VIII

De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:

–¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor[*], y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter está vivo…,. ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?

De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:

–Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas del swami que concuerdan con el relato.

Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:

–El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?

Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su voz ronca:

–Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto familiar?

Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron escapar una exclamación.

–¡Eso es! – exclamó De Marigny-. La fotografía no miente. ¡No puede haber error!

Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:

–¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?

El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.

–Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.

Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror insuperable.

–La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura humana.

Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.

Aspinwall habló otra vez:

–Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?

–Aguarde todavía -contestó el anfitrión-. No considero necesario que intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole. Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.

Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogado soltó un grito gutural:

–¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esa cara… ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la voy a arrancar!…

–¡Alto! – la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno- le he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.

Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:

–¡No; no eres mi primo, ladrón… no me asustarás! Tus razones tendrás para no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!

Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando de la mano del abogado.

En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado, emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. El encanto se había roto… Pero cuando se acercaron al viejo, estaba muerto.

Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.

–¡No! – susurró-. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith…

La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.

De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.

Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por dinero cierta cantidad de barras de oro.

De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos… Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia…

En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de extraños jeroglíficos.

[*] Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostor y fakir, como religioso mendicante hindú (N. del T.).

Save
Cookies user preferences
We use cookies to ensure you to get the best experience on our website. If you decline the use of cookies, this website may not function as expected.
Accept all
Decline all
Read more
Analytics
Estas cookies se utilizan para analizar el sitio web y comprobar su eficacia
Google Analytics
Accept
Decline