El viaje en tren duró dos horas, pero para Clara, se extendió como una eternidad. Se acomodó en el asiento junto a la ventana, con la mirada perdida en el paisaje que iba desfilando ante sus ojos. A pesar del traqueteo constante de los rieles, su mente estaba sumida en un torbellino de pensamientos.

Había decidido emprender este viaje de forma impulsiva, como una huida de la monotonía que había dominado su vida durante los últimos años. Las paredes de su pequeño apartamento se habían convertido en una prisión, y el bullicio de la ciudad en un constante recordatorio de todo aquello que deseaba dejar atrás.

Mientras el tren se deslizaba por el paisaje rural, Clara se permitió relajar los hombros y respirar profundamente. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía libre. Observó cómo los campos verdes y los bosques frondosos se sucedían uno tras otro, como si el mundo estuviera desplegando un tapiz de colores solo para ella.

El traqueteo del tren comenzó a adormecerla, y poco a poco sus preocupaciones se desvanecieron en la bruma del paisaje. Se dejó llevar por el suave balanceo del vagón y se permitió cerrar los ojos, entregándose al vaivén hipnótico del viaje.

Cuando finalmente despertó, el sol estaba comenzando a ponerse en el horizonte. Las sombras se alargaban sobre los campos y el cielo se encendía con tonos dorados y rosados. Clara se levantó del asiento con renovada energía, lista para enfrentar lo que el destino le deparara al final de la línea. Porque en ese viaje en tren de dos horas, había encontrado algo más que un simple trayecto; había descubierto la promesa de un nuevo comienzo.

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