Manuscript found in a bottle, 1833
Qui n'a plus qu'un moment à vivre
N'a plus rien à dissimuler.
AUINAULT – Atys
De mi país y mi familia poco tengo que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.
Bon-Bon, 1832
En cuanto se había pasado el dintel de la pequeña casa que habitaba nuestro filósofo, en un callejón sin salida llamado Lefévre de Ruán, se veía una habitación profunda, baja de techo, de antigua construcción. En un rincón se hallaba la cama del metafísico. Un juego de cortinas y un canapé a la griega la rodeaban clásica y cómodamente. En el ángulo opuesto yacían libros. Una gran chimenea se erigía frente por frente de la puerta. A la derecha, en un armario entreabierto, se podía ver una batería formidable de botellas etiquetadas.
En este lugar, una noche del invierno de 17..., hacía la una, Pedro Bon-Bon, habiendo escuchado durante algún tiempo las palabras de sus vecinos y las alusiones a sus singularidades, los puso a todos en la puerta, corrió el cerrojo echando pestes, y se echó malhumorado en su viejo y cómodo sillón de cuero, cerca del fuego de la chimenea.
Era una noche terrible, como sólo se ven cada cien años. Nevaba furiosamente y toda la casa oscilaba bajo las ráfagas de la tormenta. El viento silbaba por los intersticios de los tabiques y se abismaba rabiosamente en la chimenea, doblando y desdoblando las ropas de la cama o desordenando los papeles que dormían junto a los libros.
El metafísico no estaba en absoluto de humor. Notaba aquella agitación angustiosa que produce la furia de una noche de tempestad. Llamó más cerca de sí a su gran perro negro, y como se había sentado en el sillón con cierto malestar no pudo abstenerse de echar una mirada recelosa hacia los rincones apartados de la estancia, de donde las llamas rojas de la chimenea no llegaban a expulsar completamente las tinieblas. Terminado ese examen, cuyo objeto exacto le hubiera sido imposible explicar, se puso ante una mesita llena de libros y de papeles, y se dedicó a la corrección de un voluminoso manuscrito que tenía que entregar al día siguiente.
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