II

«Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.

»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores rojizos, sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.

»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por él y que actuaban bajo su mandato?

»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.

»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos, y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo? El sólo sabía que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.

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