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Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:
—Sí, aquí vivió él…, pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.
—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.
Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.
El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.
Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación… y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.
Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina… Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.
El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.
El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.
Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.
Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:
—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?
Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.
—No debe volver a tocar ese… objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir…, pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.
—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en… su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión…, aunque no será nada repulsivo.
Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:
Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.
Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.
Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

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«A la persona que indicare el paradero de la bruja llamada María Espalanzo o la presentare viva o muerta ante el Tribunal, le será concedida indulgencia plenaria».
Así rezaba un anuncio firmado por el obispo de Barcelona y por cuatro jueces en uno de aquellos días lejanos que han dejado huellas imborrables en la historia de España y acaso de la humanidad entera.
Toda Barcelona leyó el anuncio. Comenzaron las pesquisas. Fueron aprehendidas sesenta mujeres, que tenían algún parecido con la «bruja» en cuestión. Se dio tormento a los familiares de todas ellas... Existía la creencia, hoy ridícula, pero entonces profunda, de que las brujas poseían la facultad de convertirse en gatos, en perros y en otros animales, siempre de color negro. Se contaba que, a menudo, algún cazador que llevaba como trofeo la garra de un animal que le había atacado, llegaba a casa y, al abrir el zurrón, encontraba una mano ensangrentada en la cual reconocía la de su mujer. La población de Barcelona exterminó a todos los gatos y perros negros; pero entre sus inútiles victimas no apareció María Espalanza.
Era María hija de un gran comerciante barcelonés. De su padre, francés de origen, había heredado la despreocupación gala y la infinita alegría que tanto adorna a las francesas; y de su madre, hispana, un cuerpo típicamente español. Hermosa, siempre contenta, inteligente, dedicada por entero a la jovial ociosidad de su tierra y a las artes, no había derramado una lágrima a los veinte años. Era feliz como un niño. El mismo día en que cumplió la veintena se casó con el marino Espalanzo, conocido en toda Barcelona, muy guapo y, al decir la gente, uno de los nombres más instruidos de España. Se casó por amor. Su marido, que le había jurado matarse si no la hacía feliz, la amaba con locura.
Un día después de la boda, la suerte de la joven fue decidida.
Al atardecer salió de su nueva casa, para ir a la de su madre; y se perdió en la ciudad. Barcelona es grande; y no todos sus vecinos sabrían indicar el camino más corto de un punto a otro. María se tropezó con un joven fraile.
—¿Me hace el favor de decirme cómo se va a la calle de San Marcos? —le preguntó.
El fraile se detuvo y, con aire pensativo, se puso a mirarla... Ya se había ocultado el sol. La luna lanzaba sus fríos rayos sobre el bello rostro de la joven. ¡Por algo los poetas, cantando a las mujeres, recuerdan a la luna! Bañada por su luz, una cara femenina es mil veces más bonita. La abundante cabellera negra de María caía sobre sus hombros y sobre su pecho, jadeante por el rápido andar. Al tratar de recogerse el pelo en el cuello, María mostró el antebrazo hasta el codo...
—¡Por la sangre de San Jenaro, juro que eres una bruja! —exclamo el fraile inopinadamente.
—Si no fueses un religioso, creería que estabas borracho —replicó ella.
—¡Tú eres bruja!
Y el fraile murmuró entre dientes misteriosos exorcismos.
—¿Donde está el perro que acaba de pasar ante mí? —continuó—. Ese perro se ha convertido en ti. ¡Yo lo he visto!... Aunque no tengo aún veinticinco años, he descubierto ya a cincuenta brujas. Tú haces cincuenta y una. Soy Agustín...
Dicho esto, se santiguó; y, dando la vuelta, se perdió de vista.
María tenía noticia de Agustín... Sus padres le habían hablado mucho de él. ¡Se le conocía como el más celoso exterminador de las brujas! y como autor de un libro muy sabio en el que maldecía a las mujeres y abominaba de los hombres por haber nacido de ellas. Cosa de quinientos metros más adelante, María volvió a encontrarse con Agustín. Del portal de una gran casa que ostentaba un largo letrero en latín, salieron cuatro figuras negras, que la dejaron pasar y la siguieron. Una era la de Agustín. Las cuatro sombras fueron tras ella hasta su propia casa.
A los tres días, un hombre vestido de negro, carirredondo y afeitado, probablemente juez, se presentó en casa de Espalando y ordenó al marido que compareciese sin dilación ante el obispo.
—Tu mujer es bruja —declaró éste.
Espalanzo palideció.
—Da gracias a Dios —prosiguió el obispo—. Un ser que posee el precioso don de descubrir en la gente el espíritu del mal nos ha abierto los ojos a nosotros y a ti. Vio a tu mujer convertirse en un perro negro y al perro convertirse luego en tu mujer.
—¡No es bruja! ¡Es... mi esposa! —tartamudeó Espalanzo completamente abatido.
—¡Esa no puede ser la esposa de un católico! ¡Es la esposa de satanás! ¿No has advertido hasta ahora, infeliz, que te ha traicionado en más de una ocasión para entregarse al espíritu maligno? Corre a tu casa y tráenosla...
El obispo era persona sumamente docta. Descomponía la palabra femina en dos vocablos latinos: fe y minus, haciendo resaltar que la mujer tiene menos fe...
Espalanzo, lívido como un cadáver, salió del palacio episcopal mesándose los cabellos. ¿Dónde y cómo iba a demostrar ahora que María no era bruja? ¿Quién se atrevería a contradecir lo que asegurasen los frailes? Toda Barcelona se convencería de que su mujer era una bruja. ¡Toda Barcelona! No había cosa más fácil que hacer creer un infundio a la gente ingenua. Y todos los españoles, a juicio de Espalanzo, eran de una gran ingenuidad.
—No hay gente más cándida que los españoles —le había dicho su padre, médico de profesión, en el momento de morir— No le hagas caso ni creas en lo que creen ellos.
Espalanzo creía lo mismo que los españoles; pero no dio crédito a las palabras del obispo. Conocía perfectamente a su esposa y sabía que si las mujeres se hacían brujas, esto era tan solo en la vejez...
—¡Los frailes quieren quemarte, María! —anunció a su mujer, apenas llegó a casa—. Dicen que eres bruja y me han ordenado que te lleve allí... Escucha, amor mío: si verdaderamente eres lo que afirman, conviértete en gato negro y márchate con Dios. Y si no encierras en tu cuerpo el espíritu del mal, ¡no te entregaré a los frailes! Te cargarían de cadenas y no te dejarían dormir hasta que hicieras una declaración falsa contra ti misma. ¡Si eres bruja huye!
María no se convirtió en gato negro ni huyó... Hecha un mar de lágrimas, se puso a implorar el auxilio de Dios.
—Oye, María —dijo el marino a su joven esposa—: Mi difunto padre decía que pronto llegará la hora en que la gente se reiría de quienes creen en la existencia de las brujas. Mi padre era ateo; pero nunca mintió. Por eso creo que lo procedente es ocultarte en algún sitio y esperar que llegue esa hora... Es muy sencillo: en el puerto están reparando el barco de mi hermano Cristóbal. Te esconderé allí; y no saldrás hasta que llegue la época de que hablaba mi padre... Él aseguraba que sería pronto.
Por la tarde ya estaba María oculta en la bodega del barco; y, temblando de frío y de miedo, ponía oído al rumor de las olas y esperaba ansiosa el imposible milagro del advenimiento de la hora prometida por su suegro.
—¿Dónde está tu mujer? —preguntó el obispo a Espalanzo.
—Se volvió gato y huyó de mi casa —mintió aquél.
—Lo esperaba y lo predije. Pero no importa. La encontraremos. Es muy grande la virtud de Agustín. ¡Una gracia milagrosa! Vete con Dios y no se te ocurra volver a casarte con una bruja. Ha habido casos en que los espíritus malignos se han trasladado de las mujeres a los maridos... El año pasado quemamos a un católico piadoso que, por contacto con una mujer impura, entregó su alma a Satanás... Puedes marcharte.
María permaneció mucho tiempo en el barco. Su marido la visitaba todas las noches y le llevaba lo necesario para subsistir. Pasó un mes, pasaron dos, tres... Y la ansiada época sin llegar... Llevaba razón el padre de Espalanzo; pero unos cuantos meses son poca cosa para desterrar los prejuicios que, por estar muy arraigados, necesitan siglos. María, acostumbrada ya a su nueva vida, comenzaba a reírse de los frailes, a los que llamaba cuervos... Y hubiera vivido mucho más, e incluso se hubiera ido con el buque reparado —como proponía Cristóbal— a cualquier otro país, lejos de la obcecada España, de no haber ocurrido una desgracia horrible e irreparable.
El anuncio del obispo, que corría de mano en mano por Barcelona y había sido pegado en todas las plazas y en los mercados, llegó también a poder de Espalanzo, que quedó meditabundo al leer la promesa de una indulgencia plenaria.
—¡Qué felicidad poder lograrla! —suspiró.
Espalanzo se consideraba un gran pecador. Pesaban sobre su conciencia numerosos delitos por los cuales habían muerto en la hoguera o en el tormento muchos católicos. Había vivido en Toledo siendo joven. Por aquel entonces, era Toledo el punto de atracción de mágos y hechiceros... En los siglos XII y XIII, las matemáticas florecía allí más que en ninguna parte de Europa. De las matemáticas a la magia sólo había un paso en las ciudades españolas... Espalanzo, dirigido por su padre, también se había dedicado a la magia: disecaba animales y recogía hiervas enigmáticas... Una vez machacó algo en un almirez; y, de pronto, salió de él, con gran estruendo, el espíritu del mal en forma de llama azulina. La vida en Toledo consistía en una sucesión constante de pecados parecidos. Espalanzo, que se marchó de aquella ciudad al morir su padre, no tardó en experimentar horribles remordimientos de conciencia. Un viejo y docto monje le advirtió que semejantes faltas sólo podrían perdonársele mediante alguna proeza extraordinaria. Por lograr el perdón, librando su alma del recuerdo de la bochornosa vida de Toledo y salvándose del infierno, Espalanzo hubiera hecho cualquier cosa: hubiera dado la mitad de su hacienda si se hubieran vendido indulgencias en la España de entonces; y hubiera hecho una peregrinación a los Santos Lugares, de no habérselo impedido sus negocios.
«Si no fuera mi mujer, la entregaría», pensó al leer el anuncio del obispo.
La idea de que le bastaba pronunciar una palabra para obtener la indulgencia no se le iba del cerebro, produciéndole una desazón continua, día y noche... Amaba a su mujer; la amaba con pasión... A no ser por aquel amor, por aquella flaqueza tan despreciada por los monjes y aun por los doctores de Toledo, quizá se decidiera a delatarla... Espalanzo mostró el anuncio a su hermano Cristóbal.
—Yo la entregaría —dijo éste— si fuera bruja y no fuera tan hermosa... Evidentemente, la indulgencia supone una gran cosa. Pero tampoco perderemos nada si esperamos a que María se muera y entonces les damos su cadáver a esos cuervos. Que la quemen muerta. Así no sufrirá. Ella morirá cuando seamos viejos. Y, precisamente, en la vejez es cuando necesitaremos el perdón de los pecados...
Así diciendo, Cristóbal soltó una carcajada y dio a su hermano una fuerte palmada en el hombro.
—Es que yo puedo morirme antes que ella —objetó Espalanzo—, ¡Por Dios que la entregaría si no fuese su marido!
Una semana después, Espalanzo se paseaba por la cubierta del barco murmurando entre sí:
—¡Oh, si estuviera muerta! ¡Viva no la entregaré jamás! Pero muerta sí que la entregaría... Entregaría a todos esos cuervos viejos; y me darían la absolución...
Y el estúpido de Espalanzo envenenó a su pobre esposa...
El cadáver de María fue conducido ante los jueces y quemado en la hoguera.
Espalanzo consiguió el perdón de los pecados de Toledo... Le perdonaron el haber aprendido a curar a los hombres y el haberse dedicado a una ciencia que, posteriormente, recibió el nombre de química. El obispo elogió su proceder y le regaló un libro del que era autor. El sabio prelado decía en su obra que los demonios preferían introducirse en las mujeres de pelo negro porque el negro era el color de los demonios.