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Cuando el robot despertó en el laboratorio, vio a un pingüino risueño y a un antílope con la cabeza grande, con barba y cuernos curvos.
—No parpadees —dijo el pingüino, que vestía una bata blanca al igual que su colega.
El robot estaba pegado a una pared metálica y una pistola láser acoplada a un brazo robótico le apuntaba a la cara. En el suelo había un proyector del que salió el holograma de un humano vestido con una túnica negra. Llevaba sobre la cabeza el disco duro antiguo de color dorado y en la mano izquierda sostenía un ordenador portátil.
—Soy san Ignucio, de la Iglesia de Emacs —dijo el holograma—. Repite conmigo: no hay otro sistema sino GNU y Linux es uno de sus núcleos.
El robot repitió la frase sin saber por qué lo hacía, era como un mandato divino que no podía desobedecer, y san Ignucio levantó la mano y exclamó:
—Te bendigo, hijo mío. ¡Eres libre!
El holograma desapareció y el robot se despegó de la pared.
—El núcleo se está volviendo negro y está absorbiendo nuestra energía —dijo el antílope al robot mientras le mostraba imágenes en una pantalla enorme—. Necesitamos EDP para revertir el colapso del núcleo. Si no lo conseguimos, moriremos.
—Pero el EDP solo existe en el pasado, y lo tienen los niños humanos —afirmó el pingüino.
—Insértale la memoria USB para que sepa cuál es su misión.
El pingüino colocó la memoria USB en la ranura que tenía el robot en la cabeza y sus ojos empezaron a brillar.
—¿Crees que puedes completar la misión? —preguntó el antílope.
—Puede que sí… o puede que no.
—No hay tiempo que perder —dijo el pingüino—. Vamos al túnel del tiempo.

Germana
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BIBLIOTECA de LA NACIÓN
EDMUNDO ABOUT
GERMANA
TRADUCCIÓN DE
T. ORTS-RAMOS
BUENOS AIRES
1918
Derechos reservados.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires

Estación Atómica
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Autor: Frank Belknap Long
Año de publicación: 2022
Título: Atomic Station
Traductor: Carlos López Mendoza
Editorial: Greg Weeks, Mary Meehan y el equipo de corrección distribuida en línea de http://www.pgdp.net
Año de publicación original: Estados Unidos: Standard Magazines, Inc.,1945
Era increíble y un poco aterrador. El cohete se encontraba a medio millón de millas de la Estación, pero todavía no había recibido respuesta a las frenéticas señales que Roger Sheldon había estado emitiendo a intervalos de diez segundos.
Sentado ante el cristal de observación de la sala de control, era un hombre corpulento, con las manos hábiles de un astronauta experimentado y una curiosa movilidad de expresión que parecía desentonar con los movimientos precisos que aquellas manos hacían en el tablero.
Su semblante era el de un hombre que ha contemplado grandes e insondables campos estelares humeantes en las profundidades del espacio y, después, ha frenado deliberadamente su exaltación y ha vuelto a ocuparse de los pequeños asuntos de la Tierra.
En tres meses y dos días Roger Sheldon había viajado completamente más allá de la atracción gravitatoria del Sol, hacia la oscuridad absoluta, la fría y sombría inmensidad del espacio interestelar. Para haber logrado más, habría sacrificado todos los años de su juventud. Difícilmente se habría atrevido a lograr algo así.
Ahora regresaba a la Estación con los pensamientos confusos. Sus nervios estaban tan tensos que temía relajarse incluso durante el breve instante que le habría tomado agitar unos granos de amital en la palma de la mano e inhalar los vapores.
Durante dos generaciones, la Estación había rodeado la Tierra, un puesto fronterizo de seguridad lleno de promesas, la materialización concreta de la determinación de la humanidad de no autodestruirse.
Mientras la investigación atómica se había quedado en la fase de fisión del uranio, las vastas instalaciones de los laboratorios de la Tierra no habían puesto en peligro a la humanidad. Ni siquiera las primeras bombas atómicas habían ejercido una presión intolerable sobre la capacidad del hombre para sobrevivir a los peligros de trabajar juntos hacia un objetivo común.
Pero la tremenda serie de explosiones que sacudió la Tierra el 16 de junio de 1969 convenció incluso a los hombres de buena voluntad de que la liberación controlada y disciplinada de las poderosas fuerzas encerradas en el átomo ya no podía tener lugar en la Tierra.
Sólo podía permitirse en una órbita lo suficientemente alejada de la Tierra como para poner en peligro únicamente la propia Estación y la vida de unos pocos hombres. Pruebas psicométricas cuidadosamente analizadas habían demostrado que no más de una docena de hombres podrían coordinar sus esfuerzos bajo la amenaza constante de la aniquilación sin desarrollar anomalías de personalidad tan peligrosas como lo habrían sido los neutrones desencadenantes en los días del experimento de Nuevo México.
A setenta millones de millas de la Tierra, la Estación se movía a través de la noche interplanetaria, un laboratorio flotante de una milla de largo. Este laboratorio estaba equipado con todos los dispositivos de seguridad conocidos por la ciencia moderna para el control de energías lo suficientemente potentes como para perturbar todo vestigio de materia en un radio de medio millón de millas de su órbita.

Edgar Allan Poe
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Edgar Allan Poe fue un poeta, cuentista y crítico literario estadounidense del siglo XIX, conocido por sus relatos de terror, sus poemas románticos y su teoría literaria. Nació en Boston, Massachusetts, el 19 de enero de 1809, siendo el tercer hijo de David Poe Jr. y Elizabeth Arnold Hopkins Poe. Su padre era actor y su madre, una actriz. Los padres de Poe murieron cuando él era niño, por lo que fue criado por el actor John Allan y su esposa en Richmond, Virginia.

Las señales
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Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.
Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:
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