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Edgar Allan Poe fue un poeta, cuentista y crítico literario estadounidense del siglo XIX, conocido por sus relatos de terror, sus poemas románticos y su teoría literaria. Nació en Boston, Massachusetts, el 19 de enero de 1809, siendo el tercer hijo de David Poe Jr. y Elizabeth Arnold Hopkins Poe. Su padre era actor y su madre, una actriz. Los padres de Poe murieron cuando él era niño, por lo que fue criado por el actor John Allan y su esposa en Richmond, Virginia.
Poe asistió a la Universidad de Virginia por un corto tiempo, pero fue expulsado por deudas de juego. Después de alejarse de su hogar adoptivo, Poe se dedicó a escribir y publicó su primer libro, "Tamerlane and Other Poems", en 1827. Aunque el libro fue poco exitoso, le valió el reconocimiento de otros escritores y editores.
En 1835, Poe se trasladó a Baltimore y comenzó a trabajar como editor y crítico literario. Es en este período cuando escribió algunos de sus relatos más famosos, como "El Barril de Amontillado" y "El Cuervo". En 1839, publicó "El Manuscrito Hallado en una Botella", un relato corto que fue muy popular y le valió una gran cantidad de dinero.
En 1845, Poe publicó "El Corazón Delator", uno de sus relatos más famosos y a menudo considerado como el primer relato de detective de la historia. También es conocido por sus poemas románticos, como "El Lago de los Susurros" y "Annabel Lee".
Poe se casó con su prima Virginia en 1836, pero ella murió de tuberculosis en 1847. Esta pérdida afectó profundamente a Poe y su trabajo sufrió como resultado. Aunque se le considera uno de los autores más importantes de la literatura estadounidense, su vida personal fue marcada por la pobreza y el sufrimiento personal. Murió en Baltimore el 7 de octubre de 1849 bajo circunstancias misteriosas. A pesar de su muerte prematura a los 40 años, su legado literario vive hasta el día de hoy.
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Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.
Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:
—¿Qué tal, Manolo? —la conversación solía comenzar así.
—Trabajando, ya lo ve.
—Es la vida del pobre. Y… ¿más sereno ya?
—Sí… pero hablemos de otra cosa.
Pero ellos nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —la pequeña esquina desteñida de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos fue transportada súbitamente tres meses atrás a los titulares de los periódicos amarillos.
Primero eran los consejos:
—Le convendría cambiar de barrio…
—Es difícil vender el bar.
Y luego volvían al tema obsesionante:
—Nunca se sabe… Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la policía que no lo protege a uno! El agente ya no está más, ¿verdad?
—Ve usted que no. Hasta luego… Lo pasado pisado.
Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al portador de una segura enfermedad mortal.
Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo.
—¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!
—Me defendí, nada más. Pero no quiero hablar. Lo pasado pisado.
—Para usted, sí. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.
—No quise matarlo; me defendí nada más.
—Para un valiente como usted, lo mismo es uno que diez. Que vayan saliendo, no más, ¿eh? ¡Qué higados: enfrentar a Lungo Riquelme!
—Usted perdonará, pero debo atender a los clientes. No me gusta recordar.
Era, sin embargo, un recuerdo para llenar una vida y, sobre todo, la del oscuro Manolo Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador de La Nueva Armonía. Abrir el bar, atender a los corredores, a los parroquianos, desde la mañana hasta la madrugada; turnándose con la patrona, salvo los lunes día en que comenzaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabizas, pingüe unto sin sal, papas y porotos, un caldo gallego blanquecino, generoso y tan espeso que las cucharas quedaban clavadas de punta en su masa, y del cual bebían (o comían) dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con vino tinto áspero y común. Era una fiesta, su única pausa en el trabajo, su escape hacia el mundo, ahíto, satisfecho, sin necesidad ni temor que le aguardaba cuando pudiera redondear una fortuna. Luego, después de una siesta bovina y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero para depositar en el Banco.
Aquel día, concluidas las sumas y las restas, liado y encerrado el dinero bajo llave en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres parecidos a cuchillos.
—¿Desean los señores?
—Pasá el fajo y no grités, gallego.
Y ya no vio sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.
Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró un par de segundos mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel.
—Apurate, gallego, o te liquido —dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano en un golpe cruel, duro e injusto.
Llorando —recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas juntas— abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo veintitrés mil pesos y también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt .38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado.
Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pánico, por todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y precisos hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándolo de anís, cegándolo de coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo mientras él caía derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barridas, que no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin sentido.
Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de voces, de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió:
—La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero tengan cuidado.
Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre la apretada hilera de los curiosos, de los vecinos, de todo el barrio aborregado ante la puerta de La Nueva Armonía al concierto de los tiros, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.
Sólo después, y lentamente, mientras salía del asombro como de una red de hilos infinitos que sólo se iban soltando de a uno y despacito, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.
Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un modesto golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos, nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Nada, como se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más… si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.
Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya hedía a la muerte que le asignaban.
—Lástima que era Riquelme —decían.
Él sonreía, crispado:
Sí…, sí. Fatalidad. Pero no quiero hablar de ello.
Así, y todavía exánime en el hospital, lo había repetido a los reporteros entre relumbres de flash.
—¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?
—De saberlo, ¿hubiera resistido lo mismo?
—No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme.
No lo sabía pero lo aprendió: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban con increíble buena fortuna con la policía de cuatro provincias y la uruguaya. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido saqueados uno tras otro, bajo sus pistolas sin ley. Porque los Riquelme disparaban enseguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán, y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando a ésta le matan uno de sus hombres.
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Las mil injurias de Fortunato las había soportado como mejor pude, pero cuando se aventuró a insultarme, juré vengarme. Tú, que conoces tan bien la naturaleza de mi alma, no supondrás, sin embargo, que pronuncié una amenaza. Al final me vengaría; éste era un punto definitivamente resuelto; pero la misma definitividad con que estaba resuelto, excluía la idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar impunemente. Una injusticia no se repara cuando la venganza alcanza a quien la repara. Queda igualmente sin reparar cuando el vengador no se hace sentir como tal ante quien ha cometido el agravio.
Debe entenderse que ni de palabra ni de obra di a Fortunato motivo para dudar de mi buena voluntad. Continué, como era mi costumbre, sonriéndole en la cara, y él no se dio cuenta de que mi sonrisa se debía ahora a la idea de su inmolación.
Este Fortunato tenía un punto débil, aunque por lo demás era un hombre respetable e incluso temible. Se enorgullecía de su conocimiento del vino. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu virtuoso. La mayor parte de su entusiasmo lo adoptan para adaptarse al momento y a la oportunidad: para practicar la impostura con los millonarios británicos y austriacos. En pintura y gemología, Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatán, pero en materia de vinos añejos era sincero. En este aspecto no difería materialmente de él: Yo mismo era experto en las añadas italianas, y compraba en gran cantidad siempre que podía.
Fue al anochecer, una noche durante la locura suprema del carnaval, cuando me encontré con mi amigo. Me abordó con excesivo calor, pues había bebido mucho. El hombre vestía abigarrado. Llevaba un vestido ajustado de rayas parciales, y su cabeza estaba coronada por el gorro cónico y los cascabeles. Me alegré tanto de verle, que pensé que nunca habría terminado de apretarle la mano.
Le dije: "Mi querido Fortunato, has tenido suerte de encontrarte. ¡Qué buen aspecto tienes hoy! Pero he recibido una pipa de lo que pasa por Amontillado, y tengo mis dudas".
"¿Cómo?", dijo él. "¿Amontillado? ¿Una pipa? ¡Imposible! Y en pleno carnaval!"
"Tengo mis dudas", respondí; "y fui tan tonto como para pagar el precio completo del Amontillado sin consultarte al respecto. No te encontraba y temía perder el trato".
"¡Amontillado!"
"Tengo mis dudas".
"¡Amontillado!"
"Y debo satisfacerlas".
"¡Amontillado!"
"Como estás comprometido, me dirijo a Luchesi. Si alguien tiene un sentido crítico, es él. Él me dirá..."
"Luchesi no puede distinguir el Amontillado del Jerez".
"Y, sin embargo, algunos tontos dirán que su gusto está a la altura del tuyo".
"Venga, vámonos".
"¿Adónde?"
"A tus bóvedas".
"Amigo mío, no; no voy a abusar de tu buen carácter. Sé que tienes un compromiso. Luchesi..."
"No tengo ningún compromiso; ven".
"Amigo mío, no. No es el compromiso, sino el frío intenso que veo que os aqueja. Las bóvedas están insufriblemente húmedas. Están llenas de salitre".
"Vayamos, no obstante. El frío no es nada. ¡Amontillado! Te han engañado. Y en cuanto a Luchesi, no sabe distinguir el Jerez del Amontillado".
Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo. Poniéndome una máscara de seda negra y ciñéndome un roquelaire, le permití que me llevara a toda prisa a mi palacio.
No había sirvientes en casa; se habían ausentado para divertirse en honor de la época. Les había dicho que no volvería hasta por la mañana y les había dado órdenes explícitas de que no se movieran de la casa. Bien sabía yo que estas órdenes bastaban para asegurar su desaparición inmediata, todos y cada uno de ellos, en cuanto me dieran la espalda.
Tomé de sus candelabros dos flambeaux, y dándole uno a Fortunato, le hice una reverencia a través de varias suites de habitaciones hasta el arco que conducía a las bóvedas. Bajé por una escalera larga y tortuosa, pidiéndole que fuera prudente al seguirme. Llegamos al pie del descenso y nos detuvimos juntos sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresor.
El paso de mi amigo era inseguro, y los cascabeles de su gorra tintineaban al andar.
"La pipa", dijo.
"Está más allá", dije yo; "pero observa la telaraña blanca que brilla en las paredes de esta caverna".
Se giró hacia mí, y me miró a los ojos con dos orbes vaporosos que destilaban el rheum de la embriaguez.
"¿Nitre?", preguntó al fin.
"Nitre", respondí. "¿Desde cuándo tienes esa tos?".
"¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!, ¡Uf!".
A mi pobre amigo le fue imposible responder durante muchos minutos.
"No es nada", dijo al fin.
"Vamos -dije, con decisión-, volveremos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz, como una vez lo fui yo. Eres un hombre al que hay que echar de menos. Para mí no tiene importancia. Volveremos; estarás enfermo, y yo no puedo ser responsable. Además, está Luchesi...".
"Basta", dijo él; "la tos no es nada; no me matará. No moriré de tos".
"Cierto, cierto", le contesté, "y, en efecto, no tenía intención de alarmarte innecesariamente, pero debes tener toda la precaución debida. Un trago de este Medoc nos defenderá de la humedad".
En ese momento golpeé el cuello de una botella que saqué de una larga hilera de sus congéneres que yacían sobre el molde.
"Bebe", le dije, presentándole el vino.
Se lo llevó a los labios con una mirada lasciva. Se detuvo y me saludó familiarmente con la cabeza, mientras tintineaban sus cascabeles.
"Bebo", dijo, "por los enterrados que reposan a nuestro alrededor".
"Y yo por tu larga vida".
Volvió a cogerme del brazo y proseguimos.
"Estas bóvedas", dijo, "son extensas".
"Los Montresor", respondí, "eran una familia grande y numerosa".
"Olvido tus brazos".
"Un enorme pie humano d'or, en campo azur; el pie aplasta una serpiente rampante cuyos colmillos están incrustados en el talón".
"¿Y el lema?"
"Nemo me impune lacessit".
"¡Bien!", dijo.
El vino brillaba en sus ojos y las campanillas tintineaban. Mi propia fantasía se calentó con el Medoc. Habíamos atravesado muros de huesos amontonados, con barriles y cántaros entremezclados, hasta lo más recóndito de las catacumbas. Volví a detenerme, y esta vez me atreví a agarrar a Fortunato por un brazo por encima del codo.
"¡El nitre!" le dije; "mira, aumenta. Cuelga como musgo sobre las bóvedas. Estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad gotean entre los huesos. Vamos, regresemos antes de que sea demasiado tarde. Tu tos..."
"No es nada", dijo él; "sigamos adelante. Pero antes, otro trago de Medoc".
Rompí y le alcancé una jarra de De Grave. Lo vació de un trago. Sus ojos brillaron con una luz feroz. Se rió y lanzó la botella hacia arriba con un gesto que no comprendí.
Le miré sorprendida. Repitió el movimiento, grotesco.
"¿No lo comprendes?", dijo.
"Yo no", respondí.
"Entonces no eres de la hermandad".
"¿Cómo?"
"No eres de los masones".
"Sí, sí", dije; "sí, sí".
"¿Tú? ¡Imposible! ¿Un masón?"
"Un albañil", respondí.
"Una señal", dijo, "una señal".
"Es esto", respondí, sacando una paleta de debajo de los pliegues de mi roquelaire.
"Bromeas", exclamó retrocediendo unos pasos. "Pero prosigamos con el Amontillado".
"Que así sea", dije, volviendo a colocar la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo. Se apoyó en él con fuerza. Continuamos nuestra ruta en busca del Amontillado. Atravesamos una serie de arcos bajos, descendimos, seguimos de largo y, descendiendo de nuevo, llegamos a una profunda cripta, en la que la pestilencia del aire hacía que nuestros flambeaux más bien brillaran que ardieran.
En el extremo más alejado de la cripta apareció otra menos espaciosa. Sus paredes habían sido recubiertas de restos humanos, apilados hasta la bóveda superior, al modo de las grandes catacumbas de París. Tres lados de esta cripta interior seguían ornamentados de este modo. Desde el cuarto lado los huesos habían sido arrojados hacia abajo y yacían promiscuamente sobre la tierra, formando en un punto un montículo de cierto tamaño. Dentro de la pared así expuesta por el desplazamiento de los huesos, percibimos un hueco aún interior, de unos cuatro pies de profundidad, tres de anchura y seis o siete de altura. No parecía haber sido construido para ningún uso especial en sí mismo, sino que formaba simplemente el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y estaba respaldado por uno de sus muros circunscriptores de granito macizo.
Fue en vano que Fortunato, levantando su apagada antorcha, se esforzara por husmear en la profundidad del hueco. La débil luz no nos permitía ver su terminación.
"Proceded -dije-; aquí está el Amontillado. En cuanto a Luchesi..."
"Es un ignorante", interrumpió mi amigo, mientras avanzaba con paso inseguro y yo le seguía de cerca. En un instante había llegado al extremo del nicho y, al ver que la roca detenía su avance, se quedó estúpidamente perplejo. Un momento más y lo había encadenado al granito. En su superficie había dos grapas de hierro, distantes entre sí unos dos pies, horizontalmente. De una de ellas dependía una cadena corta, de la otra un candado. Arrojando los eslabones alrededor de su cintura, sólo tardó unos segundos en asegurarlo. Estaba demasiado asombrado para resistirse. Retiré la llave y me aparté del hueco.
"Pasa la mano -le dije- por la pared; no podrás evitar sentir el nitrato. En efecto, está muy húmeda. Te ruego una vez más que vuelvas. ¿No? Entonces debo dejarte. Pero antes debo prestarte todas las pequeñas atenciones que estén en mi mano".
"¡El Amontillado!", jaculó mi amigo, aún no recuperado de su asombro.
"Cierto", respondí; "el Amontillado".
Mientras pronunciaba estas palabras, me afané entre el montón de huesos del que he hablado antes. Arrojándolos a un lado, pronto descubrí una cantidad de piedra de construcción y argamasa. Con estos materiales y con la ayuda de mi paleta, empecé enérgicamente a tapiar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilada de mampostería cuando descubrí que la intoxicación de Fortunato había desaparecido en gran medida. El primer indicio que tuve de ello fue un grito quejumbroso procedente del fondo del nicho. No era el grito de un borracho. A continuación se produjo un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda grada, y la tercera, y la cuarta; y entonces oí las furiosas vibraciones de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, para poder escucharlo con mayor satisfacción, cesé en mis labores y me senté sobre los huesos. Cuando por fin cesó el ruido, reanudé el trabajo con la paleta y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilada. La pared estaba ahora casi a la altura de mi pecho. Volví a detenerme y, sosteniendo el flambeaux sobre la mampostería, arrojé unos débiles rayos sobre la figura que había dentro.
Una sucesión de gritos fuertes y estridentes, que brotaron repentinamente de la garganta de la figura encadenada, parecieron empujarme violentamente hacia atrás. Durante un breve instante vacilé, temblé. Desenvainando mi estoque, empecé a tantear con él el hueco; pero el pensamiento de un instante me tranquilizó. Puse la mano sobre el sólido tejido de las catacumbas y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al muro; respondí a los gritos del que clamaba. Volví a hacer eco, ayudé, los superé en volumen y en fuerza. Hice esto, y el clamador se aquietó.
Era medianoche y mi tarea llegaba a su fin. Había completado la octava, la novena y la décima grada. Había terminado una parte de la última y de la undécima; sólo quedaba una piedra por encajar y enyesar. Luché con su peso; la coloqué parcialmente en su posición destinada. Pero ahora surgió del nicho una risa grave que erizó los pelos de mi cabeza. Le sucedió una voz triste, que me costó reconocer como la del noble Fortunato. La voz dijo-
"Una broma muy buena, una broma excelente. Nos reiremos a carcajadas en el palacio, con nuestro vino".
"El Amontillado". dije.
"Sí, el Amontillado. ¿Pero no se hace tarde? ¿No nos estarán esperando en el palacio, la Señora Fortunato y los demás? Vámonos".
"Sí", dije, "vámonos".
"¡Por el amor de Dios, Montresor!"
"Sí", dije, "¡por el amor de Dios!".
Pero a estas palabras escuché en vano una respuesta. Me impacienté. Llamé en voz alta
"¡Fortunato!"
No hubo respuesta. Volví a llamar.
"Fortunato..."
Seguí sin obtener respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. La única respuesta fue el tintineo de las campanas. La humedad de las catacumbas enfermó mi corazón. Me apresuré a poner fin a mi trabajo. Coloqué a la fuerza la última piedra en su sitio; la enlucé. Contra la nueva mampostería volví a levantar la antigua muralla de huesos. Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. ¡In pace requiescat!
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Morella, 1835
El mismo, por si mismo únicamente,
eternamente uno, y solo.
PLATÓN, Symposium
Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.
La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.
Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.
Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.
Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.
Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis —la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre— fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.
Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.
Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino.
Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.
¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.
Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.
—Éste es el día de los días —dijo ella, cuando me acerqué—; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y ella prosiguió:
—Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.
—¡Morella!
—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.
—¡Morella!
—Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.
—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?
Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.
Sin embargo, como había predicho ella, su hijo —el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre—, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.
Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.
Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo —¡oh, por encima de todo!— en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.
Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra.
«Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.
Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»?
Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella.
Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.
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Berenice, 1835
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
Curas meas aliquantulum fore levatas.
EBN ZAIAT
La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta.
Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incentivo o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente.
En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación.
Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées!¡Ah, por eso los codiciaba tan deseperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿ Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja.
Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.