Imagen de un sobre
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Carta a un vecino erudito de Antón Chéjov

El cuento "Carta a un vecino erudito" de Antón Chéjov, publicado en ruso como "Письмо к ученому соседу", es una sátira inteligente y humorística sobre las creencias y opiniones de un hombre mayor que escribe una carta a un erudito vecino, expresando sus propias ideas y críticas sobre la ciencia y el conocimiento. A través del personaje de Vasili Semi-Bulátov, Chéjov pone de manifiesto el conflicto entre la tradición y el progreso, la superstición y la ciencia, así como la brecha generacional y cultural.

Estructura: La carta sigue una estructura informal y conversacional, típica de una correspondencia personal. Esta estructura ayuda a establecer la voz y el tono del personaje, proporcionando un vistazo a su personalidad y forma de pensar.

Tono y Estilo: El tono del cuento es humorístico y satírico. Vasili Semi-Bulátov es un personaje excéntrico y obstinado que critica las teorías científicas de su vecino de manera cómica y extravagante. Su estilo de escritura es florido y lleno de exageraciones, lo que añade un toque de comedia a la carta.

Temas:

  1. Conflicto entre Tradición y Ciencia: El personaje principal representa la mentalidad tradicional y supersticiosa, que choca con las ideas científicas del vecino. Este conflicto refleja el choque entre las creencias arraigadas y el conocimiento científico en la sociedad.

  2. Ignorancia y Arrogancia: A través del personaje de Semi-Bulátov, Chéjov resalta la ignorancia y la arrogancia de las personas que se aferran a sus creencias sin cuestionarlas y que desafían la autoridad de los expertos en campos específicos.

  3. Brecha Generacional: La carta ilustra la brecha generacional entre el personaje mayor y su hija Natáshenka, quien representa la juventud moderna y su escepticismo hacia las creencias tradicionales de su padre.

Personajes:

  • Vasili Semi-Bulátov: Un personaje excéntrico y tradicionalista que escribe la carta. Representa la mentalidad conservadora y supersticiosa.
  • Vecino Erudito: El destinatario de la carta, un científico o erudito cuyas ideas son objeto de crítica por parte de Semi-Bulátov.
  • Natáshenka: La hija de Semi-Bulátov, que muestra una actitud más escéptica y moderna hacia las creencias de su padre.

Conclusiones: "Carta a un vecino erudito" es un cuento ingenioso que critica las actitudes cerradas y las creencias infundadas, utilizando el humor como una herramienta para destacar la brecha entre el conocimiento científico y las creencias tradicionales. La carta de Semi-Bulátov es un ejemplo humorístico de la resistencia al cambio y la falta de comprensión entre diferentes generaciones y puntos de vista en la sociedad.

CARTA A UN VECINO ERUDITO

(Письмо к ученому соседу)

Aldea de Bliny-Siédeny

Querido vecino:

Maxim… (he olvidado su apellido paterno, tenga la bondad de excusarme por ello). Excuse y perdone a este viejo viejales y a esta absurda alma humana por atreverse a importunarle con sus lamentables balbuceos epistolares. Hace ya un año que tuvo usted a bien fijar su residencia en esta parte del orbe, en vecindad con este hombre menudo que sigue sin conocerle, y a esta deplorable libélula a la cual usted no conoce.

Permita, distinguido vecino, que aunque sea mediante estos seniles jeroglifos , le conozca, bese mentalmente su erudita mano y salude su llegada desde San Petersburgo a este indigno continente, habitado por muzhiks y campesinos, esto es, por elementos plebeyos. Ha tiempo que buscaba la ocasión de conocerle, la ansiaba, puesto que la ciencia en cierto modo es nuestra madre natural, al igual que la cibilización , y puesto que respeto cordialmente a las personas cuyo nombre y título ilustres, coronados por la aureola de la gloria popular, por los laureles, los timbales, las órdenes, las condecoraciones y los diplomas, retumban como el trueno y el relámpago por todas las partes de este orbe visible e invisible, es decir, sublunar. Amo apasionadamente a los astrónomos, a los poetas, a los metafísicos, a los profesores asociados, a los químicos y a otros sacerdotes de la ciencia, entre los cuales se cuenta usted por sus inteligentes hechos y ramas de la ciencia, esto es, por sus productos y sus frutos. Dicen que usted ha publicado muchos libros en el curso de su labor intelectual en compañía de probetas, termómetros y un montón de libros extranjeros con atractivos dibujos.

Hace poco recibí en mis modestas posesiones, en mis ruinas y escombros, la visita del pontifex maximus local, el padre Guerásim, y con el fanatismo propio de él, criticó y censuró sus pensamientos e ideas sobre el origen del hombre y otros fenómenos del mundo visible, y se indignó y acaloró contra su propia esfera intelectual y su horizonte mental lleno de astros y aeroglitos . No estoy de acuerdo con el padre Guerásim en lo que respecta a sus ideas, porque sólo vivo y existo para la ciencia, que la Providencia concedió a la especie humana para la extracción desde las profundidades del mundo visible y del invisible de metales preciosos, metaloides y brillantes. Sin embargo, perdone a este insecto apenas visible, si me permito refutar, al modo de los viejos, algunas de sus ideas concernientes a la esencia de la Naturaleza.

El padre Guerásim me ha comunicado que usted ha escrito una disertación en la que se permite exponer ideas nada sustanciales sobre los hombres, su estado primitivo y su modo de vida antediluviano. Se permite escribir que el hombre procede de la raza simiesca de los macacos, orangutanes, etcétera. Perdone a este anciano, pero respeto a este punto no estoy de acuerdo con usted y puedo refutárselo a mi modo. Pues, si el hombre, el soberanodel universo, el más inteligente de los seres vivos, procediera de un simio tonto e ignorante, tendría rabo y una voz salvaje. Si procediéramos del mono, los gitanos nos llevarían para mostrarnos por las ciudades y pagaríamos dinero por exhibimos bailando a las órdenes de un gitano o metidos en una jaula de fieras. ¿Acaso estamos completamente cubiertos de pelo? ¿Acaso no vamos vestidos y los simios no van desnudos? ¿Acaso amaríamos y no desdeñaríamos a una mujer que oliera, aunque sólo fuera un poco, como la mona que vemos cada martes en casa del Decano de la Nobleza? Si nuestros antepasados procedieran de los monos, no les habrían enterrado en un cementerio cristiano. Por ejemplo, mi tatarabuelo Ambrosi, que vivió en tiempos remotos en el reino de Polonia, no fue enterrado como un simio, sino junto al abate católico Yoakim Shostak, cuyas notas sobre los climas templados y el uso desmedido de bebidas ardientes conserva mi hermano Iván (que es comandante). Abate quiere decir pope católico. Discupe al ignorante que soy si me inmiscuyo en sus asuntos científicos e interpreto las cosas como un anciano y le impongo mis ideas silvestres y un tanto chapuceras, las cuales consideran los eruditos y la gente cibilizada que residen más en el estómago que en la cabeza. No puedo callar y no soporto cuando los sabios razonan altivamente y no puedo no contradecirle a usted.

El padre Guerásim me ha comunicado que usted tiene ideas equivocadas sobre la luna, es decir, el astro que reemplaza al sol en las horas de oscuridad y tiniebla, cuando la gente duerme, y que usted lleva la electricidad de un lugar a otro y fantasea. No se ría de este anciano por escribir de manera tan tonta. Usted escribe que en la luna, es decir, en ese astro, viven y residen gente y pueblos. Eso nunca puede suceder, porque si viviera gente en la luna nos taparían la luz mágica y fantástica con sus casas y sus fértiles pastizales. Sin la lluvia, la gente no puede vivir, y cuando llueve, el agua cae hacia abajo, a la tierra, y no hacia arriba, a la luna. La gente que viviera en la luna se caería abajo, a la tierra. Y eso no sucede. Las basuras y las aguas residuales caerían en nuestro continente desde la luna habitada. ¿Puede vivir gente en la luna si ésta sólo existe de noche y de día desaparece? Y los gobiernos no pueden permitir que se viva en la luna, porque, debido a su larga distancia y a la imposibilidad de llegar hasta ella, se podría escapar fácilmente de las obligaciones. Usted se ha equivocado un poco.

Usted ha escrito e impreso en su sabia disertación, como me ha dicho el padre Guerásim, que sobre la faz de la más grande luminaria, el sol, hay pequeñas manchas negras. Eso no es posible, porque nunca será posible. ¿Cómo podría ver usted manchas en el sol, si no se puede mirar al sol con los simples ojos de los hombres? ¿Y para qué sirven esas manchas, si se puede pasar sin ellas? ¿De qué cuerpo húmedo están hechas esas manchas si no brillan? ¿Quizás es que, según usted, viven peces en el sol? Perdone a este bruto por haber hecho una broma tan tonta. Soy un devoto acérrimo de la ciencia. El rublo, esa gran vela del siglo XIX , no tiene para mí ningún valor, la ciencia lo ha eclipsado, a mi modo de ver, con sus velas ulteriores. Cada descubrimiento me tortura como un clavo en la espalda. Aunque soy un ignorante propietario chapado a la antigua, sin embargo, este viejo pillo cultiva la ciencia y realiza descubrimientos con sus propias manos, y llena sudisparatada cabecita, su cráneo salvaje, con pensamientos y una serie de conocimientos sublimes.

La madre Naturaleza es un libro que hay que leer y ver. He realizado muchos descubrimientos con mi propia inteligencia, los cuales no han sido inventados aún por ningún reformador. Diré, sin vanagloriarme de ello, que no soy uno de los últimos en lo que respecta a la erudición, extraída de los callos y no de la riqueza de los padres, esto es, padre y madre o tutores, que arruinan a sus hijos por medio de la riqueza, el lujo y las viviendas de seis pisos con esclavos y timbres eléctricos. He aquí lo que ha descubierto mi insignificante cerebro. He descubierto que nuestra gran y radiante clámide de fuego, el sol, en el día de la Santa Pascua juega de manera curiosa y pintoresca con los colores multicolores y produce con su asombroso centelleo una viva impresión. Otro descubrimiento: ¿Por qué en invierno el día es corto y la noche larga, y al contrario en verano? El día invernal es corto porque, de modo similar a como ocurre con los demás objetos visibles e invisibles, se contrae con el frío y por eso se pone el sol tan pronto, mientras que la noche se dilata con el calor de candiles y farolas. También he descubierto que en primavera los perros comen hierba como las ovejas y que el café es perjudicial para las personas que tienen mucha sangre, porque produce vértigos en la cabeza y nubla la vista, entre otras cosas. He hecho muchos otros descubrimientos, aun cuando no poseo certificados ni diploma alguno. Visíteme cuando quiera, querido vecino. Descubriremos alguna cosa juntos, haremos literatura, y usted me instruirá un poco sobre diversos cálculos.

Recientemente he leído en un sabio francés que el morro de los leones no se semeja en nada al rostro humano, como creen los eruditos. También podremos hablar de eso. Venga a verme, se lo ruego. Venga, aunque sea, por ejemplo, mañana. Ahora observamos la Cuaresma, pero para usted prepararemos otra comida con carne. Mi hija Natáshenka le pide que traiga consigo algunos libros inteligentes. Es una muchacha emancipada, cree que todos son imbéciles y que sólo ella es inteligente. La juventud de hoy —le diré— manifiesta sus ideas. ¡Que Dios la guarde! Dentro de una semana vendrá a mi casa mi hermano Iván (que es comandante), un buen hombre, aunque entre nosotros le diré que no le gusta el bourbon ni la ciencia. Esta carta debe entregársela en mano mi encargado Trofim a las ocho en punto de la tarde. Si llega más tarde, dele un cachete, como hacen los profesores, con esta gente no hay que andarse con ceremonias. Si se la lleva más tarde, quiere decir que el anatema ha ido a la taberna. La costumbre de visitar a los vecinos no la hemos inventado nosotros y no se acabará con nosotros. Por eso, es indispensable que se traiga sus máquinas pequeñas y sus libros. Yo iría de buen grado a visitarle, pero soy demasiado tímido y no me atrevo a hacerlo. Disculpe a este pillo por la molestia.

Respetuosamente queda a su disposición,

Vasili Semi-Bulátov

Suboficial de los Cosacos del Don y Decano de la Nobleza.

Silueta de una mujer
Silueta de una mujer

​El Espectro

"El Espectro" de Horacio Quiroga es un cuento que explora las complejidades del amor y la obsesión en el contexto de una relación prohibida. La historia presenta a Guillermo Grant y Enid, dos amantes que han fallecido pero continúan su relación después de la muerte. Su amor persiste más allá de la vida, y su existencia se ha transformado en una especie de espectro que se desplaza en el mundo de los vivos.

La trama se desarrolla en torno a la pasión de Grant por Enid, quien en vida estuvo casada con Duncan Wyoming, el mejor amigo de Grant. Después de la muerte de Wyoming, Grant y Enid comienzan una relación amorosa, aunque su felicidad se ve empañada por la presencia del espectro de Wyoming. A medida que la historia avanza, Grant y Enid se enfrentan a la aparición del espectro de Wyoming durante una proyección de cine, lo que desencadena una serie de eventos inquietantes y culmina en un trágico desenlace.

El cuento aborda temas profundos como la pasión, la obsesión, la muerte y la conexión emocional más allá de la vida. La narrativa se teje con una atmósfera inquietante y surrealista, que crea una sensación de misterio y tensión a lo largo de la historia. La obsesión de Grant por Enid y su deseo de estar juntos incluso después de la muerte son elementos clave que impulsan la trama y generan una intensidad emocional impactante.

La historia también juega con la idea de la realidad y la ilusión, utilizando la proyección cinematográfica como metáfora de la vida y la muerte. La pantalla se convierte en un límite difuso entre los vivos y los muertos, y los personajes parecen estar atrapados en un estado intermedio, luchando por encontrar su lugar en el mundo.

En última instancia, "El Espectro" es una exploración profunda de los límites del amor y la obsesión, y cómo estos sentimientos pueden perdurar más allá de la muerte. La historia plantea preguntas sobre la naturaleza del amor y la posibilidad de una conexión eterna entre las almas, incluso en circunstancias tan extraordinarias como la muerte.

El Espectro

Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los ​estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido ​introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno ​u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que ​podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.
​Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la ​misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco ​cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo ​sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio ​adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos ​hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen ​no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o ​siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia ​de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo ​estamos muertos.
​De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto ​que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro ​imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin ​indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez ​podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, ​como la felicidad que sollozaba en ella.
​La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
​No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el ​extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William ​Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de ​interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es ​un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber ​​visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó -como ​contraste con el empalagoso héroe actual—el tipo de varón rudo, áspero, feo, ​negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la ​sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.
​Hart prosiguió actuando y ya lo hemos visto.
​Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a ​dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El Páramo y Más allá de lo ​que se ve. Pero el encanto—la absorción de todos los sentimientos de un hombre— ​que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su ​marido, era también mi mejor amigo.
​Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de ​cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya ​estaba casado.
​—Aquí tienes a mi mujer—me dijo echándomela en los brazos. ​Y a ella:
​—Aprétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres . No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer. ​Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de ​alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto ​me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán ​profundamente la deseaba.
​Amor, deseo... Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si ​la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre substancial.
​Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
​A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con ​el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin ​hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer. ​—No es la situación económica—me decía—, sino el desamparo moral. Y en este ​infierno del cine...
​En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con ​voz ya difícil:
​—Confíate a Grant, Enid... Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo ​amigo, vela por ella. Sé su hermano...No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado...
​Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al ​Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más. ​Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible ​águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado ​que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él ​​vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó—la alimenté— con la mía propia. ​Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su ​mujer fue, mientras él vivió—y lo hubiera sido eternamente—, intangible para mí. ​Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que ​él acaba de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, ​que nadie, ni Duncan—mi amigo íntimo, pero muerto—, podía negarme. ​Vela por ella. . . ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!
​Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.
​Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su ​falda.
​—Te amo, Enid—le dije—. Sin ti me muero.
​—¡Tú, Guillermo!—murmuró ella—¡Es horrible oírte decir esto! ​—Todo lo que quieras—repliqué—. Pero te amo inmensamente. ​—¡Cállate, cállate!
​—Y te he amado siempre... Ya lo sabes...
​—¡No, no sé!
​—Sí, lo sabes.
​Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
​—Dime que lo sabías...
​—¡No, cállate! Estamos profanando...
​—Dime que lo sabías...
​—¡Guillermo!
​—Dime solamente que sabías que siempre te he querido...
​Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al
​instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.
​La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve,
nadie ​hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros ​corazones.
​Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle
​siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia—la llama de pasión que ​quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de ​fuego—. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más ​que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no ​le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no ​alcanzaba hasta él.
​La muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano... ​¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
​​A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un ​mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid ​con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
​—Te amo cada día más, Enid...
​—¡Guillermo!
​—Dime que algún día me querrás.
​—¡No!
​—Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo. ​—¡No!
​—Dímelo.
​—¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible? Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó ​la cara entre las manos:
​—¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y ​que estamos cometiendo un crimen?
​Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del ​hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor...
​Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con ​asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no ​habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
​Una noche—estábamos en Nueva York—me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ​ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ​¿Por qué no?
​Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo ​galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada ​de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más! ​Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, ​enorme y con el rostro más blanco que la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí ​temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
​¡Duncan!
​Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. ​Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte ​metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo... Mientras la sala estuvo a obscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni ​dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me ​sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
​—Sí, comprendo, amor mío...—murmuré, con los labios sobre el extremo de
sus ​pieles, que, siendo un obscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona ​idolatrada—Comprendo, pero no nos rindamos... ¿Sí?... Así olvidaremos... ​Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.
​​A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
​Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de ​El páramo.
​La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de ​brutal energía: una pequeña parte de los bosques del Canadá y el resto en la misma ​Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido ​en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer ​por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor. ​Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, ​jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del ​amante.
​Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han
subido al rostro ​humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. ​La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, ​y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba ​para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado. ​Enid y yo, juntos e inmóviles en la obscuridad, admirábamos como nadie al ​muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el ​fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la ​sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por ​este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a ​rozarnos.
​¿Por qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras
​conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor ​inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación ​alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban ​vueltos al otro lado?
​¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano ​la honda sacudida de sus hombros.
​Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de ​los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo ​la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más ​fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para ​acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un film. ​Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba ​viendo. Si para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo ​por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin ​​costados ni fondo, para nosotros—Wyoming, Enid y yo—la escena filmada vivía ​flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se ​transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo....
​¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo? ¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de ​espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos... Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba ​volviendo cada vez más a nosotros.
​—¡Falta un poco aún!...—me decía yo.
​—Mañana será...—pensaba Enid.
​Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba ​de nosotros y respirábamos profundamente. 
Pero en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en ​los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.
​A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros. Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.
​—¡Guillermo!
​—Cállate, por favor...
​—¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván! ​Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:
​Con lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba ​del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de ​la escena, llegar al monstruoso primer plano... Un fulgor deslumbrante nos cegó, a ​tiempo que Enid lanzaba un grito.
​La cinta acababa de quemarse.
​Mas, en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
​—La señora está enferma; parece una muerta—dijo alguno en la platea. ​—Más muerto parece él—agregó otro.
​¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, ​Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un ​revólver en el bolsillo.
​No sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse ​una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos ​crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
​Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda ​justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días ​crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film.
​​Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente ​que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid —¡Enid entre mis brazos!—tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar… ¡Cuando Wyoming se ​incorporó por fin!
​Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la ​mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos... a tiempo que Enid ​lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la ​razón entera, e hice fuego.
​No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.
​Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.
​Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la ​vida.
​Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.
​Pero no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer ​un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid ​y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos ​siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico . ​Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve ​incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más ​El páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera ​de las que tan dolorosamente pagamos.
​Ahora nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete ​años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que Enid y yo ​esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo ​menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, ​Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo ​visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le ​permitieron animar la helada lámina de su film.
​Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si ​sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor ​movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la ​vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está ​entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica ​​resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, ​apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una ​fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de ​Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido ​del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada sentido humano, ​lo que nos espera entonces a Enid y a mí.
​Dentro de un mes o de un año, ella llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que ​Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ​ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez ​en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ​ocupado, indiferentemente.


​(De El Hogar, N· 615, julio 1921)
​FIN

 

 

"Esto está más allá de la razón, sin embargo, con mis propios ojos lo veo".
"Esto está más allá de la razón, sin embargo, con mis propios ojos lo veo".

Resonar de huesos

Resonar de huesos
Por Robert E. Howard 
[Nota del transcriptor: Este texto fue producido a partir de
Weird Tales de junio de 1929.
Una investigación exhaustiva no descubrió ninguna prueba de que se renovaran los derechos de autor estadounidenses de esta publicación].



"¡Patrón, ho!" El grito rompió el silencio y resonó en el bosque negro con un eco siniestro.
"Este lugar tiene un aspecto prohibitivo, meseemeth".
Dos hombres se pararon frente a la taberna del bosque. El edificio era bajo, largo y desgarbado, construido con pesados troncos. Sus pequeñas ventanas estaban fuertemente enrejadas y la puerta cerrada. Encima de la puerta se veía débilmente su siniestro letrero: una calavera hendida.
La puerta se abrió lentamente y un rostro barbudo se asomó. El dueño del rostro dio un paso atrás e indicó a sus invitados que entraran, al parecer de mala gana. Una vela brillaba sobre una mesa; una llama humeaba en la chimenea.
"¿Cómo se llaman?
"Solomon Kane", dijo brevemente el hombre más alto.
"Gaston l'Armon", dijo secamente el otro. "¿Pero qué es eso para ti?"
"Los forasteros son pocos en la Selva Negra", gruñó el anfitrión, "los bandidos muchos. Sentaos en aquella mesa y os traeré comida".
Los dos hombres se sentaron, con el porte de los que han viajado lejos. Uno de ellos era un hombre alto y enjuto, ataviado con un sombrero sin plumas y sombríos ropajes negros, que hacían resaltar la oscura palidez de su imponente rostro. El otro era de un tipo completamente distinto, adornado con encajes y plumas, aunque sus galas estaban algo manchadas por el viaje. Era guapo de una manera atrevida, y sus ojos inquietos se movían de un lado a otro, sin detenerse ni un instante.
El anfitrión llevó vino y comida a la tosca mesa y luego permaneció en las sombras, como una imagen sombría. Sus rasgos, que a veces se tornaban vagos, a veces se reflejaban en la luz del fuego, que saltaba y parpadeaba, estaban ocultos por una barba que parecía casi animal. Una gran nariz se curvaba por encima de la barba y dos pequeños ojos rojos miraban sin pestañear a sus invitados.
"¿Quién es usted?", preguntó de pronto el hombre más joven.
"Soy el anfitrión de la Taberna de la Calavera Hendida", respondió hoscamente el otro. Su tono parecía desafiar a su interlocutor a seguir preguntando.
"¿Tienes muchos huéspedes?", prosiguió l'Armon.
"Pocos vienen dos veces", gruñó el anfitrión.
Kane se sobresaltó y miró directamente a aquellos pequeños ojos rojos, como si buscara algún significado oculto en las palabras del anfitrión. Los ojos llameantes parecieron dilatarse, y luego cayeron hoscamente ante la fría mirada del inglés.
"Me voy a la cama", dijo Kane bruscamente, dando por terminada su comida. "Debo retomar mi viaje al amanecer".
"Y yo", añadió el francés. "Anfitrión, llévenos a nuestros aposentos".



Sombras negras se agitaban en las paredes mientras los dos seguían a su silencioso anfitrión por un pasillo largo y oscuro. El cuerpo fornido y ancho de su guía parecía crecer y ensancharse a la luz de la pequeña vela que portaba, proyectando una sombra alargada y sombría tras de sí.
Ante cierta puerta se detuvo, indicándoles que iban a dormir allí. Entraron; el anfitrión encendió una vela con la que llevaba consigo, y luego retrocedió dando tumbos por donde había venido.
En la habitación, los dos hombres se miraron. El único mobiliario de la habitación eran un par de literas, una o dos sillas y una pesada mesa.
"Veamos si hay alguna forma de abrir la puerta", dijo Kane. "No me gusta el aspecto de mi huésped".
"Hay bastidores en la puerta y jambas para una barra", dijo Gastón, "pero no hay barra".
"Podríamos romper la mesa y usar sus trozos como barra", pensó Kane.
"Mon Dieu", dijo l'Armon, "es usted timorato, m'sieu".
Kane frunció el ceño. "Me gusta que no me asesinen mientras duermo", respondió bruscamente.
"¡A fe mía!", rió el francés. "Nos hemos encontrado por casualidad; hasta que te alcancé en el camino del bosque una hora antes de la puesta del sol, nunca nos habíamos visto".
"Le he visto antes en alguna parte", respondió Kane, "aunque ahora no recuerdo dónde. En cuanto a lo otro, supongo que todo hombre es un tipo honrado hasta que me demuestra que es un granuja; además, tengo el sueño ligero y duermo con una pistola a mano."
El francés volvió a reír.
"¡Me preguntaba cómo m'sieu podía atreverse a dormir en la habitación con un extraño! ¡Ja! ¡Ja! Muy bien, m'sieu inglés, salgamos y tomemos una barra de una de las otras habitaciones".
Llevándose la vela, salieron al pasillo. Reinaba un silencio absoluto y la pequeña vela titilaba roja y maléfica en la espesa oscuridad.
"Mi anfitrión no tiene huéspedes ni sirvientes", murmuró Solomon Kane. "¡Una taberna extraña! ¿Cómo se llama? Estas palabras alemanas no me resultan fáciles: ¿La Calavera Hendida? Un nombre sangriento, a fe mía".
Probaron en las habitaciones contiguas, pero ningún bar recompensó su búsqueda. Por fin llegaron a la última habitación al final del pasillo. Entraron. Estaba amueblada como las demás, salvo que la puerta tenía una pequeña abertura con barrotes y estaba cerrada por fuera con un pesado cerrojo, sujeto en un extremo a la jamba. Levantaron el cerrojo y miraron dentro.
"Debería haber una ventana exterior, pero no la hay", murmuró Kane. "¡Mirad!"
El suelo tenía manchas oscuras. Las paredes y la única litera estaban cortadas, con grandes astillas arrancadas.
"Aquí han muerto hombres", dijo Kane, sombrío. "¿No hay allí una barra clavada en la pared?"
"Sí, pero está sujeta", dijo el francés, tirando de ella. "El..."
Una parte de la pared retrocedió y Gastón lanzó una rápida exclamación. Se descubrió una pequeña habitación secreta y los dos hombres se inclinaron sobre el espantoso objeto que yacía en el suelo.
"El esqueleto de un hombre", dijo Gastón. "¡Y mira cómo su pierna huesuda está encadenada al suelo! Estuvo preso aquí y murió".
"No", dijo Kane, "el cráneo está hendido; creo que mi anfitrión tenía una sombría razón para el nombre de su taberna infernal. Este hombre, como nosotros, era sin duda un vagabundo que cayó en manos del demonio".
"Es probable", dijo Gastón sin interés; estaba ocupado en trabajar ociosamente el gran anillo de hierro de los huesos de la pierna del esqueleto. Al no conseguirlo, desenvainó la espada y, con una exhibición de notable fuerza, cortó la cadena que unía la argolla de la pierna a otra colocada en lo más profundo del suelo de troncos.
"¿Por qué iba a encadenar un esqueleto al suelo?", reflexionó el francés. "¡Monbleu! Es un desperdicio de buena cadena. Ahora, m'sieu", se dirigió irónicamente al blanco montón de huesos, "¡te he liberado y puedes ir adonde quieras!"
"¡Hecho!" La voz de Kane era grave. "De nada servirá burlarse de los muertos".
"Los muertos deben defenderse", rió l'Armon. "De algún modo, mataré al hombre que me mate, aunque mi cadáver escale cuarenta brazas de océano para hacerlo".



Kane se volvió hacia la puerta exterior, cerrando tras de sí la del cuarto secreto. No le gustaba aquella conversación que olía a demoníaco y a brujería, y se apresuró a enfrentarse al anfitrión con la acusación de su culpabilidad.
Al darse la vuelta, de espaldas al francés, sintió el tacto del frío acero contra su cuello y supo que la boca de una pistola estaba presionada cerca de la base de su cerebro.
"¡No se mueva, m'sieu!" La voz era baja y sedosa. "No te muevas, o esparciré tus pocos sesos por la habitación".
El puritano, furioso interiormente, se quedó con las manos en alto mientras l'Armon sacaba sus pistolas y su espada de sus fundas.
"Ahora puedes darte la vuelta", dijo Gaston, dando un paso atrás.
Kane clavó una mirada sombría en el apuesto tipo, que ahora estaba de pie con la cabeza descubierta, el sombrero en una mano y la otra apuntando su larga pistola.
"¡Gastón el Carnicero!", dijo sombríamente el inglés. "¡Tonto de mí por confiar en un francés! ¡Vas muy lejos, asesino! Ahora te recuerdo, sin ese maldito gran sombrero; te vi en Calais hace algunos años".
"Sí, y ahora no volverás a verme. ¿Qué fue eso?"
"Ratas explorando ese esqueleto", dijo Kane, observando al bandido como un halcón, esperando un leve movimiento de la boca del arma negra. "El sonido era de traqueteo de huesos".
"Bastante parecido", respondió el otro. "Ahora, M'sieu Kane, sé que lleva mucho dinero encima. Había pensado esperar a que durmierais para mataros, pero se me presentó la oportunidad y la aproveché. Usted engaña fácilmente".
"Poco pensaba que debía temer a un hombre con el que había compartido el pan", dijo Kane, con un profundo timbre de lenta furia sonando en su voz.
El bandido rió cínicamente. Entrecerró los ojos y empezó a retroceder lentamente hacia la puerta exterior. Los tendones de Kane se tensaron involuntariamente; se recogió como un lobo gigante a punto de lanzarse en un salto mortal, pero la mano de Gastón era como una roca y la pistola no tembló en ningún momento.
"No tendremos saltos mortales después del disparo", dijo Gastón. "Quédese quieto, m'sieu; he visto hombres muertos por moribundos, y deseo que haya suficiente distancia entre nosotros para excluir esa posibilidad. A fe mía que dispararé, rugiréis y cargaréis, pero moriréis antes de alcanzarme con vuestras propias manos. Y mi anfitrión tendrá otro esqueleto en su nicho secreto. Eso, si no lo mato yo mismo. El tonto no me conoce ni yo a él, además..."
El francés estaba ahora en la puerta, mirando a lo largo del cañón. La vela, que había sido clavada en un nicho de la pared, arrojaba una luz extraña y vacilante que no se extendía más allá de la puerta. Y con la brusquedad de la muerte, desde la oscuridad a espaldas de Gastón, una forma ancha y vaga se alzó y una hoja reluciente descendió. El francés cayó de rodillas como un buey descuartizado, con los sesos saliéndole por el cráneo hendido. Sobre él se alzaba la figura del anfitrión, un espectáculo salvaje y terrible, sosteniendo aún la percha con la que había matado al bandido.
"¡Ho! ho!" rugió. "¡Atrás!"
Kane había saltado hacia delante al caer Gastón, pero el anfitrión le clavó en la misma cara una larga pistola que sostenía en la mano izquierda.
"¡Atrás!", repitió con un rugido de tigre, y Kane retrocedió ante el arma amenazadora y la locura en los ojos rojos.
El inglés permaneció en silencio, con la carne de gallina al percibir una amenaza más profunda y espantosa que la que le había ofrecido el francés. Había algo inhumano en aquel hombre, que ahora se balanceaba de un lado a otro como una gran bestia del bosque mientras su risa desternillante volvía a retumbar.
"¡Gastón el Carnicero!", gritó, pateando el cadáver que tenía a sus pies. ¡"¡Ho! ho! ¡Mi buen bandido no cazará más! Había oído hablar de este loco que vagaba por la Selva Negra: ¡deseaba oro y encontró la muerte! Ahora tu oro será mío; y más que oro, ¡venganza!".
"No soy enemigo tuyo", dijo Kane con calma.
"¡Todos los hombres son mis enemigos! Mira las marcas de mis muñecas. ¡Mira las marcas en mis tobillos! Y en lo profundo de mi espalda, ¡el beso del golpe! Y en lo más profundo de mi cerebro, las heridas de los años en las frías y silenciosas celdas donde yací como castigo por un crimen que nunca cometí". La voz se quebró en un sollozo horrible y grotesco.
Kane no respondió. Aquel hombre no era el primero al que veía con el cerebro destrozado por los horrores de las terribles prisiones continentales.
"¡Pero he escapado!", se elevó triunfante el grito, "y aquí hago la guerra a todos los hombres.... ¿Qué fue eso?"
¿Vio Kane un destello de miedo en aquellos ojos horribles?
"¡Mi hechicero está haciendo crujir sus huesos!" susurró el anfitrión, y luego rió salvajemente. "Al morir, juró que sus propios huesos tejerían una red de muerte para mí. Encadené su cadáver al suelo, y ahora, en lo profundo de la noche, oigo su esqueleto desnudo chocar y traquetear mientras trata de liberarse, ¡y me río, me río! ¡Jo! ¡Jo! Cómo anhela levantarse y acechar como el viejo Rey Muerte por estos oscuros corredores cuando duermo, para matarme en mi cama!".
De pronto, los ojos enloquecidos se encendieron horriblemente: "¡Estabas en esa habitación secreta, tú y este tonto muerto! ¿Habló contigo?"
Kane se estremeció a pesar suyo. ¿Era locura o realmente oía el leve traqueteo de los huesos, como si el esqueleto se hubiera movido ligeramente? Kane se encogió de hombros; las ratas tiran hasta de los huesos polvorientos.
El anfitrión volvía a reírse. Rodeó a Kane, manteniendo al inglés siempre a cubierto, y con la mano libre abrió la puerta. Dentro todo era oscuridad, de modo que Kane ni siquiera podía ver el brillo de los huesos en el suelo.
"Todos los hombres son mis enemigos", murmuró el anfitrión, con la incoherencia propia de los dementes. "¿Por qué debería perdonar a ningún hombre? ¿Quién levantó una mano en mi ayuda cuando yací durante años en las viles mazmorras de Karlsruhe, y por un hecho nunca probado? Algo le pasó a mi cerebro, entonces. Me volví como un lobo, un hermano de estos de la Selva Negra a la que huí cuando escapé.
"Se han dado un festín, hermanos míos, con todos los que yacían en mi taberna, todos menos este que ahora hace chocar sus huesos, este mago de Rusia. Para que no regrese acechando a través de las negras sombras cuando la noche cubra el mundo, y me mate -pues ¿quién puede matar a un muerto?-, le despojé de sus huesos y le encadené. Su hechicería no era lo bastante poderosa para salvarle de mí, pero todos los hombres saben que un mago muerto es más malvado que uno vivo. ¡No te muevas, inglés! Tus huesos dejaré en esta habitación secreta junto a ésta, para..."
El maníaco estaba de pie en parte en la puerta de la habitación secreta, ahora, con su arma todavía amenazando a Kane. De pronto pareció desplomarse hacia atrás y desapareció en la oscuridad; y en el mismo instante una ráfaga de viento vagabundo recorrió el corredor exterior y cerró la puerta tras él. La vela de la pared parpadeó y se apagó. Las manos de Kane, buscando a tientas por el suelo, encontraron una pistola, y se enderezó, mirando hacia la puerta por donde había desaparecido el maníaco. Permaneció de pie en la más absoluta oscuridad, con la sangre helada, mientras un horrible grito ahogado provenía de la habitación secreta, entremezclado con el seco y espeluznante traqueteo de huesos descarnados. Luego se hizo el silencio.
Kane encontró pedernal y acero y encendió la vela. Luego, sosteniéndola en una mano y la pistola en la otra, abrió la puerta secreta.
"¡Santo Dios!", murmuró mientras se le formaba un sudor frío en el cuerpo. "¡Esto va más allá de toda razón, y sin embargo con mis propios ojos lo veo! Aquí se han cumplido dos votos, pues Gastón el Carnicero juró que incluso en la muerte vengaría su asesinato, y suya fue la mano que liberó a ese monstruo descarnado. Y él..."



El anfitrión de la Calavera Hendida yacía sin vida en el suelo de la habitación secreta, con su rostro bestial dibujado en líneas de terrible miedo; y en lo más profundo de su cuello roto se hundían los huesos desnudos de los dedos del esqueleto del hechicero.

Hombre se levanta asustado porque ve un gato en su cama
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BESTIAS DE LA JUNGLA


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"¡Mira!", dijo la enfermera al joven interno del segundo piso del sanatorio del doctor Winslow. "Mira lo que he encontrado en los cajones de la mesa del 112, el paciente que fue dado de alta anoche. ¿Cree usted que esta horrible historia puede ser cierta?".
El interno cogió el manuscrito con aire displicente. Había leído tantos desvaríos en papel.
"Este es realmente inusual", dijo la enfermera, notando su actitud. "Léalo, por favor".
Ligeramente interesado, el interno comenzó a leer:


LA HISTORIA DE UN VAMPIRO

 

Tal vez fuera porque estaba celoso del amor y la atención que mi abuela prodigaba a Toi Wah -la antipatía natural de un niño por todo lo que usurpa el lugar que él cree suyo por derecho-. O tal vez fuera la misma crueldad innata, el mismo impulso pícaro de infligir sufrimiento a una criatura muda e indefensa, que he observado en otros muchachos.
En cualquier caso, con o sin razón, odiaba a este animal autocomplaciente y soberbio que me miraba con ojos de topacio, con una mirada que parecía ver a través y más allá de mí, como si yo no existiera.
La odiaba con un odio que sólo podía satisfacerse con su muerte, y pensé y rumié durante horas, que debería haber dedicado a mis estudios, sobre las formas y los medios para llevar a cabo esta muerte.
Debo ser justo conmigo mismo. Toi Wah también me odiaba. Podía sentirlo cuando me sentaba junto a la silla de mi abuela delante del fuego y miraba a Toi Wah, que yacía en una silla en el lado opuesto. En esos momentos siempre la sorprendía mirándome con los ojos entrecerrados, furtiva, sin bajar nunca la guardia.
Si se tumbaba en el regazo de mi abuela y yo me inclinaba para acariciar su hermoso pelaje amarillo, notaba cómo se alejaba de mi mano y nunca ronroneaba, como siempre hacía cuando mi abuela la acariciaba.
A veces la sostenía en mi regazo y fingía que la quería. Pero mientras la acariciaba, me picaban las manos y me retorcía el deseo de apretarla contra su piel satinada y, con la otra mano, estrangularla hasta que muriera.
Mi deseo de matar se volvía tan poderoso que mi respiración se aceleraba, mi corazón latía casi hasta la asfixia y mi cara se sonrojaba.
Mi abuela, al notar mi rostro enrojecido, levantaba la vista del libro que leía por encima de sus gafas y decía: "¿Qué te pasa, Robert? Pareces enrojecido y febril. Quizá la habitación está demasiado caliente para ti. Deja a Toi Wah y sal un rato a tomar el aire".
Entonces cogía a Toi Wah y, abrazándola tan fuerte como me atrevía y con los dientes apretados para contenerme, la ponía en su cojín y salía.
Mi abuelo había traído a Toi Wah, una gatita amarilla, esponjosa y de ojos ámbar, en su barco desde aquella tierra misteriosa bañada por el Mar Amarillo.
Y con Toi Wah había llegado la extraña historia de su rapto, robada de un viejo jardín de un monasterio budista enclavado entre pinos centenarios junto al Gran Canal de China.
Al cuello llevaba un collar de oro flexible, bellamente labrado, con un dragón grabado a lo largo, junto con numerosos caracteres chinos y engastado con piedras de topacio y jade. El collar estaba hecho de tal forma que podía ampliarse cuando fuera necesario, de modo que Toi Wah nunca dejó de llevarlo desde que era una gatita hasta la edad adulta. De hecho, el collar no podía aflojarse sin dañar el metal.
Un día bajé a la cocina con la gata en brazos y le enseñé el collar a Charlie, nuestro cocinero chino, que había navegado por los Siete Mares con mi abuelo.
El viejo chino se quedó mirando hasta que se le salieron los ojos de la cabeza, sin dejar de hacer ruiditos raros en la garganta. Se frotó los ojos, se puso sus grandes gafas de pasta y volvió a mirar, murmurando para sí.
"¿Qué pasa, Charlie?" pregunté, sorprendido por el anciano, que normalmente se mostraba tan estoicamente tranquilo.
"Estas palabras velly gleat", dijo al fin, sacudiendo enigmáticamente la cabeza. "Palabras que no son buenas para ti. Palabras buenas para el gato velly gleat; Gland Lama cat."
"¿Pero qué dicen las palabras?" insistí.
Se quedó largo rato contemplando la inscripción, acariciando el collar con los dedos, mientras Toi Wah yacía pasivamente en mis brazos y le miraba.
"Dice lo que yo no puedo decir bien en inglés", explicó al fin. "Dice: 'Death no can do, no can die'. ¿Lo veis? Cuando el gato Gland Lama lleva este collar, no puede morir. No se le puede matar, sólo hay que cambiar al gato de glándula por otra cosa: mono, tigre, jefe, tal vez hombre, la próxima vez", concluyó vagamente.
"Dice: 'Ámame, te quiero, ódiame, te odio'. No se puede decir bien en inglés lo que dicen los chinos. ¿Ves?"
Y con esto tuve que contentarme por el momento. Ahora sé que los caracteres grabados en el cuello de Toi Wah se referían a una cita del séptimo libro de Buda, que, traducida libremente, dice así:


"Lo que está vivo ha conocido la muerte, y lo que vive no puede morir jamás. No hay muerte; sólo hay un cambio de forma en forma, de vida en vida.
"Tal vez el despreciado animal, caminando en el polvo del camino, fue una vez Rey de Ind, o la consorte de Ghengis Khan.
"No me hagas daño. Protégeme, oh hombre, y yo te protegeré. Aliméntame, oh hombre, y te alimentaré. Ámame, oh hombre, y te amaré. Ódiame y te odiaré. Mátame y te mataré.
"Seremos hermanos, oh hombre, tú y yo, de vida en vida, de muerte en muerte, hasta que ganemos el Nirvana".


Si lo hubiera sabido entonces y me hubiera quedado quieto, ahora no me perseguiría este terror amarillo que me mira desde la oscuridad, que me persigue con sus suaves pasos, que nunca se acerca, que nunca retrocede, hasta que....
Toi Wah se apareó con otra gata tártara de alto grado, y se convirtió en madre de un gatito.
Y ¡qué madre! Sólo un corazón duro y cruel por el miedo podría permanecer insensible ante la incansable devoción de la gran gata por su gatito.
Lo llevaba en la boca a todas partes, no lo dejaba solo ni un momento, parecía percibir el peligro que yo representaba para él; ¡un gato anormal y odiado!
Sin embargo, parecía ceder incluso hacia mí si pasaba por delante de su silla cuando estaba amamantando a la criaturita.
En esos momentos se tumbaba estirando las patas, abriendo y cerrando sus grandes patas en una especie de éxtasis, ronroneando su total satisfacción. Me miraba, con el orgullo y la alegría maternos brillando en sus ojos amarillos, suaves y lustrosos ahora, el odio y la sospecha hacia mí desplazados por el amor maternal.
"¡Mira!", parecía decir. "¡Mira esta cosa maravillosa que he creado a partir de mi cuerpo! ¿No te encanta?"
No la amaba. No. Al contrario, intensificó mi odio al añadirle otro objeto.
Mi abuela echó más leña al fuego enviándome a las tiendas a comprar manjares para Toi Wah y su gatito; salchichas de hígado y hierba gatera para la madre, leche y nata para el gatito.
"Robert, hijo mío", me decía, sin darse cuenta de mi odio, "¿sabes que tenemos con nosotros a toda una familia real? Estos maravillosos gatos descienden en línea ininterrumpida de los gatos de la Casa Real de Ghengis Khan. Los registros se guardaban en el Monasterio Budista del que procedía Toi Wah".
"¿Cómo la consiguió el abuelo?" pregunté.
"No me preguntes, niña", sonrió la anciana. "Sólo me dijo que la robó en un alarde de valentía del jardín de este antiguo Monasterio Budista cuando le incitaron a hacerlo sus amigos. Estaban pasando una semana ociosa explorando las antiguas ciudades a lo largo del Gran Canal de China, y se sintieron atraídos por los hermosos gatos tártaros de este jardín. Al parecer, los monjes budistas criaban a estos gatos como una especie de deber religioso.
"Tu abuelo siempre creyó que una especie de maldición budista acompañaba a Toi Wah después de que un comerciante chino le tradujera los caracteres chinos de su collar. Y a menudo decía que desearía no haberla metido en el bolsillo de su gran chaqueta sou'wester cuando los sacerdotes no miraban.
"Yo no creo en esas maldiciones y presagios supersticiosos, así que no le dejaba quitarse el collar. De hecho, no podía hacerlo; estaba tan astutamente remachado.
"Siempre temió que algún mal viniera de la gata, pero yo la he encontrado un gran consuelo y una cosa que me encanta".
Y le tendía las manos a Toi Wah, y la gran gata saltaba a su regazo y frotaba cariñosamente la cabeza contra el cuello de mi abuela.
Después de aquello, temí a Toi Wah más que nunca. Ese miedo era algo intangible, inasible. No podía entenderlo ni analizarlo, pero era muy real. Cuando deambulaba por los oscuros pasadizos de la antigua casa de mi abuela o exploraba las polvorientas habitaciones llenas de telarañas, siempre me seguía el suave sonido de las patas de Toi Wah. Siguiéndome, siguiéndome siempre, pero sin acercarse nunca; siempre un poco más allá de donde yo podía ver.
Era enloquecedor. Siempre me seguía el sonido sigiloso, suave y casi inaudible de las patas acolchadas. Nunca podía librarme de él dentro de la casa.
En mi dormitorio, sentado solo ante el fuego, con la puerta cerrada con llave y cerrojo, explorado previamente cada rincón de la habitación, mirado debajo de la cama, siempre tenía la sensación de que ella estaba sentada detrás de mí, observándome con ojos amarillos vigilantes. Ojos llenos de sospecha y odio. Esperando, observando, ¿para qué? No lo sabía. Sólo temía.
De este miedo surgieron muchos terrores irreales. Llegué a creer que Toi Wah estaba esperando una oportunidad favorable para saltar sobre mí por detrás, o cuando estuviera dormida, y clavar sus grandes garras curvadas en mi garganta, desgarrándola y rasgándola con su odio.
Llegué a estar tan poseído por este miedo que me hice un collar de cuero que se ajustaba bien debajo de las orejas y alrededor del cuello. Lo llevaba siempre que estaba sola en mi habitación y cuando dormía, lo que me daba cierta sensación de seguridad. Pero, ¡por la noche! Nadie puede saber lo que yo, un muchacho solitario, sufría entonces.
Apenas se me cerraban los ojos de cansancio somnoliento, empezaban a oírse los pasos sigilosos de Toi Wah. Los oía subir suavemente por las escaleras y avanzar sigilosamente por el oscuro pasillo hasta mi habitación, al final. Se detenían allí porque la puerta estaba cerrada con llave y cerrojo, y el pesado chiffonier atrancado contra ella como precaución adicional. Yo escuchaba atentamente y me parecía oír un leve arañazo en la puerta.
Entonces me invadían todos los terrores de la oscuridad. Supongamos que no había cerrado bien el travesaño. Si el travesaño estaba abierto, Toi-Wah podría, de un gran salto, atravesarlo y llegar hasta mi cama. Y entonces...
El sudor frío del miedo me salía por todos los poros cuando mi imaginación visualizaba a Toi-Wah saltando y, con un gruñido, abalanzándose sobre mi garganta con dientes y garras. Me estremecía y me palpaba temblorosamente el cuello para asegurarme de que el collar de cuero estaba bien sujeto.
Por fin, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, saltaba de la cama, encendía la luz, corría hacia la puerta, arrastraba frenéticamente el pesado chiffonier a un lado y abría la puerta de un tirón. Nada.
Luego me arrastraba por el pasillo hasta el final de la escalera y miraba hacia el vestíbulo poco iluminado. Nada.
Mirando temerosamente por encima del hombro, volvía a mi habitación, cerraba la puerta, echaba el cerrojo, empujaba el chiffonier contra ella, me aseguraba de que el travesaño estaba cerrado y me metía en la cama, enterrando la cabeza bajo las sábanas.
Entonces podría dormir. Dormir sólo para soñar que Toi Wah se había colado suavemente en la habitación y me estaba chupando el aliento. Era una superstición popular en el país hace años, y sin duda mi sueño se vio favorecido por estar medio asfixiado bajo la ropa de cama. Pero el sueño no dejaba de ser aterrador y real.
Noche tras noche viví esta vida de terror acobardado, escuchando el inquietante sonido de pasos sigilosos y suaves que siempre me seguían, sin avanzar ni retroceder.
Pero al fin llegó el día de mi venganza. ¡Qué dulce fue entonces! ¡Qué espantoso me parece ahora!



II.


El gatito de Toi Wah, ya medio crecido, se alejó de su madre escaleras abajo y subió a mi habitación. Al volver de la escuela, lo encontré tumbado en la alfombra jugando con una de mis pelotas de tenis.
Al verlo, mi corazón se llenó de alegría. Acababa de ver a su madre durmiendo plácidamente en el regazo de mi abuela, que también dormía.
Cerré suavemente la puerta. ¡Por fin me libraría de una de las plagas que hacían de mi vida un infierno! Me puse el collar de cuero y los guantes gruesos que utilizaba para trabajar en el jardín. Tomé estas precauciones porque tenía miedo incluso de este pequeño gatito.
El gatito, inconsciente de su peligro, jugueteaba por la alfombra. Respiré hondo, me agaché y lo cogí. Me miró, sintió el peligro, escupió e intentó zafarse de mis manos.
"¡Demasiado tarde, demonio!" exulté, sujetándolo con firmeza.
Me llegó un zumbido a los oídos, la cabeza llena, la boca seca, mientras lo asfixiaba, lo asfixiaba hasta que sus ojos amarillos y vidriosos se salieron de sus órbitas y la lengua le colgó. Lo estrangulaba con alegría, sin descanso, obteniendo de la agonía de esta pequeña criatura, cuya madre odiaba y temía, más placer del que jamás había conocido.
Después de un largo rato, abrí las manos y lo miré atentamente en busca de señales de vida. Pero estaba completamente muerto. Al menos de uno de ellos me había librado para siempre, pensé jubiloso mientras contemplaba el cuerpo sin vida. Y entonces...
Se oyó un arañazo en la puerta y un maullido cariñoso y agónico.
No parecía posible que ningún animal fuera capaz de expresar, en el único sonido con el que podía expresarse, el amor ansioso y anhelante que ese sonido transmitía.
El viejo miedo se aferró a mi corazón. Parece increíble que yo, casi un hombre hecho y derecho, campeón de fútbol y atleta polifacético, pudiera tener miedo de un gato a plena luz del día.
Pero así era. Me corría un sudor frío por la espalda y me temblaban las manos, de modo que el gatito muerto cayó con un suave golpe sobre la alfombra.
Este sonido me despertó de mi semiestupor de miedo. Apresuradamente, levanté la hoja de la ventana y arrojé el pequeño cuerpo inerte al patio.
Cerré la ventana y, con estudiada despreocupación, me dirigí silbando a la puerta y la abrí.
"Entra, gatita", dije inocentemente. "¡Pobre gatita!"
Toi Wah entró corriendo y dio vueltas frenéticamente por la habitación, maullando lastimeramente. No me prestó atención, sino que corrió aquí y allá, bajo la cama, bajo el chiffonier, buscando en cada rincón de la gran habitación anticuada.
Llegó por fin a la alfombra frente al fuego, bajó la cabeza y olfateó el lugar donde un momento antes yacía su amado.
Entonces me miró con ojos grandes y tristes. Ojos que ya no tenían odio, sino una pena inenarrable. Nunca había visto en los ojos de ninguna criatura el dolor que vi allí.
Aquella mirada me hizo un extraño nudo en la garganta. Ahora lamentaba lo que había hecho. Si hubiera podido recordar mi acto, lo habría hecho. Pero era demasiado tarde. El gatito muerto yacía en el patio.
Por un momento Toi Wah me miró, y luego la pena en sus ojos dio paso a la vieja mirada de sospecha y odio. Y entonces, con un aullido como el de un lobo, salió corriendo de la habitación.
A medida que se hacía de noche, mi miedo aumentaba. No me atrevía a acostarme. Yo también estaba intranquila, por miedo a que mi abuela sospechara de mí. Pero, afortunadamente para mí, ella pensó que el gatito había sido robado y nunca soñó que yo lo había matado.
Me quedé hasta el último momento antes de subir a acostarme. Evité cuidadosamente mirar a Toi Wah cuando me cruzaba con ella camino de la escalera.
Subí corriendo las escaleras y bajé por el largo pasillo hasta mi dormitorio. Me desnudé a toda prisa, tirando la ropa aquí y allá, me metí en el centro de la cama y hundí la cabeza bajo las sábanas.
Allí esperé, aterrorizada y temblorosa, el sonido de unos pasos acolchados. Nunca llegaron. Y entonces, cansado por lo tarde que era, y quizá también estupefacto por la falta de aire fresco en mi habitación, me dormí.
Ya entrada la noche, oí las campanadas de la iglesia de enfrente y abrí los ojos. La luz de la luna entraba por la ventana y vi dos ojos ardientes que me miraban desde una esquina.
¿Estaba en las garras de una pesadilla, engendrada por mis miedos? ¿O es que, en mi prisa por acostarme, no había cerrado la puerta con llave? No lo sé, pero de repente algo saltó sobre la cama desde el suelo.
Me incorporé, temblando de terror, y Toi Wah me miró a los ojos y me los sostuvo. En su boca tenía el cuerpo harapiento de su gatito. Lo dejó suavemente sobre la colcha, sin apartar los ojos de los míos.
De pronto, un suave resplandor, una especie de halo, brilló a su alrededor, y entonces, como soy un hombre vivo y honorable, Toi Wah me habló.
"Dice lo que yo no puedo decir bien en inglés", explicó al fin. "Dice: 'Death no can do, no can die'. ¿Lo veis? Cuando el gato Gland Lama lleva este collar, no puede morir. No se le puede matar, sólo hay que cambiar al gato de glándula por otra cosa: mono, tigre, jefe, tal vez hombre, la próxima vez", concluyó vagamente.
"Dice: 'Ámame, te quiero, ódiame, te odio'. No se puede decir bien en inglés lo que dicen los chinos. ¿Ves?"
Y con esto tuve que contentarme por el momento. Ahora sé que los caracteres grabados en el cuello de Toi Wah se referían a una cita del séptimo libro de Buda, que, traducida libremente, dice así:
"Lo que está vivo ha conocido la muerte, y lo que vive no puede morir jamás. No hay muerte; sólo hay un cambio de forma en forma, de vida en vida.
"Tal vez el despreciado animal, caminando en el polvo del camino, fue una vez Rey de Ind, o la consorte de Ghengis Khan.
"No me hagas daño. Protégeme, oh hombre, y yo te protegeré. Aliméntame, oh hombre, y te alimentaré. Ámame, oh hombre, y te amaré. Ódiame y te odiaré. Mátame y te mataré.
"Seremos hermanos, oh hombre, tú y yo, de vida en vida, de muerte en muerte, hasta que ganemos el Nirvana".
Si lo hubiera sabido entonces y me hubiera quedado quieto, ahora no me perseguiría este terror amarillo que me mira desde la oscuridad, que me persigue con sus suaves pasos, que nunca se acerca, que nunca retrocede, hasta que....
Toi Wah se apareó con otra gata tártara de alto grado, y se convirtió en madre de un gatito.
Y ¡qué madre! Sólo un corazón duro y cruel por el miedo podría permanecer insensible ante la incansable devoción de la gran gata por su gatito.
Lo llevaba en la boca a todas partes, no lo dejaba solo ni un momento, parecía percibir el peligro que yo representaba para él; ¡un gato anormal y odiado!
Sin embargo, parecía ceder incluso hacia mí si pasaba por delante de su silla cuando estaba amamantando a la criaturita.
En esos momentos se tumbaba estirando las patas, abriendo y cerrando sus grandes patas en una especie de éxtasis, ronroneando su total satisfacción. Me miraba, con el orgullo y la alegría maternos brillando en sus ojos amarillos, suaves y lustrosos ahora, el odio y la sospecha hacia mí desplazados por el amor maternal.
"¡Mira!", parecía decir. "¡Mira esta cosa maravillosa que he creado a partir de mi cuerpo! ¿No te encanta?"
No la amaba. No. Al contrario, intensificó mi odio al añadirle otro objeto.
Mi abuela echó más leña al fuego enviándome a las tiendas a comprar manjares para Toi Wah y su gatito; salchichas de hígado y hierba gatera para la madre, leche y nata para el gatito.
"Robert, hijo mío", me decía, sin darse cuenta de mi odio, "¿sabes que tenemos con nosotros a toda una familia real? Estos maravillosos gatos descienden en línea ininterrumpida de los gatos de la Casa Real de Ghengis Khan. Los registros se guardaban en el Monasterio Budista del que procedía Toi Wah".
"¿Cómo la consiguió el abuelo?" pregunté.
"No me preguntes, niña", sonrió la anciana. "Sólo me dijo que la robó en un alarde de valentía del jardín de este antiguo Monasterio Budista cuando le incitaron a hacerlo sus amigos. Estaban pasando una semana ociosa explorando las antiguas ciudades a lo largo del Gran Canal de China, y se sintieron atraídos por los hermosos gatos tártaros de este jardín. Al parecer, los monjes budistas criaban a estos gatos como una especie de deber religioso.
"Tu abuelo siempre creyó que una especie de maldición budista acompañaba a Toi Wah después de que un comerciante chino le tradujera los caracteres chinos de su collar. Y a menudo decía que desearía no haberla metido en el bolsillo de su gran chaqueta sou'wester cuando los sacerdotes no miraban.
"Yo no creo en esas maldiciones y presagios supersticiosos, así que no le dejaba quitarse el collar. De hecho, no podía hacerlo; estaba tan astutamente remachado.
"Siempre temió que algún mal viniera de la gata, pero yo la he encontrado un gran consuelo y una cosa que me encanta".
Y le tendía las manos a Toi Wah, y la gran gata saltaba a su regazo y frotaba cariñosamente la cabeza contra el cuello de mi abuela.
Después de aquello, temí a Toi Wah más que nunca. Ese miedo era algo intangible, inasible. No podía entenderlo ni analizarlo, pero era muy real. Cuando deambulaba por los oscuros pasadizos de la antigua casa de mi abuela o exploraba las polvorientas habitaciones llenas de telarañas, siempre me seguía el suave sonido de las patas de Toi Wah. Siguiéndome, siguiéndome siempre, pero sin acercarse nunca; siempre un poco más allá de donde yo podía ver.
Era enloquecedor. Siempre me seguía el sonido sigiloso, suave y casi inaudible de las patas acolchadas. Nunca podía librarme de él dentro de la casa.
En mi dormitorio, sentado solo ante el fuego, con la puerta cerrada con llave y cerrojo, explorado previamente cada rincón de la habitación, mirado debajo de la cama, siempre tenía la sensación de que ella estaba sentada detrás de mí, observándome con ojos amarillos vigilantes. Ojos llenos de sospecha y odio. Esperando, observando, ¿para qué? No lo sabía. Sólo temía.
De este miedo surgieron muchos terrores irreales. Llegué a creer que Toi Wah estaba esperando una oportunidad favorable para saltar sobre mí por detrás, o cuando estuviera dormida, y clavar sus grandes garras curvadas en mi garganta, desgarrándola y rasgándola con su odio.
Llegué a estar tan poseído por este miedo que me hice un collar de cuero que se ajustaba bien debajo de las orejas y alrededor del cuello. Lo llevaba siempre que estaba sola en mi habitación y cuando dormía, lo que me daba cierta sensación de seguridad. Pero, ¡por la noche! Nadie puede saber lo que yo, un muchacho solitario, sufría entonces.
Apenas se me cerraban los ojos de cansancio somnoliento, empezaban a oírse los pasos sigilosos de Toi Wah. Los oía subir suavemente por las escaleras y avanzar sigilosamente por el oscuro pasillo hasta mi habitación, al final. Se detenían allí porque la puerta estaba cerrada con llave y cerrojo, y el pesado chiffonier atrancado contra ella como precaución adicional. Yo escuchaba atentamente y me parecía oír un leve arañazo en la puerta.
Entonces me invadían todos los terrores de la oscuridad. Supongamos que no había cerrado bien el travesaño. Si el travesaño estaba abierto, Toi-Wah podría, de un gran salto, atravesarlo y llegar hasta mi cama. Y entonces...
El sudor frío del miedo me salía por todos los poros cuando mi imaginación visualizaba a Toi-Wah saltando y, con un gruñido, abalanzándose sobre mi garganta con dientes y garras. Me estremecía y me palpaba temblorosamente el cuello para asegurarme de que el collar de cuero estaba bien sujeto.
Por fin, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, saltaba de la cama, encendía la luz, corría hacia la puerta, arrastraba frenéticamente el pesado chiffonier a un lado y abría la puerta de un tirón. Nada.
Luego me arrastraba por el pasillo hasta el final de la escalera y miraba hacia el vestíbulo poco iluminado. Nada.
Mirando temerosamente por encima del hombro, volvía a mi habitación, cerraba la puerta, echaba el cerrojo, empujaba el chiffonier contra ella, me aseguraba de que el travesaño estaba cerrado y me metía en la cama, enterrando la cabeza bajo las sábanas.
Entonces podría dormir. Dormir sólo para soñar que Toi Wah se había colado suavemente en la habitación y me estaba chupando el aliento. Era una superstición popular en el país hace años, y sin duda mi sueño se vio favorecido por estar medio asfixiado bajo la ropa de cama. Pero el sueño no dejaba de ser aterrador y real.
Noche tras noche viví esta vida de terror acobardado, escuchando el inquietante sonido de pasos sigilosos y suaves que siempre me seguían, sin avanzar ni retroceder.
Pero al fin llegó el día de mi venganza. ¡Qué dulce fue entonces! ¡Qué espantoso me parece ahora!



III.


Dijo -pude ver cómo movía la boca-: "El que ha matado, volverá a matar. Entonces el que mate será él mismo asesinado.
"Sí, setenta veces siete serán tus días después de que se rompa mi ciclo. Entonces, a esta hora, volveré para que la cosa se cumpla según la ley del Señor Buda".
Entonces cesó la voz, el halo se desvaneció. Sentí que la cama rebotaba cuando ella saltó al suelo, y allí oí el suave arrastrar de sus pies por el pasillo.
Me desperté con un grito. Tenía la frente húmeda de sudor. Me castañeteaban los dientes. Miré y vi que mi puerta estaba abierta de par en par. Salté de la cama y encendí la luz. ¿Era un sueño horrible, una pesadilla espantosa?
No lo sé. Pero, tendido sobre la colcha, estaba el cuerpo húmedo y embarrado del gatito de Toi Wah.
Un tigre devorador de hombres vivo y famélico en la habitación no podría haberme inspirado mayor terror. No me atreví a tocar aquella cosa fría y muerta. No me atreví a quedarme en la habitación con él.
Huí escaleras abajo, tropezando con los muebles del vestíbulo inferior, hasta que llegué a la habitación del criado. Llamé a la puerta y le rogué, castañeteando los dientes, que me permitiera quedarme en un sofá de su habitación hasta la mañana siguiente, diciéndole que había tenido un sueño espantoso.
A la mañana siguiente, temprano, saqué secretamente al gatito muerto al jardín y lo enterré profundamente, poniendo un montón de piedras sobre la tumba; vigilando cuidadosamente por si veía a Toi Wah.
Cuando regresé a la casa, me encontré con la vieja ama de llaves, que estaba con cara de angustia en la puerta de la cocina.
"Señorito Robert, ¡no me extraña que no haya podido dormir esta mañana! Su pobre abuela falleció durante la noche. Debió de ser después de medianoche, porque no la dejé hasta las once".
Mi corazón dio un brinco. No por la sorpresa o el dolor por la muerte de mi abuela. Era de esperar, y la fría y aristocrática anciana no me había querido demasiado.
Ni tampoco por la alegría de que me hubiera dejado rica, la última de una vieja raza cuyos antepasados bajaron al mar en barcos, trayendo a casa la riqueza del mundo.
No, sólo pensaba que Toi Wah y yo estábamos por fin en igualdad de condiciones. Y que lo antes posible me libraría del miedo que le tenía de día y del terror que le tenía de noche.
Mi herencia sería algo de poco valor si debía pasar días ansiosos y noches atormentadas por el miedo. Toi Wah debe morir, para que yo pueda conocer días alegres y dormir por las noches en paz.
La sangre alegre me palpitaba en la cabeza y me silbaba en los oídos mientras corría a mi habitación, cogía el cuello de cuero y los guantes y agarraba el gran atizador de hierro que había junto a la chimenea.
Los llevé al desván, una habitación pequeña y cerrada, tenuemente iluminada por una claraboya. Aquí no había aberturas por las que pudiera escapar un gato.
Luego bajé a la habitación de mi abuela. Ya se habían encendido las velas del cadáver. Sólo eché un vistazo al rostro tranquilo, demacrado y aristocrático de la anciana, digno incluso en la muerte.
Busqué a Toi Wah entre las sombras parpadeantes que proyectaban las velas. No la vi. ¿Sería posible que, sintiendo el peligro, hubiera huido?
Se me encogió el corazón. Respiré con fuerza.
"¿La gata Toi Wah? pregunté al ama de llaves, que vigilaba junto a los muertos. "¿Dónde está?
"Debajo de la cama", respondió. "La pobre criatura está así de distraída, no quería comer, y hubo que echarla del lado de tu abuela para que pudiéramos componer el cuerpo. No quiso salir de la habitación, sino que se metió debajo de la cama, gruñendo y escupiendo. Le tengo miedo".
Me puse de rodillas y miré debajo de la cama. Agazapada en el rincón más alejado estaba Toi Wah, y sus grandes ojos amarillos me miraban con terror y desafío.
"Le tengo miedo, amo Robert", repitió el ama de llaves. "Por favor, llévesela".
Yo también le tenía miedo a Toi Wah. Le tenía tanto miedo que no podría conocer la paz ni la felicidad si ella vivía. Estaba seguro de ello.
El cobarde es peligroso. El miedo mata siempre que puede. Nunca contemporiza, ni es misericordioso. Ten cuidado con quien te teme.
Me arrastré bajo la cama y la agarré. No opuso resistencia, para mi sorpresa, pero pude sentir el temblor de su cuerpo a través de mis guantes. Cuando mi mano se cerró sobre ella, emitió un pequeño sonido como un jadeo, eso fue todo.
Salí a gatas y, en presencia del ama de llaves y de los muertos, la sostuve amorosamente en mis brazos, llamándola "pobre gatita" y acariciando su largo pelaje amarillo, mientras yacía pasiva, temblorosamente pasiva, en mis brazos.
Engañé al ama de llaves, que pensó que desahogaba mi dolor por la muerte de mi abuela amando y acariciando el objeto del afecto de la anciana. No engañé a Toi Wah. Estaba tranquila en mis brazos, pero era la parálisis del terror; el estupor no resistente de un gran miedo. Su cuerpo no dejaba de temblar y sus ojos estaban apagados y sin vida. Parecía conocer su destino y haber aceptado lo inevitable.
La llevé arriba, la arrojé al suelo y cerré la puerta. Cogí el atizador que había junto a la puerta y me volví para matarla. Toi Wah yacía donde la había arrojado, agazapada como si fuera a saltar, pero no se movió. Se limitó a mirarme.
Ahora no la temía. Llevaba en las manos unos pesados guanteletes y en la garganta la pesada protección de cuero que me había fabricado, salpicada y tachonada de acero y latón.
Toi Wah no se movió. Sólo miraba, pero ¡qué mirada! Atrajo al diablo despiadado de mi corazón. Me quemó el alma.
"¡Mátame!", parecían decir sus grandes ojos ambarinos. "Mátame rápida y misericordiosamente como mataste a la querida de mi corazón. Lo que dice el Maestro: 'Sé misericordioso, y tu corazón conocerá la paz'. Hoy es tuyo, mañana... ¿quién puede decirlo?".
Como en un sueño, me puse de pie y la miré a los ojos. Miré hasta que aquellos ojos ambarinos convergieron en un estanque amarillo sucio alrededor de cuya orilla crecían helechos gigantes y juncos más altos que los árboles de nuestro bosque. Y una bruma neblinosa se cernía sobre la escena.
En el estanque flotaba una canoa, un tronco hueco. En la canoa había un hombre, una mujer y un niño, todos desnudos excepto por las pieles que llevaban sobre los hombros.
El hombre empujó hacia la orilla con una pértiga y, al llegar a tierra, saltó al agua y tiró de la barca hasta la orilla.
Mientras tiraba de la barca, los juncos temblaron a su derecha, y un gran tigre de color amarillo saltó de entre los helechos y agarró al niño.
Durante un instante permaneció allí, con el hombre y la mujer paralizados por el miedo y el horror. Luego, goteando sangre de sus fauces, saltó hacia atrás entre los juncos y desapareció.
La cara del hombre de la barca era la mía. Y era Toi Wah quien tenía a mi hijo entre sus mandíbulas goteantes. Una gran Toi Wah, con dientes de sable y sucio pellejo amarillo, pero Toi Wah al fin y al cabo.
El charco se desvaneció y me quedé allí, mirando a los ojos del gato tártaro de mi abuela.
Pero lo sabía. ¡Por fin lo sabía!



IV.


Explícalo como quieras, yo sabía que en algún lugar lejano de aquella época prehistórica, Toi Wah me había arrebatado a mi primogénito ante mis torturados ojos y que su tierna carne había llenado las fauces de un tigre dientes de sable.
¡Ahora había llegado el día de mi venganza! Aferré con más fuerza el atizador entre mis manos. Me levanté y la agarré por el collar que ninguno de nosotros había podido desabrochar. Se me soltó en la mano.
Lo miré con asombro y luego lo dejé a un lado, para no pensar más en la curiosa antigüedad hasta que....
Me apresuré a librarme de aquel objeto de odio y espanto. El corazón me dio un vuelco. Apreté los dientes en un éxtasis de alegría; me ardían las mejillas. Una sensación de bienestar y de poder hizo resplandecer todo mi cuerpo....
La dejé allí, por fin, en el suelo manchado de sangre, destrozada, y salí cerrando la puerta tras de mí.
Por fin era libre. Libre del miedo a las garras y los dientes en mi garganta temblorosa. Libre del sonido de los pies que pisaban suavemente. Era un hombre nuevo, en efecto, pues había desaparecido de mí toda la vieja timidez y falta de agresividad que el miedo a Toi Wah había engendrado en mí. Fui de casa de mi abuela a la universidad, un hombre entre hombres....
No volví a la casa de mi herencia hasta que traje a mi novia, una cosita tímida, suave y esponjosa que contrastaba con el tipo agresivo de mujer moderna.
Era un tipo oriental del viejo mundo, hija de un misionero chino retornado, educada en Oriente, y tenía los modales y había absorbido los ideales de las mujeres chinas de voz suave, solitarias y amantes del hogar entre las que se había criado.
Me atrajeron sus ojos castaños claros y su pelo amarillo, su andar lento y ondulante, y sus maneras pintorescas y anticuadas; y después de un corto e impetuoso cortejo, nos casamos.
Yo era muy feliz. Sólo tenía veinticuatro años, era rico y estaba casado con una muchacha cariñosa y hermosa a la que adoraba.
Esperaba una larga vida de paz y felicidad, pero no fue así. Desde el mismo día de mi regreso a la maldita casa de mi abuela hubo un cambio. ¿De qué se trataba? No lo sé, pero podía sentirlo. Lo percibí desde el primer día. Un algo sutil, un manto de tristeza, intangible, evasivo y desconcertante, comenzó a asentarse lentamente sobre mí, sofocando y sofocando la felicidad que era mía antes del malvado día de mi regreso a casa.
Había regresado del pueblo con alguna menudencia de necesidad doméstica. Los criados aún no habían llegado, y el ama de llaves, ya vieja y enferma, estaba ocupada poniendo orden.
Al volver, busqué a mi esposa y la encontré en la habitación de mi abuela, ante el retrato de Toi Wah, de tamaño natural, hecho al óleo para mi abuela por un gran artista, que también amaba a los gatos como ella los había amado.
Hasta aquel día, Toi Wah no había sido más que un tenue recuerdo de la cruel venganza de un niño impulsado por el miedo. A propósito, había apartado de mi mente todo pensamiento sobre ella. Pero ahora todo volvía, una horda de recuerdos odiosos, cuando me paré en la puerta abierta y vi a mi esposa de pie y mirando la imagen del gran gato.
Y cuando ella se volvió, asustada por mi entrada, ¿qué vi?
Vi, o creí ver, un parecido, un gran parecido entre los dos. Los ojos, el pelo, la expresión general... ¡Por qué no lo había notado antes!
¿Y qué más? En los ojos de mi esposa estaba el viejo miedo, el antiguo odio, que yo solía ver en los ojos de Toi Wah cuando entraba de repente en la habitación de mi abuela... ¡esta habitación! La mirada brilló un instante y desapareció.
"¡Cómo me has asustado, Robert!", se reía. "¡Y la cara que has puesto! ¿Qué ha pasado?
"Nada", respondí. "Nada de nada".
"Pero, ¿por qué me has mirado así?", insistió. "Seguro que algo ha ido mal. ¿No vienen los criados? Si no vienen, no soy del todo inútil; incluso sé cocinar", y volvió a reírse, una risa avergonzada, pensé.
Tenía el aire de haber sido sorprendida por mi entrada, de haber sido detectada en algo, secreto u oculto, que ahora trataba de encubrir y disimular.
"¿Por qué?", balbuceé confuso, pues aquel notable parecido me había desconcertado por completo, "no pasa nada. Sólo que de pronto me sorprendió, mientras usted estaba de pie junto al retrato del gato de mi abuela, el notable parecido; su pelo, sus ojos... el mismo color. Eso fue todo".
"¡Vaya, Robert!", rió ella, levantando un dedo admonitorio.
Esta vez estaba seguro de la nota de confusión en su risa, que parecía forzada. Mi mujer no era dada a reír, era una persona tranquila y contenida.
"¡Imagínate! Yo, ¡como un gato!"
"Bueno -dije con ligereza, estrechándola entre mis brazos -pues yo también estaba disimulando, ahora que había recuperado la compostura y veía que estaba traicionando mi miedo secreto-, Toi Wah era una gata muy hermosa y de alta alcurnia. Su ascendencia se remontaba a Ghengis Khan. Así que parecerse a ella no estaría tan mal, ¿verdad?". Y la besé.
¿Se encogió ante la caricia? ¿Su cuerpo tembló en mis brazos? ¿O fue la imaginación, la agitación de viejos recuerdos de Toi Wah, que se encogió ante mi más ligero toque?
No lo sabía. Sé, sin embargo, que mi extraña experiencia de aquel día fue el principio del fin; el fin que aún no ha llegado, pero que se acerca rápidamente... ¡para mí!



V.


A medida que avanzaba el día, me sentía inquieto e intranquilo, incómodo e insatisfecho.
Así que después de cenar me fui a dar un largo paseo por los caminos del campo. Cuando regresé, mi mujer dormía. Me tumbé suavemente a su lado y, cansado por el largo paseo, no tardé en dormirme yo también.
Dormido, soñé. Soñé con Toi Wah y el gatito de Toi Wah. Y volví a oír, en sueños, el grito lastimero de la gata madre cuando llamaba ansiosa y amorosamente a su gatito que nunca volvería.
Tan vívido y real fue el sueño que me desperté con el llanto de la gata en mis oídos. Y cuando me desperté, me pareció oírlo de nuevo: un llanto tenue, apagado, mitad gato, mitad humano, como si una mujer hubiera gritado en voz alta y luego hubiera reprimido rápidamente el grito.
Y mi esposa había desaparecido.
Me levanté de un salto. La luz de la luna entraba por la ventana. Era casi tan clara como el día. Ella no estaba en la habitación.
Fui rápidamente por el pasillo y bajé las escaleras, sin hacer ruido con los pies descalzos. La puerta de la habitación de mi abuela estaba abierta. Miré dentro. Dos ojos luminosos, con un tinte verdoso, me miraron desde la penumbra del rincón más alejado.
Por un instante mi corazón se detuvo, y luego se aceleró palpitantemente. Respiré hondo y me dirigí hacia la cosa desconocida de ojos brillantes que se agazapaba en aquel rincón.
Cuando llegué al charco de luz de luna que había en el centro de la habitación, oí un grito de miedo, un movimiento repentino y mi mujer huyó junto a mí, salió de la habitación y subió las escaleras.
Oí la puerta del dormitorio cerrarse tras ella, oí la llave girar en la cerradura.
Cuando se apresuró a pasar junto a mí y subir las escaleras, el repiqueteo de sus pies llegó a mis oídos como el suave acolchado de los pasos de Toi Wah que habían llenado de miedo mis años de juventud. Se me heló la sangre al oír este viejo sonido, hasta ahora olvidado.
¿Qué miedo cobarde era éste? Intenté serenarme, razonar racionalmente. Miedo a un gato muerto hacía tiempo, cuyos huesos enmohecidos estaban arriba, en el suelo del desván. ¿Qué había que temer? ¿Me estaba volviendo loca?
El portazo de la puerta del dormitorio, el giro de la llave en la cerradura, cambiaron instantáneamente mi pensamiento y despertaron en mí una furia abrumadora. ¿Me iban a dejar fuera de mi propia habitación, nuestra habitación?
Subí corriendo las escaleras. Llamé a la puerta, hice sonar el pomo. Golpeé los paneles con los puños. Grité: "¡Abre! Abre la puerta".
En medio de mi furiosa embestida, la puerta se abrió de repente y una figurita de ojos soñolientos se hizo a un lado para permitirme entrar.
"¡Vaya, Robert!", exclamó, mientras yo permanecía allí, desconcertado y avergonzado, con un furioso conflicto de dudas, miedo e incertidumbre desatándose en mi mente. "¿Qué ocurre? ¿Dónde te habías metido? Estaba profundamente dormida, y me has asustado, gritando y aporreando la puerta".
¿Me había engañado? En parte. ¡Pero en sus ojos! En sus ojos había esa mirada de gato astuto e inescrutable que nunca había visto hasta aquel día. Y ahora esa mirada nunca los abandona, ¡siempre está ahí!
"¿Qué hacías debajo de la escalera, solo, en la habitación de mi abuela?". tartamudeé.
Ella arqueó las cejas, incrédula.
"¿Yo? ¿Bajo las escaleras? Robert, ¿qué te pasa? Acabo de despertarme de un sueño profundo para dejarte entrar. ¿Cómo podría estar debajo de las escaleras?"
"¡Pero la puerta del dormitorio estaba cerrada!" exclamé.
"Debes de haber bajado tú misma", me explicó, "y haber cerrado la puerta tras de ti. Tiene una cerradura de resorte. Seguramente habrás tenido un sueño horrible. Querida, ven a la cama". Y volvió a la cama.
Volví a disimular como aquel día en que la encontré ante el retrato de Toi Wah. Sabía, más allá de toda duda razonable, que mentía. Sabía que estaba completamente despierto y en mis cabales cuando bajé las escaleras y la encontré allí. Evidentemente, quería engañarme, y hasta que no pudiera desentrañar sus motivos, fingiría creerla. Así que, murmurando algo en el sentido de que debía de tener razón, me metí también en la cama.
Pero no para dormir. Vinieron a mi mente atormentada todos los viejos terrores juveniles de la oscuridad, y reviví todos aquellos días de terror en que viví temiendo a Toi Wah o a algo sombrío, no sabía qué.
Tumbado en la oscuridad, decidí que por la mañana abandonaría para siempre aquel lugar aparentemente plagado de fantasmas. Mi paz mental, mi felicidad, estar libre del miedo... estas cosas valían todos los viejos y bellos lugares rurales del mundo. Y con esta resolución, me dormí.
Dormí hasta bien entrado el día y, al despertarme a mediodía, descubrí que mi mujer había salido con unos vecinos a jugar al tenis y a tomar el té de la tarde. Evidentemente, no podía marcharme hasta el día siguiente. Debía esperar el regreso de mi mujer y, mientras tanto, formular algún tipo de excusa razonable para explicarle mi precipitado regreso a la ciudad, después de haber planeado una estancia de un año en el campo.
Además, ahora era de día, un día sobrio y real, y, como siempre me ocurría, los terrores de la noche me parecían irreales, pesadillas medio olvidadas. De modo que deseché el tema de mi mente por el momento y me dispuse a dar un largo paseo por los campos.
Era casi la hora de cenar cuando regresé. Cuando abrí la puerta del comedor, mi esposa se volvió de donde estaba, junto a la chimenea, para saludarme, y de nuevo me sorprendió su parecido con Toi Wah. El peinado acentuaba el efecto. Y cuando sonrió... ¡No puedo describirlo! Una sonrisa tan astuta, secreta y felina.
"Robert", me dijo cuando se acercó a mí y levantó los labios para que la besara. "¿Sabes qué día es hoy?"
Negué con la cabeza.
"¡Pero si es mi cumpleaños, chico olvidadizo! Mi vigésimo primer cumpleaños, y tengo una sorpresa para ti.
"Cuando se despidió de mí, el viejo sacerdote budista que me enseñó cuando era niño me regaló una jarra de vino de loto chino, que debía conservar inviolada hasta mi vigésimo primer cumpleaños. Entonces me casaría, me dijo, y ese día debía desprecintar la vieja jarra y beber el vino con mi marido en memoria de mi viejo maestro, que entonces estaría en el seno del Nirvana.
"¡Mira!", y se volvió hacia la mesa de servir, en la que había una pequeña y achaparrada jarra cubierta de mimbre, y me la tendió.
La miré con curiosidad. Estaba sellada con un pequeño sello de latón, que tenía estampados por todas partes unos tenues caracteres chinos.
"¿Qué son estos caracteres? le pregunté, entregándole la jarra.
Ella miró atentamente el sello.
"Uno de esos sabios dichos budistas que los chinos pegan en todo". Sonrió. "¿Lo traduzco? Yo sé hacerlo".
Asentí.
"'El vino alegra o entristece el corazón, hace el bien o el mal. Bebe, hombre, a tu elección", leyó.
Luego quitó el precinto y vertió el vino; un líquido ámbar espeso, tan pesado que se derramaba como una nata espesa. Su aroma llenó la habitación con un tenue y lejano olor a flores de loto.
"¿Bebemos ahora, Robert, o esperamos a que se sirva la cena?".
"Bebamos ahora", dije, curioso por probar este vino oriental, con el que no estaba familiarizado.
"Amén", dijo mi mujer en voz baja.
Entonces pronunció, rápida y suavemente en voz baja, unas pocas palabras chinas, o así las juzgué yo, y bebimos el vino. No había mucho en la jarra, y lo bebimos todo antes de que se sirviera la cena.
Mientras cenaba, una extraña sensación de bienestar se apoderó gradualmente de mí. La desconfianza, el miedo y la aprensión desaparecieron de mi mente, y mi corazón se sintió ligero. Mi mujer y yo reímos y hablamos juntos como lo habíamos hecho en los días de nuestro noviazgo. Yo era un hombre diferente.
Después de cenar fuimos a la sala de música y ella cantó para mí. Cantaba en voz baja y dulce extrañas y raras canciones de la antigua China. Del estandarte del dragón flotando al sol, y de los fuegos de guardia en las colinas. De viejos amores y odios tártaros. De agravios que nunca mueren, sino que pasan de edad en edad, de vida en vida, de muerte en muerte, interminables hasta que se paga la deuda.
Me senté a escuchar, dormitando en una nebulosa languidez mental, con la sensación, extraña en mí últimamente, de que todo estaba bien en el mundo. Yo era pacíficamente feliz, y la dulce voz de mi esposa seguía canturreando. La hora de acostarse, la subida a nuestro dormitorio y lo que siguió después son sólo un recuerdo borroso.
Me desperté, o parecía que me despertaba (ahora que estoy en este manicomio no lo sé realmente) bien entrada la noche.
Me desperté con una sensación de asfixia, una sensación de disolución inminente. No podía moverme, no podía hablar. Tenía la sensación de que algo indescriptiblemente maligno, repugnante, espeluznante, se cernía sobre mí, amenazando mi propia vida.
Intenté abrir los ojos. Los párpados parecían pesados. Con toda mi fuerza de voluntad, sólo pude abrirlos ligeramente. ¡A través de esta ligera abertura, vi a mi mujer inclinada sobre mí, y los ojos que me miraban eran los ojos inescrutables de Toi Wah!



VI.


Lentamente se inclinó -podía percibir la delicada fragancia de su cabello- y acercó sus dulces y suaves labios a los míos. De nuevo sentí que me asfixiaba, que me arrancaban el aliento mismo de mi vida.
Concentré toda mi voluntad en el esfuerzo de luchar, y con un tremendo esfuerzo fui capaz de mover débilmente un brazo. Mi esposa apartó apresuradamente sus labios de los míos y me miró atentamente, con los crueles ojos ambarinos del gran gato tártaro, cuyos huesos yacían en mi buhardilla.
Una vez más se inclinó y aplicó sus labios a los míos. Me quedé tumbado en un letargo impotente, incapaz de moverme, pero con una mente activa que saltaba al pasado, trayendo a mi memoria todos los viejos cuentos infantiles de gatos que chupaban el aliento de los niños dormidos, de las historias folclóricas que había oído de inválidos indefensos que morían a manos de gatos crueles que les robaban el aliento.
Por fin empecé a excitarme. ¿Iba a succionarme el aliento aquel ser mitad humano, mitad gato, que se inclinaba sobre mí? Con un último esfuerzo desesperado de mi voluntad empapada de vino, levanté los brazos y empujé a este suave y dulce vampiro de mi pecho y de la cama.
Y entonces, mientras el sudor frío del miedo se derramaba por mi cuerpo tembloroso, grité pidiendo ayuda. Por fin mi criado subió corriendo las escaleras y aporreó la puerta.
"¿Qué ocurre?", gritó. "¿Qué ocurre, señor? ¿Llamo a la policía?
"No pasa nada", respondió mi mujer con calma. Se había levantado de donde la había tirado y se estaba arreglando el pelo revuelto. "Su amo ha tenido un sueño terrible, eso es todo".
"¡Es mentira!" Grité. "¡No me dejes sola con este vampiro!".
Salté de la cama y, sin tener en cuenta que mi mujer estaba semidesnuda, abrí la puerta de un tirón. Ella retrocedió, pero yo la agarré por la muñeca, muerto de miedo.
Y entonces, allí, en su muñeca, ¡lo vi! Miré atentamente para asegurarme. Al instante lo vi todo claro. Ya no tenía dudas. Lo sabía.
"¡Mira!" Grité. "¡Aquí en su muñeca! ¡El collar de Toi Wah!" No sé por qué lo dije, o apenas lo que dije, ¡pero sabía que era verdad!
"¡El collar de Toi Wah!" Repetí. "¡No puede quitárselo! Se está convirtiendo en un gato. ¡Mírale los ojos! Mírale el pelo. Pronto volverá a ser Toi Wah con el collar al cuello, y entonces...".
Y entonces vi a mi mujer desconcertada por primera vez. Sentí que el brazo que había cogido temblaba en mi frenético agarre.
"¡Vaya, Robert!", tartamudeó. "Ayer encontré esto en el ático. Y, pensando que era una curiosa reliquia china, me lo puse en la muñeca. Es una pulsera, no un collar".
"¡Quítatelo entonces!" Grité. "¡Quítatelo! No te lo puedes quitar. No puedes, hasta que vuelvas a ser Toi Wah, y entonces estará sobre tu cuello. ¡Lee lo que dice! ¡Está en tu lengua maldita!
"¡Pero nunca vivirás para enloquecerme de miedo otra vez, para hacer de mi vida un infierno de ojos que miran y pies que pisan, y luego para chuparme el aliento al fin! Te maté una vez, ¡puedo hacerlo de nuevo! Y otra vez, y otra vez más, en cualquier forma que los demonios del infierno te envíen para hacer presa de hombres honrados".
Y la agarré por su hermosa garganta. Quería estrangularla hasta que aquellos crueles ojos amarillos se salieran de sus órbitas, y luego reír al verla jadear en la última agonía de la muerte.
Pero fui engañado. Los criados me dominaron y me trajeron a este manicomio.
Dije que estaba perfectamente cuerdo entonces. Lo digo ahora. Y los alienistas eruditos, reunidos en consejo, están de acuerdo conmigo. Mañana seré dado de alta bajo la custodia de mi dulce y arrulladora esposa, que viene todos los días a verme. Me besa con labios suaves y mentirosos que anhelan chuparme el aliento, o tal vez incluso desgarrar la carne de mi garganta con los pequeños dientes blancos detrás de los labios crueles.
Así que mañana saldré... a morir. ¡Asesinado! Iré a la muerte tan seguro como si el verdugo esperara para llevarme a la horca, o si el alcaide estuviera fuera para escoltarme a la silla eléctrica.
Lo sé. Se lo he dicho a doctos psicólogos y médicos. Pero ellos se ríen.
"¡Todo es una ilusión!", exclaman. "Vaya, tu mujercita te ama con todo su leal corazón. Incluso cuando tus huellas eran un moratón azulado en su tierna garganta, ella te amaba. Aquella noche, cuando te despertaste asustado y la encontraste inclinada sobre ti, sólo te estaba besando, en un esfuerzo por calmar tu agitado sueño."
¡Pero si lo sé! Por eso escribo todo esto, para que, cuando me encuentren muerto, los doctos médicos sepan que yo tenía razón y ellos no. Y para que se haga justicia.
Y sin embargo, tal vez no se pueda hacer nada. He dejado de luchar. Me he rendido. Como el oriental, digo, "¿Quién puede escapar a su destino?"
Porque moriré por la justicia china, una venganza budista por matar al gato tártaro, Toi Wah. Toi Wah a la que odiaba y temía, y he odiado y temido durante todas las vidas que ambos hemos vivido, desde muy, muy atrás, desde aquel momento en que la tigresa amarilla de dientes de sable se apoderó de mi primogénito y huyó con él entre los juncos y helechos de los pantanos paleozoicos, un delicado bocado para su gatito.
Y así, ¡adiós!



"¡Qué historia tan extraña!", se estremeció la enfermera, mientras la interna terminaba el manuscrito. "Vayamos a Cheshire Manor y...".
"¿Cree usted esta historia?", interrumpió el interno, golpeando el manuscrito con los dedos y levantando las cejas con escepticismo y sonriendo.
"¡No, claro que no!", exclamó la enfermera, "pero el viaje en coche no nos hará ningún daño, y me gustaría asegurarme".
Cuando detuvieron el coche ante la vieja y sombría mansión, les sorprendió el extraño silencio del lugar. Ningún criado respondió a su llamada. Y al cabo de un rato, como la puerta permanecía abierta, entraron y comenzaron a subir las escaleras.
Un sonido extraño, raro y solitario llegó hasta ellos: el aullido de un gato.
Se detuvieron un instante, se miraron, y luego, tranquilizados por la luz del sol, y siendo ambos profesionales, siguieron adelante. Al final de la escalera había un largo pasillo con una puerta abierta.
"Mira. Esa es la habitación sobre la que escribió", susurró la enfermera, agarrando el brazo de la interna.
Caminaron suavemente por el pasillo hasta la puerta y miraron dentro. En la cama yacía el hombre que buscaban, con los ojos vidriosos, la mandíbula caída y el rostro lívido: ¡muerto!
Sobre su pecho había un gran gato amarillo de ojos ámbar, que les miraba con la espalda arqueada y un gruñido amenazador. Involuntariamente, retrocedieron. El gato saltó junto a ellos y bajó por el pasillo hacia las escaleras, profiriendo el mismo extraño grito.
"¡Dios mío!", jadeó la enfermera, con los labios pálidos. "¿Lo ha visto? Sobre el cuello de ese gato -y era un gato tártaro; conozco la raza-, sobre el cuello de ese gato estaba... ¡estaba el collar de topacio y jade sobre el que escribió!".



Los vecinos ven un "corazón sagrado" en la habitación donde murió una niña


Después de la muerte de Lillian Daly, una muchacha muy devota de Chicago, se difundió la noticia de que se podía ver un "corazón sagrado" en la pared de la habitación donde había muerto y que si cualquier persona enferma tocaba este corazón se curaría instantáneamente. Inmediatamente, la casa del 6724 de la calle Justine recibió la visita de numerosos enfermos, deseosos de experimentar la cura mágica. Dos sacerdotes de las parroquias vecinas visitaron la casa, pero dijeron que no podían ver la aparición.



Fiestas de caricias en el depósito de cadáveres


Un adinerado empresario de pompas fúnebres de Chicago eligió un lugar espeluznante para hacer el amor. Sus historias de "fiestas de caricias" en un depósito de cadáveres, fiestas con vino en una capilla mortuoria y bailes de "shimmy" en una sala de embalsamamiento provocaron que una mujer le demandara por 50.000 dólares. La mujer afirma que atentó contra su reputación.

Imagen de un detective con una pistola en la mano derecha
Imagen de un detective con una pistola en la mano derecha

El miedo secreto

EL MIEDO SECRETO
Una "espeluznante" historia de detectives
Por KENNETH DUANE WHIPPLE


La noche era calurosa y sin aliento, como lo había sido el día, y el sabor húmedo del aire salado me rozaba las fosas nasales cuando, envidiando a Martin por su descanso vacacional de la rutina de los informes policiales, me desvié de la amplia vía pavimentada de la avenida Washington y comencé a bajar por la calle Wharf, estrecha y escasamente iluminada, hacia mi alojamiento más allá del puente.
Al pasar por delante de la segunda farola sucia me detuve de repente, con el sonido entrecortado de pasos apresurados en mis oídos. De regreso a casa desde la oficina del Journal, donde el trabajo de Martin me había retenido hasta pasada la medianoche, había cedido a la tentación que me ofrecía el atajo. Ahora, con la peculiar insistencia enfática de las pisadas a mis espaldas, empecé a preguntarme si había elegido sabiamente.
Los botones de latón, que brillaban débilmente bajo el arco de la esquina, me tranquilizaron. Al instante siguiente me ordenaron bruscamente que me detuviera. Reconocí la voz ronca y jadeante del patrullero Tom Kenton, de la cuarta comisaría, cuya ronda, como yo sabía, se extendía a lo largo de los muelles.
"Soy yo, Kenton-Jack Bowers, del Journal", dije. "¿Qué pasa?
Kenton me miró agudamente en la mala luz. Luego su rostro se relajó.
"Un hombre ha sido asesinado en el almacén de Kellogg, a la vuelta de la esquina", respondió.
"¿Asesinado? ¿Cómo?"
"El sargento no me lo ha dicho. Me lo acaba de decir cuando me presenté. Alguien ha llamado hace un minuto. Ven a ver, si quieres. Está justo en su línea, y usted es un buen amigo del capitán".
Me puse a su paso, pero me costó un poco seguirle.
"¿Sabes quién telefoneó?" pregunté.
"No. Puede ser una broma. Puede ser una trampa. Puede ser cualquier cosa".
Su profunda voz retumbó en la penumbra de la sucia calle, desierta salvo por nuestras apresuradas figuras. Cruzamos al lado opuesto, pasando por debajo de un arco azul que ardía y chisporroteaba desnudo a través de un corte irregular en su sucio globo esmerilado.
A la vuelta de la esquina se alzaba el destartalado almacén de Kellogg, una estructura de madera de cuatro plantas que se alzaba sobre los muelles del río. En la planta baja, una amplia entrada se abría negruzcamente. A la izquierda de la puerta, a un metro por encima del nivel de la calle, sobresalía de la oscuridad el extremo de una plataforma de carga.
Más allá del almacén, un estrecho muelle se extendía hacia el centro. Vislumbré las luces de alguna pequeña embarcación, que se perfilaban tenuemente contra el negro grisáceo del agua aceitosa.
Kenton se detuvo en la esquina del almacén para desenfundar su revólver, indicándome que me quedara donde estaba.
"Quédate aquí", dijo en voz baja. "Voy a echar un vistazo. Si se trata de una trampa, no hay necesidad de involucrar a nadie más. Además, tú serías más útil aquí".
Cuadró sus anchos hombros y se dejó engullir por el oblongo negro. No hizo falta insistir mucho para convencerme de que me quedara fuera. Me asomé tímidamente por una rendija del entablado combado. El tenue rayo de luz que Kenton proyectaba ante él sólo parecía acentuar la oscuridad.
La luz se hizo fija. Pude distinguir a Kenton inclinado sobre algo en el suelo de tierra, a menos de cinco metros de la entrada. Levantó la vista y habló en voz baja.
"Adelante, señor Bowers", dijo. "Esto no es ninguna broma".
Su tono era sombrío. Con un escalofrío, atravesé la puerta y crucé hasta donde estaba agachado sobre una figura inmóvil acurrucada contra el lateral de la larga plataforma de carga.
El cuerpo era el de un hombre de gran estatura, más de un metro ochenta, según pude juzgar por la estrecha posición en la que yacía. No presentaba signos visibles de violencia, salvo un cuello de lino deshilachado y torcido, que colgaba de un único ojal de la camisa que rodeaba el cuello poderoso y acordonado. Pero cuando me acerqué para observar sus rasgos, retrocedí con un grito ahogado.
El rostro del muerto estaba distorsionado por una expresión del mayor horror y aversión. Alrededor de las dilatadas pupilas de sus grandes ojos gris azulados, el espantoso blanco se mostraba en un pálido borde de miedo. Sus rasgos irregulares y rojizos, incluso en la muerte, parecían retorcerse de terror. Un brazo largo y nervudo le cubría la parte inferior de la cara, como si quisiera protegerse de una amenaza invisible y terrible.
Estremeciéndome, miré fijamente a través del cuerpo el rostro hogareño e impasible de Kenton.
"Por todos los cielos, ¿qué le ha pasado?". pregunté.
Las manos de Kenton se habían movido rápidamente sobre el cuerpo. Ahora las separó con un gesto de desconcierto.
"No parece haber ninguna herida", dijo. "Fíjese si no hay un interruptor en alguna parte, señor Bowers. Debería haber una forma de iluminar aquí".
Tanteé a lo largo de la pared hasta que mis dedos encontraron el pomo redondo de porcelana. Una única bombilla mugrienta, colgada de una viga llena de telarañas, arrojaba un tenue círculo de luz amarilla y gris sobre el suelo del almacén.
El cadáver yacía sobre su costado izquierdo, mirando hacia la puerta. Kenton le dio la vuelta metódicamente y exploró la espalda con sus dedos escrutadores. Al menos para mí fue un alivio que los ojos aterrorizados y fijos estuvieran ocultos, en lugar de mirar temerosos a través del arco de la puerta hacia la estrecha y vacía calle de más allá.
"Hay algo extraño en esto", dijo Kenton. "No hay ninguna herida, señor Bowers, que yo pueda encontrar. No hay sangre, ni siquiera un moretón, sólo esta marca en la garganta".
No había visto la marca antes, e incluso ahora tenía que mirar de cerca para encontrarla. Apenas era más que una decoloración de la piel en una ancha franja bajo la barbilla. Pero no había ninguna abrasión, y mucho menos una herida suficiente para causar la muerte de un hombre poderoso como el que yacía ante nosotros.
Con un encogimiento de hombros, Kenton volvió a colocar el cuerpo en su posición original. Al instante, los espantosos ojos volvieron a mirar sin pestañear la calle vacía.



Un sonido procedente de la puerta nos hizo volvernos a los dos. Sólo el propio Kenton puede decir lo que su imaginación imaginó allí. Por mi parte, sentí un gran alivio al ver que no había nada más sorprendente que un par de hombres harapientos asomados a la puerta abierta.
Mientras mirábamos, un tercer vagabundo de los muelles se les unió, acercándose inquisitivamente al cuerpo que había en el suelo.
"¿Qué pasa aquí?", preguntó uno con curiosidad. "¿Alguien ha matado a un tipo?"
"Sí", dijo Kenton escuetamente. "¿Alguno de ustedes lo conoce?"
Su compañero, que había estado mirando fijamente el cuerpo, habló de repente en un tono asustado:
"¡Por Dios, es Terence McFadden! Nunca habría reconocido al chico con esa expresión en la cara, excepto por la cicatriz que tiene sobre el ojo derecho. ¡Mira, Jim! Claro, ¡y parece como si le persiguiera el divil!".
Un murmullo de confirmación provino de los demás. El rechinar de las ruedas de un tranvía en la curva de la avenida Washington cortaba claramente el bajo batir de las olas contra los montones podridos fuera del almacén. El aire húmedo, impregnado de los olores nauseabundos de los muelles, era sofocante.
Los tres hombres se acurrucaron más cerca, con miradas temerosas por encima del hombro, como si se esforzaran por vislumbrar lo que los ojos del muerto vigilaban. Sólo Kenton no parecía afectado por la tensión.
"¿Sabes dónde vive?"
"En la calle Veinticuatro", se ofreció voluntario el tercer hombre. "Pero había estado en el Tigre esta tarde. Le vi subir a bordo. ¿Por qué no llamar al capitán Dolan? Terry y él eran amigos".
"¿Cómo se llama?"
"Dolan-Capitán Ira Dolan."
"Ve a buscarlo", ordenó Kenton, quitándose la gorra y limpiándose la frente.
El hombre, no sin ganas, salió del círculo de luz. Oímos sus pasos sobre el entarimado del muelle y su llamada al barco anclado allí.
Kenton se volvió hacia mí, con cara de preocupación.
"¿Le importaría bajar a casa de Patton, en la esquina, y llamar por teléfono, señor Bowers?", preguntó. "No se lo pediría, pero el capitán le conoce bien. Dígale que me quedo con el cuerpo. Y pídale que venga el doctor Potts, si está allí. Me gustaría llegar al fondo de esto".
Me alegré mucho de salir del almacén, pues la atmósfera inquietante empezaba a ponerme nervioso. Cuando regresé, dos de los somnolientos holgazanes del grasiento comedor de Patton, despertados por mi mensaje telefónico al capitán Watters, de la cuarta comisaría, seguían mi estela, murmurando y frotándose los ojos desorbitados.
Habían pasado menos de diez minutos desde que encontramos al muerto en el viejo almacén de Kellogg. Sin embargo, ahora una docena de ratas de muelle malhumoradas rodeaban la puerta, llevadas hasta allí por algún misterioso mensaje telepático transmitido por el aire turbio de la noche.
"Estaré aquí en diez minutos", dije, haciendo un gesto con la cabeza a Kenton.
De repente, un hombre se abrió paso entre la multitud y se apresuró hacia nosotros. Su rostro áspero y curtido por la intemperie adquiría líneas más profundas con la tenue luz cenital, sus altas luces brillaban en el espantoso resplandor como trozos de pergamino amarillento. Sin embargo, había poder en el penetrante ojo azul, y fuerza en cada línea de la alta y enjuta figura, que ahora se inclinaba repentinamente sobre el cuerpo del hombre muerto.
"¡Terence!", gritó, con voz áspera por el dolor. "¡Terence, muchacho!"
Kenton se inclinó y le tocó el hombro.
"¿Es usted el capitán Dolan?", preguntó.
El anciano levantó la vista, con una mano apoyada en el cuerpo inmóvil junto al que se arrodillaba.
"Lo soy", dijo simplemente.
"Tengo entendido que este hombre, Terence McFadden, se llama...".
El capitán Dolan asintió.
"¿Tengo entendido que estuvo a bordo de su barco esta noche?"
"Sí", dijo el capitán Dolan, poniéndose en pie.
"¿A qué hora se fue?"
"No hace más de media hora, oficial. Poco después de medianoche, diría yo. Estaba a bordo para un pequeño banquete de despedida, ya sabe, sólo una visita amistosa, comer y beber y cosas por el estilo, antes de que yo parta al amanecer para otro viaje. Me voy a la costa".
Kenton sacudió la cabeza.
"Eso no importa. ¿Tienes idea de cómo encontró la muerte? ¿Tenía algún enemigo que usted conozca?"
El capitán Dolan se pasó los dedos huesudos por sus canosos mechones, con los ojos aún clavados en el cuerpo de su amigo.
"Enemigos tenía de sobra, oficial, como cualquier hombre de dos puños con el carácter de Terence McFadden. La semana pasada liquidó a dos miembros de la banda de Jerry Kramer que intentaron atracarle con una pistola en esta misma calle. Pero su preocupación de esta noche no tenía nada que ver con ellos. Un hombre como Terence podía defenderse de cualquiera. A decir verdad, era su peor enemigo".
Kenton intervino bruscamente.
"¿Cómo dice? ¿Dices que esta noche estaba preocupado?"
Parecía haber un rastro de evasión en los modales del capitán Dolan.
"Fue un artículo que leyó en el periódico. Le estropeó la cena".
"¿De qué se trataba?"
"Era un artículo del Zoo", contestó el capitán Dolan.
Kenton tocó un botón desconcertado y me miró perplejo. Era evidente que sus preguntas no le llevaban a ninguna parte.
Antes de que pudiera seguir interrogando al capitán Dolan, el grupo que estaba en la puerta detrás de nosotros se apartó bruscamente y entró el patrullero Corcoran, el nuevo agente de la patrulla contigua. Llevaba la mano derecha retorcida en las solapas de un extranjero bajo y achaparrado, con el rostro moreno medio oculto por una barba áspera de color marrón rojizo. Llevaba abierto el cuello de la camiseta empapada en sudor y las mangas remangadas sobre unos antebrazos musculosos y velludos.
Corcoran miró fijamente al grupo que rodeaba el cuerpo sin vida de Terence McFadden.
"Así que es verdad, ¿no?", preguntó con curiosidad. "Pensé que 'Big Jim' aquí presente estaba tratando de darme una dirección equivocada".
"¿Quién?", preguntó Kenton.
"Dobrowski, o un nombre parecido: 'Big Jim', lo llaman. Dicen que es uno de la banda de Kramer".
"¿De dónde lo sacaste?"
"Le pillé saliendo de un sótano en la calle Efton. Me echó un vistazo y salió corriendo. Así que lo acorralé y le pregunté por qué huía. Se quedó con cara de tonto, pero supe que tramaba algo. Le cacheé y encontré esto".
Sacó un reloj y un monedero del bolsillo lateral de su abrigo. El capitán Dolan se inclinó hacia delante con impaciencia.
"¡De Terence!", gritó. "¡Mira a ver si sus iniciales no están en la parte de atrás!"
Casi arrebató el reloj de la mano de Corcoran. El patrullero más joven se volvió hacia Kenton.
"¿Quién es el viejo?", preguntó en voz baja.
Kenton estableció la conexión del capitán con el asunto en pocas palabras. Entretanto, el viejo había abierto el estuche de oro con la pesada uña del pulgar y estaba mirando dentro.
"¡Ves!", afirmó, señalando las iniciales "T. J. M." allí grabadas.
Corcoran asintió despreocupadamente.
"'Big Jim', sin duda", dijo con decisión. "Es el hombre que mató a McFadden aquí".
"Big Jim" miró fijamente a su captor, masticando enérgicamente.
"¡No matar!", exclamó. "¡No matar!"
Kenton había estado frunciendo el ceño perplejo. Ahora se volvió hacia Corcoran.
"Dime, Bill", preguntó, "¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Quién te dijo que habían matado a un hombre?"
Para nuestro asombro, Corcoran señaló con el pulgar a "Big Jim".
"Él lo hizo", dijo.
"¿Fue él?", repitió Kenton incrédulo. "¿Entonces fue usted el que 'telefoneó' al sargento?".
Corcoran asintió, agarrando con más fuerza las solapas del cautivo.
"Iba a llamar al carro y entrar directamente con 'Big Jim' aquí. Pero me contó una historia tan graciosa que pensé que tal vez estaba tratando de engañarme, así que lo traje aquí para asegurarme".
Kenton sacudió la cabeza.
"Esa no era forma de actuar", murmuró en voz baja. "Bueno, no importa. ¿Qué dice?"
"Dice que le quitó todo esto a McFadden, pero que no lo mató", se mofó Corcoran. "No sabe quién lo mató, pero no lo hizo. ¿Pescado? Pues se lo diré al mundo".
El capitán Dolan volvió a inclinarse sobre el cadáver de Terence McFadden. Luego miró a "Big Jim".
"Cuéntanos qué ha pasado", le ordenó.
Las palabras brotaron turbulentamente de "Big Jim". O estaba diciendo la verdad, o se había creído a pies juntillas su historia.
"¡No matar!", vociferó, gesticulando. "¡No matar! Vigilad, pero no matéis. Esconder a un hombre, tirar de él, luchar, ¡está muerto! Coge dinero, corre, escóndete".
El miedo brillaba en sus ojos cambiantes y en su rostro moreno y sudoroso. Mientras miraba nervioso por el edificio, se me ocurrió la fantástica idea de que su miedo no era tanto a la policía como a una fuerza invisible e intangible que escapaba a su comprensión. Me sorprendí a mí mismo mirando con aprensión por encima de mi hombro.
Corcoran escupió al suelo con asco.
"Parte de esa historia está bien", dijo. "La parte del robo del reloj y todo eso, quiero decir. El resto es mentira. ¿Cómo iba a quitarle las cosas a un tipo tan grande sin matarlo? ¿Cómo lo mató?
El capitán Dolan se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
"Sí, oficial", repitió. "¿Cómo lo mató? Díganoslo si puede".
Corcoran empujó a su cautivo hacia Kenton y se arrodilló junto al cadáver. Cuando levantó la vista, tenía el rostro inexpresivo. Levantándose se volvió salvajemente hacia "Big Jim".
"¡Venga ya!", ordenó bruscamente, sacudiendo al extranjero por el hombro. "¿Cómo lo mataste? Habla!"
"¡No lo maté!" repitió "Big Jim" obstinadamente. "¡No matar!"
Corcoran levantó su garrote amenazadoramente. No sé si habría golpeado a "Big Jim" o si simplemente deseaba intimidarle; no llevaba mucho tiempo en el cuerpo y sentía su autoridad profundamente. Pero el capitán Dolan se adelantó, tendiéndole una mano imperativa.
"¡Un momento, oficial!", dijo con severidad.



El cuadro se mantuvo sin aliento durante un instante. Entonces Corcoran, cerrando su boca asombrada, acercó su cara sonrojada a la del capitán Dolan.
"¿Qué tiene usted que ver con esto?", gritó. "¿Quién le dijo que diera órdenes? Por lo que dice Tom, usted parece haber sido amigo de ese tipo. Pero, ¿cómo sabemos que no le guardaba rencor y lo dopó esta noche a bordo de su barco? ¿Cómo sabemos que no le diste alcohol de madera o algo de beber que lo dejó inconsciente? Será mejor que te calles y te quedes por aquí hasta que el médico le eche un vistazo".
El rostro arrugado y apergaminado del capitán Dolan se tornó de un rojo furioso y sus huesudas manos se apretaron. Luego, de repente, se relajó y soltó una breve carcajada.
"Al quedarme aquí, como usted pide -respondió-, mi idea es que se haga justicia. Por poco amor que Terence sintiera por Jerry Kramer y su banda, desearía un juego limpio, incluso para "Big Jim". Y por esa razón le pediré su amable indulgencia mientras le hablo un poco de Terence McFadden".
Corcoran fulminó al anciano con la mirada. Kenton se encogió de hombros.
"Adelante", dijo. "Tenemos que esperar al coche".
El capitán Dolan estaba erguido bajo la mugrienta bombilla eléctrica, que proyectaba un destello broncíneo sobre sus canosos mechones. A su izquierda estaba Corcoran, con el ceño fruncido y una mano agarrando a su prisionero. Más allá, Kenton se apoyaba en la plataforma de carga. Yo los observaba desde las sombras.
"Cada uno de nosotros tiene su miedo secreto", empezó el capitán Dolan bruscamente y de forma un poco oratoria. "Para uno es el mar abierto. Para otro es el horror a las grandes alturas. Pero todos lo tenemos. En cuanto a Terence McFadden, no hizo falta más que un pequeño mono de cola larga y órgano manual para ponerlo a temblar.
"Y parecían saberlo, también, los demonios sonrientes. En cuanto pasaba junto a un organillero dago en la esquina, el pequeño simio de gorra roja soltaba un parloteo y se abalanzaba sobre Terence. Y créanme, el hombre se ponía pálido.
"'Aléjate, Ira', me decía, agarrándome, 'aléjate, Ira'. Claro, y buscará un mordisco en tu pierna'.
"Me acuerdo de un día que fuimos al Zoo, Terence y yo. ''Se sobreentiende'', dice, cuando llegamos a las puertas, ''que no hacemos ninguna visita a la casa de los monos''.
"Pero yo le hago reír, con insinuaciones sobre su valentía, d'ye mind, hasta que al final pone los dientes como platos.
"'Nadie dirá que Terence McFadden es un cobarde', dice. 'Entremos'.
"En el momento en que entramos en la habitación, el lugar es un alboroto. Los pequeños monos de pelo amarillo están colgando de sus colas y parloteando, e incluso los grandes simios de la esquina están rugiendo como demonios sueltos. Es inútil que le diga a Terence que se acerca la hora de comer. No lo tolerará.
"'Las bestias me conocen', murmura entre dientes castañeteantes. "Es mi sangre la que quieren.
"¿Por qué querrían tu sangre? le pregunto.
"'No sé por qué', dice, temblando, 'pero es así'.
"'¡Tonterías!', dije yo, pues deseaba librarle de su estúpido miedo. Acompáñame a esta jaula y míralo a los ojos. No puede hacerte ningún daño, y él está a salvo tras los barrotes'.
"Terence sudaba de miedo, pero apretó los dientes y, cogidos del brazo, caminamos hacia la jaula. El tipo grande y leonado, el feo de la puerta del fondo, estaba allí, encorvado en su rincón, mirándonos con ojos como carbones.
"'Mira, hombre', le digo, 'y deja tu tontería. Incluso en campo abierto seríais un rival para él'.
"Apenas pronuncié estas palabras, la bestia dio un salto desde su rincón y aterrizó a medio camino de los barrotes de la parte delantera de la jaula, con un rugido que os reventaría el alma. Reconozco que me asusté, a pesar de lo poco que temo a los monos y sus congéneres.
"Pero el pobre Terence da una especie de grito ahogado y se apoya en mí, paralizado de miedo. Tenía los ojos vidriosos, como los de un muerto. Y te juro que después de sacarlo fuera, pasó media hora antes de que el color volviera a sus mejillas y sus rodillas dejaran de temblar.
"'¿Viste su horrible rostro?', jadea. '¿Y los largos brazos alcanzando mi garganta?'
"Y entonces volvía a temblar."



El capitán Dolan se detuvo tan bruscamente como había empezado. Tan vívidamente había contado su historia que por un momento se había transportado corporalmente a la casa de los monos del Zoo. Ahora, en el repentino silencio, nos movíamos inquietos, mirándonos unos a otros.
Corcoran se rascó la cabeza con aire perplejo.
"¿Qué tiene que ver todo esto con encontrar al asesino?", estalló.
El capitán Dolan negó con la cabeza.
"No hay ningún asesino", dijo.
Imagino que todos parecíamos sorprendidos. Kenton habría hablado, pero el capitán Dolan le hizo un gesto para que guardara silencio. Incluso Corcoran, por una vez, se quedó sin palabras.
"Hablé de un artículo en el periódico de esta noche", continuó el capitán Dolan. "Sin duda todos ustedes lo vieron. ¿No leyeron que uno de los gorilas del zoológico se había escapado de su jaula y andaba suelto por la ciudad?".
En el silencio entrecortado que se produjo a continuación, sentí que un peculiar escalofrío de terror me recorría la espina dorsal. Kenton manoseaba la funda de su revólver con movimientos nerviosos y torpes. De alguna extraña manera, las sombrías palabras de dudosa importancia del viejo y enjuto capitán nos habían envuelto a todos en una red de miedo supersticioso en la que luchábamos en vano, incapaces de captar la clave salvadora.
"'Fue ese artículo el que le arruinó la cena a Terence, cuando lo leyó a bordo del barco esta noche. Y de nada me sirvió razonar con él. Para él, la cara sonriente del gran simio se asomaba por cada portilla".
De repente, Corcoran se giró y miró hacia la oscuridad del otro extremo del almacén, donde algo se agitaba suavemente. Kenton desenfundó su pistola. Se me puso la carne de gallina. Sólo el hombre muerto, imperturbable, miraba sin pestañear en la dirección opuesta.
Al momento siguiente, una gata callejera se adentró tranquilamente en el círculo de luz y se sentó a lavar su polvoriento pelaje, parpadeando complacida ante nuestros rostros pálidos. Me enjugué las gotas frías de la frente y exhalé un profundo suspiro.
Corcoran se volvió casi suplicante hacia el capitán Dolan.
"El gorila...", dijo. "¿Fue el gorila del zoo el que mató a Terence McFadden?".
El capitán Dolan negó con la cabeza.
"Yo no diría eso", respondió.
Me quedé mirando la cara apergaminada con asombro. Al igual que Corcoran, yo había llegado a esa conclusión. Kenton se pasó la mano por la frente, perplejo.
"¡Pero usted dijo que no hubo asesinato!", gritó Corcoran. "¿Fue 'Big Jim' quien lo mató, después de todo?".
"Yo no diría eso", repitió el capitán Dolan.
Corcoran miró al anciano aturdido. Luego habló en voz muy baja y tranquilizadora, como se interrogaría a un niño atrasado:
"Entonces dígame, capitán Dolan", dijo. "¿Cómo murió Terence McFadden?".
"Fue asesinado", respondió el capitán Dolan.
Corcoran se quedó mirando.
"¿Asesinado? Pero si dijo que no había ningún asesino".
"Tampoco lo hubo", dijo el capitán.
Corcoran dejó caer las manos con impotencia. Kenton retomó el interrogatorio.
"¿Se suicidó?", preguntó. "¿Fue un suicidio?"
"Yo no diría eso", repitió el capitán Dolan por tercera vez.
Pero Kenton no se dejó desconcertar.
"¿Con qué arma fue asesinado el hombre?", preguntó obstinadamente.
El capitán Dolan contempló el rostro contorsionado del hombre que tenía a sus pies.
"Con una de las armas más antiguas del mundo", respondió. "Un arma que ha causado la muerte de muchos hombres valientes, más valientes y poderosos que Terence".
Las olas rompían saladas contra los montones podridos del otro extremo del almacén. En la oscuridad chilló una rata, y el gato, interrumpiendo su aseo, salió corriendo del círculo de luz y desapareció. En la oscuridad se oyó el ruido de un motor que aceleraba.
El capitán Dolan levantó los ojos del cadáver de su amigo, y su voz era muy suave y compasiva:
"¿No dije que Terence era su peor enemigo? Si no hubiera sido por ese estúpido embrujo suyo...".
Se volvió y señaló repentinamente a "Big Jim", que permanecía estúpidamente en las sombras. Casi parecía que los ojos del muerto, siguiendo la dirección de su brazo extendido, miraban con terror sensible los rasgos bestiales y repulsivos del prisionero.
"¡Mira sus brazos peludos!", gritó. "¡Mirad su larga y desgreñada barba! Cuando se paró en la plataforma junto a la puerta y apoyó el codo en la garganta de Terence, ¿crees que el pobre muchacho sabía de la pistola que tenía clavada en la espalda, o de las palabras de advertencia balbuceadas en alguna jerga de heno? Para la mente de Terence era nada menos que la realización de todas sus pesadillas. No es de extrañar que se le salgan los ojos de las órbitas mientras yace allí con el terror paralizando las válvulas de su corazón y cuajando la sangre de sus venas".
"Entonces el nombre del arma..."
"Se llama Miedo", dijo el capitán Dolan.
El motor palpitante sonó al final de la calle. Con un chirrido de frenos, el coche de policía se detuvo fuera. El doctor Potts se abrió paso entre la multitud y se inclinó brevemente sobre el cadáver.
"Fallo cardíaco", dijo.

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