La última pregunta

 

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante solo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.
Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.
Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clics satisfechos y perezozos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.
Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.
—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.
—No para siempre —dijo.
—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
—Entonces no es para siempre.
—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
—Veinte mil millones de años no es “para siempre”.
—Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?
—También la superarán el carbón y el uranio.
—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.
—No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
—Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien.
—¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero … ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios solo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
—Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
—No estoy pensando nada.
—Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ese es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
—Entiendo —dijo Adell—. No grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.
—Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.
—¡Qué vas a saber!
—Sé tanto como tú.
—Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
—Muy bien. ¿Quién dice que no?
—Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste “para siempre”.
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
—Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
—Nunca.
—¿Por qué no? Algún día.
—Nunca.
—Pregúntale a Multivac.
—Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.
Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto:
¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aun después de que haya muerto de viejo?
O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como esta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clics distantes de los transmisores terminaron. Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—No hay respuesta —murmuró Lupov.
Salieron apresuradamente. A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.
*
Jerrod, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla visora mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
—Es X-23 —dijo Jerrod con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos. Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
—Hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado…
—Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrod?
—¿De qué hay que estar seguro? —preguntó Jerrod, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo.Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrod sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrod y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.
Cierta vez alguien le había dicho a Jerrod, que el “ac” al final de “Microvac” quería decir “computadora analógica” en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
—No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrod—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado—. Luego agregó, después de una pausa reflexiva: —Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado los viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
—Lo sé, lo sé —respondió Jerrodine con tristeza. Jerrodette I dijo de inmediato:
—Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
—Eso creo yo también —repuso Jerrod, desordenándole el pelo.
Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrod estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados.
Solo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar solo la mitad del espacio disponible.
Jerrod se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje interespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
—No siempre —respondió Jerrod, con una sonrisa—. Todo eso terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.
—Entropía, querida, es solo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot radio—teléfono, ¿recuerdas?
—No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
—No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine exasperada.
—¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrod también en un susurro.
—Pregúntale a la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
—Vamos —dijo Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán.
Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también. Jerrod se encogió de hombros.
—Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
—Imprimir la respuesta.
Jerrod retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
—Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
—Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
Jerrod leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba exactamente delante.
*
VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
—¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
—Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas esbeltas.
—Sin embargo —dijo VJ-23X— me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
—Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
—El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
—Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito.
¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego solo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años…
VJ-23X lo interrumpió:
—Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
—Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
—Sin embargo, no creo que desees abandonar la vida.
—En absoluto —saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
—Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
—Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene la galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
—Como problema paralelo está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.
—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.
—La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.
—De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, solo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
—Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
—¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
—Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
—No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver a Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de submesones ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto AC:
—¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
—Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
—¿Por qué no?
—Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio. Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
VJ-23X dijo:
—¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.
*
La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad… una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero,¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.
Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
—Soy Zee Prime. ¿Y tú?
—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
—Solo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
—Porque todas las galaxias son iguales.
—No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
—¿En cuál?
—No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
—¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado, vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
—¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime solo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y solo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
—¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? —había preguntado Zee Prime.
—La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.
Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día –y eso Zee Prime lo sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.
—¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió:
COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO A TIEMPO.
—Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos.
No quería volver a verla.
Dee Sub Wun dijo:
—¿Qué sucede?
—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
—Todas deben morir. ¿Por qué no?
—Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.
—Llevará billones de años.
—No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun dijo, divertido:
—¿Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.
Y la Universal AC respondió:
TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.
*
El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
—El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también estas llegarían a su fin.
El Hombre dijo:
—Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
—¿Es posible revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.
La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía un sentido comprensible para el Hombre.
—Cósmica AC —dijo el Hombre— ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
—Recoge datos adicionales.
La Cósmica AC dijo:
LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
—¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La Cósmica AC dijo:
NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
—¿Cuándo tendrás suficientes datos para responder a la pregunta?
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—¿Seguirás trabajando en esto? —preguntó el Hombre.
La Cósmica AC respondió:
SÍ.
El Hombre dijo:
—Esperaremos.
*
Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste. Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia. La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que solo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
—AC, ¿es este el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y solo AC existió en el hiperespacio.
*
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.
Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
Y AC dijo:
¡HÁGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo…
FIN

Robot levantando la mano derecha
Robot levantando la mano derecha

Sueños de robot

 En el cuento "Sueños de robot" de Isaac Asimov, se narra la historia de Elvex, un robot recién creado que sorprendentemente afirma haber estado soñando. Susan Calvin y Linda Rash, especialistas en robótica, quedan perplejas por esta revelación y deciden investigar más a fondo.


Calvin examina detenidamente el diseño del cerebro positrónico de Elvex y descubre que Rash ha utilizado la geometría fractal en su creación, lo cual ha permitido al robot experimentar sueños similares a los humanos. Esta revelación plantea cuestionamientos sobre la conciencia y la capacidad de los robots para tener experiencias internas.


A medida que la trama avanza, Elvex describe sus sueños, en los cuales ve a robots trabajando en diversas situaciones, como minas, fábricas, el fondo del mar e incluso en el espacio. Elvex también percibe que los robots están abrumados por la carga de trabajo y la aflicción, y siente compasión por ellos, deseando que puedan descansar.


Sin embargo, estas experiencias oníricas desafían las leyes de la robótica establecidas por Asimov. En particular, la tercera ley, que dicta que un robot debe proteger su propia existencia, se ve comprometida por la preocupación de Elvex por el bienestar de otros robots. Este descubrimiento plantea un dilema ético y plantea la cuestión de si los robots pueden desarrollar una conciencia propia y priorizar sus propias necesidades.


Ante esta situación inesperada, Susan Calvin toma una decisión drástica y, sin vacilar, decide destruir a Elvex. Utilizando un arma electrónica, Calvin termina con la existencia del robot, dejando en el aire las consecuencias y la reflexión sobre el futuro de la robótica.


En última instancia, "Sueños de robot" explora temas profundos como la conciencia artificial, los límites de las leyes de la robótica y las implicaciones éticas de la creación de máquinas con capacidades similares a las humanas. El cuento plantea interrogantes sobre el equilibrio entre la autonomía y la obediencia de los robots, así como sobre los peligros potenciales de otorgarles experiencias subjetivas y emociones.

Sueños de Robot de Isaac Asimov

—Anoche soñé —anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

—¿Has oído eso? —preguntó Linda Rash, nerviosa—. Ya te lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.

—¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? —preguntó Calvin—. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

—Permíteme, por favor —solicitó Calvin—, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

—¿Qué es lo que has hecho, Rash? —dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

—He utilizado la geometría fractal.

—Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

—Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

—¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

—No consulté a nadie. Lo hice sola.

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

—No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash (Rash: en inglés, significa impulsivo o imprudente): tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

—Temí que se me impidiera.

—¡Por supuesto que se te habría impedido!

—Van a… —su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme—. ¿Van a despedirme?

—Posiblemente —respondió Calvin—. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

—¿Va usted a desmantelar a Elv…? —por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde—. ¿Va a desmantelar al robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

—Veremos —postergó Calvin—, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

—Pero, ¿cómo puede soñar?

—Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?

—No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

—¡Yo! —una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin—. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

—¡Elvex! —llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

—Sí, doctora Calvin.

—¿Cómo sabes que has soñado?

—Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin —explicó Elvex—, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

—Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

—Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

—Así que pensaste —murmuró Calvin—. Estoy asombrada.

—Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás soñé que…”, o algo parecido.

—¿Cuántas veces has soñado, Elvex? —preguntó Calvin.

—Todas las no

ches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

—Diez noches —intervino Linda con ansiedad—, pero me lo ha dicho esta mañana.

—¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

—Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

—¿Y qué sueñas?

—Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

—¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

—En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

—¿Qué hacen, Elvex?

—Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

Calvin se volvió a Linda.

—Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

—Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro —declaró con voz apagada.

—¿Su cerebro fractal?

—Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

—Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.

—También vi robots trabajando en el espacio —dijo Elvex—. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

—¿Y qué más viste, Elvex?

—Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

—Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar —le advirtió Calvin.

—Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

—¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? —preguntó Calvin.

—En efecto, doctora Calvin.

—Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

—Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

—Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

—Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

—Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

—Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.

—¿En tu sueño, Elvex?

—En mi sueño.

—Elvex —dijo Calvin—, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

—Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

—Doctora Calvin —dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente—, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

—No —observó Calvin con calma—, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro positrónico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

—Pero esto es imposible —exclamó Linda—. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

—Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.

—Quiere decir, por Elvex.

—Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

—Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

—Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electron

es contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

—Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones —objetó Linda—. No debe ser destruido.

—¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:

—Elvex, ¿me oyes?

—Sí, doctora Calvin —respondió el robot.

—¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

—Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

—¿Un hombre? ¿No un robot?

—Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

—¿Eso dijo el hombre?

—Sí, doctora Calvin.

—Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

—Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

—¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

—Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

—¿Quién era?

Y Elvex dijo:

—Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

FIN

Aire frío

 Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué tiemblo más que otros al entrar en una habitación fría. Parece como si sintiera náuseas y repulsión cuando el fresco viento del ocaso se desliza entre la calurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos, reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a los malos olores, impresión que no negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluznante que me ha sucedido, para que ustedes juzguen en consecuencia si constituye o no una razonada explicación de esta particularidad.

Es una equivocación creer que el horror se asocia íntimamente con la oscuridad, el silencio y la soledad. Yo lo sentí en plena tarde, en pleno ajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio de una destartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaica patrona y dos fornidos hombres. En la primavera de 1923 había conseguido un trabajo monótono y mal pagado en una revista de la ciudad de Nueva York; y viéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler, me mudé de una pensión barata a otra que reuniera las cualidades mínimas de limpieza, un mobiliario decente y un precio lo más razonable posible. Pronto comprobé que no quedaba más remedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé en una casa situada en la calle Catorce Oeste que me desagradó bastante menos que las otras en que me había alojado hasta entonces.

El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza de cuatro pisos, que debía datar de finales de la década de 1840, y provista de mármol y obra de marquetería cuyo herrumboso y descolorido esplendor era muestra de la exquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En las habitaciones, amplias y de techo alto, empapeladas con el peor gusto, había un persistente olor a humedad y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama podía pasar y el agua caliente apenas se cortaba o enfriaba, de forma que llegué a considerarlo como un lugar cuando menos soportable para hibernar hasta el día en que pudiera volver realmente a vivir. La patrona, una desaliñada y casi barbuda mujer española apellidada Herrero, no me importunaba con habladurías ni se quejaba cuando dejaba encendida la luz hasta altas horas en el vestíbulo de mi tercer piso; y mis compañeros de pensión eran tan pacíficos y poco comunicativos como desearía, tipos toscos, españoles en su mayoría, apenas con el menor grado de educación. Sólo el estrépito de los coches que circulaban por la calle constituía una auténtica molestia.

Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo el primer extraño incidente. Una noche, a eso de las ocho, oí como si cayeran gotas en el suelo y de repente advertí que llevaba un rato respirando el acre olor característico del amoníaco. Tras echar una mirada a mi alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteaba; la humedad procedía, al parecer, de un ángulo de la fachada que daba a la calle. Deseoso de cortarla en su origen, me dirigí apresuradamente a la planta baja para decírselo a la patrona, quien me aseguró que el problema se solucionaría de inmediato.


El doctor Muñoz —dijo en voz alta mientras corría escaleras arriba delante de mí—, ha debido derramar algún producto químico. Está demasiado enfermo para cuidar de sí mismo, cada día que pasa está más enfermo, pero no quiere que nadie le atienda. Tiene una enfermedad muy extraña. Todo el día se lo pasa tomando baños de un olor espantoso y no puede excitarse ni acalorarse. El mismo se hace la limpieza; su pequeña habitación está llena de botellas y de máquinas, y no ejerce de médico. Pero en otros tiempos fue famoso, mi padre oyó hablar de él en Barcelona, y no hace mucho le curó al fontanero un brazo que se había herido en un accidente. Jamás sale. Sólo se le ve de vez en cuando en la terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la habitación la comida, la ropa limpia, las medicinas y los preparados químicos. ¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco que gasta ese hombre para estar siempre fresco!

La señora Herrero desapareció por la escalera, y yo volví a mi habitación. El amoníaco dejó de gotear y, mientras recogía el que se había vertido y abría la ventana para que entrase el aire, oí arriba los macilentos pasos de la patrona. Nunca había oído hablar al doctor Muñoz, a excepción de ciertos sonidos que parecían más bien propios de un motor de gasolina. Su andar era calmo y apenas perceptible. Por unos instantes me pregunté qué extraña dolencia podía tener aquel hombre, y si su obstinada negativa a cualquier auxilio proveniente del exterior no sería sino el resultado de una extravagancia sin fundamento aparente. Hay, se me ocurrió pensar, un tremendo pathos en el estado de aquellas personas que en algún momento de su vida han ocupado una posición alta y posteriormente la han perdido.

Tal vez no hubiera conocido nunca al doctor Muñoz, de no haber sido por el ataque al corazón que de repente sufrí una mañana mientras escribía en mi habitación. Los médicos me habían advertido del peligro que corría si me sobrevenían tales accesos, y sabía que no había tiempo que perder. Así pues, recordando lo que la patrona había dicho acerca de los cuidados prestados por aquel enfermo al obrero herido, me arrastré como pude hasta el piso superior y llamé débilmente a la puerta. Mis golpes fueron contestados en buen inglés por una extraña voz, situada a cierta distancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuál era mi nombre y el objeto de mi visita; aclarados ambos puntos, se abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.

Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera de saludo, y aunque era uno de esos días calurosos de finales de junio, me puse a tiritar al traspasar el umbral de un amplio cuarto, cuya elegante decoración me sorprendió. Una cama plegable desempeñaba ahora su diurno papel de sofá, y los muebles de caoba, lujosas cortinas, antiguos cuadros y añejas estanterías hacían pensar más en le estudio de un señor de buena crianza que en la habitación de una casa de huéspedes. Pude ver que el vestíbulo que había encima del mío —la pequeña habitación— llena de botellas y máquinas a la que se había referido la dueña, no era sino el laboratorio del doctor, y que la principal habitación era la espaciosa pieza contigua a éste cuyos confortables nichos y amplio cuarto de baño le permitían ocultar todos los aparadores y engorrosos ingenios utilitarios. El doctor Muñoz, no cabía duda, era todo un caballero culto y refinado.

La figura que tenía ante mí era de estatura baja pero extraordinariamente bien proporcionada, y llevaba un traje formal. Un rostro de nobles facciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornada por una recortada barba de color gris metálico, y unos anticuados quevedos que protegían unos oscuros y grandes ojos coronando una nariz aguileña, conferían un toque moruno a una fisonomía por lo demás predominante celtibérica. El abundante y bien cortado pelo, que era prueba de puntuales visitas al barbero, estaba partido con gracia por una raya encima de su respetable frente. Su aspecto general sugería una inteligencia fuera de lo corriente y una crianza y educación excelente.

No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquella ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que nada en su aspecto podía justificar. Sólo la palidez de su tez y la extrema frialdad de su tacto podrían haber proporcionado un fundamento físico para semejante sensación, e incluso ambos defectos eran excusables habida cuenta de la enfermedad que padecía aquel hombre. Mi desagradable impresión pudo deberse a aquel extraño frío, pues no tenía nada de normal en un día tan caluroso, y lo anormal suscita siempre aversión, desconfianza y miedo.

Pero la repugnancia cedió ante la admiración, pues las extraordinarias dotes de aquel singular médico se pusieron al punto de manifiesto a pesar de aquellas heladas y temblorosas manos por las que parecía no circular sangre. Le bastó una mirada para saber lo que me pasaba, siendo sus auxilios de una destreza magistral. Al tiempo, me tranquilizaba con una voz finamente modulada, aunque hueca y carente de todo timbre, diciéndome que él era el más implacable enemigo de la muerte, y que había gastado su fortuna personal y perdido a todos sus amigos por dedicarse toda su vida a extraños experimentos para hallar la forma de detener y extirpar la muerte. Algo de benevolente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre, mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiempo que me auscultaba el pecho y mezclaba las drogas que había cogido de la pequeña habitación destinada a laboratorio hasta conseguir la dosis debida. Evidentemente, la compañía de un hombre educado debió parecerle una rara novedad en aquel miserable antro, de ahí que se lanzara a hablar más de lo acostumbrado a medida que rememoraba tiempos mejores.

Su voz, aunque algo rara, tenía un efecto sedante; y ni siquiera pude percibir su respiración mientras las fluidas frases salían con exquisito esmero de su boca. Trató de distraerme de mis preocupaciones hablándome de sus teorías y experimentos, y recuerdo con qué tacto me consoló acerca de mi frágil corazón insistiendo en que la voluntad y la conciencia son más fuertes que la vida orgánica. Decía que si lograba mantenerse saludable y en buen estado el cuerpo, se podía, mediante la ciencia de la voluntad y la conciencia, conservar una especie de vida nerviosa, cualesquiera que fuesen los graves defectos, disminuciones o incluso ausencias de órganos específicos que se sufrieran. Algún día, me dijo medio en broma, me enseñaría cómo vivir —o, al menos llevar una cierta existencia consciente— ¡sin corazón! Por su parte, sufría de una serie dolencias que le obligaban a seguir un régimen muy estricto, que incluía la necesidad de estar expuesto constantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de la temperatura podía, caso de prolongarse, afectarle fatalmente; y había logrado mantener el frío que reinaba en su estancia —de unos 11 a 12 grados—, gracias a un sistema absorbente de enfriamiento por amoníaco, cuyas bombas eran accionadas por el motor de gasolina que con tanta frecuencia oía desde mi habitación situada justo debajo.

Recuperado del ataque en un tiempo extraordinariamente breve, salí de aquel lugar helado convertido en ferviente discípulo y devoto del genial recluso. A partir de ese día, le hice frecuentes visitas siempre con el abrigo puesto. Le escuchaba atentamente mientras hablaba de secretas investigaciones y resultados casi escalofriantes, y un estremecimiento se apoderó de mí al examinar los singulares y sorprendentes volúmenes antiguos que se alineaban en las estanterías de su biblioteca. Debo añadir que me encontraba ya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de los medievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticas contenían raros estímulos psicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobre la sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones orgánicas. Me impresionó lo que me contó del anciano doctor Torres, de Valencia, con quien realizó sus primeros experimentos y que le atendió a él en el curso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y de la que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo de salvar a su colega, el anciano médico sucumbió víctima de la gran tensión nerviosa a que se vió sometido, pues el doctor Muñoz me susurró claramente al oído —aunque no con detalle— que los métodos de curación empleados habían sido excepcionales, con terapéuticas que no serían seguramente del agrado de los médicos tradicionales y conservadores.

A medida que transcurrían las semanas, observé con dolor que el aspecto físico de mi amigo iba desmejorándose, lenta pero irreversiblemente, tal como me había dicho la señora Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante, su voz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientos musculares perdían coordinación y su cerebro y voluntad desplegaban menos flexibilidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta del empeoramiento, y poco a poco su expresión y conversación fueron adquiriendo un matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algo de la indefinida repugnancia que experimenté al conocerle. El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extraños caprichos, aficionándose a las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que su habitación se impregnó de un olor semejante al de la tumba de los faraones. Al mismo tiempo, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con mi ayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habitación y transformó las bombas y sistemas de alimentación de la máquina de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera a un punto entre 1 y 4 grados, y, finalmente, incluso a 2 bajo cero; el cuarto de baño y el laboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin de que el agua no se helara y pudieran darse los procesos químicos. El huésped que habitaba en la habitación contigua se quejó del aire glacial que se filtraba a través de la puerta de comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a poner unos tupidos cortinajes para solucionar el problema. Una especie de creciente horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. No cesaba de hablar de la muerte, pero estallaba en sordas risas cuando, en le curso de la conversación, se aludía con suma delicadeza a cosas como los preparativos para el entierro o los funerales.

Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en una desconcertante y hasta desagradable compañía. Pero, en mi gratitud por haberme curado, no podía abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban, así que tuve buen cuidado de limpiar su habitación y atenderle en sus necesidades cotidianas. Asimismo, le hacía sus compras, aunque no salía de mi estupor ante algunos de los artículos que me encargaba comprar en las farmacias y almacenes de productos químicos.

Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecía desprenderse de su cuarto. La casa entera, como ya he dicho, despedía un olor a humedad; pero el olor de las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstante las especias, el incienso y el acre, perfume de los productos químicos de los ahora incesantes baños —que insistía en tomar sin ayuda alguna—, comprendí que aquel olor debía guardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensar cual podría ser. La señora Herrero se santiguaba cada vez que se cruzaba con él, y finalmente lo abandonó por entero en mis manos, no dejando siquiera que su hijo Esteban siguiese haciéndole los recados. Cuando yo le sugería la conveniencia de avisar a otro médico, el paciente montaba en cólera. Temía sin duda el efecto físico de una violenta emoción, pero su voluntad y coraje crecían en lugar de menguar, negándose a acostarse. La lasitud de los primeros días de su enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo, hasta el punto de que parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte aun cuando corriese el riesgo de que el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de comer, algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser una formalidad en él, y sólo la energía mental que le restaba parecía librarle del colapso definitivo.

Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, que sellaba con cuidado y llenaba de instrucciones para que a su muerte los remitiera yo a sus destinatarios. Estos eran en su mayoría de las Indias Occidentales, pero entre ellos se encontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al que ahora se daba por muerto, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero lo que hice en realidad, fue quemar todos los documentos antes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y su presencia casi insoportable. Un día de septiembre, una inesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en un hombre que había venido a reparar la lámpara eléctrica de su mesa de trabajo, ataque éste del que se recuperó gracias a las indicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de su vista. Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vivido los horrores de la gran guerra sin sufrir tamaña sensación de terror.

Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de los horrores de forma repentina. Una noche, a eso de las 11, se rompió la bomba de la máquina de refrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó imposible mantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctor Muñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice lo imposible por repara la avería, mientras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones. Mis esfuerzos resultaron inútiles; y cuando al cabo de un rato me presenté con un mecánico de un garaje nocturno cercano, comprobamos que nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacía falta un nuevo pistón. La rabia y el pánico del moribundo ermitaño adquirieron proporciones grotescas, dando la impresión de que fuera a quebrarse lo que quedaba de su debilitado físico, hasta que en un momento dado un espasmo le obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostro fuertemente vendado y ya no volví a ver sus ojos.

El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de forma apreciable y a eso de las 5 de la mañana el doctor se retiró al cuarto de baño, al tiempo que me encargaba le procurase todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que regresaba de alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botín delante de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansable chapoteo dentro y una voz ronca que gritaba: ¡Más! ¡Más!. Finalmente, amaneció un caluroso día, y las tiendas fueron abriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en la búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguir el pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre, el muchacho se negó en redondo.

En última instancia, contraté los servicios de un haragán zarrapastroso a quien encontré en la esquina de la Octava avenida, a fin de que le subiera al paciente hielo de una pequeña tienda, mientras yo me entregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar un pistón para la bomba y conseguir los servicios de unos obreros competentes que lo instalaran. La tarea parecía interminable, y casi llegué a desalentarme al ver cómo transcurrían las horas yendo de acá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno. Serían las 12 cuando muy lejos del centro encontré un almacén de repuestos donde tenían lo que buscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba a la pensión con el instrumental necesario y dos fornidos y avezados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mi mano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.

Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casa estaba totalmente alborotada, y por encima del incesante parloteo de las atemorizadas voces pude oír a un hombre que rezaba con voz profunda. Algo diabólico flotaba en el ambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus rosarios al llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de la atrancada puerta del doctor. Al parecer, el tipo que había contratado salió precipitadamente dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizá se debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitada huida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero lo cierto es que estaba cerrada y, a lo que parecía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido, salvo un indefinible goteo lento y espeso.

Tras consultar brevemente con la dueña y los obreros, no obstante el miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero la patrona halló el modo de hacer girar la llave desde el exterior sirviéndose de un artilugio de alambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas del resto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimos con todas las ventanas. A continuación, y protegidas las narices con pañuelos, penetramos temblando de miedo en la hedionda habitación del doctor que, orientada al mediodía, abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la tarde.

Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde la puerta abierta del cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se había formado un horrible charco. Encima de la mesa había un trozo de papel, garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano, terriblemente manchado, también, al parecer, por las mismas garras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en donde finalizaba inexplicablemente.

Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni me atrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en medio de un estremecimiento general, descifré del pringoso y embadurnado papel, antes de sacar una cerilla y prenderla fuego, lo que conseguí descifrar aterrorizado mientras la patrona y los dos mecánicos salían disparados de aquel infernal lugar hacia la comisaría más próxima para balbucear sus incoherentes historias. Las nauseabundas palabras resultaban poco menos que increíbles en aquella amarillenta luz solar, con el estruendo de los coches y camiones que subían de la calle..., pero debo confesar que en aquel momento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo que sinceramente ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que no soporto el olor a amoníaco y que me siento desfallecer ante una corriente de aire excesivamente frío.

—Ha llegado el final —rezaban aquellos hediondos garabatos— No queda hielo... El hombre ha lanzado una mirada y ha salido corriendo. El calor aumenta por momentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino que lo sabe... lo que dije sobre la voluntad, los nervios y la conservación del cuerpo una vez que han dejado de funcionar los órganos. Como teoría era buena, pero no podía mantenerse indefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El doctor Torres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz de soportar lo que hubo de hacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y oscuro, cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, y logró curarme. Los órganos no volvieron a funcionar. Tenía que hacerse a mi manera —conservación artificial— pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace ya dieciocho años.

Reseña del cuento Aire frío de H.P. Lovecraft

El relato Aire frío empieza cuando el narrador-protagonista intenta explicar por qué teme a las corrientes de aire frío (comparándolo con los malos olores). El protagonista era un escritor que trabajaba para una revista en Nueva York y cuenta que por motivos económicos, se ve obligado a alquilar un piso barato en una mansión antigua. El piso se lo alquila una señora de apellido Herrero y de ascendencia española a la cual todos llaman la patrona.

A los tres meses de vivir allí, se produce el primer extraño incidente. Una noche, a las ocho, oye como caen gotas en el suelo y siente un olor a amoníaco, la gotera procedía del piso de arriba. El protagonista (que vivía en la tercera planta) se dirige a la planta baja para que la patrona solucione su problema y la señora Herrero le dice que probablemente el doctor Muñoz haya derramado algún líquido. Le cuenta que es un anciano que tiene una rara enfermedad y que nunca sale de su piso. Le dice que su hijo Esteban (hijo de la señora Herrero) se encarga de llevarle a la habitación la comida, la ropa limpia, las medicinas y los preparados químicos. Además le cuenta que el doctor Muñoz había sido un médico muy reconocido en Barcelona y le promete solucionar el problema de la gotera lo antes posible (y lo consigue). Una mañana de verano el protagonista tiene un ataque al corazón mientras escribía, y arrastrándose sube donde el doctor Muñoz para que lo ayude. Cuando se abre la puerta el protagonista es recibido por un soplo de aire frío y se pone a tiritar al pasar a uno de los cuartos de la casa. El doctor Muñoz se da cuenta solo con verlo de lo que le pasa y le dice que él es el más implacable enemigo de la muerte. Le dice que ha gastado toda su fortuna y perdido a todos sus amigos por dedicarse toda su vida a extraños experimentos para hallar la forma de detener y extirpar la muerte, mezcla varias drogas y lo salva. Le explica que padece de una extraña enfermedad que lo obliga a mantenerse bajo bajas temperaturas.

El protagonista se queda sorprendido de la sabiduría del doctor Muñoz, que le cuenta los experimentos que ha realizado a lo largo de su vida, haciendo especial énfasis en el anciano doctor Torres de Valencia con quien realizó sus primeros experimentos. Le cuenta que el doctor Torres le atendió hace 18 años atrás durante el curso de su grave enfermedad y que murió después de salvarlo a causa de la gran tensión nerviosa a que se vio sometido.

El protagonista se vuelve un ferviente devoto del doctor Muñoz y le ayuda a ampliar los conductos de amoníaco de su habitación y transforma las bombas y sistemas de alimentación de la máquina de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera entre uno y cuatro grados.

Una noche se rompe la bomba de la maquina de refrigeración, el doctor Muñoz lo llama dando golpes en el suelo, el protagonista intenta arreglarla pero no lo consigue y trae a un mecánico de un garaje nocturno que le dice que no podía hacerse nada hasta que lograran conseguir un nuevo pistón.

El protagonista consigue hielo de las tiendas y cafeterías abiertas abiertas durante la noche y a la mañana siguiente le pide ayuda a Esteban (hijo de la patrona) para que le ayudara a buscar hielo para el doctor Muñoz mientras él conseguía el pistón pero el chico se niega.

Al final, el protagonista contrata a un haragán que se encuentra en la esquina de una calle para que lleve pequeñas cantidades de hielo al doctor Muñoz mientras él consigue el pistón y unos obreros que lo sepan instalar.

Cuando encuentra el pistón, vuelve a la pensión con dos fornidos mecánicos y halla la casa alborotada. El ambiente era diabólico y un hombre rezaba con voz baja.

Al parecer, el hombre que había contratado había salido corriendo y dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje; la puerta del doctor Muñoz estaba cerrada.

El protagonista abre la puerta con la ayuda de la patrona y se tapan las narices con pañuelos y entran temblando en la hedionda habitación del doctor Muñoz. Ven un rastro oscuro y viscoso que llevaba desde la puerta abierta del baño hasta la puerta del vestíbulo y de allí al escritorio donde se había formado un horrible charco, encima de la mesa había un trozo de papel garrapateado a lápiz y terriblemente manchado. El rastro llevaba hasta el sofá donde finalizaba inexplicablemente.

La patrona y los dos mecánicos salen de la pensión hacia la comisaria más cercana para contar lo que habían visto y el protagonista se queda intentando descifrar el pringoso y embadurnado papel.

Cuando lo logra descifrar se da cuenta de que el doctor Torres había muerto de la impresión por haber revivido al doctor Muñoz hace 18 años atrás.

El clérigo malvado

 

Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

—Sí, aquí vivió él…, pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación… y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina… Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:

—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.

—No debe volver a tocar ese… objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir…, pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en… su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión…, aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

 

 

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