Manuscrito en una botella
Manuscrito en una botella

Manuscrito hallado en una botella

Manuscript found in a bottle, 1833

Qui n'a plus qu'un moment à vivre

N'a plus rien à dissimuler.

AUINAULT – Atys

De mi país y mi familia poco tengo que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.

Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.

Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se paso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí, me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán, y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados.

Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad.

Durante cinco días y noches completos —en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procuramos en el castillo de proa— la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días, nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía —aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora— volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.

Esperamos en vano la llegada del sexto día —ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca—. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría, el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".

Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído,

"¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por las portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.

En ese instante, no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.

En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que, a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.

Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro.

No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja, como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.

* * *

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.

* * *

Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia.

Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

* * *

Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra.

Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra DESCUBRIMIENTO.

* * *

Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.

* * *

He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.

Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino."

* * *

Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.

* * *

Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.

* * *

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro, y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

* * *

El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

* * *

Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tomado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.

* * *

Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.

* * *

Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.

* * *

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡Oh, Dios!... ¡y se hunde ... !

El Manuscrito hallado en una botella fue publicado por primera vez en 1831. Muchos años más tarde tuve ocasión de ver los mapas de Mercator, en los cuales se ve al océano precipitarse en el abismo norte del polo, siendo absorbido por las entrañas de la tierra; Incluso el polo está representado por una roca negra elevándose a prodigiosa altura. E. A. P.

La cara de un diablo
La cara de un diablo

Bon-Bon

 

Bon-Bon, 1832

En cuanto se había pasado el dintel de la pequeña casa que habitaba nuestro filósofo, en un callejón sin salida llamado Lefévre de Ruán, se veía una habitación profunda, baja de techo, de antigua construcción. En un rincón se hallaba la cama del metafísico. Un juego de cortinas y un canapé a la griega la rodeaban clásica y cómodamente. En el ángulo opuesto yacían libros. Una gran chimenea se erigía frente por frente de la puerta. A la derecha, en un armario entreabierto, se podía ver una batería formidable de botellas etiquetadas.

En este lugar, una noche del invierno de 17..., hacía la una, Pedro Bon-Bon, habiendo escuchado durante algún tiempo las palabras de sus vecinos y las alusiones a sus singularidades, los puso a todos en la puerta, corrió el cerrojo echando pestes, y se echó malhumorado en su viejo y cómodo sillón de cuero, cerca del fuego de la chimenea.

Era una noche terrible, como sólo se ven cada cien años. Nevaba furiosamente y toda la casa oscilaba bajo las ráfagas de la tormenta. El viento silbaba por los intersticios de los tabiques y se abismaba rabiosamente en la chimenea, doblando y desdoblando las ropas de la cama o desordenando los papeles que dormían junto a los libros.

El metafísico no estaba en absoluto de humor. Notaba aquella agitación angustiosa que produce la furia de una noche de tempestad. Llamó más cerca de sí a su gran perro negro, y como se había sentado en el sillón con cierto malestar no pudo abstenerse de echar una mirada recelosa hacia los rincones apartados de la estancia, de donde las llamas rojas de la chimenea no llegaban a expulsar completamente las tinieblas. Terminado ese examen, cuyo objeto exacto le hubiera sido imposible explicar, se puso ante una mesita llena de libros y de papeles, y se dedicó a la corrección de un voluminoso manuscrito que tenía que entregar al día siguiente.

Bon-Bon trabajaba desde hacía algún tiempo cuando «No tengo prisa, señor Bon-Bon»

murmuró de golpe, desde el fondo de la estancia, una voz humilde.

—¡Diablos! —exclamó nuestro héroe, sobresaltándose en su asiento, echando al suelo la mesita y mirando estupefacto a su alrededor.

—Eso es —replicó, con calma, la voz.

—¿Quién es, eso? ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —vociferó el metafísico. Su mirada se había posado en algo que estaba extendido sobre la cama.

—Decía —dijo el intruso, sin inquietarse por las interrogaciones—, decía que puede usted disponer de su tiempo, que el asunto que me ha traído aquí no es urgente, en una palabra, que puedo perfectamente esperar a que haya usted terminado su Exposición.

—¿Mi exposición? Bien, pero, por Dios. ¿Cómo sabe usted, cómo ha llegado usted a saber que yo escribía una Exposición?

—¡Pst! —respondió el intruso con voz baja.

Se levantó rápidamente del lecho y dio un paso hacia Bon-Bon, al acercarse, la lámpara de hierro que colgaba del techo empezó a oscilar dando grandes sacudidas.

Nuestro filósofo, más que estupefacto, no se abstuvo de examinar el traje y la apariencia del forastero. Las formas de su persona, delgada, pero de una altura mayor que la habitual, saltaban a los ojos por lo detalladas, gracias a un traje negro y gastado que le ceñía el cuerpo y que parecía ser, por el corte, del pasado siglo. El vestido había sido cortado para alguien menos grande que su actual poseedor. En las muñecas y en los tobillos se notaba la carne. Un par de brillantes hebillas en los zapatos contrastaban con la extremada pobreza de lo restante. De la cabeza le colgaba una coleta terriblemente larga. Unas gafas verdes, con cristales al lado, protegían sus ojos de la luz e impedían a Bon-Bon el discernir su forma y su color. En toda la persona del forastero no había ni la apariencia de una camisa. Pero una corbata blanca, estrecha, estaba anudada cuidadosamente alrededor de su cuello, sus puntas colgaban ceremoniosamente, rectas y paralelas. Esa corbata daba al forastero el aire de un clérigo. La verdad es que otros detalles, ya fuese su empaque, ya sus maneras, hubiesen podido servir para confirmar esa idea. En su oreja izquierda llevaba un instrumento parecido al «stilus» de los antiguos. Del bolsillo de su traje asomaba un librito negro, con cierre de acero, puesto, accidentalmente o no, de modo que se vieran las palabras «Ritual Católico», impresas en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del intruso era saturniana, de una palidez intensa y cadavérica. Las comisuras de sus labios se inclinaban hacia abajo con una expresión de humildad muy sumisa. Tuvo también una manera de juntar las manos, cuando avanzó hacia nuestro filósofo, un suspiro y una mirada de tal beatitud que hubiese sido difícil no recibirle bien.

Toda huella de ira desapareció de la fisonomía de Bon-Bon, quien, una vez hubo terminado el examen del desconocido, le estrechó cordialmente la mano y le condujo a un sillón.

Se equivocaría quien atribuyera el cambio visible que se había producido en las disposiciones de Bon-Bon, a alguna causa común. En verdad, Pedro Bon-Bon, según lo que he podido averiguar por mi cuenta, era el menos capaz de todos los hombres de dejarse imponer por una presencia extraña. Un observador, tan preciso como él, de los hombres y de las cosas, no hubiese dejado de descubrir inmediatamente la verdadera calidad del personaje que venía a reclamar su hospitalidad.

Por no decir nada más, los pies de su visitante eran de extraña conformación, y mantenía sobre su cabeza un sombrero de altura notable. En la parte posterior de sus calzones se podía observar algo que se agitaba, las oscilaciones súbitas de los faldones de su frac eran un hecho palpable. Júzguese, pues, con qué sentimiento de satisfacción, Bon-Bon se encontraba de golpe ante un personaje por el que sentía respeto. Pero nuestro filósofo era demasiado diplomático para dejar escapar el menor indicio de las sospechas que le agitaban. No entraba en sus miras el parecer que tenía conciencia del honor que se le hacía tan de improviso. Tenía la intención de hacer hablar a su huésped, de sacarle alguna importante noción ética, de escribir ese informe en la obra que iba a publicar y de beneficiar con el a la humanidad al paso que el mismo se inmortalizaba. Añado que la elevada edad del visitante y sus trabajos de ciencia moral, podían muy bien haberle procurado el conocimiento de alguna verdad nueva.

Impulsado por estos profundos motivos, el filósofo rogó a su huésped que se sentara mientras el mismo se apresuraba a echar algunos troncos de leña al fuego y a colocar sobre la mesa vuelta a poner en pie unas botellas de vino. Acabados estos preparativos, empujó su sillón enfrente de su visitante, se sentó en el y esperó a que el otro empezara la conversación.

Pero los planes más hábilmente urdidos se frustran con frecuencia cuando se trata de aplicarlos.

A las primeras palabras del intruso, Bon-Bon se quedó pasmado.

—¡Veo que usted no me conoce, Bon-Bon! —dijo el hombre vestido de negro—. ¡Jajajá, jejé, jijijí, jojó, jujujú!

Y el diablo, abandonando su aire de santidad, abrió de oreja a oreja su boca, para enseñar unos dientes quebrados parecidos a colmillos, y, echando su cabeza hacia atrás, se rió insolentemente. El perro negro, acurrucándose sobre su barriga, le hizo coro y el gato, huyendo de un salto, se puso a maullar en un rincón de la sala.

Bon-Bon no hizo nada parecido. Era demasiado hombre de mundo como para reír como el perro o aullar de miedo como su gato. Todo lo más, experimentaba alguna estupefacción al ver las letras blancas de las palabras Ritual católico en el libro de su huésped, cómo cambiaron, súbitamente, de color y de forma, para convertirse en las palabras Registro de condenados.

Tan extraña circunstancia dio a su respuesta el tono de turbación que no hubiese tenido en ningún otro caso.

—A decir verdad, señor —dijo el filósofo—, yo creo que usted es, el..., es decir, que yo creo, me imagino, tengo la idea muy contusa del honor notable...

—Oh, muy bien —interrumpió el intruso—, no diga más, ya veo lo que es —y, quitándose las gafas verdes, limpió cuidadosamente los cristales y se las puso en el bolsillo.

El incidente del libio había sorprendido a Bon-Bon, pero lo que entonces vio le sorprendió todavía más.

Al levantar la cabeza, curioso por saber de que color tenía los ojos su huésped, descubrió que no eran negros, ni grises, ni castaños, ni azules, ni de ningún otro color celeste, terrestre o marítimo.

En una palabra, Bon-Bon vio que su huésped no tenía ojos, ni apariencia de haberlos poseído en época anterior, porque en el lugar donde debieran hallarse normalmente, no había, me veo obligado a decirlo, sino un montón de carne muerta.

La respuesta que recibió ante su sorpresa fue a la vez rápida, y satisfactoria.

—¿Ojos, mi querido Bon-Bon, ojos ha dicho usted? Oh, ya entiendo. Las historias necias que de mí se explican le han dado a usted ideas falsas sobre mi rostro. ¡Ojos, vamos! Los ojos, estimado Bon-Bon, están muy bien en su lugar, aquí, en la frente, me dirá usted. Muy cierto, la frente de un gusanillo. Según usted, esos instrumentos de óptica son indispensables, y, sin embargo, le voy a convencer de que mi visión es ¿más penetrante que la de usted? He ahí una gata, una gata que percibo en el rincón, una gata muy linda. Mírela, obsérvela bien. Ahora, Bon-Bon, respóndame ¿ve usted los pensamientos, digo, los pensamientos que se engendran en este momento en su cerebro?

Esa es la cuestión. Usted no los ve. Ella cree que admiramos la longitud de su cola y la profundidad de su espíritu. Ella acaba de decir que yo soy el más distinguido de los eclesiásticos y usted el más superficial de los metafísicos. Ya ve usted que no soy del todo ciego. Para personas de mi profesión, los ojos, como usted los entiende, serían un engorro. A cada instante se expondrían a ser reventados por alguna vara de atizar el fuego. Para usted esas maquinitas ópticas son muy necesarias. Vea de utilizarlas bien. Pero mi visión es el alma.

En aquel momento, el huésped se sirvió vino y escanciando un chorro a Bon-Bon, le invitó a beber sin cumplidos.

—Un buen libro, Bon-Bon —dijo, golpeando, con aire de protector, la espalda del filósofo.

Éste dejó su vaso, después de haber seguido al pie de la letra las órdenes de su huésped.

—Un buen libro, a fe mía; es un libro, según mi corazón; no obstante, la manera como ha dividido usted el asunto podría ser retocada. Varios de sus principios me recuerdan a Aristóteles.

Este filósofo fue uno de mis amigos más íntimos. Yo le amaba tanto por su horrible carácter como por la desenvoltura con que cometía sus yerros. No hay sino la verdad sólida en todos sus escritos, y es la que yo le soplé por compasión hacia su necedad. Supongo, Bon-Bon que usted sabe perfectamente a qué divina verdad moral hago alusión.

—Yo ignoraba...

—¿Verdaderamente? No, pero fui yo quien dijo a Aristóteles que al estornudar los hombres eliminan por la nariz el exceso de ideas.

—Lo cual es —aquí a Bon-Bon le entró hipo—, indudablemente, el caso.

El filósofo escanció otro vaso de vino y ofreció una toma de rapé a su visitante.

—Estaba también Platón —siguió el visitante, declinando modestamente la tabaquera y el cumplido que ella implicaba—, por quien yo sentí, durante algún tiempo, una afección de amigo.

—¿Ha frecuentado usted a Platón, mi querido anfitrión?

—¡Ah, pero me olvidaba; mil excusas! Me encontró en Atenas un día, en el Partenón, y me dijo que no sabía qué hacer, que buscaba una idea desde hacía una eternidad. Yo le rogué que escribiera Ò νονζ εοτω ανλοζ. Me dijo que lo haría y se fue a su casa. Yo partí para las pirámides. Pero mi conciencia me reprochaba de haber revelado una verdad, ni a un amigo. Me apresuré a volver a Atenas y llegué en el momento en que mi filósofo escribía la palabra ανλοζ. Dándole un papirote a la lamda, la puse al revés, de modo que hoy se lee Òνοζ εοτω ανλοζ . Ésta es, como usted sabe, la sentencia más fundamental de la metafísica platónica.

—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el filósofo, mientras terminaba la segunda botella e iba a buscar otra.

—Una vez solamente, Bon-Bon —dijo hablando gravemente, como un libro—. Hubo una época en la que se produjo, en Roma, una anarquía de 5 años, durante los cuales la República, privada de todos sus jefes, no tuvo otros magistrados que los tribunos del pueblo, que no poseían legalmente ningún poder ejecutivo. En aquella época, y sólo en ella, estuve yo en Roma. Yo no he tenido, pues, en la tierra ninguna relación con los filósofos latinos.

—¿Qué piensa usted —un hipo—, qué piensa usted —un hipo— de Epicuro?

—¿Lo que pienso de Epicuro? —dijo el diablo sorprendido. ¡Espero que no tenga nada que reprocharle a Epicuro! ¡Lo que pienso de Epicuro! ¿Es a mí a quien habla, caballero? Yo soy Epicuro. Yo soy el que ha escrito, desde el primero al último, los 300 tratados reflejados por Diógenes Laercio.

—Eso es una mentira —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido a la cabeza.

—Muy bien, muy bien, señor —dijo el huésped, aparentemente muy halagado—; perfectamente bien.

—Eso es una mentira —repitió, sentenciosamente, el filósofo—. Eso —un hipo— es una mentira.

—Ah, bien; como usted quiera —dijo el diablo, en tono conciliador.

Y Bon-Bon, después de haberle cantado las verdades a Su Majestad, juzgó a propósito terminar la segunda botella.

—Como le decía, como le hacía observar hace unos instantes, en el libro que tiene usted ahí, Bon-Bon, ciertas proposiciones son muy atrevidas. Por ejemplo, ¿qué diablos quiere decir con todo su farragoso texto sobre el alma? Por favor diga caballero ¿qué es el alma?

—El alma —un hipo— el alma —respondió el metafísico transportándose a su manuscrito—

es, indudablemente...

—No, señor.

—... sin ninguna contradicción.

—No, señor.

— ... incontestablemente.

— No, señor.

... es, sin dudarlo...

—No, señor.

—... —un hipo.

—No, señor.

—...y sin...

—No, señor, el alma no es nada que se parezca a eso.

Aquí, el filósofo, furioso, se dio prisa por acabar con una tercera botella.

—Bueno, señor, diga entonces ¿qué es el alma?

—No es ni esto, ni esto, señor Bon-Bon —replicó el intruso meditando—. Yo he saboreado... es decir, he conocido a almas malas y a otras pasables.

El intruso hizo chasquear la lengua y habiendo dejado caer inconscientemente su mano sobre el volumen de su bolsillo, fue presa de un violento acceso de estornudos.

Continuó:

—Hubo el alma de Cratino, pasable. Aristófanes, ¡una alma de ramo de flores...! Platón, exquisita. No el Platón de usted, sino Platón, el poeta cómico. Su Platón hubiese revuelto el estómago de Cerberus. ¡Qué horror! Después, veamos, hubo Noevius y Andrómico, y Plauto y Terencio. Luego, Lucilio y Cátulo, y Naso y Quinto Flaccus, ese querido Quinto, como yo le llamaba cuando me cantaba un Saeculare para mi diversión particular, mientras que, por pura farsa, yo lo asaba clavado en mi espetón. Pero a esos latinos les hace falta montante. Un buen griego, bien gordo, vale por una docena de ellos y, además, no se pasa puesto en conserva. No se puede, ciertamente, decir lo mismo de los Quírites... Probemos de nuevo su vino.

Bon-Bon se había resignado ya a no sorprenderse de nada y ocupóse de traer las botellas pedidas. Notó, no obstante, un ruido que vagaba por la estancia como el de la agitación de una cola.

A ello no prestó el filósofo atención alguna y, aunque el huésped se conducía de una manera muy indecente, se con tentó con dar una patada al perro, para que se estuviera quieto.

El intruso continuó:

—Yo encontré que Horacio tenía mucho del gusto de Aristóteles. Ya sabe usted que a mí me gusta la variedad. En cuanto a Terencio, no hubiera podido distinguirlo de Menandro. Naso, con gran sorpresa mía, no era sino un Nicandro adulterado. Virgilio me recordó mucho a Teócrito, Marcial me pareció Aquiloquio y Tito Livio era positivamente Polibio y no otro.

Bon-Bon hipó de nuevo.

—Pero si tengo una debilidad, señor Bon-Bon, si tengo una debilidad es para los filósofos. Sin embargo, deje que le explique que no puede cualquier diablo..., ¡hum!..., que no puede cualquier hombre saber escoger a un buen filósofo. Los largos no valen nada, y los mejores, si no se les descansa convenientemente, tienden a oler a rancio, por culpa, quizá, de la bilis.

—¿Si no se les descansa?

—Hablo de su esqueleto.

—¿Qué pensará usted —otro hipo— de un médico?

—¡Oh, no me hable de ellos! ¡Pf!, sólo he conocido uno ese pícaro de Hipócrates. Olía a carne pútrida, ¡oh, oh! Me resfrié lavándole en la Estigia y después me contagié del cólera.

—Ese, ese —un hipo— ese miserable —exclamó Bon-Bon—, ese aborto —un hipo— de Silena.

El filósofo se secó una lágrima.

—Después de todo —continuó el visitante—, si un buen diablo..., un hombre correcto, digo, quiere vivir, por fuerza ha de tener más de un talento. Entre nosotros, una buena cara es muestra de aptitudes diplomáticas.

—¿Cómo dice?

—A veces estamos mal de provisiones. Es preciso que usted lo sepa, en un clima abrasador como el nuestro, raramente es posible conservar un alma viva mas de dos o tres horas. Y después de la muerte, a menos que se escabechen inmediatamente —y un alma escabechada nada vale—, empiezan a oler ¿Comprende usted? Cuando las almas nos vienen por vía ordinaria, siempre es de temer que se averíen.

—¡Dios mío! —un hipo— ¿Pero cómo se las arregla?

Aquí, la lámpara de hierro empezó a dar vueltas con violencia y el diablo se estremeció en su sillón. Con un suave suspiro volvió a tomar su fisonomía habitual; después dijo simplemente a Bon-Bon con voz apagada:

—Quiero decirle una cosa, Bon-Bon: no se ha de jurar.

Bon-Bon quiso mostrar que había comprendido perfectamente y se conformó. Bebió un buen trago y el visitante dijo:

—Hay varias maneras de salir de apuros. La mayoría de nosotros se muere de hambre. Algunos se avalanzan sobre las almas escabechadas. Por mi parte, yo me las procuro vivas. He descubierto que entonces ellas se conservan perfectamente.

—Pero ¿y el cuerpo? —un hipo—, ¿y el cuerpo?

—¡El cuerpo! ¿Qué pasa con el cuerpo? ¡Oh! ¡Ah! ¡Ya comprendo! ¿El cuerpo? ¡La transacción no le concierne! En mi época hice innumerables compras de ese género y el cuerpo no sufrió jamás. Hubo Caín, y Nemrod, y Nerón, y Calígula, y Denys, y Pisístrato y otros muchos, que, al final de sus vidas, no han sabido lo que era una alma. Y, no obstante caballero, esos hombres constituían el ornato de la sociedad. Pero, vamos a ver, ¿no conoce usted a X igual que yo? ¿Acaso no se encuentra en posesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién compone epigramas más acerados? ¿Quién razona más espiritualmente? Vea; tengo el documento en el bolsillo —y, diciendo estas palabras, sacó una cartera de cuero y extrajo de ella cierto número de papeles.

Mientras los estaba hojeando, Bon-Bon percibió principios de nombres como Maqui, Maza, Robesp, Geor, Calig, Elisab.

El intruso llegó, por fin, a una tira estrecha de amarillento pergamino y se dispuso a leer en voz alta:

« Por consideración a ciertos dones espirituales difíciles de especificar, y, además a mil luises de oro, yo, de 1 año y un mes de edad, transmito por la presente, al portador, todos mis derechos y títulos de propiedad de la sombra llamada mi alma.

Firmado: X »

Aquí pronuncio un nombre que no me creo autorizado a escribir entero.

—Un hombre inteligente —continuó el visitante—, pero como usted, señor Bon-Bon, se equivocaba sobre la naturaleza del alma. ¡Jaja, jeje, juju! ¿Concibe usted una sombra guisada?

—¡Una sombra —hipo— guisada! —exclamó nuestro héroe cuyo espíritu se iluminaba poco a poco con los discursos del ya pesado invitado—. Que me cuelguen —un hipo— si soy un —un hipo— tan tonto. ¿Mi alma a usted señor? —un hipo.

—¿Su alma, señor Bon-Bon?

—Si, señor —un hipo—, mi alma es...

—¿Qué caballero?

—No es ni más ni menos que una sombra, señor.

—¿Acaso quiere decir...?

—Si, señor mi alma es —un hipo—, sí, señor.

—Yo no tengo intención...

—Mi alma es —un hipo— particularmente propia para —un hipo— ser preparada...

—¿Dónde, señor?

—En el horno.

—¡Ah!

—En salsa.

—¡Eh!

—Como guisado.

—¿De veras?

—Para hacer estofados y fricandós. Y vea, yo soy buen chico y se la quiero ceder —un hipo—

barato —y el filósofo dio un golpecito en la barriga de su invitado.

—No pensaba en ello —dijo este, levantándose de su butaca.

El metafísico miró a su visitante con los ojos muy abiertos.

—No tengo, por el momento —dijo el invitado.

—Y —un hipo—, ¿y bien, qué?

—No dispongo de fondos.

—¿Cómo-o-o?

—Por otra parte, sería poco delicado...

—¿Caballero?

—Que me prevaliera.

—...—un hipo.

—Del estado asqueroso, e indigno de un hombre decente, en el que usted se halla.

Aquí el visitante se inclinó y desapareció de una manera poco explicable.

Y cuando Bon-Bon intentó lanzar una botella a la cabeza del Malo, tocó la fina cadena que colgaba del techo y sostenía la lámpara. Y, lámpara y Bon-Bon, rodaron por el suelo.

Doctores con mascarillas
Doctores con mascarillas

Pérdida de aliento

 

 

Loss of breath, 1832

 

(Una historia que no es de “Blackwood” ni lo ha sido nunca)

¡Oh, no respires!, etc.

Melodías de Moore

—¡Oh, tú, desgraciada! ¡Oh, tu, zorra! ¡Oh, tú, víbora! —le dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestra boda—. ¡Oh, tú, bruja! ¡Oh, tú, espanto! ¡Tú, bocazas! ¡Apestas a iniquidad!

¡Oh, tú, quintaesencia de todo lo que es abominable! Tú... tú...

En ese momento la agarré por el cuello, me puse de puntillas, y acercando mi boca a su oído estaba a punto de dirigirle un nuevo epíteto oprobioso, que inevitablemente la hubiera convencido, de haberlo podido pronunciar, de su insignificancia, cuando con gran horror y asombro descubrí que yo había perdido la respiración.

Las frases “me he quedado sin respiración”, “he perdido el aliento”, aparecen con bastante frecuencia en las conversaciones normales; pero jamás se me hubiera podido ocurrir el pensar que el terrible accidente al que me refiero pudiera de hecho bona fide ocurrir. Imagínense ustedes, es decir, si son ustedes personas imaginativas; imagínense, digo, mi asombro, mi consternación, mi desesperación.

Tengo una virtud, no obstante, que nunca me ha abandonado del todo. Incluso en mis más ingobernables estados de ánimo, mantengo aún mi sentido de la propiedad, et le chemin des passions me conduit, como a Lord Edouard en “Julie”, á la philosopie véritable.

Aunque al principio no pude verificar hasta qué punto me había afectado aquel suceso, decidí ocultárselo a toda costa a mi mujer hasta que ulteriores experiencias me revelaran la extensión de mi asombrosa calamidad. Por lo tanto, alterando al instante la expresión de mi cara, y sustituyendo mis congestionadas y distorsionadas facciones por un gesto de traviesa y coqueta benignidad, le di a mi dama una palmadita en una mejilla y un beso en la otra, y sin pronunciar una sílaba (¡demonios; no podía!) la dejé asombrada por mi extraño comportamiento, y salí haciendo las piruetas de un pas de zephyr.

Imagínenme entonces a salvo en mi boudoir privado, un terrible ejemplo de las malas consecuencias de la irascibilidad: vivo, pero con todas las características de los muertos; muerto, pero con todas las inclinaciones de los vivos. Una verdadera anomalía sobre la faz de la tierra, totalmente calmado pero sin respiración.

¡Sí! Sin respiración. Hablo en serio al afirmar que carecía por completo de respiración. No hubiera podido mover ni una pluma con ella, aunque mi vida hubiera estado en juego, ni siquiera hubiera podido empañar la delicadeza de un espejo. ¡Cruel destino! Aun así hallé algo de consuelo a mi primer paroxismo de dolor. Descubrí, después de mucho probar, que mi capacidad de hablar que, a la vista de mi incapacidad para continuar la conversación con mi esposa, había creído desaparecida por completo, estaba sólo parcialmente disminuida, y descubrí que si en el transcurso de aquella interesante crisis hubiera intentado hablar con un tono singularmente profundo y gutural, podría haber seguido comunicándole mis sentimientos a ella; y que este tono de voz (el gutural) no depende, por lo que pude ver, de la corriente de aire provocada por la respiración, sino de ciertos movimientos espasmódicos de los músculos de la garganta.

Dejándome caer sobre una Silla estuve durante cierto tiempo sumido en la meditación. Mis reflexiones no eran, no cabe duda, precisamente consoladoras. Un millar de imágenes vagas y lacrimosas se apoderaron de mi alma, e incluso pasó por mi imaginación la idea del suicidio; pero es una característica de la perversidad de la naturaleza humana el rechazar lo obvio y lo inmediato a cambio de lo equívoco y lo lejano. Así, pues, me eché a temblar ante la idea de mi auto - asesinato, considerándola decididamente una atrocidad, mientras la gata runruneaba a todo meter sobre la alfombra, y el mismo perro de aguas jadeaba con gran asiduidad debajo de la mesa, atribuyéndole ambos un gran valor a la fuerza de sus pulmones, y haciéndolo todo con el evidente propósito de burlarse de mi incapacidad.

Oprimido por un tumultuoso alud de vagas esperanzas y miedos, oí por fin los pasos de mi esposa que descendía por la escalera. Estando ya seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.

Cerrando cuidadosamente la puerta desde dentro, inicié una intensa búsqueda. Era posible, pensaba yo, que oculto en algún oscuro rincón o escondido en algún cajón o armario pudiera encontrar aquel objeto perdido que buscaba. Tal vez tuviera forma vaporosa, incluso era posible que fuera tangible. La mayor parte de los filósofos son muy poco filosóficos con respecto a muchos aspectos de la filosofía. No obstante, William Godwin3 dice en su “Mandeville” que “las únicas realidades son las cosas invisibles”, y esto, como estarán todos ustedes de acuerdo, era un caso típico. Me gustaría que el lector juicioso lo pensara bien antes de afirmar que tal aseveración contiene una injustificada cantidad de lo absurdo. Anaxágoras, como todos recordarán, mantenía que la nieve es negra, y desde entonces he tenido ocasión de comprobar que esto es cierto.

Durante largo tiempo continué investigando con gran ardor, pero la despreciable recompensa que obtuvo mi perseverancia no fue más que una dentadura postiza, dos pares de caderas, un ojo y cierto número de billets-doux que el señor Windenough había mandado a mi esposa. Tal vez sea oportuno señalar que esta confirmación de las inclinaciones que mi dama sentía por el señor W. me produjeron poco desasosiego. Que la señora Lackobreath admirara algo tan distinto de mí era un mal natural y necesario. Yo soy, como todo el mundo sabe, de aspecto robusto y corpulento, siendo, al mismo tiempo, de estatura un tanto baja. ¿A quién puede entonces extrañar que aquel conocido mío, delgado como una espingarda y de una estatura que ha llegado a convertirse en proverbial, encontrara gran estima a los ojos de la señora Lackobreath? Sin ser correspondido, no obstante.

Mi trabajo, como ya había dicho antes, resultó infructuoso. Armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón, fueron examinados sin conseguir nada. No obstante, en una ocasión, me pareció haber encontrado lo que buscaba, habiendo roto accidentalmente, al hurgar en una cómoda, una botella de aceite de los Arcángeles de Grandjean, el cual, siendo como es un agradable perfume, me tomo aquí la libertad de recomendarles.

Con un gran peso en el corazón volví a mi Boudoir para buscar allí algún método para eludir la agudeza de mi esposa hasta que pudiera hacer los arreglos necesarios antes de abandonar el piáis, porque a este respecto ya había tomado una decisión. En un clima extraño, siendo un desconocido, tal vez podría, con un cierto margen de seguridad, intentar ocultar mi desgraciada calamidad: una calamidad calculada, más aún incluso que la miseria, para privamos de los afectos de la multitud y para traer sobre el pobre desgraciado la muy merecida indignación de la gente feliz y virtuosa. Mis dudas duraron poco. Siendo por naturaleza un hombre de decisiones rápidas, me grabé en la memoria la tragedia completa de “Metamora”. Tuve la buena suerte de recordar que en la acentuación de este drama o, al menos, en la parte correspondiente al héroe, los tonos de voz que eran para mí inalcanzables, resultaban innecesarios, y que el tono que debía prevalecer monótonamente a todo lo largo de la obra era el gutural profundo.

Practiqué durante algún tiempo a la orilla de un pantano muy frecuentado. En este caso, no obstante, careciendo de toda referencia a que Demóstenes hubiera hecho algo similar, y más bien llevado por una idea particular y conscientemente mía. Cubiertas así mis defensas, decidí hacer creer a mi esposa que me había visto súbitamente asaltado por una gran pasión por el escenario. En esto mi éxito tuvo las proporciones de un milagro; y me encontré en libertad de replicar a todas sus preguntas o sugestiones con algún pasaje de la tragedia en mis tonos más sepulcrales y parecidos al croar de una rana, lo que, según pude observar, se podía aplicar a casi cualquier circunstancia con buenos resultados. No obstante, no se debe suponer que al recitar los dichos pasajes prescindía de mirar con los ojos entrecerrados, de enseñar los dientes, de mover mis rodillas, de arrastrar los pies o de hacer cualquiera de esas gracias innominables que ahora se consideran con justicia características de un actor popular. Desde luego hablaron de ponerme la camisa de fuerza, pero, ¡bendito sea Dios!, jamás sospecharon que me hubiera quedado sin respiración.

Finalmente, habiendo puesto en orden mis asuntos, me senté a muy temprana hora de la mañana en el correo que iba a..., dejando entrever, entre mis amistades, que asuntos de la mayor importancia requerían mi inmediata presencia en aquella ciudad.

El coche estaba absolutamente atestado, pero en la incierta penumbra no había forma de distinguir las facciones de mis compañeros de viaje. Sin oponer ninguna resistencia acepté el ser colocado entre dos caballeros de colosales proporciones; mientras que un tercero, una talla mayor, excusándose por la libertad que iba a tomarse, se arrojó sobre mi cuerpo a todo lo largo que era y, durmiéndose al instante, ahogó todas mis protestas en un ronquido que hubiera hecho enrojecer de vergüenza a los bramidos del toro de Phalaris. Afortunadamente, el estado de mis facultades respiratorias convertían la muerte por asfixia en un accidente totalmente fuera de la cuestión.

No obstante, al ir aumentando la luz al acercarnos a la ciudad, mi torturador se levantó, y ajustándose el cuello de la camisa, me dio las gracias muy amistosamente por mi amabilidad.

Viendo que yo permanecía inmóvil (todos mis miembros estaban dislocados y mi cabeza vuelta hacia un lado), empezó a sentir cierta aprensión, y despertando al resto de los pasajeros les comunicó con tono muy decidido que en su opinión les habían metido durante la noche a un hombre muerto a cambio de un hombre vivo y responsable, que además era su compañero de viaje; al llegar aquí me dio un puñetazo en el ojo derecho, a modo de demostración de la veracidad de sus palabras.

A raíz de esto todos creyeron su deber tirarme de la oreja uno por uno (había nueve en total).

Un joven médico, habiendo aplicado un espejo de bolsillo a mi boca, y al encontrarme carente de respiración, afirmó que lo que había dicho mi perseguidor era cierto; y todo el grupo expresó su determinación de no aguantar pacíficamente tales imposiciones en el futuro y de no dar un solo paso más de momento con un cadáver a cuestas.

En consecuencia, fui arrojado fuera bajo la señal del “Crow” (taberna por delante de la cual pasaba casualmente el coche en aquel momento), sin más contratiempos que la fractura de mis dos brazos, por encima de los cuales pasó la rueda trasera izquierda del vehículo. También debo hacer justicia al conductor y decir aquí que no se le olvidó tirar detrás de mí el mayor de mis baúles, que cayó desgraciadamente sobre mi cabeza y me fracturó el cráneo de una forma a la vez interesante y extraordinaria.

El dueño del “Crow”, que es un hombre hospitalario, al verificar que había en mi baúl más que suficiente para indemnizarle por cualquier molestia que pudiera tomarse, mandó buscar a un cirujano amigo suyo, y me puso en sus manos, junto con una factura y un recibo por diez dólares.

El comprador me llevó a sus habitaciones y empezó inmediatamente con las operaciones. Una vez que hubo cortado mis orejas, no obstante, descubrió señales de vida. Hizo sonar entonces la campana y mandó a buscar a un farmacéutico de la vecindad para consultarle. Por si sus sospechas con respecto a mi estado resultaban finalmente confirmadas, él, mientras tanto, realizó una incisión en mi estómago, guardándose varias vísceras para hacer la disección en privado.

El farmacéutico tenía la impresión de que yo estaba muerto de verdad. Yo intenté refutar esta idea pateando y agitándome con todas mis fuerzas, y haciendo todo tipo de furiosas contorsiones, ya que las operaciones del quirófano me habían devuelto en cierta medida a la posesión de mis facultades. No obstante, todos mis esfuerzos fueron atribuidos a los efectos de una nueva pila galvánica, con la cual el farmacéutico, que es un hombre realmente informado, realizó diversos experimentos curiosos, en los cuales, debido a la parte que yo jugaba en ellos, no pude evitar el sentirme profundamente interesado. No obstante, era para mí una fuente de gran mortificación el que, a pesar de haber hecho varios intentos por hablar, mis poderes en ese sentido estuvieran tan disminuidos que ni siquiera podía abrir la boca; mucho menos, por lo tanto, dar la réplica a algunas ingeniosas pero fantásticas teorías, a las cuales, en otras circunstancias, mi profundo conocimiento de la patología Hipocrática podría haber suministrado una rápida refutación.

Incapaz de llegar a ninguna conclusión, los dos hombres decidieron conservarme para ulteriores exámenes. Fui trasladado a una buhardilla, y una vez que la mujer del cirujano me hubo puesto calzoncillos y calcetines, y el propio cirujano me hubo atado las manos y la mandíbula con un pañuelo de bolsillo, cerraron la puerta desde fuera y se fueron a toda prisa a comer, dejándome solo y sumido en el silencio y la meditación.

Descubrí entonces, con gran satisfacción, que podría haber hablado de no haber tenido la mandíbula atada con el pañuelo. Consolándome con esta idea estaba recitando mentalmente algunos pasajes de la “Omnipresencia de la Deidad”, como tengo por costumbre hacer antes de entregarme al sueño, cuando dos gatos de temperamento veraz y vituperable que acababan de entrar por un agujero de la pared, saltaron haciendo una cabriola a la Catalani y, aterrizando cada uno a un lado de mi cara, se enzarzaron en una indecorosa discusión por la negligible posesión de mi nariz.

Pero, al igual que la pérdida de sus orejas, supuso el ascenso al trono de Cirus, el Magián o Mige - gush de Persia, y al igual que la pérdida de su nariz, dio a Zopyrus la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de mis facciones, resultaron ser la salvación de mi cuerpo.

Excitado por el dolor y ardiente de indignación, rompí al primer intento mis ataduras y el vendaje.

Mientras cruzaba el cuarto, dirigí una mirada de desprecio a los beligerantes, y abriendo la ventana, con gran horror y desilusión por su parte, me precipité por ella, con gran destreza.

El ladrón de correos W..., con quien yo tenía singular parecido, estaba en aquel momento en tránsito desde la cárcel de la ciudad al cadalso erigido para su ejecución en los suburbios. Su extrema debilidad y su perenne mala salud le habían supuesto el privilegio de ir sin esposas, y vestido con su traje de ahorcado, muy similar al mío; yacía cuan largo era en el fondo del carro del verdugo (que casualmente estaba bajo las ventanas del cirujano en el momento de mi caída), sin más guardia que el conductor, que iba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería, que estaban borrachos: Quiso mi mala suerte que cayera de pie al interior del vehículo. W..., que era un individuo con grandes reflejos, vio su oportunidad. Saltando inmediatamente, salió del carro, y metiéndose por una callejuela, se perdió de vista en un abrir y cerrar de ojos. Los reclutas, despertados por la agitación, fueron incapaces de captar la transacción. Viendo, no obstante, a un hombre exactamente igual que el felón de pie en medio del carro ante sus ojos, llegaron a la conclusión de que el muy sinvergüenza (refiriéndose a W...) estaba intentando escapar (así fue como se expresaron), y después de comunicarse el uno al otro esta opinión, echaron un trago de aguardiente cada uno, y después me derribaron con las culatas dé sus mosquetes.

No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, no había nada que decir en mi defensa. Mi destino inevitable era ser colgado. Me resigné a ello por lo tanto, con una sensación medio estúpida, medio sarcástica. Siendo poco cínico, sentía aproximadamente lo mismo que sentiría un perro. El verdugo, no obstante, ajustó el lazo alrededor de mi cuello. La trampilla se abrió.

Me abstendré de describir mis sensaciones en la horca, aunque sin duda podría hablar al respecto, y es un tema sobre el que nadie ha sabido hablar con propiedad. De hecho, para escribir acerca de semejante tema, es necesario haber sido ahorcado. Los autores deberían limitarse a hablar de temas sobre los que han tenido experiencia. Así fue como Marco Antonio compuso un tratado acerca de cómo emborracharse.

Podía, no obstante, mencionar, aunque sólo sea de pasada, que no me sobrevino la muerte. Mi cuerpo estaba allí, pero no tema respiración que perder, aun colgado, y si no hubiera sido por el nudo que había bajo mi oreja izquierda (que, por la textura, parecía ser de procedencia militar), me atrevería a decir que do hubiera experimentado casi ninguna molestia. En cuanto al tirón que sufrió mi cuello con la caída, resultó simplemente un correctivo para la torcedura que me había producido el caballero gordo del coche.

No obstante, y con muy buenos motivos, hice todo lo que pude porque la multitud presenciara un espectáculo digno de las molestias que se habían tomado. Según dicen, mis convulsiones fueron extraordinarias. Mis espasmos hubieran sido difíciles de superar. El populacho pedía un encoré.

Varios caballeros se desmayaron, y una gran multitud de damas tuvieron que ser llevadas a sus casas con ataques de histeria. Pinxit se aprovechó de la oportunidad para retocar, a partir de un bosquejo que hizo allí mismo, su admirable cuadro de el Marsyas siendo desollado vivo.

Cuando ya les hube procurado suficiente diversión, consideraron que sería lo más adecuado quitar mi cuerpo de la horca, tanto más cuanto que el verdadero reo había sido capturado y reconocido entre tanto, hecho que yo tuve la mala suerte de no conocer.

Por supuesto que todo el mundo manifestó gran simpatía por mí, y ya que nadie reclamó mí cuerpo, se ordenó que fuera enterrado en un panteón público.

Allí, después de un intervalo de tiempo adecuado, fui depositado. El sacristán se fue y me quedé solo. Una frase del “Descontento”, de Marston:

“La muerte es un buen muchacho,

y siempre tiene las puertas abiertas...”

me pareció en aquel momento una abominable mentira.

No obstante, arranqué la tapa de mi ataúd y salí. Aquel lugar era tremendamente siniestro y húmedo, me empecé a sentir repleto de ennui. A modo de entretenimiento, anduve a ciegas entre los numerosos ataúdes, dispuestos en orden a mi alrededor. Los bajaba uno por uno, y abriéndolos, me dedicaba a especular acerca de las muestras de mortalidad que habitaba en su interior.

Esto monologaba yo, tropezando con un cadáver congestionado, hinchado y rotundo:

«Esto ha sido, sin duda, en el más amplio sentido de la palabra, un hombre infeliz, desafortunado. Ha sido su terrible suerte el no poder andar normalmente, sino anadear, pasar por la vida no como un ser humano, sino como un elefante; no como un hombre, sino como un rinoceronte.

»Sus intentos de moverse en la vida han sido abortados, sus movimientos circungiratorios, un palpable fracaso. Intentando dar un paso hacia adelante ha tenido la desgracia de dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se limitan a la poesía de Crabbe. No puede haber tenido ni idea de lo maravilloso de una pirouette. Para él, un pos de papillon no ha sido más que un concepto en abstracto. Jamás ha llegado a la cumbre de una colina. Jamás ha podido divisar desde lo alto de un campanario la gloría de ninguna metrópolis. El calor ha sido su enemigo mortal. En los días de perros, sus días han sido los días de un perro. En ellos ha soñado con llamas y ahogos, con montanas y más montañas, con Pellón sobre Ossa. Siempre le faltaba la respiración, en una palabra, le faltaba la respiración. Le parecía extravagante tocar instrumentos de viento. Él fue el inventor de los abanicos semovientes, las velas de viento y los ventila» dores. Patrocinó a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente al intentar fumarse un cigarro. Su caso era uno por el que yo sentía gran interés, y con el que simpatizaba en gran medida.

«Pero aquí —dije yo—, aquí, arrastrando despreciativamente de su receptáculo una forma alta, delgada y de aspecto peculiar, cuya notable apariencia me hizo sentir una indeseada sensación de familiaridad, aquí hay un desgraciado que no tiene derecho a esperar ninguna conmiseración terrena».

Al decir esto, y para conseguir una más clara visión del individuo, le sujeté por la nariz con el pulgar y el índice, y haciéndole asumir sobre el suelo la posición de sentado, le mantuve así, con mi brazo extendido, mientras continuaba mi soliloquio.

“Que no tiene derecho —repetí— a esperar ninguna conmiseración terrena. En efecto, ¿a quién se le podría ocurrir tener compasión de una sombra? Lo que es más, ¿acaso no ha disfrutado él ya de una parte más que suficiente de los bienes de la mortalidad? Él fue el origen de los monumentos elevados, altas torres, pararrayos, álamos de Italia. Su tratado acerca de “Tonos y Sombras” le ha inmortalizado. Editó con distinguida habilidad la última edición de “”Al sur en el Bones”. Fue joven a la Universidad y estudió Ciencias Neumáticas. Después volvió a casa, hablaba incesantemente y tocaba la trompa. Favorecía el uso de la gaita. El capitán Barclay, que caminó contra el Tiempo, fue incapaz de caminar contra él. Windham y Allbreath eran sus escritores favoritos. Su artista favorito, Phiz. Murió gloriosamente mientras inhalaba gas, levique flatu conrupitur, como la fama pudicitiae en Hieronymus.4 Era indiscutiblemente un...

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —me interrumpió el objeto de mi animadversión, jadeando y arrancándose con un esfuerzo desesperado la venda que rodeaba sus mandíbulas—.

¿Cómo se atreve, Sr. Lackobreath a ser tan infernalmente cruel como para pellizcarme la nariz de esa manera? ¿Acaso no vio usted que me habían sujetado la mandíbula, y tiene usted que saber, si es que sabe algo, que tengo que disponer de una enorme cantidad de aire? No obstante, si es que no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación, es realmente un gran descanso el poder abrir la boca, el poder explayarse, poder comunicar con una persona como usted, que no se considera obligado a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de un caballero. Las interrupciones son muy molestas, y deberían sin duda ser abolidas, ¿no le parece?... No conteste, se lo ruego, conque hable una persona a la vez es suficiente. Cuando yo haya acabado, podrá empezar usted. ¿Cómo demonios, señor, ha llegado usted aquí? Ni una palabra, se lo ruego... por mi parte, yo llevo aquí algún tiempo. ¡un terrible accidente! ¿Habrá oído hablar de ello, supongo? ¡Catastrófica calamidad!

Pasaba yo por debajo de sus ventanas, hace poco tiempo, en la época en la que tema usted la manía del teatro, y, ¡horrible ocurrencia! Habrá oído usted decir eso de coger aire, ¿eh? ¡Silencio hasta que yo se lo diga! ¡Pues yo cogí el aire de alguna otra persona! Siempre tuve demasiado del mío, y me encontré con Blab en la esquina de la calle y no me dio la oportunidad de decir ni una palabra, no conseguí meter una sílaba ni de costado, en consecuencia tuve un ataque de epilepsia... Blab se escapó... ¡malditos sean los idiotas!... me dieron por muerto y me metieron en este lugar... ¡todo muy bonito!... He oído todo lo que ha dicho acerca de mí... No había ni una sola palabra cierta en todo ello... ¡Horrible!... ¡Maravilloso!... ¡Repugnante!... ¡Odioso!... ¡Incomprensible!... etcétera, etcétera... etcétera... etcétera... Resulta imposible concebir mi asombro ante un discurso tan inesperado, o el júbilo con el que gradualmente me fui convenciendo de que el aire tan afortunadamente cogido por aquel caballero (al que pronto identifiqué con mi vecino Windenough) era de hecho la expiración que se me había perdido a mí durante la conversación con mi esposa. El tiempo, el lugar y las circunstancias convertían aquello en algo más allá de toda posibilidad de discusión. No obstante, no solté inmediatamente la probóscide del Sr. W..., al menos no durante el largo período de tiempo durante el cual el inventor de los álamos italianos continuó favoreciéndome con sus explicaciones.

En este sentido, mis actos estaban dominados por esa prudencia habitual que ha sido siempre mi característica predominante. Reflexioné que podía haber aún muchas dificultades en el camino de mi preservación, que sólo grandes esfuerzos por mi parte podrían llevarme a superar. Muchas personas, consideré, son dadas a valorar las comodidades que tienen en sus manos, por poco valiosas que puedan resultar a su propietario, por muy molestas u onerosas que sean, en razón directa a las ventajas que puedan obtener los demás de su posesión, o ellos mismos de su abandona

¿No sería tal vez éste el caso del Sr. Windenough? Al manifestar mi interés por esa respiración que en aquel momento estaba deseando perder de vista, ¿no estaría acaso poniéndome a merced de los ataques de su avaricia? Hay muchos seres ruines en este mundo, recordé con un suspiro, que no tendrían escrúpulos en jugar con ventaja incluso contra el vecino de al lado, y (este comentario es de Epictetus) es precisamente en esos momentos en que los hombres están más deseosos de librarse de la carga de sus propias calamidades, en los que se sienten menos dispuestos a aliviar la carga de los demás.

Basándome en consideraciones similares a ésta, y manteniendo aún bien sujeta la nariz del Sr.

W..., me pareció propio lanzar mi respuesta.

—¡Monstruo! —empecé con un tono de la más profunda indignación—. ¡Monstruo! E idiota con doble respiración... ¿os atrevéis acaso, digo, vos, a quien los cielos han castigado por vuestras iniquidades con una doble respiración... Osáis vos, insisto, dirigiros a mí con el tono familiar con el que os dirigiríais a un conocido?... “Miento” ¡El cielo me valga! Y “estese callado”. ¡Cómo no!

¡Bonita conversación, sin duda, para un caballero que disfruta de una sola respiración! Y todo esto, además, cuando yo tengo en mis manos la posibilidad de aliviar la calamidad que usted, con tanta justicia, sufre; de recortar lo superfino de su desgraciada respiración.

Al igual que Brutus, hice una pausa en espera de respuesta, con la cual, como si fuera un tomado, me abrumó inmediatamente el Sr. Windenough. Protesta tras protesta, y excusa tras excusa. No existía ningún término que no estuviera dispuesto a aceptar, y yo no dejé de sacar ventaja de ninguno de ellos.

Una vez resueltos los preliminares, aquel conocido mío me dio la respiración, por lo cual (después de examinarla cuidadosamente) le di un recibo.

Soy consciente de que para muchos yo seré culpable de hablar de una manera tan prosaica de una transacción tan impalpable. Posiblemente piensen que debería haber narrado con más detalle y minuciosidad un hecho por medio del cual, y esto es muy cierto, se podría arrojar mucha luz sobre una interesante rama de la filosofía física.

Lamento no poder responder a todo esto. Tan sólo me puedo permitir dar una pequeña pista a modo de respuesta. Dadas las circunstancias... aunque pensándolo mejor creo que será mucho más seguro decir lo menos posible acerca de un asunto tan delicado, tan delicadas, repito, que en aquel momento incluían los intereses de una tercera persona, en cuyo sulfuroso resentimiento no tengo, de momento, ninguna gana de incurrir.

No tardamos gran cosa, una vez hechos los arreglos precisos, en escaparnos de los sótanos del sepulcro. La fuerza conjunta de nuestras resucitadas voces se hizo rápidamente evidente. Scissors, el editor Whig, reeditó un tratado acerca de “La naturaleza y origen de los ruidos subterráneos”. En las columnas de una gaceta democrática apareció una respuesta, luego, una contrarréplica, una refutación y una justificación. Tan sólo, después de haber abierto el panteón para decidir cuál de los dos tenía razón, la aparición del Sr. Windenough y mía demostró a ambos que estaban totalmente equivocados.

Peregrinación en Jerusalén
Peregrinación en Jerusalén

Cuento de Jerusalén

 

A Tale of Jerusalem, 1832

Intensos rigidam in frontem ascendere canos

passus erat...

LUGANO

Corramos hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Leví y Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Taammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno—; corramos hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; porque es la hora cuarta de la cuarta vela y el sol ha salido; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para el sacrificio.

Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Leví eran los gizbarims o sub-recaudadores de las ofrendas, en la santa ciudad de Jerusalén.

—Tienes razón —replicó el fariseo—, corramos; porque esta generosidad es inusitada en los gentiles; y la inconstancia ha sido siempre una virtud de los adoradores de Baal.

—Que no son constantes y que son traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Leví—; pero eso sólo se refiere al pueblo de Adonai.

¿Se ha visto alguna vez que los ammonitas luchasen en contra de sus propios intereses? Pienso que no son muy generosos al darnos corderos para el altar del Señor, a cambio de treinta siclos de plata por cabeza.

—Sin embargo olvidas, Ben-Leví —contestó Abel-Phittim— que el romano Pompeyo, que es el impío que ahora asedia la ciudad del Altísimo, no está seguro de que no destinemos los corderos comprados para el altar para el sustento del cuerpo, más bien que para el del espíritu.

—Pero ¡por las cinco puntas de mi barba! —gritó el fariseo, que era miembro de la secta de los Magulladores (un pequeño grupo de santos cuyo modo de magullarse y destrozarse los pies contra el pavimento era desde antiguo una espina y un reproche para los devotos menos celosos, un obstáculo para los caminantes menos iluminados—, ¡por las cinco puntas de mi barba, que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos vivido para ver el día en que un blasfemo e idólatra romano nos va a acusar de saciar los apetitos de la carne con los elementos más santos y consagrados?

¿Hemos vivido para ver el día en que...?

—Dejemos de considerar los motivos del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—, porque ahora nos aprovechamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; pero vayamos de prisa hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el altar, cuyo fuego nunca podrá extinguir la lluvia del cielo, y cuyos pilares de humo no podrá abatir ninguna tempestad.

El punto de la ciudad hacia el que se apresuraban nuestros dignos gizbarims, y que tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era considerado como el barrio mejor fortificado de Jerusalén; estaba situado sobre la escarpada y alta colina de Sión. Allí un foso ancho, profundo y circular, cavado en la sólida roca, era defendido por una muralla de gran fortaleza, erigida sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a espacios regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja era de sesenta codos y la más alta de ciento veinte. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, la muralla estaba interrumpida al borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la zanja y la base de aquélla se levantaba perpendicularmente una roca de doscientos cincuenta codos de altura, que formaba parte del escarpado del monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que rodean Jerusalén, y lugar señalado para parlamentar con el ejército sitiador—, vieron abajo el campamento enemigo desde una altura superior en muchos pies a la pirámide de Cheops, y en algunos al templo de Belus.

—Verdaderamente —suspiró el fariseo, mientras sentía vértigo al mirar hacia abajo—, los incircuncisos son como las arenas a la orilla del mar o las langostas en el desierto. El valle del Rey ha llegado a ser el valle de Adommin.

—Y sin embargo —añadió Ben-Leví—, no te será posible señalarme un filisteo; no, ni uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca mayor que la letra Jod.

—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una voz ronca y áspera que parecía salir de las regiones de Plutón—; bajad la cesta con esa maldita moneda que estropea la boca de un noble romano cuando la pronuncia. ¿Así mostráis vuestra gratitud a nuestro jefe Pompeyo, quien, condescendiente, ha consentido en escuchar vuestras inoportunidades idólatras? El dios Febo, que es un verdadero dios, ha emprendido su marcha en el carro hace una hora, y ¿no debíais estar sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los conquistadores de la tierra, no tenemos nada más que hacer que traficar en cada muralla de la tierra con los perros? ¡Bajad el cesto! Os lo repito, y mirad bien que vuestro fraude tenga el brillo y el peso exactos.

—¡El Elohim! —gritó el fariseo, mientras los recios acentos del centurión retumbaban por el precipicio y venían a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi-Ben-Leví, que eres experto en las leyes de los gentiles y que has vivido entre los que se manchan con los teraphims, ¿es de Nergal de quien habla el idólatra o de Ashimah o de Nibhaz o de Tartak o de Adramalech o de Anamalech o de Succoth-benith o de Dagón o de Belial o de Baal-Perith o de Baal-Peor o de Baal-Zebub?

—Ciertamente, no se trata de ninguno de ésos; pero anda con cuidado y no dejes que se deslice la cuerda demasiado rápidamente entre tus dedos, porque podría engancharse en aquella roca saliente que hay allá abajo y tirarías desgraciadamente las cosas santas del templo.

Por medio de un rudo mecanismo, la pesada cesta fue descendida cuidadosamente entre la multitud, y desde su altísimo pináculo veían a los romanos arremolinarse en torno a ella; pero a causa de la gran altura y de la niebla predominante no podían distinguir claramente sus operaciones.

Ya había pasado media hora.

—Llegaremos tarde —suspiró el fariseo, mirando al abismo entonces—; llegaremos demasiado tarde. Seremos echados de nuestro empleo por los katholim.

—Nunca —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a festejarnos con la grasa de la tierra; nunca más nuestras barbas serán perfumadas con incienso; nunca más el fino lino del templo ceñirá nuestros ríñones.

—¡Raca! —juró Ben-Leví—. ¡Raca! ¿Tienen intención de robarnos el dinero del mercado?

¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?

—¡Por fin han hecho la señal! —gritó el fariseo—. ¡Por fin han hecho la señal! ¡Tira, Abel-Phittim! ¡Y tú, Buzi-Ben-Leví, ayuda también, porque los filisteos retienen aún el cesto, o, de lo contrario, el Señor ha ablandado sus corazones y les ha hecho poner en él un cordero de buen peso!

Y los gizbarims tiraban, mientras se balanceaba el cesto pesadamente entre la niebla, que seguía haciéndose más densa.

—¡Maldición! —así exclamó al cabo de una hora Ben-Leví, cuando vio un poco confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los pastos de Enjedí, y tan arrugado como el valle de Josafat.

—Es el primer parido del rebaño —dijo Abel-Phittim—, lo conozco por el balido y la inocencia de sus miembros. Sus ojos son más bellos que las joyas del pectoral, y su carne es como la miel de Ebrón.

—Es un ternero cebado de los pastos de Basham —dijo el fariseo—. ¡Los gentiles se han portado a las mil maravillas con nosotros! ¡Unamos nuestras voces en un salmo! ¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche!

Cuando el cesto llegó a unos pocos pies de distancia de los gizbarims, un ronco gruñido descubrió a sus oídos un cerdo de un gran tamaño.

—¡Vamos, El Emanu! —exclamaron lentamente los tres, con los ojos levantados al cielo.

Y cuando soltaron la bestia, se escapó corriendo por entre los filisteos.

—¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Ésa es la carne innombrable!

 

Hombre en la espalda del diablo
Hombre en la espalda del diablo

El duque de L'Omelette

 

The Duc de L'Omlette, 1832

Y pasó al punto a un clima más fresco.

COWPER

 

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?* ¡Almas innobles! El duque De L'Omelette pereció de un verderón. L'histoire en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d'Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque De L'Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.

Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.

El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? “Horreur! — chien— Baptiste!

— L'oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Sería superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.

— ¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.

—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.

—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó De L'Omelette— . He pecado, c'est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!

— ¿Tan qué? — dijo su Majestad— . ¡Vamos, señor, desnúdese!

— ¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad? ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque De L'Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombèrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?

— ¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías, una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos Pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.

—¡Caballero —replicó el duque— , no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto... au revoir!

Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.

El aposento era soberbio a un punto tal, que De L'Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No había techo...

ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.

Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De L'Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se sonrojaba.

¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¡acaso no pintó la ... ? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?

Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup — mais! El duque De L'Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!

Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!

Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una escena... De L'Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo tanto, il peut s'échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad.

Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n'ose pas refuser un jeu d'écarté.

¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al Pére Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds — dice— je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai á mes ortolons... que les cartes soient préparées!

Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De L'Omelette se llevó la mano al corazón .

Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano . Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.

— C'est á vous de faire —dijo su Majestad, cortando—. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en presentant leRoi.

Su Majestad pareció apesadumbrado.

Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista mientras se despedía de él, que s'il n'eût été De L'Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.

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