Había soportado lo mejor posible los pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje, juré vengarme. Ustedes, que tan bien conocen mi temperamento, no supondrán que pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; esto era definitivo; pero la misma decisión que abrigaba, excluía toda idea de correr el menor riesgo. No solamente era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando la reparación se vuelve en contra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no se hace sentir al ofensor de qué parte proviene el castigo.
Es necesario tener presente que jamás había dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de acciones, ocasión de sospechar de mi buena voluntad. Continué sonriéndole siempre, como era mi deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía yo al pensamiento de su inmolación.
Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras cosas era hombre que inspiraba respeto y aun temor. Se jactaba de ser gran conocedor de vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero espíritu de aficionados. La mayor parte regula su entusiasmo según el momento y la oportunidad, para estafar a los millonarios ingleses y austriacos. En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era tan charlatán como sus compatriotas; pero tratándose de vinos antiguos era sincero. A este respecto yo valía tanto como él: era hábil conocedor de las vendimias italianas, y compraba grandes cantidades siempre que me era posible.
Fué casi al oscurecer de una de aquellas tardes de carnaval de suprema locura cuando encontré a mi amigo. Se acercó a mí con exuberante efusión, pues había bebido en exceso. Mi hombre estaba vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles. Me sentí tan feliz de encontrarle que creí que nunca terminaría de sacudir su mano.
Morella, 1835
El mismo, por si mismo únicamente,
eternamente uno, y solo.
PLATÓN, Symposium
Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.
La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.
Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.
Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.
Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.
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