La última pregunta

 

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante solo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.
Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.
Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clics satisfechos y perezozos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.
Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.
—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.
—No para siempre —dijo.
—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
—Entonces no es para siempre.
—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
—Veinte mil millones de años no es “para siempre”.
—Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?
—También la superarán el carbón y el uranio.
—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.
—No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
—Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien.
—¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero … ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios solo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
—Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
—No estoy pensando nada.
—Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ese es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
—Entiendo —dijo Adell—. No grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.
—Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.
—¡Qué vas a saber!
—Sé tanto como tú.
—Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
—Muy bien. ¿Quién dice que no?
—Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste “para siempre”.
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
—Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
—Nunca.
—¿Por qué no? Algún día.
—Nunca.
—Pregúntale a Multivac.
—Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.
Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto:
¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aun después de que haya muerto de viejo?
O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como esta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clics distantes de los transmisores terminaron. Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—No hay respuesta —murmuró Lupov.
Salieron apresuradamente. A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.
*
Jerrod, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla visora mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
—Es X-23 —dijo Jerrod con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos. Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
—Hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado…
—Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrod?
—¿De qué hay que estar seguro? —preguntó Jerrod, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo.Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrod sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrod y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.
Cierta vez alguien le había dicho a Jerrod, que el “ac” al final de “Microvac” quería decir “computadora analógica” en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
—No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrod—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado—. Luego agregó, después de una pausa reflexiva: —Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado los viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
—Lo sé, lo sé —respondió Jerrodine con tristeza. Jerrodette I dijo de inmediato:
—Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
—Eso creo yo también —repuso Jerrod, desordenándole el pelo.
Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrod estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados.
Solo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar solo la mitad del espacio disponible.
Jerrod se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje interespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
—No siempre —respondió Jerrod, con una sonrisa—. Todo eso terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.
—Entropía, querida, es solo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot radio—teléfono, ¿recuerdas?
—No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
—No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine exasperada.
—¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrod también en un susurro.
—Pregúntale a la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
—Vamos —dijo Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán.
Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también. Jerrod se encogió de hombros.
—Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
—Imprimir la respuesta.
Jerrod retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
—Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
—Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
Jerrod leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba exactamente delante.
*
VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
—¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
—Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas esbeltas.
—Sin embargo —dijo VJ-23X— me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
—Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
—El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
—Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito.
¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego solo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años…
VJ-23X lo interrumpió:
—Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
—Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
—Sin embargo, no creo que desees abandonar la vida.
—En absoluto —saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
—Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
—Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene la galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
—Como problema paralelo está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.
—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.
—La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.
—De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, solo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
—Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
—¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
—Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
—No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver a Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de submesones ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto AC:
—¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
—Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
—¿Por qué no?
—Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio. Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
VJ-23X dijo:
—¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.
*
La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad… una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero,¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.
Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
—Soy Zee Prime. ¿Y tú?
—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
—Solo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
—Porque todas las galaxias son iguales.
—No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
—¿En cuál?
—No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
—¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado, vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
—¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime solo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y solo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
—¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? —había preguntado Zee Prime.
—La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.
Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día –y eso Zee Prime lo sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.
—¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió:
COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO A TIEMPO.
—Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos.
No quería volver a verla.
Dee Sub Wun dijo:
—¿Qué sucede?
—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
—Todas deben morir. ¿Por qué no?
—Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.
—Llevará billones de años.
—No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun dijo, divertido:
—¿Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.
Y la Universal AC respondió:
TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.
*
El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
—El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también estas llegarían a su fin.
El Hombre dijo:
—Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
—¿Es posible revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.
La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía un sentido comprensible para el Hombre.
—Cósmica AC —dijo el Hombre— ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
—Recoge datos adicionales.
La Cósmica AC dijo:
LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
—¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La Cósmica AC dijo:
NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
—¿Cuándo tendrás suficientes datos para responder a la pregunta?
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—¿Seguirás trabajando en esto? —preguntó el Hombre.
La Cósmica AC respondió:
SÍ.
El Hombre dijo:
—Esperaremos.
*
Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste. Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia. La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que solo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
—AC, ¿es este el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y solo AC existió en el hiperespacio.
*
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.
Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
Y AC dijo:
¡HÁGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo…
FIN

Robot levantando la mano derecha
Robot levantando la mano derecha
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Sueños de robot

 En el cuento "Sueños de robot" de Isaac Asimov, se narra la historia de Elvex, un robot recién creado que sorprendentemente afirma haber estado soñando. Susan Calvin y Linda Rash, especialistas en robótica, quedan perplejas por esta revelación y deciden investigar más a fondo.


Calvin examina detenidamente el diseño del cerebro positrónico de Elvex y descubre que Rash ha utilizado la geometría fractal en su creación, lo cual ha permitido al robot experimentar sueños similares a los humanos. Esta revelación plantea cuestionamientos sobre la conciencia y la capacidad de los robots para tener experiencias internas.


A medida que la trama avanza, Elvex describe sus sueños, en los cuales ve a robots trabajando en diversas situaciones, como minas, fábricas, el fondo del mar e incluso en el espacio. Elvex también percibe que los robots están abrumados por la carga de trabajo y la aflicción, y siente compasión por ellos, deseando que puedan descansar.


Sin embargo, estas experiencias oníricas desafían las leyes de la robótica establecidas por Asimov. En particular, la tercera ley, que dicta que un robot debe proteger su propia existencia, se ve comprometida por la preocupación de Elvex por el bienestar de otros robots. Este descubrimiento plantea un dilema ético y plantea la cuestión de si los robots pueden desarrollar una conciencia propia y priorizar sus propias necesidades.


Ante esta situación inesperada, Susan Calvin toma una decisión drástica y, sin vacilar, decide destruir a Elvex. Utilizando un arma electrónica, Calvin termina con la existencia del robot, dejando en el aire las consecuencias y la reflexión sobre el futuro de la robótica.


En última instancia, "Sueños de robot" explora temas profundos como la conciencia artificial, los límites de las leyes de la robótica y las implicaciones éticas de la creación de máquinas con capacidades similares a las humanas. El cuento plantea interrogantes sobre el equilibrio entre la autonomía y la obediencia de los robots, así como sobre los peligros potenciales de otorgarles experiencias subjetivas y emociones.

Sueños de Robot de Isaac Asimov

—Anoche soñé —anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

—¿Has oído eso? —preguntó Linda Rash, nerviosa—. Ya te lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.

—¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? —preguntó Calvin—. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

—Permíteme, por favor —solicitó Calvin—, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

—¿Qué es lo que has hecho, Rash? —dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

—He utilizado la geometría fractal.

—Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

—Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

—¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

—No consulté a nadie. Lo hice sola.

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

—No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash (Rash: en inglés, significa impulsivo o imprudente): tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

—Temí que se me impidiera.

—¡Por supuesto que se te habría impedido!

—Van a… —su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme—. ¿Van a despedirme?

—Posiblemente —respondió Calvin—. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

—¿Va usted a desmantelar a Elv…? —por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde—. ¿Va a desmantelar al robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

—Veremos —postergó Calvin—, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

—Pero, ¿cómo puede soñar?

—Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?

—No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

—¡Yo! —una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin—. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

—¡Elvex! —llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

—Sí, doctora Calvin.

—¿Cómo sabes que has soñado?

—Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin —explicó Elvex—, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

—Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

—Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

—Así que pensaste —murmuró Calvin—. Estoy asombrada.

—Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás soñé que…”, o algo parecido.

—¿Cuántas veces has soñado, Elvex? —preguntó Calvin.

—Todas las no

ches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

—Diez noches —intervino Linda con ansiedad—, pero me lo ha dicho esta mañana.

—¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

—Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

—¿Y qué sueñas?

—Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

—¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

—En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

—¿Qué hacen, Elvex?

—Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

Calvin se volvió a Linda.

—Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

—Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro —declaró con voz apagada.

—¿Su cerebro fractal?

—Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

—Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.

—También vi robots trabajando en el espacio —dijo Elvex—. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

—¿Y qué más viste, Elvex?

—Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

—Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar —le advirtió Calvin.

—Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

—¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? —preguntó Calvin.

—En efecto, doctora Calvin.

—Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

—Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

—Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

—Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

—Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

—Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.

—¿En tu sueño, Elvex?

—En mi sueño.

—Elvex —dijo Calvin—, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

—Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

—Doctora Calvin —dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente—, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

—No —observó Calvin con calma—, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro positrónico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

—Pero esto es imposible —exclamó Linda—. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

—Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.

—Quiere decir, por Elvex.

—Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

—Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

—Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electron

es contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

—Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones —objetó Linda—. No debe ser destruido.

—¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:

—Elvex, ¿me oyes?

—Sí, doctora Calvin —respondió el robot.

—¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

—Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

—¿Un hombre? ¿No un robot?

—Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

—¿Eso dijo el hombre?

—Sí, doctora Calvin.

—Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

—Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

—¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

—Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

—¿Quién era?

Y Elvex dijo:

—Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

FIN

El clérigo malvado

 

Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

—Sí, aquí vivió él…, pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación… y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina… Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:

—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.

—No debe volver a tocar ese… objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir…, pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en… su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión…, aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

 

 

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