Mitad de la luna dentro del oceano de noche
Mitad de la luna dentro del oceano de noche

Dagón

 Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea —aunque no del todo— de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

 

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

 

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

 

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

 

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

 

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

 

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

 

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

 

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

 

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

 

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

 

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

 

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

 

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

 

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

 

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

 

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios—Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

 

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

 

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

Un gato negro y una calavera
Un gato negro y una calavera

El gato negro

No espero ni imploro que se me crea en el relato más salvaje y a la vez más atroz que estoy a punto de escribir. Sería una locura esperarlo, en un caso en el que mis propios sentidos rechazan su propia evidencia. Sin embargo, no estoy loco, y con toda seguridad no sueño. Pero mañana muero, y hoy quiero aliviar mi alma. Mi propósito inmediato es exponer ante el mundo, de forma clara, breve y sin comentarios, una serie de meros acontecimientos domésticos. Por sus consecuencias, estos eventos me han aterrorizado, torturado y destruido. Sin embargo, no intentaré explicarlos. Para mí, no han presentado más que horror; a muchos les parecerán menos terribles que los barrocos. En el futuro, tal vez, se encuentre algún intelecto que reduzca mi fantasma al lugar común, algún intelecto más calmado, más lógico y mucho menos excitable que el mío, que perciba, en las circunstancias que detallo con asombro, nada más que una sucesión ordinaria de causas y efectos muy naturales. 

Desde mi infancia me distinguí por la docilidad y humanidad de mi carácter. Mi ternura de corazón era incluso tan llamativa que me convertía en la burla de mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me mimaron con una gran variedad de mascotas. Con ellos pasaba la mayor parte del tiempo, y nunca me sentía tan feliz como cuando los alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de mi carácter creció con mi crecimiento, y en mi madurez, derivé de ella una de mis principales fuentes de placer. Para aquellos que han sentido afecto por un perro fiel y sagaz, no necesito tomarme la molestia de explicar la naturaleza o la intensidad de la gratificación obtenida. Hay algo en el amor desinteresado y abnegado de un animal que llega directamente al corazón de quien ha tenido frecuentes ocasiones de poner a prueba la mísera amistad y la débil fidelidad de un simple hombre.

Me casé pronto, y me alegré de encontrar en mi esposa una disposición que no era incompatible con la mía. Observando mi predilección por los animales domésticos, ella no perdió la oportunidad de adquirir los más agradables. Teníamos pájaros, peces dorados, un buen perro, conejos, un pequeño mono y un gato.

Este último era un animal extraordinariamente grande y hermoso, completamente negro y sagaz hasta un extremo asombroso. Al hablar de su inteligencia, mi esposa, que en el fondo estaba bastante impregnada de superstición, aludía con frecuencia a la antigua noción popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disfrazadas. No es que ella hablara en serio sobre este punto, y menciono el asunto sin más razón que la de recordarlo en este momento.

Plutón —así se llamaba el gato— era mi mascota favorita y mi compañero de juegos. Sólo yo le daba de comer y él me acompañaba a todas partes de la casa. Incluso con dificultad podía evitar que me siguiera por las calles.

Nuestra amistad duró, de este modo, varios años, durante los cuales mi temperamento y mi carácter en general —por obra del demonio de la inmoderada bebida— habían experimentado (me sonroja confesarlo) una radical alteración a peor. Me volví, día tras día, más malhumorado, más irritable, más indiferente a los sentimientos de los demás. Me permitía usar un lenguaje inadecuado con mi esposa. Al final, incluso ejercí violencia personal contra ella. Mis mascotas, por supuesto, sintieron el cambio en mi forma de ser. No sólo los descuidé, sino que los maltraté. Por Plutón, sin embargo, aún conservaba suficiente afecto para no maltratarlo, como no tenía escrúpulos en maltratar a los conejos, al mono o incluso al perro, cuando por accidente o por afecto se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad crecía en mí —¡qué enfermedad es como el alcohol!— y, al final, hasta Plutón, que ya se estaba haciendo viejo y, por consiguiente, algo malhumorado, empezó a experimentar los efectos de mi mal genio.

Una noche, volviendo a casa, muy borracho, de uno de mis garitos de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me hizo una pequeña herida en la mano con los dientes. La furia de un demonio me poseyó al instante. Ya no me conocía. Mi alma original pareció, al instante, huir de mi cuerpo y una malicia más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi cuerpo. Saqué del bolsillo de mi chaleco una navaja, la abrí, agarré a la pobre bestia por el cuello y le corté deliberadamente un ojo de la cuenca. Me avergüenzo, me arrepiento, me estremezco, mientras escribo la maldita atrocidad.

Cuando recobré la cordura por la mañana, después de haber disipado los excesos del desenfreno nocturno, experimenté un sentimiento mitad de horror, mitad de remordimiento, por el crimen del que había sido culpable; pero fue, en el mejor de los casos, un sentimiento débil y engañoso, y mi alma permaneció intacta. Volví a sumirme en el exceso y pronto ahogué en vino todo recuerdo del acto.

Mientras tanto, el gato se recuperaba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso, pero ya no parecía sufrir dolor alguno. Recorrió la casa como de costumbre, pero, como era de esperar, huyó aterrorizado cuando me acerqué. Me quedaba tanto de mi antiguo corazón, que al principio me sentí apenado por esta evidente aversión por parte de una criatura que una vez me había amado tanto. Pero este sentimiento pronto dio paso a la irritación. Y entonces llegó, para mi final e irrevocable derrota, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta este espíritu. Sin embargo, no estoy más seguro de que mi alma vive, de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, o sentimientos, que dan sentido al carácter del hombre. ¿Quién no se ha encontrado, cien veces, cometiendo una acción vil o tonta, sin otra razón que la de reconocer que no debe hacerlo? ¿No tenemos una perpetua inclinación, en contra de nuestro mejor juicio, a violar lo que es Ley, simplemente porque entendemos que lo es? Este espíritu de la PERVERSIDAD, digo, vino a mi perdición final. Fue este insondable anhelo del alma de vejarse a sí misma —de ofrecer violencia a su propia naturaleza—, de hacer el mal sólo por el mal mismo, lo que me impulsó a continuar y finalmente a consumar la injuria que había infligido al animal inocente. Una mañana, con la sangre fría, le puse la soga al cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo colgué con lágrimas en los ojos y con el más amargo remordimiento en el corazón; lo colgué porque sabía que me había amado y porque sentía que no me había hecho daño alguno; —La colgué porque sabía que al hacerlo estaba cometiendo un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma inmortal hasta el punto de colocarla, si tal cosa fuera posible, más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios Más Misericordioso y Más Terrible.

La noche del día en que se cometió este cruel acto, me despertó el grito "fuego". Las cortinas de mi cama estaban en llamas. Toda la casa ardía. Con gran dificultad, mi esposa, un sirviente y yo escapamos del incendio. La destrucción era total. Toda mi fortuna fue devorada, y desde entonces me resigné a la desesperación.

Me sobrepasa la debilidad de intentar establecer una secuencia de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no deseo dejar imperfecto ni siquiera un posible eslabón. Al día siguiente del incendio, visité las ruinas. Las paredes, con una excepción, se habían derrumbado. Esta excepción se encontraba en una pared compartimentada, no muy gruesa, que se alzaba más o menos en la mitad de la casa, y contra la cual había descansado la cabecera de mi cama. El yeso había resistido aquí, en gran medida, la acción del fuego, hecho que atribuí a que había sido reparado recientemente. Alrededor de esta pared se había reunido una densa multitud, y muchas personas parecían estar examinando una parte concreta de la misma con una atención muy minuciosa y ávida. Las palabras "¡extraño! "y otras expresiones similares, excitaron mi curiosidad. Me acerqué y vi, como grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco. La impresión era de una exactitud realmente maravillosa. Había una cuerda alrededor del cuello del animal.

Cuando contemplé por primera vez esta aparición —pues apenas podía considerarla menos—, mi asombro y mi terror fueron extremos. Pero al fin la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que el gato había sido colgado en un jardín adyacente a la casa. Al producirse la alarma de incendio, el jardín había sido inmediatamente abarrotado por la muchedumbre, por alguno de los cuales el animal debió de ser cortado del árbol y arrojado, a través de una ventana abierta, a mi habitación. Probablemente lo habían hecho para despertarme del sueño. La caída de otras paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en la sustancia del yeso recién colocado; la cal del cual, con las llamas y el amoníaco del cadáver, había realizado entonces el retrato tal como yo lo vi.

Aunque de este modo pude dar explicación a mi razón, por no decir a mi conciencia, del sorprendente hecho que acababa de relatar, no por ello dejó de causar una profunda impresión en mi imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato; y, durante este período, volvió a mi espíritu un semi-sentimiento que parecía, pero no era, remordimiento. Llegué a lamentar la pérdida del animal, y a buscar a mi alrededor, entre los viles lugares que ahora frecuentaba habitualmente, otra mascota de la misma especie, y de apariencia algo similar, con la cual suplir su lugar.

Una noche, mientras estaba sentado, medio estupefacto, en un antro más que infame, mi atención fue atraída de repente por un objeto negro que reposaba sobre la cabeza de uno de los inmensos barriles de ginebra o de ron que constituían el mobiliario principal del local. Llevaba varios minutos mirando fijamente la parte superior del barril, y lo que ahora me sorprendió fue el hecho de no haber percibido antes el objeto. Me acerqué y lo toqué con la mano. Era un gato negro, muy grande, tanto como Plutón, y muy parecido a él en todo menos en una cosa. Plutón no tenía un pelo blanco en ninguna parte del cuerpo, pero este gato tenía una gran mancha blanca, aunque indefinida, que cubría casi toda la región del pecho. Cuando lo toqué, se levantó inmediatamente, ronroneó con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de que me fijara en él. Se trataba, pues, de la criatura que yo buscaba. Inmediatamente propuse comprársela al dueño, pero éste no reclamó nada, no sabía nada de ella, no la había visto nunca.

Continué con mis caricias y, cuando me dispuse a volver a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Se lo permití, agachándome de vez en cuando y acariciándolo mientras avanzaba. Cuando llegó a la casa, se domesticó de inmediato y se convirtió en el favorito de mi esposa.

Por mi parte, no tardé en sentir aversión por él. Era justo lo contrario de lo que había previsto; pero no sé cómo ni por qué, pero su evidente cariño hacia mí me disgustó y me molestó. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto y molestia se convirtieron en la amargura del odio. Evitaba a la criatura; un cierto sentimiento de vergüenza y el recuerdo de mi anterior acto de crueldad me impedían maltratarla físicamente. Durante algunas semanas no la golpeé ni la maltraté violentamente; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a mirarla con un odio indecible y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como se huye del hedor de una pestilencia.

Lo que aumentó, sin duda, mi odio hacia la bestia, fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de llevarla a casa, de que, como Plutón, también había sido privada de uno de sus ojos. Esta circunstancia, sin embargo, no hizo más que encariñarlo con mi esposa, quien, como ya he dicho, poseía, en alto grado, esa humanidad de sentimientos que una vez había sido mi rasgo distintivo, y la fuente de muchos de mis placeres más simples y puros.

Con mi aversión hacia este gato, sin embargo, su afecto hacia mí parecía aumentar. Seguía mis pasos con una persistencia que sería difícil hacer comprender al lector. Siempre que me sentaba, se agazapaba bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba para caminar, se metía entre mis pies y así casi me tiraba al suelo, o, clavando sus largas y afiladas garras en mi ropa, trepaba, de esta manera, hasta mi pecho. En tales ocasiones, aunque anhelaba destruirla de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi anterior crimen, pero sobre todo —permítanme confesarlo de una vez— el miedo absoluto a la bestia.

Este temor no era exactamente un temor al mal físico, y sin embargo no sabría cómo definirlo de otro modo. Casi me avergüenza admitir —sí, incluso en esta celda de delincuente, casi me avergüenza admitir— que el terror y el horror que me inspiraba el animal se habían visto acrecentados por una de las más meras quimeras que sea posible concebir. Mi esposa me había llamado la atención, más de una vez, sobre el carácter de la marca de pelo blanco, de la que he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre la extraña bestia y la que yo había matado. El lector recordará que esta marca, aunque grande, había sido originalmente muy indefinida; pero, por pequeños detalles — detalles casi imperceptibles, y que durante mucho tiempo mi razonamiento luchó por considerar como fantasiosos — había, finalmente, asumido una rigurosa distinción de contorno. Ahora era la representación de un objeto que me estremecía nombrar, y por esto, sobre todo, lo aborrecía y lo temía, y me habría librado del monstruo si me hubiera atrevido; ahora era, digo, la imagen de algo espantoso, de algo espantoso, del PATÍBULO, ¡oh, lúgubre y terrible máquina del Horror y del Crimen, de la Agonía y de la Muerte!

Y ahora era realmente desdichado más allá de la desdicha de la mera Humanidad. Y una bestia salvaje —cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente—, una bestia salvaje que trabajaba para mí, para mí, un hombre formado a imagen del Dios Supremo, ¡tanta desdicha insufrible! Desgraciadamente, ni de día ni de noche conocí ya la bendición del descanso. Durante el día, la criatura no me dejaba solo ni un momento, y durante la noche, cada hora que despertaba de sueños de miedo indecible, encontraba el aliento caliente de aquella cosa sobre mi rostro, y su enorme peso —una pesadilla encarnada de la que no tenía poder para librarme— recayendo eternamente sobre mi corazón.

Bajo la presión de tales tormentos, sucumbió el débil resto de bondad que quedaba en mí. Los malos pensamientos se convirtieron en mis únicos compañeros, los pensamientos más oscuros y perversos. El mal humor de mi temperamento habitual aumentó hasta convertirse en odio hacia todas las cosas y hacia toda la humanidad; mientras que, debido a los repentinos, frecuentes e ingobernables estallidos de furia a los que ahora me entregaba ciegamente, mi comprensiva esposa, por desgracia, era la más acostumbrada y la más tolerante de las víctimas.

Un día me acompañó al sótano del viejo edificio que nuestra pobreza nos obligaba a habitar. El gato me siguió por las empinadas escaleras y, casi tirándome de cabeza, me enfureció hasta la locura. Levantando un hacha, y olvidando, en mi ira, el temor infantil que hasta entonces había detenido mi mano, dirigí un golpe al animal que, por supuesto, habría resultado instantáneamente mortal si hubiera descendido como yo deseaba. Pero este golpe fue detenido por la mano de mi esposa. Llevado por la intromisión a una furia más que demoníaca, retiré mi brazo de sus manos y le clavé el hacha en el cerebro. Cayó muerta en el acto, sin un gemido.

Consumado este horrendo asesinato, me dispuse de inmediato, y con toda deliberación, a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que no podría sacarlo de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Se me ocurrieron muchos proyectos. En un momento pensé en cortar el cadáver en fragmentos diminutos y destruirlos con fuego. En otro momento, decidí cavar una tumba en el suelo del sótano. Volví a reflexionar sobre la posibilidad de arrojarlo al pozo del patio, empaquetarlo en una caja, como si fuera mercancía, con los cuidados necesarios, y hacer que un criado se lo llevara de la casa. Finalmente, se me ocurrió una solución mucho mejor que cualquiera de las anteriores. Decidí emparedarla en el sótano, como se dice que hacían los monjes de la Edad Media con sus víctimas.

El sótano estaba bien adaptado para este fin. Sus paredes no estaban bien construidas y hacía poco que habían sido recubiertas con un yeso áspero, que la humedad del ambiente había impedido que se endureciera. Además, en una de las paredes había un saliente, causado por una falsa chimenea, que había sido rellenada, y que se asemejaba al rojo del sótano. No dudé de que podría desplazar fácilmente los ladrillos en ese punto, introducir el cadáver y tapiarlo todo como antes, de modo que ningún ojo pudiera detectar nada sospechoso. Y en este cálculo no me equivoqué. Con una palanca desprendí fácilmente los ladrillos y, después de depositar cuidadosamente el cadáver contra la pared interior, lo mantuve en esa posición, mientras, con poca dificultad, volví a colocar toda la estructura tal como estaba originalmente. Habiéndome procurado mortero, arena y fibras, con todas las precauciones posibles, preparé un enlucido que no podía distinguirse del antiguo, y con él repasé cuidadosamente la nueva mampostería. Cuando terminé, me sentí satisfecho de que todo estuviera bien. La pared no daba la menor impresión de haber sido alterada. La basura del suelo había sido recogida con sumo cuidado. Miré triunfalmente a mi alrededor y me dije: "Al menos aquí, mi trabajo no ha sido en vano".

Mi siguiente paso fue buscar a la bestia que había sido la causa de tanta desdicha; porque, al fin, había resuelto firmemente darle muerte. Si hubiera podido encontrarla en ese momento, no habría habido duda de su destino; pero parecía que el astuto animal se había asustado de la violencia de mi cólera anterior, y se abstuvo de presentarse en mi estado de ánimo actual. Es imposible describir o imaginar la profunda y dichosa sensación de alivio que la ausencia de la detestada criatura provocó en mi pecho. No hizo su aparición durante la noche; y así, al menos durante una noche, desde su llegada a la casa, dormí profunda y tranquilamente; ¡sí, dormí incluso con la carga del asesinato sobre mi alma!

Pasaron el segundo y el tercer día, y mi verdugo seguía sin aparecer. Una vez más respiré como un hombre libre. El monstruo, aterrorizado, había huido del lugar para siempre. Ya no lo vería más. Mi felicidad era suprema. La culpa de mi oscuro acto me perturbaba muy poco. Se habían hecho algunas indagaciones, pero habían sido respondidas con prontitud. Incluso se había iniciado un registro, pero, por supuesto, no se descubrió nada. Consideraba que mi futura felicidad estaba asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de la policía entró inesperadamente en la casa y procedió de nuevo a una rigurosa investigación de la propiedad. Sin embargo, seguro de lo inescrutable de mi escondite, no me sentí incómodo en absoluto. Los agentes me pidieron que les acompañara en su búsqueda. No dejaron rincón o esquina sin explorar. Al final, por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. No me tembló ni un músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Recorrí el sótano de punta a punta. Crucé los brazos sobre el pecho y deambulé con facilidad de un lado a otro. La policía estaba completamente satisfecha y preparada para partir. El regocijo de mi corazón era demasiado fuerte para ser contenido. Ardía en deseos de decir aunque sólo fuera una palabra, a modo de triunfo, y para que estuvieran doblemente seguros de mi inocencia.

"Caballeros —dije al fin, mientras el grupo subía los escalones—, me complace haber disipado sus sospechas. Les deseo salud y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, ésta es una casa muy bien construida". (En el rabioso deseo de decir algo con facilidad, apenas supe lo que pronuncié.)—"Puedo decir que es una casa muy bien construida. Estas paredes —¿se van ustedes, caballeros?— están sólidamente unidas"; y aquí, por el mero frenesí de la chulería, golpeé fuertemente, con un bastón que tenía en la mano, la misma parte de la obra de ladrillo detrás de la cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

Pero ¡que Dios me proteja y me libre de los colmillos del Archi-Demonio! Apenas se hizo el silencio con la resonancia de mis golpes, me respondió una voz desde el interior de la tumba. —Un grito, al principio ahogado y entrecortado, como el sollozo de un niño, que luego se convirtió rápidamente en un alarido largo, fuerte y continuo, totalmente anómalo e inhumano: un aullido, un chillido ululante, mitad de horror y mitad de triunfo, como sólo podría haber surgido del infierno, conjuntamente de las gargantas de los condenados en su agonía y de los demonios que se regocijan en la perdición.

Es una locura hablar de mis propios pensamientos. Desmayándome, me tambaleé hacia la pared opuesta. Durante un instante, los que estaban en la escalera permanecieron inmóviles, presa del terror y del pavor. Al instante siguiente, una docena de brazos robustos se esforzaban por derribar la pared. El cuerpo cayó. El cadáver, ya muy descompuesto y coagulado de sangre, se erguía ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca roja y abierta y un solitario ojo brillante, estaba sentada la horrible bestia cuya astucia me había seducido para asesinar y cuya voz delatora me había condenado al verdugo. ¡Había encerrado al monstruo en la tumba!

Castillo en la cima de una colina
Castillo en la cima de una colina

La máscara de la muerte roja

 La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

 

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

 

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

 

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete —una serie imperial de estancias—. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

 

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

 

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

 

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

 

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden —apenas han durado un instante— y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

 

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

 

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

 

—¿Quién se atreve —preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

 

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

 

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

 

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

 

La cara y las manos de un monstruo
La cara y las manos de un monstruo

El extraño

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

 

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

 

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

 

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

 

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

 

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

 

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

 

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

 

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

 

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

 

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

 

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

 

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

 

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

 

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos había dejado de serlo—, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

 

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

 

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

 

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

 

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nafre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

 

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

 

FIN

 

Ante la ley

Había una vez un campesino que anhelaba con todas sus fuerzas entrar en la Ley. Había oído hablar de ella desde pequeño, y había soñado con poder conocer sus misterios y sabiduría. Por eso, un día decidió presentarse ante el guardián de la puerta y solicitarle que lo dejara pasar. Pero el guardián le respondió que por el momento no podía permitírselo. Desconcertado, el campesino preguntó si más tarde lo dejaría entrar, a lo que el guardián respondió con un tal vez.

El campesino se inclinó hacia la puerta, tratando de espiar lo que había detrás. Pero la puerta estaba cubierta de polvo y suciedad, y no podía ver nada más allá de una tenue luz. El guardián, sin embargo, se dio cuenta y le dijo: "Si tu deseo es tan grande, entonces haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso, y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que ni siquiera puedo mirarlo. Si realmente deseas entrar, deberás enfrentarte a todos ellos".

El campesino no había previsto encontrar tantas dificultades en su camino. Había creído que la Ley era un lugar accesible para todos, pero al ver al guardián, con su abrigo de pieles y su barba negra y rala, decidió que era mejor esperar. El guardián le dio un escabel y le permitió sentarse a un costado de la puerta, donde pasó días y años esperando su oportunidad.

Durante ese tiempo, el campesino hizo infinitas intentos de entrar y fatigó al guardián con sus súplicas. El guardián, a veces, conversaba brevemente con él, haciéndole preguntas sobre su país y otras cosas, pero siempre eran preguntas indiferentes, como las de los grandes señores. Y siempre le repetía que no podía dejarlo entrar. El campesino, desesperado, sacrificó todas las cosas valiosas que había llevado consigo en el viaje, intentando sobornar al guardián. Pero este sólo aceptaba su ofrecimiento, diciendo: "Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo".

El campesino pasó casi todo ese tiempo observando al guardián, como si él fuera el único obstáculo que se interponía entre él y la Ley. Se olvidó de todo lo demás y maldecía su mala suerte, a veces en voz alta y otras veces sólo para sí mismo. A medida que envejecía, volvía a la infancia y hasta suplicaba a las pulgas que vivían en el cuello del guardián que lo ayudaran a convencerlo. Pero el tiempo pasaba y nada parecía cambiar.

Finalmente, la vista del campesino se debilitó y ya no podía distinguir si había menos luz o si sólo era su mente la que lo engañaba. Pero en medio de la oscuridad, podía ver un resplandor inextinguible que provenía de la puerta de la Ley. Sabía que el final estaba cerca y que no le quedaba mucho tiempo de vida. Todas las experiencias de esos largos años se confundieron en su mente en una sola pregunta, que hasta entonces no había formulado. Hizo señas al guardián para que se acercara, ya que el rigor de la muerte comenzaba a endurecer su cuerpo.

El guardián se agachó para poder hablar con él y le preguntó qué quería saber. El campesino, con un hilo de voz, le preguntó por qué había pasado toda su vida esperando en vano en la puerta de la Ley. ¿Por qué le había negado el acceso durante tanto tiempo?

El guardián suspiró y le dijo: "Nunca te negué el acceso. La puerta de la Ley siempre estuvo abierta para ti, como lo está para todos. Pero tú nunca intentaste entrar de verdad. Te quedaste aquí, esperando a que alguien te permitiera pasar, sin hacer nada por ti mismo. La Ley no es algo que se pueda obtener fácilmente, sino que requiere esfuerzo y determinación. Si de verdad deseabas entrar, deberías haber luchado por ello".

Con lágrimas en los ojos, el campesino comprendió que había perdido su oportunidad y murió poco después, con el corazón lleno de arrepentimiento. Pero aunque su vida había sido breve, había dejado una lección valiosa para todos aquellos que vinieran después: que la Ley no se obtiene fácilmente, sino que requiere esfuerzo y determinación. Y que, aunque a veces parezca que hay obstáculos imposibles de superar, siempre hay un camino hacia adelante si se tiene la voluntad de encontrarlo.

FIN

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