa historia era tan insensata como aquella otra de que habían visto las huellas inconfundibles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban al encuentro de las huellas pequeñas de la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido el criado del señor Carter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treinta años que había muerto.

Debieron ser esos rumores -añadidos a las manifestaciones que el propio Carter había hecho a Parks y a otros sobre su suposición de que la labrada llave de plata le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infancia- los que indujeron a ciertos investigadores ocultistas a declarar que el desaparecido había conseguido dar la vuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través de cincuenta y cuatro años, a ese día de octubre de 1883 en que, siendo niño, había permanecido tantas horas en la Caverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salió aquella noche de la cueva, Carter había logrado de algún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía después las cosas que habrían de suceder más tarde? Y no obstante, jamás se había referido a suceso alguno posterior a 1928.

Uno de estos sabios -un viejo excéntrico de Providence, Rhode Island, que había mantenido una larga y estrecha correspondencia con Carter tenía una teoría aún más complicada: decía que no sólo había regresado a la niñez, sino que había alcanzado un grado de liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho los paisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña visión, este hombre publicó un relato sobre la desaparición de Carter, en el que insinuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad de innumerables torreones, asentada en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas criaturas provistas de aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos.

Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgicamente se opuso al reparto de los bienes de Carter entre sus herederos -todos ellos primos lejanos- alegando que éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiempo, y que muy bien podría ser que regresara un día. Contra este argumento se alzó uno de los primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, que era un abogado experto y combativo como un joven cuando se trataba de batallas forenses. Durante cuatro años la contienda había sido furiosa; pero la hora del reparto había sonado, y esta inmensa y extraña sala de Nueva Orleans iba a ser el escenario del acuerdo.

La casa pertenecía al albacea testamentario de Carter para los asuntos literarios y financieros: el distinguido erudito en misterios y antigüedades orientales, Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Carter había conocido a De Marigny durante la guerra, cuando ambos servían en la Legión Extranjera francesa, y en seguida se sintió atraído por él a causa de la similitud de gustos y pareceres. Cuando, durante un memorable permiso colectivo, el erudito y joven criollo condujo al ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Francia, y le enseñó ciertos secretos terribles que ocultaban las tenebrosas criptas inmemoriales excavadas bajo esa ciudad milenaria y henchida de misterios, la amistad entre ambos quedó sellada para siempre. El testamento de Carter nombraba como albacea a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable presidía de mala gana el reparto de la herencia. Era un triste deber para él porque, como le pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tampoco él creía que Carter hubiera muerto. Pero, ¿qué peso podían tener los sueños de dos místicos frente a la rígida ciencia mundana?

En aquella extraña habitación del viejo barrio francés, se habían sentado en torno a la mesa unos hombres que pretendían tener algún interés en el asunto. La reunión se había anunciado, como es de rigor en estos casos, en los periódicos de las ciudades donde se suponía que pudiera vivir alguno de los herederos de Carter. Sin embargo, sólo había allí cuatro personas reunidas escuchando el tic-tac singular de aquel reloj en forma de ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el rumor cristalino de la fuente del patio que se veía a través de las cortinas. A medida que pasaban las horas lentamente, los semblantes de los cuatro se iban borrando tras el humo ondulante de los trípodes que cada vez parecían necesitar menos los cuidados de aquel viejo negro de furtivos movimientos y creciente nerviosidad.

Los presentes eran el propio Etienne de Marigny, hombre enjuto de cuerpo, moreno, elegante, de grandes bigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de los herederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y con enormes patillas; Phillips, el místico de Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara afeitada y cargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida, delgado, rostro moreno y barbudo, absolutamente impasible, tocado de un turbante que denotaba su elevada casta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche, llenos de fuego, casi sin iris, y parecía mirar desde un abismo situado muy por detrás de su rostro. Se había presentado a sí mismo como el swami Chandraputra, un adepto venido de Benarés con cierta información de suma importancia. Tanto De Marigny como Phillips -que habían mantenido correspondencia con él- habían reconocido inmediatamente la autenticidad de sus pretensiones esotéricas. Su voz tenía un acento singular, un tanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del inglés resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante, su lenguaje era tan fluido, correcto y natural como el de cualquier anglosajón. Su indumentaria general era europea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraordinariamente mal, lo cual, sumado a su barba negra y espesa, su turbante oriental y sus blancos mitones, le daba un aire de exótica excentricidad.

De Marigny, manoseando el pergamino hallado en el coche de Carter, decía:

–No, no he podido descifrar una sola letra del pergamino. El señor Phillips, aquí presente, también ha desistido. El coronel Churchward afirma que no se trata de la lengua naakal, y que no tiene el menor parecido con los jeroglíficos de las mazas de guerra de la Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan muchísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más parecido a estos caracteres del pergamino (observen cómo todas las letras parecen colgar de las líneas horizontales) es la caligrafía de un libro que poseía el malogrado Harley Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente cuando Carter y yo habíamos ido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se trataba. Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada, y nos dio a entender que acaso su origen fuera extraterrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre en que bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él ni su libro volvieron a la superficie otra vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami Chandraputra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho de memoria, y una fotocopia del manuscrito de Carter. El cree que podrá aportar alguna luz sobre tales caracteres después de realizar ciertas investigaciones y consultas. En cuanto a la llave, Carter me envió una fotografía. Sus extraños arabescos no son letras, pero parece como si perteneciesen a la misma tradición cultural que el pergamino. Carter decía siempre que estaba a punto de resolver el misterio, aunque nunca llegó a darme detalles. Una vez casi se puso poético hablando de todo este asunto. Aquella antigua llave de plata, según decía, abriría las sucesivas puertas que impiden nuestro libre caminar por los imponentes corredores del espacio y del tiempo, hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasado jamás desde que Shaddad, empleando su genio terrible, construyó y ocultó en las arenas de la pétrea Arabia las prodigiosas cúpulas y los incontables alminares de Irem, la ciudad de los mil pilares. Según escribió Carter, han regresado santones hambrientos y nómadas enloquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monumental y de la mano esculpida sobre la clave del arco; pero ningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto después para decirnos que sus huellas atestiguan su paso por las arenas del interior. Carter suponía que la llave era precisamente lo que la mano ciclópea intentaba agarrar en vano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Carter el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo al recordar que su amigo llevaba consigo un libro de parecidos caracteres al descender a la cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que no tuviera nada que ver con la empresa que él pretendía llevar a cabo.

Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phillips dijo con voz áspera y chillona:

–Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carter por nuestros propios sueños. Yo he estado en lugares muy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy raras y significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece que el pergamino no debía de hacerle falta, ya que Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de los sueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.

El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y farfulló:

–¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Ya hemos tenido bastantes tonterías de ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que nos pongamos a ello.

Por primera vez habló el swami Chandraputra con su voz singularmente metálica y lejana:

–Señores, en todo este asunto hay algo más de lo que ustedes piensan. El señor Aspinwall no hace bien en burlarse de la veracidad de los sueños. El señor Phillips tiene una idea incompleta de la cuestión, quizá porque no ha soñado lo suficiente. Por mi parte, he soñado muchísimo. En la India soñamos todos mucho, y ésta parece ser también la costumbre de los Carter. Usted, señor Aspinwall, es primo suyo por parte de madre, y por lo tanto no es Carter. Mis propios sueños, y algunas otras fuentes de información, me han revelado ciertas cosas que todavía siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph Carter dejó olvidado ese pergamino que no pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente llevárselo. Como ven ustedes, he llegado a enterarme de muchas cosas que le sucedieron a Carter desde que, hace cuatro años, en el atardecer del siete de octubre, abandonó su coche y se fue con la llave de plata.

Aspinwall soltó una risotada, pero los demás quedaron en suspenso, presos de un renovado interés. El humo de los trípodes aumentaba, y el tic-tac extravagante de aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en los puntos y rayas de algún mensaje telegráfico remoto y terrible, procedente de los espacios exteriores. El hindú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió hablando en su tono ligeramente forzado, aunque con fluidez. Y a medida que hablaba, fue tomando forma ante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido a Randolph Carter.


II

«Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.

»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores rojizos, sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.

»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por él y que actuaban bajo su mandato?

»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.

»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos, y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo? El sólo sabía que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.


III

»Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedió entonces. Fue una sucesión de paradojas, de contradicciones, de anomalías que no tienen cabida en la vida vigil, pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, donde se aceptan como cosa corriente, hasta que regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido, encorsetado por los principios de una lógica tridimensional.»

Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar muchos escollos para no dar la impresión de delirios triviales y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de un hombre trasladado a su niñez a través de los años. El señor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y dejó prácticamente de escuchar.

«El ritual de la llave de plata, tal como lo había llevado a cabo Randolph Carter en aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un resultado inmediato. Desde el primer movimiento, desde la primera sílaba que había pronunciado, sintió el aura de una extraña y pavorosa mutación. Su percepción del espacio y del tiempo experimentó un trastorno profundísimo y perdió las nociones que conocemos nosotros como movimiento y duración. Imperceptiblemente, conceptos tales como el de edad o el de localización espacial dejaron de tener significado alguno. El día anterior, Randolph Carter había saltado milagrosamente un abismo de años. Ahora no había ya diferencia alguna entre niño y hombre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada de cierta cantidad de imágenes que habían perdido ya toda conexión con las escenas terrestres y las circunstancias con que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en el interior de una caverna, en cuya pared del fondo parecían destacarse vagamente los trazos de un arco monstruoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora no había ya ni caverna ni ausencia de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes. Había un fluir de sensaciones no tanto visuales como cerebrales, en medio de las cuales la entidad que era Randolph Carter captaba y archivaba todo lo que su espíritu percibía, aun sin tener clara conciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta él.

»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuenta de que no se hallaba en ninguna región descrita por los geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya fecha pudieran determinar los historiadores. Sin embargo, lo qué estaba sucediendo le era en cierto modo familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos figuraban alusiones a procesos análogos y, una vez descifrados los símbolos grabados en la llave de plata, todo un capítulo del Necronomicon, obra del árabe loco Abdul Alhazred, había adquirido significado. Acababa de abrir una puerta. No se trataba de la Ultima Puerta, desde luego, sino de la que daba acceso, desde el tiempo terrenal, a aquella extensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en la que, a su vez, se halla la Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos misterios del Vacío Final que se extiende más allá de todos los mundos, de todos los universos y de toda la materia.

»Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible, un Guía que había morado en la Tierra hace millones de años, cuando la existencia del hombre ni siquiera podía imaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban por el planeta cubierto todavía de vapores, construyendo extrañas ciudades entre cuyas ruinas retozaron más tarde los primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vaga con que el abominable Necronomicon describía a este Guía:

»Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro lado del Velo, y a aceptarle a El como guía -había escrito el árabe loco- mas habrían dado muestras de mayor prudencia no aceptando trato alguno con El; porque está en el Libro de Thoth cuán terrible es el precio de una simple mirada. Y aquellos que entraren no podrán volver jamás, porque en los espacios infinitos que transcienden nuestro mundo existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven. La Entidad que fluctúa en la noche, y la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Horda que vigila el portal secreto de cada tumba y medra con lo que se forma en los moradores de ésta… todos estos Horrores son inferiores al del que guarda el umbral, al de ESE que guiará al temerario, más allá de todos los mundos, hasta el Abismo de los devoradores innominados. Porque EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nombre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.

»En medio del caos, sus recuerdos y su imaginación presentaron ante él confusas imágenes de perfiles inciertos; pero Carter sabía que no tenían consistencia, puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente. Pero también se daba cuenta de que esas imágenes no habían aparecido en su conciencia por azar, sino más bien a causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensiones que le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse en los únicos símbolos que él podía comprender. Ningún espíritu de la Tierra es capaz de captar directamente -sino sólo por símbolos- las formas indecibles que se entrelazan en los tortuosos abismos exteriores al tiempo y a las dimensiones que conocemos.

»Delante de Carter se desplegó una vaporosa formación de siluetas y de escenas confusas que le sugirieron de algún modo las eras primordiales de la Tierra, sepultadas en un pasado de millones y millones de años. Monstruosas formas de vida se movían con lentitud a través de escenarios fantásticos como jamás han aparecido ni en los más delirantes sueños del hombre, en medio de vegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas y de edificios distintos en todo a los que el hombre construye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas; y había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban globos y cilindros, y también criaturas aladas, y regresaban a ellas después de cruzar los espacios. Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guardaban clara relación entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no poseía forma ni posición estables, sino sólo vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas por su imaginación en continuo movimiento.

»Carter habría deseado encontrar regiones encantadas de sus sueños infantiles, donde las galeras navegaban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban las doradas agujas de Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban por las junglas perfumadas de Kle, más allá de los palacios olvidados de columnas de marfil que duermen intactos y fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicado por visiones más vastas y profundas, apenas si sabía ahora lo que buscaba. En su mente despertaron pensamientos de infinito y blasfemo atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que le preguntaría cosas monstruosas y terribles.

»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pareció fijarse. Había grandes masas de enormes rocas erguidas, cubiertas de unos relieves extraños e incomprensibles que se ordenaban según las leyes de alguna geometría ignorada e invertida. La luz se filtraba de un cielo de color indeterminado, tomaba direcciones desconcertantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado de intencionalidad, jugaba por encima de algo que parecía una especie de semicírculo de pedestales hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unas formas veladas e indefinidas.

»Había, además, otra figura que no ocupaba ningún pedestal, sino que parecía cernerse o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal que parecía ser el suelo. No tenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces que sugerían remoto antepasado del hombre o acaso algún ser que hubiese seguido una evolución paralela a la humana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente el de la mitad de un hombre normal. Como las figuras de los pedestales, parecía pesadamente embozado en una especie de tejido de color neutro. Carter no descubrió en el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba la criatura embozada, ya que debía pertenecer a una clase de seres de estructuras y facultades totalmente ajenas al mundo físico que conocemos.

»Un momento después, Carter comprobó que así era, en efecto, ya que la Silueta había hablado directamente a su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni emitir un solo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a conocer era pavoroso y terrible, Randolph Carter no se dejó vencer por el miedo. Al contrario, contestó sin emplear tampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje que había aprendido del Necronomicon. Porque esta silueta era nada menos que la de Aquel ante quien ha temblado el mundo entero desde que Lomar emergió de las aguas y los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado a la Tierra para enseñarle al hombre la Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guardián del Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.

»El Guía estaba enterado, puesto que El todo lo sabe, del viaje y la llegada de Carter, y también de que éste buscador de sueños y secretos se mantenía sin miedo ante su presencia. De El no irradiaba horror ni malignidad alguna, y Carter comenzó a preguntarse si las alusiones horrendas y blasfemas del árabe loco no obedecerían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haber hecho lo que él estaba a punto de realizar. O acaso el Guía reservase su horror y su malignidad para aquellos que le temían. Como la comunicación telepática continuaba, Carter acabó finalmente por interpretar el mensaje en forma de palabras:

»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes -dijo el Guía-. Los Primigenios y Yo te hemos estado esperando. Aunque has tardado mucho, te doy la bienvenida. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora tienes que atravesar la Ultima Puerta, que ya está preparada para tu prueba. Si tienes miedo, no debes seguir. Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste Pero si decides proseguir… ’

»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación seguía siendo amistosa. Carter no dudó un segundo, porque ardía en deseos de seguir adelante.

»‘Continuaré replicó, y te acepto como Guía.’

»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un gesto, a juzgar por los movimientos del tejido en que se hallaba embozado, que podían obedecer al hecho de haber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a sus conocimientos de lo oculto, Carter entendió que estaba muy cerca de la Ultima Puerta. La luz adquirió entonces una coloración inexplicable y las siluetas de los pedestales hexagonales se hicieron más definidas. Al perfilarse más, tomaron un mayor parecido con el hombre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres. Sobre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas de inciertos colores que recordaban extrañamente a las de las abominables figuras talladas por algún escultor olvidado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta montaña inmensa y prohibida de Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos velos aparecían unos cetros largos cuyos pomos esculpidos representaban un misterio grotesco y arcaico.

»Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían, así como a Quién servían; y también sospechaba cuál era el precio de su servicio..Pero aún se consideraba dichoso, porque en una aventura tan extraordinaria, podría aprender todos los secretos del universo. La condenación -se dijo- es sólo una palabra que circula entre aquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos los que ven, aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa variedad de quienes hablaban sin ton ni son de los perversos Primigenios, como si Ellos pudieran abandonar sus sueños eternos para desatar su cólera sobre la humanidad. Esto sería tan absurdo -pensó- como imaginar un mamut ensañándose con una lombriz».

»Luego las figuras de los pedestales hexagonales le saludaron inclinando sus extraños cetros esculpidos e irradiando un mensaje telepático que él entendió:

»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, Randolph Carter, que por tu audacia te has convertido en uno de los nuestros.’

»Carter vio entonces que había un pedestal vacío que, con un gesto, El Más Antiguo le indicó que estaba reservado para él. Y vio también otro pedestal, más alto que los demás, en el centro de la fila -que no era semicírculo, ni elipse, ni parábola, ni hipérbola- que formaban todos ellos. ‘Este debe ser el trono del propio Guía’, pensó. Caminando y subiendo de manera singular e indefinible, Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio que el Guía se había sentado también.

»Gradualmente y como entre brumas, fue distinguiendo un objeto que El Más Antiguo sostenía entre los pliegues para que lo vieran, o lo captaran con un sentido equivalente, sus embozados compañeros. Era una gran esfera, o algo parecido, de un metal oscuramente iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda e intensa impresión de sonido comenzó a latir como un pulso que no se parecía a ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico, o lo que una imaginación humana podría haber interpretado como tal. Luego, el objeto parecido a una esfera comenzó a adquirir luminosidad, igual que si brillara con una luz fría y pulsátil de color indefinible, y Carter comprobó que sus destellos se acompasaban con el ritmo extraño de los cánticos. Entonces, todas las siluetas mitradas de los pedestales iniciaron un singular balanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mientras los nimbos de una luz indefinible -semejante a la de la esfera- envolvían sus cubiertas cabezas.

El hindú interrumpió su relato y miró con curiosidad el reloj de forma de ataúd, con su esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac desconcertante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.

»-A usted, señor De Marigny -dijo súbitamente a su sabio anfitrión- no es preciso hablarle del ritmo particularmente extraño que seguían las embozadas siluetas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balanceos. Además de Carter, es usted el único en América que ha sentido alguna premonición de la Dimensión Exterior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui de quien solía hablar el pobre Harvey Warren, el vidente que decía haber sido el único que había estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándose ciertas cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto qué objetos delicados conocerá usted de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudad fue construida por quienes conocían bastante bien la Primera Entrada. Pero seguiré mi relato.

»Por último -prosiguió el swami- el balanceo y los cánticos cesaron, los nimbos fosforescentes que rodeaban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles, palidecieron y las figuras se hundieron extrañamente en sus pedestales. La esfera, no obstante, continuó palpitando con inexplicable luz. Carter comprendió que los Primigenios dormían de nuevo como cuando los viera por primera vez, y se preguntó de qué sueños cósmicos les habría sacado su llegada. Lentamente, fue abriéndose camino en su espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extraños: había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguo había cantado para inducir en sus Compañeros una nueva categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrir la Ultima Puerta para pasar la cual la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió que en lo más hondo de ese sueño profundo, los Primigenios contemplaban las insondables inmensidades de las infinitas dimensiones exteriores, y que así cumplían lo que su presencia les había exigido. El Guía no compartía este sueño, sino que parecía seguir dándoles instrucciones mediante una irradiación sutil y sin palabras. Sin duda les imponía las imágenes de aquello que quería que soñaran sus Compañeros; y Carter comprendió que cuando cada Primigenio soñase el sueño ordenado, nacería el germen de una manifestación visible para sus ojos terrestres. Cuando los sueños de todas las Siluetas se fundieran en una unidad, surgiría esta manifestación, y todo lo que él desease se materializaría mediante concentración. El había visto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde la voluntad de un círculo de adeptos, combinada y proyectada, puede hacer que un pensamiento tome sustancia tangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocos se atreven a hablar.

»Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía la Ultima Puerta, ni cómo debía atravesarla; pero se sintió invadido por un sentimiento de tensa expectación. Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidad y de llevar la llave fatal en la mano. Las masas descollantes de roca que se alzaban frente a él parecían como una muralla informe, hacia el centro de la cual se sentían sus ojos irresistiblemente atraídos. Y entonces, de súbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguo había dejado de fluir.

»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terrible que puede ser el silencio mental y físico. Durante las primeras fases de su aventura percibía aún cierto ritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secreto de la extensión tridimensional de la Tierra. Pero, ahora, la quietud del abismo parecía haberlo inmovilizado todo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físico, no consiguió oír su propia respiración. El resplandor de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado inmóvil y petrificado. Un halo imponente, más resplandeciente aún que los nimbos que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba aterradoramente en torno al cráneo amortajado del espantoso Guía.

»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimiento de orientación había desaparecido por completo. Las luces extrañas parecían poseer la calidad de la más impenetrable negrura acumulada sobre las mismas tinieblas. En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera de la más pasmosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas profundidades inconmensurables, notando sobre su rostro los efluvios de un cálido perfume. Era como si flotara en un mar tórrido y rojizo, un mar de vino embriagador cuyas olas espumosas rompieran contra unas costas de bronce incandescente. Un gran temor le invadió al vislumbrar aquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía en costas lejanas. Pero el tiempo del silencio había terminado: las olas le hablaban con un lenguaje sin sonidos ni palabras articuladas:

»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá del bien y del mal -entonaba una voz que no era voz-. El Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido la identidad de lo Uno y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Unica y que la Sustancia es la Gran Impostora.’

»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones rocosas hacia las cuales se sentían sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arco semejante al que recordaba haber visto hacía muchísimo tiempo en aquella cueva oculta en el interior de otra cueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra tridimensional.

»Se dio cuenta de que había utilizado la llave de plata, de que la había movido instintivamente, sin previo aprendizaje, de acuerdo con un ritual muy semejante al que le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió que aquel mar rosado y embriagador que lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable de la sólida muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vórtice en que se habían concentrado los pensamientos de los Primigenios. Guiado aún por una instintiva y ciega determinación siguió avanzando en el vacío…, y atravesó la Ultima Puerta.


IV

»La progresión de Randolph Carter a través de aquel ciclópeo espesor de muralla era como un vertiginoso precipitarse a través de los insondables abismos interestelares. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante y celeste de dulzura mortal; después, un batir de alas enormes y como el gorjeo o murmullo de unos seres ignorados en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una entrada sólo, sino una multitud de puertas, en algunas de las cuales clamaban ciertas Formas que él procuró no recordar.

»Y, de repente, experimentó un terror más grande aún que el que le produjeron aquellas Formas, un terror del que no podía sustraerse porque radicaba en él mismo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algo de su propia consistencia, sumiéndose en dudas sobre la forma de su cuerpo y su afinidad con los objetos brumosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se había alterado su sentido de la propia unidad. Había seguido siendo Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidimensional. Ahora, una vez cruzada la Ultima Puerta, se dio cuenta, en un instante de miedo aniquilador, de que no era una persona, sino muchas personas a la vez.

»Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo. En la Tierra, a siete de octubre de mil ochocientos ochenta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba la Caverna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde, bajaba corriendo la ladera rocosa, cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y entraba en casa de tío Christopher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante, en ese mismo momento, que sin saber cómo también pertenecía a primeros de mil novecientos veintiocho, una sombra vaga que también era Randolph Carter se hallaba sentada sobre un pedestal entre los Primigenios, en la prolongación tridimensional de la Tierra. Al mismo tiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfo e ignorado abismo del cosmos que se extiende más allá de la Ultima Puerta. Y en otras zonas, en un caos de escenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversidad le arrastraban al borde de la locura, había una ilimitada confusión de seres que eran tan él mismo como la manifestación espacial que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta.

»Había docenas de Carter en cada época conocida o supuesta de la historia de la Tierra, y en aquellas edades del planeta, aún más remotas, que escapan a todo conocimiento y conjetura. Los había bajo forma humana y no humana, vertebrada e invertebrada, dotada de conciencia y desprovista de ella, animal y vegetal. Y más aún los había que no tenían nada en común con la vida terrestre, que se agitaban de manera repugnante en otros planetas, sistemas, galaxias y continuos cósmicos. Veía esporas de vida eterna que vagaban de mundo en mundo, de universo en universo, y todas eran igualmente él mismo. Alguna de estas visiones le recordaba ciertos sueños -confusos y vívidos a la vez, fugaces y duraderos- que había tenido durante muchos años desde que comenzó a soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas, fascinantes, casi horriblemente familiares, lo cual era inexplicable según la lógica terrestre.

»Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintió poseído por un supremo horror; horror que ni siquiera pudo sospechar aquella noche espantosa en que dos hombres se aventuraron, bajo la luna menguante, en cierta necrópolis horrenda y antigua, de la que sólo uno de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad. Sumergirse en la nada supone caer en un olvido apacible; pero tener conciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se es un ser definido, distinto de los demás seres, que ya no se posee la propia mismidad, es la indecible culminación del horror y de la angustia.

»Sabía que en Boston había existido un Randolph Carter, pero no estaba seguro de si él -el fragmento componente de la entidad que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta- había sido ése o algún otro. Su yo había sido aniquilado; y no obstante, él -si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de existencia individual, decir él con entera propiedad- tenía conciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas encarnaciones.

»En medio de estas espantosas reflexiones, el fragmento de Randolph Carter que había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmo del horror para ir a parar a los negros abismos de otro horror aún más profundo, que esta vez procedía del exterior. Era una fuerza personal que súbitamente apareció frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole. Además de poseer presencia concreta, parecía también formar parte de él mismo y coexistir asimismo con todo tiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna, pero la sensación de entidad y la horrible idea de una combinación de los conceptos de localización, identidad e infinidad, le causaron un terror paralizante que superaba cualquier experiencia que las personalidades de Carter fueran capaces de soportar en sus existencias.

»Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Carter olvidó la pérdida de su identidad. Ante él -y dentro de él- resplandecía una entidad que era Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre otros adoraban con nombres distintos; Aquel a quien los crustáceos de Yuggoth llaman El-del-Más-Allá, prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la nebulosa espiral representan con un signo intraducible. Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Carter comprendió cuán triviales y fraccionarias son todas estas concepciones.

»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter mediante unos efluvios prodigiosos que herían, quemaban y ensordecían mediante una concentración de energía que consumía al que la recibía, con su insospechable violencia, y que poseía un ritmo extraterrestre semejante al extraño balanceo de los Primigenios y al parpadeo de las monstruosas luces de aquella turbadora región situada detrás de la Primera Puerta. Era como si los soles y los mundos y los universos se hubieran concentrado en un punto cuya verdadera posición espacial se hubieran propuesto aniquilar con un impacto de irresistible furia. Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúan otros terrores menores: pareció como si aquellas oleadas aislasen de alguna manera al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-Ultima de toda la infinita multiplicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, por así decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto fue capaz de empezar a traducir aquellos efluvios en formas lingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensaciones de horror y opresión. El espanto se convirtió en sagrado pavor, y lo que le había parecido diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia de una rnajestad inefable.

»Randolph Carter -parecía decir-, mis manifestaciones en la extensión de tu planeta, que son los Primigenios, te han enviado a mí porque, aun cuando podías haber regresado a las regiones menores del sueño que perdiste con tu infancia, sin embargo, has alzado el vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses. Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de marfil de Kled, el país de las orquídeas, y ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres fabulosas e innumerables cúpulas se elevan poderosas hacia una única estrella roja que brilla en un firmamento extraño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después de haber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más elevadas aún. No huyes como un niño de una visión desagradable a un sueño placentero, sino que te sumerges como un hombre en el último y más recóndito de los secretos que yace detrás de todas las visiones y de todos los sueños.

»Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dispuesto a concederte lo que sólo he otorgado once veces a seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que tú llamas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto, a mostrarte el Ultimo Misterio, cuya contemplación aniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de contemplar el primero y último de los misterios, todavía eres libre de regresar, si quieres, por las dos Puertas, porque el Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».


V

«La brusca interrupción de aquellas ondas sumió a Carter en el silencio frío y espantoso de una absoluta desolación. Por todos lados sentía el agobio de la ilimitada inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba aún allí. Después, formuló mentalmente las palabras cuyo significado deseaba transmitir al vacío:

»‘Acepto. No retrocederé.’

»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió que el Ser le había oído. Y entonces emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente de sabiduría y comprensión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó para contemplar una visión del cosmos que jamás habría esperado llegar a tener. Le explicó cuán infantil y estrecha es la noción de un mundo tridimensional, y qué infinidad de direcciones existen además de las conocidas de abajo-arriba, delante-detrás y derecha-izquierda. Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dioses de la Tierra, con sus mezquinos intereses humanos y sus odios, cóleras, amores y vanidades ruines, sus apetencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de que se les tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.

»La mayor parte de estas revelaciones se traducían por sí mismas en palabras ante Carter, pero en cambio le llegaban otras a través de otros sentidos. Quizá con la vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta de que se hallaba en una región cuyas dimensiones eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento humano pueden concebir. En las sombras de lo que al principio había sido como una concentración de poder, y luego como un vacío ilimitado, percibía ahora un torbellino de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto de vista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama de formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones rebasaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que su entendimiento hubiera podido concebir hasta entonces, a pesar de haber consagrado su vida al estudio de lo misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender vagamente por qué podía existir a un tiempo un niño llamado Randolph Carter en una casa de campo de Arkham en el año mil ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa sobre un pedestal hexagonal al otro lado de la Primera Puerta, el fragmento que ahora se hallaba ante la Presencia del abismo ilimitado, y todos los demás Carter que percibía su imaginación o sus sentidos.

»Luego, las ondas más intensas trataron de aumentar su capacidad de comprensión, ajustándole a la multiforme entidad de la que el fragmento que actualmente era su yo constituía una parte infinitesimal. Le hicieron saber que cada figura espacial no es más que el resultado de la intersección, en un plano, de una figura correspondiente que posee además otra dimensión, como el cuadrado resulta de la sección de un cubo, o el círculo de la de una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres dimensiones, corresponden a su vez a la sección de otras figuras de cuatro dimensiones, que los hombres conocen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su vez, son sección de otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente, hasta remontarse a la inalcanzable infinitud arquetípica. El mundo de los hombres y de los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo: la fase tridimensional de la pequeña totalidad que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque los hombres la proclamen como única y auténtica realidad, y tachen de irreal todo pensamiento sobre la existencia de un universo original de dimensiones múltiples, la verdad consiste en todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad.

»El tiempo -siguieron informándole aquellas ondas- es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente.

»Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobrenatural solemnidad que le impedían toda duda. Aun cuando casi escapasen a su comprensión, sentía que eran ciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que desmiente toda perspectiva parcial y toda visión estrecha; por su parte, había ahondado en las más profundas cuestiones filosóficas como para liberarse de la servidumbre que impone toda concepción fragmentaria y parcelada. ¿Acaso no se había basado todo este viaje al trasmundo en una convicción de la irrealidad de lo fragmentario y parcial?

»Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que los habitantes de las regiones de menos dimensiones llaman cambio, no es más que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar un cono parecen variar según el ángulo del plano que lo secciona, engendrando el círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola, sin que el cono experimente cambio alguno; y del mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte alguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos seres versados en materias prohibidas han logrado una ínfima parte de ese dominio, conquistando de este modo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que habitan más allá de las Puertas dominan todos los ángulos. Y pueden contemplar a voluntad, ya las miríadas de facetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria y sometida al cambio, ya la inmutable totalidad no deformada por perspectiva alguna.

»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a comprender vagamente, preso de terror, el último sentido de aquella pérdida de la individualidad que al principio le había horrorizado. Su intuición fue articulando los datos de las distintas revelaciones, acercándose más y más a la comprensión del misterio. Comprendió que gran parte de esta espantosa revelación -la división de su yo en millares de duplicados terrestres- habría podido llegar a revelársele al atravesar la Primera Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con el fin de que pudiera utilizar con precisión la llave de plata para abrir la Ultima Puerta. Deseoso de una mayor claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar más detalles sobre la relación entre sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento que había traspasado la Ultima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexagonal detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ochocientos ochenta y tres, el hombre de mil novecientos veintiocho, las diversas formas primitivas de vida que constituían sus antepasados y que habían ido configurando su ego, y los abominables habitantes de remotísimas edades y universos perdidos que en su primer destello de percepción absoluta había identificado consigo mismo. Poco a poco, las ondas del Ser surgieron como respuesta, tratando de esclarecer lo que casi estaba fuera de la comprensión humana.

»Todas las estirpes de los seres pertenecientes a dimensiones limitadas prosiguieron las ondas y todas las fases evolutivas de cada uno de esos seres, son meras manifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada ser aislado -hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente- y cada fase evolutiva de un mismo ser -niño, muchacho, joven, hombre- es tan sólo una de las infinitas facetas de ese mismo ser arquetípico y eterno, originada por una variación del ángulo de la conciencia-plano que lo corta. Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Carter y todos sus antepasados, humanos y prehumanos, terrestres y preterrestres, no son sino meras facetas de un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo, proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente por el ángulo con que el plano de la conciencia había incidido en cada caso sobre el arquetipo eterno.

»Una ligera modificación del ángulo podría convertir al sabio de hoy en niño de ayer; a Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las montañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o en Pickman Carter, que empleó extraños procedimientos para rechazar a las hordas mongolas de Australia; al Carter humano en una de aquellas entidades primordiales que habitaron en la arcaica Hyperborea y adoraron al negro y pastoso Tsathoggua, después de huir de Kythamil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus; al Carter terrestre en un antepasado remotísimo y rudimentario, morador del propio Kythamil, o incluso en las criaturas aún más remotas de las transgalácticas Stronti, o en una conciencia etérea y tetradimensional de un continuo espacio-temporal aún más antiguo, o en una mente vegetal del futuro, habitante de un cometa radiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamente en infinitos ciclos cósmicos.

»Los arquetipos -vibraron las ondas-, son los pobladores del Ultimo Abismo; son informes, inefables, y en los mundos inferiores apenas los vislumbran, unos pocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mismo ser que comunica estas revelaciones, el cual, en verdad, es justamente el arquetipo del propio Carter. El insaciable deseo de Carter y de todos sus antepasados por descubrir los secretos cósmicos era el resultado natural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo. En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos los grandes pensadores, todos los grandes artistas, son facetas de El.

»Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vez de una alegría terrible, la conciencia de Randolph Carter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente de la cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, meditó en el silencio imponente, pensando en extraños tributos, en cuestiones aún más extrañas, y en ruegos aún mayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradictoriamente imágenes de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas. Se le ocurrió que, si aquellos descubrimientos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmente todas aquellas edades infinitamente lejanas y aquellas regiones del universo que hasta entonces sólo conocía en sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de cambiar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia la llave de plata? ¿No había transformado al principio a un hombre de mil novecientos veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta y tres, y después en algo absolutamente exterior al tiempo y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su aparente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llave consigo.

»Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emitió los pensamientos y dudas que le asaltaban. Sabía que, en este abismo final, se hallaba situado en un punto equidistante de cada una de las facetas de su arquetipo, humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres, galácticas o transgalácticas; y sentía una curiosidad febril por conocer las otras facetas de su ser, especialmente las más alejadas en tiempo y lugar del año terrestre de mil novecientos veintiocho, o las que más le habían obsesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta de que su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente, si quería, a cualquiera de esas fases de vida pasadas y lejanas con sólo modificar el plano de incidencia de su psique. Y así, pese a las maravillas que había presenciado, ardía en deseos de experimentar ese otro prodigio de caminar, en carne y hueso, por los escenarios increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas le habían mostrado de manera fragmentaria.

»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando a la Presencia que le trasladara a un mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco soles multicolores, ignoradas constelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habitados por seres con garras y hocico de tapir, extrañas torres metálicas, inexplicables túneles y misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado una y otra vez en sus sueños. Presentía vagamente que aquel mundo era el que sin duda estaría más en contacto con los demás universos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes que tan sólo había vislumbrado, y navegar por los espacios hacia aquellos mundos aún más remotos con los que traficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No había tiempo para el temor. Como en todas las crisis de su insólita vida, una aguda curiosidad cósmica se imponía por encima de toda otra consideración.

»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibraciones, Carter entendió que su terrible petición había sido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos abismos que tendría que atravesar, de la desconocida estrella quíntuple de cierta galaxia insospechada en torno a la cual gira ese mundo extraño, y de los horribles moradores de madrigueras contra los que perpetuamente lucha la raza de garras y hocico. Le habló también de cómo el ángulo del plano de su conciencia y la relación existente entre este ángulo y las coordenadas espacio-temporales del mundo deseado debían inclinarse simultáneamente con el fin de hacer retornar a ese mundo aquella faceta de Carter que ya había habitado allí.

»La Presencia le aconsejó que conservara los símbolos, por si alguna vez deseaba regresar de aquel mundo remoto y ajeno que había escogido, y él replicó con una afirmación impaciente, pues sentía que la llave de plata seguía en su poder, y sabía que en ella estaban grabados dichos símbolos, ya que con ella había logrado inclinar a la vez su plano personal y el universal cuando regresó a mil ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, comprendiendo su impaciencia, le hizo saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Las ondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante de tensa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.

»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y un batir de tambores que fueron en aumento hasta convertirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió Carter en el punto focal de una intensa concentración de energía que le abrasaba, que le destrozaba, que le desintegraba con aquel ritmo insoportable del espacio exterior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exactamente si tal energía era el fuego irresistible de una estrella fulgurante o el frío petrificador del abismo final. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramente ajenos a cualquier espectro luminoso de nuestro universo, trenzándose y entrelazándose mientras cobraba conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa velocidad. Y muy fugazmente, vislumbró una figura solitaria sentada sobre un trono de apariencia hexagonal.


VI

El hindú interrumpió su relato y observó que De Marigny y Phillips le miraban absortos. Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía los ojos ostensiblemente fijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd tomó un sentido nuevo y ominoso, en tanto que las vaharadas de los trípodes excesivamente recargados se entrelazaban componiendo siluetas fantásticas e inexplicables, combinándose de manera inquietante con las grotescas figuras de las tapicerías movidas por el viento. El viejo negro que los había llenado se había ido, tal vez porque la tensión creciente que reinaba le había asustado. El orador reanudó el monólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de una ligera vacilación.

–«Todo esto les habrá parecido difícil de creer -dijo-, pero aún más increíble les van a parecer las cosas materiales y tangibles que vienen a continuación. Esa es nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente increíble al trasladarlo de las regiones vagas de los sueños posibles a este mundo tridimensional. No me extenderé mucho en ello porque resultaría una historia muy distinta. Sólo les contaré lo que estrictamente deben saber.

»Carter, después de aquel torbellino de extraña y policroma cadencia, creyó hallarse por un momento en uno de sus sueños más antiguos y reiterativos. Como tantas veces en sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entre multitudes de seres con zarpas y hocico, y caminaba por las calles de un laberinto metálico inexplicablemente construido, bajo los fulgores de una luz solar de variados colores; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como el de los demás: rugoso, parcialmente cubierto de escamas y articulado de manera singular, muy semejante al de un insecto, aunque recordaba rudimentariamente la forma humana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahora la sujetaba con una zarpa repugnante.

»Un momento después desapareció la sensación de estar soñando, y se encontró más como si acabara de despertar. El abismo último, el Ser, la entidad llamada Randolph Carter y perteneciente a una absurda y remota raza aún no nacida en quién sabe qué mundo futuro, formaban parte de los sueños que insistentemente visitaban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran sueños tan persistentes que obstaculizaban el cumplimiento de sus deberes, consistentes en preparar hechizos para mantener a los dholes en sus madrigueras, y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadas de mundos que había visitado con su envoltura de luz. Y ahora parecían más reales que nunca. Esta llave de plata que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de una que había soñado, no indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar, y consultar las tablillas de Nhing para ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal por un callejón apartado de los lugares de gran afluencia, entró en su aposento y se acercó a los estantes donde se apilaban las tablillas grabadas.

»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acuclilló en su prisma, sobrecogido y desesperado, porque la verdad que. acababa de descubrir le había abierto un nuevo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer la paz de ser una unidad. Efectivamente, en todo tiempo y espacio se vería desdoblado: Zkauba, el hechicero de Yaddith, disgustado por la idea de que en el futuro sería un repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter, cosa que por otra parte ya había sido; y Randolph Carter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba de terror ante aquella criatura de zarpas y hocico que había sido él en el pasado y en la que se había convertido nuevamente.

»Durante las unidades de tiempo que transcurrieron en Yaddith -graznó el swami, cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras de cansancio- sucedieron cosas que constituyen en sí otra historia y no pueden relatarse en cuatro palabras. Hubo expediciones a Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las veintiocho galaxias accesibles a las envolturas luminosas de las criaturas de Yaddith, y viajes de ida y vuelta a través de millones y millones de años, realizados con ayuda de la llave de plata y de otros muchos símbolos que los hechiceros de Yaddith conocían. Hubo luchas tremendas con los pálidos y viscosos dholes que moran en las madrigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas sesiones de estudio en bibliotecas donde se acumulaba una ingente masa de sabiduría recogida de diez mil mundos vivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otros espíritus de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que le había sucedido a su personalidad, pero cuando en él predominaba el fragmento Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar todos los medios posibles para regresar a la Tierra, y a la humana forma, y practicaba desesperadamente el lenguaje humano con sus extraños órganos vocales tan poco aptos para ello.

»El fragmento Carter no tardó en comprobar con horror que la llave de plata no servía para regresar a la forma humana. Según dedujo demasiado tarde de cosas que recordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría de Yaddith, esta llave había sido forjada en Hyperborea, en la Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos de conciencia de los seres humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo planetario y enviar a su poseedor a través del tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación alguna. Había un hechizo adicional que confería a la llave ilimitados poderes, de los que de otro modo carecía; pero este hechizo también había sido descubierto por el hombre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamás podría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith. Se hallaba escrito en el pergamino indescifrable que acompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de horribles adornos, y Carter se lamentaba amargamente de habérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible del abismo ya le había advertido que debía conservar los símbolos, y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.

»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahondar más y más en la monstruosa ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un medio para regresar al abismo de la Entidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos, podría haber sacado mucho provecho del enigmático pergamino; pero ese otro poder, en las circunstancias presentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo, en que predominaba la faceta Zkauba, y entonces se esforzaba por borrar los turbadores recuerdos de Carter que tanto le angustiaban.

»Así transcurrieron períodos de tiempo más largos de lo que el cerebro humano puede concebir, ya que los seres de Yaddith mueren tras prolongados ciclos biológicos. Después de muchos centenares de revoluciones, el fragmento Carter se fue imponiendo sobre el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos calculando la distancia espacial y temporal que habría entre Yaddith y la Tierra habitada por los hombres. Las cifras eran inconcebibles -incalculables millones de años luz- pero la sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Carter comprender todas estas cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños hacia la Tierra, y aprendió muchas cosas acerca de nuestro planeta que jamás había sabido antes. Pero no podía soñar con la fórmula del pergamino que necesitaba.

»Finalmente concibió un plan insensato para huir de Yaddith y empezó a prepararlo tan pronto como descubrió una droga para mantener perpetuamente aletargado al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos y conocimientos de éste. Pensó que sus cálculos le permitirían realizar un viaje en una de las envolturas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo había realizado jamás: un viaje corporal, a través de innumerables millones de años de increíbles extensiones galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vez en la Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas y hocico, podría encontrar de algún modo el pergamino de extraños jeroglíficos que había dejado en su coche abandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su aspecto terrestre normal.

»No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía que cuando inclinara el ángulo planetario hacia el período requerido (cosa imposible de hacer durante su veloz trayectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muerto, dominado por los triunfantes dholes, y que su huida en la envoltura luminosa estaría expuesta a graves eventualidades. Sabía asimismo que habría de suspender su vida, a la manera de un iniciado, para soportar un viaje de millones de años a través de abismos insondables. Y sabía también que -en caso de rematar con éxito el viaje- debería inmunizarse contra las bacterias y demás condiciones terrestres hostiles a un cuerpo de Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fingir la forma humana de los habitantes de la Tierra, hasta que lograra encontrar y descifrar el pergamino, y recuperar de verdad esa forma. En caso contrario, sería descubierto probablemente por las gentes que le matarían, horrorizadas ante una criatura que les resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro -fácil de obtener en Yaddith- para desenvolverse durante su búsqueda.

»Los planes de Carter se fueron realizando lentamente. Se proveyó de una envoltura luminosa de dureza excepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosa transición temporal como un vuelo sin igual a través del espacio. Comprobó todos los cálculos y orientó una y otra vez sus sueños hacia la Tierra, tratando de aproximarse lo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó la suspensión de las funciones vitales. Descubrió los agentes bactericidas que necesitaba y logró calcular la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló con gran habilidad una máscara de cera y confeccionó un atuendo que le permitiera desenvolverse entre los hombres como un ser humano normal y corriente, e inventó un hechizo doblemente poderoso con el que podría contener a los dholes en el momento de su partida del negro y consumido planeta Yaddith de inconcebible futuro. Tuvo también la precaución de hacerse con una buena provisión de drogas -imposibles de obtener en la Tierra- para mantener aletargado al fragmento Zkauba, hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampoco dejó de hacer acopio de una pequeña reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.

»El día de la partida estaba hecho un mar de dudas y recelos. Subió a la plataforma de lanzamiento con el pretexto de trasladarse a la triple estrella Nython, y se metió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitio justo para llevar a cabo el ritual de la llave de plata y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente la envoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscureció la luz del día y sintió un dolor punzante e intolerable. El cosmos pareció tambalearse como gobernado por un dios loco, y en la negrura del firmamento danzaron constelaciones nuevas.

»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio. El frío de los abismos interestelares corroía el exterior de su envoltura, y pudo observar desde su interior que flotaba libremente en el espacio. El edificio de metal del que acababa de despegar se había hundido en ruinas años antes. Por debajo de él, el suelo estaba plagado de gigantescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó varios centenares de pies y tendió hacia él una extremidad blancuzca y viscosa. Pero sus hechizos surtieron efecto y un momento después se alejaba de Yaddith sin haber sido alcanzado.


VII

»En aquella rara habitación de Nueva Orleans, de la que había huido instintivamente el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra se hizo aún más ronca:

–»Señores -continuó-, no voy a pedirles que crean estas cosas hasta que no les haya mostrado una prueba irrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los millares de años de luz, de los millares de años de tiempo, y de los billones de kilómetros que Randolph Carter empleó en cruzar los espacios en su cuerpo abominable e inhumano, protegido por una envoltura de metal electroactivo, pueden considerarlo como pura fantasía. Carter había regulado cuidadosamente la duración de su suspensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos años antes de aterrizar en la Tierra en mil novecientos veintiocho.

»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores, que antes de provocarse aquel letargo de millones de siglos, había vívido conscientemente durante miles de años terrestres en medio de los prodigios extraños y horribles de Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesaron los sueños amenazadores, y se asomó por los portillos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, las nebulosas, se desparramaban por todo el firmamento… Y, finalmente, sus contornos adoptaron la majestad de las constelaciones de la Tierra que él conocía.

»Algún día podrá contarse su descenso al sistema solar. Vio Kynarth y Yuggoth en el borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos blancuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto secreto inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter, vio el horror que mora en uno de sus satélites, y contempló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco rojizo de Marte. Al aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue creciente que aumentaba de tamaño de manera alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresar le impulsara a no perder ni un instante. Pero no pretendo contarles esas sensaciones tal como yo las he sabido del propio Carter.

»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en las capas superiores de la atmósfera terrestre, en espera de que la luz del día iluminase el hemisferio occidental. Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde había partido: cerca de la Caverna de las Serpientes, en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes ha estado fuera de su hogar durante mucho tiempo -y sé que uno de ustedes sí lo ha estado-, que calcule lo que le tuvo que emocionar la visión de las ondulantes colinas de Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árboles nudosos y viejos cercados de piedra.

»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado extiende más abajo de la antigua propiedad de los Carter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la soledad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfume de las colinas fue como un bálsamo para su espíritu. Se las arregló para subir la envoltura por la ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes; pero no consiguió hacerla pasar por la grieta hasta la cueva interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño con las ropas humanas y la máscara de cera. La envoltura quedó en aquel lugar durante un año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron a buscarle otro escondite.

»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió para acostumbrarse a manejar su cuerpo en posturas humanas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y entró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizo también ciertas indagaciones haciéndose pasar por un extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió que estaba en mil novecientos treinta, sólo dos años después de la época a la que había pretendido llegar.

»Naturalmente, su situación era horrible. Le era imposible dar a conocer su identidad, estaba forzado a vivir en guardia en todo momento, tenía ciertas dificultades respecto a la alimentación, y necesitaba disponer de su droga extraña para mantener aletargado el fragmento Zkauba. Por todo ello se daba cuenta de que debía actuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston y tomó una habitación en el ruinoso barrio de West End, donde pudo vivir sin grandes gastos y en el más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indagaciones sobre los bienes y efectos de Randolph Carter. Fue entonces cuando se enteró de lo ansioso que estaba el señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el reparto de la herencia, y supo con cuánta valentía se empeñaban el señor De Marigny y el señor Phillips en conservarla intacta.

»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbudo, atezado e impasible no manifestó expresión alguna.

–»Por medios indirectos -prosiguió-, Carter consiguió al fin una copia del pergamino perdido, y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decir que he tenido la satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque efectivamente, recurrió muy pronto a mí, y por mediación mía entró en contacto con otros místicos repartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio de Chambers Street. En cuanto al pergamino, me complazco en poder sacar de dudas al señor De Marigny. Permítame que le diga que la lengua en que están escritos estos jeroglíficos no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra, hace innumerables eras geológicas, por los descendientes de Cthulhu. Naturalmente, se trata de la traducción de un original hyperbóreo, millones de años más antiguo, escrito en la primordial lengua Tsath-yo.

»Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Carter había calculado, pero en ningún momento se dio por vencido. A principios de este año hizo grandes progresos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda de que lo logrará antes que pase mucho tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido una dificultad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletargado al fragmento Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande como él temía. La personalidad de Carter domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba logra alcanzar cierta preponderancia, cosa que sucede durante períodos cada vez más breves y sólo cuando experimenta alguna inusitada excitación, se suele quedar demasiado confundido para contrarrestar el trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura de metal, que podría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo a punto de encontrarla, pero Carter, aprovechando que el fragmento Zkauba había vuelto a sumirse en su letargo, la escondió en otro lugar. El único daño que ha hecho Zkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y dar origen a ciertos rumores terroríficos que han circulado entre los polacos y los lituanos del barrio de West End, de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropear del todo el cuidadoso disfraz preparado por el fragmento Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera, que ha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo he visto lo que hay debajo de ese disfraz… y no resulta agradable de ver.

»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión, y comprendió que debía actuar rápidamente para salvar sus bienes. No podía esperar a terminar de descifrar el pergamino y recobrar su forma humana. Por esta razón, me ha enviado, para que yo actúe en su nombre.

»Señores, yo les aseguro formalmente que Randolph Carter no ha muerto; que se halla temporalmente en una situación excepcional, pero que dentro de dos o tres meses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, y exigir la restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a presentarles pruebas de ello si es necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan esta reunión por tiempo indefinido».


VIII

De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:

–¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor[*], y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter está vivo…,. ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?

De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:

–Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas del swami que concuerdan con el relato.

Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:

–El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?

Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su voz ronca:

–Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto familiar?

Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron escapar una exclamación.

–¡Eso es! – exclamó De Marigny-. La fotografía no miente. ¡No puede haber error!

Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:

–¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?

El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.

–Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.

Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror insuperable.

–La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura humana.

Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.

Aspinwall habló otra vez:

–Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?

–Aguarde todavía -contestó el anfitrión-. No considero necesario que intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole. Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.

Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogado soltó un grito gutural:

–¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esa cara… ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la voy a arrancar!…

–¡Alto! – la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno- le he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.

Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:

–¡No; no eres mi primo, ladrón… no me asustarás! Tus razones tendrás para no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!

Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando de la mano del abogado.

En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado, emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. El encanto se había roto… Pero cuando se acercaron al viejo, estaba muerto.

Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.

–¡No! – susurró-. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith…

La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.

De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.

Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por dinero cierta cantidad de barras de oro.

De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos… Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia…

En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de extraños jeroglíficos.

[*] Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostor y fakir, como religioso mendicante hindú (N. del T.).

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